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El gran interrogante que se abre hacia el futuro tiene que ver con el desarrollo de la política antiterrorista anunciada por el presidente Bush tras los ataques de Al Qaeda a Nueva York y Washington en el 2001. Conocida mejor como la "política de seguridad preventiva", la nueva estrategia permitiría a Estados Unidos intervenir en cualquier país y cualquier momento a fin de anticipar la comisión de eventuales crímenes. Es muy probable que, en el caso de la lucha contra las drogas, la aplicación de la nueva política conduzca a una mayor securitización y militarización de América Latina. También se plantea la posibilidad de que este "endurecimiento" se haga a costa, como ya se está viendo, del sacrificio de garantías constitucionales y derechos humanos. La situación podría llegar a volverse crítica en algunas regiones como el área andina. Se trataría de un paso más en el camino de atizar la violencia en el hemisferio -América Latina tiene los más altos índices de homicidios en el mundo-, parecido al que se vivió hace varias décadas cuando se trasladaron a la guerra antidroga las estrategias que inspiraron Guerra Fría. Entonces, en aras de la denominada política de seguridad nacional y a nombre de la lucha anticomunista, se legitimaron grupos paramilitares, escuadrones de la muerte, conclaves reaccionarios, regímenes corruptos, dictaduras militares. Para acabar el narcoterrorismo, es posible prever ahora que el Comando Sur de Estados Unidos, tan activo en el desarrollo de la cruzada militar anticomunista, presione por un mayor invo1ucramiento de 150
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los ejércitos del área en la lucha contra el terrorismo, asociado ahora con el combate al narcotráfico. Se reproduciría así una historia que empezó en México, Colombia, Perú y Bolivia. El problema de este último país es un ejemplo bueno y patético de los estragos que puede causar una política de represión ciega como la que ahora se intenta aplicar contra el terrorismo. En el año 2000, la embajada de Estados Unidos en Bolivia presionó al máximo al gobierno del presidente Banzer para adoptar una política de tolerancia cero de la coca que, en la práctica, se constituyó en una declaratoria de guerra contra los movimientos cocaleros. Una poderosa fuerza, integrada por distintas fuerzas especiales bolivianas bajo la supervisión de la DEA, intervino militarmente el Chapare, la mayor región de producción de cultivos de coca, y consiguió hacer prácticamente desaparecer los cultivos ilícitos en la zona con un doloroso saldo de 16 cocaleros, seis militares y tres policías muertos. La producción ilegal se desplazó a la zona de Yungas, donde el Gobierno logró establecer un diálogo con los nuevos campesinos cocaleros que se tuvo que suspender por presiones norteamericanas. Enfrentado a la amenaza de la descertificación de Washington en el 2002, el gobierno de La Paz prohibió el transporte y la venta de hoja de coca en el Chapare. El veto norteamericano durante el gobierno de Sánchez a su permisión de que cada familia de productores de coca pudiera cultivar un cato (media hectárea) de coca radicalizó la posición de Evo Morales que terminó en la crisis de septiembre y octubre de 2003 que obligó a Sánchez de Losada a renunciar cuando los enfrentamientos con los partidarios de Morales por el tema de la coca y el gas dejaban un saldo de 67 muertos. Las autoridades antinarcóticos de Estados Unidos mantuvieron la presión sobre el sucesor de Sánchez, el historiador y periodista Carlos Mesa, quien logró estabilizar los ánimos al permitir que cada familia coca1era cultivara un cato de coca legalmente. Durante la campaña de represión se atropellaron los
presidente Obama han resucitado las expectativas por que haya, al fin, un giro progresista en las desacreditadas y desgastadas estrategias prohibicionistas tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo.
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derechos humanos (Waldo Albarracín, Defensor del Pueblo de Bolivia 2003-2008). La Ley 1008 permitía violar la presunción constitucional de inocencia cuando se trataba de un caso antidroga; un simple reporte de policía era considerado evidencia suficiente para condenar al acusado. La síntesis es que la política antidroga contribuyó a desestabilizar la frágil democracia boliviana y empoderar las fuerzas que Washington quería combatir sin que hubiera evidencias de que esta extrema presión militar y diplomática hubiera disminuido los cultivos ilícitos. Como se recuerda en otro lugar de este texto, entre los personajes que estuvieron detrás de este largo proceso de profundización del conflicto boliviano estuvo el embajador de Estados Unidos y encargado de antinarcóticos Bob Gelbhard, de ingrata recordación en Bolivia y Colombia, a quien apoyaban los sectores más retardatarios de la política norteamericana. Gelbhard enfrentó los sectores institucionales, satanizó al Gobierno, participó activamente en la política interna, acusó y absolvió personalidades y por cuenta de la droga desató una ola inquisitorial que provocó fuerte rechazo antiamericano. Considerado discípulo aventajado de Elliott Abrams, Gelbhard basaba su poder en sus relaciones con los sectores más neoconservadores de la derecha estadounidense. Su activismo fue totalmente contraproducente para los intereses de su país en Bolivia y en la región (Gamarra, 1994). El epílogo de estos sucesos fue la elección de Evo Morales presidente de Bolivia merced a los errores de la política norteamericana en la guerra contras las drogas. En paralelo con el desarrollo de las operaciones militares antidroga se conformó en algunos países de Suramérica una red de contactos entre las organizaciones subversivas y del narcotráfico vinculadas por el común denominador de su oposición a la militarización de la guerra contra las drogas. Vladimiro Montesinos, poderoso asesor del gobierno del presidente peruano Alberto Fujimori, vendió a las FARC de Colombia más de 10.000
fusiles AK por ocho millones de dólares, una operación similar a la desarrollada por la CIA para apoyar los "contras" nicaragüenses contra los sandinistas, cuyas armas fueron adquiridas con dineros del narcotráfico provenientes de Colombia. El general Manuel Antonio Noriega, hombre' fuerte de Panamá, también apareció metido en operaciones de compra de armas y ventas de drogas en la frontera de Panamá y Colombia. La frecuente contradicción entre distintos objetivos de la política exterior norteamericana ha llevado a situaciones tan paradójicas como el financiamiento que hizo la CIA con dineros del tráfico de heroína en apoyo de los movimientos anticomunistas asiáticos, el soporte a los rebeldes afganos -traficantes de estupefacientes- contra la Unión Soviética, que luego se convirtieron en el tenebroso Al Qaeda, o la temprana invención en Colombia del concepto de narcoguerrilla, que metió en un mismo saco las luchas anticomunista y antinarcótica. La violencia legitima el mercado de drogas ilegales; a través de la fuerza se imponen reglas, se obliga a cumplir acuerdos y se organiza la competencia. Las organizaciones criminales recurren a ella cuando no pueden cooptar por medio de la corrupción el Estado que las combate. Algunos estudios muestran que la tasa de homicidios en el hemisferio es hoy 25% más alta de lo que sería si no existiera la prohibición de las drogas (Jeffrey A. Miron, 2010). El de1Íto de terrorismo no existe como tal ni ha sido tipificado en el ordenamiento penal internacional; lo que hay son actividades criminales que utilizan procedimientos que infunden "terror" en la población, es decir, que la aterrorizan. También es evidente la conexión entre algunas actividades relacionadas con el narcotráfico y la financiación de ciertas actividades terroristas, lo cual no significa que todos los narcotraficantes sean terroristas. La confusión de distintas formas de criminalidad bajo el rótulo del terrorismo puede terminar en la legitimación
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de acciones de inteligencia o en el atropello de los derechos humanos y las garantías constitucionales ciudadanas. Si todos los delincuentes internacionales son terroristas, contra ellos no cabe acción distinta que pasarles por encima la máquina de la seguridad preventiva. La historia de la lucha antinarcóticos en América Latina está llena, como aquí se mencionó, de casos de aplicaciones arbitrarias de la ley, desconocimiento de derechos sociales y violaciones de garantías constitucionales que han sido el resultado de operaciones de fuerza sin reglas claras (De Greiff, 2011). La "militarización" de la lucha contra las drogas como política oficial fue discutida y avalada por el Congreso de Estados Unidos a comienzos de los años 80. Coincidía con la Directiva 221 del presidente Reagan, en la cual se declaraba el narcotráfico amenaza de seguridad nacional para América. La operación BIast Furnace, en Bolivia, inauguró esta forma de presencia militar extranjera en la lucha antidroga. Para entonces se comenzó a hablar en Colombia de la existencia de "narcoguerrillas" como argumento para justificar que las operaciones militares, entonces enfocadas a la lucha contra los narcotraficantes, pudieran incluir el combate de la subversión armada de izquierda. En Bolivia, Ecuador y Perú el estreno de la nueva estrategia militar se llamó Operación Snowcap. En el Caribe fue la Operación BAT, que comenzó en Bahamas en 1982 y puso al servicio de la búsqueda de contrabandistas de drogas las experiencias adquiridas en vigilancia y espionaje de barcos y aviones soviéticos. La política de interdicción militar quedó en entredicho a pocos años del comienzo de su aplicación, cuando se entendió que no había conseguido reducir la entrada de drogas al país y fue evidente que los esfuerzos de interdicción aérea y marítima realizados resultaban demasiado precarios respecto a los costoS invertidos en barcos, aviones y radares. También se constató que la concentración de estas posibilidades militares contra cultivos 154
CAPÍTULO IV:
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ilícitos y laboratorios de procesamiento de drogas, en especial en el área andina, había conseguido diseminar las parcelas y los laboratorios por otros territorios. La militarización generó un movimiento de simpatía a favor de grupos guerrilleros -como Sendero en Perú y las FARC en Colombia- que aparecían protegiendo a los productores rurales, recolectores y trabajadores de laboratorios frente a acciones militares que rara vez estaban acompañadas de ofertas sustitutivas de trabajo o apoyos sociales. La falta de este componente terminó des legitimando la tarea de los Ejércitos nacionales y disminuyendo su prestigio ante la población. El enfoque represivo desató una escalada de violencia de los grupos de narcotraficantes, que se armaron para defenderse o buscaron aliados en los grupos armados ilegales: autodefensas y guerrillas. Algunos analistas sugieren que en el futuro la militarización puede llevar incluso a empoderar a las Fuerzas Armadas e inducirlas a nuevos golpes militares, que fueron erradicados a través de las democratizaciones de los años 80 (Bagley, Walker, 1996). El problema tal vez radica en que hemos llamado "guerra", y hasta "cruzada", lo que en estricto sentido se debería considerar una serie de instrumentos legales y programas asociativos aptos para conducir operaciones anticriminales cuya complejidad no puede ser atendida con simples "cirugías militares". La nueva lucha antiterrorista o narcoterrorista no puede desconocer una larga historia de excesos y fracasos resultantes de la militarización mal entendida de la guerra reciente contra el narcotráfico en América Latina. Se estaría cometiendo entonces un imperdonable error histórico, otro en la larga cadena de equivocaciones que han caracterizado la guerra perdida de las drogas en el mundo y en particular en Latinoamérica.
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