06 de Abril de 2014
Entrevista a Federico Lorenc Valcarce, sociólogo e investigador del CONICET y del Instituto Gino Germani
"La seguridad, la violencia y el miedo no deben seguir a la agenda mediática " Estudioso de la "inseguridad", sostiene que su mayor o menor difusión obedece a razones estrictamente políticas y no a una respuesta social o de los medios. Propone romper con los criterios lineales y buscar recetas distintas para distintos delitos. Lucía Alvarez
La inseguridad es, desde hace más de una década, uno de los principales problemas públicos de la Argentina: se habla de ella en medios, campañas políticas, hogares, documentos de la Iglesia, coloquios de empresarios. Su tratamiento no es sólo cíclico y circular –hace hablar siempre al mismo conjunto de actores– sino que está dividido en dos posiciones enfrentadas con pocos puntos en común: los partidarios de la "mano dura" y el aumento de penas y el grupo de garantistas que, muchas veces, subestima el tema argumentando que crece más el miedo que las tasas delictivas. Alejado de las hipótesis que explican el protagonismo del tema sólo por la influencia de los medios de comunicación, Federico Lorenc Valcarce, sociólogo e investigador del CONICET y del Instituto Gino Germani, sitúa la puesta en agenda del tema en la muerte del fotógrafo José Luis Cabezas y del atentado de la AMIA y advierte que fue un problema estrictamente político y no una respuesta a una demanda social o mediática. También llama a romper con una idea uniforme de la inseguridad para pensar, como los economistas, recetas distintas para cada una de sus variables. En diálogo con Tiempo Argentino, Lorenc Valcarce criticó el populismo punitivo de la dirigencia política y situó esos episodios en un aumento de la violencia interpersonal y un marco de convivencia hostil. –¿Los linchamientos conforman un fenómeno? ¿Representan el pasaje de una actitud preventiva a una defensiva? –No veo algo que vaya a generalizarse. Intuyo más bien que, como se hizo público un caso que terminó trágicamente, los periodistas salieron a buscar otros. Pero sí hay fenómenos que parecen estar por detrás de los episodios recientes, que no son coyunturales o pasajeros. ¿Por qué los vecinos de Caballito le pegan a un adolescente que, más allá de que sea chorro, es un tipo indefenso, situacionalmente y en la vida? Antes que darle una dimensión institucional, o explicarlo en base a una sensación de injusticia o
una falta de regulación estatal, pensaría la relación de esos episodios con una sociabilidad violenta que no tiene que ver con el crecimiento del delito. Los linchamientos pueden entenderse por el surgimiento de un marco de convivencia hostil, de una violencia interpersonal que se ve en el tráfico, en la calle. Aunque no contamos con información suficiente, es notoria la crispación y la intolerancia que atraviesan muchas de nuestras interacciones. Con razón o sin ella, los usuarios destruyen estaciones de subte, incendian trenes, amenazan a empleados municipales, golpean a docentes, se agarran a trompadas por incidentes callejeros o situaciones de tránsito. Estos comportamientos, que en otra época resultaban impensables, hoy se dan con una creciente frecuencia. –¿Cómo se explica esa convivencia hostil? –La violencia interpersonal es distinta a la violencia política de los setenta, pero algunos dirán que hemos retrocedido en la pacificación de los vínculos personales que habíamos conquistado. Quizás se trate de una reacción ante múltiples presiones coyunturales que irritan. No se conoce mucho sobre este fenómeno porque los trabajos de inseguridad y delito no se cruzaron con los estudios sobre violencia, sea doméstica, escolar, policial. De todos modos, una de las cosas que estamos viendo es que es necesario volver a distinguir violencia, miedo, y delito. Cuando empezamos a trabajar el tema de la inseguridad y el delito mezclábamos un poco todo. Identificábamos una serie de prácticas reactivas que podían inscribirse en una narrativa de la inseguridad aunque tuvieran que ver con esferas distintas: comportamientos electorales, elección de la vivienda, mercado de la seguridad privada, tendencia al encierro, distribución del presupuesto estatal. Lo uníamos para decir que ese marco de significados en torno a la inseguridad no se quedaba sólo en el plano de la paranoia sino que tenía efectos. Pero creo que ese camino está un poco agotado. –¿En qué sentido? –Podemos aceptar que hay una experiencia del delito, que hay una percepción subjetiva de la inseguridad, que los medios de comunicación refuerzan ansiedades y preocupaciones y que los políticos bajan línea con respecto a la cuestión delictiva. Todo eso está estudiado. Lo que estamos viendo con otros colegas, es que sería interesante volver a ciertas cuestiones clásicas de la criminología. Por ejemplo, tengo una actividad delictiva que es el robo de autos, otra que es la sustracción de carteras, otra que es el tráfico de drogas. Cada uno de estas actividades tiene actores, motivaciones y lógicas específicas, articulaciones distintas con las actividades legales, con la policía y con la política. Si alguien dice que todo eso, que es complejo y tiene múltiples causas, es inseguridad y que hay que aumentar penas y dar más plata a la policía, me siento estafado. En economía, las distintas variables y dimensiones, se trabajan con distintas políticas. No hay una receta única. Lo mismo acá. Si identifico claramente el problema, puedo construir herramientas específicas. El delito de los jóvenes seguramente se puede resolver con inclusión social. Pero si el problema es una banda mixta de policías y delincuentes profesionales con capacidad empresarial, el problema es otro. Ahí seguramente tenga razón Marcelo Saín, que piensa que una de las causas no dichas de la inseguridad no es la falta de policía, sino el desempeño de la policía como reguladora del delito. Hay una pista a seguir que busca romper con la idea de inseguridad como una categoría uniforme. –¿Qué piensa sobre la reacción del arco político frente a los linchamientos? –Lo que ocurrió en estas semanas produjo perplejidad, primero, porque los linchamientos parecen un fenómeno completamente ajeno a la autopercepción que tenemos como sociedad. Algunos dicen que ocurren porque el Estado no cumple su función, que deberían destinarse más recursos a las políticas de seguridad, la justicia penal y el sistema penitenciario. Otros señalan la falta de respeto por las normas y la ausencia de justicia que lleva a los "ciudadanos decentes" a la desesperación, la ira y la reacción violenta. También se señalan causas estructurales que están por detrás de los conflictos. Naturalmente, cada quien quiere sacar ventaja de la situación y reafirmar clivajes políticos que les resulten favorables. El problema es que una explicación simple, unilateral, sin fundamentos sólidos no puede más que contribuir al ruido que hay en torno a las cuestiones del delito y la inseguridad en nuestro país. Quizás en algún momento la dirigencia deba tomarse en serio la idea de que la seguridad, la violencia y el miedo no deben seguir el ritmo de la agenda mediática. Lo mismo sucede con la discusión por el Código Penal. Es un hecho importante y se encaró bien políticamente, con una comisión de expertos reconocidos. Pero varios dirigentes salieron a decir que quieren bajar las penas y que es un código para delincuentes y no para los ciudadanos indefensos. Eso es demagogia o populismo punitivo, un discurso facilista que intenta sacar
rédito de las miserias más profundas. Es una irresponsabilidad de la dirigencia política, que tiene que ser docente, no pensar la representación como una repetición de lo que la gente quiere escuchar, sino como la defensa de un argumento y ciertos valores. –¿Ese gesto demagógico es eficaz? –Ahí se juega algo del doble circuito de legitimación de los dirigentes políticos. Vos te podés legitimar para abajo, siguiendo lo que quiere la gente según las encuestas de opinión, pero después también lo tenés que hacer frente a tus pares. Es lo que pasó con Luis Abelardo Patti. En el proceso electoral había logrado ser diputado, y sin embargo sus colegas de la Cámara no lo reconocieron porque era contrario a las ideas básicas del conjunto. Es temprano saber si va a ser efectiva o no, por ejemplo, la estrategia de Sergio Massa. Pero siendo un poco optimista, creo que el tema de la demagogia tiene que ver más con una búsqueda oportunista de captación de votos, y menos con la convicción política de la dirigencia. Suelo creer que los dirigentes están un poquito a la izquierda que sus bases. –Hay quienes sostienen que el discurso de los Derechos Humanos creó una barrera de contención a las visiones más punitivistas, ¿está de acuerdo? –Yo no soy muy optimista con respecto a cuánto han impregnado los Derechos Humanos en la sociedad civil, en el sentido común. Creo que sigue habiendo posiciones procesistas, o muchas tendencias clasistas y racistas más o menos larvadas, en distintos ámbitos. Pero creo que sí hubo una pregnancia en un espacio de gobierno más amplio, que incluye a políticos, periodistas, intelectuales. Allí, por ejemplo, nadie está a favor de la pena de muerte. –Si la dirigencia está más a la izquierda que sus bases, ¿hay una diferencia entre las agendas electorales y las políticas públicas que se implementan? –Creo que hay un desfasaje grande entre el discurso público que circula, las chicanas políticas y el desarrollo de políticas que son cada vez más reflexivas. El debate tiende a la simplificación y la política pública no puede manejarse con esos esquemas. Las experiencias de los Ministerios de Seguridad de la Ciudad de Buenos Aires y de la Nación tienen un elemento en común: por primera vez, hay expertos con una concepción de que las políticas de seguridad tienen que manejarse con herramientas racionales, que tiene que haber diagnósticos, que se deben pensar estrategias válidas para afrontar problemas específicos, crear herramientas de coordinación institucional. Un gobierno político de la seguridad, que es una idea heredada de cómo se pensó la cuestión militar. Me parece que eso dio lugar a una ruptura explícita con la idea de que la seguridad era algo de lo que se encargaba la policía y que la dirigencia política negociaba en los márgenes. La política de seguridad es central y estratégica, no puede ser delegada a una policía que opera en función de su cultura institucional. Esto implica que no sólo haya presupuesto sino funcionarios idóneos. Te pueden gustar o no los valores que promueven, pero tanto en Nación como en Ciudad está la idea de conducción política de la seguridad, mientras en la provincia de Buenos Aires perdura la lógica de la autonomía policial. –¿Cómo fue ganando terreno en el mundo de la política el problema de la inseguridad? –Hasta principio de los 2000, había sólo dos actores que hacían de la seguridad su caballito de batalla. El tema de la inseguridad, como un discurso público, estaba acotado a Aldo Rico y Luis Abelardo Patti, que en verdad eran dos marginales de la política. Después se suman personajes de mayor envergadura, como Carlos Ruckauf, que le dan otro alcance al tema. Y finalmente, hay una difuminación al resto de los políticos y todos hablan de la inseguridad, pero con una moderación mayor. En estos años hubo un intento demagógico con Francisco de Narváez, que trató de instalar una división social en torno al delito. Un pensamiento que no solamente es peligroso en términos de las consecuencias no controladas, sino también porque abdican de ciertos valores democráticos. Porque ellos son a los que hay que exigirles posiciones democráticas y no demagógicas sobre el tema, no al comerciante que lo asaltaron 20 veces y está a favor de la pena de muerte. Él habla desde su lugar, con bronca, impotencia o dolor, pero un jurista o un dirigente político no puede montarse sobre eso. –¿Por qué sitúa el origen de la preocupación por la inseguridad en el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas y en el atentado a la AMIA? –Cuando empecé a trabajar estas cuestiones, a comienzos de los 2000, hice una lectura de todos los diarios de los años noventa. En ese momento, no había autonomía de las páginas policiales, ni siquiera había una sección particular, estaba dentro del área de sociedad. En esa lectura descubro que hay una explosión de las verbalizaciones políticas a partir de esos dos eventos. Los dos casos ponían en cuestión
a la policía como institución y el rol de la policía en hechos macabros, pero ya no vinculados a la dictadura. Se empezó a hablar de la necesidad de reformarla y apareció Eduardo Duhalde llamando a León Arslanian. Mi hipótesis es que la puesta en agenda no tuvo que ver con la canalización de una demanda social, que no estaba muy estructurada en ese tiempo, ni con una editorialización o un creciente interés mediático, sino con una lógica intrínsecamente política. Eran delitos que tocaban a la política, que planteaban un problema de Estado y que abrían la pregunta por los escándalos de la policía en redes de acción delictiva. Luego se termina armando una estructura con temporalidades y elementos muy distintos: la agenda política se termina articulando con la agenda mediática y con las preocupaciones sociales, y conforman un sistema. –En el texto sugiere además que la policía cumplió un lugar central en la politización de la inseguridad –Creo que la policía es un actor relevante del campo de la política de seguridad y del tratamiento de los problemas ligados al delito. Los policías tienen teorías complejas acerca del delito, establecen hipótesis, trazan relaciones causales. Tienen una cierta sensibilidad política, ideológica, y como todo el mundo, una defensa corporativa de su institución. Esa visión, que ellos la tienen de manera genuina, circula socialmente. Entre los periodistas de policiales, los policías y los funcionarios judiciales hay un diálogo permanente. En general se lo piensa como una relación negociada, pero lo cierto es que también la fuente permea la forma de pensar la realidad de los periodistas. En el día a día, los comisarios tienen una capacidad de enunciación sobre el delito fenomenal y su discurso entra permanentemente sin que te des cuenta. «
De la experiencia del delito a la percepción
En la literatura sobre el tema se suele establecer una distinción entre inseguridad objetiva e inseguridad subjetiva para hablar, por un lado, de la ocurrencia de hechos delictivos, se midan como se midan, y por otro, de la existencia de un sentimiento de temor, que no depende de la experiencia del delito. Esto permite comparar cómo varían las tasas de delito y cómo esa variedad va acompañada de mayor o menor ansiedad y miedo. Una línea de trabajo suele remarcar que, como el nivel de homicidios en el país es bajo y no vivimos en una sociedad atravesada por el delito, las personas son irracionales o tienen sentimientos infundados, y acusa a los medios por instalar el tema en la agenda. "No me convence esa separación entre inseguridad subjetiva y objetiva. Que se use la misma palabra genera la falsa impresión de que son hechos simétricos, especulares. Mi idea es que lo que se llama subjetivo es una manera de percibir el mundo. Que uno tenga percepciones no significa que lo percibido sea una mera ilusión. Nosotros realizamos la encuestas (ver infografía) para saber sobre qué bases (edad, género, capital cultural, participación de ámbitos colectivos) se producían afirmaciones, sin que esto signifique cuestionar lo que las personas dicen", señaló Lorenc Valcarce.
Seguridad privada, encierro, segregación
En la actualidad, Federico Lorenc Valcarce está terminando un libro que saldrá a fin de año sobre la industria de la seguridad privada, uno de los mercados que emergieron en el marco de la cultura de la inseguridad. Allí señala que, si bien los clientes particulares aún no representan un segmento importante, el consumo de este servicio se incrementó fuertemente en los últimos años, no sólo entre las clases acomodadas, sino en las familias de menos recursos. También destaca que existe una profundización de la fractura del espacio social por la emergencia de enclaves fortificados y de barrios semicerrados por tejidos de garitas; el surgimiento de centros comerciales y residenciales, oficinas, universidades de difícil acceso para los sectores más desfavorecidos; y a nivel micro, el uso de las rejas en las casas. "Son
procesos de encierro en distintas escalas y tienen que ver con una tendencia general a la segregación. Pero si vas a San Pablo, ahí ves lo que es la segregación en serio", relativiza Lorenc Valcarce. –Quienes contratan ese servicio, ¿buscan exclusividad? –En los lugares de consumo se busca generar burbujas de exclusividad. Probablemente, detrás de la retórica de la protección, opera también un sentimiento de jerarquía. No sólo por saber que no se va a compartir ese sitio con determinadas personas, sino porque funciona como una ostentación de la riqueza. En la Argentina hay una histórica cultura igualitarista, y el clasismo y el racismo aparecen camuflados. Pero existen, aunque tal vez no es tan manifiesto como en México o Brasil, donde los símbolos de estatus tienen mucha mayor legitimidad. –¿La gente asocia la elección de la seguridad privada con un déficit del Estado? –Gran parte de la literatura anglosajona plantea una idea liberal: si quieren gastar plata para protegerse, que lo hagan. Acá se encuentra una cultura más estatista. Incluso en los sectores de derecha está la idea de que el Estado debería hacer un montón de cosas. Pero yo entiendo que la retórica estatalista es una mezcla de cliché y queja. –¿La seguridad privada es eficaz? –En los lugares donde hay más seguridad privada en términos de agregados, hay menos delitos. Como no podés saber exactamente la causa, tenés dos hipótesis: o no hay causalidad y entonces, hay más seguridad donde hay menos delito, o los dispositivos son eficaces.