I. Introducción

en virtud de una oscilación temática que incluye variantes presupuestales, ..... fútbol. Y es que, más que circunscribirse a una práctica deportiva, el fútbol.
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I. Introducción

Procuremos divisar a la jerga como la resultante poética de unas negociaciones a imponer o de unas temáticas por recuperar; imaginémosla pivoteando unas maneras de concebir los hechos o de prolongar las cosas; atisbemos en ella al escenario de unos acuerdos ratificados hasta nuevo aviso. Y es que la jerga es una maquinaria que, sin previo aviso, suspende giros y efectos, anula secuencias y trayectos, renueva posturas e imposturas. En tanto la jerga se vea obligada a constatar la escasa funcionalidad de algunos modismos, la caducidad que los corroe, su ya fue, será también un gran disipador de figuras: he allí la incontinencia visual que, agazapada detrás de cualquier imagen, detectara el maestro argentino Jorge Luis Borges. Se llega así, en la mayoría de casos, a cancelar lo que hubo de más pertinente en ciertas acepciones; se arriba, tarde o temprano, a la posibilidad de testimoniar el ocaso de unos fraseos harto erosionados. Hablamos entonces de los efectos que el puro decir precipita o suprime; de los afectos con que se hacen acompañar o que van a provocar; hablamos, en fin, de los particulares impactos que estos afectos y aquellos efectos consuman en el radio de la lengua. Ratificación del trabajo de unos dispositivos que tanto pulverizan las acepciones más convencionales, como inyectan y destilan, en paralelo, las nuevas consignas para mimar, los nuevos lugares para compartir, las últimas connotaciones para proteger. Carlos Monsiváis, notable cronista mexicano, diría que no se trata de que los vocablos pasen de moda sino de que alcancen a expresar lo contrario de su acepción primera, de que constituyan una variación respecto a sus antecedentes, en fin, de que los volatilicen. Por un lado, hay, pues, la activación de lo que tal jerga quiere incluir como, en el otro extremo, lo que su propia exigencia destituye y extingue. Involuciones y evoluciones de las que se nutre todo contagio, toda virulencia, cualquier diseminación, cualquier rizoma. Por eso, y a propósito del particular juego de suspensiones y restituciones formales al que la jerga da lugar, la lengua oficial creerá asistir a la representación de su hecatombe estructural cuando, en verdad, no pasa de testimoniar, en la mera superficie, los irremediables

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extravíos de sus significaciones iniciales, la convivencia de sus usos y abusos; un errar, entonces, que abraza y arrasa al error. Complicidad pasiva o trance fatídico, lo cierto es que el lenguaje, de ser valor abstracto y reglamento puntual, deviene, por un efecto de cascada, lengua concreta y palabra fluida; mediante un descenso obligado o unos requiebros a ella conectados, la lengua afloja sus normativas, irreales y excesivas, en el decurso del habla. El hablar, disforme y rumoroso, esquivo y diligente, tiende a fundirse en los circunloquios que aporta su hermana de sangre, su hija no reconocida, su par ilegítima: la jerga. Nunca se insistirá lo suficiente en la amplitud de las redes y en la movilidad de los flujos operados por la jerga, nunca terminaremos de hacer justicia a los juegos en los que ella es vital o fatal evidencia. Lo saltante es la recuperación lúdica de todos los sentidos posibles y la participación súbita en todas las direcciones habidas; el ajuste exigido por todos los equipos integrados ante todos los riesgos confrontados. Quizá, a fin de cuentas, lo único que la jerga pretende es estrenar sus orientaciones virtuales, actualizar sus potencias, tornar patente lo latente. Hemos hablado del fervor que una Lingüística dominante le tuvo a las estructuras de la lengua. Deduzcamos de allí cuán persecutoria y negativamente vinculadas están tales estructuras al error promedio del usuario. Recuérdese que el ámbito de lo coloquial no es el lugar donde brillan los saberes del lector, que en nada se parece a los meandros característicos de la escritura; que no es vana su distancia respecto a la rigurosa implementación de las secuencias y destrezas de una plática clásica, tiempo atrás recomendadas por el insigne pensador británico sir Francis Bacon. Por el contrario, acá se corre el telón para una escena inminente donde la sagacidad de las intervenciones, la obligatoria agudeza del speech y una siempre entrenada memoria de lo inmediato se ponen al servicio de la locuacidad de los más locuaces, de todos los locales, estén o no en sus cabales; es allí donde, en mancha o en coro, parecen orar todos los orates. Operando, entonces, en un sentido diferente al régimen más escolarizado y en vez de desglosar lo que el habla dice y vierte de la norma, en vez de separar lo que de adecuado aporta en su continuo verter, haremos de la escena coloquial el lugar que, en medio de oscilaciones e inestabilidades, nos impele a esbozar y habitúa a describir, nos obliga a permanecer y enseña a recomponer. Tal dramaturgia obliga a tratar con auténticos retos para la participación de sus actores; reserva otros tantos ritos diseñados para amortiguar la pasión y la fricción que toda coexistencia despierta. Se trata de una verdadera arqueología de las voces, codificando y distinguiendo lo familiar de lo que no alcanza a serlo, separando lo genuino de lo impostado, oponiendo

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lo firme de lo bamba; locuciones furtivas, precisas, esquivas que nunca terminan de fugarse y alcanzarse, de sumarse y sustraerse, de superponerse y fragmentarse. Es bajo tales caracteres que todo extranjero, ya lo hemos dicho, se anonada ante un idioma segundo; es ante dichas oleadas expresivas que el extraño se extraña de la manera que otros tienen de conducir su propio idioma. Arrastrado entre el caudal de mensajes que oye sin poder escuchar, o extraviándose entre sonidos que se le está impedido interpretar, a este visitante le tocará, hasta nuevo aviso, experimentar unos intercambios demasiado veloces, dejarse arrastrar por una comunicación harto vertiginosa, ratificar el vacío en que tal ritmo y tal prosa lo aleja mientras lo aloja. Italo Calvino, genial narrador italiano, hubiera agregado que lo que comanda el relato no es la voz con que se le transmite, sino el audio que lo recoge y acoge, la escucha que lo intercepta y recrea o con la que, por falta de referencias o mero desconocimiento, se estrella. Lo advertimos desde ahora: se trata de evadir la mera instauración en el lugar quedo e inmóvil de un científico de laboratorio y de un detective asalariado; se trata de no recular hacia la extrema domesticidad de unos rigores metodológicos sancionados a ultranza. Menos aún, añorar unos formatos siempre ávidos de nuevas conquistas y colonizaciones, siempre faltos de alteraciones y casi siempre refractarios a otras alternativas. Lo cierto es que, a fuerza de desplazarnos, de dejarnos invadir y de contaminarnos en el proceso, pretendemos socavar y flagelar un poco más a la teoría; guerrear contra ella; presentarle, en vez de un súbdito subyugado, una bestia como contrincante; en vez de maniatar al reo, restituir una maquinaria de demolición. Veamos, pues, qué podemos hacer con ese material de derribo, para decirlo con el reconocido novelista y ensayista español Juan Goytisolo; veamos si al cabo de este experimento conseguimos devolverle al lector otra lengua, en vez de la que habitualmente maneja.

El floro nuestro de cada día Nuestra dedicación no se orienta a la captura de los motivos más prestigiados, pues lo que pretendemos extraer y mostrar de la jerga depende de los contactos que ante ella se abren o de las conexiones que despliega. Por ello mismo habremos de insistir en la creación y en el mantenimiento de determinadas sintonías; intentaremos acompañar la naturaleza y disolución de una serie de duetos; dar cuenta, en fin, de la propalación de triangulaciones por doquier. Así se divisan algunas esferas en las que nuestro interés eventualmente se centrará. Por ejemplo, las colectividades que se articulan, apretadas

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y obligadas, en ascensores y vehículos; las formaciones que, graduales y gozosas, se dan cita en estadios y conciertos; quizá los efectos de claustro que, eufórica e inexorablemente, se gestan en tonos y discotecas. Como cauces que no alcanzan a contener sus flujos, precisamos auscultar el diario desborde de unos diálogos que gesticulan al habla. Es justamente allí, en ese lugar, entre pelos y señales, signos y consignas, tiras y aflojes, que se precipita la palabra nuestra de cada día; fundido de ritmos asincrónicos, cadena de expresiones más o menos localizadas o apenas localizables, imperceptible contundencia de unos tics demasiado locuaces para la pura locución. Tal cual comenta Heinrich Plett, especialista alemán, cuando se pasa del régimen oral al escritural siempre hay una pérdida de energía retórica y cantidad de variantes en el carácter persuasivo del mensaje. Dicho de otro modo: nunca terminaremos de valorar los suplementos que los recursos accionales y gestuales aportan al destinatario para que este establezca las distinciones correspondientes entre lo que lee al pie de la letra y aquello que la ironía del habla, cual mantequilla, entrecomilla. Más que la validez de una lengua y un discurso todopoderoso, erigido desde la academia y reproducido en manuales ad hoc, nos interesa la oscilación y el eterno mudar de sus significaciones, tanto lo que hay de fugaz en ellas como la potencia con que afirman su capacidad de expansión. Más que la pertenencia de los hablantes a cierto estilo correcto de manifestarse o su respeto irrestricto a las pautas dominantes del idioma, nos aproximamos a los modos de escapar a esas matrices y a las maneras de omitir algunos de los rigores que aquellas reclaman. Ciertamente reconocemos que hay algo de las atmósferas montadas por la célebre pluma del checo Franz Kafka en ese gesto de mostrar el perfil aberrante secretamente escondido por aquellas cosas a las que estamos tan habituados. Valgan verdades, no nos vendría nada mal una dosis de distanciamiento respecto a lo que está ya demasiado naturalizado; hablamos de la distancia que solía exigir Bertold Brecht, destacado dramaturgo alemán, a su público. Ejercer, entonces, de cuando en vez, aquella práctica consistente en mirar como ajeno y sospechoso aquello que tan naturalizado se encuentra en el reino de la hospitalidad familiar. Queda claro que, en vez de contribuir a la reducción de las temáticas que nos competen, a su más límpida modelización o a la llegada de los siempre pomposos invariantes, corremos así el riesgo de incrementar la complejidad que lo real del fenómeno de la jeringa inyecta. Lo cierto es que el espíritu paternalmente comprensivo que, en diversos grados, anima a toda interpretación suele suponer, de suyo, una contención de la dinámica de los hechos auscultados; suele implicar una sujeción por categorías en la que nosotros no estamos, valga redundar en ello, demasiado interesados. Por el

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contrario, nuestro empeño apunta a una yuxtaposición de las señales, a una proliferación de las huellas, a una mayor producción de unos funcionamientos o de unos efectos cuyos destinos ideológicos, más o menos trascendentes, o cuyos impactos estéticos, de repente triviales, siempre serán pasibles de reorientar hacia otras metas o de restituirse para itinerarios alternativos. Demostraremos aquí las particulares maneras mediante las que la jerga se inscribe también en una sucesión microhistórica y atiende al carácter de cada coyuntura. Demostraremos que, con frecuencia, el ingenio coloquial recupera giros extintos, revaloriza sentidos perdidos, imitando quizá la acuciosidad del arqueólogo y la experticia del artista curador. Efectos del lenguaje que, luego de permanecer largo tiempo diferidos, reaparecen dotados de insospechada vitalidad, gozando de plena salud discursiva, mostros, impecables, pititos. Resulta interesante en este punto, por ejemplo, las particulares trayectorias de tío y tía o las polaridades que encarnan ñora y seño; cuando no la recuperación, burguesa o civilizada, genérica o elitista, de expresiones como bacán o cuero, ampayar o chongo, ponerse mosca, avisparse o manyar. Nótese que tales usos no pocas veces tienen orígenes remotos, con frecuencia oscuros, rotando de causa en causa, de pico a pico y, por ello, intencionalmente consignados a unas pocas puntas, a las mismas yuntas, en tremendas juntas. He allí el conjunto de derivaciones que giran, por ejemplo, en torno a una antaño solitaria gila. Primero con gil, luego con gilberto y gileo, finalmente con gilear y gileando, la expresión gila se ve gradualmente dotada de variadas lecturas y orientaciones, va modificando aquí y ahora el radio original del término. Se trata, como es costumbre, de unos efectos que no cesan de presentarse como materias de transformación, de constituirse en pretextos para la distorsión, de hacerse escenarios para cualquier inversión. Letras que modifican, sobre la marcha, los semblantes de la asistencia; figuras que no dejan de invocar fisuras; variantes expresivas que afectan a la sapería de los testigos e involucran, trastornando, a los auditorios. He allí la particular manera de hacer cosas con las palabras que la jerga provee en su devenir coloquial. Veamos, entonces, cómo alternando las consonantes le damos variados golpes de timón al uso de los términos. Así, en virtud de una oscilación temática que incluye variantes presupuestales, lecturas libidinosas y dificultades varias, tenemos la serie en que se incluye ruca, entendida como mujer de costumbres fáciles y aspiraciones inequívocas; muca, expresión en desuso que remitía a la escasez monetaria; yuca y tuca, indistintamente empleados como órgano sexual masculino, extremidad inferior o dificultad de cualquier naturaleza; cuca, manejado como referencia a vagina y luego cual sinónimo de mujer astuta y peligrosa; luca, hoy equivalente a una moneda de a sol, y antaño al largo de la cabellera. Más

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uniformes, chancha, mancha y cancha dan cuenta de cantidades volumétricas y excesos numéricos; mientras que combo, tombo y bombo se agrupan en torno a la contundencia de los impactos y al particular modo con que ciertas presencias se anuncian, se inflan, se mitifican. Hay que destacar y reconocer, entre tanto, el ejercicio de una voluntad fuertemente discriminadora en la puesta en uso de tales regímenes; la existencia de un poder racista, sexista y clasista, reproduciéndose una y otra vez en los intercambios lingüísticos. No nos cabe la menor duda que la jerga está lejos de liberarse de la implementación, deliberada o inadvertida, de tales distingos y distinciones. Ello queda plenamente demostrado a través de su originaria y más conocida función, cual es, precisamente, la de establecer y ratificar una brecha entre los nativos y los visitantes, entre los locales y los foráneos, entre los de aquiles y los de ayala, entre los de siempre y el más reciente. Se trata, entonces, de abrir una distancia, muy sutil o exageradamente soberbia, entre los que dominan dicho código y los que están lejos de intuir su funcionamiento; deseo de crear un abismo, quizá leve e impalpable, entre los que tienen legítimo acceso a sus particulares estrategias y aquellos que, a la inversa, no encuentran cómo ni cuándo detectar la variedad de sus propósitos. Vaya como indicador el hecho mismo de que, ya en la coexistencia familiar o en el fragor laboral, ya en medio de tramas amicales o de devaneos eróticos, los géneros sexuales sigan trabajando bajo la paleta que va del forcejo seductor a la hostilidad declarada, del mensaje explícito al entendimiento tácito, entreviendo lo latente cuando nada lo hace manifiesto. Vaya como índice el hecho de que todos los sexos, en vez de tender a la gratuidad del acto de regalarse, al acoso simple y llano o al abordaje grueso y procaz, sean proclives a una más variada diversidad de juegos y reglas. Bajo ese movimiento pendular se describen inenarrables escaramuzas y adquieren vida unas pugnas frecuentemente implícitas, necesariamente prácticas, más o menos tácticas. Advertía Michel Foucault, filósofo francés particularmente interesado en las dinámicas históricas del poder y en la gestión de sus resistencias, que la legendaria lucha de clases no pasa de ser una de las tantas clases de lucha, una de las tantas pugnas que, inscritas en la práctica y sumergidas en el discurso, animan a los sujetos concretos. Labores entonces que, a propósito de la interacción, exigen de continuo a los actores de cada escena; trajines que perfilan a los agentes de cada ceremonia durante el ejercicio de la comunicación. Se diría entonces que, según la jerarquía ocupada y los temperamentos en juego, tanto los altoparlantes como los bajoparlantes, tanto el figureti como el más caleta, deberán encontrar sus respectivos lugares. Interesante

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es, pues, resaltar cómo la referencia a figura es dotada, según el lugar de procedencia, de variadas lecturas. Sinónimo de personaje respetable en Brasil, figura es considerado el valor amical por excelencia en España, y entre nosotros resulta siendo materia de cuestionamientos, de un acentuado y sospechoso exhibicionismo: la sentencia es pura figura alude a un efecto tipo cascarón, a un nada que ver, a un cero balas, cero puntos. Ese figuretismo equivale a una presencia y a unos despliegues que se agotan en la pura evidencia, realización de una imagen que subyuga y encandila a la creencia, realización de una imagen que, desde el encanto de las formas con que nos llama, quiere ocultar su inconsistencia y, mejor, propagar su incidencia. Percibimos entonces, en medio de esa suerte de inflación en el vacío, la presencia del calabacita y el nerd, del loser y el payasito, del menso y el mongo, del atorrante y el florero, de la lacra y el metededo, de la rata y el pendeivis. Entre todos ellos habrá un sinnúmero de fricciones microsociales y de aconteceres sociolingüísticos que, en vez de realizarse en medio del celebrado derecho a la diferencia, ratifican la diferencia, frecuentemente insalvable, de los derechos. Divisamos, por ejemplo, el constante desfase provocado por unas prácticas femeninas y la brecha que no cesan de abrir unas apropiaciones juveniles, destilando usos furtivos, multiplicando sentidos inasibles, insistiendo en pequeñas grandes distancias o gestando inagotables chismorreos. Mensajes que, para ponerse en escena, precisan de ciertos montajes; mensajes que, a fuerza de mezclarse, son otros tantos mestizajes; mensajes en fin que, como atisbó Marshall McLuhan, visionario norteamericano de la telecomunicación moderna, se disfrazan, envolventes e inasibles, de masajes. Planteado a la manera de una oposición, diremos que allí donde opere la fuerza desviadora de unas expresiones poco significativas, que allí donde reine la ambigüedad de las apreciaciones y la pura inconsistencia devenga moda, operarán también unas restricciones muy puntuales, pugnando por evitar el quiebre del habla, la distorsión de la dicción, la obscenidad de la expresión. Que a la misma hora y lugar donde se yergan posibles desviaciones contra la certeza incólume de las normas, irán a surgir determinadas maniobras tutelares, atenuantes del desorden que el coloquio segrega y ostenta, que la palabra cava y socava. Nada gratuito va a resultar que, en medio de ese juego de ladrones y celadores, de chorizos y cachacos, de rayas y robertos, se fije la impronta de los desahueves y los despelotes, se gesten las condiciones para los deschaves y los desparampampingues. Y es que ante cualquier desaire la espada del poder será, irrevocablemente, desenvainada; en contraposición, y en la otra orilla el temido desbande, precisará, para actualizarse, de la ruidosa celeridad del arrancancán.

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Ejercidos sobre los mismos usuarios de la lengua, tales yugos se ven animados por un espíritu persecutorio que precisa inhibir el crecimiento desmesurado de los nuevos parajes de la interacción y el diálogo; dispositivos de control implementados por doquier para enmarcar los indeseables excesos y ejercer los cuadres del caso. El juego de la lengua todo lo baraja, todo lo vacila, todo lo pinta y acicala; en la lengua cualquier efecto se moldea, se malea o se resbala. En ella todo pende y depende, sobre ella el pendejo se transforma en pendeivis o se contrae en pendex; desde ella se fabrica un más actual y genérico pendejear. Así, entre nosotros, siempre proclives a la búsqueda de climas festivos, se ha inventado el fulbito para dar pie al full vaso. Entre nosotros se establece, como un efecto natural, el deslizamiento de la pichanga inicial, la de las canchitas y los peloteros de todas las esquinas, a otra pichanga, más caleta o más nocturna, surgida de variados pretextos y que, al igual que la anterior, deberá estar sostenida por unos cuantos jugadores, por otros tantos players, empeñados todos en arañar goces, en negar deberes, en abrir paréntesis a obligados menesteres. Sabemos que, al cabo de tales ocurrencias, se asiste a la conversión de la chiquita en las fábulas del degenere, comentario obligado de los excesos de la víspera: narraciones todas que tienden al mito desde la manía, que alientan entrañables mitomanías. Muy por encima de la lengua o por debajo de ella se certificará, por cierto, una verdad y una obligación de Perogrullo: el hecho de que toda seña comunicativa, en medio de su silencioso despliegue, esté condenada a ser, tarde o temprano, estereotipada, que deba ser tipificada en estéreo. Tales fricciones y tales fragores suelen observarse, ya lo hemos dicho, en el terreno menudo de las conversas cotidianas, trama pródiga en contactos intrascendentes y conexiones casuales: ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Cómo has estado? ¿Cuándo nos vemos? ¿Y, huevona? ¿Y, cabro? ¿Quiubo? ¡Llámame! ¡Te mando un mail! Hablamos de una dimensión atiborrada de insinuaciones que parecen no terminar de anunciarse; atisbos de gestos que aún no pueden enunciarse. Damos acá cuenta del desborde de unos rostros que, como gatos y ratones, juegan con las posiciones e imposiciones, con los conocimientos y reconocimientos; distinguimos acá unos rostros que, desde su fácil parpadeo, sobornan e inhabilitan las permanentes porfías por sistematizar toda percepción. Tensas e intensas, se realizan allí, de soslayo, la paleta que arrima y la maleta que arrasa, la caleta que encubre y el maceta que te atrasa. Por supuesto que si del poder productivo se tratara, el habla propiamente dicha debería remitirse a los hoy en boga procesos de control de calidad. De manera análoga a los productos comestibles, los significantes

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de la lengua tendrían que inscribirse, pues, en secuencias preestablecidas y ser supervisados de continuo. Las palabras pasarían por diversas facetas de producción, ajustándose a estándares de elaboración, requeridas de una envoltura distintiva para su ulterior adquisición. Cual si estuvieran expuestas en anaqueles, las expresiones emergerían como el lado de afuera de lo expresado, a manera de esos objetos suntuarios que, contra todo pronóstico, devienen necesarios. Cómo olvidar, entre tanta visión y revisión impuestas por el consumismo, esos otros deberes disfrazados de placeres; cómo soslayar, en medio del vértigo marketero, aquellas presiones hechas de impresiones. Imposible omitir el prolijo bombardeo de textos y eslóganes, el continuo registro de fraseos e imágenes, materias todas que han de ser adoptadas con alta probabilidad, como si transfirieran, honestas, una secreta verdad.

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II. Las urgencias del tiempo

Nuestra cultura, todos lo sabemos, no ha sabido otorgarle un lugar al largo plazo; en nuestro mundo ignoramos lo que significa la cultura del proyecto; en el Perú, hasta para hacer un brindis hay que apurarse, sacudir el bazán, hacer correr el vasallo, verse con basadre y afanarse en la compulsión vacilante del vacilón. En Lima, por ejemplo, la mayoría sale de su domicilio cinco minutos después de la hora y luego putea hasta el infinito, evocándose en ese acto a las madres de los involucrados en la periferia: homenaje vertido e invertido por todos los hijos de la gran teta, por todos aquellos que siguen dependiendo de su mai. Las horas pico de nuestro tránsito vehicular coinciden y se nivelan milagrosamente con la rabia e indignación de todos los conductores, con el virus de su impotencia y el egómetro de su intolerancia. Sin embargo, hoy estamos lejos de la dramaturgia sesentista que daba pie, coprolálicamente, a las idas y vueltas de un ¡concha de tu madre! sobre la marcha, nivelado con el inmediato ¡la tuya en vinagre!; menos lugar habrá en esa misma actualidad para la variante, más sofisticada y menos generalizada, ¡la tuya en viruta, jijuna la gran puta! Y es que la propia requintada de madre, mítica u originariamente abrupta, ofensiva o agreste, resultó siendo materia de recortes graduales y erosiones coyunturales, acordes con unos propósitos furtivos y unos careos al borde del quite y el desquite, afines con una violencia fáctica que el puro floro suele reemplazar y reconquistar. Así, en medio de las variantes referidas, che tu madre y che tu mai resultan quizá las interjecciones más saltantes, por no hablar del más folclórico chesu, un sajón chéster o del desprendimiento, ciertamente lúdico e infantil, del económico mai, no en vano afín al mediador escolarizado por excelencia: tu mai. Ya sabemos que nuestra cultura es la del recurso y de su gemelo, el apurado ingenio de la víspera. Precisamos recordar que tal orden de cosas está invariablemente sometido al influjo maternal de unos ocios y otros tantos vicios. Y es que entre los parientes de tales recursos, y de su congénere privilegiado, el ingenio, hay que incluir la resistencia al trabajo, la constante renuencia al compromiso, el escozor que provoca toda labor

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disciplinaria, la eterna espera de una oportunidad que, gratuita, nos consagre. Por último, queda la apelación de una pregunta consoladora del tipo: “¿Qué pierdes?” o la sentencia, ciega, fervorosa u oportunista, que reza: “Dios es peruano”: es preciso, pues, no soslayar el valor principista que encierra dicho aserto, el mismo que habrá de guarecernos contra todo karma, contra todo encadenamiento fatídico de causas y efectos. Se diría que nuestro umbral de tolerancia es mínimo y, en ocasiones, nulo. Se diría que todo compás de espera acá nos desespera. Por ello, cada gobierno tenderá a culpar al régimen anterior de las falencias y estancamientos que sufre; por ello cada gobierno justificará, del modo más oportunista, la necesidad de la reelección, a fin de contar, se nos dice, con el tiempo necesario para culminar sus obras (y quedarse, de paso, con las jugosas sobras). En el Perú vivimos de exigirlo todo y de no saber esperar por nada. Es curioso que la inoperancia se alimente, gradual e imperceptible, de un no saber esperar pero también del más depresivo y fantasmal no poder esperar. En el Perú, las modificaciones costosamente logradas no son materia de consolidación futura. En el Perú, las buenas intenciones, en exceso ingenuas o demasiado humanas, se ven asistidas por la escasa planificación, el magro físico o la poca continuidad para persistir e insistir. Mientras que en países vecinos se bancan las cosas, acá notamos impertérritos cómo mancan. Hay, qué duda cabe, excepciones a este orden de cosas, e incluso hemos sido testigos de la consolidación económica de otros sectores, de la materialización social de otros vectores, en fin, de la superación histórica de otros tantos temores. Sin embargo, no lo olvidemos, todo ello sigue inscribiéndose, hasta nuevo aviso, en el plano de las excepciones. Excepciones que, muy a nuestro pesar, confirman y reafirman la regla. Esas excepciones, sociales o culturales, deportivas o artísticas, son, también, cómo no señalarlo, decepciones a la regla, atentados contra la mediocridad, anzuelos para la envidia, pretextos para negar los méritos ajenos. Pero también, y por todo lo anterior, las excepciones emergen en su uso, como formas inocuas de anteponerse ante la mediocridad genérica; como recursos inconsistentes eventualmente levantados ante un estatismo aplastante; en fin, cual modalidades frágiles, engañosas y esperanzadas de conformarnos a lo que sucede mientras nos sucede. Por ejemplo, a Freddy Ternero, entrenador del entrañable Cienciano del Cusco, campeón de la Copa Toyota Libertadores, le bastó señalar que no podía salvar al equipo peruano en las eliminatorias para el mundial Alemania 2006 para que ningún periodista insistiera con vocearlo como candidateable en el cargo que tan infelizmente encarnó el señor Paulo Autori; bastó que esclareciera que no era el bombero del incendio para

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que ningún aficionado fantaseara más con su concurso al frente de la selección; bastó que sostuviera que él solo se comprometería con un programa de largo plazo, sostenible a varios años, para que nadie más exigiera su elección al frente del alicaído equipo peruano y se le colgara la etiqueta del traidor. Mezcla de respeto y de indiferencia, quizá. Luego, todos los sabemos, el buen Freddy tomó las riendas del equipo peruano en el peor momento de esa eliminatoria, en sus tramos finales, cuando las papas se quemaban, y la acusación colectiva demandaba, presurosa, un chivo expiatorio: alguien a quien responsabilizar o a quien sopletear, alguna materia sobre la que decantar el fracaso con que suelen estrellarse los sí se puede, los podemos seguir soñando, los seguimos vivos y el patéticamente renovado es matemáticamente posible. Entre tanto, dependemos de un universo rico en manifestaciones orales, de un floro verbal que nos captura y subyuga desde la más tierna infancia. Disimuladas e indecisas las palabras se juntan; sin saber adónde dirigirse, de pronto vuelven a compactarse, ciegas e imperceptibles: se genera una suerte de conmoción, un flujo ascendente que va tocando la superficie de la piel y envuelve los ojos hasta quebrar, sin previo aviso, la compostura sentimental que hasta el instante anterior nos gobernaba: he allí una de las tantas lecciones que, con destreza, nos extiende José Saramago, consagrado novelista portugués. Los dominios de ese verso y de aquel geranio se extienden y estiran, no en vano, al ámbito de lo comestible y lo bebible. En un libro anterior, había postulado la inextricable vinculación dada en nuestra cultura entre la devoración de la comida, el placer de la bebida, y el ejercicio transversal que sobre ambas prácticas ejerce el habla propiamente dicha. He allí, por las dudas, el particular espesor e indiscutible valor que recibe, entre nosotros, el consuetudinario ejercicio del jamear, del chupar y del florear. Conjunto de rituales que, día a día, convocan la jama, la chupeta y el floro, actividades siempre ligadas al vacilón que, inmediato y constante, esas reuniones prometen: intercambios comunitarios sostenidos por verbos obligadamente eufóricos y audiencias siempre expectantes. Nuestro día, recordémoslo, se recorta amnésico a la hora del almuerzo, en medio de un chocherismo generalizado, frente a un combate bien taipá con todo su recutecu y las chelas del estribo: acá chupo y me castigo, acá sufro y sobrevivo. Quizá no sea casual que, hoy por hoy, asistamos a la explosión de una identidad gastronómica nativa, esa que se inspira en la lampa y el trinche, en la práctica del plato hondo, por la vía de un comercio bien riquelme, en una jama que deviene richi, luego merco y por último mercurio peruano. Programas para practicarse con los causas, a ver quién paga los platos rotos, quién paga pato o se aguanta la verdura de la tacuen en medio de todo el

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arroz que se le tira. Cultura gastronómica cuya más afamada opción es la denominada comida novoandina, de la que un puñado de jóvenes expertos, damas y caballeros, acaparan merecidos reconocimientos mediáticos y editoriales, elevando orgullosos los emblemas internacionales del caso. Ya nadie podrá hacerse el grindio ni el sueco, pues hasta el más búlgaro tendrá, a la franca, que chinear lo que se cocina por este terruño.

Preguntas y exhortaciones: ¿cómo es? y ¡habla, jugador! Como quien hace un poco de historia, recordemos la poética antaño encerrada en un pásame la voz, al estentóreo y casi olvidado ¿cuál es la voz? o al no menos generalizado ¿cómo es? Más acá del lugar asumido por cada uno de esos giros, diremos que todos se abocaron a la pretensión de gestar efectos inmediatos en el receptor, de invocar reacciones sobre la marcha. Y es que ¿cómo es? y ¿cuál es la voz? han brillado con luz propia en esa suerte de insinuación circular que la marea de los saludos cotidianos arrastra. Es el mundo del contacto permanente y repetido con los pares y por los pares, con los patas y por los patas, con aquellos y por aquellos que se hacen mutuamente la yunta, la taba, la pata. Lo cierto es que, antes del predominio del referido ¿cómo es?, la prevalencia entre las instigaciones coloquiales hubo de corresponderle a la interrogante ¿cuál es la voz? Esta última se hacia certificar, por ejemplo, con el muy asertivo ¡buena voz! y el siempre proactivo ¡al toque!, para finalmente llegar a los más actuales nola, sila y yala, a veces entremezclados con los muy económicos e infantilizados plis, porfa, chepi o sorry. Los propósitos del ¿cómo es? retaban al interlocutor a confeccionar una agenda común, lo obligaban a presentar un programa atractivo y justificar así el fervoroso involucrarse de unos pocos causas a esa sola causa. Pero ¿cómo es? contaba también, no lo olvidemos, con el inquebrantable interés del grueso de los participantes por insertarse en una tarea comunitaria; alimentaba el afán de dar lugar a una creación colectiva. Apelando a la habilidad ajena, demandando los recursos del prójimo, ¿cómo es?, en la misma línea que el actual ¡habla, jugador!, obliga al socio a confirmar, en los hechos, el cifrado que le ha sido dirigido. Al igual que ¿cómo es?, ¡habla, jugador! ratifica, una y mil veces, el ímpetu por la participación, la euforia por la militancia, el involucramiento en conjunto. Se trata, ya lo hemos dicho, del singular empeño por participar en la puesta en escena de un acontecimiento, de orientarlo hacia el lado más conveniente, de hacerlo directamente ventajoso. Proselitismo al que también pertenecen el gesto de

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frotarse las manos, la pregunta ¿una chelita? o el más explícito y evasivo somos fuga. Y es que, en un orden de cosas íntimamente ligado al ocio y a los retos por él abiertos, se trata de funkar a la fuerza, de forzar los funcionamientos. Hacer del ocio la materia prima para la inventiva, para su conversión en aventura, tornarla el punto de partida para cualquier variación. Acá nos hacernos, casi sin pretenderlo, socios del ocio. Todo entre todos y, de ser posible, para todos. Juntura invocada en el antiquísimo arreconchúmate, por no hablar del arrimarse y ceder un palmo, de mover el culo y compartir un lugar; aferrarse de repente a un infaltable al fondo hay sitio, al reciente combista masalláte o al más legendario y salsero entren que caben cien: cincuenta parados, cincuenta de pie. En medio de la estrechez espacial y el hacinamiento demográfico, todo parece ocurrir como en los conciertos y en los partidos de fútbol donde siempre entra más gente de la que se puede, siempre más de la que se debe permitir. Sin embargo, después de todas las analogías y correspondencias, es necesario insistir en el tránsito de la interrogación ¿cómo es? a la exhortación ¡habla, jugador! Tal relevo, en apariencia azaroso, alcanza valor de sentencia en el siempre polifacético poeta portugués Fernando Pessoa, cuando indica que nuestra existencia toda suele transcurrir entre una exclamación y una pregunta. Nosotros postularemos, más concretamente, que el deslizamiento desarrollado entre aquel ¿cómo es? y este ¡habla, jugador! informa de un canje establecido entre el propósito indagatorio anterior, y el empeño más contemporáneo por diseminar, aún disfrazada, una orden. Digámoslo de modo más puntual y en pocas palabras: si ¿cómo es? da cuenta de la especial disposición y particular curiosidad que, a todas luces, la interrogación abre, ¡habla, jugador! remite, en cambio, a la ineludible presión, a esa fuerza externa sobre la que trabaja, más directamente, nuestra conminación final. Hoy por hoy, exhortativa y lúdica, la popular consigna ¡habla, jugador! redobla su fuerza sobre el interlocutor de turno. No olvidemos el tono y el énfasis con que nos dirigimos a ese destinatario, y la manera en que tales matices se encuentran inextricablemente vinculados a su particular nominación, la del jugador. No olvidemos, de acuerdo con los propios fundamentos futbolísticos, que con este jugador es preciso tocarla; que lo concreto e ineludible del caso es que con este jugador nos ha tocado jugarla. He allí las expresiones que riegan la cancha y a la que responde el pelotero: suéltala, muévete, mírame, mátalo, sube, baja, bárrelo, bájalo, quema, chiquita, suavecita, nooo... Digámoslo una vez más: es solo asumiéndose como jugador que nuestro interlocutor devendrá útil, operativo, cooperante. Solo asumiéndose como jugador que el agente indicado se erigirá como competente o entretenido.

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Bajo tal perfil y condición, dicho jugador deberá objetivar con presteza sus argumentos, respondiendo, desde el gesto y el saludo iniciales, por el lugar que frontalmente le fuera asignado. A la inversa, el jugador no podrá pajarearse ni lancearse, no debe quincearse ni huevearse. Aquí encontramos, por cierto, una de las obligadas lecturas que la actualidad recuesta sobre el verbo ubicarse. A efectos de tal régimen de ubicuidad los protagonistas, en vez de distribuirse respecto a un norte más universal, precisarán insertarse en la celeridad del dame que te doy o en el incesante vaivén de un estamos en contacto. Por ello, la ubicación y desubicación en un contexto peruano o limeño, más que figurarse respecto a un oriente puramente geográfico, supone el posicionamiento sobre una meseta o a lo largo de la cancha: se trata, pues, de estar en juego, de prestarse para el juego. Fáctica o fabulatoriamente, esa cancha será, por probabilidades, la del fútbol. Y es que, más que circunscribirse a una práctica deportiva, el fútbol confecciona entre nosotros, lo sabemos sobradamente, una dimensión entrañable y una realidad sufriente, árida superficie donde se entretejen las viejas y nuevas generaciones, drama lúdico de un siempre convulsionado e incomprendido país. Así pues, opinando sobre el patético culto mediático a la figura de Diego Armando Maradona, María Moreno, intelectual argentina, recordó, por ejemplo, que la piedad suele ser el odio sublimado del pueblo. O, como dijo Xavier Velasco, joven novelista mexicano recientemente laureado, de la lástima al desprecio se puede llegar a pie. Menos exitosos y gratificados, quizá a nosotros nos venga mejor la sentencia de Yukio Mishima, genial escritor japonés, cuando indica que también existe el placer de vengarse a través del perdón. Renovar ese voto, reciclar ese voto de confianza en nuestras representaciones futbolísticas es, por ejemplo, una modalidad, de repente siniestra y subterránea, cuando no una cruel estrategia, de desentenderse del respeto y de la compasión en un solo movimiento. Del respeto que habrían de merecer unos triunfos inexistentes y de la compasión que las derrotas, harto reiteradas, suelen inspirar. Renovar ese voto de confianza fue, es y será olvidar; olvidar para seguir en la brega; olvidar para no traumarse. Suprimir el balance para oxigenar la creencia, descargarse para arrancar de cero, vomitar para seguir chupando, cortar la tranca de ayer con la primera chela del día. No hay, pues, deseo de venganza sin la correspondiente anestesia: las dosis dependen, en cada caso, de lo que el orgullo indique, señala el chef de la combustión digestiva. Y si de competencias y públicos hablamos, no está de más añadir con Marguerite Yourcenar, poeta y narradora francesa, que al mejor plato no debe faltarle la pimienta que el espectador aporta. ¿Acaso la pimienta del estadio lleno, atiborrado de banderas y esperanzas, armado de paciencia y

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urgencia, alimentado por los sí se puede y podemos seguir soñando? ¿Acaso la sazón y el picante que todo hincha rocía sobre la cancha, siempre fiel a la consigna de que esta vez sí puede ser, de que esta vez sí va a ser, de que creer es querer y querer es poder? Sabemos, por cierto, que aquello de que aún estamos matemáticamente en la lucha no pasa de una racionalización oportunista, de un embuste, de una trampa para ingenuos. Sea que habláramos, como Xavier Velasco, de la “puta premura carroñera”, que siguiésemos al escocés Irvine Welsh, con su “lamentable escoria terrícola”, que optáramos por el “inconfundible tufo pestilencial” acuñado por el escritor y articulista español Javier Cercas o que, a la manera de Mishima, nos lamentáramos de la triste conversión de toda creencia en su siempre ingenua y degradada credulidad, lo puntual es que los despliegues “histéricamente viriles”, parodiados por el ensayista parisino Jean Baudrillard, van a certificar lo que Fernando Vallejo, polémico escritor colombiano, ha llamado “la cobarde valentía de la turbamulta”. Tampoco corresponde, históricamente, sorprendernos demasiado de tales estallidos. ¿O es que acaso hemos olvidado esa característica milenaria del saqueador y del opresor, su atávica proclividad a divertirse a costa de la ridiculización de sus víctimas? Estamos bastante más acostumbrados a la conversión de la impotencia física en potencia intelectual que a la transformación y digestión de la impotencia intelectual en su reverso, la potencia física misma ¿O es que la llamada vigorexia solo ejerce su desarrollo y ventajas musculares en los recintos gimnásticos más burgueses? ¿No la vemos acaso rebotar en los ámbitos carcelarios, boxísticos, surfísticos, catchacanísticos, valetodísticos y orientalísticos? Hay gente a la que, en clave japonesa, le sura torito; hay los que, de puro cardíacos, se agitan más que la aguja del barómetro en una noche de tormenta; hay el hincha que vive, todos los domingos, sumamente nerviosísimo. Habrá entonces que preguntarse: ¿Es en aquella cancha donde este jugador hace pases? ¿Es allí donde la hace linda o te la pone fácil? Lo cierto es que todo jugador deberá procurar convertirse, idealmente al menos, en el que la rompe y la destroza. Performance concebida en clave demoledora, cual disolución irreversible de los afanes del oponente; el que la rompe o la destroza se eleva por encima de la competencia promedio. Tal cual se percibe, los verbos romper y destrozar dan cuenta, en nuestro caso, de la superación de unos rendimientos habituales; romper y destrozar remiten el quiebre de los límites que el comportamiento medio imagina; ese que una postura mediocre, demasiado conforme a la norma, siempre se forma. Y, a propósito de ese estar juntos, de ese tocar y recuperar permanentes, de compartir y repartir todo, de jugar camotito, en tanto se

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relojea, mientras se hace hora, ya nuestros padres y abuelos se incorporaban entusiasmados en la patota o paraban, desde el inicio, en collera. Épocas, en fin, en que las cosas eran macanudas o bestiales, aunque a veces el cachaco te sacara la chochoca; épocas en que entre trapos, los lomos procuraban estar regias; momentos en que las jaranas eran de rompe y raja o de candela, y, por decirse zamba canuta, la gente terminaba trompeándose ayer así como están fajándose hoy. En clave criolla, destacaba el carreta, canjeando la carga del vehículo por el operador con quien, al unísono, se la impulsa. Debe observarse que cuando la carreta deviene el carreta, el instrumento que traslada la carga cede su lugar al par, al parcero; a todas luces se trata de gestar un solo causa con quien se comparte tal labor. Y allí donde la figura del carreta rinde tácito homenaje al coadyuvante de turno, la gallada infiltra, a propósito de los gallos que cantan juntos, de los gallos que, viles o viriles, deben pisar o dicen pisar a las hembras del corral, un espíritu de solidaridad parecido. Aunque harto trabajadas socialmente y en exceso dependientes de su identidad comunitaria, he aquí algunas evidencias que otorgan luces sobre la primera gran gesticulación humana, tal fuera postulada por el eminente etnólogo e historiador francés André Leroi-Gourhan. Nos referimos a la dominante postural de un cuerpo erguido e inextricable vinculado a la fabricación de los emblemas visuales, a la implementación de los dispositivos empleados para separar y purificar las materias o los objetos. Toda una simbología —fálica, se diría— donde se inscriben y agolpan las armas, las flechas, las espadas y en cuyo surco aparecerán —más tarde, claro está— las puntas lustrosas de los zapatos, coloridas de las corbatas, astutas de las narices. De igual manera, causa y causita emergen con fuerza propia y vigencia renovada, cual equivalentes de una única razón de ser o sinónimos de orígenes inextricables y hermandades a toda prueba. Es de notar que causa y causita se hayan despegado de sus nichos barriales originarios para diseminarse, entre sectores más acomodados, a propósito de esos estilos genéricamente achorados con que la contemporaneidad nos acompasa. Hemos sabido que en España una figura como tronco opera como sinónimo de amistad entrañable entre patas, vale decir, entre causas, mientras que, entre nosotros, no pasa de depauperar al defensa malero, al marcador rígido, maleado, chacrero o picapedrero y, por ello mismo, fácil de driblear. Siendo que el eje de tales atribuciones gira en torno a lo que permanece estable, a lo que se encuentra fijo y se deja caracterizar por la inmovilidad, se diría que la dualidad de la que se hace cargo tronco es análoga al desdoblamiento establecido entre la expresión estar bien plantado, como quien dice firme, bien parado o difícil de derribar, y el malestar o ridículo

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sufrido por aquel a quien a fuerza de esperar en vano lo dejan plantado, mientras ve traicionar las expectativas que equívocamente forjó. Prototipo del hombre ciegamente enamorado que, con los crespos hechos, y quizá con los partes matrimoniales también, es abandonado a pocos metros del altar. Más contemporáneo se eleva un campo de rasgos contagiosos o contaminantes, la llamada mancha, luego convertida en el genérico gente y, en su versión paternal, gentita: referencias difusas o calculadamente numéricas, figuras quizá abstractas a fuerza de hacerse anónimas. Celebrando otras condiciones, si se quiere más próximas, más cercanas, menos eufemísticas, se da la emergencia del fraseo del locutor que, en clave pelotera, dirige un inconfundible chocherita de primicia calentita. Y, como dándole la razón a quienes sostienen que entre los pocos lugares mediáticos consultados por gente de todo el orbe están los informes del tiempo, entre nosotros la temperatura es valor por antonomasia a propósito del par en caliente y en frío. Por otro lado, y muy a propósito de los celos femeninos, es preciso establecer los vínculos, frecuentemente estrechos, entre los patas, los potos y las putas, entre la patería y el puterío. Establecer el deslinde entre el hecho, factible o frecuente, de sacarse la puta madre con algún pata y el acto, más faltoso, de tildar de puta a la madre de ese pata. Si acaso dudamos de las contigüidades que garantizan toda flexibilidad semántica, revisemos algunos de los virajes últimamente cristalizados por la figura de taba. Así, por ejemplo, la amistad afirmada en es mi taba; la compañía que se invoca en hazme la taba; la escasez caricaturizada de eres una taba. Nótese, por ejemplo, el deslizamiento establecido de taco a taba, por la vía de la dureza y la inexpugnabilidad de las materias invocadas; nótese que taba y taco son empleados como auténticos adjetivos e inapelables diagnósticos sobre la torpeza e inoperancia del calificado. El mundo de los tacos, de las tabas y de los corchos es, sin margen de duda, el de la tozudez y la terquedad, el de la impermeabilidad física o el de la rigidez mental; es todo lo que una posición negadora trasluce. La esfera de los tacos, de las tabas y de los corchos grafica una política limitada y limitante, da cuenta de unos techos un poco demasiado bajos: los de aquellos que antaño eran calificados como hasta el culo, hasta su ojete o, menos repudiables y más cercanos a un lonchecito frustrado, hasta el queque. Hay, por supuesto, una versión femenina análoga: la dulce, linda y siempre sweet calabacita, la impertérrita y eternamente sonriente calabacita. Con poco alcance ella todo lo resuelve, lanzando rocas o esperando que su encanto y sonrisa juvenil, la hermosura de sus ojos o un esforzado silencio, amaine la escasez referida. Se diría que se trata de gente que ha hecho, prematuramente y con envidiable fervor, votos de pobreza intelectual; gente que se queda

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tirando cintura cuando alguien, súbitamente, los saca por siaca, de su plano infradialógico, de la tara subconversacional en que aletean naturalísimos. He allí nuestros sujetos, alucinando oportunidades, pretendiéndose libres de polvo y paja, soñando con opciones que garanticen una ganancia sin que ella implique esfuerzo alguno. Como emboscados en la espesura de los trayectos, los actores de nuestra cultura estarán a la caza de una recompensa fácil, a la espera de una pieza degustable, tras los signos del plato mejor servido, de un potaje bien taipá. Nuestros sujetos estarán preocupados por tornar a las obligaciones, mínimamente placenteras; por militar, en fin, sobre un continuo entretenimiento. Para tal juego, la búsqueda de oportunidades se constituye en una verdadera misión, se articula como un propósito insoslayable. Ya decíamos más arriba que en esa dimensión brillan el abiertamente entusiasta acá la hago linda, y el compasivamente paternal te la pongo fácil. ¿Extrañan tales ocurrencias en un país como el nuestro, pertinazmente afectado por populismos de las más diversas calañas y sospechosamente proclive a prácticas dadivosas? ¿Pueden aún sorprendernos tales efectos, a pesar de que surgen en medio del humeante requerimiento de penitencias institucionales, como las reclamadas por la prensa democrática y la mitología de los derechos humanos? A riesgo de pecar de pesimistas, criticones u opositores gratuitos, recordemos más seguido el proverbio que reza: “De buenas intenciones está empedrado el infierno”. Quizá en algunas ocasiones valga más instalarse en el lugar del optimista experimentado que en el del amnésico romántico. Y, por supuesto, por su poto, hay cosas que aprender en el proceso, en la ida y el regreso; que la idea no es jurarse la mamá de Tarzán o la última chupada del mango; que no se trata de operar como el infalible guía o como cualquier tía; en fin, se trata de recordar que las mejores intenciones están siempre sujetas a lo concreto de unas cuantas acciones y a las dificultades que abren otras tantas intervenciones. Trátese de la escéptica y renovada negación a todo proyecto o de la entusiasta apelación al recurso y al ingenio; de unos vacilones por siempre bienvenidos y ansiosamente repetidos o de los particulares escozores que toda obligación inspira; nos centremos en la tendencia a imitar y a burlarlo todo o caractericemos unos terrores más o menos expandidos a caer en el vacío; caigamos, en fin, en la glorificación de la denuncia, en la ratificación de la desconfianza o en una realización chismográfica diseminada de boca en boca, allí donde cualquiera la empuja, la pisa y la toca; o demos cuenta, en fin, de una crítica creciente e imbarajable, de una crítica sospechosamente criticona y de los revanchismos que desesperadamente alienta, lo cierto es que la estructuración de soluciones y el interés por asumir distintas

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responsabilidades suelen resultar, por acanga, infrecuentes, mínimas, transitoriamente transitorias, endebles en fin. Materia de otros tantos vapuleamientos, las nuevas iniciativas se exponen cual piñatas para que una ideología, haciendo escarnio de estas, conserve y preserve intacto, pitito, su conservadurismo achunchado. Resistencia al cambio que, para mejor conveniencia, se disfraza de defensa de valores sempiternos o esgrime neutralidades de manos lavadas e ideas larvadas. En medio de tal clima no se hacen esperar declaraciones del tipo: “Soy su hermano pero no sé nada”, “Ya no nos veíamos en aquella época”, “Yo no estaba al tanto de aquellas maniobras”, “Lo sospeché desde un principio”, “Nunca nos hizo caso”. Suspendidos entonces en el plano de lo inmediato; siempre proclives a la inmovilidad que la propia sapería exige; aparentemente ágiles pero demasiado frágiles; dejando para más tarzán las tareas de la víspera y postergando para tiempos mejores las alternativas que asoman entre tanta quejudez, cabe preguntar cuánto de toda esa sintomatología social se explica por los seguimientos inerciales que gobiernan la ley del mínimo esfuerzo. ¿Cuán sedentario es, pues, nuestro escepticismo? ¿Con qué termómetros se gradúa el recalentamiento de nuestros termos y el empinamiento de nuestros tromes? Cuando de las fuerzas policíacas se trata, en España hablan de madera mientras que acá hay la buena madera respecto a las óptimas condiciones innatas y, según viejas supersticiones, tocamos madera para salvaguardarnos del infortunio. En Colombia, en cambio, cuando el tombo está enamorado de ti es que te quiere quebrar, o, para decirlo como nosotros, te quiere dar vuelta, ya eres candidato al enfriamiento. Llama la atención está conexión, esta vecindad temática, manifestada en diversos sectores y situaciones, entre el amor y la muerte, esta suerte de romance con la muerte, tan vinculada a los sectores marginales, a los colectivos cuya aspiración vital se confunde con la aspiración de otras sustancias letales. Si volvemos a la dureza daremos cuenta de que, en nuestro país, dura es la mano cuando hay que imponer orden e impedir desmanes; duro el puño para calificar avaricias y ahorros extremos; dura la cabeza a propósito de la tozudez y la necedad del tercero o de sus irremediables limitaciones mentales; duro en fin, el miembro viril cuando la excitación manda y demanda, cuando el de ajoba se encuentra al palo; y duro, por último, tanto el consumidor de cocaína saliendo del baño de la discoteca, como el de pasta, sea tensándose angustiado en la esquina, sea desplazándose noico de una acera a otra. Ya hemos comentado el hecho de que esa manía del control que las instituciones oficiales desarrollan apunta a divisar, en cualquier densidad

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constituida, los peligros del apego grupal, el mismo que con la voz apéguese popularizan, entre nosotros, los cobradores de combi; ya hemos dicho que la oficialidad querrá destacar, una y otra vez, la cantidad de víctimas cobradas por la adherencia ciega; que ese orden deseará evitar las imaginarias calamidades que arrastra un supuesto grado cero de la reflexión. Una óptica, extremadamente preocupada por el equilibrio y la inmovilidad, permanece por siempre dispuesta a detectar los vínculos menos destacables, los más detestables, el ruido y el brake, el gemelo negativo o el lado oscuro de la luna; el recostar continuo de la urbe sobre la calle, en medio de la calle, allí donde no hay quien la calle. Mundo de fanáticos, de barras en el barro, de torcedores que se tuercen entre sí; archivos de lo que las voces vocean, vacean, vician, pifian. He allí todos los dementes, todos los rayados y quemados que juegan por el Mariscal Sucre, desaparecido club de segunda división cuya camiseta llevaba dos franzas cruzadas en el pecho; o los que, más actuales y disforzados, defienden entre modernos grititos la identidad del único cuadro que se salió del cuadro, el Defensor Marica. A nivel más global registramos, hay que decirlo, un efecto paradojal: el hecho de que entre tantos sueños y ambientes de aire acondicionado, de climas mullidos o barrocos, de pisos confortables y atmósferas high tech, la vía pública haya conseguido recuperar, con todos los artificios del caso, el calor de aquellas hogueras que un hogar actual, muy cool o demasiado fresh, ya no consigue albergar. ¿Cómo explicar sino la propagación de esa suerte de suicidas asistidas de la contemporaneidad, de las mediáticamente denominadas anas y bulas, de todas las anoréxicas y bulímicas del globo terráqueo? Sobreviviendo o parasitando un entorno hogareño frecuentemente burgués, aquellas damiselas van aligerando sus pesos y debilitando su salud a vista y paciencia de los allegados de una family no pocas veces desdibujada por unas presencias ausentes, por unas ausencias demasiado presentes, por unos pasados que no terminan de pasar. Figuras y afectos que, al igual que la comida, se atracan, se mastican pero no se pasan o se pasan sin masticar; materias entonces que se devuelven y arrojan como productos intragables, intratables, detestables, poco amables. Intercambiando información por paginas webs, surgen los tips, las tretas, las estratagemas diversas, se establece una incansable troca fotografica sobre los graduales y pretendidos progresos de cada de las anas acá y las bulas allá. Sobreviven, entre tanto, despistando al enemigo más cercano, a los adultos de la jato o a los psicolocos de turno, mientras tenues y volátiles van desapareciendo, restándose volumen, capacidad, fuerza; casi imperceptibles, mismos palos, flacuchentas o cadavéricas, las anas resultan siendo militantes de la desesperación, congeladoras de su sexualidad,

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famélicas de lujo. Además de no cesar de hacer méritos para pasar a mejor vida, desarrollan proselitismos por donde puedan, procurando pares, guiándose unas a otras, siempre de la mano, siempre unidas como en los comerciales de Coca-Cola, con el firme propósito de convertirse, como en la novela del checo Milan Kundera, en seres insoportablemente leves. Lo cierto es que la jerga, en tanto régimen coloquial, trabaja siempre sobre la divulgación y, a pocos pasos de ella, de una siempre incontenible vulgarización. Así pues, en el orden de las muletillas cotidianas, y a propósito del afán por anticipar lo venidero o de afectarlo con nuestros pronósticos, evocaremos al desaparecido a pique, a veces camuflado en un a piqui niqui de autoría brasilera. Sobre tal a pique solía planear un ojalá muy dado a la fortuna de lo fortuito, un ojalá empeñado en cerrar la brecha entre lo posible y lo probable. Cercano a la ambigüedad de un tal vez y al siempre esperanzado de repente, con el a pique de otras épocas las creencias gestaban sus propios consuelos. Sin embargo, hoy por hoy opera, con carácter generalizado, un fácil que, permitiendo al auditorio fundirse en sus pronósticos e involucrarse más abiertamente con sus vaticinios. Del fácil que derivará, como natural consecuencia, que los interlocutores devengan, sobre la marcha, profetas de los hechos mismos o anticipadores de efectos mínimos; operadores en trance de advertir, una y otra vez, lo que está a punto de ocurrir. Sin duda alguna, esos rastreadores del futuro inmediato andarán reventándose bombos en el camino, fabricándose harto cherry por aquello que solo ellos supieron ver. Menú en el que, por ejemplo, se incluye todo lo que nos tincó a tiempo: artificio con que el resto fue, convenientemente, madrugado, cuando el sujeto anuncia confiado y desafiante el clásico ¡te apuesto! Fundamental es señalar que con un fácil que, más que aludir a lo ocurrido o ratificar lo pasado, se pretende pronosticar lo que está ocurriendo a esa hora, en simultáneo, en tiempo real. Profundamente ligado al correr del reloj y al suceder de los acontecimientos, especie de astrología de las probabilidades y enemiga de los llamados esperanzadores, el fácil que es el certificado de lo que, según Paul Virilio, arquitecto parisino experto en los vértigos de actualidad, no dejará de acontecer. Ajeno a confiarse en los favores de la leche o de coquetear con la fortuna del a pique, un fácil que establece, sin rodeos, la confirmación de un orden. Un fácil que, valga el círculo vicioso, ratifica el puro y mero ratificar. Quizá por ello haya en el fácil que un cierto espíritu de constatación vana, como exhumada por unos hechos que no podrían haber dejado de darse. Por ello, con un fácil que se precipitan, en cascada, la redundancia coloquial del ¿no te dije?, el calculo prejuicioso del ¡ya sabía! el toque

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irreversible que un ¡te la canté! quiere concretar; quizá lo que el ya extinguido la fija que esbozara tiempo atrás. Efectos todos sobre los que reposa, no lo olvidemos, el cabal cumplimiento de la regla, la lectura anunciada, la inducción súbita y certera. Esa misma regla que el eslogan publicitario aprovecha con la fórmula: “Una cosa lleva a la otra”. Ocurre con frecuencia que una regla que el orden asigna es también una regla a la que ese orden se resigna. Recordemos que, desde su lado normativo, la regla estará presta a su aplicación ciega, a su cumplimiento automático; no en vano la regla se encuentra en el aura de todos los fanatismos estudiados o en la penumbra de las más herméticas doctrinas; es esa regla la que toma cuerpo en el espíritu fatídico que los dogmas religiosos encarnan y también la que nutre, con mayor prestigio, los axiomas de la ciencia. Incorporado en una escala más distante o menos personal, rigurosamente cognitiva incluso, aparece tipo, suerte de traducción menos comprometida del mismo de antaño. Es preciso insistir en el hecho de que, en sus usos y aplicaciones actuales, la referencia a tipo remite a la creación de una categoría; al reconocimiento de un perfil serial; en fin, a la gestación de un patrón que otorgue consistencia a lo diverso. Entre tanto, mismo reducía ayer toda variación al carácter de lo unitario, pretendiendo detectar, en un mundo diverso y plural, lo que hay de idéntico en la pura identidad. Sí mismo emergía como la confirmación del modelo invariablemente repetido, como la inscripción del caso en un régimen ya determinado; tipo operará, en cambio, como marca distintiva en un mundo pleno de distinciones, en un espacio afecto a las más variadas discriminaciones. Jacques Derrida, el creador del pensamiento deconstructivista, habría dicho que lo que se diferencia en el espacio suele diferirse en el tiempo. Quizá habría que entender a tipo como táctica posmoderna de la singularidad, como afán imposible de clasificar la multitud; mientras que mismo solo alcanza para ratificar una individualidad firme e indivisa, esa que toda modernidad encarna. No es vana la formulación que, entre nosotros, popularizara el cómico Chato Barraza por la vía del ayer célebre yo mismo soy, y su derivado en segunda persona tú mismo eres, fórmulas en las que se pretende alojar toda experiencia egocéntrica. He allí la recuperación orgullosa de un estilo callejero sospechosamente movedizo; he allí la afirmación de la viveza individual encarnada en sujetos nunca demasiado confiables y sinuosamente aprovechadores. Ese yo mismo soy sería el mejor emblema del tantas veces aludido y no pocas veces vapuleado criollo. Bajo el mismo patrón, la fórmula más reciente de este pechito se esgrime como autobombo ante los auditorios correspondientes.

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