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EDICIÓN ESPECIAL
| Jueves 14 de marzo de 2013
BERGOGLIO, PAPA | IMPRESIONES EN PRIMERA PERSONA
Bergoglio, ya Francisco, saluda a la multitud reunida en la Plaza San Pedro; se lo vio sereno y sonriente
reuters
Esa noticia que perforó la piel de la Redacción y que nos hizo gritar, aplaudir, llorar testimonio Carlos M. Reymundo Roberts LA NACION
E
stoy temblando. Han pasado seis horas y sigo temblando. La Redacción entera tiembla y se sacude. Qué pasa en la piel de acero inoxidable de periodistas curtidos en guerras y revoluciones, en todas las miserias y todas las emociones; qué pasa en esa piel impenetrable que de pronto cae, derrotada, ante la noticia increíble que la atraviesa y llega hasta el alma. Es muy fuerte. Hay algo en el aire en la Redacción de la nacion, que ayer, en un destacado de la página 3, publicó que Bergoglio “podría convertirse en la sorpresa” del Cónclave. De paso, un tributo, desde aquí, a Elisabetta Piqué, nuestra corresponsal en Italia, por lo bien rumbeada que estaba. En los diarios no acostumbramos a elogiar públicamente a nuestra gente. Pero “Betta” –así la llamamos– y su primicia merecían la excepción. De todos modos, no hablo de eso. Algo hay en el aire. Nos juntamos unos 40, 50, cada vez más, frente a la televisión grande de la Secretaría de Redacción, corazón del diario, a esperar el nombre de la persona a la que 114 cardenales han puesto al mando de la barca de Pedro. Y algo parecido pasa en las televisiones del resto de la Redacción. Están redactores y jefes, fotógrafos y ordenanzas, diagramadores, ilustradores e infógrafos; están los que vibran con lo católico o lo religioso, y los que esas cuestiones están muy lejos de importarles. Estamos todos. Alguien pregunta si alguna vez una elección de un papa nos había hecho reaccionar así. Le contestan que no, definitivamente. Seguimos clavados allí, tensos, nerviosos, inquietos. Hay algo. Tantos periodistas juntos pueden ser divertidos o crueles. Pero nunca dejarán de ser escépticos, por vocación y mandato. Pero estamos todos, no nos va-
mos, reímos, fijamos la vista en la pantalla. Esperamos. Hay algo ahí. Algo distinto. De pronto, primer plano de las puertas del gran balcón central de la Basílica de San Pedro. Se ven, o se adivinan, sombras por detrás. Se abren las puertas. Camina hacia el balcón el cardenal protodiácono, el francés Jean-Louis Tauran. Lo acompañan dos sacerdotes. Está frente al micrófono. En la Redacción crujen los nervios y, enseguida, sobreviene el silencio. Estalla el silencio. Las redacciones pueden ser cualquier cosa menos silenciosas. Pero hay algo ahí. Habla Tauran: “Habemus papam”. ¡Por Dios, el nombre! ¡Quién es! ¿El italiano Scola, el brasileño Scherer? Es un instante interminable. Alguien, entre nosotros, se queja porque la traducción de la televisión se superpone con el anuncio en latín. Tauran, al que recordaremos siempre por lo que dijo y no por esa voz tan poco cautivante, dice el nombre del nuevo papa. No lo oímos o no lo entendemos. A 20 metros, salta en un grito la editora de El Mundo. Salta, corre hacia nosotros y grita: “Es Bergoglio, es Bergoglio”. Lo ha escuchado ella, pero no no-
sotros. No le terminamos de creer. Después conoceríamos la causa, y hay que agradecer que en este mundo con tanto apresuramiento y levedad haya profesionales del periodismo con una vocación a prueba de fuego. La noche anterior, en la sección El Mundo se habían quedado después del cierre a estudiar los nombres en latín de los principales candidatos. Ellos entendieron el “Georgium Marium” que ninguno de nosotros entendió. No terminamos de reaccionar. ¿Es Bergoglio? Estamos como paralizados. Por Dios, ¿es realmente Bergoglio? ¿Puede ser Bergoglio? ¡Es! Se termina de romper el silencio. Se anima la TV y pone la placa con el nombre del primer papa argentino de la historia. Empieza a estallar la Redacción. Se abrazan la editora de El Mundo y la secretaria de Redacción de esa sección, a la que veo, o adivino, lagrimeando debajo de los anteojos. Son las dueñas (¡eso se creen!) de la noticia. De la gran historia. Hay aplausos. Hay gente que está quebrada. Estalla la argentinidad: “¡Tenemos un papa, la reina de Holanda y Messi!” Le agregan: “Y una emperatriz”. Un secretario de Redacción con-
La Redacción, ayer, pegada a la televisión
cluye: “Esto va a cambiar definitivamente la historia del país”. Varios coinciden. “Juan Pablo II cambió la historia de Polonia”, dice el editor de Política, y bromea con que Moyano está lejos de ser Lech Walesa. Otro, un animal político, saca conclusiones políticas de las palabras iniciales de Bergoglio como Papa: “Lo primero que hizo fue hablar de amor fraterno. Mensaje para Olivos…”. Llama un columnista, otro tipo que respira política. “Jesuita y bueno para gobernar. Los cardenales eligieron bien.” Ahora hay que hacer un diario. Acaso, el ejemplar más importante de la historia de la nacion. El capitán del barco nos dice: “Todas las páginas que hagan falta”. En la Redacción hierve la sangre. Y los teléfonos, y el mail, y Twitter. Pero un diario caliente se hace con la sangre fría. Hay que ponerse a trabajar. Empezamos a discutir el título principal (y seguiríamos haciéndolo tres horas después). Como muy pocas veces, sentimos que trabajamos para la historia. Estoy a punto de tener la reacción menos periodística de todas. Me escondo en una salita. Necesito llorar a solas.ß
enrique villegas
Una historia que de tan chiquita será imposible de olvidar testimonio Luis Moreiro LA NACION
É
sta es apenas una historia chiquita. Una historia que, seguramente, quedará perdida entre los millones de historias que cada uno tendrá para contar de una inmensa noticia que tal vez sea una de las más importantes de la Argentina moderna. El papa Francisco, una fresca noche de septiembre del año pasado, fue el sacerdote que casó a mi hija María Emilia con Gastón, su esposo. Cuentan ellos que tres meses antes de la ceremonia pidieron audiencia con el por entonces cardenal Jorge Bergoglio. Gastón, practicante de fe, lo conoce desde hace años. El casamiento era en La Plata, un sábado por la noche. Días antes del acontecimiento lo llamaron por teléfono para saber a qué hora debían enviarle un auto para trasladarlo hasta la Iglesia y ahí, la primera sorpresa. “¿Auto? No, yo voy en el tren del Roca”, dijo Bergoglio. Emilia y Gastón se sorprendieron. Sábado a la noche, en un tren desde Constitución hasta La Plata y desde la estación de trenes hasta una iglesia bastante alejada del centro, no parecía un buen programa para un cardenal. Pero no hubo caso. Bergoglio fue en tren. Sólo accedió a que lo pasaran a buscar en auto por la estación. Es que, explicó, tenía miedo de perderse entre las diagonales platenses. Pedirle a un padre que recuerde las palabras de un sacerdote en el casamiento de su hija es complicado, por más que el padre sea periodista y tenga el oído entrenado. Pero, aunque a veces la emoción domina a la razón, hay detalles
que no se escapan. Sobrevive, entre tantas sensaciones, la del tranquilo mensaje de amor destinado a los jóvenes. También en algún rincón de la memoria queda el recuerdo de la sonrisa franca y de los gestos de cariño que acompañaron aquel nacer de una nueva historia de vida compartida. Al momento de consagrar el matrimonio, Bergoglio invitó a los novios a subir al altar y les pidió que se pararan de frente a los invitados para que, desde allí, asumieran el compromiso, no sólo ante Dios, sino también ante todos los allí presentes. Luego, y mientras los recién casados caminaban hacia el atrio, nos acercamos a saludarlo. Mi cuñado, Oscar, le pidió a Bergoglio que saliera con nosotros. No quiso. “Emilia y Gastón son las estrellas de la noche. El protagonismo y todos los saludos deben ser para ellos”, se excusó amablemente, y se perdió por la puerta de la sacristía. Un día antes de partir hacia Roma –la semana pasada– los llamó por teléfono. Quería saludar a Gastón por su cumpleaños. Preguntó por María Emilia, pero sobre todo quería saber sobre Catalina, la hija de ambos recién nacida, es decir, mi nieta. “Mañana viajo a Roma y no quería irme sin saludarlos”, les dijo. “No sé cuándo vuelvo de Roma. No sé si vuelvo”, se despidió. La de ayer fue una tarde especial en la casa de María Emilia, Gastón y Catalina. Los chicos no terminaban de asumir que los había casado el papa Francisco. Y mi nieta Catalina, que hoy cumple un mes, alguna vez sabrá que ella, en el vientre materno, aquella noche de septiembre, también fue bendecida por el Papa. Lo que se dijo. Ésta es apenas una historia chiquita. Tan chiquita que difícilmente pueda ser olvidada.ß