POMPA Y CIRCUNSTANCIAS
El hechizo de las joyas Como ejemplo enumerativo, Umberto Eco reproduce esta página de El retrato de Dorian
Gray, donde se mencionan desde las gemas conocidas hasta las más raras, en una secuencia impulsada por sonoridades extrañas POR OSCAR WILDE
E
n una ocasión se dedicó al estudio de las joyas, y apareció en un baile de disfraces vestido de Anne de la Joyeuse, almirante de Francia, con un traje cubierto con quinientas sesenta perlas. Esta afición le duró varios años, aunque, en verdad, se puede decir que la tuvo toda la vida. Muchas veces pasaba los días clasificando y volviendo a clasificar en sus estuches las diferentes piedras que había coleccionado, tales como el crisoberilo verde olivo que se vuelve rojo a la luz de una lámpara, la cimofona con sus líneas plateadas, el peridoto color pistacho, los topacios rosados y amarillentos, los rubíes de color escarlata con sus trémulas estrellas de cuatro puntas, las piedras de canela de un color rojo llameante, las espinelas naranjas y violetas y las amatistas con sus capas alternadas de rubí y zafiro. Le gustaba el dorado rojizo de la piedra solar, y la blancura perlina de la piedra lunar, y el roto arco iris del ópalo lechoso. Mandó traer de Ámsterdam tres esmeraldas de extraordinario tamaño y riqueza de color y tuvo una turquesa de la vieille roche, que fue la envidia de todos los entendidos. Descubrió maravillosas historias acerca de las joyas. En la Clericalis Disciplina, de Alfonso, se menciona a una serpiente con ojos de auténtico jacinto, y en la romántica historia de Alejandro, el conquistador de Emacia, se dice que se encontraron en el valle del Jordán serpientes
“con collares de verdaderas esmeraldas alrededor de sus cuerpos”. Según nos dice Filostrato, había una gema en el cerebro del dragón “que al serle enseñadas letras de oro y una capa escarlata” quedaba sumido en un mágico sueño y podía ser exterminado. De acuerdo con el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante podía hacer invisible al hombre, y el ágata de la India lo convertía en un ser elocuente. La cornalina aplacaba la ira, el jacinto provocaba el sueño y la amatista alejaba los vapores de la embriaguez. El granate expulsaba a los demonios y el hidropico desposeía a la luna de su color. La selenita disminuía y aumentaba con la luna, y el moleceus, que descubría a los ladrones, solamente perdía su poder con la sangre de cabrito. Leonardus Camillus había visto una piedra blanca sacada del cerebro de un sapo recién muerto que era un verdadero antídoto contra el veneno. El bezoar, que fue encontrado en el corazón de cierto árabe, poseía el extraño poder de curar la peste. En los nidos de los pájaros árabes, según Demócrito, se encontraban los aspilates, que protegían a quienes los llevaban de cualquier peligro de fuego. El rey de Ceilán atravesó su ciudad con un gran rubí sobre la mano en la ceremonia de su coronación. Las puertas del palacio de Juan “el Cura” estaban “hechas de sardón y tenían en su centro el cuerno de una serpiente cornuda de Egipto para que ningún hombre que trajera veneno pudiera pasar por ellas”. Sobre el marco había “dos manzanas de oro que tenían sendos rubíes engarzados”, de forma que el oro relucía a la luz del día y los rubíes por la noche. En la extraña novela de Lodge Una margarita de América se cuenta que en las habitaciones de la reina se podía ver a “todas las mujeres castas del mundo, engastadas en plata, mirando a través de bellos espejos de crisólitos, rubíes, zafiros y esmeraldas”. Marco Polo había visto a los habitantes de Cipango poner perlas rosadas sobre la boca de los muertos. Un monstruo marino se había enamorado de la perla que un buceador trajo al rey Perozes, aniquiló al ladrón y lloró durante siete lunas por su pérdida. Cuando los hunos llevaron al
Relicario con un Agnus Dei de cera blanca en el centro con símbolos pontificiales
De acuerdo con el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante podía hacer invisible al hombre, y el ágata de la India lo convertía en un ser elocuente
rey al borde de un precipicio, él dio un salto (Procopio nos cuenta la historia) y no volvió a ser hallado nunca, aunque el emperador Anastasio ofreció quinientas piezas de oro para quien lo encontrase. El rey de Malabar había enseñado a cierto veneciano un rosario de trescientas cuatro perlas, una por cada dios que adoraba. Cuando el duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI, visitó a Luis XII de Francia, su caballo fue adornado con hojas de oro, según Brantôme, y su sombrero tenía una doble hilera de rubíes que producían un gran fulgor. Ricardo II poseía un traje valorado en treinta mil marcos, que estaba
totalmente cubierto de rubíes. Hall describe a Enrique VIII, en su camino hacia la torre, antes de su coronación, llevando “una chaqueta bordada en oro, el peto cubierto de diamantes y otras piedras preciosas y un gran collar, alrededor de su cuello, de grandes balajes”. Las favoritas de Jaime I llevaban pendientes de esmeraldas incrustadas en oro finísimo. Eduardo II dio a Piers Gaveston una serie de armaduras de oro rojizo adornadas con jacintos, un collar de rosas de oro con turquesas y un gorro parsemé de perlas. Enrique II usaba unos guantes que llegaban hasta el codo cubiertos de joyas, y tenía un guante halconero adornado con doce rubíes y cincuenta y dos piedras preciosas. El sombrero ducal de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su raza, estaba cubierto de perlas en forma de pera y rodeado de zafiros. ¡Qué exquisita vida la de antes! ¡Qué suntuosa en su pompa y en su decoración! [Traducción: Alfonso Sastre y Jordi Sastre]
Sábado 27 de febrero de 2010 | adn | 9