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DAVID DESOLA EL BIEN MÁS PRECIADO (Hatshepsut)
Sin la autorización por escrito de la editorial, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra ni tampoco su tratamiento o transmisión por ningún medio o sistema. De igual manera, todos los derechos que de ella dimanen, cualquiera que sea la naturaleza de estos, así como las traducciones que puedan hacerse, incluyéndose igualmente las representaciones profesionales y de aficionados, las películas de corto y largo metraje, recitación, lectura pública y retransmisión por radio o televisión, quedan estrictamente reservados. Se pone un especial énfasis en el tema de las lecturas públicas, cuyo permiso deberá asegurarse por escrito. Las solicitudes para la representación de esta obra, de cualquier clase y en cualquier lugar del mundo, habrán de dirigirse a Sociedad General de Autores y Editores, SGAE, en la calle de Fernando VI número 4, 28004 Madrid, España.
EL BIEN MÁS PRECIADO Primera edición, 2017
© De El bien más preciado: David Desola © Para esta edición: Fundación SGAE, 2017
Coordinación editorial: Pilar López. Diseño de cubierta: El Taller de GC. Maquetación: José Luis de Hijes. Corrección: Susana Pulido. Imprime: Estugraf Impresores, S. L.
Edita: Fundación SGAE Bárbara de Braganza, 7, 28004 Madrid /
[email protected] www.fundacionsgae.org EDICIÓN PROMOCIONAL. PROHIBIDA SU VENTA D. L.: M-12006-2017
El proyecto
La aventura de #Proyecto Brújula nace en 2014 cuando un grupo de actrices de diferentes nacionalidades (una argentina, una española y una venezolana) lanzan el grito y convocan a una directora argentina radicada en Madrid, Carolina Calema. El proyecto se pone en marcha y Carolina convoca a un autor, David Desola. David acepta y ahí comienza el viaje, al que se van sumando productores y creativos de todas las áreas. En diciembre de 2015 se confirma que Iberescena acompaña con una ayuda económica la producción del proyecto. La obra va a escribirse y estrenarse en Buenos Aires, así que todos deben viajar para concretar el sueño. David Desola y Carolina Calema lo hacen desde España y se alojan en un pequeño departamento del barrio de Almagro en Buenos Aires. La cuenta regresiva no hace más que elevar la temperatura del proceso y todas las áreas trabajan al máximo de sus posibilidades. El autor escribe de noche las escenas que se ensayan de día, y los talleres de escenografía y vestuario realizan y modifican los diseños a medida que la historia se escribe. Más de 120 horas de ensayo, 18 personas involucradas en el proceso y ElKafka Espacio Teatral, que abrió sus puertas y permitió que se gestara y naciera el preciado proyecto. En treinta días se escribió, se ensayó, se montó y se estrenó El bien más preciado (Hatshepsut). Mara Guerra Productora
Vuelo de Barcelona a Buenos Aires. Sé que me encontraré con una directora obstinada, tres actrices de distinta procedencia (Argentina, España y Venezuela), un poderoso elemento escénico predeterminado que no desvelaré aquí, una premisa temática que gira en torno a la mujer y el exilio, y un mes para que se escriba y se ponga en escena una función que no existe. Pienso que, tal vez, el texto sí que existe y solo tengo que combinar todos esos elementos para que se haga presente: pienso en la Guerra Civil española, pienso en la Dictadura argentina, pienso en que sé muy poco de Venezuela y lo que sé viene adulterado por la situación política de España (Venezuela es, hoy en día, tema recurrente en mi país). Pienso en estas cosas mientras miro la pantallita del avión, que nos muestra exactamente en qué punto del recorrido nos hallamos, y pienso que por ahí pasaban los españoles en busca de quimeras y tesoros, y al pensar en quimeras y tesoros, cómo no, pienso en el antiguo Egipto y recuerdo a la reina Hatshepsut, que se autoproclamó Faraón usando una barba falsa. Aterrizo en Buenos Aires y voy al primer ensayo, donde no hay texto, solo escenografía e improvisación, y mientras veo trabajar a estas tres actrices y a su directora, regresa a mi cabeza todo lo que he pensado en el avión. David Desola Septiembre de 2016
El bien más preciado (Hatshepsut) Se estrenó el 17 de septiembre de 2016 en ElKafka Espacio Teatral de Buenos Aires, Argentina.
Reparto Regumiel Valentina Leandra
Montse Ruano Bárbara Traverso Sara Valero Zelwer
Dirección general
Carolina Calema
Ficha técnica Diseño de escenografía Diseño de iluminación Diseño de espacio sonoro Diseño de vestuario Diseño de identidad gráfica Fotografía Entrenamiento corporal Asistencia técnica Asistencia de producción Asistencia de dirección Prensa Producción general y ejecutiva
Esteban Siderakis Paula Fraga Sergio Urcelay María Emilia Tambutti Vanda Luquez Sexton Mailen Pankonin Ana Frenkel Francisco Negri Jacqueline Golbert & Agostina Concilio Rocío Literas Ezequiel Hara Duck Mara Guerra
1. Huesitos Tierra yerma, con un árbol seco en el centro. Cuerpos debajo, amontonados y moviéndose a intervalos. Murmullo de voces. Voz de Mujer vieja.— ¡Callaos! He oído algo ahí fuera. Voz de Mujer joven.— ¡Será un perro buscando nuestros huesitos! Voz de Mujer vieja.— No, no… he oído voces. Voz de Mujer joven.— ¿Y qué dicen? Voz de Mujer vieja.— “Este es el lugar”, han dicho. Y luego alguien se ha puesto a cavar, pero no con una azada ni con una pala, con algo más pequeño. Voz de Mujer joven.— ¡Ay! ¡Que nos sacan! ¡Que nos sacan! Luciano, tú que estás boca arriba, ¿ves algo? Voz de Luciano.— ¡Qué voy a ver! Si hace treinta años que me entraron dos raíces del árbol por las cuencas de los ojos y ahí se han quedado, una en cada ojo. Voz de Mujer vieja.— Por lo menos no estás boca abajo como yo, Luciano. Voz de Luciano.— ¡Qué más da! Al principio estaba boca arriba, pero ahora creo que más bien estoy de lado y con raíces en las cuencas de los ojos… ¿son estos los huesos de mi mano?
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Voz de Mujer joven.— No… son de la mía. Voz de Luciano.— ¿Y qué hacen en mi pierna? Voz de Mujer vieja.— No es tu pierna, es mi pierna. Voz de Luciano.— Y la mía… ¿dónde está? Voz de Mujer vieja.— En mi columna vertebral, pero no la muevas de ahí, que se me parte otra vez. (Silencio) Escuchad, escuchad, han pronunciado la palabra exhumación. Voz de Luciano y Mujer joven— (Al unísono) ¡Y eso ¿qué es?! Voz de Mujer vieja.— No lo sé… eso lo sabrá la maestra. ¡Maestra! ¡Maestra! ¡¿Está usted ahí?! ¡¿Qué significa exhumación, maestra?! Voz de la Maestra.— ¡Estoy aquí! No me grite que tengo sus mandíbulas en el yunque de mi oído. Exhumar significa “sacar a un muerto de su tumba”. Voz de Mujer joven.— ¡Que nos sacan! ¡Que nos sacan! Voz de Mujer vieja.— Calla, que a ver si nos van a sacar para volver a fusilarnos. Voz de Luciano.— ¡Pues que nos fusilen de nuevo! Pero que me lleven a la fosa de los hombres, que aquí no pinto nada. Voz de Mujer joven.— ¿Para qué van a querer fusilar unos huesitos que se enredan entre ellos? ¡Nos sacan para darnos cristiana sepultura! Voz de Mujer vieja.— ¡Ya salió la beata! ¡Yo al cementerio no voy! Que han pasado muchos años y ahí deben de estar los mismos que nos mataron, junto con el cura, el alcalde fascista y el marqués. Voz de Luciano.— ¡Yo tampoco voy! ¡Que soy anarquista y ateo!
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Voz de Mujer joven.— Tú ¡claro que no! ¡Que quemaste la iglesia, Luciano! Voz de Luciano.— No la quemé, porque es de piedra y la piedra no arde, solo lo intenté. (Pausa) Ahora que lo pienso, en el cementerio estará mi esposa y debería ir con ella, que soy marido antes que ateo. Voz de la Maestra.— Ninguno vamos a ir al cementerio porque no hay manera de saber qué huesos pertenecen a quién; no pueden distinguir los huesos ateos de los creyentes, ni los de una maestra de los de dos costureras y un labrador. Voz de Luciano.— ¡Los míos sí! ¡Que son huesos de hombre! Voz de Mujer vieja.— ¡Pero si hace un momento no distinguías tu propia mano de la de Pilar! Voz de Luciano.— Pero yo no soy doctor… Un doctor sabrá cribarlos y apartar los del hombre… con los vuestros, será más complicado, que sois todas mujeres. Voz de Mujer joven.— ¡Todos estos años quejándote de estar rodeado de mujeres y ahora es una bendición! De pronto se proyecta un punto de luz sobre los cuerpos y hay una exclamación general. Voz de la Maestra y Mujer joven.— ¡Luz! ¡Luz! ¡Hay luz! Voz de Luciano.— ¡Y yo con estas raíces, que no me dejan ver! Voz de Mujer vieja.— ¡Y yo boca abajo! ¿De verdad hay luz? Voz de la Maestra.— ¡Sí! Han hecho un pequeño agujero y han dicho: “Aquí hay algo”. Todos.— ¡Aquí hay algo! ¡Aquí hay algo! ¡¿Aquí hay algo?!
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Voz de la Maestra.— Luego han dicho: “Esto parece un metatarso y eso una falange”. Voz de Luciano.— ¡Ah! ¡No! ¡Aquí falangista no hay ninguno! Voz de la Maestra.— Así es como se les llama a los huesos del pie, que eres un gañán, Luciano. Si hubieras ido más a la escuela y menos a quemar iglesias… Voz de Luciano.— (Susurrando) No digas lo de la iglesia, que lo mismo no se acuerdan y me llevan con mi esposa al cementerio. Voz de Mujer vieja.— Los vivos no oyen a los muertos, Luciano, aunque los muertos sí oigan a los vivos. Voz de la Maestra.— ¡Han sacado un hueso, con mucho cuidado, y se lo llevan! Voz de Mujer joven.— ¿De quién era? Los míos están aquí. Voz de Mujer vieja.— Mío no es, que estoy debajo de los demás. Voz de la Maestra.— Mío tampoco. Se proyecta un segundo punto de luz. Voz de Mujer joven.— ¡Más luz! ¡Y cae encima de mí! ¡Qué calorcito tan bueno! Voz de Luciano.— (Para sí mismo) Me parece que era mío el hueso que han sacado, porque no me siento la pierna… ¿cómo se llama ese, maestra? Voz de la Maestra.— Será el peroné. Voz de Luciano.— ¡Pues ahí va mi peroné! Ya lo han sacado, con mucho cuidado… ¡Ay! ¡Que me quiten pronto estas raíces que me entran por los ojos y me salen por el cogote!
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Voz de Mujer vieja.— ¡Que me quiten a este gañán de encima y me pongan boca arriba! Voz de Mujer joven.— ¡Que me den cristiana sepultura! Voz de la Maestra.— ¡¿Habéis oído?! Han dicho: “Este peroné parece de un hombre”. Voz de Luciano.— ¡¿Lo veis?! ¡Es un doctor que sabe distinguir! Voz de la Maestra.— Luego, otro ha dicho: “Solo nos consta un hombre en esta fosa, y es el argentino”. Voz de Luciano.— ¡¿Qué argentino?! ¡Doctor! ¡Doctor! ¡Doctor! ¡No soy argentino! ¡Yo nací en este pueblo! ¡Crecí en este pueblo! ¡Me casé en este pueblo con la Leandra! ¡Casi quemo la iglesia de este pueblo! ¡Y aquí me fusilaron por eso! ¡No hay ningún argentino en esta fosa! Oscuro.
2. El viaje a España Regumiel está sentada en una silla de ruedas liando un porro de marihuana. Se escucha el sonido de una llave en la cerradura y, a los pocos segundos, entra Valentina. Se para en seco frente a Regumiel. Valentina.— ¿No las habías dejado? Regumiel.— ¿El qué? Valentina.— Las drogas. Regumiel.— (Termina de liar el porro) Y las he dejado. Valentina.— Me lo dices con un porro entre los labios. Regumiel se enciende el porro, aspira el humo y lo lanza hacia Valentina. Regumiel.— Hermanita… la marihuana no es una droga. Valentina.— Ah, ¿no? ¿Qué es? Regumiel.— Ahora mismo no sé cómo definirlo, porque voy fumada… pero no es una droga. Lo sé porque las drogas de verdad las he probado algunas veces. Valentina.— (Con retintín) Algunas veces… sí. (Cruza los brazos) Regumiel… vengo directamente del aeropuerto y no sé qué coño estoy haciendo aquí. ¿Me lo puedes explicar?
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Regumiel se quita el porro de la comisura de los labios y se lo ofrece a su hermana. Ella lo rechaza. No quiero fumar. Regumiel.— (Sigue ofreciéndoselo) Sí vas a querer. Valentina.— Quiero saber la razón por la que me has hecho venir con tanta urgencia. ¿Papá está peor? Regumiel.— Ya hace tiempo que papá no puede estar peor. ¿Seguro que no quieres fumar? Valentina.— ¡No! ¡No quiero fumar! ¡¿Me lo vas a contar?! Silencio. Regumiel sigue fumando. Regumiel.— Tienes que llevarme a España. Valentina.— ¿Cómo? Regumiel.— Al pueblo de la abuela. Valentina.— ¿Me haces venir de Miami a Buenos Aires para llevarte a España? Regumiel.— No es por mí… es la abuela la que quiere que me lleves. Valentina.— ¡La abuela está muerta! Regumiel.— Pero hace quince años estaba viva y lúcida, y contactó con una asociación por la defensa de la memoria histórica para que encontraran los restos del abuelo en España. Valentina.— ¿Y qué? Regumiel.— Que los han encontrado.
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Valentina.— ¿Y qué? Regumiel.— Que vamos a ir a buscarlos. Silencio. Valentina.— No… ni hablar… ni hablar… el abuelo está bien donde esté y la abuela está bien donde está. ¡Si apenas se conocían! A él lo mataron con menos de veinte años y la abuela murió centenaria. Vivió toda una vida después, ¿qué pueden tener en común? Regumiel.— A nuestro padre. Valentina.— Él tampoco llegó a conocerle. Es un extraño para todos. Regumiel.— Para la abuela, no. Valentina.— (Se pasea) En España, ¿dónde? Regumiel.— Cerca de Soria. Valentina.— (Niega con la cabeza) ¡¿Sabes el frío que hace allá?! Los muertos están bien donde están… ¡Si no quedarán de él más que cuatro huesitos! ¿Y cómo saben que es el abuelo? Regumiel.— ¿No vas a darle un beso a papá? Está en su cuarto. Valentina.— (Lo piensa) Sí… será lo mejor. Mutis de Valentina por la derecha. Regumiel da otra calada y retiene el humo, luego lo expulsa lentamente. Regresa Valentina, bastante afectada. ¿Por qué está atado? Regumiel.— No está atado… es para que no se quite la sonda. Le molesta.
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Valentina.— No voy a llevarte a España, Regumiel. Regumiel.— Sí lo harás, Hatshepsut. Valentina.— ¡No me llames así! ¡Me llamo Valentina! Regumiel.— Sí lo harás, Valentina. Valentina.— ¿Y por qué estás tan segura? Regumiel.— Porque a cambio aceptaré vender la casa e internar a papá. Valentina se sienta en el suelo y se queda un instante cabizbaja, reflexionando; luego levanta la cabeza. Valentina.— Regumiel… pásame el porro, por favor. Regumiel sonríe, se acerca con la silla de ruedas y se lo pasa. Regumiel.— ¿Cómo te va en Miami? Valentina.— (Fuma) Bárbaro… (Vuelve a fumar) No es que necesite el dinero para nada, hermana, no es ese el motivo por el que quiera vender, es solo que me preocupa veros a los dos aquí, desamparados. ¿Y tú…? ¿Dónde irías tú? Regumiel.— A casa de mi novio. Valentina.— ¿Tienes novio? (Señala la silla de ruedas) ¿Él está también…? Regumiel.— No, para nada. Valentina.— (No se atreve a decir lo que piensa) ¿Es…? ¿Tiene algo que…? ¿Es muy mayor? ¿Es muy feo? Regumiel.— (Sonríe) Piensas que no puede ser una persona normal y corriente.
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Valentina.— (Miente) Yo no he dicho eso… (Fuma ansiosamente) Perdona… es solo que quiero protegerte. Este mundo está lleno de pervertidos que se ponen cachondos con una mujer indefensa. (Apaga el porro) ¡Esta mierda me hace decir tonterías! No me hagas caso… ¿A qué se dedica? Regumiel.— Pinta cuadros. Valentina.— Ah… bárbaro… si tú estás segura de él… No quiero que te sientas presionada, ¿eh? Me refiero a lo de vender la casa… no digo que no me interese, claro… Voy a tener un hijo, ¿sabes? Regumiel.— ¡Vaya! ¡Felicidades! ¿Y de cuánto estás? Valentina.— De siete meses y medio. Regumiel mira la barriga de su hermana, que no es la de una mujer en avanzado estado de gestación. Valentina intercepta la mirada. No soy yo la que lo lleva encima. Regumiel.— (Sin entender) Ah… Valentina.— ¿Has oído hablar de la subrogación gestacional? (Regumiel niega con la cabeza) Una mujer me alquiló su vientre, pero el óvulo fecundado es mío. Regumiel.— Dime una cosa, Hat. En estos casos, ¿quién de las dos es más madre? ¿La que pone el óvulo o la que pone la matriz? Valentina.— No me llames ni Hatshepsut, ni Hat. ¡Me llamo Valentina! Regumiel.— Perdón. Valentina.— Biológicamente yo soy la madre, pero técnicamente supongo que lo será ella.
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Regumiel.— (Señala la barriga de su hermana) ¿Y por qué no…? ¿No puedes? Valentina.— (Algo molesta) Sí puedo… ¡Pero no quiero! ¿Pasa algo? Si una puede evitar las caderas anchas, las tetas caídas y las putas estrías pagando una plata, ¿por qué no hacerlo? No voy a ser peor madre por ello, ¿o sí? Regumiel.— Bueno… no sé. ¿Y el padre? Valentina.— El padre es anónimo. (Mira a su hermana) ¡¿Qué?! Silencio. Regumiel.— No, nada… tienes razón que el embarazo ha de ser un fastidio. Si el ser humano fuera ovíparo sería mejor, porque pones el huevito, lo cubres con una mantita o lo dejas al lado de una estufa y ya. Te olvidas hasta que nazca. Valentina.— Eso pienso yo. Si solo fuera poner huevos, sería otra cosa. (Fuma) ¡Qué asco de mamíferos! Regumiel.— Hatshe… (Corrige) Valentina: hay que poner una condición para vender la casa, y por escrito: el nogal del jardín no se toca ni se tocará jamás. Valentina.— El nogal… ¿Y por qué? Regumiel.— Porque ahí están las cenizas de la abuela… y ahí también pondremos los huesitos del abuelo. Valentina.— El abuelo… qué raro suena llamar así a un desconocido. Lo único que sabemos es que era comunista. Regumiel.— Era anarquista. Valentina.— Es lo mismo… era rojo. Rojo como la abuela. El nogal… el nogal de los rojos… toda nuestra infancia gira en torno a ese
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árbol, Regumiel. También es justo no tocarlo por ello… el nogal es nuestra infancia. Se queda un instante mirando a Regumiel, luego la abraza y la besa en la frente. Perdona, perdona, perdona, hermanita… ni siquiera te había dado un beso. Si tú quieres ir a España, yo te llevo; si tú quieres ir a buscar los huesitos del abuelo anarquista, yo te llevo… Empieza a pasear la silla de su hermana por la escena. Iremos juntas, cantando… cantando alguna de aquellas canciones de la guerra que nos enseñó la abuela, ¿te acuerdas? (Levanta el puño y canta) Negras tormentas agitan los aires, nubes oscuras nos impiden ver, aunque nos espere el dolor y la muerte, contra el enemigo nos llama el deber… (A Valentina) ¡Canta, hermana, canta! Regumiel y Valentina.— El bien más preciado es la libertad, hay que defenderla con fe y valor… Valentina.— ¿Te acuerdas, Regumiel? Tan chiquitas cantando estas canciones que no entendíamos… y la abuela se reía… y lloraba… Regumiel y Valentina.— (Siguen cantando) Alza la bandera revolucionaria que llevará al pueblo a la emancipación… Valentina.— ¡Venimos a buscar los huesitos de nuestro abuelo, españoles hijos de puta!
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Regumiel y Valentina.— (Siguen cantando) En pie, pueblo obrero, a la batalla, hay que derrocar a la reacción. ¡A las barricadas, a las barricadas, por el triunfo de la Confederación! Regumiel se levanta súbitamente de la silla de ruedas y se quedan las dos de pie con el puño en alto, en el proscenio. ¡A las barricadas, a las barricadas, por el triunfo de la Confederación! Oscuro.
3. Infancia Hatshepsut está capturando insectos en la tierra y encerrándolos en un bote mientras Regumiel, subida al nogal, habla con su abuela, que tiende la ropa. Regumiel.— ¿Por qué se ha ido la luz, abuela? Leandra.— Porque la luz, a veces, se va. Regumiel.— ¿Por qué, abuela? Leandra.— Porque está harta de que os la dejéis prendida, niñas, y se enfada. Regumiel.— ¿Y adónde se va la luz, abuela? Leandra.— Se va… (Lo piensa) a su casa. Regumiel.— Y si vamos a su casa y le pedimos perdón, ¿volverá? Leandra.— Vive lejos. Ella puede ir rápido, pero nosotras tardaríamos días en llegar. Regumiel.— Y si la llamamos por teléfono y le pedimos perdón, ¿volverá? Leandra.— No tiene teléfono. Cuando se le pase el enfado, volverá, no te preocupes.
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Regumiel.— Una vez ya se enfadó conmigo, porque me mordió. Leandra.— Eso fue por meterle los dedos en la nariz. ¿Qué harías tú si te meten los dedos en la nariz? Pues morder. Hatshepsut.— (Levanta la cabeza) ¡Tengo un escarabajo! Leandra.— Déjalo tranquilo, Hat. Los escarabajos eran sagrados en Egipto. Si alguien se cruzaba con uno en el camino, daba un rodeo para no molestarlo. Regumiel.— ¿Por qué eran sagrados, abuela? Leandra.— Porque lo identificaban con el dios Jepri, que representaba la resurrección, la virilidad, la sabiduría y la renovación de la vida. Y cuando el cristianismo se extendió por Egipto, asociaban a Jepri con Jesucristo, al que llamaban “El buen escarabajo”. ¡Fijaos si eran sagrados! Hatshepsut.— ¿Jesucristo es un escarabajo? Leandra.— No, Hat. No lo es… y no se te ocurra decir eso en la escuela, ¿eh? Que esos curas tienen muy mala leche y te van a cogotear. Los egipcios así lo creían en principio, porque mezclaban las dos religiones. Hatshepsut.— He metido al escarabajo en el bote para que no pase frío, abuela. ¿Me lo puedo quedar? Leandra.— Déjalo tranquilo, Hat, él no quiere estar en un bote. ¿No ves cómo se mueve para salir? Regumiel.— ¡Mi hermana ha metido a Jesucristo en un bote! Leandra.— ¡Que no es Jesucristo, leñe! A ver si se os va a escapar en la escuela eso y nos metemos en un lío. El escarabajo no es Jesucristo, ¿estamos?
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Hatshepsut.— Pero es la resurrección, la “viliridad”, la sabiduría y la renovación de la vida. Leandra.— Así era para los egipcios antiguos. ¿Os ha quedado claro a las dos que no es Jesucristo? Regumiel y Hatshepsut.— Sí, abuela. Regumiel.— ¿Egipto está muy lejos, abuela? Leandra.— Sí, Regumiel, muy lejos. Regumiel.— ¿Donde vive la luz? Leandra.— (Deja de tender) Sí, Regumiel… donde vive la luz. Regumiel.— Cuéntanos más cosas sobre Egipto, abuela. Lo de la tumba de “Tantamón”. Leandra.— Tutankamón, hija… ¿Os cuento lo de cuando descubrió la tumba Howard Carter? (Regumiel asiente y Hatshepsut hace caso omiso) Howard Carter llevaba años buscándola en el Valle de los Reyes porque se sabía que tenía que estar ahí, pero nadie la había encontrado. Regumiel.— ¿Por qué nadie la había encontrado? Leandra.— Porque estaba justo debajo de donde plantaban el campamento para buscarla, en el último sitio donde se les ocurriría excavar. Hasta que Carter se dio cuenta de que, precisamente, ese era el único lugar que quedaba sin mirar, de modo que puso a sus hombres a trabajar ahí y, después de unos días, apareció un escalón… luego otro escalón, luego otro, y otro, y otro, hasta que llegaron a la puerta, con el sello real intacto y el nombre de Tutankamón escrito en él. Regumiel.— ¿Y abrió la puerta Howard Carter?
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Leandra.— No. Tuvo que esperar una semana para abrirla. Regumiel.— ¿Por qué? Leandra.— Porque no podía abrirla sin que su amigo, lord Carnarvon, viniera de Inglaterra, pues así lo habían pactado. Debió de ser la peor semana de su vida. (Pausa) Cuando al fin la abrieron, encontraron un pasillo detrás lleno de escombros y, después, otra puerta. Sacaron unas piedras y Carter metió una lámpara de gas y miró adentro, luego se hizo un silencio hasta que Carnarvon preguntó: “¿Qué ves?”. Y… ¿sabéis qué respondió Howard Carter? (Pausa) “¡Cosas maravillosas!”. Regumiel.— (Repite entusiasmada) ¡Cosas maravillosas! ¡Cosas maravillosas! Leandra.— “¡Cosas maravillosas!”, eso es lo que dijo. Regumiel.— ¿Y tú has estado en la tumba de “Tantamón”, abuela? Leandra.— Sí, claro… he estado en todas las tumbas del Valle de los Reyes, pero cuando yo entré ya se habían llevado los tesoros. Hatshepsut se levanta y va hacia su abuela. Le tira de la falda. Hatshepsut.— Abuela, abuela… me he comido el escarabajo. Ahora tengo dentro la resurrección, la “viliridad”, la renovación y la vida. La abuela empieza a darle unos azotes en el culo. Leandra.— ¡¿Será posible?! ¡Cochina! ¡Qué asco! Regumiel.— (Baja del árbol) ¡Mi hermana se ha comido a Jesucristo! ¡Mi hermana se ha comido a Jesucristo! Leandra deja a Hatshepsut, que escapa corriendo, y persigue a Regumiel, que también sale corriendo.
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Leandra.— ¡Que no es Jesucristo! ¡Demonio de niñas! ¡¿Por qué no me callaría yo la boca?! Leandra persigue tanto a Regumiel como a Hatshepsut, por lo que no alcanza a ninguna de las dos. De pronto se enciende una luz en el interior de la casa y las tres se detienen. Regumiel.— ¡La luz ha vuelto de Egipto! Leandra.— Sí… ha vuelto. Regumiel.— ¿Ya no está enfadada? Leandra.— Ya no. Ahora soy yo la que está enfadada. Anda, vete para adentro, Regumiel. (A Hatshepsut, que se esconde detrás del árbol) ¡Tú! ¡Ven aquí, mocosa! Mutis de Regumiel. Hatshepsut sigue detrás del árbol. Hatshepsut.— No, que me pegas en el culo. Leandra.— No voy a pegarte… Ven, Hat. Hatshepsut se aparta tímidamente del árbol y se acerca a su abuela. Esta le abre la boca y observa en su interior. ¡¿A quién se le ocurre?! ¡Comerse un escarabajo! ¡Cochina! Mira, mira… si se te ha quedado una patita entre los dientes, ¡qué asco! (Vuelve a darle unos azotes en el culo) ¡Los bichos no se comen! ¡No se comen! ¡No se comen! Hatshepsut rompe a llorar. Se escucha un grito que proviene de la casa. Voz de Regumiel.— ¡Ahhhh! ¡Me mordió otra vez! La abuela corre hacia la casa.
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Leandra.— ¡Demonio de niñas! Hatshepsut sigue llorando mientras se frota el culo. Hatshepsut.— ¡Odio Egipto! Oscuro.
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4. En el parque Valentina empuja la silla de Regumiel de un lado a otro de la escena. Valentina.— ¡Odio Egipto! Con sus putas tumbas y sus putos templos eternos. ¡El concepto de eternidad en sí mismo me caga! Yo vivo en Caracas y en Miami, dos lugares donde lo que más perdura son unas buenas tetas falsas de silicona. ¡Nos cagamos en lo eterno! (Baja súbitamente el tono) ¿Aquí está bien, hermana? Regumiel.— No… aquí no, Valentina, que no da el sol. Valentina se pone a dar vueltas con la silla. Valentina.— ¡Putos faraones ególatras! ¡A la mierda todos los Ramseses! ¡A la mierda todos los Tutmosis! ¡A la mierda todos los Amenofis, y los Keops, y los Akenatones y los Ptolomeos! (Vuelve a bajar el tono) ¿Y acá? ¿Está bien? Regumiel.— No… aquí no, Valentina, que da demasiado el sol. Valentina sigue dando vueltas. Valentina.— ¡A la mierda todas las Nefertaris y las Nefertitis! ¡A la mierda todas las Cleopatras! Pero, sobre todo… ¡a la mierda Hatshepsut y su ridícula barba falsa! ¡¿Cómo puede una mujer ponerse una barba falsa?!
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Regumiel.— ¿Cómo puede una mujer ponerse unas tetas falsas? Silencio de Valentina. Se detiene en seco, dejando a su hermana de espaldas al público. Valentina.— ¡Bueno! ¡Se acabó! Aquí nos quedamos. Regumiel.— Pero ponme mirando al lago, hermana. Valentina gira la silla hacia el público y luego se sienta en el suelo. Ambas contemplan el lago. Valentina.— ¿Cómo se llamaba el amante de Hatshepsut? Regumiel.— Senenmut… la abuela estuvo cavando en su tumba. Valentina.— ¿No crees que Senenmut hubiera preferido unas buenas tetas falsas a la barba falsa? Regumiel.— Es posible… ¿Me hago un porro? Valentina.— Haz lo que quieras, pero yo no fumo. Regumiel saca la bolsita de marihuana y empieza a liar un porro. Regumiel.— ¿Cuántas veces has ido a Europa? Valentina.— No lo sé… muchas. Regumiel.— Yo ninguna, ¿sabes? Ninguna… será la primera vez. No puedo decir que esté emocionada, porque vamos a recoger los huesitos del abuelo y eso es muy serio, pero… será la primera vez. Valentina.— ¿No te parece que tiene algo cómico esto de ir a buscar al abuelo desaparecido? ¡Como si en este país tuviéramos necesidad de importar desaparecidos! (Mira a su hermana) Es una falta de respeto a los seis mil desaparecidos que tenemos acá.
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Regumiel.— Treinta mil, hermana. Valentina.— Seis mil o treinta mil, qué más da. Regumiel.— Eso sí es una falta de respeto. Valentina.— El caso es que ya tenemos los nuestros. ¡Que se queden los españoles con los suyos! Regumiel.— ¿Ya no quieres llevarme a España? Valentina.— No es eso…. Hicimos un trato. Solo es que me caga que la abuela tuviera esa manía de sacar a los muertos de sus tumbas, ya fuera en Egipto o en España. (Pausa. Mira a su hermana) ¿Quién te vende la maría? Regumiel.— Mi novio… y no me la vende, me la regala. Valentina.— ¿Tu novio es dealer, además de pintor? Regumiel.— No… es otro novio. Valentina.— ¿Tienes dos novios? Regumiel.— (No responde) Yo siempre quise ir a Europa. Valentina.— Pronuncias Europa arrastrando la “o”: Eurooopa, como si fuera lo más de lo más. Hoy en día es un continente sometido por Alemania. Hitler estaría feliz. Regumiel.— Pero Europa… (Exagerando) La vieja Eurooopa. ¡Ah! París, Atenas, Roma, Londres… Valentina.— Inglaterra se largó de Europa. Regumiel.— ¿En serio? ¿Adónde?
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Valentina.— Está en el mismo sitio, pero ahora no se junta. (Mira a su hermana) ¿Una Europa unida? ¿Quién se ha creído eso? ¡Si se han pasado toda la historia dándose madrazos los unos a los otros! Los franceses contra los españoles, los españoles contra los ingleses, los ingleses contra los franceses y los españoles, los alemanes contra todo Dios… Provocaron dos guerras mundiales el siglo pasado, nada menos. ¿La vieja Europa? Vieja, puta, chocha y demente. Regumiel.— Mi novio es italiano. Mejor dicho, milanés. Valentina.— ¿El pintor o el dealer? Regumiel.— No… ese es otro. Mi novio milanés es entrenador de fútbol. Valentina.— ¡¿Cuántos novios tienes?! Regumiel.— (Cambia de tema) ¿Crees que a papá lo cuidarán bien? Me siento un poco culpable. Valentina.— Lo cuidarán mucho mejor de lo que él nos cuidó a nosotras, no te preocupes. Si no fuera por la abuela… No me has contestado: ¿cuántos novios tienes? Regumiel.— (Vuelve a cambiar de tema) Una vez vine a este parque a suicidarme. Valentina.— (Mira a su hermana) ¿Antes o después de…? Regumiel.— Después. Vine yo sola con la silla de ruedas, de madrugada. Me tiré sobre la tierra y me arrastré hasta el lago… Valentina.— No… Regumiel… no quiero oírlo. Todo eso ya pasó. Regumiel.— Por eso… porque ya pasó, puedo contarlo: me lancé al agua, pero no cubre un carajo.
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Valentina.— ¡Obvio! Regumiel.— Iba pasada de merca. (Pausa. Se enciende el porro) Hat shepsut llevaba la barba por una cuestión protocolaria… no creo que se follara a Senenmut con ella. Valentina.— (Vuelve a mirarla) Cuando fumas, cambias de tema sin venir a cuento. Regumiel.— (Le ofrece el porro) ¿Quieres? Valentina.— ¡No! Regumiel.— Es que si me lo fumo yo sola, cambiaré de tema sin venir a cuento. Valentina.— (Le arrebata el porro y fuma) ¿Ves a esa vieja que viene hacia aquí? Se parece a la abuela. Regumiel.— (Mira en la misma dirección) Es la abuela. Valentina.— (Incrédula) Claro, claro… (Mira a su hermana) ¿Lo volviste a intentar? Me refiero a lo del suicidio. (Regumiel asiente) Bueno… por lo menos es algo que no se te da bien, o eso parece. (Vuelve a mirar al mismo lado) Desde luego, es clavada a la abuela. (Regresa a Regumiel) Tengo un comprador para la casa. Regumiel.— ¿Tan pronto? (Frunce el entrecejo) ¡Tú ya lo tenías de antes! Valentina.— Bueno… lo había hablado, sí, pero sin compromisos. ¡Me daba tanta pena veros ahí! Regumiel.— ¿Y quién es? Valentina.— McDonald’s. Regumiel.— ¡¿Van a poner un McDonald’s en nuestra casa?!
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Valentina.— Sí… ¿Qué hay de malo? McDonald’s paga al contado. Y están de acuerdo en no tocar el jardín ni mucho menos el árbol. Harán un parque para que jueguen los niños… a la abuela le gustará. Regumiel.— Ahí llega… pregúntaselo tú misma. Llega Leandra y se sienta entre las dos. Valentina la mira y Leandra le devuelve la mirada; luego las dos miran hacia el lago. Valentina.— Regumiel… hay que reconocer que esta maría es muy buena, porque en verdad que esta señora es la abuela. Regumiel.— Ya te lo dije. (Mira a Leandra) Hola, abuela… estábamos hablando de… Valentina.— (La corta) ¡De Egipto! De Hatshepsut y su amante Senenmut. Leandra.— Ah, ¿sí? ¿Os he contado que estuve excavando en Deir el-Bahari, en la tumba de Senenmut? Regumiel y Valentina.— ¡Sí, abuela! Muchas veces. Leandra.— ¡Qué tiempos! Mi amiga Beatriz y yo encontramos un orinal. Regumiel y Valentina.— ¡Sí, abuela! Un orinal con el nombre de Hatshepsut. Leandra.— Con su nombre completo: Maat-Ka-Ra Hatshepsut Jenumet Imen. Regumiel.— ¿Cabía en un orinal? Leandra.— En jeroglífico, sí.
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Valentina.— (A lo suyo) Muy muy… buena, esta marihuana. (Mira a Leandra) ¿Sabes que Inglaterra se ha marchado de Europa, abuela? Leandra.— Inglaterra es una isla, Hatshepsut, nunca estuvo en Europa. Valentina.— Ahora me llamo Valentina, abuela… hace mucho que me llamo Valentina. Regumiel.— Es cierto, abuela, hasta en su pasaporte pone “Valentina”. Por cierto, ¿por qué yo me llamo Regumiel? Leandra.— ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? La Porqué siempre me preguntaba todo, menos eso. ¿A qué viene este repentino interés? Regumiel.— Es que antes no quería saberlo, porque por muy importante que fuera el nombre de Regumiel, seguro que nunca lo sería tanto como el de la reina Hatshepsut. Tenía celos de mi hermana. Valentina.— (Mira a Regumiel) ¿En serio? ¿Tú sabes cómo me llamaban en la escuela por culpa de ese nombre? ¡“Hatshepshúpamela”! Regumiel.— Eso es porque los demás niños no sabían quién fue Hatshepsut, pero yo sí. (Mira a Valentina) Hermana… huele a uña quemada. Valentina.— ¡¿Qué?! Regumiel.— ¡Que te estás quedando el porro para ti sola! Valentina.— Ah, perdona… (Le pasa el canuto) Qué raro fumar delante de la abuela, ¿no? Yo nunca lo hubiera hecho cuando estaba viva. Leandra.— ¡Por supuesto que no! ¡Te hubiera dado un sopapo! Ya sabes el problema que tuvo tu hermana con las drogas…
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Valentina.— La marihuana no es una droga, abuela… es… es… bueno, es lo que es, pero no es lo mismo que tomar heroína o cocaína. Leandra.— No. Supongo que no. Si quieres fumar un porro de vez en cuando no me importa, hija… siempre has sido muy madura para saber lo que te conviene… Valentina.— Gracias, abuela. Leandra.— … pero está feo que fumes delante de tu hermana y además le ofrezcas. Ella es débil. Valentina.— Pero ¡si yo…! Regumiel.— (Se apresura en cambiar de tema) Hatshepsut era hija de Tutmosis I y fue obligada a casarse con Tutmosis II, que murió cuando Tutmosis III todavía era un niño, por lo que ella, que era su madrastra y la esposa de mayor rango del faraón, debía actuar como regente hasta que el niño alcanzara la mayoría de edad, pero en lugar de eso se puso una larga barba falsa y se autoproclamó Faraón. ¡Posiblemente fuera la primera mujer con poder de la humanidad! ¿Cómo va a competir una Regumiel con eso? ¡Por supuesto que estaba celosa de su nombre! Cuando se lo cambió por el de Valentina, pensé en quedármelo para mí. Mientras Regumiel habla, la luz se va desvaneciendo hasta oscurecer la escena.
5. Abuela Punto de luz sobre la abuela. Nada más. Se oyen algunos ruidos y lamentos apagados de fondo. De pronto se escucha un grito desgarrado, luego silencio. Leandra.— Buenos Aires, 1977. Me llamo Leandra, tengo sesenta y dos años y nunca en mi vida he estado en Egipto, pero la chica que ha gritado sí que estuvo muchas veces. A ella la han violado acá dentro, porque es joven y guapa; a mí no, porque ya soy vieja y fea. A ella la han torturado acá dentro; a mí también, pero menos. Ella no saldrá viva de aquí porque es joven y la juventud es peligrosa para ellos; a mí me dejarán libre porque ya soy vieja y no me temen. Ya he pasado por esto, hace muchos años. De todas las que hay aquí, solo yo sobreviviré, las demás terminarán en el fondo del mar. (Pausa) La chica que ha gritado se llama Beatriz y es arqueóloga, egiptóloga para ser exactos, y por las noches, entre el dolor, la sed, el hambre y el miedo, me lo cuenta todo sobre Egipto, desde la primera hasta la última dinastía, desde la unión del Alto y el Bajo Egipto con el faraón Nemes hasta Cleopatra VII. Cleopatra ni siquiera era egipcia, era griega de la dinastía ptolemaica, y dicen ahora que no era tan guapa como la pintan y que no fue su belleza, sino su inteligencia y su voz lo que sedujo a Julio César y a Marco Antonio. Esa belleza fue impuesta por una historia escrita por hombres, que no conciben más poder en una fémina que el deseo carnal que sienten por ella. Eso me ha contado Beatriz, la chica que ha gritado y que volverá a gritar. Sabe que ella no sobrevivirá y no quiere llevarse consigo todo lo que sabe, por
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eso y por otras cosas me lo cuenta a mí cada noche y las dos nos sumergimos en las aguas del Nilo, nos adentramos en los laberintos de las pirámides, en los tesoros del Valle de los Reyes y en los templos de Karnak, de Lúxor y, sobre todo, en el de Hatshepsut. (Pausa) Yo, que no sabía nada de Egipto, ahora lo aprendo todo, o por lo menos todo lo que Beatriz tendrá tiempo de enseñarme, y sé que tengo que recordar toda esa información, que no ha de perderse, que mientras estemos por las noches en Egipto no nos volveremos locas, porque cerramos los ojos y viajamos las dos juntas. Ella… Un nuevo grito, tan desgarrador como el primero, interrumpe a Leandra, que se tapa los oídos y cierra con fuerza los ojos. Luego se descubre y sigue hablando. Buenos Aires, 1977. Me llamo Leandra, tengo sesenta y dos años y nunca en mi vida he estado en Egipto, pero la chica que ha gritado sí que estuvo muchas veces porque, a pesar de su juventud, es doctora cum laude en Historia y escribió su tesis sobre la vida de Hatshepsut, y viajó a El Cairo como becaria primero, luego como arqueóloga muchas veces, y trabajó en Deir el-Bahari, excavando en la tumba de Senenmut, mayordomo, arquitecto y amante de la reina, donde encontró un orinal con el nombre de Hatshepsut. Me lo cuenta riendo, porque llevarse el orinal de la persona amada a la tumba parece un chiste, pero a mí me parece de lo más romántico. Senenmut, dice Beatriz, es el hombre perfecto, todos los hombres deberían ser Senenmut… mayordomo, arquitecto y amante. (Pausa) Yo ya he pasado por esto, hace muchos años, pero ¿qué hace Beatriz en este lugar? (Lo piensa) ¡¿Qué hace nadie en este lugar?! Un lugar como este no debería existir, ni siquiera para aquellos que lo han creado. Beatriz me dice que no se metió nunca en política, pero miente para que no me saquen a mí lo que ella calla, y yo prefiero que mienta y que solo me hable de Egipto. Yo sí me metí en política, desde muy jovencita en España y luego acá, y he aportado mi granito de arena para no sé qué, porque, la verdad, no ha cambiado nada ni creo que…
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Un nuevo grito, menos intenso pero más hondo, interrumpe a Leandra, seguido de un lamento prolongado. Leandra esta vez no se inmuta. Ya termina, ya termina, Beatriz, ya queda poco. (Inspira hondo y recita rápido) Buenos Aires, 1977. Me llamo Leandra, tengo sesenta y dos años y en mi vida he estado en Egipto. Tengo un hijo al que nunca he podido querer y una nieta a la que quiero muchísimo. Cuando salga, porque yo saldré de aquí, voy a tener otra nieta y mi nuera morirá horas después del parto, sin ponerle nombre. Entonces pensaré en ponerle Beatriz, que así se llama la chica que ha gritado, pero al final le pondré Hatshepsut, porque Beatriz es Hatshepsut y Hatshepsut es Beatriz, porque todas las mujeres somos Hatshepsut, aunque no todos los hombres, solo unos pocos, sean Senenmut. Senenmut es el hombre perfecto, mayordomo, arquitecto y amante, que se lleva a la tumba el orinal de su amada y que, tres mil quinientos años después, encontrará la propia Hatshepsut reencarnada en Beatriz. Hatshepsut se llamará mi segunda nieta, y le contaré a ella y a su hermana que yo estuve muchas veces en Egipto, les contaré todo lo que sea capaz de aprender y les hablaré del orinal que encontré en la tumba de Senenmut, en uno de mis tantos viajes a Egipto, porque quiero que ellas quieran ser como yo, o sea como Beatriz, y tengan la vida que Beatriz no podrá tener, y sean fuertes y aventureras, y más sabias que guapas, como Cleopatra. Yo no soy sabia pero sí fuerte, trabajé desde pequeña en el campo como un hombre y, de mayor, como criada y cocinera de una familia rica, para criar sola al hijo al que nunca he podido querer y que vino desde España en mi vientre. No quiero que mis nietas sean como yo, quiero que sean como Beatriz, y por eso voy a hacer mía su vida y, por las noches, les contaré todo lo que sé sobre Egipto y les hablaré de mis excavaciones en… Se escucha un cerrojo que se abre y un cuerpo cae junto a Leandra. Esta se sienta y, con suavidad, acomoda la parte superior del cuerpo sobre sus piernas y lo acaricia.
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Ya pasó, Beatriz, ya pasó todo… estamos juntas en Egipto, ¿no ves la Esfinge con las tres pirámides al fondo? Ahora partiremos, remontando el Nilo, hasta Deir el-Bahari. Yo ya pasé por esto, hace muchos años. Oscuro.
6. Avión Audio de un avión al despegar. Iluminamos a Regumiel y Valentina, sentadas muy juntas. Regumiel (que no ha volado nunca) toquetea los botoncitos de la luz, el aire acondicionado y todo lo que pueda pulsarse, como una niña. Valentina (que ha volado mucho) permanece quieta como una estatua de Hatshepsut. Regumiel.— (A Valentina) Pareces una estatua de Hatshepsut, ahí tan quieta, solo te falta la barba. Valentina.— (Sin inmutarse) Y tú parece que estés pilotando el avión con tanto darle a los botoncitos. Se te nota a kilómetros que no has volado nunca. Disimula un poco, hermana. Regumiel.— ¿Por qué? (Habla en alto) ¡Tengo cuarenta años y es la primera vez que vuelo, señores! ¡Antes no pude porque estaba con la cosa de las drogas! Valentina.— ¡Calla! ¡Que nos echan del avión! Regumiel.— (Mira a su hermana) No me has contado todavía si va a ser niño o niña. Valentina.— ¿Quién? Regumiel.— ¡¿Quién?! ¡El bebé que esperas!
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Valentina.— Ah… niña, por supuesto. La pedí a la carta. Regumiel.— ¿Y vas a ponerle unas tetas y un culo a tu gusto cuando nazca, o esperarás a que cumpla quince años? Valentina.— (Mira a Regumiel) ¿Te parezco frívola, hermana? Ser frívola es tener cuatro novios a la vez. Regumiel.— Yo no tengo cuatro novios a la vez… tengo ocho. Valentina.— ¡¿Ocho novios?! Regumiel.— Bueno… no son novios exactamente. Valentina.— Ocho amantes. Regumiel.— Bueno… tampoco son amantes exactamente. Valentina.— ¡¿Qué son “exactamente”?! Regumiel.— Esclavos. Silencio. Valentina.— ¿Qué es eso de “esclavos”? Esclavos como… ¿los que construían las pirámides? Regumiel.— Esos no eran esclavos. Lo hacían porque la inmortalidad del faraón representaba su propia inmortalidad, y eso es cierto… ¿Quién se acordaría de la civilización egipcia si no hubieran construido nada eterno? Hubieran caído en el olvido, como los etruscos o los cartagineses, que nada queda de ellos. Valentina.— (Insiste) ¿Qué es eso de “esclavos”, hermana? Regumiel.— Bueno… son mis esclavos: me adoran, me traen regalos, me chupan los pies…
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Valentina.— ¿Cómo que te chupan los pies? ¡Si tú no sientes nada por debajo de la cintura! Regumiel.— Pero les encanta chuparme los pies, aunque no a todos. A uno le gusta que le ate y le azote; a otro, que me siente sobre su espalda y le use como un poni, y a otro –el milanés, el entrenador de fútbol–, le gusta que le encierre en un armario, atado y amordazado, y que le deje ahí dos o tres horas. Valentina.— ¡Eso es prostitución! Regumiel.— ¡No! No tengo sexo con ellos… bueno, solo con el pintor, porque me gusta. No es prostitución, hermana, es… un juego. Valentina.— (Muy seria) Son unos cerdos, enfermos y pervertidos asquerosos. Peor, mucho peor que eso. ¡¿Por qué escogen a una pobre inválida para sus sucias cochinadas?! Regumiel.— Los escojo yo, Valentina… Me divierte, me siento como una reina, como Hatshepsut, hago lo que quiero con ellos… ¿Sabes que al dealer le encanta que me haga pis en su boca? Valentina.— ¡Por favor! ¡Qué asco! Regumiel.— Y… bueno… también me ayudan económicamente. Valentina.— ¡Prostitución! Regumiel.— Tú hace tiempo que no mandas plata, Valentina, y con lo mío y lo de papá no alcanzaba. Cuando vi por internet que hay tantos hombres a los que les gusta ser sometidos por una mujer y que además a muchos les da morbo que, precisamente, sea una mujer discapacitada… me di cuenta del poder que tenía. Es extraño, ¿no? En un mundo machista, dirigido por hombres y para hombres, muchos fantasean con ser dominados por una mujer. ¿Te cuento algo gracioso? (Silencio de Valentina) Hace dos días le
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até las piernas al milanés, le até los brazos a la espalda, le amordacé y le metí en el armario de mi habitación… Valentina.— ¿Cómo carajo le metes en el armario, en tu estado? Regumiel.— Bueno, es al revés: él se metió en el armario y le hice todo eso dentro, luego le solté una hostia y le dejé encerrado. Mientras esperaba, porque le gusta estar ahí un buen rato, me fumé dos o tres porros y… ¡¿te puedes creer que se me olvidó que estaba ahí dentro?! (Suelta una carcajada) ¡No me acordé de él hasta el día siguiente! ¡Treinta horas estuvo encerrado en el armario, el pobre! Valentina.— (Susurra) Baja la voz, que nos están mirando. Regumiel.— Menos mal que no lo descubrió la asistenta, porque se hubiera llevado un susto de muerte. ¡Treinta horas! La maría tiene eso, una pierde la noción del tiempo y se te olvidan las cosas. Valentina.— ¡¿Cómo has podido caer tan bajo?! Eres una sádica. ¿A papá también le pegabas? Regumiel.— ¡No! ¿Cómo piensas eso? Valentina.— Le tenías atado, como a tus esclavos. Regumiel.— No disfruto pegando ni atando a nadie, simplemente es lo que me piden que haga. No había otra manera de que papá dejara de quitarse la sonda, Valentina. ¡¿Cómo has podido pensar eso de mí?! He cuidado de papá desde que murió la abuela. Valentina.— No está bien lo que haces, es… es horrible. Me repugna. Es prostitución, lo mires como lo mires. Regumiel.— Y casarse con un venezolano rico, treinta años mayor que tú, ¿no es prostitución? Valentina.— Yo quería a mi exmarido.
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Regumiel.— ¿Sí? Qué curioso que las mujeres como tú nunca se enamoran de un viejo pobre. Valentina.— ¿Qué quieres decir con “las mujeres como tú”? Regumiel.— Ya lo sabes… eres ambiciosa. Valentina.— ¡Sí! Soy ambiciosa, ¿qué hay de malo en ello? Gracias a mi ambición os he estado mandando plata todos estos años. Regumiel.— Hace tiempo que no mandas nada. Valentina.— ¡Porque desde el divorcio me va como el orto! (Pausa) ¡¿Sabes que el muy cabrón va a tener un hijo?! No quiso tenerlo conmigo porque ya tenía cuatro, y ahora con setenta años… Regumiel.— ¿Es por eso que vas a tener una hija? ¡Vas a tener una hija por despecho! Valentina.— ¡Voy a tener una hija porque me sale de la concha! Regumiel.— No, no, de la concha no te sale. Sale de la concha de otra. Silencio. Cada una mira a un lado distinto. Valentina se pone cómoda. Valentina.— Duerme un rato, hermana. Sueña con tu maldito Egipto. Oscuro.
7. Hatshepsut (1) Sobre oscuro, se oye el viento del desierto y algunos cánticos egipcios lejanos. Iluminamos a una mujer sola en mitad de la escena, ataviada con una túnica blanca, la doble corona en la cabeza, y una larga y estrecha barba falsa de faraón: es Hatshepsut. Silencio hasta que aparece en escena Senenmut con un papiro enrollado en la mano. Se arrodilla ante ella. Senenmut.— ¡Señora de las Dos Tierras! ¡Hija de Tutmosis I! ¡Viuda de Tutmosis II! ¡Regente y madrastra de Tutmosis III! ¡Protegida de los dioses! ¡Primogénita de Amón! Hatshepsut.— ¡Basta! ¡Senenmut! (Senenmut se levanta) ¿Ves aquella gigantesca roca a lo lejos? Ahí quiero que construyas mi templo cuando regresemos del país de Punt. Un templo cavado en la roca, precedido por jardines, terrazas, y rodeado de esfinges. Y aquí, en este mismo lugar donde me hallo, levantarás el obelisco más alto que haya visto Egipto. Senenmut.— ¡Así se hará, señora! Hatshepsut.— Pero no será un templo cualquiera, Senenmut, será el templo del millón de años. Un templo que recordará a las civilizaciones futuras que en Egipto gobernó una mujer. Un templo que contará al mundo cómo Hatshepsut venció a los enemigos de Egipto mejor que cualquier hombre, cómo reinó en las Dos Tie-
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rras mejor que cualquier hombre, cómo extendió el imperio mejor que cualquier hombre. ¿Partimos? Senenmut.— Todavía no, señora. (Despliega el papiro) El correo ha traído una carta del rey de los Hicsos. Hatshepsut.— Léela. Senenmut.— (Lee) “A la atención de: Maat-Ka Hatshepsut Jenumet Imen, señora de las Dos Tierras, hija de Tutmosis I, viuda de Tutmosis II…” Hatshepsut.— Sáltate esa parte, Senenmut, ve al grano. Senenmut recorre con el dedo un largo párrafo y prosigue. Senenmut.— “Querida Hatshepsut: Nosotros, los Hicsos, estamos bien –dioses mediante–. Te escribo estas líneas porque he oído hablar mucho y muy bien de los médicos egipcios, que tanto te sanan unas fiebres como te sacan una muela o te hacen una trepanación. El caso es que mi hermana –a la que tengo a mi lado y te manda recuerdos–, cumple ya treinta años y los dioses no han bendecido todavía su vientre con descendencia, ni varón ni hembra. Te pido, querida Hatshepsut, que nos mandes presto a tu médico personal –que ha de ser el mejor de entre los mejores–, para que vea qué se puede hacer al respecto. Atentamente, se despide tu amigo, que lo es: el rey de los Hicsos”. Senenmut levanta la cabeza del papiro. Hatshepsut se acaricia la barba y camina unos instantes en círculo. Luego se detiene. Hatshepsut.— Senenmut… siéntate y escribe. Senenmut toma asiento, vuelve a enrollar la carta, saca un segundo papiro en blanco y una pluma de oca con un tintero. Mientras tanto, Hatshepsut vuelve a mesarse la barba. Senenmut.— Listo, mi señora.
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Hatshepsut dicta mientras Senenmut escribe los jeroglíficos a toda velocidad. Hatshepsut.— (Se pasea) “Querido rey de los Hicsos: Tras leer atentamente tu carta, tengo que decirte que, de ninguna manera, voy a mandarte a mi médico personal…” Senenmut.— (Levanta la cabeza) Pero ¡señora…! Hatshepsut le hace callar con un gesto. Hatshepsut.— (Prosigue) “… y no te lo voy a mandar por una sencilla razón: Yo sé que tu querida hermana –recuerdos de esta, su amiga–, no cumple treinta años sino cincuenta y cinco, de modo que lo que haré es mandarte al mejor de mis magos para que vea si se puede hacer algo al respecto. Atentamente: Maat-Ka Hat shepsut Jenumet Imen, señora de las Dos Tierras, hija de Tutmosis I, viuda de…”. (Se detiene) Bueno, añade todo eso después, Senenmut, y ven aquí. Senenmut lo deja todo y se levanta con rapidez, manteniéndose a cierta distancia de Hatshepsut. Acércate más. (Se acerca) Más. (Se acerca) Un poco más… ahí. (Le mira) Mi padre te tenía en mucha estima, Senenmut, a pesar de tu origen humilde, ¿verdad? Senenmut.— Tuve el honor de servir a su padre en las campañas de Nubia, señora. Hatshepsut.— Y al volver de Nubia te nombró preceptor de su hija, nada menos. Tú, querido Senenmut, me viste jugar por los jardines de palacio cuando era niña. Tú, querido Senenmut, me viste llorar la muerte de mis hermanos y de mi padre. Tú, querido Se nenmut, me viste casada con mi hermanastro Tutmosis y me viste enviudar a temprana edad. Tú me has visto convertida en regente y, ahora, en Faraón de Egipto. Tú has visto todas estas cosas, pero
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nunca me has visto amar a un hombre, ¿cierto? Porque sabes tan bien como yo, querido Senenmut, que solo hay un hombre al que yo podría amar, si él no tuviera tan humilde origen ni fuera tan leal al trono. Senenmut.— (Agacha la cabeza) Yo… señora… Hatshepsut.— Levanta la cabeza y dime, Senenmut… ¿me ves hermosa? Senenmut.— (Sigue con la cabeza baja) Muy hermosa, señora. Hatshepsut.— Pero… ¡levanta la cabeza y mírame! Senenmut.— (La mira) Muy hermosa, señora. Hatshepsut.— Amado Senenmut, partamos juntos al país de Punt, donde estaremos lejos de nuestro pueblo y de nuestros dioses y nuestro amor no ha de ser juzgado ni por unos ni por otros. Permite, en este viaje, que seamos solo una mujer y un hombre. (Silencio) Ahora bésame. Senenmut se dispone a besarla pero tiene alguna dificultad con la barba postiza, hasta que consigue apartarla a un lado. Se besan. Oscuro.
8. Regumiel Audio de coche por carretera secundaria. Voz de Regumiel.— ¡¿Cómo que no coincide el ADN?! ¡Soy su nieta! (…) Tiene que haber un error, ¿qué tan fiable es la prueba? (…) Pero ¡si solo tienen un peroné! ¡¿Dónde está el resto de huesitos?! Iluminamos. A la derecha hay un panel en el que vemos dibujada una pared de piedra con una pequeña claraboya en la parte superior. A la izquierda, Valentina conduce el vehículo mientras su hermana, al lado, cuelga el celular y mira por la ventanilla. Valentina.— ¿Qué pasó? Regumiel.— Para el coche, que tengo pis. Valentina.— No, hermana, primero dime qué es eso de que no coincide el ADN. Regumiel.— Les mandé muestras de mi saliva para que la contrastaran con el peroné del abuelo… y dicen que no es mi abuelo. Valentina pega un frenazo y detiene el coche. Valentina.— ¡¿Me lo dices cuando estamos a cuarenta kilómetros de Soria?!
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Regumiel.— (Tras una pausa) Sí que es nuestro abuelo, Valentina. Tengo pis. Valentina.— Unas pruebas de ADN no fallan, Regumiel, no fallan nunca. Regumiel.— Me voy a hacer pis en las bragas. Valentina baja del coche, va a la parte de atrás, abre el maletero y saca la silla. Valentina.— Pero ¡qué frío que hace en esta mierda de lugar! Lleva la silla hasta la puerta del copiloto. Regumiel.— ¿Sabes una cosa, Valentina? Yo no recuerdo casi nada de mi adolescencia ni de mi juventud, lo veo todo muy muy borroso hasta después del accidente. Creo que mi cabeza, por esos tiempos, se hizo chiquita como una nuez. Valentina.— (La sube a la silla) Con todo lo que te metías, no me extraña. Regumiel.— Pero, en cambio, toda mi infancia la recuerdo como si hubiera sucedido ayer… y recuerdo cosas que tú no recuerdas, cosas que nos contaba la abuela. Valentina empuja la silla hacia la izquierda, dejándola de espaldas al público. Regumiel se mueve (suponemos que se baja los pantalones y las bragas) mientras su hermana quita una pieza de debajo de la silla y luego se retira unos metros, con los brazos cruzados. La semilla del nogal es la propia nuez, y si le quitas la cáscara parece un cerebro humano chiquitito. Cuando la abuela llegó a Buenos Aires y se instaló en la casa, lo primero que hizo fue plantar el nogal en el jardín, con unas nueces que había traído de España. Para cuando tú y yo nacimos, el nogal ya llevaba más de treinta
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años ahí, por eso nos parece como que hubiera estado siempre, pero no, lo trajo la abuela. Se oye el chorrito de la orina mojando la tierra. Valentina.— ¿Qué carajo tiene que ver el nogal con el ADN del abuelo? Regumiel.— Mucho, Valentina. En cierta manera, el nogal es el abuelo. Deja de oírse el chorrito de la orina. Valentina.— ¿Has terminado? ¡Qué frío, joder! Regumiel.— Todavía no. Vuelve a escucharse el chorrito de la orina, mientras por el otro lado de la escena aparece Leandra y se coloca junto al dibujo. Leandra.— ¡Luciano! ¡Luciano! ¿Estás ahí? (Intenta mirar por la claraboya dibujada) ¡Luciano! Deja de oírse el chorrito de la orina. Regumiel se levanta y, mientras habla, se dirige al otro lado de la escena. Regumiel.— (A Valentina) Hace muchos años, la abuela me contó que vio al abuelo la noche antes de que lo mataran… Bueno, en realidad no lo vio porque estaba detrás de un muro, pero habló con él… Regumiel se coloca detrás del panel/muro y se convierte en Luciano. Oscurecemos el otro lado de la escena. Leandra.— ¡Luciano! ¡Luciano! Luciano.—¡Estoy aquí, mujer!
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Leandra.— ¿Te han pegado? Luciano.— (Miente) No… bueno, no mucho… ¿Y a ti? ¿Te han pegado? Leandra.— (Miente) No… bueno, no mucho… pero me soltaron ayer. Te he traído unas nueces, Luciano… Te hubiera querido traer pan y unos chorizos, pero se lo han llevado todo. Leandra le entrega las nueces por la claraboya. Luciano.— ¡¿Se han llevado los chorizos?! ¡Hijos de puta! ¡Los chorizos! Leandra.— No grites, Luciano, que te van a oír. Luciano.— Leandra, Leandra… no puedo verte, Leandra… ¿estás bien? Leandra.— Me han rapado el pelo, igual que a la Pili y a la maestra, pero a mí me han soltado y a ellas no. Luciano.— (A lo suyo) ¡Los chorizos! Se estarán dando un festín con mis chorizos el alcalde, el cura y el marqués. ¡Con mis chorizos! Leandra.— El cura no te perdona lo de la iglesia, Luciano, no te lo perdona, pero es hombre de Dios y es su obligación perdonar, ¿no crees? Si le confieso nuestros pecados y se lo suplico, puede que se ablande y te suelten a ti también. Luciano.— No, Leandra, no me sueltan. ¡Estos se comen mis chorizos y luego me matan! Leandra.— No digas eso, Luciano… y come, come las nueces que te he traído. Luciano.— Ya quedamos pocos, Leandra, se llevan a unos cuantos cada noche. Dicen que los fusilan y los entierran en el monte para que nadie los encuentre. Cualquier noche me toca a mí, Leandra.
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Leandra.— Pero ¡si eres un niño! Si todos ellos te han visto crecer en este pueblo… ¿cómo van a matarte? No, Luciano, no te matarán. Luciano.— No me asusta que me maten, Leandra, lo que me asusta es que no tengas dónde llorarme, que me entierren en el monte y no se sepa más, que –por no ser– no seas ni una viuda que pueda traer flores a mi tumba. Eso me asusta, Leandra. Leandra.— Se ablandará, Luciano, se ablandará… Si fue él quien te bautizó, si fue él quien te confirmó y te dio la comunión, si él nos casó no hace ni tres meses. Se ablandará. ¿Te estás comiendo las nueces? Luciano.— No me las como, Leandra… las guardo en los bolsillos y, cuando me entierren, crecerá un nogal allá donde yo esté… puede que tarde diez o veinte años en salir, pero un día caminarás por el monte y verás un nogal entre tanto pino, y sabrás que yo estaré debajo de ese nogal. ¿Me escuchas, Leandra? No voy a comerme estas nueces porque sería como comerme a mí mismo. En el monte solo hay pinos, Leandra, y cuando aparezca un nogal – que aparecerá–, ahí estará tu marido. ¿Me escuchas, Leandra? ¿Me escuchas? Leandra.— Se ablandará, Luciano, se ablandará… Cómete esas nueces y piensa que son chorizos. No te van a matar, Luciano, porque eres casi un niño y lo de la iglesia fue una chiquillada, si apenas se quemó la puerta de la sacristía. Se comerán nuestros chorizos, pero no te matarán, Luciano. Mientras Leandra habla, iluminamos el resto de la escena y Luciano/Regumiel regresa a la silla de ruedas, de espaldas al público. Valentina sigue de pie, en la misma posición, frotándose los brazos. Valentina.— ¡¿Ya?! Regumiel.— Ya, hermana, ya. Cuando me llamaron para contarme que habían encontrado al abuelo, dijeron que estaba bajo un nogal
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en medio del monte. ¿Lo entiendes? Solo había un hombre en esa fosa… ¡y es el abuelo, por mucho que lo niegue el ADN! Valentina vuelve a colocar la pieza bajo la silla, la gira y la empuja hacia el coche. Leandra, antes de salir de escena, le ha dado la vuelta al panel y, en el otro lado, podemos leer lo siguiente: “Regumiel a 2 km”. Valentina.— (Se dispone a cargar con su hermana) Vámonos, que me cago de frío. Regumiel.— (Descubre de lejos el cartel) ¡Espera! ¡Mira! (Se acerca con la silla) Regumiel, Regumiel, Regumiel… ¡Por eso me pusieron este nombre! ¡Así se llama el pueblo de la abuela! Valentina.— (Va tras ella) ¿Por qué nunca lo dijo? Regumiel.— Porque en este pueblo le ocurrieron cosas horribles, Valentina. No quería olvidarlo, porque aquí nacieron ella y el abuelo, pero tampoco quería recordar lo que sucedió. Por eso le pidió a papá que me pusiera este nombre, pero sin decirme por qué, tal vez para que yo nunca preguntara aquello que no quería contar. Valentina.— Qué extraño que nos hayamos detenido justo aquí. Regumiel.— No es extraño, es la abuela quien hizo que me viniera el pis en el momento oportuno, ¿no crees? Quiere que paremos aquí, Valentina, para que encontremos el único nogal de este monte de pinos. (Rebusca en los compartimentos de la silla) ¡Fumemos un porro! Valentina.— ¡¿Trajiste marihuana?! ¡Es ilegal, hermana! Regumiel.— Esta silla tiene muchos escondites, Hatshepsut… me la hizo mi esclavo carpintero. Oscuro.
9. El nogal Sobre oscuro, empieza a sonar la canción “Dime dónde vas, morena”. Iluminamos lentamente: Valentina camina delante, como si llevara algo muy pesado cargado a la espalda. Justo detrás le sigue Leandra, que carga con Regumiel. Ambas caminan exactamente igual y hacen los mismos movimientos. El volumen de la canción va bajando a medida que las tres se suman a ella y terminan cantándola sin música. Leandra, Regumiel y Valentina.— (Cantan) Dime qué llevas, morena, en esa jarra cerrada. Dime qué llevas, morena, a las tres de la mañana. Llevo la sangre que corre por las llanuras de Soria, pa’ tirarla a los fascistas para que tengan memoria… (Estribillo): Si te quieres casar con la chica de aquí, tienes que ir a Madrid a empuñar un fusil… Regumiel.— ¡Gracias, abuela!
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Leandra.— ¿Gracias por qué? Regumiel.— ¡Por cargarme en tus espaldas! Valentina.— ¡La que te estoy cargando soy yo, Regumiel! Tú te imaginas que es la abuela porque vas fumada… Pero ¡son mis espaldas y soy yo la que cargo contigo! Leandra.— Tu hermana tiene razón, Regumiel… ¿cómo va a cargar un muerto con un vivo? ¿Ves algún nogal, Hat? Valentina.— ¡No! ¡Solo pinos y más pinos! Regumiel… ¿cómo es eso de que se llevaron el peroné y dejaron el resto allá? Regumiel.— Porque justo llegó la derecha a España, hermana, y se terminaron las ayudas para recuperar a los desaparecidos. Leandra.— ¡En todas las casas cuecen habas y en la mía a calderadas! Regumiel.— ¿Qué significa eso, abuela? Leandra.— Significa, hija, que en todas partes los desaparecidos aparecen y desaparecen según quién gobierne. Esto pasa en España, en Argentina… ¡y en Madagascar! En todas partes cuecen habas. Valentina se detiene de golpe, lo que hace que Leandra casi tropiece con ella. Valentina.— ¡Abuela! ¡El nogal! ¡El nogal! ¡Ahí delante! Foco de luz sobre el nogal. La abuela descarga a Regumiel en el suelo. Valentina se acerca al árbol. Pero ¡si es igualito al nuestro! Regumiel.— ¡Qué va a ser igual! Ese tiene dos ramas y el nuestro tiene tres.
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Valentina.— A mí me parece el mismo. Leandra.— Porque son hermanos. (Se acerca observando el suelo) ¡Luciano! ¡Luciano! ¡¿Estás ahí?! ¡Luciano! Regumiel.— ¡Valentina! ¡Súbeme al árbol, por favor! Valentina.— ¡Que te suba la abuela! ¿No dices que te ha cargado ella? Leandra.— Sube a tu hermana al nogal, Hatshepsut. Valentina.— (Camina hasta su hermana y se la carga a la espalda) Es la primera vez que me gusta que me llamen Hatshepsut, abuela, porque me siento como Hatshepsut en su expedición al país de Punt. ¡Yo encontré el nogal del abuelo! Valentina llega hasta el árbol y, con ayuda de la abuela, suben a Regumiel. Regumiel.— Si tú eres Hatshepsut, yo seré Senenmut y dirigiré desde aquí la operación… (Señala a un lado) ¡Por ahí sobresalen unos huesos! Leandra.— Esos son de la maestra… los del abuelo tienen que estar justo debajo del nogal. Regumiel.— ¿Por qué, abuela? Leandra.— Porque el nogal salió de sus bolsillos. Escarba por las raíces, Hat. Valentina se arrodilla junto al árbol y obedece. Regumiel.— Abuela… el ADN del abuelo no es mi ADN. ¿Por qué? Leandra.— (Imita a su nieta) ¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? ¡Ya salió la Porqué!
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Regumiel.— ¿Por qué, abuela? Ya no soy una niña, ni una drogadicta, y puedes contármelo. Leandra.— ¡Te has fumado un porro! ¡Que te he visto! Regumiel.— El porro nos sirve para verte, abuela. No es por vicio. Valentina.— (Saca un hueso y se lo muestra a Leandra) ¿Este huesito es del abuelo? Leandra.— ¡Sí! Mételo en la bolsa, Hat. (A Regumiel) Preguntas cosas de las que ya conoces la respuesta, Regumiel. Regumiel.— Lo siento, abuela, pero quiero saberlo todo, todo, todo. Leandra.— A lo mejor tu hermana no quiere saberlo. Valentina.— (Levanta la cabeza) Valentina seguro que no quiere, pero Hatshepsut sí. Leandra da la espalda a sus nietas y se cubre la cara con las manos. Leandra.— Primero detuvieron a la maestra por ser maestra republicana, luego a la Pili porque no encontraron a su marido, luego a la Petaca no se sabe por qué, y luego a mí, por ser esposa de un anarquista que quemó la iglesia… Regumiel.— (Con la voz de Luciano) ¡No la quemé, pero lo intenté! Leandra.— Nos raparon la cabeza y nos pegaron mucho a todas, luego nos obligaron a beber aceite de ricino y nos pasearon desnudas por el pueblo para que la gente se burlara, nos escupiera y nos apedreara, hasta que el cura dijo que eso de pasearnos desnudas era “inmoral” y que tenían que cubrirnos las vergüenzas antes de mostrarnos en público… Valentina.— ¡Abuela! ¡Aquí hay un cráneo, pero tiene dos raíces que se meten por las cuencas de los ojos!
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Leandra.— ¡Es mi Luciano! ¡Pobre! ¡Sácalo de ahí, hija! Valentina.— (Cava) No puedo, abuela… las raíces le salen por el cogote. Leandra.— ¡Cava! ¡Cava, Hatshepsut! Regumiel.— (Mira al horizonte) Desde aquí se ve un pueblo que tiene que ser Regumiel. Leandra.— No. Ese es el pueblo de al lado, que se llama Duruelo. Regumiel.— Menos mal que no naciste ahí, abuela, porque me llamaría Duruela. Valentina.— ¡Ah! ¡Qué asco! ¡Ha salido un escarabajo! Regumiel.— ¡Déjalo en paz, Valentina! ¡Que es el dios Jepri! (A Leandra) Abuela, abuela… quiero saber más sobre lo que ocurrió. Leandra.— (A Valentina) ¿Has desenterrado ya todo el cráneo? Valentina.— Casi. Leandra.— Pues tápale los oídos, que no quiero que el abuelo escuche esto. (Valentina deja de cavar y obedece) Por la noche nos encerraron en el ayuntamiento. Vino el marqués, con unos falangistas, y nos violaron a todas menos a la maestra, que ya era vieja y no se les antojaba. ¡En todas las casas cuecen habas y en la mía a calderadas! Regumiel.— Entonces… papá no es hijo del abuelo. Leandra.— No, hija… y por eso nunca le he querido, por mucho que lo intentara. Me fui del pueblo después de que mataran al abuelo, no pude esperar diez o veinte años a que apareciera un nogal en el bosque para llorarle… y, a los nueve meses, nació un bebé que, a veces, me recordaba al marqués y, a veces, me recordaba
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a todos y cada uno de los falangistas que abusaron de mí. Sé que no es justo, porque ¿qué culpa tenía el pobre? Pero ¡¿qué culpa tenía yo también?! Vuestro padre creció sin amor, y el que no recibe amor de una madre difícilmente puede ofrecérselo a sus hijas. Regumiel.— ¡Somos nietas de un fascista! ¡De un violador fascista! Leandra.— No, Regumiel… vuestra sangre está limpia. Tal vez necesitó una generación para limpiarse, pero en vuestros ojos no veo ni al marqués ni a los otros, no los veo. Veo a mis queridas nietas. Pero todo esto ya lo sabías, Regumiel. (A Valentina) Ya puedes volver a cavar. Valentina vuelve al trabajo. Regumiel.— (Con la voz de Luciano) ¡Se comieron mis chorizos los muy hijos de puta! (Con su voz, a Leandra) ¿Por qué tendría que saberlo, abuela? Leandra.— Porque eres tú misma la que se lo está contando a tu hermana… Yo estoy muerta, como bien sabes… pero te contaba todo esto cuando volvías a casa drogada y te acostaba en tu cama, por eso sabes todas estas cosas, aunque no sepas que las sabes. Regumiel.— Lo siento mucho, abuela. Leandra.— ¿Qué es lo que sientes, Regumiel? Regumiel.— Haber tomado tantas drogas que ni recuerdo las cosas. Solo recuerdo mi infancia, con un papá que no nos quería y una abuela que nos quería tanto… y que nos lo contaba todo sobre Egipto. Valentina.— (Levanta la cabeza) ¿Por qué no tienes fotos de Egipto, abuela? Leandra.— Porque se las llevaron todas los milicos cuando registraron la casa, antes de que nacieras, Hat. Por eso. Se lo llevaron
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todo… ¡Hasta Egipto se llevaron y lo tiraron al río! Les parecería “subversiva” la barba de Hatshepsut. Valentina.— ¡Ya está! ¡Saqué el cráneo del abuelo! ¡Soy como la abuela en Egipto excavando en la tumba de Senenmut! Leandra.— Mételo en la bolsa, hija, y sigue escarbando por ahí. Regumiel.— Mientras tanto… ¡Cantemos! (Vuelve a cantar) Dime dónde vas, morena, dime dónde vas, salada. Dime dónde vas, morena, a las tres de la mañana… Regumiel, Leandra y Valentina.— (Cantan) Voy a la cárcel de Oviedo, a ver a los pacifistas, que los tienen prisioneros esa canalla fascista… (Estribillo): Si te quieres casar con la chica de aquí, tienes que ir a Madrid a empuñar un fusil… Se incorpora la música mientras se va desvaneciendo la luz, hasta que el sonido de un avión despegando invade toda la escena.
10. Hatshepsut (2) Iluminamos a Hatshepsut, que está de pie (con su barba) meciendo a un bebé entre sus brazos. Hatshepsut.— (Canta una nana) Pajarito que cantas en la laguna, no despiertes al niño que está en la cuna. Ea la nana, ea la nana, duérmete lucerito de la mañana… Entra Senenmut. Senenmut.— ¡Hatshepsut! ¡Los sacerdotes de Amón se han rebelado! Hatshepsut.— ¡Qué novedad! Esos hijos de puta nunca quisieron una mujer faraón, ni con barba ni sin ella. Senenmut.— ¡Están destruyendo nuestro templo! ¡El templo del millón de años! Tiraron al suelo el obelisco, tiran tus estatuas, Hatshepsut, y borran tu nombre y tu rostro de los bajorrelieves para ocultar tu historia. (Se acerca) Se les ha unido tu hijastro Tutmosis con sus ejércitos. Hatshepsut.— Debería haberlo matado cuando era niño, ¿no te parece, Senenmut? Senenmut.— Pronto entrarán en palacio, amada mía. Dame a la niña y la pondré a salvo.
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Hatshepsut.— Espera… te entregaré a nuestra hija, pero primero siéntate y escribe mi legado, amado Senenmut. Senenmut busca un papiro, una pluma de oca y un tintero. Luego toma asiento y escribe. “Yo, Maat-Ka Hatshepsut Jenumet Imen, señora de las Dos Tierras, hija de Tutmosis I, viuda de Tutmosis II, madrastra de Tutmosis III, protegida de los dioses, primogénita de Amón, declaro a las civilizaciones futuras: (Solemne) Lo he intentado, señores”. Senenmut levanta la cabeza. Senenmut.— ¿Qué más? Hatshepsut.— Ya está… “Lo he intentado”, ¿te parece poco? Senenmut.— Pero las civilizaciones futuras no entenderán qué es exactamente lo que has intentado, querida. Hatshepsut.— Tienes razón. (Prosigue) “Yo sé que la historia me juzgará como a una usurpadora, y sé que las mujeres de las civilizaciones futuras me repudiarán por haber llevado esta barba, pero esta simple barba falsa me ha mantenido en el poder casi treinta años, desafiando todas las convenciones. Esta barba, mi barba falsa, era una barba de transición hacia una hegemonía femenina en Egipto y en el mundo entero, que hubiera consolidado nuestra hija Neferura. Lo he intentado, señores de las civilizaciones futuras, lo he intentado y he fracasado. ¡Váyanse todos a la mierda! Firmado: Maat-Ka… bla-bla-bla, primogénita de Amón y su puta madre”. (Silencio) ¡Déjalo, Senenmut! ¡Quema ese papiro y llévate a nuestra hija! Tal vez los Hicsos os den cobijo. Senenmut.— (Se acerca) Ven con nosotros, amada mía. Hatshepsut.— No, Senenmut… ¡O faraón o nada! Llévate a Neferura y que la adopte la hermana del rey de los Hicsos, que nunca tuvo descendencia.
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Senenmut toma a la niña entre sus brazos mientras Hatshepsut saca una daga. ¡Me clavaré esta daga y desapareceré para siempre! ¡La historia borrará mi nombre! Adiós, amado mío… Senenmut.— ¡Espera! Antes dame un objeto con tu nombre escrito en él para llevármelo conmigo a la tumba y así quedes inmortalizada en ella, amada Hatshepsut. Hatshepsut.— ¿Un objeto con mi nombre? No hay ninguno acá, Senenmut, como no sea mi orinal, que está junto al lecho. Gritos y disturbios en el exterior. Aporrean las puertas de palacio. Hatshepsut se clava el puñal en el pecho. Oscuro.
11. Neferura Valentina cava con una pala junto al nogal. A su lado está la bolsa con los restos de Luciano. Regumiel observa a su hermana desde su silla. Regumiel.— Desde luego, nuestro nogal y el del pueblo de la abuela son idénticos. Valentina.— ¡Qué va! Este tiene tres ramas y el de Soria tenía dos. Regumiel.— Pero está claro que son hermanos. Valentina.— Nosotras también somos hermanas y no nos parecemos en nada. (Toca algo duro con la pala) ¡Regumiel! Creo que he tocado la urna de la abuela… Sí, sí… acá está. Hola, abuela. Regumiel.— Hola, abuela. ¿Me hago un porro para que aparezca? Valentina.— Déjate de porros, que lo mismo se nos aparece también el abuelo. (Toma la bolsa) ¿Dejo los huesitos junto a la urna o los meto dentro con la abuela? Regumiel.— Cava un poco más, Valentina, que haya espacio. Valentina.— (Vuelve a cavar) ¿Qué harás con el dinero de McDonald’s? ¿Lo has pensado, hermana? (Regumiel niega) Yo quiero montar un negocio: ¡soy una emprendedora!
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Regumiel.— ¿Un negocio de qué? Valentina.— No lo sé todavía… un restaurante vegano para gente vegana, o una tienda de moda para gente de moda… Regumiel.— (Con ironía) O una charcutería para gente del charco. Valentina.— (Deja de cavar) Ya está… caben los dos la mar de bien. Regumiel.— Cava un poco más hondo, Valentina, que aquí habrá niños jugando en el parque del McDonald’s. Valentina.— (Vuelve a cavar) Puedes invertir también tu parte, si quieres… ¡Soy una emprendedora! Viviremos juntas en Miami y podrás cuidar de tu sobrina, o fumarte un porro para que la abuela cuide de ella. (Deja otra vez de cavar) Bueno… ¡se acabó! ¡Ahora sí que hay un buen agujero! Regumiel.— (Se apoya con las manos para mirar el hueco) Todavía no es suficiente. Valentina.— ¡Regumiel! ¡Solo es una urna y cuatro huesitos! Hay sitio de sobra. Regumiel.— Es que… (Lo piensa) Verás, Valentina… (Empieza a llorar) No sé qué hacer… no sé qué hacer… ¡No sé ni cómo decírselo a mi propia hermana! Valentina.— ¡¿El qué?! Regumiel.— (Sigue llorando) No quiero ir a la cárcel, Valentina… y es tan… difícil de explicar lo que pasó que… me muero de vergüenza. Valentina.— ¡¿De qué coño hablas?! Regumiel.— Yo había pensado… aprovechando que metemos ahí al abuelo, si hacemos el hoyo un poquito más grande… (Lo piensa de nuevo) ¿Te acuerdas de aquello que te conté sobre el milanés?
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Valentina.— ¡¿Qué milanés?! Regumiel.— El entrenador de fútbol que metí en el armario y luego me olvidé de él. Valentina.— Sí… me acuerdo. ¿Y qué? Regumiel.— Que todavía sigue ahí. Silencio. A Valentina se le cae la pala de las manos. Valentina.— ¿Qué quieres decir con que sigue ahí? ¿Te refieres al armario? (Regumiel asiente) ¿Está… muerto? Regumiel.— Se asfixió, el pobre, treinta horas ahí metido. No sabía qué hacer, Valentina, y necesitaba ayuda. Me podrían meter en la cárcel por esto. ¿Qué podía hacer? ¡No voy a llamar a la policía! La poli no entendería qué hacía un tipo atado y amordazado en mi armario. ¿Cómo explicarlo? Estaba desesperada, hasta que me llamaron para los huesitos del abuelo y pensé que podríamos aprovechar y enterrarlo también a él. El abuelo no sé, pero la abuela lo entendería. Valentina.— (Se acerca) Todo esto… hacerme venir desde Miami, el viaje a España a por los huesitos, el puto nogal de la abuela… ¡¿Todo lo has hecho por ocultar un crimen?! Regumiel.— ¡No! ¡Hubiera ido a recoger al abuelo de todos modos! Pero… una cosa no quita la otra… aprovechando que ya está el hoyo medio hecho… ¿Tú crees que la abuela se enfadará? Valentina.— ¡La que me enfado soy yo! ¡Me has utilizado, Regumiel! Regumiel.— Un poco, hermana… solo un poco. ¿Qué más te da cavar un poquito más? Si pudiera, lo hubiera hecho yo misma. Silencio. Valentina da un par de vueltas al árbol.
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Valentina.— No me lo puedo creer, no me lo puedo creer… (Se para) ¿Es una broma? ¿Te estás quedando conmigo? (Regumiel niega con la cabeza y Valentina vuelve a andar) No me lo puedo creer, no me lo puedo creer… (Se detiene) ¿Sabe alguien que vino aquí? Regumiel.— (Niega) No son cosas que se anden contando. Valentina.— (Vuelve a caminar) No me lo puedo creer, no me lo puedo creer… (Se para) ¿En el armario de tu habitación? Regumiel asiente. Mutis de Valentina hacia el interior de la casa. Regumiel saca sus aperos y empieza a liarse un porro. Regumiel.— (Canturrea sin entusiasmo) Negras tormentas agitan los aires, nubes oscuras nos impiden ver, aunque nos espere el dolor y la muerte, contra el enemigo nos llama el deber… Regresa Valentina completamente pálida. Su hermana calla de repente. Las dos se miran fijamente. Sin mediar palabra, Valentina va hacia el árbol, toma la pala y se dirige al rincón más apartado del jardín. Empieza a cavar con más ahínco que antes. ¿Qué haces? Valentina.— No voy a meter a ese tipo con la abuela y el abuelo, Regumiel. ¡Lo enterraremos acá! Lo más lejos posible. Regumiel.— Pero… los de MacDonald’s lo encontrarán. Valentina.— Ya no vamos a vender la casa, Regumiel. No, después de esto. Regumiel.— (Sonríe) Te quiero, Valentina.
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Valentina.— ¡Hatshepsut! Ahora me vuelvo a llamar Hatshepsut. Regumiel.— Te quiero, Hat. ¡Y quiero participar en tu negocio de emprendedora! Ya sea un restaurante vegano para la gente de moda, o una tienda de moda para la gente vegana. Valentina.— (Deja un instante de cavar) No tenemos un peso, Regumiel. Sin McDonald’s me queda lo justo para ir a por la niña y venirnos a vivir acá. Regumiel.— (Sonríe de nuevo) Yo tengo unos ahorros. Valentina.— ¿Tú? Regumiel.— Bueno… del diezmo que me pagan los esclavos, sus regalos, esas cosas. He ido guardando un poco por aquí, un poco por allá… Valentina.— (Sigue cavando) ¿Cuánto? Regumiel.— Suficiente. Valentina.— ¿Para el restaurante o para la tienda de moda? Regumiel.— Para ambas cosas. Valentina.— (Deja de cavar) ¡Vaya con los esclavos! Regumiel.— Son agradecidos. Valentina deja la pala y se acerca a Regumiel. Valentina.— Ni tienda de moda, ni comida vegana, Regumiel… ¡Iremos a Egipto! Regumiel.— ¿A Egipto?
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Valentina.— En cuanto enterremos a ese tipo ahí en el rincón y dejemos a la abuela y al abuelo juntitos bajo el nogal, nos vamos a Egip to, a ver la tumba de Senenmut, donde excavaron la abuela y su amiga Beatriz. Y, quién sabe, ahora que tenemos experiencia en esto de remover tumbas, puede que encontremos otros objetos además del orinal de Hatshepsut… tal vez su barba de faraón. Regumiel.— Primero habrá que ir a buscar a la niña. Valentina.— Es verdad… lo haremos más tarde, pero lo haremos. Regumiel.— ¿Cómo vas a llamarla? Valentina/Hatshepsut.— ¿Cómo se llamaba la hija de Hatshepsut? Regumiel.— Neferura. Hatshepsut.— ¡Neferura! Hatshepsut regresa al rincón y vuelve a cavar. Pero quiero que me prometas una cosa: ¡se acabaron los esclavos! Regumiel.— ¡Se acabaron los esclavos! ¿Puedo quedarme con el pintor? Es que me gusta. Valentina.— Siempre y cuando no lo metas en ningún armario. Regumiel.— No lo haré. (Se enciende el porro) Neferura jugará en el nogal, como jugábamos nosotras de pequeñas, ¿te acuerdas, Hat shepsut? ¡Qué lindo volverte a llamar por ese nombre que siempre envidié! Oscuro.
12. Epílogo de los muertos Iluminamos a Luciano, que camina cojeando por el proscenio, frente al público, mientras Leandra está detrás del nogal. Luciano.— ¡Leandra! ¡Leandra! ¡¿Estás ahí?! Leandra.— ¡Sí estoy! Pero no quiero que me veas, Luciano. Luciano.— ¿Por qué? Leandra.— ¡Porque tú estás joven y yo estoy vieja! Luciano.— ¡Pero si soy un año mayor que tú, Leandra! Leandra.— Pero cada uno tiene el aspecto de la edad con la que muere, y yo fallecí muy vieja. Luciano.— ¿Cómo de vieja? Leandra.— Ciento cuatro años, Luciano. Luciano.— ¡Hostia! ¡Qué vieja! ¡Cuántas cosas habrás visto, Leandra! Leandra.— Sí… muchas… demasiadas. Luciano.— (Se gira hacia el nogal) ¡Ya te vi! Sal de una vez, no seas niña. Leandra se deja ver.
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¡Coño! ¡En verdad que estás revieja! Leandra.— (Se esconde) ¿Lo ves? Tú estás hecho un crío y yo parezco una momia de Egipto. Luciano.— No te enfades, Leandra, que vieja o joven eres mi esposa y he esperado quién sabe cuántos años para verte. Reaparece Leandra. Luciano se acerca cojeando. Se me llevaron un peroné y me han dejado cojo para toda la muerte, Leandra. Leandra.— No te preocupes, Luciano, que aquí vamos a estar muy bien, los dos juntos bajo el nogal. Luciano.— ¡Si no se me meten las raíces por las cuencas de los ojos! ¡Que los nogales tienen esa manía! Se abrazan. Recuerdos de tu amiga la Pili, de la maestra y de la Petaca, que me enterraron con ellas… A mí me han sacado, pero a ellas no. ¿Quién me ha sacado, Leandra? Leandra.— Tus nietas, Luciano… tus dos nietas, que son dos soles. Luciano.— ¿Tuvimos hijos, Leandra? Leandra.— Tuvimos un hijo al que quise muchísimo y dos nietas a las que quise todavía más. Pero siéntate, Luciano, siéntate aquí a mi lado y te contaré toda mi vida, muy despacio, porque tengo toda la muerte por delante para contártela. Se sientan detrás del nogal, de modo que solo oímos sus voces. No pude quedarme en Regumiel, Luciano, porque ahí vivían los que te mataron y era cruzarse con ellos cada día, aguantar sus burlas y sus insultos. No pude esperar veinte años a que creciera
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un nogal en los pinares para llorarte como una viuda, así que me vine a Buenos Aires, planté este nogal y tuve a nuestro hijo, que se llama como tú. Después estudié Arqueología y me especialicé en Egiptología… ¿Tú sabes lo que es eso, Luciano? Luciano.— Yo sé lo de las momias de Egipto, que lo contaba la maestra. Leandra.— Pues yo me fui a Egipto, Luciano, y desenterré muchas momias, y entré en muchas tumbas del Valle de los Reyes, y en las pirámides, y en todos los templos, y te contaré cómo descubrí el orinal de Hatshepsut en la tumba de Senenmut… Pero… tenemos mucho tiempo, Luciano. Te hablaré primero de la historia de Howard Carter, cuando descubrió la tumba de Tutankamón… A medida que habla, bajamos la luz y perdemos la voz hasta que se hace inaudible. Después de unos instantes, iluminamos de nuevo y recuperamos la voz. Leandra está sola detrás del árbol. … cuando al fin la abrieron, encontraron un pasillo detrás lleno de escombros y, después, otra puerta. Sacaron unas piedras y Carter metió una lámpara de gas y miró adentro, luego se hizo un silencio hasta que Carnarvon preguntó: “¿Qué ves?”. Y… ¿sabes qué respondió Howard Carter? (Pausa) “¡Cosas maravillosas!”. Aparecen Valentina y Regumiel por ambos lados de la escena, saltando y dando vueltas al árbol. Valentina y Regumiel.— ¡Cosas maravillosas! ¡Abuela! ¡Cosas maravillosas! ¡Abuela! ¡Cosas maravillosas! Leandra sale de detrás del nogal y se acerca al proscenio. Leandra.— ¡Sí! ¡Cosas maravillosas! Oscuro. Música.
Termina la función
David Desola Mediavilla (Barcelona, 1971)
Autor teatral y guionista. Ha recibido los premios Lope de Vega 2007 por La charca inútil, Hermanos Machado 2002 por Estamos, estamos y Marqués de Bradomín 1999 por Baldosas. Como autor, ha estrenado las obras El bien más preciado (Hatshepsut), La nieta del dictador, No se elige ser un héroe, El puto peón negro chueco, Dr. Faustus (adaptación libre del clásico de Christopher Marlowe), Torero (Las tres últimas suertes de Antonio el Macareno), escrita con Arturo Ruíz, La charca inútil, Amor platoúnico, El enemigo de la clase (adaptación de la obra de Nigel Wiliams Class enemy), Siglo xx que estás en los cielos, Alma cenados, Assassines (coautor), Monolocos y otros monólogos (coautor), Ecos y silencios (coautor) y Baldosas. Como argumentista/guionista ha estrenado las películas Almacenados, En el último trago, Working Class. Es guionista de media docena de cortometrajes premiados en distintos festivales, ha trabajado en series de televisión y en este momento tiene en marcha varios proyectos para cine y teatro.
Edición no venal de la Fundación SGAE para la promoción y difusión de textos teatrales objeto de estreno