ANIVERSARIO | CLÁSICOS
POR JUAN
Dicha, pasión, ebriedad Una lectura de Madame Bovary La gran literatura siempre permite nuevas miradas. En su reconstrucción del espíritu de una de las novelas fundamentales del siglo XIX, el autor español subraya el papel que cumplen en ella el hastío, la fatalidad y el destino
E
mma Rouault era una lectora. Charles Bovary era un mal estudiante, y además torpe, y enmadrado; Charles era un infeliz, y Emma era, aún en estado bruto, un espíritu haciéndose. Su encuentro fue una explosión… para ella. De la unión iba a nacer la autodestrucción. Ella lo vio venir, y Flaubert lo contó, acaso porque, en efecto, Flaubert era ella. Dice así Flaubert en cuanto se produce aquella unión sentimentalmente improductiva de la que nació una niña, Berthe, que también sufrió la sequedad afectiva que marcaría el matrimonio: Antes de casarse, Emma había creído estar enamorada; pero como la felicidad que esperaba de aquel amor no había hecho su aparición, pensó que se habría equivocado. Y se preguntaba intrigada qué es lo que había que entender concretamente en la vida por palabras como dicha, pasión y ebriedad que le habían parecido tan maravillosas en los libros.
En la lectura de Madame Bovary, esa reflexión que Flaubert se hace inmediatamente después del matrimonio marca la percepción del libro, que es una crónica del humor altamente variable de Emma. Ahí la nueva señora Bovary reflexiona sobre las palabras que indicaban sentimientos que ella no había co14 | adn | Sábado 15 de agosto de 2009
nocido aún, sólo estaban en los libros. La experiencia que iba a vivir desde entonces le iba a llevar a un desconsuelo mayor, porque comenzó a comparar los sueños con la vida. La realidad no era lo que ella había soñado. Ni siquiera la realidad dramática del matrimonio tenía que ver con el sonido de las palabras con que ella había identificado la unión: “Las metáforas de prometido, esposo, amante celestial y nupcias eternas, que tan frecuentes son en los sermones, le removían dulzuras insospechadas en el fondo del alma”. Pero la vida le esperaba de otro modo; y aunque no fue capaz de disminuirle la belleza, esa vida que tomó una curva fatal en el momento en que contrajo matrimonio hizo de Emma un manojo marchito de rosas y de nervios. Venía de una pasión por la belleza que le había sido alimentada por las metáforas de los escritores. “Necesitaba poder extraer de las cosas una especie de provecho personal y rechazaba por inútil todo cuanto no contribuía al consumo fulminante de su corazón, y siendo como era de condición más sentimental que artística, prefería las emociones a los paisajes.” Sus lecturas eran románticas, arrebatadas; ella estaba harta de los sonidos del campo, perseguía los sonidos del corazón; prefería lo romántico, lo sensual. Por decirlo con palabras de santa Teresa, traídas a este tiempo por Rosa Montero, Emma Bovary estaba contaminada por la loca de la casa. “Durante seis meses, cuando tenía quince años, Emma se puso las manos perdidas con el polvo procedente de las viejas bibliotecas.” Luego conoció la literatura de sir Walter Scott, que habría de regresar a su imaginación, a su vida y a la propia memoria de Flaubert, cuando reencuentra a Léon, uno de los primeros objetos de dicha, pasión y ebriedad que tuvo ante sí en los primeros tiempos de su matrimonio. Como sucede en el Quijote y acaso en toda la literatura desde la obra maestra de Cervantes, la imaginación
entra en la realidad para subvertirla y arrasarla. En el caso de aquella Emma de quince años, Le hubiera gustado vivir en alguna vieja casa solariega, como aquellas castellanas de largo corpiño que se pasaban los días bajo el trébol de las ojivas, acodadas sobre el alféizar y con la barbilla en la mano, esperando ver aparecer allá al fondo del paisaje a un caballero tocado con plumas blancas, a galope sobre un negro corcel.
Era una adolescente formada para reunirse con alguien que no fuera Charles Bovary. Cuando Charles golpea con los nudillos la puerta de la casa del padre de Emma, a quien va a curar, golpea en realidad la puerta de su desgracia, que iba a parecerle siempre vestida de dicha, y de la desdicha de Emma. Se pasó la vida encontrando y perdiendo la dicha, sufriendo el acoso doliente de la realidad, que ella quiso siempre ocultar debajo del velo de la literatura que había aprendido. Flaubert se detiene en esa educación sentimental, pues sin ella no se entiende cómo se desenvuelve la personalidad de Emma, una provinciana que renuncia al acomodo al que la mandan sus orígenes. Gracias, precisamente, a la desgracia de la literatura. Algunas de sus compañeras traían al convento libros de aventuras que les habían regalado por Navidad. Tenían que esconderlos y no era fácil; los leían en el dormitorio. Emma, manoseando con delicadeza sus bellas encuadernaciones de raso, detenía los ojos fascinados sobre el nombre de aquellos autores desconocidos, muchas veces condes o vizcondes, que habían estampado su firma al final de la obra.
Flaubert subraya para avisar: esos paralelismos a los que acude y que ahí todavía son insinuaciones, definiciones del carácter al que está dedicado como escritor, serán luego los que marquen el
CRUZ RUIZ
Periodista y es critor español. Fue uno de los fund adores del diario El País. Es autor de Ojalá octubre y El sueño de Oslo, entre otros libro s. Su blog es Mira qu e te lo tengo dic ho
origen de las frustraciones de la desdichada heroína. Subido en el potro desbocado de los sueños de su personaje, el propio Flaubert se viste con los ropajes del sueño, y establece aquí una encendida evocación de lo que envuelve la imaginación de Emma, a la que en este párrafo al menos suplanta abiertamente: Y allí estaban también los sultanes con su larga pipa, desmayados junto a las cubas en brazos de las bayaderas, djiaburs, alfanjes turcos, gorros griegos, y estabais sobre todo vosotros, parajes desvaídos de regiones ditirámbicas que soléis representar al mismo tiempo palmeras y pinos con tigres a la derecha y un león a la izquierda, minaretes tártaros en el horizonte, unas ruinas romanas en primer plano y detrás unos camellos arrodillados; y todo el conjunto enmarcado por una selva virgen muy cuidada y con un gran rayo de sol que cae perpendicularmente y entra tembloroso en el agua, donde, sobre un fondo gris acero, se destacan de trecho en trecho, como desolladuras blancas, unos cisnes nadando.
Sobre el corcel de esas metáforas, la lectura de Madame Bovary convirtió la novela en la aspiración romántica de Flaubert; ahora ya esa figuración se ha desvanecido; es una novela que proviene de una lectura del romanticismo, en el que el personaje principal se halla perturbado por esa literatura arrebatada de la que arranca, pero Flaubert usa el romanticismo tan solo para tacharlo, como Cervantes usó la novela de caballerías para destruirla. Es la novela de una soledad que acrecienta el recuerdo de la literatura. Cuando Emma se da cuenta de que la ebriedad de la dicha está lejos del matrimonio, que éste no sirve sino para acrecentar la monotonía, que es una palabra central en la novela, la recién casada halla en el vecindario la figura romántica de las novelas que la siguen atrayendo. Es el joven Léon, que se convertiría todavía en un amor platónico, como eran