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economía
| Domingo 16 De septiembre De 2012
opinión Adiós al mundo feliz Columnista invitado Por Eduardo Levy Yeyati PARA LA NACION
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n innumerables análisis de la Gran Recesión que comenzó con la crisis hipotecaria, se globalizó tras la quiebra de Lehman Brothers, siguió con la crisis de deuda de la Europa periférica y aún nos persigue como una gripe mal curada, es común referirse a una nueva normalidad en la que el sobreendeudamiento, el desempleo y la aversión al riesgo se traducen en tasas deprimidas, crecimiento modesto y alta volatilidad. En el peor de los casos, un Lehman europeo que nos lleve a 2008; en el mejor y más probable, una aterrizaje chino a tasas de 6 o 5%, un crecimiento modesto en Estados Unidos y una “japonización” europea. En suma, poco viento de cola para que los emergentes surfeen la bonanza sin preocupaciones. En este contexto, se menciona que estamos ante un brave new world, en alusión a la
célebre distopía de entreguerras de Aldous Huxley. Esta referencia es curiosa e iluminadora. En las crónicas de esa crisis el brave new world es literal: remite a un mundo nuevo, desafiante, peligroso. En Huxley, en cambio, el título es irónico: alude a La Tempestad de Shakespeare y a la felicidad ilusoria de Miranda en su vida insular, engañosamente armónica, alejada de la realidad. La misma ironía está presente en el título en castellano: Un mundo feliz. Esta interpretación menos literal permite una analogía con la crisis global: no son éstos los años difíciles y desafiantes, sino que aquéllos, los de la Gran Moderación y el boom de las commodities, fueron los años felices. Felices en el sentido distópico de Huxley: una felicidad Prozac, artificial. Según esta segunda interpretación, el mundo no estaría atravesando una tormenta temporaria antes de regresar a la senda virtuosa de los 2000 sino que estaríamos volviendo, luego de una larga fiesta, a algo más parecido a los no tan felices 90 de bajo crecimiento. Esta distinción es esencial para las economías emergentes. Si esta evolución marca el fin del viento de cola, surgen varias
preguntas. En nuestro caso, no sólo cuál es la verdadera inflación o el verdadero crecimiento sino en qué se fueron estos años dorados: cómo mejoró la distribución de la riqueza, cuánto crecieron el capital físico y humano y la productividad. En fin, cuánto de lo anunciado existe por fuera de la TV Pública o de Fútbol para Todos. O qué pasó en el mundo mientras los escribas oficiales soñaban el fin del capitalismo y la decadencia del imperio americano. Pero para los menos nostálgicos, aquellos que no se preocupan tanto por la historia clínica del paciente como por su diagnóstico y tratamiento, la pregunta es otra, más básica: ¿cómo seguimos de ahora en más? Lo primero que salta a la vista es la necesidad de barajar y dar de nuevo. Más allá del mensaje equívoco de blandir una BlackBerry ensamblada en Tierra del Fuego como señal de industrialización, ese proceso idealizado de sustitución de importaciones, frontera tecnológica y manufactura compleja y masiva, que enamora a gran parte de la profesión y a no pocos líderes políticos es hoy –y posiblemente siempre– un sueño imposible. Argentina (como Brasil o Chile) tiene ingre-
sos medios altos con mano de obra más cara que la de Corea al inicio de su industrialización y menos productiva que la de los industrializados con salarios altos. Somos caros para ensamblar BlackBerry y para producirlas. Y si bien los países tienen sectores subsidiados, no se puede subsidiar todo el tiempo porque no hay recursos para hacerlo. No estamos solos en esta encrucijada. En los 2000, la bonanza de la protección cambiaria, el crecimiento mundial y el boom de las commodities disfrazaron esta falta de modelo. Bastó con corregir los desequilibrios macrofinancieros para alcanzar récords de crecimiento y alimentar expectativas de una década latinoamericana. Pero crecimiento no es desarrollo: con monedas apreciadas y una demanda mundial letárgica, los 2010 no serán nuestra década. A los historiadores económicos les queda la tarea de dirimir en qué medida la falta de reformas y el resultadismo económico de los 2000 se debió a la maldición de los recursos naturales. Si hay que escoger historias que ayuden a repensar el modelo de desarrollo que permita preservar y elevar salarios, los nombres que vienen a la mente
son ejemplos de desarrollo que explotaron la renta de los bienes primarios: Canadá, Australia o Noruega agregaron valor a las commodities, desarrollaron servicios y facilitaron y regularon la actividad privada. Los insumos del desarrollo de países de ingresos alto son educación, infraestructura, financiamiento, reglas de juego justas y transparentes. La mayoría de los países de la región tiene pocos progresos en estos frentes y, en nuestro caso, hay un retroceso. Muchos políticos y economistas del mundo desarrollado miran la poscrisis mundial como una dura transición hacia el crecimiento. Les prenden velas a Bernanke, Draghi y China para que terminen con la pesadilla. Sin embargo, ya es hora de aceptar que los buenos años no volverán, que si con el viento de cola desandamos las penurias de las crisis y ganamos equidad y estabilidad financiera, el desarrollo económico sigue siendo una asignatura pendiente. Y que, más allá de viejas recetas y nuevos slogans políticos, nuestro modelo de desarrollo aún está por escribirse.ß El autor de la nota es economista.
Dibujos animados al margen de la semana Por Néstor O. Scibona PARA LA NACION
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asta 2011, la elaboración de cada proyecto de presupuesto nacional consistía en un virtual “dibujo” numérico. Su trazo se basaba en subestimar invariablemente el aumento del PBI, la inflación y la recaudación tributaria que, como en cada ejercicio, subían mucho más, generaban altos excedentes de recursos que la Casa Rosada se encargó de gastar o redistribuir discrecionalmente (a través de Decretos de Necesidad y Urgencia), sin pasar por el Congreso. La historia reciente atribuye a Roberto Lavagna ser autor de esta estrategia allá por 2003/04, aunque el ex ministro de Néstor Kirchner suele defenderse con el argumento de que prefirió ser prudente en sus estimaciones antes que arriesgarse a que la frazada de ingresos quedara corta. Si ese fue el caso, sus sucesores lo transformaron en un método sistemático. Seguramente acicateados desde el poder político y por la mayoría de los gobernadores provinciales, más proclives a que la Nación recaudara y repartiera entre 30/35% más de lo que calculaba, que asumir el costo de cobrar más impuestos locales para aumentar los gastos. Esa “cadena de la felicidad” se cortó en 2012. No porque el presupuesto de este año fuera confeccionado de otra manera, sino porque aquellos dibujos estáticos cobraron animación al chocarse con otra realidad. En lugar de quedar corta con el crecimiento del PBI, la estimación oficial (5,1% para este año) resultó muy larga: la mayoría de las proyecciones privadas la ubican actualmente entre 1,2 y 2,5% (con un promedio de 2,6% en el relevamiento de expectativas –REM– que recoge el Banco Central). Y si bien la mayor inflación contribuye a elevar nominalmente los ingresos tributarios (al 25%), éstos casi no crecen en términos reales, a diferencia de lo que ocurre con la suba del gasto público (30%). En todo caso, el déficit fiscal (primario y financiero) está dibujado con los aportes al Tesoro del BCRA, que en los últimos meses cobraron cada vez mayor movimiento. Con desaceleración económica todo se hace más difícil. Esta realidad explica buena parte de las actuales penurias fiscales de las provincias. Y también su correlato político, visible en la subordinación de muchos gobernadores para mantenerse dentro de la lista de repar-
cional para 2013. Los principales lineamientos macroeconómicos enviados el viernes al Congreso indican que se repitió la fórmula de años anteriores y que el Gobierno insiste en calcular las mejoras reales de ingresos con la inverosímil inflación del Indec (9% anual). Más realistas, en cambio, resultan los supuestos sobre superávit comercial (13.000 millones de dólares) y de reservas al final del año próximo (50.000 millones). Seguramente descuentan una cosecha récord de soja y maíz que, si el clima y los precios acompañan, aportaría un importante flujo de divisas y de ingresos fiscales y retenciones, además de un efecto dinamizador sobre la actividad económica. A ello se suma la posible recuperación de las exportaciones de autos a Brasil. Sin embargo, se advierte una subestimación del déficit energético si se considera que un repunte del PBI provocará mayores importaciones de combustibles y gas natural. La recuperación del autoabastecimiento de hidrocarburos todavía está lejos, lo cual puede afectar como este año al resto de las importaciones y a la inversión privada. De ahí que por ahora resulten un acertijo las previsiones de crecimiento del PBI en torno del 5%. No sólo porque existe un amplio abanico de proyecciones privadas, que van de 2,5 % a 5%, pasando por 3,9% en el caso del REM. También porque aún resulta una incógnita el crecimiento del PBI “oficial” en 2012 y su efecto de arrastre para el año próximo. Esta última cuestión no es sólo estadística: si supera este año 3,25% (sin reflejar a pleno la fuerte desaceleración del primer semestre) gatillará el pago del Cupón PBI en 2013. Un dilema político costoso para el Indec y el Gobierno: la diferencia de un par de décimas en más o en menos puede implicar el desembolso o no de 3400 millones de dólares. Aun así, el PBI acumularía en estos dos años el crecimiento que registraba en uno solo cuando lo hacía a “tasas chinas”. Con todo, para un año electoral, el dibujo del gasto público en 2013 puede ser tan fantasioso como el del impuesto inflacionario. Cada punto de aumento en el gasto implica unos 4000 millones de pesos de emisión monetaria. Y su impacto sobre precios, desbaratar la carta reservada para actualizar el mínimo no imponible y cambiar las escalas del impuesto a las Ganancias, como una forma de atenuar el malestar de los sectores medios, que ahora protestan en las calles por todo lo que venían mascullando puertas adentro.ß
to de fondos discrecionales. Ser excluido o sacar los pies del plato (casos Santa Cruz, Córdoba, Corrientes o Buenos Aires) asegura un costoso futuro de ajustes fiscales, ya sea vía mayor presión tributaria y/o menores gastos y obra pública. O bien de mayor endeudamiento, que en este caso también requiere aval de la Casa Rosada. Pero, a diferencia de las provincias, el gobierno nacional puede financiar el déficit fiscal (que en 2012 podría ubicarse en torno del 3% del PBI) a través del BCRA y sin coparticiparlo. Ya sea a través de la “maquinita” de emitir pesos o del uso directo de reservas para pagar vencimientos de la deuda pública (ya que, en rigor, cada vez que el BCRA compra dólares para entregárselos al Tesoro, también emite pesos). Un reciente cálculo del Estudio Broda estima que en 2012 la emisión del BCRA por ambos conceptos podría superar los 95.000 millones de pesos (4,2% del PBI), de los cuales más de una tercera parte se concentraría en los últimos dos meses del año. Este impacto monetario implica mayores presiones inflacionarias y también cambiarias, si se tiene en cuenta la mayor cantidad de pesos frente a un stock de reservas estancado. Desde otro ángulo, un informe de la consultora Abeceb indica que en el período 2008/2011, el financiamiento del BCRA al fisco totalizó 165.800 millones de pesos, cifra que supera en 20.000 millones el gasto en personal (salarios) de todas las provincias en 2011. Con este “federalismo al revés” –o al menos políticamente selectivo– resulta sugestivo que ninguno de los gobernadores que apoyan una reforma de la Constitución Nacional de 1994 reclame el cumplimiento de la cláusula para establecer un nuevo régimen de coparticipación federal de impuestos. En algunos casos, ni siquiera para dejar sin efecto el 15% que se les retiene con destino a la Anses (cedido cuando se estableció el régimen de jubilación privada) y que, aunque ya no tenga razón de ser, asciende en 2012 a unos 24.000 millones de pesos anuales para el conjunto de provincias. El ex ministro Juan José Llach acaba de revelar, en un artículo publicado por la nacion, que con un régimen impositivo genuinamente federal (con coparticipación de retenciones), las provincias y municipios deberían haber recibido unos 86.000 millones de dólares, de los 172.000 millones en rentas totales que el gobierno nacional captó entre 2003 y 2011. Acertijos 2013 Nada de esto parece haber sido tomado en cuenta en el proyecto de presupuesto na-
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Tras los objetivos del desarrollo del milenio perspeCtiva global Por Dani Rodrik PARA LA NACION
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AMBRIDGE.– En 2000, 189 países adoptaron la Declaración del Milenio de las Naciones Unidas, más tarde elaborada en la forma de un conjunto de propósitos concretos llamados Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM). Se espera que para fines de 2015 se cumplan estos ambiciosos propósitos, que incluyen, por ejemplo: reducir la pobreza extrema a la mitad y la mortalidad materna en tres cuartas partes; que todos los niños terminen la escuela primaria o detener la propagación del sida. La fecha se acerca, y los expertos se siguen haciendo otra pregunta: ¿qué hacer después? Aunque es casi seguro que al terminar 2015 muchos de los ODM no se habrán alcanzado, hubo avances espectaculares. Es
probable que la meta de reducir a la mitad la pobreza extrema (cantidad de personas que viven con menos de US$ 1,25 al día) se alcance antes de lo planeado, en gran medida gracias al crecimiento de China. Los ODM fueron un éxito de relaciones públicas (sin pretender con esta afirmación subestimar su contribución). Sirvieron para crear conciencia, llamar la atención y mover a la acción, todo ello en pos de una buena causa. Intensificaron el diálogo internacional sobre el desarrollo y definieron sus términos, y hay elementos para probar que lograron que los países avanzados prestaran más atención a las naciones pobres. En la práctica, es posible que el efecto más evidente de los ODM haya sido sobre los flujos de ayuda económica desde los países ricos a los pobres. Un estudio de Charles Kenny y Andy Sumner para el Centro para el Desarrollo Global, con sede en Washington indica que los ODM no sólo incentivaron las ayudas, sino que también las redirigieron hacia países más pequeños y más pobres y hacia áreas bien definidas, como la educa-
ción y la salud pública. Los ODM abarcan ocho objetivos, 21 metas y 60 indicadores. El uso de metas e indicadores numéricos atrajo muchas críticas, ya que en opinión de los escépticos, están mal especificados, mal medidos y distraen la atención. Pero los críticos se olvidan de algo: cualquier iniciativa que pretenda ser concreta debe incluir alguna forma de seguimiento de los resultados, y la mejor manera de hacerlo es establecer metas numéricas claras. Aun así, los ODM arrastran una contradicción. La Declaración del Milenio quiso ser un pacto entre países ricos y pobres. Estos se comprometían a reorientar sus iniciativas de desarrollo; los ricos, a darles apoyo financiero y tecnológico y abrirles el acceso a sus mercados. Pero de los ocho objetivos, sólo el último habla de fomentar una “alianza mundial”. En este apartado, los ODM no incluyen metas numéricas respecto de los programas de ayuda financiera ni de ningún otro aspecto de la asistencia provista por los países ricos, lo que marca un claro contraste
con las muy concretas metas de reducción de la pobreza fijadas para los países en desarrollo. Cierto es que a menudo, los gobiernos de los países ricos persiguen otros objetivos, sea por razones políticas o militares. Pero pensar que para convencerlos de cambiar basta con emitir declaraciones internacionales sin mecanismos vinculantes es pura ilusión. Otro problema es que los ODM dan por sentado que se sabe cómo alcanzar el desarrollo y que sólo faltan recursos y voluntad política. Pero es dudoso que hasta los responsables de formulación de políticas mejor intencionados sepan cómo hacer para aumentar las tasas de finalización de la escuela secundaria en forma sostenible o reducir la mortalidad materna, por caso. Es necesaria una reorientación para la próxima etapa. En primer lugar, se necesita otro pacto global que preste atención a las responsabilidades de los países ricos. En segundo lugar, debería hacer hincapié en otras políticas que incidan tanto o más, sobre las perspectivas de desarrollo de los
países pobres. Se podría incluir: impuestos a las emisiones de dióxido de carbono y otras medidas para mitigar el cambio climático; visas de trabajo para permitir mayores flujos migratorios; controles a la venta de armas a países en desarrollo; reducción del apoyo a regímenes represivos y mejor intercambio de información financiera para reducir el lavado de dinero y la evasión. La mayoría de estas medidas apuntan en realidad a reducir daños que, en cualquier caso, son consecuencia de las acciones de los países ricos. El principio de “no dañar” es tan válido aquí como en medicina. Lograr esta reorientación no será fácil: es seguro que los países avanzados se resistirán a asumir más compromisos. Ya que la comunidad internacional va a invertir en una nueva supercampaña de relaciones públicas, ¿por qué no concentrarnos en las áreas con mejor rédito potencial?ß El autor es profesor de Economía Política Internacional en la Universidad de Harvard.