Diario

diario, tarde la noche y a la luz del quinqué, en mi habitación en la casa de ..... momentos, se olvidaba de que entonces yo era ya adolescente, y me trataba con ...
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Diario

Jauja, lunes  de marzo de .— Comienzo aquí mi diario, tarde la noche y a la luz del quinqué, en mi habitación en la casa de Jauja. Debería decir que lo reanudo, porque allá en Cerro de Pasco, donde hemos residido por buen tiempo, comencé a llevar a escondidas, junto con mi cuadernito de poesías, una libreta donde anotaba las ocurrencias del día. Y lo más notable que registré fue, desde luego, lo que mi madre me anunció hace casi tres semanas, y es que, decidida como estaba desde hacía tiempo a vender la tienda que teníamos, porque le era cada vez más difícil atender allá el negocio que nos dejó mi padre y porque ya no soportaba el frío, para irnos a vivir a nuestra tierra, había puesto un aviso y se había presentado un comprador. Volveríamos, pues, a nuestra casa, donde abriría un establecimiento comercial semejante. Me dijo también, en cuanto a mis estudios, que no me preocupara, pues en Jauja hay un colegio para señoritas y que podría estudiar allí el quinto año de secundaria, que es el que me falta. Ya no

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tendría, pues, que regresar a ese de Lima, el de Santa María Eufrasia, donde cursé el cuarto año, que fue bastante aburrido para mí, porque apenas si hice amigas por mi origen serrano, y por las crecientes limitaciones económicas que enfrentábamos. Dejé, pues, Lima, una semana antes de Navidad, pasé buena parte de las vacaciones en esa triste ciudad minera, y pronto recibí la grata noticia de que la íbamos a dejar, por lo cual le di un gran abrazo. No, no había nada que me retuviera en el Cerro, salvo la amistad con Yolanda, tan ocurrente, y que tiene como yo diecisiete años, pero que ha dejado por algún motivo los estudios. También quizá mi tibia e interrumpida relación con Alejandro, ese joven un poco mayor que yo. No, no me gustaba tampoco ese sitio por la pobreza que reina, y donde buena parte de los mineros están condenados a la enfermedad, si no a la muerte. Entusiasmada, pues, dejé esas escuetas anotaciones y, a la manera de los personajes de algunas de las novelas que he leído, que no son pocas, comienzo en Jauja este diario. Sí, un verdadero diario, y es lo que hago en esta hora de la noche. Señalaré, eso sí, que no voy a anotar las ocurrencias de cada día, como hacía, en forma muy resumida, en las libretas de antes. Aquí daré cuenta de sucesos, pensamientos y deseos cuando lo merezcan, o sienta yo la necesidad de hacerlo, aunque sea un poco más tarde. Por eso resultará a veces, lo presiento, algo así como un semanario. Debo recordar que la celebración del cumpleaños de mi madre, el 27 de febrero, no fue como debiera y yo hubiera querido, y se limitó a una cena con algunas amistades, que no dejaron de lamentar que nos marcháramos. Yo le dediqué una carta muy cariñosa, expresándole mi gratitud y mis mejores deseos, y le regalé unos aretes que le había comprado en Lima. ¡Cuánto nos emocionamos!

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Colaboré en lo que pude en los afanes del traspaso del local y del negocio, que es de telas y prendas, así como en la venta de los muebles y en otras cosas. En esos menesteres fui una mañana con un encargo al bazar del señor Tafur, donde por feliz casualidad había en una vitrina un cuaderno muy bonito, con un broche y con una cadenita que daba la vuelta a las tapas. Más aún, en la portada se leía, en letras doradas: Diario. Me interesé por supuesto, ya que era mucho mejor que una libreta. Pregunté si era el único ejemplar que había, y el dueño me dijo que tenía dos. Los compré de inmediato con mis ahorros, y los guardé muy bien, en espera del momento de iniciar en uno este diario, y en copiar y escribir en el otro los versos que escribo. Uno será, pues, el espejo de mi vida personal y de la que comparto con los demás, y el otro uno de mi mundo interior. Mantendré los dos en secreto, aunque tal vez en el futuro me anime a dar a conocer mis poemas. Llegamos a Jauja anteayer, después de días de largos y fatigantes preparativos, a las seis de la tarde, luego de cambiar de tren en La Oroya, en un viaje largo y pesado. Nos esperaba nuestra vieja casa, con su bonita sala y el comedor con un gran ventanal, el estudio de mi abuelo materno, los dormitorios y un gran jardín. Una casa que siempre me ha gustado y he querido mucho, y donde he nacido y pasado la mayor parte de mi infancia y principios de mi adolescencia. Mi tío Teodoro, el hermano de mi madre, y que es el único pariente cercano que tenemos aquí, no habría recibido el telegrama en que le avisábamos el día de nuestro viaje, pues de otro modo habría venido de Concepción, donde reside, a recibirnos. La mayor parte del año, y en especial en estos meses, sale muy poco de ese lugar, donde compró un fundo con una casa, y que habita desde que enviudó hace más de cinco años. Su hijo, mi primo César Arturo, mayor que yo, se casó y se

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fue a vivir a Trujillo, y es muy poco lo que se comunica con su padre. Nos recibió, pues, Matías Landeo, vecino nuestro que ha oficiado de guardián durante nuestra larga ausencia, y se sorprendió al vernos, pues no nos esperaba todavía. Nos saludó y cargó y acomodó las maletas en el dormitorio que mi madre tiene desde sus tiempos de soltera a la derecha del patio. Todo estaba en orden, y en el lugar señalado los bultos que habíamos enviado antes por tren de carga desde el Cerro, con algunos de nuestros muebles y enseres, mis libros y parte de la mercadería que venderíamos en Jauja. Al poco rato llegó Leoncia, la paisana soltera que nos ha ayudado en pasados años, en quien tenemos bastante confianza, a la que habíamos prevenido por carta y había aceptado trabajar con nosotras nuevamente. Nos recibió afectuosa, y se alegró por el presente que le habíamos traído. Proseguimos, pues, con las indispensables y primeras tareas de nuestra instalación, hasta que fue noche cerrada. Muy solícita, la servidora se las arregló para traernos unas tazas de tilo. «Les hará bien para el frío», dijo, sin acordarse de que en Cerro de Pasco es mucho más intenso, y de que así el aire de Jauja resulta para nosotras temperado. Cenamos muy ligeramente a las ocho, cansadas a la verdad. Landeo vino después a conversar por un momento. Nos dijo que en las últimas semanas mi tío había venido poco a ver la casa. «Parece que al señor le gusta estar solo», comentó, como me ha parecido también a mí, sobre todo después de la muerte de mi tía Mercedes, su esposa. Nos contó algunas novedades de la ciudad y nos dejó al cabo de un rato. Leoncia se fue a su vez al dormitorio de servicio, que es el que ocupa, y nosotras, madre e hija, nos recogimos cada una en su cuarto. No tardé en conciliar el sueño. Cuando desperté esta mañana, ella ya se había levantado y la oí caminar por el patio. Por un rato estuve mirando los

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juegos de la luz al filtrarse por las ventanas. Me gustó el silencio, tan diferente del que teníamos en el Cerro. Me vestí y me puse esa bata blanca, de tul, que me regaló mi madrina, y salí al patio. Era tan claro el día. En el comedor me di con la sorpresa de que había llegado muy temprano el tío Teodoro. Sí, él, y estaba conversando con su hermana. Se había enterado anoche de nuestra llegada por un conocido que viajaba de La Oroya a Concepción en el mismo tren que nosotras, así que hoy madrugó para venir a vernos en el viejo pero bien conservado auto que tiene desde hace un tiempo. En efecto, no había recibido el telegrama que le habíamos mandado. Me miró con esos ojos suyos, tan negros, y me dio un abrazo, diciendo: «¡Estás tan alta, y te ves tan guapa, Felicia...!». «Tú también te ves muy bien, tío», le dije, y es verdad, a pesar de su aire, como siempre pensativo. Tomó luego desayuno con nosotras y se habló largamente del paso que hemos dado. Se habló también del colegio de mujeres, regentado por monjas franciscanas, que hay en Jauja, pero resulta, según nos contó, que por varias razones en este año solo tienen hasta el tercero de media. Sí, estaba seguro de ello. Nos quedamos perplejas. «Estaba convencida de que tenían secundaria completa, y ahora ¿cómo vamos a hacer?» repetía, contrariada, mi madre. Yo también me sentí frustrada, desde luego, y mucho más porque era difícil que volviera a Lima con los problemas económicos que enfrentamos. De pronto, acordándose, dijo mi tío: «Pero eso tiene solución». Y nos habló de un colegio de mujeres, regentado por monjas de la Orden Isabelina, junto a Soray —anexo no lejos del convento de Ocopa y de la pequeña ciudad de Concepción—, y que es también casa de retiro de esas religiosas, para todo lo cual disponen de un local levantado a principios de siglo y espacioso. Pues bien, allí se cursa del tercero al quinto año

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de secundaria, y se ofrece a las estudiantes que lo deseen una formación pedagógica en un año adicional, por la cual salen con el título de preceptoras, que las habilita para enseñar en escuelas de niños. Ah, y que además no es caro. «¡Oh, qué bueno!», se felicitó mi madre, aliviada, y me dijo: «Tú verás más adelante, Felicia, si te avienes a trabajar de profesora, pero mientras tanto podrás acabar allí tus estudios de media y tener por si acaso un título. Eso es lo que importa». Sí, realmente, porque no quiero dejar inconclusa la secundaria, ni tampoco convertirme después en ama de casa. No me agrada, en cambio, que sea un establecimiento regentado por monjas, pero qué se va a hacer. Una vez, hace tiempo, visitamos ese pueblito, que cuenta con una iglesita antigua, y es un sitio que me gusta. «La semana próxima iremos a informarnos y, si no hay inconveniente, a matricularte», dijo mi madre. «Debemos tener en cuenta, además, que ya es tarde para buscar otra alternativa», añadió mi tío, y se ofreció para hacer las averiguaciones del caso, y, si era posible, reservar mi matrícula, ya que conoce a la superiora. Nos ofreció también su auto para ir pronto a formalizar mi inscripción. La conversación giró luego sobre las perspectivas del negocio en Jauja, más modestas pero más seguras que en Cerro de Pasco. Terminó así la plática y yo me fui a tomar un baño y a arreglarme, y después pasé el resto de la mañana ayudando en los quehaceres domésticos, y en un alto en el jardín contemplando los rosales, la cantuta y los árboles nativos que tenemos. Me sentía tan feliz que mamá tuvo que insistir para que fuera a poner la mesa para el almuerzo. En este se habló de varias otras cosas, y mi tío nos anunció que se quedaría unos dos o tres días con nosotras, en ese cuarto suyo que da al otro patio. Y ello a pesar de que, según nos cuenta, tiene cosas que atender en su finca. Nos ratificó también que por

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esta época no tiene pensado ir a Lima, y nos contó que a su hijo, mi primo César, le va bien allá en Trujillo. Vaya, sin darme cuenta he escrito varias páginas. Miro una vez más mi cuaderno, con su linda cubierta y broche, que son toda una belleza. Mi madre quizá lo ha visto, pero no ha dicho nada, sin duda porque habiéndome hablado tantas veces de las bondades de la discreción, no puede ahora dejarse llevar por la curiosidad. Tal vez intuye que escribo un diario, e incluso que escribo versos, pero no dice nada al respecto. Sí, lo repito, estoy feliz de estar con ella en esta casa que siento más que mía, ya en mi habitación, en esta ciudad tan recogida. Todo tan diferente de Cerro de Pasco. ¡Si hasta me parece que en algunos momentos hace calor! Jueves  de marzo.— Ya está arreglado mi dormitorio, que tiene una bonita ventana que da a un canto del jardín. Por la mañana estuve ayudando a mamá con las flores, pues quiere distraerse así, aunque solo sea por unos momentos, de los ajetreos de la instalación, y será dentro de dos días que se dedicará, con mi ayuda y la de una amiga de Leoncia, a la tarea de ordenar en los anaqueles de la tienda, desocupada desde que tengo memoria, y las telas y prendas con que negociamos, y a las que añadirá, en cuanto pueda, el vestuario de algunas de nuestras danzas vernáculas. Cuando nos cansamos me puse a leer a solas el poemario de Melgar, que tanto me gusta y que fue de mi abuelo, pero a mitad de mi lectura me puse a pensar en mi tío Teodoro. Hoy salió de casa temprano, y regresará después del almuerzo, pues tiene una diligencia que cumplir. Me ha causado una impresión aún más singular que la que me producía cuando nos visitaba en Cerro de Pasco. Me refiero a ese rostro suyo, de una palidez en que se destacan más vivamente esos ojos que Lorenza

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Márquez, amiga de mi madre, llamó una vez, con palabras que se me grabaron, «dos carbones ardientes y sombríos». Pues así son, sobre todo cuando se pone pensativo o la observan a una. Hombre guapo a pesar de su edad, pero en quien, me imagino, aun las mujeres con experiencia deben percibir algo de especial. Según he llegado a saber vivió amores novelescos en su juventud y se casó ya no muy joven, pero enviudó, como dije. ¿Tuvo luego en Lima otros romances? ¿Por qué se obstina en vivir solo allá en su finca de Concepción, entregado —por lo que sabemos— a la atención de su propiedad, a ciertos negocios, a la lectura y a algunas excursiones? ¿Por qué no convive abiertamente, si no quiere o no puede casarse, con esa Maruja Linares, su actual amor, separada hace años de su marido, y que reside también en esa ciudad? ¿Por qué no nos la presenta, si ya sabemos de ella? ¿Por qué no viene a visitarlo su hijo César? Cuando le hago preguntas como estas a mi madre, ella, incómoda, se lleva el índice a los labios y me dice: «Mejor no hablar ahora de eso, hija». A pesar de no haber terminado la carrera de abogacía, trabajó en una compañía importante, y habría ganado un buen sueldo. Me acuerdo muy bien, hablando de eso, que, estando yo interna en el colegio de Santa María Eufrasia, me sacaba a veces por especial encargo de mamá, uno que otro fin de semana, y me invitaba a almorzar en un restaurante bien puesto, y me llevaba a pasear después en un coche de alquiler, pues en Lima no tenía auto como ahora. Sucedía en esas ocasiones que, por momentos, se olvidaba de que entonces yo era ya adolescente, y me trataba con el especial cariño con que uno se dirige a una niña de once o doce años. Y leído a su manera como es, me regalaba de cuando en cuando uno o dos libros, y como sabía o adivinaba mis preferencias, sobre todo de poesía. Bueno, ahora tendré oportunidad de verlo con frecuencia, e incluso de visitarlo allá en su retiro y ver cómo vive, qué hace, cómo está

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su arbolado fundo, por qué no habla casi nunca de su hijo, y acaso pueda conocer a esa Maruja Linares. Por la tarde me dediqué, como en las pocas semanas que pasábamos en Jauja en los dos últimos años, en los meses de enero a marzo —días de lluvia, pero también de mañanas límpidas, soleadas, y de verdor, de fiestas—, a echar una larga mirada a los libros del abuelo. Ese buen señor, abogado retirado, viudo, que vivía de sus ahorros, del arriendo de unas propiedades, y por quien velaba tía Josefa. ¿Cómo es que se había aficionado a la literatura y había reunido esa cantidad de ejemplares, numerosa para un profesional de provincia? ¿De dónde le había venido esa afición a las novelas y libros de memorias? Porque eran los títulos que predominaban, aunque también tenía algunos de poesía, como constaté poco a poco. No lo conocí, porque murió antes de que yo naciera, pero a menudo contemplaba su retrato, allá en la sala. Hojeaba, pues, esos volúmenes, no siempre con el consentimiento de mi madre, y pude así leer en mi pubertad y adolescencia, por partes, y a veces completas, obras tan dispares como El lazarillo de Tormes, unas novelas cortas de Balzac, algunas tradiciones de Ricardo Palma, los poemas de Melgar a los que me he referido, capítulos del Quijote y otros títulos más modernos. Lecturas dispares, desde luego, como de otro modo fueron los cuentos que me narraba una ahijada de mi madre, joven campesina, allá en mi infancia, con zorros, cóndores y amarus de nuestras leyendas andinas, que tanto me encantaban y aún lo hacen. ¿Y mi abuela materna? No, tampoco la conocí, porque falleció aun antes que su marido, pero cuya efigie me detenía a veces a mirar en su gran retrato, vecino al de su esposo, en nuestra sala. Hoy la he vuelto a contemplar, deteniéndome en sus ojos, de una seriedad que yo llamaría inquisitiva.

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