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DIÁLOGOS CON MI POLLA COLECCIÓN DE RELATOS ― ALBERTO ASECAS
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PRESENTACIÓN
Asecas es, evidentemente, un pseudónimo, elegido en sustitución de los apellidos Álvarez Sánchez, demasiado comunes y de una sonoridad un tanto rimbombante. Un día, tras hartarme de buscar alternativas a mi auténtico nombre, me pregunté por qué no firmaba simplemente: Alberto, «por qué no poner: Alberto, a secas», y pensé que junto parecía un apellido. También define un rasgo de mi carácter (cierta austeridad, seriedad o “sequedad”), que no gusta ni me gusta especialmente pero va ligado a mí y resalta. “Diálogos con mi polla” era el título de uno de los relatos, al cual le borré la “s” para hacer una especie de distinción técnica por no considerarlo del todo representativo. Y no le otorgo dicha consideración porque su brevedad, el tono sarcástico y el humor un tanto burdo que destila, aunque usados en otras de las narraciones, resultan minoritarios en comparación con el resto. De cualquier modo, reúne varios elementos clave en la colección: mi gusto por lo fantástico, por la ruptura de la normalidad, lo siniestro y, el más significativo y constante: llevar las situaciones y a los personajes al límite. Además, me reí mucho escribiéndolo y leyéndoselo a mis compañeros de tertulia, que, a tenor de sus risotadas, disfrutaron igualmente. Podría afirmar que bauticé así este libro pretendiendo expresar con ello que mi literatura, o la literatura en general, se reduce a una introspección, una reflexión interna, una “paja mental”, y que quizás le quito hierro con un poco de ese humor burdo, pero básicamente ―tras considerar multitud de opciones― constituye un título llamativo que presuntamente ayudará a captar la atención de posibles lectores y permanecer en su memoria. Esta recopilación evoca una de las mejores etapas de mi vida, o la mejor, por lo menos hasta ahora, cuando conocí y me involucré con un puñado de frikis mayormente alcohólicos en el curso de unas tertulias atípicas, sintiéndome por vez primera verdaderamente encajado en un grupo de personas. Descubrí, ejerciéndola, una capacidad que únicamente fantaseaba poseer, gestando textos que ahora deseo empezar a compartir masivamente, y rentar, claro, mínimamente, por tanto tiempo y esfuerzo vertido en ellos.
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La mayor parte de estos relatos fueron concebidos para mi participación en la mentada tertulia, que cada miércoles desarrollaba el Kolectivo Literario Puntos Subversivos (o KALEPESIA), dentro de la Sociedad Cultural Gijonesa, y a ella los debo, a quienes me acogieron cuan raro soy como uno más desde el principio y a otros tantos que llegaron después.
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INTRODUCCIÓN
El procedimiento de la tertulia consistía en reunirnos cada semana y elegir un tema (si se incorporaba un nuevo miembro, se le invitaba a hacer los honores), usándolo de guía (o no) para escribir algo que leer durante la siguiente reunión, entre trago y trago. He contemplado diversas formas de ordenar los textos, incluida la segregación de los mismos en cuanto a un carácter más satírico o más serio; algunas asociaciones he hecho, pero el lector tendrá que atreverse y lidiar con bruscos cambios de tono. Apunto, no obstante, bajo el título de los relatos el tema sobre el cual me inspiré o que justifiqué, muy peregrinamente a veces, para llevar donde quería y algún otro dato que ocasionalmente resultará orientativo. Como he sugerido, gran parte de las historias tienden al género fantástico y suelen colocar a quienes las protagonizan frente a elementos que súbitamente contradicen su realidad, su visión de ella; otras veces, son circunstancias mucho más comunes las que los ponen a prueba llevándolos al extremo de una situación. Así, conocerán si se aventuran en estas páginas a un hombre que se pudre en vida, tanto metafórica como literalmente; a otro cuya sombra lo ha abandonado; una mujer en coma que viaja a los confines del universo; un cura que supuestamente confiesa al diablo; un papa que va al infierno; un químico que mata con los gases que su cuerpo genera; un asesino en potencia, uno en prácticas y otro consumado; tipos que hablan con su propio pene; gente que se desmaterializa; desesperados por creer, por querer; venganzas brutales; la mayor oscuridad jamás contemplada... Y, antes de abordar cada lectura, ignorarán si se trata de un drama, una comedia u otra cosa. Verán combinarse lo formal con lo irreverente en una pretensión clarísima por abarcar distintos registros y, sobre todo, ir más allá (del “buen gusto” también, ocasionalmente), hasta el fin de todo, a pelo, desprovisto de prejuicios. A partir de aquí, cualquier norma podrá transgredirse. Buen viaje.
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Y SIN EMBARGO SE MUEVE
He elegido para comenzar un relato que hasta cierto punto define el estilo por el cual me encasillaron (no sin razón) y que se repetirá en adelante. La clave está en el trato a los protagonistas... Tema: «¿Me tocó o qué?» (Algunos tertulianos se esmeraban más bien poco, sobre todo tras conocer una gran cantidad de temas.)
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Asomó regurgitado a la consciencia desde un sueño negro. Se notaba pesado. La luz de la mañana llegaba tenue a través del visillo y el blanco techo aún no pasaba de gris. Debía enfrentarse a aquel día igual que a miles anteriores, superando su desgana. Tras un rato de inerme contemplación, luchó por erguir el ensombrecido lastre corporal. Sentía con extrañeza como si lo arrastrara un poco más que de costumbre, como si tuviese que redoblar esfuerzos para que los miembros respondieran a las órdenes enviadas (advirtió indolente, casi aliviado, la excepcional ausencia de otra inútil erección matutina). Posó los pies en el suelo, sentado un instante al borde de la cama, que abandonaría para dejar completamente vacía, como el resto de una casa privada de la vida que le otorgaría una mujer, quizá también unos niños, puede que alguna mascota; seres inexistentes, cuya fantaseada corporeidad el silencio se encargaba de desmentir inmisericorde. Una vez en pie, se dirigió al cuarto de baño. Descubrió en sus rasgos una demacración que superaba las simples ojeras habituales. Y se extendía, al parecer, hasta sus manos: los otros dos pedazos de carne visible. Se levantó la parte superior del esquijama. Efectivamente, aquella misma palidez cubría la distancia intermedia oculta por el tejido mitad algodón, mitad poliéster, extendiéndose a lo largo y ancho de torso y brazos en contraste con zonas oscurecidas que, libres de hueso, ofrecían el desagradable espectáculo de hundirse. El imparcial espejo confirmaba la observación directa. Asimismo, percibía un olor y un sabor de boca, una sequedad, que no logró disimular cepillándose los dientes y enjuagándose repetidamente. Ni
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siquiera la ducha arrastró esa desubicada sensación de suciedad que lo embargaba. Decidió que ―ya no por encontrarse raro internamente, que le sucedía, sino sencillamente por aquel aspecto― no debía ir a trabajar, por vez primera en demasiado tiempo. Telefoneó. Su propia voz lo sorprendió cambiada, quedando patente al oído de quien escuchase la verosimilitud del comunicado: ―Hola. Soy Emilio. Hoy no podré ir... Sí, no me encuentro bien... De acuerdo... Gracias. Adiós. Ignoraba cuándo habría faltado a la oficina por última vez. Quizás incluso no había faltado nunca. Romper por fin aquella disciplina le causaba un mínimo y estúpido atisbo de pena, idéntico al de quien ve frustrada su intención de conseguir algún record, compensado no obstante por la convicción de merecerlo plenamente: demasiado tiempo sacrificado a una labor desgastadoramente repetitiva en la que ya no hallaba sentido alguno. Marcó el número de citas previas del ambulatorio y, sorpresivamente, le concedieron un hueco en media hora escasa. Colgado el auricular, tomó las llaves junto al aparato, se calzó y salió con la chaqueta ya puesta camino de la consulta. ―¡Vaya! ¡Qué aspecto! ―apreció el médico nada más verlo aparecer por la puerta. Lo invitó a sentarse. Lo interrogó superficialmente y se dispuso a tomarle la tensión con su diagnóstico resumido en una simple palabra: «anemia». Segundos después, su semblante cuajaba en un gesto de honda contrariedad. ―Qué raro... Debe estar estropeado. La aguja no marcaba número alguno, alto o bajo. Probó en sí mismo... ―Pues no. Funciona bien... ―Retiró de sí el brazalete mientras lanzaba la siguiente pregunta―: ¿Tiene algún problema de movilidad en este brazo? ―indicándoselo suavemente con un toque. Él lo levantó con desgana, movió también la muñeca, estiró y contrajo los dedos adelantándose a la posible petición del galeno. Éste, con idéntico gesto de contrariedad, echó mano del estetoscopio. Auscultó arriba y abajo, a izquierda y derecha, sin un solo resultado que mejorase tan severo rictus, antes al revés. Comprobó nuevamente la herramienta en sí mismo.
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―No puede ser... Exploró manualmente: las muñecas, tratando de localizar su pulso con el pulgar; su cuello, donde mejor notaría la circulación de la sangre... Emilio empezó a contagiarse de la inquietud que reflejaban los ojos del hombre al encontrarse fijamente con los suyos. ―Discúlpeme un momento ―y se ausentó, encaminado con paso decisivo. El propio Emilio quiso constatar lo increíble y hundió las yemas de sus dedos índice y pulgar en el gaznate, ratificando la estrambótica sugerencia del doctor. Era incapaz de notar el latido, el necesario bombeo. Condujo la palma de su mano al pecho y la mantuvo allí... Nada indicaba una minúscula actividad del corazón... El doctor reapareció acompañado por otro; después, alguien más, y alguien más aún en lo que terminó siendo una congregación de batas blancas. Volvieron a auscultarlo, incrédulos, y finalmente decidieron trasladarlo de consulta. Proyectaron un análisis de sangre, pero, cuando le pincharon para extraérsela, encontraron que no fluía adecuadamente, porque estaba parcialmente coagulada... Tomaron una muestra para estudiar bajo el microscopio. ―¿Dónde trabaja? ―se le ocurrió preguntar a alguno de los presentes, saliendo por un instante de la estupefacción generalizada que amenazaba tumbar los pilares de sus creencias para centrarse en lo verdaderamente importante: su enfermo y cómo vencer la enfermedad. ―En una empresa farmacéutica. ―Podría deberse a eso ―tanteó, más dirigiéndose a sus colegas que al paciente. ―No creo ―declaró Emilio, y prosiguió, a sabiendas de que esperaban su razonamiento―. Investigan con productos, sí, pero yo estoy al margen: trabajo en las oficinas. Soy un mero chupatintas. ―¿Cuánto lleva ahí? ―Demasiado. Lo ingresaron en una habitación del hospital a la espera de más pruebas y los resultados de aquel análisis. Desnudado, vestido con el ridículo camisón de abertura trasera, se negó a acostarse, aunque se notara tan pesado (de cualquier modo, torpe más que cansado).
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Reflexionó a solas entre las asépticas paredes, sintiéndose al margen de todo cuanto se desarrollaba alrededor suyo, sopesando los datos de que disponía para sacar conclusiones que, tanto como a los médicos, le costaba horrores creer. Acopló de nuevo la palma de su mano al pecho... Una mosca revoloteaba nerviosamente, incordiándolo su zumbido. Sentado en una silla por cambiar de postura, recibió al heraldo de nuevas: el tipo con bata blanca entró (conservaban sus facciones aquel gesto de incertidumbre y recelo, aumentado si cabe), avanzó sin parpadear hacia él y se detuvo frente a la silla. Titubeó ojeando los papeles que traía consigo. ―¿Cómo explicarlo...? ―En términos sencillos, por favor. ―Su sangre está coagulada, y hemos encontrado en ella una cantidad ingente de microorganismos que sólo presentan los cuerpos en descomposición. ―¿Quiere decir que estoy pudriéndome? ―¡No! ―se apresuró a negar, tal vez más por rectificar el impacto de aquel informe que por contradecir su interpretación―. No sabemos: hacen falta más pruebas... El suyo es un caso único ―aseguró antes de irse, sin darse cuenta de que no recibiría la frase precisamente como motivo de tranquilidad. ―Ya... Me tocó, ¿no? Pues qué lotería de mierda. Lo sacaron en camilla para una exploración más concienzuda. Percibió indirectamente algunos fragmentos de conversación durante las pruebas: ―... increíble... ―... corrupción... ―... muy avanzado... Sobre la camilla, una silueta anónima se dirigió a él: ―No se preocupe, ya estamos pensando en la forma de detenerlo. «Detenerlo.» De regreso al cuarto, lo depositaron en la cama y él no luchó por contrariar a la abnegada enfermera; carecía de fuerzas para ello. ―¿Desea que llamemos a alguien? ―No hay nadie a quien llamar. ―¿Algún familiar? ―No.
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Bebió copiosamente, pugnando por neutralizar aquella molesta sequedad. Se sentía peor y, a cada minuto transcurrido, le parecía estar perdiendo el tiempo irreversiblemente. Sin duda, era víctima de un singular proceso de degeneración, un proceso «muy avanzado». (Aquel hedor...) Costaba ordenar los pensamientos. ¿Qué había dicho el camillero...? Volteó su cabeza sobre la almohada, aplastando la oreja... Reparó en que ya no podía oír aquel rumor provocado por el torrente sanguíneo: su sangre se había estancado. En cambio, cobró la vaga impresión de un hormigueo por todo el cuerpo, un comezón (por interno) imposible de rascar. Sin resistencia, se hundió en un pozo negro del que entonces no fue consciente. Lo devolvió a la luz el ruido de la puerta. Irrumpió otro de aquellos matasanos. Se acercó sordamente, como con paso fúnebre, y se inclinó para hablarle. ―Señor ―dijo―, usted está muerto. Parpadeó y, al abrir los ojos, no había nadie. Lo tomó por un sueño lúcido. Sólo aquello último. El techo que contemplaba era el del hospital. Entornó los ojos hacia sí porque de repente notaba con toda claridad como si aquel hormigueo hubiese trascendido la epidermis..., y se sacudió violentamente (con las fuerzas que su estado le permitía) al verse cubierto de moscas. Agitó, inmensamente asqueado, los brazos en medio de la siniestra nube, hasta incorporarse; no pensó: simplemente reaccionó abalanzándose contra el guardarropa y se vistió con lo imprescindible mientras espantaba horrorizado a alguno de los persistentes insectos, incrementando su preocupación un mutado color de piel, ligeramente hinchada. Afortunadamente, los médicos debían considerar que albergaba esperanzas de cura, o al menos una prolongación de su plazo vital, que no hallaría sitio mejor donde sufrir aquello; de lo contrario, muy probablemente se hubiesen preocupado por disponer un centinela, o encerrarlo sencillamente, para continuar su estudio de tan extraordinario caso. Eso o era que lo desahuciaban, lo abandonaban por imposible, por inexplicable, por repugnante. A pesar de que la gente reparaba en él por su aspecto y olor, pudo salir fácilmente del edificio.
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Condujo sin madurar un destino, tratando de soportar su propia fetidez, el profundo asco del proceso de degeneración que lo consumía. La muerte rondaba. Revisó en su memoria, anhelando recuerdos a los que aferrarse, cuya ausencia lo sumía aún más en el desecho. Se metió en la autopista y desvió por una carretera secundaria, para acabar en el pueblo que lo viera nacer, ahora desierto. Se notaba invadido. Se restregaba ampliamente, incapaz de aliviar aquel picor lacerante. Creyó notar en la boca a las pequeñas criaturas que lo devoraban; introdujo los dedos para escarbar, sacarlas si podía... Se sintió mareado y aflojó sin pretenderlo el volante. Y su coche viró, estrellándose contra un árbol. Más negritud... Esa negritud continuó de regreso a la consciencia. Creía estar echado, pero cierta insensibilidad física, la falta del punto de referencia visual, impedían corroboración alguna y sintió claustrofobia. Ordenó a sus miembros sacudirse, ignorando si obedecerían, ansiando que al menos le transmitiesen una idea del sitio donde estaba por el ruido al tropezar con una superficie. Todo cuanto oyó fue plástico en torno suyo. Y dedujo que alguien lo había descubierto, sin pulso, el olor y el aspecto indiscutible de un cadáver, y lo habían recogido en una bolsa (como se hace con la basura) para trasladarlo a una morgue, para meterlo en uno de esos nichos de compuerta blindada (con un único cierre, externo, claro) a la espera de practicarle una autopsia o cremarlo directamente. Su claustrofobia se transformó en pánico. Se agitó (dedujo agitarse, por el ruido frenético del plástico), temiendo caer de nuevo en la inconsciencia y despertar en medio de una disección... Volvió la luz. Aún se hallaba en el coche, frente al árbol que lo había frenado. Tuvo certeza de que no se trataba de sueños sino alucinaciones: su cerebro debía fallarle también. Lo mismo que en el previo desvanecimiento, no supo la cantidad de tiempo transcurrido, pero dicha luz había cambiado, filtrada por las nubes. Empujó la abollada puerta y sacó los pies, sentándose dificultosamente. Los pantalones estaban manchados de orín. Notó esta vez diáfanamente a las criaturas que cebaba. Hizo una torpe reverencia de anfitrión para abrir la boca y vomitar desde ella una sucinta cascada amarillenta de gusanos bien formados. Aquella intensa repulsión no convulsionó su estómago porque debía haber muerto.
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Sus miembros obedecían. Abandonó los restos del auto y continuó a pie, desprendiéndose de la chaqueta con que se había tapado por los pasillos del hospital y la calle. Anduvo penosamente, sobre hierba, caminos sin pavimentar, propinando lentos manotazos al aire para disuadir a algunos insectos que atraía. Recordó la frase de aquel médico o camillero: «estamos pensando en la forma de detenerlo...» Pero ¿cómo se puede detener a la muerte? Arribó a la casa de su infancia, el lugar donde había nacido. «Cuarenta y un años», pensaba, cuarenta y un años de búsqueda infructuosa por disminuir aquella vacía soledad y que de seguro acabarían en breve. Tiró de un tablón suelto en el mugriento piso y sacó del hueco una escopeta de doble cañón. La retiró de la bolsa protectora junto con unos gruesos cartuchos y marchó escaleras arriba, cargándola, sus dedos imprecisos en la operación. Se tumbó sobre el viejo colchón, descorriéndosele la camisa sin abrochar, mostrando en su plenitud aquel vientre hinchado, abstrayéndose ya de pensamientos o recuerdos, incluidos los encerrados entre aquellas paredes desconchadas. Empujó la boca del cañón en la suya propia y pulsó el gatillo, desatando un estruendo enorme que sin embargo a ninguna persona sobresaltaría en mitad de tanto silencio. Cayó en otro sueño negro. Pero no definitivo. Al cabo de no podía determinar cuánto, abrió los ojos en la acechadora penumbra y contempló la escena, no obstante suficientemente clara. Su estómago era una carcasa abierta llena de laboriosos gusanos que se desbordaba, amontonándose los caídos sobre el reverso de la camisa, con el batir de alas de innumerables moscas de fondo; parte de sus sesos (que tampoco desperdiciarían) se había mudado a las paredes y el podrido almohadón, esparciéndose en precipitado éxodo tras abandonar un cráneo destrozado, con un boquete desmedido que pudo palpar. Porque aún podía moverse y sentir, aparte de ver y razonar. Calibró otro intento de suicidio, incluso prenderse fuego para no dejar ningún resto comestible de sí mismo y exterminar por completo en consecuencia a la plaga de sucios invasores..., mas lo rechazó. Con la boca de nuevo rebosante de vida, decidió que el trabajo de aquellos seres, en su
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simpleza, tenía mucho más sentido que el que había desempeñado él a lo largo de una entera existencia frustrada. Envidió su eficacia para complacer sus necesidades. Y les permitió rematar su labor, deseando pasar a integrarse con ellos. Asumió el papel de testigo. Se dedicó a observar hasta que alcanzasen sus ojos (creía sentirlos detrás, retorciéndose ya en las cuencas de su calavera), hasta que colonizasen totalmente el cerebro. ¡Que no dejasen nada!
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EL HOMBRE SIN SOMBRA
Probablemente mi relato más “bonito”. Su posición en el segundo lugar de esta antología quizá le dé al valiente lector una idea respecto a los cambios de tono que habrá de afrontar durante la aventura. Tema: «El eterno enemigo».
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Luis se levantó por la mañana, a las 6:30, como de costumbre. Amodorrado, se duchó rápidamente, se vistió, desayunó un café descafeinado con un par de bollitos y se cepilló los dientes. Nada, en efecto, fuera de lo común. Sin embargo..., notaba cierta diferencia que no era capaz de ubicar, sensación pareja a la que lo asalta a uno cuando olvida algo e ignora qué. Se dirigió a la parada del autobús que lo acercaría a la estación de ferrocarril, aquella sensación garabateando espirales bajo un techo blanco de nubes que invadía, luminosa aunque fríamente, las calles. La dejó de lado, tomada por engañosa o intrascendente, al verse entre sus compañeros: pensaba demasiado, estimó. Comió en la tasca habitual, solo otra vez, porque sus compañeros eran oriundos de la ciudad o alrededores, los esperaba una familia con la que reunirse para compartir las viandas y a él no le merecía la pena perder más tiempo en autobuses y trenes. Luego, proseguiría su jornada, tristemente partida, no sin antes rematar aquel intermedio con lo único que últimamente aliviaba la pesadez causada por el derroche de energías diario, inútil más allá de la economía de supervivencia: dar tras la comida una vuelta a lo largo del rompeolas. No apreciaba desde hacía semanas el ejercicio físico o el paisaje tanto como encontrarse por allí, indefectiblemente, a una misma chica. Iba siempre con un perrito de color claro, aspecto simpático, bigotudo, al que permitía corretear libremente mientras él, asomado al mar, la observaba de tapadillo por encima de aquella barandilla, temiendo espantarla como se espanta a un hermoso animal salvaje lleno de lógico recelo, quizás para no espantarse él mismo, puesto que ella parecía realmente afable. De vez en cuando, lo descubría y Luis desviaba su mirada procurando la mayor naturalidad. La mujer en cuestión poseía una gracilidad
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y un rostro, un gesto, que lo agradaban sobremanera. En alguna ocasión la había tenido muy próxima, pero Luis no hallaba las palabras, o el valor, para lanzarse a pronunciar ―torpemente, seguro― una primera. Recreó nuevamente su vista, se torturó nuevamente con dudas y, nuevamente, se ausentó sin despedidas ―que tampoco corresponderían a un saludo―, para acudir a atender sus obligaciones, decepcionado aunque también rescatado de su indecisión, excusada su presunta cobardía. Siendo principios de invierno, había oscurecido ya para su regreso, con lo cual estaban encendidas las farolas que lo escoltarían durante el forzado paseo hacia casa desde el punto más cercano en la ruta del transporte público. Entonces reparó en ello... La sombra de los transeúntes se agrandaba y empequeñecía, se duplicaba y replegaba después a su paso por la acera bajo los focos de luz naranja combinados con los de algún coche, pero la suya no la encontraba por ninguna parte... Oteó adelante, atrás, a los lados; rastreó en torno suyo, deteniéndose para fijarse con mayor atención; se agachó, se acercó a las farolas y gesticuló con sus miembros bajo cada haz luminoso, tratando de asegurar un error perceptivo. En vano. Sólo consiguió atraer miradas de extrañeza. Reanudó su marcha apremiado, preguntándose a qué se debería aquel síntoma. A cada zancada, escudriñaba en busca de aquello que siempre había estado allí y que ahora, misteriosamente, había desaparecido. Consideró la idea de que sólo un objeto invisible carece de sombra... No obstante, la gente había reparado en él. Por contra, nadie lo había hecho en aquella peculiaridad... ¿Acaso algo desconocido lo afectaba para que su cuerpo reaccionase de aquella manera, para que los rayos de luz no proyectasen la sombra de un cuerpo opaco, o quizás el problema radicaba en una enfermedad mental? Tal vez lo siguiente fuese avistar elefantes voladores... Cerró de golpe la puerta del apartamento, tensados los músculos, aún buscando en el suelo la huella cambiante de sí mismo que su lámpara debiera originar. Se metió en la cocina, pulsando otro interruptor, arrojando estruendosamente las llaves sobre la mesa, y el tubo fluorescente parpadeó hasta decidirse a alumbrar fluidamente. Notó una mancha por el rabillo del
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ojo. Se volvió, echándose para atrás de un susto al ver aquella sombra alargada, más o menos de su tamaño, moviéndose sobre la superficie de la nevera... «Definitivamente ―juzgó― estoy chiflando.» Retomó aliento sumido en aquella alarmante inseguridad, mientras la estudiaba cautelosamente... Partía del suelo. Era como si un cuerpo invisible la proyectase. Y, a pesar de la distorsión, reconoció en ella sus rasgos: se trataba de su sombra... Como ajena a él ―de espaldas―, parecía entretenerse manipulando algo... Simulaba coger varias cosas de la nevera, o, mejor dicho: la sombra de varias cosas, frente a la atónita expresión de Luis. Desenvolvió lo que parecían las lonchas de queso y sostuvo una en alto para ingerirla... Semejante banalidad alivió moderadamente su parálisis. Ante tan surrealista visión, sólo se le ocurrió dirigirse a ella (como si entre sus recién adquiridas capacidades se contase la del raciocinio); entendió que era la única forma de exorcizar el miedo, e invirtió un esfuerzo considerable. ―¿Dónde... has estado? ―interrogó vacilante. Ella, de nuevo agachada, giró la cabeza como si lo mirase por encima del hombro y continuó su actividad. Él no supo muy bien cómo tomárselo. Hasta que, repentinamente, se embraveció por el desdén. ―¡Eh! ―gritó, procurando atraer su atención (no pensó que una sombra pudiese hacerle daño). Su sombra volvió a erguirse, a girarse, y echó hacia delante los hombros, elevando la barbilla como en señal de desafío, para inmediatamente después seguir a lo suyo, abandonando resueltamente la cocina. «¡Mi propia sombra me está vacilando!», exclamó, y la contempló salir, mutando según avanzaba por la diferencia de iluminación entre el fluorescente y la lámpara del recibidor, alejándose por éste hasta desaparecer en la oscuridad del pasillo. Anonadado, optó por seguirla. Buscó, encendiendo luces. Se la topó echada lánguidamente en el sofá de la salita, con una mano detrás de su indistinguible nuca y la otra prolongada en un rectángulo romo apuntado hacia el televisor: ¡estaba pasando los canales de una televisión apagada...! ―Pero... ¿qué pasa aquí? ¿Quieres hacerme caso de una puta vez?
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Fingiendo sordera, la oscura amiga se incorporó y enfiló hacia el cuarto de baño. Sacó su pene aplastado y un leve trazo se dibujó sobre aquella taza. ―¿Será posible? ―musitó―. Tengo que estar alucinando. Su sombra era también limpia y se lavó las manos con la sombra de un chorro de agua. Se secó con la sombra de la toalla y salió del baño, dejando atrás a su estupefacto antiguo dueño. ―¿Y ahora dónde coño va? La vio encaminarse por el pasillo hacia su habitación. Se preguntó si dormiría con él. Pero simplemente quería apropiarse de las sombras del discman, los auriculares y uno de sus CD para escuchar, supuso, música silenciosa. ―¡Bueno, ya está bien! ―explotó Luis―. ¡Te ordeno que vuelvas a tu sitio! Su sombra declarada en rebeldía, adoptando el relieve del escritorio, se entornó descreídamente y, como acicate a su colérica reacción, le hizo un corte de mangas. Luis se quedó tan mudo como ella, presenciando cómo regresaba a la salita, y la contempló allí echada, con sus dos manos fundidas a la cabeza, aparentando entrelazar sus dedos bajo la nuca, escuchando música inaudible a través de unos impalpables cascos. Se dio por vencido y apagó la luz. Descargó su peso en la silla frente al escritorio de su habitación, los ojos perdidos, bien abiertos, cavilando cuán despierto se sentía. «Mañana ―solventó― me comunicarán que padezco un brote de esquizofrenia...» Miró la puerta cerrada e imaginó a aquella gemela bidimensional atravesándola, porque supuso que podría. Luego, se fijó en aquel borrón cuadrangular sobre la mesa, donde su contorsionista doble monocromo había depositado la inaprensible carcasa del disco: la sombra separada de un objeto inanimado. Tocó, pero las yemas de sus dedos únicamente registraron la superficie de madera barnizada. Y la sombra en cuestión permaneció allí, inalterable (sin volatilizarse, como temía sucediera), para responder a cada una de sus incrédulas comprobaciones antes de irse a la cama... Tomó la caja de plástico en sus manos y la dispuso bajo una bombilla, para confirmar que, igual que él, carecía de sombra propia. No había duda de que su mente
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―descartando una realidad tan incomprensible― urdía firmemente aquel delirio. Alcanzó su móvil y marcó diversos números de personas con las cuales no se atrevió a hablar de aquello. Se acostó sin cenar, relegado completamente el apetito. Rezó por no albergar su cerebro algún tipo de tumor. Pero ¿y si estaba perfectamente cuerdo (restaba una noche entera de insomnio para barajar posibilidades y a eso se dedicaba ya)...? Discurrió que en primer lugar debía probarse mediante algún testigo la objetividad de cuanto venía experimentando, quemar el último improbable cartucho que lo alejaba de la locura. ¿Y cómo sería, en ese remoto caso, su vida con aquel signo de distinción...? No le apetecía nada convertirse en una atracción por aquello; bastante bicho raro se había sentido ya en el colegio y el instituto. Había que joderse. «Tómalo con humor, Luis», pretendió aliviar someramente aquella incertidumbre: su propia sombra se había amotinado, había proclamado su independencia e iniciaba una etapa en solitario; eso sí, viviendo de okupa bajo el mismo techo... El despertador lo sacó parcialmente del aturdimiento en que había logrado caer (lo más parecido al inconciliable sueño reparador que su organismo necesitaba). Quiso engañarse con una esperanza de recuperación de la normalidad, una esperanza de que el incómodo elemento perturbador le concernía exclusivamente al mundo onírico, basándose para ello, como los abogados, en que existían precedentes (ensoñaciones, sueños, pesadillas, que habían dejado en él similar poso de confusión con la realidad). Pero comprobó a través de la consciencia medio velada aún, bajo los efectos de aquel aturdimiento, que la pequeña sombra cuadrangular del escritorio no se había evaporado precisamente: no se había movido un ápice de allí. De hecho, cuando enrolló la persiana, pudo observar cómo se alteraba únicamente por incidencia del nuevo ángulo de luz, para seguidamente permanecer estática a no ser que modificase dicho ángulo. Se desperezó empapándose la cara con agua fría. Visitó la salita, el resto de habitaciones... No había en toda la casa rastro de la insurrecta. Avisó por teléfono a su jefe (despertándolo, por el tono de aquella voz rota) y pidió cita para un examen médico con carácter de urgencia.
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Prescindió del café y los bollitos; sólo se duchó, sin prisas, y sin prisas se vistió. Y, como le sobraba tiempo, que no deseaba gastar entre aquellas solitarias paredes, recogió las llaves y se marchó a comprar el periódico, a tomar aquel café fuera; en definitiva, a mezclarse con la gente. Aunque lo ideal hubiese sido recurrir a algún amigo íntimo (ninguno disponible tan temprano). Se encontró la puerta del apartamento de enfrente abierta y, sorprendentemente, a la vecina ―una señora de avanzada edad que a duras penas lo abandonaba― en bata por el vestíbulo. Ayudándose de su tacatá, iba con pasitos cortos, dificultosa y precipitadamente, tras algo. Y ese algo, poco más veloz que ella, ¡parecía su sombra...! La vieja desistió, incapaz de seguir el ritmo. Volvió su cara arrugada hacia Luis, con sus ojos hundidos e inocentes, su boca desdentada en aquella expresión alelada y temblorosa ―por los años más que por el miedo― y preguntó con ella, se exclamó, sin acertar a usar las cuerdas vocales... Era hasta gracioso y, sobre todo, liberador para él: el suyo no representaba un caso excepcional. Luis templó una mueca de circunstancias al pasar por su lado, sin saber bien cómo comportarse, igualmente pasmado pero feliz, y retrocedió motivado por esa felicidad para agarrar a la anciana por los brazos y decirle con una sonrisa de oreja a oreja: ―¡Señora, no se preocupe: a mí me ocurre lo mismo! ―indicando el lugar a sus pies donde adolecía de lo equivalente. Se aproximó al ascensor, advirtiendo que la mujer tampoco se había desvanecido en el aire por tocarla: había notado claramente su piel y hueso, con lo cual sentía alejarse de la teoría alucinatoria, de la locura. Tal vez su sombra se comunicaba con otras y había visitado aquel apartamento mientras dormitaba. «¿Dónde estará mi sombra? ―canturreó para sus adentros―, ¿dónde estará mi sombra, que anoche me la robaron...?» Traspuesto el portal, abortó la coña ante el panorama que comenzó a perfilarse... Constató más ejemplos. Buen número de siluetas se desplazaban libremente sobre el asfalto, entre los peatones, estupefactos al presenciar cómo tales sombras, independizadas de sus modelos, aparentaban comunicarse con las suyas y éstas cobraban vida para responder al
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comunicado, para despegárseles finalmente de los pies y propagar a su vez el mensaje sedicioso pintadas por un sol ardiente. ¿Acaso la suya había iniciado una especie de revolución...? Unos a otros se miraban ignorando cómo proceder. Algunos emprendían dubitativa persecución, por curiosidad o como acto reflejo, y resultaba paradójico, porque antes eran ellas, sometidas a las inquebrantables leyes físicas, quienes los seguían fielmente. Luis caminó absorto por la evolución de semejante espectáculo. Sin proponérselo, acabó en la estación de tren. Se preguntó si aquello sucedería en la ciudad donde trabajaba, si habría llegado hasta sus compañeros, y pagó un billete, cobrado por una señorita a quien tuvo que insistir bastante para atenderlo dado el revuelo generalizado que captaba su atención tras la mampara. Al solitario maquinista no debía haberle alcanzado la onda, o le habían ordenado continuar su rutina, puesto que arrancó puntual... Una vez se apeó, halló lo mismo, incluso más desarrollado si cabía. La gente lo comentaba por las calles, miraba con asombro o temor cómo los espectros se relacionaban entre sí, excluyéndolos mayormente, replicando sus actividades cotidianas (creyó ver a uno haciendo footing, y a otro conduciendo un automóvil, esto es: la sombra de un automóvil), tal que forjando su propia vida al margen de los humanos; aunque, a su manera, por fuerza, aquellos entes debían también poseer humanidad... Paseó tranquilamente (si no puedes evitar algo, mejor no martirizarte por ello). Le pareció que a su alrededor se desarrollaba una estrambótica suerte de película muda. Desembocó en el rompeolas, una vez más, disfrutando del panorama. Lucía hermoso los días soleados como aquel, tanto que le dolía no compartirlo con alguien. Como aquella chica... Pero ¿qué le daba miedo?: ¿el rechazo?, ¿perder otra ilusión que agrisara más todavía sus despertares laborales, ya de por sí grises?; ¿no era peor la duda...? Unos gozosos ladridos irrumpieron a cierta distancia. Atisbó el perrito color vainilla, correteando, como fijada su atención en alguna pequeña criatura a ras de suelo que, sin embargo, se desplazaba tan rápido como él... Jugaba con su propia sombra. Tal vez se había escapado tras ella, porque no veía a su dueña por ninguna parte.
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Luis se aproximó a uno de los miradores. En un resplandeciente banco destacaba una pareja; en realidad, las sombras independientes de una pareja. Algo captó su interés y se confió por lo abstraídos que estaban, ya que no solía quedarse mirando fijamente a nadie, tridimensional o no; el caso es que, tras un rato de observación, creyó identificar sus propios rasgos en la del hombre..., y también los rasgos de ella en la de la mujer... Entonces una voz femenina se clavó en su espalda, provocándole una leve arritmia y un nerviosismo inevitable al reconocerla: ―Hola ―saludó la chica, aquel precioso rostro nuevamente tan cerca del suyo. Miró a Luis un instante y luego a las sombras de sus respectivos cuerpos en el banco, las siguió mirando, porque interpretó que llevaba un tiempo allí. Y, por su gesto, interpretó además que las había reconocido. ―Hola ―acertó a pronunciar por fin él.
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LA ÚLTIMA FRONTERA
Suelo tomarme las cosas literalmente de partida y, en ese sentido, la propuesta de aquel miércoles supuso un reto. Tema: «Ya he llegado al fin del mundo».
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Carol pudo contemplar nítidamente la habitación alrededor de su cama, con una ausencia de esfuerzo que hasta se le antojaba impropia, sintiéndose de pronto liberada de cualquier molestia o impedimento que la hubiese llevado al hospital; contempló la bien iluminada habitación y, después, a sí misma tumbada allí... Sin intermediación de espejo alguno, desde cierta altura, se veía: veía un cuerpo con sus facciones, entubado e inerte, no muerto pero casi. Había oído hablar de aquellos episodios. Entornó la mirada hacia el punto desde el cual analizaba semejante escena, hacia la envoltura corpórea que presumiblemente contendría su conciencia, quizá una traslúcida copia del original, del fardo comatoso en que se había convertido, aquella suerte de prosaica bella durmiente (aunque dormir no equivale forzosamente a soñar, y los sueños convencionales discurren muy por debajo de la inaprensible lucidez que experimentaba), y no descubrió su aspecto habitual reducido a etéreo, ninguna versión de fantasma clásico, de alma descarnada como las que suele representar el cine; simplemente, no halló nada. Entraron un par de enfermeras. Observó en su estatus de imperceptible testigo cómo la aseaban con una esponja ―los miembros fláccidos―, cómo mudaban a aquel muñeco apagado y lo volteaban para cambiar sus sábanas. No sentía conexión con él. Y, de momento al menos, tampoco le importaba demasiado. Tuvo curiosidad ante tan novedosa situación, así que se dispuso a explorarla. Flotó por los pasillos del hospital atenta a cada detalle. Espió visitas, visitó pacientes y personal y asistió a sus actividades ligeramente elevada sobre ellos. Topó con una ventana al final de uno de esos pasillos y se preguntó si, a aquella altura, sería capaz de mantenerse ingrávida o
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descendería como si aún pesase. Intuyó que dependería de su ánimo, que el temor a caer provocaría que cayese y la convicción de volar le proporcionaría una especie de alas invisibles... Abandonó a través del cristal las instalaciones, invadida por un vértigo de novato que menoscabó su determinación inicial, atrayéndola varios metros hacia el suelo, hasta que se recompuso para superarlo como había predicho, y planeó entre edificios más liviana que el aire, rebasándolos a continuación, fortaleciendo su teoría. No creía estar soñando, ni sufriendo un extraño desajuste cerebral que la conducía a imaginar todo aquello: era consciencia, o así lo percibía; pura conciencia liberada. Ascendió considerablemente. ¿A qué velocidad podría desplazarse? ¿Dependería también de su convicción...? Atravesó el Atlántico en un periodo ridículo, acelerando progresivamente, a medida que la visión monótona del paisaje la impacientaba. Una habilidad para proyectarse hacia donde enfocara su atención parecía dilatarse en el transcurso, ayudándola a cubrir tales extensiones. Pronto aseveró aquella inaudita capacidad, trasladándose a cualquier rincón del planeta con sólo proponérselo. Tomaba altura, ensanchando su panorámica, y elegía dónde se lanzaría en picado como un ave de presa. De las pirámides aztecas a las egipcias, hilvanando paradas por una ruta caprichosa que ambicionaba acaparar cada destino turístico, del más manido al más exótico, en un tour que jamás permitiría su sueldo. Y, aún desbordada por la magnitud del plano terrestre, quedando mucho por husmear, reparó en las estrellas. Ignoraba cuánto duraría aquel don, porque no lo suponía perenne, y, si corría peligro de interrumpirse súbitamente, merecía ser aprovechado para viajar a sitios que nadie podía alcanzar. Ascendió de nuevo. Coronó tímidamente la estratosfera y prosiguió. Hasta el espacio exterior. Ahí se detuvo, para admirar la Tierra, un enorme globo azulado y blancuzco que se desbordaba por una vez de las pantallas de cines y televisores... Regresó inmediatamente, pretendiendo asegurarse de que era capaz, de que no la anulaba motrizmente aquella ingravidez. Y, afianzada, decidió ir más lejos. ¿Cuánto más lejos podría ir...? Volvió a otear en dirección a la esfera terráquea, pero esta vez desde la Luna. El distanciamiento siempre resta importancia y, suspendida en mitad del oscuro vacío, le trasmitió una imponente vulnerabilidad. Luego, saltó a otro planeta del sistema: el destacado Júpiter, maravillándola sus
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gases y tormentas en permanente evolución. Bailó alrededor de él, brincando de satélite en satélite antes de arribar a Saturno, donde descompuso en cercanía la definición de sus anillos («¡Caray! ―pensaba―, el supuesto viaje astral lo está siendo literalmente»)... Regresaba continuamente para no perder su punto de referencia, no resultara que se extraviase en la inmensidad del cosmos. Esto la ayudó a habituarse, a agrandar de un modo increíble su control sobre aquella extraordinaria capacidad. Y se propuso otro reto: llegar hasta el fin, averiguar si el universo ostenta límites... Concentró toda su energía en una dirección, fijó su conciencia en el infinito y se impulsó hacia allí, abstrayéndose del colosal espectáculo que la rodeaba... La velocidad de la luz no representa un tope cuando no necesitas desplazarte físicamente. Desconoció el tiempo transcurrido, porque el tiempo ―y, por supuesto, su noción de él― habían desertado en el trayecto hacia aquel punto impreciso. Cuando sólo tuvo oscuridad ante ella, deceleró. Detrás, las últimas estrellas se apagaban como débiles y lejanas candelas en una noche ventosa... Aún osó adelantarse un poco más. Pero la oscuridad se cernía por todos los flancos y sintió miedo, terror a perderse en aquella aparente nada, en medio de una soledad indecible donde ya no distinguía siquiera que avanzase. Resolvió que había llegado al fin. Y retomó, desesperada, el camino inverso... Descendió a las calles de la ciudad. Deseaba rodearse de gente. Aunque seguía convencida de la existencia de seres inteligentes allá fuera, y sabía que estaba desperdiciando una oportunidad única para corroborarlo, prefirió en aquel momento la cercanía de sus semejantes. Afloraba cierta aprensión por haberse transformado en un ente impalpable y, por tanto, incapaz a su vez de tocar, de aferrarse a la solidez de un cuerpo. Intentó regresar al suyo. Lo atravesó sin infundirle ninguna reacción; se acopló a él, imitando su posición de cara al techo, enterrándose en la opacidad bajo sus párpados, rememorando las sensaciones físicas, convenciéndose de tender puentes entre su voluntad y sus músculos, pero éstos no respondían. Y, al pensar en aquellos ojos cerrados, en aquel organismo conquistado por un sopor irresoluble e indefinido, Carolina se percató de que ella, la mente disociada, activa, consciente, a pesar del excitante trajín viajero y el prolongado desvelo, no acusaba necesidad alguna de descansar, y quiso
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conocer si, en aquel estado extracorpóreo, existía algo similar al sueño o permanecería vigilante indefinidamente, obligada a un aislamiento que ya la agobiaba, imposibilitando interactuar con otros... Resurgía el terror ante ese horizonte. Debía centrarse en no sucumbir a él, asiendo la esperanza de recuperarse a sí misma, llenando el pensamiento con estímulos opuestos... Divagó nuevamente por los pasillos, por las salas de cada planta del hospital, tratando de interesarse en algo, en alguien... Un chico de Rehabilitación. Era un hombre joven, guapo, de rostro afable, abundante cabello negro impecablemente cortado y carnes prietas. Estudió cada ademán suyo sin revelar defectos. Se adhirió a él como una rémora a un tiburón, ansiando vivir su vida, engañar a la soledad, distraer al terror que acechaba. Cuando acabó su turno, lo siguió hasta su casa, donde lo recibieron una mujer y una hija igualmente perfectas. Carolina los acompañó en su afán de que se le contagiase la calidez de aquel hogar. Tras la cena, la niña a punto de adolescencia se retiró a su cuarto. Carol pasó por allí más tarde. Observó que, arrodillada sobre un cojín y valiéndose de unos anteojos, espiaba absorta por su ventana. Buscó al otro lado del patio el objeto de aquel interés... Tras otra ventana, un hombre de mediana edad dormía. Al acercarse, pudo distinguir un tenue brillo en sus ojos cerrados, y creyó darse cuenta de que lloraba lánguidamente. Intrigada, se desplazó hasta su habitación, al lado mismo de su rostro. Lloraba, efectivamente, conmovido por alguna angustia subconsciente... Carol empezó a frecuentar aquel apartamento, como en la distancia lo frecuentaba la niña. Retuvo los rasgos de aquel hombre elegante, velándolo en la penumbra hasta el albor, conmoviéndola sus sollozos, relajándola el resto plácido de su sueño. Lo siguió durante sus actividades cotidianas, tratando de inferir a qué se debían las gotas que cada noche emergían a través de unos párpados cansados mientras se encariñaba del aire melancólico que despedía. Pero no acertaba con la solución al dilema. Hasta que un día la desapegada conciencia en que había transmutado retornó bruscamente a su contenedor. Abrió sus ojos en la habitación del hospital. Giró su cabeza a un lado y a otro, constatando que escudriñaba desde la perspectiva correcta, que sus miembros respondían al mandato, que mente y cuerpo eran uno otra vez.
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Pronto acudieron enfermeras y doctor, felicitándola por despertar, aunque no sentía haber dormido y tenía unas ganas tremendas de hacerlo... Se sorprendió cuando más adelante aquel enfermero se presentó en el cuarto para guiarla en las tareas de rehabilitación. Conversando para entretenerla, mencionó a su hija, algo sobre ella dijo y a Carol se le escapó el nombre de la niña, confirmado instantáneamente por una reacción anonadada en el hombre. «Oh ―trató de disimular―, se lo habré oído a alguien.» Recuperada, fue al encuentro del vecino. Tras varias semanas examinándolo, conocía sus hábitos perfectamente. Lo abordó a media mañana en una cafetería. Se lo contó todo, aportando buen número de detalles para convencerlo de que no hablaba con una loca. Había llegado a sentirse profundamente atraída hacia él. Y acabaron intimando. Cada vez que se acostaban en aquella casa, Carol bajaba la persiana, frustrando a la niña. Pero, a pesar de la ventaja de que era acreedora para complacer su propia curiosidad, sabía tanto como ella... Lo había juzgado con aspecto de viudo, quizás uno en quien no habría cicatrizado adecuadamente la herida por la marcha de una amante esposa. No era así. Puede que alguna otra mujer le hubiese hecho daño. Sin embargo, consciente del rastro salado en torno a sus ojos cada noche, él lo negaba. Tal vez se tratara de algo que no deseaba compartir con ella, aunque afirmaba no ocultar secretos, y parecía convincente. ¿Lloraba acaso por un deseo nunca obtenido que ella no satisfaría...? Cada noche, Carol aguantaba sus párpados alzados en la penumbra, vigilando los de aquel hombre hasta que segregaban fluido. La mortificaba no llegar al fondo de aquel ser con el cual se acostaba, tan cercano y, en cierto modo, tan lejano. Postrada en la cama una noche, salió de su cuerpo, como le había sucedido en el hospital. Entonces, sintiéndose de nuevo una conciencia libre, se le ocurrió meterse en la cabeza de él. Probó a introducirse directamente en el misterio de su mente. Atravesó el hueso y se encontró suspendida en un espacio negro, idéntico al inquietante lugar que había asociado con el fin del mundo (más por miedo a continuar desprovista de mapas que por otra cosa), justo antes de despertar. Esa vez sí fue un sueño. Animada por él, envuelta aún en la ensoñación, se aproximó a su frente... Y sus labios tropezaron con la dureza
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del cráneo. Depositó un beso en aquel muro infranqueable. Realmente, no había alcanzado la última frontera.
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DIÁLOGO CON MI POLLA
“Krahniano” para mí (por el dibujante) antes que “kafkiano”, como lo denominó una compañera, me reí escribiéndolo, y se rieron escuchándolo. Mucho. De hecho, se produjo un efecto de retroalimentación en que, debido a las carcajadas, tuve que interrumpir varias veces su lectura porque me lloraban los ojos y las gafas estaban empañándoseme. Suele gustar, aunque destila un humor susceptible de considerarse burdo y sacrílego que puede ofender mentalidades excesivamente puntillosas. Tema: «Cazador de humo».
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Me he enclaustrado en esta celda para ganarme el amor de Dios, y seguiré aspirando a él hasta el momento de mi muerte, aunque cada vez me veo menos digno. Grabo con piedrecitas sobre estos muros el testimonio de mi lucha interna, a ciegas, incapaz ya de discernir en la penumbra que se desliza por el estrecho hueco de la tronera como hacía en principio. Me niego todo contacto carnal por impuro, tratando de alcanzar esa gran comunión, ese éxtasis duradero al que sólo nuestro Señor nos puede empujar... Pero fracaso una y otra vez. Mis genitales, mi ropa y mi lecho aparecen continuamente manchados por el deshonroso fluido. Descubrí una noche sucios mis pies descalzos: tras haber caminado horas por los campos fuera de mi cubil, según un miembro insomne de nuestra comunidad. Inquieto por el episodio, mandé cerrar con llave el portón de mi retiro. Mas nuevamente ocurrió, y no sólo vi en mis pies la inmundicia de caminos y huertas alrededor del monasterio sino, además, mi humano cuerpo desnudo completamente, con un par de plumas de gallina en mi vello púbico... De algún modo, en sueños, había vulnerado el encierro. Horrorizado, mandé entonces atrancar el portón para frenar posibles arrebatos sonámbulos. Eso pareció funcionar, intensificando no obstante mis poluciones nocturnas. Batallé contra el deseo de mi carne, pero se reveló con fuerza, llegando a cobrar vida de modo inaudito, literal... Un bulto acertó a moverse bajo mi raída túnica y, anonadado, reconocí se trataba de mi propio pene; pude distinguir cómo apuntaba hacia mi rostro, aparentando mirarme, sin ojos, directamente a los míos, y cuánto no aumentó mi asombro cuando articuló la pequeña abertura, boqueando como un pez, para dirigirse a mí con voz propia.
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―Eres un capullo ―dijo―. Nunca lograrás vencerme. ¿No te das cuenta de que el amor físico es el único seguro? ¿Por qué rechazarlo? ―¡No! ―grité, ignorante de la naturaleza de aquella visión. Traté de acallarlo, tapándolo, de apartarlo, retorciéndolo, pero sólo conseguí que se endureciera y, mientras lo estrangulaba, mientras forcejeaba con él para devolverlo a su posición inerte, me di cuenta de que seguramente era eso lo que quería. Así que decidí ignorarlo. ―Desperdicias la materia de que te ha hecho tu dios. Deja de papar moscas ―me recriminó el entrometido. Debía constituir algún tipo de alucinación, una prueba de la mente o de Dios, tal vez una artimaña del maligno, siendo harto improbable que estuviera sucediendo cuanto mis sentidos aparentaban registrar, algo tan realista que provocaba la sensación de que el mentado músculo acogía vida propia, como si ―por desarrollar alguna extraordinaria tara― se hubiese gestado un diminuto cerebro dentro de aquel glande. Pensé atarlo con alguna suerte de cinturón de castidad, incluso amputarlo, mas juzgué que los hermanos no admitirían semejante acción y yo no sabría cómo detener la hemorragia; por cierto que, de morir desangrado, ante mi Señor eso podría considerarse suicidio: un pecado imperdonable. Solicité un flagelo con que mortificarme para abortar el motín. Y abandoné tal práctica porque a mi cuerpo empezó a resultarle placentero ese dolor... Concentré todas mis energías en no escuchar, en aprender a dominar estos impulsos sin más ayuda que mi voluntad; de otra manera, sería como permitir que mi cuerpo, mi mente defectuosa, venciese a mi espíritu, resultando yo indigno de ganarme un minúsculo trozo del paraíso prometido (cosa que tan lejana parece intramuros, acumulando heces sin mirar de dónde salen). Albergo la esperanza de que cuanto mayor sea mi tormento aquí, mayor será mi recompensa allí... Ha dejado de combatirme manteniéndose erecto en los momentos más inoportunos, como cuando me obligaba a adoptar posturas inverosímiles para orinar, pero, sobre todo, se ha callado, parece haberse cansado de increparme, de parlotear incesantemente. A lo largo del tiempo, he ido perdiendo facultades: noté primero que mi vista fallaba y creí que la escasez de luz me estaba cegando; luego noté que era mi oído el que fallaba; más tarde, mi sentido del olfato, del gusto, desprendiéndose mi cabello precipitadamente... Mis ojos se entrecerraban,
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planteándome serias dificultades abrirlos; mis orejas empequeñecían, asimismo mis narices y mi boca, que sólo usaba para ingerir una porción menguante de alimento... Ahora me palpo y (al contrario que mi cuello) noto una cabeza reducida, blanda, desdibujándose en ella el último vestigio de los rasgos que la definían, sin ojos, ni oídos, ni nariz, ni boca, ni pelo, y una rendija naciendo en su extremo superior... Toco mis partes bajas después de tanto (me parece mucho) y las noto apreciablemente crecidas, con lo que se asemeja al cabello que me falta en la cabeza (la que en otros tiempos fue mi cabeza), un bulto que supongo es una nariz (la que me adornaba, aunque cueste aceptarlo), otros dos a los lados que interpreto como orejas y una brecha por la cual salivo; y compruebo que mis cinco sentidos no han desaparecido completamente sino que funcionan desde un nuevo centro. Sé que ha tomado control sobre mí, silenciosamente. Con nuevos ojos, leo en la pared que ha tachado una palabra de lo que pretende ser el título de esta obra y, donde antes ponía «DIÁLOGO CON MI ESPÍRITU», ahora pone «DIÁLOGO CON MI POLLA». Y me pregunto si, en efecto, soy un capullo.
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LA GRAN CONFESIÓN
Publicado en el número 8 de la extinta revista KALEPESIA. Tema: «Los Mitos».
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Desde la penumbra en su sección del confesionario, el sacerdote despidió a su feligresa trazando al aire la rutinaria señal de la cruz. ―Ve con Dios, hija. Cuando ésta apartó la cortinilla para salir, una porción de tenue luz se coló fugazmente, imprimiéndole el dibujo de la celosía separadora sobre la sotana, el alzacuellos, el flanco de su ojo. Dispuesto a abandonar él también la acogedora garita espiritual, otra voz le advirtió que volvía a estar acompañado. ―Padre ―irrumpió aquella voz―, me gustaría confesarme. Al padre lo sorprendió la rapidez y el sigilo con que aquel hombre había entrado, o quizá más bien su propio despiste. Se acomodó nuevamente. ―Te escucho, hijo. ―Antes querría pedirle que nada de cuanto le diga saldrá de aquí. ¿Puede asegurarme el secreto de confesión? ―Por supuesto. Todo cuanto me digas quedará entre nosotros y Dios. Jamás he roto este compromiso. ―Lo sé ―declaración velada, más hecha para sí en el camuflaje de las sombras que para el religioso, que a éste le produjo una breve extrañeza, solapada por su siguiente afirmación―. Confío en usted. ―Bien. ¿Qué te aflige? El desconocido retardó un segundo su respuesta. ―Causo daño a los hombres. El cura maduró un instante su reacción, tanteando aquella voz reposada y profunda. ―¿Por qué motivo?
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―Lo necesito. Para existir. ―¿Crees que te volverías un don nadie si dejases de hacerlo? ―Dejaría de existir. Me alimento de su dolor, sus miedos, su idolatría... ―Ya... ―convino, interpretando metáforas sobre la marcha―. ¿No crees que es mejor sacrificarse por los demás? ―Dígame: ¿qué sentido tiene la vida si no existes? Pronunciaba por tercera vez aquel verbo. ―¿Te da miedo la soledad? ―Creo que en realidad siempre he estado solo. Pero no se trata de soledad. ―Entonces, ¿de qué se trata?; explícame, hijo. ―Padre, ¿usted cree en Dios? ―Claro ―replicó su siervo, con la boca llena de obviedad. ―¿Y en el diablo? ―Bueno... Creo en algo que se podría llamar así. ―¿Me creería si le dijese que yo soy el diablo? Dudó de la naturaleza del juego que se traería entre manos aquél. ―¿Tú crees que eres el diablo...? ―El tipo no contestó, obligándolo a revisar la pregunta que había formulado primero―. No, me costaría mucho creerlo ―trataba de escudriñar sin éxito a través de la celosía, maldiciendo a su manera la escasa visibilidad. ―¿Y si le mostrase unos cuernos y un rabo? El cura imaginó una cola escamosa terminada en punta de flecha deslizándose por debajo hasta tocarle la sotana. ―Una imagen un tanto clásica, ¿no? El otro rió suavemente. ―Sí, demasiado. ―Hijo, no sé a dónde quieres llegar. ―¿Y si le dijese que en realidad soy su dios? ―¿Cómo puedes decir eso? ―lamentó airadamente―. Mira, tal vez te hayas equivocado de lugar. Tal vez deberías... ―Disculpe, padre ―interrumpió―. Crea que no es mi intención resultar ofensivo. La voz del hombre se le presentaba tan sosegada y correcta que no podía por menos que permitirle proseguir.
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―Está bien. Dime qué buscas entonces. ―Ya se lo he dicho: deseo confesar, el daño humano que he causado y las mentiras, la manipulación de que me he valido para ello, al principio de modo inconsciente. ―Explícate mejor. ―Sí... Sé cuán difícil le resultará creer que soy quien he sugerido, pero haga un esfuerzo de imaginación y contemple esa posibilidad momentáneamente; véame como la encarnación transitoria de algo con lo que casi todo el mundo fantasea pero casi nadie experimenta claramente: Dios o diablo, elija al que más fácil le resulte asociar conmigo. ―Hizo una pausa dramática. El párroco se decantó por asumir que aquella persona no creía realmente encarnar a ninguno de los mentados sino aspectos de cuanto simbolizaban. ―Me costará, pero prosigue. ―Imagine también que su adorado dios y su repudiado diablo son en parte invención de otra inteligencia, la cual, según se mire, puede considerarse divina o demoníaca y juega ambos roles, promocionándolos, potenciándolos. Yo soy esa inteligencia. ―Nueva pausa. Aunque la voz sonaba menos distante, no percibía que se hubiese acercado. Le reconoció cierta cualidad hipnótica a aquel tono y la calmada autoridad que despedía―. Imagine su religión como un simple mito, una mentira. ―Creí que deseaba confesarse, no abrir una discusión filosófica ―asestó con incipiente disgusto. ―Lo estoy haciendo. ―Lo que está haciendo es tratar de poner en duda mi fe usando la teoría de que fueron los hombres quienes crearon a Dios y no a la inversa. ―No, hablo en primera persona ―corrigió, sin alterarse ante la hostilidad despertada. ―De acuerdo: usted creó a Dios. ¿Por qué? ―Tampoco he dicho eso exactamente. ―Mire ―consultó su reloj mientras se levantaba―: ya es tarde, y mucho más para aguantar estas tonterías, así que... ―Por favor, siéntese ―elevó aquel tono, sólo para reclamar su atención―. Creo que ese pescado al horno podrá esperar unos minutos.
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Tal comentario, el alarde de poseer una información tan banal pero tan íntima como era su decisión de qué iba a cenar aquella noche, demudó su semblante. ―¿Cómo sabe usted eso? ―Yo sé muchas cosas. Ahora siéntese, por favor. Todo cuanto le pido es que termine de escuchar. Obedeció, ignoraba en qué proporción intimidado e intrigado. ―Gracias. No tardaré. Respondiendo a su pregunta sobre mi propósito: por mantener ignorante a la humanidad, y por mantenerme a mí mismo en la supervivencia. ¿Ha oído la frase «querer es poder»? Las ideas toman cuerpo: nacen, crecen, evolucionan y se transmiten de generación en generación; si se cree lo suficiente en ellas, no sólo acaban por materializarse sino que pueden llegar a cobrar vida propia. Y son muy difíciles de matar, extremadamente difíciles. Yo sirvo de ejemplo. El confesor callaba. Su confesante prosiguió: ―¿Sabe que cada cerebro humano libera constantemente una cantidad de energía, más intensa cuanto mayor la emoción por una idea? ¿Dónde cree que va a parar? Yo me alimento de eso. Yo soy eso. Soy el producto de siglos de eso que llaman fe. He inventado los ídolos que adoran. ―¿Y por qué diferentes ídolos? ―cuestionó, para demostrarse un grado de valentía dentro del apocamiento―. ¿No tendrías mayor fuerza, de ser quien dices, si todos te imaginásemos de la misma forma? ―Muy buena pregunta... No. Me volvería seguramente más palpable, me estabilizaría en alguna forma que pudieseis compartir, pero acabaríais por daros cuenta de mi verdadera naturaleza y seríais vosotros quienes me controlaseis una vez desvelado el truco. Las ideas se tornan vulnerables cuando se hacen realidad. No hay nada mejor para matar una idea que materializarla. ―Me estás diciendo que eres una especie de... ¿vampiro? ―Crío fieles como ganado que saboreo, y de vez en cuando los excito con algún fuego fatuo, algún prodigio inexplicable, algún pretendido milagro para que no decaiga su fe, para que se fortalezca; os empujo al enfrentamiento para cebarme en vuestras emociones crecidas ante el peligro, la muerte, el vacío. Floto en el aire que respiráis, respirándoos; me muevo entre vosotros sin que me apreciéis, más que por el efecto de mi presencia,
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esa descarga agotadora, succionando la profunda decepción que late bajo cada creencia injustificada, bajo cada convicción. ¿Vampiro? Por qué no. ―Coartas el libre albedrío ―se sorprendió opinando, acunado por aquel timbre vocal, envuelto en la vibración de aquellas palabras como una mosca en los hilos de una araña. ―No. Intervengo ocasionalmente, y vosotros en última instancia actuáis entregados a ideas propias. Se revolvió contra la ceñidora mortaja de seda: ―Has insinuado que eres etéreo, apuntando que flotas, que te mueves sin ser visto... Sin embargo, ¿cómo explicas tu corporeidad en el hecho de estar aquí, conmigo, hablándome? ―¿Me has visto acaso...? Sí soy etéreo, inaprensible, una manifestación voluble que se transforma, que se concreta momentáneamente, pero nunca en modo perdurable, lo mismo que los hombres no os ponéis de acuerdo al imaginar vuestros dioses y demonios. Y no necesito corporeidad alguna para hablarte puesto que me comunico directamente a través de tu cerebro; al fin y al cabo, no soy más que una idea, aunque a menudo desee ser físico y de vez en cuando lo consiga. El cura meditó su réplica. ―¿Ahora eres físico, visible...? Guardó unos segundos de silencio. ―No ―respondió llanamente. Se dispuso a levantarse para comprobarlo, para enfrentarse definitivamente a él. ―Espere, padre ―lo detuvo―. Aún no me ha dicho si me concederá la absolución. Hoy he pensado que debía pedírsela..., pero también darle las gracias, ya que sin gente como usted yo no viviría. El sacerdote, medio inclinado, tocando la tela que lo separaba del exterior, reaccionó descorriéndola vigorosamente. Y, cuando repitió este gesto sobre la contigua, descubrió con un latido discordante vacío aquel habitáculo... Miró a un lado y a otro, alrededor del confesionario, tras las columnas, el altar; recorrió toda la hilera de bancos exhaustivamente hasta llegar al pórtico de la iglesia, sin hallar el más ínfimo rastro de aquella persona. O el tipo era muy rápido o había estado soñando, porque se negaba
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a creer que hubiera sufrido una alucinación, producto de una repentina enfermedad mental o del propio demonio. Regresó a la altura del confesionario abierto, resistiéndose igualmente a creer que si no lo encontraba tal vez era porque no se había marchado de allí... Un mendigo entró y saludó humildemente, su gorra en la mano como señal de respeto. Se encaminó por el pasillo central. Él volvió su mirada al confesionario, al compartimiento que había ocupado alguien que no había visto... A su espalda, recibió de pronto las admiraciones de aquel viejo. ―¡Padre...! ¡Padre, está llorando...! Giró sus solemnes vestiduras y observó cómo el desastrado hombre señalaba con su dedo índice: ―¡El Cristo está llorando!, ¡está llorando sangre! ―exclamó con su débil voz para acto seguido santiguarse temeroso e hincar las rodillas. El padre se acercó al altar. Comprobó que efectivamente los ojos de la figura lloraban gotas de un rojo oscuro que empezaba a formar dos pequeños riachuelos. ―¡Es un milagro!, ¡es un milagro, padre, un milagro! ―gritó el otro mientras se incorporaba para salir corriendo a propagar la noticia. Él pensó en limpiar el líquido del impávido rostro de la figura. Aunque sospechó que seguiría manando. De lo que estaba más seguro era de que en poco tiempo la iglesia se llenaría de apasionados fieles, cegados por la emoción. Y ante aquella visión supo que tendría que debatirse entre aceptar su origen divino o negar en un instante la dedicación de su vida... Sintió un ligero debilitamiento, como una perceptible descarga de energía que no supo hacia dónde se desplazaba, o en qué se transformaría...
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REQUIESCAM IN PACE
Cuando murió el papa (Juan Pablo II), casi no hablaban de otra cosa los medios, día tras día, como si el mundo se hubiese detenido o todo lo demás careciese de importancia. Me dio tanto asco, me pareció un espectáculo tan lamentable, que tuve que desahogar mi mala leche. Éste fue de los que se escribieron solos. (Publicado en el número 9 de KALEPESIA.) Tema: «Por qué no sabré callarme la boca si yo tampoco tengo nada que decir».
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A Karol una mano amiga lo zarandeó suavemente y fue saliendo de su letargo. Superó ese inicial desenfoque de los ojos largamente velados para descubrir, por un espejo en el techo, la efigie de un hombre que le resultaba familiar y otro en pie junto a su cama. Despertó con renovada energía y observó que los movimientos de dicho hombre tumbado se correspondían con los suyos. Se miró directamente, ataviado con aquella antigua sotana. Corroboró se notaba desinflado en figura y ligero, milagrosamente rejuvenecido... Expectante, desvió su mirada hacia la otra persona, un tipo de mediana edad elegantemente trajeado. ―¿He muerto? ―preguntó. ―Sí ―respondió aquél. ―¿Quién eres? ―Pedro ―dijo simplemente―. San Pedro ―aclaró, transcurridos unos segundos. ―No... ―replicó el último papa desde su lecho, incrédulo todavía, estudiándolo detenidamente, aquella apariencia tan adaptada a los tiempos que no lo hubiese reconocido ni en mil años (dos mil sería una expresión más atinada) como la personalidad que afirmaba encarnar. Se incorporó mientras el autodenominado santo apóstol retrocedía cortésmente y de nuevo confirmó aquella revitalización, sintiéndose repentinamente ágil al posar sus pies sobre tierra. Entonces comprendió verdaderamente que por fin había llegado su hora―. ¡San Pedro! ―accedió, para añadir a sus palabras un ademán de postrarse humildemente que fue rechazado. ―No, Karol, ya no. Levántate. Echó un vistazo alrededor. Se hallaban en un amplísimo dormitorio de paredes blancas también parcialmente revestidas con espejos, provisto de
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lámparas que, por sus diversos colores, debían haberse colocado para seleccionar un ambiente u otro dependiendo de la ocasión (aunque desconocía en qué momento podría apetecerle teñir aquellas paredes de rojo). A dicho dormitorio lo presidía un gran televisor que casualmente reproducía imágenes de una sala de estar perfectamente reconocible para él, donde (aparentemente) él mismo contemplaba, tomado de espaldas, la noticia de su inminente muerte... Buscó sin éxito y aguardó la aparición de una marca o rótulo informativo que indicase se trataba de material redifundido, pero, tras cederle Pedro el mando a distancia, pudo comprobar que todos los canales emitían en directo. ―Como el Cid, ¿verdad? ―comentó el santo―. Vamos, acompáñame. Te mostraré el lugar. Caminaron por un ancho pasillo mientras el anteriormente conocido como Juan Pablo II seguía estudiando el entorno y, muy especialmente, a su guía. Éste abrió una puerta de doble hoja que resultó dar a una cocina inmensa. ―Como ves, esta es la cocina. Está surtida con todo cuanto puedas imaginar. ―Se oyó un ruido metálico al fondo y observaron a un joven entre cacerolas―. Ese joven es Andre, el mejor cocinero que tenemos ―el chico sonrió, reverencial―. Prepara unas delicias capaces de satisfacer el paladar más exigente; no dudes en saborearlas y manifestarle cualquier ínfimo capricho. Nada te engordará ni te sentará mal aquí. Pedro lo invitó a salir y continuaron recorrido. Otra puerta comunicaba con un anfiteatro colosal poblado por músicos y actores en pleno ensayo. ―Aquí podrás ver tus películas favoritas, con pantalla envolvente, sonido estereofónico, cuadrafónico o lo que quieras; las obras que gustes, representadas por compañías en estado de gracia, así como conciertos interpretados por los más expertos grupos y orquestas. A una orden tuya, sucederá. El polaco aún no sabía muy bien cómo reaccionar ante tal despliegue. Pasaron al jardín, andando un trecho considerable. Alrededor de una piscina redondeada de tamaño olímpico, se aglomeraban entre sonrisas, cócteles y cremas bronceadoras los hombres más bellos, los cuerpos más esculturales que jamás había visto, con varios ejemplares de cada raza. Pedro alzó la palma de su mano hacia ellos.
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―Están todos a tu disposición. Puedes pedirles cuanto se te antoje. Karol se ruborizó. ―Pero ¿qué...? ―Aquí no hay secretos. No temas: todo se ha dispuesto para tu disfrute. Las privaciones se han acabado. Ya puedes dar rienda suelta a tus instintos. ―No puedo creerlo... ¡¿ Se me incita al pecado en este lugar?! ―Karol, ¿crees que estás en el cielo? ―preguntó lacónico el fundador de la Iglesia. Entonces Karol se dio cuenta de que su semblante había exhibido cierto desapasionamiento, cierta resignación durante aquel encuentro en vez de la esperada alegría―. Este es el infierno al que te referías como un estado anímico o algo así. Ya ves que es algo más. ―No, no puede ser. ―Sí. Te llevará un tiempo aceptarlo, pero no estuvimos sirviendo en vida a quien creíamos. Lo que estoy enseñándote es algo así como tu recompensa por los servicios prestados a ese otro. ―¿Qué...? ―Que estas cosas ―miró en torno a ellos― que antes creíamos pecaminosas no lo son. Hemos promovido valores erróneos. La homosexualidad no es un pecado, tampoco el sexo fuera del matrimonio, ni el aborto, la eutanasia o ciertas investigaciones científicas. En cambio, sí es pecado rechazarlas, suscitar el contagio de enfermedades mortales poniendo trabas al uso de medidas protectoras, amparar pederastas, ayudar a perpetuar la diferencia entre ricos y pobres cargando a estos últimos de innecesarias responsabilidades y cara culpabilidad, animar a la idolatría... Por cierto, el jefe me ha pedido que te felicite por pervertir a buena parte de la juventud. Tiene mucho humor negro. ―Karol no podía reaccionar. Pedro se compadeció de él y trató de animarlo―: Yo que tú me relajaría y trataría de disfrutar. Y, si decides tomártelo por el lado negativo: privarte con idea de aspirar al camino ascendente (algunos actos juegan en tu favor), te diré que no existe condena eterna, claro que nadie va a adelantarte para cuándo será el nuevo juicio. Ahora disculpa, he de tramitar el ingreso de Rainiero. Pedro se montó en un Mercedes y desapareció por la soleada carretera de aquel lujoso, inesperado, barrio del infierno. Karol reparó en los agraciados especímenes, quienes lo observaban a su vez, detenidos desde
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que irrumpiera en el jardín. Quiso huir lo más lejos posible, y se puso en marcha. Dejó atrás la mansión, tomándole la contraria al Mercedes. Desfiló a lo largo de aquella despoblada carretera principal ―la única, de momento―, por aquel mudo vecindario, entre sus brillantes casas. En la entrada de las mismas, leyó nombres de importantes líderes religiosos, políticos, militares y financieros; entre ellos, bautizando un gran chalet, un edificio más humilde (si se podía emplear tal expresión) que el que le habían asignado a él: San Josemaría Escrivá de Balaguer. Aceleró sus piernas y echó a correr por aquella calle que no acababa. Tomó prestado el coche de un tal Versace para ir más rápido. Acostumbrado al chofer del Papamóvil, le costó dominarlo en principio... Aquella carretera no se bifurcaba, ni siquiera serpenteaba, y se hacía interminable, flanqueada por viviendas donde todos, absolutamente todos, sin hallar ejemplo de lo contrario, vivían (al menos de cara al exterior) más que holgadamente. Condujo horas preguntándose si aquello sería real, si el diablo se molestaba en recompensar a tanta gente por actos terrenales que en su caso no creía malos, con qué objeto: ¿reclutarlos para un futuro...? O tal vez cada una de aquellas personas sufría un singular martirio en su propia parcela y aquello era una trampa para él que debía sortear, una última prueba de fe. Pedro había mencionado la palabra juicio, sugiriendo que ya había tenido uno, ¿por parte de su dios...? ¿De verdad había imaginado a un dios erróneo...? No lo creía. ¿O no quería creerlo...? En su desesperación, aceleró y, tras conducir sin cesar, sólo en línea recta, terminó cansándose, adormeciéndose, aflojando el volante y estrellándose contra una de las estéticas farolas. Despertó nuevamente, mirando su imagen a través del espejo en el dormitorio de aquella mansión, iluminado esta vez en rojo y cercado por jóvenes desnudos. Se apartó de ellos... No había sufrido ninguna herida, en contra de lo que sería perfectamente lógico. Supo que regresaría allí una y otra vez. Alguno de los sinuosos cuerpos bailaba delante del televisor encendido. Éste retransmitía imágenes de un número increíble de fieles guardando cola medio día, un día entero para contemplar sus restos yacientes, disecados. Lo visitaban a una velocidad de quince mil idiotas por hora, claro que él aún no era consciente de esa idiotez.
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Se refugió en una esquina del cuarto, esquivando la escena que se desarrollaba en torno suyo. ―¡Fuera! ―gritó, pero no hicieron mucho caso. ―Estamos aquí sólo para complacerte ―alegó uno. Él se arrebujó más en su esquina, con toda su vigorosa humanidad revelándose desde los calzoncillos. Se negó a seguir sus impulsos. Tanto si era pecado como si no, consideró que no debía dejarse llevar por ellos: si era pecado, por razones evidentes, y, si no lo era, porque no merecía disfrutar de aquello habiendo servido al diablo. Y optó por el camino de una penitencia que intuyó se dilataría cuanto menos otros ochenta y cinco años, durante los cuales ―paradójicamente― el papa viajero no saldría de un encierro lo mismo físico que psicológico.
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GOSPEL SATÁNICO EN NUEVA ORLEANS
Uno muy breve como transición. (Por las inundaciones del Katrina...) Tema: «El hombre que tocaba jazz bajo las aguas».
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El ángel lo halló sumido en las aguas turbias, encogido su cuerpo adulto, como recuperando tras la muerte la postura del feto. Las yemas de sus dedos se disponían sobre varios percutores del instrumento y la boquilla del mismo penetraba rígidamente sus labios, apretados para no dejar escapar un último bocado de aire, simulando una grotesca interpretación, una postrera melodía para sordos. Le mostró esta imagen al hombre, vivo ahora de otra manera, y le mostró con igual claridad el entramado de causas y efectos que lo habían conducido hasta allí, remontándolo en la historia para compartir con él su conocimiento limpio, remontándolo también hacia un origen, un tiempo, más allá incluso de los políticos. Dijo: ―Estos son los culpables. Has tocado en iglesias para un dios que no existe. Ahora que sabes la verdad, ¿compondrás un himno de venganza para todos nosotros? ―Sí ―respondió el negro del saxo, sin titubear un solo segundo. Y Lucifer siguió reclutando almas entre los pisoteados. Tiene mucho trabajo estos días. Su ejército se vuelve más poderoso con cada nueva injusticia. ¡Salve al ángel rebelde, estrella matutina! Amén.
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TU DOPPELGÄNGER
Realizado a partir de un texto breve que presentó un compañero (Román Sanz), a propuesta de él: De repente sientes que te siguen. Alguien está constantemente tras tus pasos, día tras día, hora tras hora y minuto tras minuto. Hasta que se vuelve desesperante. Te giras y no ves a nadie. Contratas a alguien para que te vigile, y tampoco ve a nadie. Ni siquiera tus amigos son capaces de discernir a la persona que te sigue, y se ríen mientras te abandonan. Y cada vez estás más paranoico. Y llega un momento en que dejas todo lo importante de tu vida en pos de tu obsesión. Pero sabes que eso sólo puede durar un tiempo. Hasta que te cansas, y abandonas. Ya sin ánimos ni esperanza, te entregas. Y tu sombra toma el control. Ahora es tú, y lleva la vida que llevabas mejor que tú. Y únicamente puedes contemplar esa vida que antes poseías. Pero recuperas fuerzas. Buscas la manera de volver. Porque si ella pudo, tú podrás. Y porque, si no lo haces pronto, la duda de si siempre has sido el reflejo acabará contigo.
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I Das un respingo, entornas de inmediato la cabeza porque te ha parecido ver una sombra desplazarse furtivamente por el rabillo de tu ojo derecho. Escudriñas... Nada: alguna ilusión óptica. Pero reaviva momentos pasados. Entonces eras un crío y el aislamiento te afectaba realmente. Acabas de comprobar que vuelve a afectarte. Regresas a la página en blanco sobre tu escritorio, destacada bajo la luz amarillenta del flexo. Piensas... Sigues pensando... Ojalá dejaras de hacerlo: ya no te conduce a ningún sitio, no ahora. Giras y giras, a lo largo del mismo circuito cerrado. A veces crees acostumbrarte a la soledad, hasta que alguien se cruza en tu camino, experimentas un atisbo de esa felicidad compartida que siempre has anhelado y, cuando tal posibilidad se evapora, empujándote de nuevo a la soledad, ésta golpea con tanta fuerza como le permite la gravedad al caer desde la altura que tomaste respecto a tu anterior posición... Es lo que te ha ocurrido, otra vez. Y cada vez cuesta más recuperarse de estos golpes a medida que fenecen los años. La página sigue en blanco. Quizás esta última ruptura es demasiado reciente aún para sentirte capaz de superar tu torpeza al articularla descargando con tinta la frustración... Mentira: ha discurrido un periodo de luto más que suficiente, y continúas igual. Nunca había durado tanto. Tu historia se aleja de la de un pobre huerfanito sin padre ni madre, lo sabes: tales figuras, tales puntos de referencia, así como otros muchos, siempre estuvieron ahí, pero tu sensación de abandono, de soledad, va más allá de ausencias físicas. Llegas a preguntarte a veces, por lo temprana que
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recuerdas esa venenosa sensación, si acaso no será congénita, inevitable por consiguiente. Casi preferirías no haber tenido padres que no entenderte con ellos: hubiera evitado el dolor del roce insistente con unas personas por las cuales a duras penas profesas simpatía. Juzgas que no te prepararon bien para adaptarte fuera del coto familiar. Tu único amigo en aquella época no contribuyó tampoco a reforzar tus defensas. Tu vulnerabilidad te colocó en el centro de los ataques y, puesto que todo parecía jugar en contra tuyo, se desarrolló la paranoia... Te encerraste en un búnker. Te salvaguardaste del contacto con aquellos a los que ignorabas cómo tratar y sumaste soledad física a la otra; vamos, un perfecto caldo de cultivo para la imaginación. Demasiado tiempo solo, demasiado a solas con tus pensamientos. Vagabas por la casa en penumbra mientras tus familiares dormían; te desvelabas con la sábana tapándote la boca bajo el peso de un silencio no obstante hiperpoblado, por esos pensamientos, la mayoría repetitivos. Te sensibilizaste aún más y empezó a repetirse con frecuencia alarmante esa falsa percepción de que eras observado. Sí: proyectabas tu imaginación, pero este conocimiento no la atenuaba. Aquella etapa crítica desembocó en varios episodios de sonambulismo. Los reconociste enseguida como una expresión agónica del deseo por escapar de ti. Entonces decidiste escribir. Y fue una liberación. Cuando lo hacías, te distanciabas de todo, incluso te embargaba la impresión de retrotraerte, de acomodarte en un batiscafo y mirar a través de tus dos ojos como a través de dos escotillas, adquiriendo una perspectiva disociada. Sigues pensando. En ella. La última de una lista no muy extensa. Aunque consciente de que no era la mujer de tu vida, te entristeces, te deprimes, porque, a pesar de vuestras discrepancias (¡joder, erais completamente distintos!), ha sido con la que más a gusto has estado, y ya no dispondrás del tacto de su piel, del asidero de sus manos y de su cintura, del frescor de su boca... ¡Qué mierda! Contemplas tu patetismo: te apetece transmitir pena a los demás. Eso serviría como grito de auxilio, porque resulta incómodo pedir ayuda directamente (algún amago has hecho y te ha sucedido nuevamente que todo parece conjugarse contra ti en el peor momento). La página sigue en blanco... Buscas en unas y otras, llevas fijándote desde los once años en toda mujer, tratando de vislumbrar a la que ahuyente al Gran Silencio, pero no
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hallas lo buscado. Redefiniste tu entera existencia mientras aguardabas por ello, instándote a creer que podías aportar algo positivo al mundo a través del arte, placer supletorio y herramienta con que esculpir la importancia que te denegaban. Y ahora dudas de eso también... Vuelves a sentirlo: sientes cómo alguien te observa, cómo unos ojos esquivos se clavan en tu nuca hasta erizarte el vello. Sabes que es tu imaginación, son tus miedos desbordándose, e intentas desviar la atención hacia otro punto, pero los otros puntos lucen gastados y no se te ocurre nada, o nada te motiva lo suficiente, para comenzar a teñir esa puta página en blanco. ―¡Déjame en paz! ―le dices a tu fantasma con desprecio, y adviertes lo estúpido de tu reacción, porque así sólo contribuyes a darle pie, a consolidarlo en tu realidad. De pronto percibes claramente la agitación de una sombra a tus espaldas y el sobresalto produce que te incorpores de golpe, casi tumbando la silla. Te entornas, rastreas... Por supuesto, no descubres nada, y pronto cuestionas la claridad con que lo has percibido. «Será mejor irse a la cama», te propones, y eso haces. Bajas la persiana al máximo y te atrincheras en la oscuridad más absoluta para impedir la confusión de tu propia ordenación mental con la de las sombras en derredor. Quieres dormir. Pero no puedes. Explota de luz un nuevo día al otro lado de la persiana. La oscuridad en el cuarto ya no es absoluta y te levantas finalmente, consientes que el resplandor golpee tus ojeras, tus párpados, adaptándose al cambio las pupilas. Has quedado con unos amigos, los dos únicos a quienes nombras de tal manera sin titubeos, aunque se trata de un mero compromiso, uno de los tres o cuatro anuales a que se reduce vuestra relación, coincidiendo fundamentalmente con vuestros respectivos cumpleaños. Te lavas, vistes y rehaces la cama con total parsimonia, multiplicando hasta por diez el tiempo que normalmente ocuparían estas cosas. Luego, inapetente, posas tu culo delante del ventilador para contrarrestar la temperatura ambiental que te impregna, para recrearte aún más en tu duelo antes de acudir a la cita. La página continúa donde la dejaste horas atrás. Has expresado en muchas como esa lo mismo de distintas formas y no se te ocurre una nueva. Te repites, y te preguntas si resta algo por decir, si merece la pena decirlo. Ningún éxito alimenta tus esperanzas. Ríes amargamente, porque durante
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años temiste verte en la disyuntiva de elegir, entre compartir tu vida con alguien que proporcionara ese ansiado equilibrio emocional o concederle preferencia a tus proyectos con pretensiones de trascender: lo uno quitaría excesiva dedicación a lo otro, y decantarte claramente por lo primero, arriesgándote a un ulterior fracaso, truncaría lo segundo. Ahora temes la ironía de errar ambos objetivos. Echas un vistazo al reloj. Apuras los últimos minutos de ventilador antes de enfrentarte a la caminata parque a través bajo ese cabrón de sol veraniego. Necesitaste creer que tus ideas eran importantes, objetivamente importantes. Quizá lo sean. Consideras perseverar, incrementar tu lucha por ellas... Pero tu capacidad de lucha se encuentra anulada en estos momentos. Y eres tan lento en la conclusión de tus propósitos... Has sacrificado mucho en pos de tales propósitos, aislándote años y años entre las mismas cuatro paredes, mientras los demás construían sus vidas, como los dos amigos que toca visitar hoy: uno casado y el otro prácticamente. Eso no debe ser para ti. Tú siempre te has sentido diferente, y lo eres ya sólo por sentirte así. Por temporadas, buscaste la integración, mezclándote entre los componentes de uno u otro grupo social; incluso después de aceptarte a ti mismo, de sublevarte contra el mundo enardeciendo tu rareza, accediste a las apetencias de la mayoría, para, intermitentemente, acabar desistiendo, aislándote tras el hartazgo de música bailable y demás superficialidades, temeroso del contagio por ese comportamiento borreguil, por enredarte en la dinámica del autoengaño, del engaño por extensión, apuñalando miserablemente principios elementales... Definitivamente, el exiguo sueño no ha surtido ningún efecto reparador. Continúas sumido en la misma falta de motivación, en ese vacío demasiado familiar que, por encima de cada distracción, permanece al acecho. El reloj te reprende: tantas divagaciones te retrasarán. Te calzas y sales a la calle. Pronto estás ante ellos. En menos de cinco minutos ya os habéis informado de las novedades. Es un acto rutinario, incluso os habéis reunido en el sitio de siempre. Te aburres. Dejas que se hablen el uno al otro y optas por mantenerte en segundo plano, abstrayéndote.
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Entonces sobreviene algo que no es rutinario: ves de reojo a alguien, detrás tuyo, e interpretas que, dificultosamente, pretende pasar por el hueco entre tú y otro cliente, así que arrastras tu silla hacia delante para permitírselo, golpeando en el impulso con tu abdomen el borde de la mesa, inestabilizando los botellines sobre ella y originando una concatenación de ruidos que llama la atención de más de uno en la cafetería, pero ese alguien no pasa; te giras para comprobar por qué y no lo vislumbras. Vuelves a mirar en dirección a tus amigos, que te miran a su vez, callados. Perplejo, efectúas una nueva comprobación. La figura que has visto parecía sólida, y estás convencido de que no ha tenido tiempo para desaparecer o camuflarse. Algo similar resulta justificable en los claroscuros de tu cuarto, no en un local repleto de luz... Disimulas y todo sigue su curso. Excepto tu tranquilidad. Las dos personas frente a ti prosiguen su conversación. Tú caes más profundamente en ti mismo... Con su charla como difuso telón de fondo, atiendes a esos miedos que pugnan por concretarse desde algún rincón traidor del cerebro. «El enemigo en casa», te dices, e, inspirado por esta frase, te aventuras a la confirmación de un posible, un hecho que sólo vagamente intuyes. Entornas cuanto puedes tus ojos hacia el lado por donde has creído ver ―por donde has visto― la sombra y, espeluznado, ahí la descubres. Devuelves la atención a tus contertulios, por retirarla de eso y por asegurarte de que no se han percatado de tu comportamiento. Así es. Pero tienes que volver a mirar, y miras... Ves un cuerpo negruzco... Aunque difuminado ―quizás por la cercanía―, bastante compacto. Fijas en ese ángulo tu globo ocular, procurándole la mayor inmovilidad al mismo, y tras un rato crees distinguir una cabeza, un hombro, parte de un brazo... Y lo traduces como el contorno parcial de una silueta viva, ya que aparenta moverse ligeramente, con independencia del ojo, que empieza a lagrimar por culpa del miedo... Al final, pides a tus amigos que te exploren, los párpados bien abiertos, en busca de alguna mancha sospechosa, y se acercan, y buscan. Sin hallar nada. Intentas no volver a mirar hasta la despedida. Cuando salís del local, por una vez desde hace mucho, deseas prolongar tu estancia con ellos. Pero enfrentarte a la soledad es ineludible, y aplazarlo únicamente valdría para sentirte cobarde.
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Te adentras en la zona del parque con casi veinte minutos de caminata por cubrir y el fantasma a cuestas, porque dudas que se haya volatilizado. Entornas nuevamente los ojos y corroboras que, efectivamente, ahí sigue. Un lento escalofrío empapa tu columna. Aprietas el paso e inmediatamente deceleras: ¿qué prisa hay?, ¿a dónde te diriges?, ¿a un lugar más aislado acaso, donde intimar con tu allanador...? Repites el ejercicio incesantemente: miras de reojo y, durante unos instantes alegres, crees que se ha ido, pero sólo se ha desplazado. La sombra oscila de extremo a extremo, asomando ahora por el flanco de tu otro ojo. Realmente, es como si albergases un intruso. Barajas cuantas hipótesis se demuestra capaz de elucubrar tu mente creativa, ninguna tranquilizadora; pero, claro, tú no eres escritor de finales felices. Llegas a casa (o llegáis: tú y el polizón). Te duelen los ojos. Los fuerzas menos. Sin embargo, aún percibes al intruso, ignoras si por el entrenamiento o por efecto de la paranoia; el caso es que parece haberse vuelto más osado, introduciéndose un poco más en tu campo de visión... Piensas que si esto no es producto de la locura, te empujará pronto a ella. Bajas la persiana: a oscuras no deberías distinguirlo. Te encantaría dormir y que al despertar todo recobrara su normalidad; te conviene además el reposo puesto que el dolor en los ojos está iniciando una migraña. «Lo que faltaba.» Te acuestas y no lo ves. Pero, por más que intentas relajarte, mantiene encendida tu consciencia. Tomas una aspirina, desconfiando de su utilidad para que ataje el problema a estas alturas del mismo. Y la migraña se desenvuelve: el dolor se intensifica, expande, conquista regiones cerebrales hasta que alcanzas un grado de sensibilización extremadamente difícil de soportar, ese que transforma cualquier señal acústica y visual en sinónimo de dolor. Pesa la cabeza, no hallas postura lo suficientemente cómoda para sobrellevarlo, el mareo incita náuseas y, cuanto más piensas en ellas, más las provocas. Terminas arrodillado frente al váter, el rostro hundido en su taza, vomitando la aspirina, el poco de agua que ha ayudado a tragarla y los jugos gástricos, entre convulsiones de un estómago vaciado mientras prosigue la tormenta eléctrica a pleno rendimiento... Tornas a la oscuridad del cuarto, al recogimiento del colchón. Rezas a la nada... La nada se demora...
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Tras un suplicio con ínfulas de interminable, tu consciencia se rinde. Al despertar, el dolor ha cesado. La memoria, en cambio, persiste. Sostienes tu mirada sobre el techo, la pared, un minuto, dos, tres... Cuando la desvías, compruebas que él también persiste. Recuperan todas tus inseguridades la consistencia escasamente diluida durante el sueño sin sueños. Un miedo distinto, un miedo sin sobresalto, continuo, se instala en ti, tras tus ojos. Tu sentido común pide que solicites ayuda profesional. Acoges su petición. Insistes en una minuciosa exploración física y saltas de consulta en consulta. Hasta que se agotan ese tipo de pruebas. Y te derivan a Psiquiatría. Pero los medicamentos que te recetan, en previsión de que solucionen algún desequilibrio químico no detectado provocador de las alucinaciones, no sirven: él sigue ahí. Y transcurren semanas de terapia sin que se vaya, antes aumentando que disminuyendo su presencia, despreciando el valor de tu esfuerzo por comprender, y refutando ―aparentemente― vuestra hipótesis (tuya y del loquero) en cuanto al potencial exorcista de esa comprensión, la cual debiera disipar el espectro que supuestamente tú proyectas. Te gustaría comunicarte directamente con esa sombra muda, en vez de con el psiquiatra o contigo mismo, para preguntarle quién es y qué quiere; aunque tal cosa no contribuya más que a otorgarle una personalidad y una intención, una naturaleza propia disociada de la tuya: incontrolable, por tanto. Ese miedo continuo cede a la rutina, puesto que hasta el mayor de los horrores, si se repite mucho, acaba normalizándose. Te hundes en la depresión con la ingesta de más fármacos que sólo al principio alivian modestamente. Cuanto beneficio pueden aportar tus dos amigos se antoja, de igual modo, insuficiente. Al final, el mundo se reduce a ti y a tu doppelgänger. Pierdes pie sobre los ingrávidos escombros de tu desestructuración mental, flotando a la deriva entre ellos como un astronauta a quien se le ha roto esa especie de cordón umbilical que lo ancla a su nave. Debes agarrarte a algo que corrija tu rumbo hacia el vasto, inabarcable vacío, antes de agotar el aire...
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Y, de pronto, un día abres los ojos y ha desaparecido. Justo cuando ya decides abandonarte a la inercia hasta consumir las últimas bocanadas de aire viciado, ese escurridizo acosador presuntamente emergido de tu subconsciente desaparece... Incrédulo, registras una y otra vez tu campo visual para asegurarte. Se acrecienta tu tranquilidad. Despiertas abotargado para observar desde una nueva perspectiva: sientes distinto. Exploras ese nuevo estado anímico... Te sientes distanciado de ti, replegado contra alguna esquina del cerebro, relajado, como conduciéndote en modo automático. Reconoces dicho sentimiento (no te domina por primera vez), lo ubicas en un instante muy específico y crucial... Permaneces en ese abotargamiento aún después de ducharte, y sabes que se alargará, mas no le concedes importancia: tal molestia queda ampliamente eclipsada por los beneficios que proporciona. Te dejas llevar.
II Te desparramas sobre el sofá y le das al botón de la flechita ascendente, entregándote al visionado de programas por completo lerdos que hasta hace bien poco no tolerabas. Parece increíble, pero guarda lógica: necesitas quitarle hierro a tu vida, desprenderte de esa importancia que siempre has perseguido, simplificar. Concentrarte en las rutinas diarias también ayuda: pones en orden la casa, limpias, cocinas, acudes con cierta frecuencia al supermercado... Y allí mismo descubres la vena social que en tantas ocasiones ansiaste picarte. Circulas por el pasillo de la bebida y topas con una de las cajeras, que en ese momento ejerce de reponedora: una sonrisa, un comentario jocoso y una breve conversación. Te maravillas de lo fácil que resulta. Las palabras salen de tu boca, aunque no te reconoces como autor de ellas... Esa primera vez lo juzgas circunstancial: simplemente, tienes el día inspirado. Continúas empleando gran cantidad de horas en ver la televisión: concursos, series de moda, incluso cotilleos de sociedad y partidos de fútbol uno detrás de otro (nunca te han gustado, pero has hallado en ellos un filón para conversar con gente y establecer nuevas relaciones de las que sacar algún provecho); juegas tanto últimamente con el ordenador que te has
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agenciado una consola y ―afortunadamente― ya no te sobra tiempo ni energías para concretarlas en vetustas obsesiones. Tu conjunto de amistades crece paulatinamente. Alguien te invita a una fiesta y aceptas receloso su invitación para acreditar con cuánta soltura te desenvuelves a pesar de contarte entre un montón de desconocidos. Trabas inadvertida confianza con la dependienta del supermercado en sucesivos encuentros. Te propones captar su interés. De entrada, no irradias gran atractivo hacia las mujeres con quienes deseas intimar, así que te vales de un ardid, embistiendo con él un precepto esencial en tu conducta, en tu actitud vital: cuentas una mentira. Siempre has opinado que la mentira es el veneno del mundo; renunciaste a las más pueriles y ahora te saltas esa norma principal, pero, oye ―te dices―, se trata sólo una pequeña mentira. Forma parte de tu oficio manipular el lenguaje, jugar con palabras, ideas, y como otro juego lo adoptas, un experimento gracias al cual medirte, probar tus capacidades para rebasar una meta. Cae la chica, en un plazo récord, tras un último envite medio camuflado por la broma y una soltura lingüística más que impropia de ti. Es guapa, agradable... y, sin embargo, no llegas a tomarla en serio: cuando surge una nueva oportunidad con otra chica, decides aprovecharla, cosa que se repite poco después (esos agradabilísimos, por inusuales, arrebatos de espontaneidad parecen ir consolidándose en tu carácter). A ninguna la tomas en serio, curiosamente. Quizá se deba a que estás basando vuestra relación en mentiras, porque te expresas e improvisas como un actor: ése no eres tú. ¿O sí? Hablas de experiencias robadas, pero banalizas ante tu grado de conocimiento sobre ellas: ¿qué importa cuando todo se reduce a información mejor o peor registrada por el cerebro? Una mentira y el mundo se transforma, cambia completamente. El desarrollo y propagación de cada anécdota con que te adornas para atraer logran que experimentes la sensación de adaptar la realidad (la tuya al menos, a tu personaje)... Además, en el fondo sabes que ―si no te dejan antes― te cansarás de ellas tarde o temprano, por culpa del desgaste, del inconformismo o porque cada individuo es un universo, y pretender acoplar dos universos como las piezas de un bonito reloj suizo deviene en una empresa altamente improbable, si no virtualmente imposible. Te da pereza afrontar el esfuerzo, el acopio de paciencia que requeriría, de energía que se convertirá en inútil si se va (cuando se vaya) al traste. Prefieres no profundizar en el
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conocimiento de esos universos. Sorprendentemente, sientes que ya no lo necesitas: proporciona enorme seguridad tener dónde elegir gracias al encanto personal que desarrollas. Te preguntas si sólo ansiabas una pareja estable que te convirtiese en el centro de su atención y viceversa porque adolecías del atractivo suficiente para alternar una tras otra. Ese conjunto de amistades sigue creciendo, mientras las viejas, las denominadas auténticas, pierden importancia, porque has cambiado: eres otro para ellas, y no conectáis como en el pasado reciente. Comienzas a embriagarte de tanto éxito social, acostumbrándote a caer bien, a que una mayoría de hombres parezca admirarte y una de mujeres desearte. Obtienes lo que tantísimos ―por no decir todos― persiguen. No te sientes atado, comprometido, con nada. Pero ¿no será ése un estado pasajero?, ¿no acabará primando el deseo de relacionarte con alguien en igualdad de condiciones al despuntar nuevamente la soledad, cuando venza la costumbre, cuando tu nueva situación se antoje repetitiva y por tanto aburrida, estéril...? Transcurre el tiempo. En muy poco, has cambiado mucho, lo cual afecta incluso a tu escritura, cuando por fin la retomas, aligerándola y aceptando sin miramientos trabajos por encargo. Tanto has cambiado que no terminas de creértelo, aunque son contadas ahora las veces que una reflexión te coge desprevenido, y tales dudas emergen, fortalecidas, durante el sueño... La primera noche tardas en reconocer ese estado subconsciente y te asustas. Te descubres ensombrecido, en el interior de una celda sin puerta, con sólo dos ventanucos ovalados alineados horizontalmente de cara al exterior. Sales de entre las sombras para asomarte a través de una de ambas aberturas, horadadas en un muro excesivamente grueso, y distingues la fachada elevadísima del edificio: el vehículo de tu propio cuerpo, sin ningún control sobre él... «¿Soy éste realmente yo?», interrogas desde las cuencas de los ojos, y aumenta tu inquietud, pero no despiertas inmediatamente. Gritas sin voz, pateas sin fuerza los muros y el suelo, recorriendo nerviosamente ese limitado espacio donde te confinan. Te aproximas cuanto puedes al exterior y agitas desesperadamente los brazos. Entonces, la celda gira bruscamente, su cabeza gira, como si hubieses causado tú tal reacción. Y te preguntas si ahora aquella sombra eres tú...
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Llegas a tomarlo por real, hasta que despiertas. Luego piensas: «¿y si nada lo es?, ¿y si nunca he despertado de mi sonambulismo?, ¿si camino entre los habitantes de la realidad soñándome...?» Cavilas... Has arrastrado contigo una parte del sueño, una parte de ti dejada atrás que no soporta, que no aprueba, determinados aspectos de tu actual conducta y que presientes luchará por recuperar el control. Te observa... Te asalta de nuevo esa impresión de un par de ojos clavándose en tu nuca. Miras de soslayo, sabiendo de antemano con qué te vas a encontrar, y ves la sombra, lo ves a él. Despunta por el extremo de tu visión, arrancando un penúltimo interrogante: «¿Cuál de los dos soy?» Y te respondes: «Los dos. Pero ¿a quién le concedo el dominio...?»
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EL SOÑADOR
De los que me costó completar. Sin tema asociado.
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La chica lo reconoció casi inmediatamente. Se aproximó a él enseguida, sin titubeos pero con total serenidad y educación, algo menos frecuente de lo deseable: ―Disculpe, ¿es usted... el escritor? ―Espero que sí ―respondió (le había echado un vistazo mientras se aproximaba y lo habían agradado tanto sus andares como su fisonomía)―. Soy un escritor al menos, de tantos. ―Le he visto en la tele. Sé que no es su estilo, pero... ―y soltó la frase―: tengo una historia que podría interesarle. Mostró curiosidad sólo porque otras veces había follado gracias a situaciones análogas. Hasta que terminó de escucharla. Entonces cambió de opinión. Efectivamente, aquella historia no cuadraba con su estilo, si bien resultaba seductora; cualquier novelista ―incluido él, encasillado por voluntad propia en el género de moda― hubiese reconocido sus posibilidades. La joven desempeñaba labores de enfermería, encargándose del cuidado de varios pacientes a domicilio. El caso al cual aludía parecía reunir determinadas condiciones que, de ser ciertas, lo diferenciaban del resto, y, de no serlo, motivaban igualmente un buen punto de partida para construir un relato prometedor. Se trataba de un anciano postrado en la cama desde hacía mucho ―desde la mediana edad o antes― y cuyo estado comatoso, a tenor de las informaciones transmitidas por cuidadoras precedentes, podía no ser exactamente eso: según la leyenda que corría entre dichas cuidadoras, él mismo en un momento dado habría decidido irse apartando de la realidad poco a poco, huyendo de la depresión, o del hastío, y las responsabilidades cotidianas para abrazar una cura de sueño cada vez más larga y profunda.
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«El soñador», lo llamaban. Y dentro de la casa existía una habitación cerrada a cal y canto donde ―elucubraban, a falta de pruebas― debían apretujarse los recuerdos de toda la vida que aquel hombre, llegado a tal extremo, había rechazado para emprender un nuevo ciclo... Romántica la idea de alguien que, decepcionado con el mundo consciente, opta por evadirse a través de los sueños. Definitivamente daba pie a un estupendo relato, incluso a una novela. Así que, tal vez impulsado por una ambición de ganarse el favor de la crítica fuera de su encasillamiento, cuando ella lo invitó a inspeccionar el piso, accedió impaciente. Nada más destaparse el interior ―aún peor cruzado el umbral―, lo asaltó su aliento reprimido, un aire como de dejadez embotellada durante años, décadas (tuvo un impulso de recriminar a la chica por no ventilar adecuadamente las estancias), pero, de forma vaga, ya acercándose al edificio, creía haber notado ese algo desagradable y se descubría inquieto, suponía que por culpa de inevitables ideas preconcebidas, y de las que borboteaban en su mente de narrador, por muy evasiva o superficial que fuese su literatura (quizás influía eso: la pretensión de inmiscuirse en un terreno extraño, que, por consiguiente, pisaba con inseguridad). El mobiliario que veía, reducido a lo mínimo, seguía anclado en su época. Al fondo del pasillo observó la puerta candada. ―¿Es esa...? ―Sí. A mano izquierda, tras otra anticuada puerta, como amortajado sobre una cama de hospital, se escondía el viejo, un rostro desvalido y profusamente arrugado asomando por encima de una sábana, que ―inexplicablemente para él en aquel primer instante― le produjo un leve sobresalto. Lo achacó al deterioro corporal del que era víctima irreparable, a su inminente muerte y, sobre todo, a cuanto esto representaba en la comparativa de ambas vidas: el desaprovechamiento de aquélla, que sin embargo Juan procuraba disfrutar plenamente consciente y con la mayor intensidad... De su nariz salía ―o a ella entraba― el tubo de una sonda, de una barandilla de seguridad colgaba la bolsa de otra parcialmente ocupada por orín y, a la diestra del convaleciente, se situaban un par de monitores que registraban sus constantes vitales, conectados a un tercer aparato del
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cual surgían diversos cables que se perdían bajo las sábanas, que supuso electrodos pegados a la piel. Barruntó, asimismo, que el gotero cuyo contenido desembocaba en su nariz era susceptible de administrar alguna sustancia inductora de aquel trance. El hedor a antiguo, a enfermizo, se incrementaba cuarto adentro, al punto de que alcanzaba a eliminar un último rastro de atracción por su interlocutora. ―Debo cambiarle de postura ―irrumpió ésta, y se puso manos a la obra. Él, bastante asqueado ante la perspectiva de tocar aquella carne evanescente, se esforzó empero por ayudarla, más guiado por una obligada cortesía que por otra cosa. Apartando cobardemente su mirada, halló sobre la cómoda un portarretratos sin foto. «¡Qué curioso!», meditó. «¡Qué literario!» La joven fue explicándole: higiene, sistema de alimentación por medio de aquella primera sonda en que había reparado («nasogástrica», indicó), frecuencia de estas intervenciones, cómo recibiría automáticamente en su teléfono móvil una alerta si de repente aquellas constantes caían... Negó la presencia de químicos destinados a hacerlo dormir artificialmente. No fue sin embargo tan precisa para ilustrarlo sobre la financiación que, evidentemente, requería todo aquello, limitándose a señalar: ―Eso lo lleva el abogado. Él me contrató. ―¿Lo ve a menudo? ―No, me ingresa puntualmente y, desde la entrevista, sólo hemos hablado por teléfono. ―¿Cree que le importaría hablar conmigo? ―No creo. Además, a él ―manifestó, dirigiendo su mirada a aquel harapo humano― le queda poco. Llamaremos para preguntar. Una secretaria les comunicó la ausencia de su jefe y emplazó a reintentar transcurridos unos minutos. Ocuparon dichos minutos en recorrer las habitaciones y paladear un té caliente que debía ser lo único ―ciertos productos de limpieza aparte― albergado por aquellos armarios de la cocina. Toda la casa exponía su abandono, ofrecía casi el aspecto de pertenecer a alguna ciudad fantasma. ―Esto lo traigo para mí, claro ―confirmó ella, preparando el brebaje―. Siento no poder ofrecerle nada más. ―No, está bien ―sonrió Juan cálidamente.
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«Un hombre aquejado por algún trauma», divagó su mente de narrador, pero ¿qué trauma?: ¿quizás la pérdida irrecuperable de un ser querido...? Y una habitación que guardaba un secreto: ¿la foto del portarretratos...? ―¿Con leche? ―interrumpió el culo sobre el que posaba distraídamente su mirada. ―¡Sí!, gracias ―reaccionó cogido por sorpresa, para retomar su línea de pensamiento con los ojos orientados en otro ángulo menos comprometedor. ¿Custodiaba el abogado la llave de aquella habitación? ¿De dónde provenía el dinero con que se pagaba por mantenerlo así? De alguna pensión probablemente, pero le espoleaba la imaginación que existiese una mano invisible (por ahora), tal vez vinculada a otro personaje atormentado, ¿por la culpa...?; tal vez el amigo de quien menos esperaría una traición, un robo sentimental que lo habría convertido en aquel hombre derrotado... «¿Qué nombre, por cierto, podría otorgarle al protagonista?» Y se dio cuenta de que ignoraba el nombre real. Cuando separaba sus labios con disposición de pedirlo, sonó el teléfono. Mientras la llamada era atendida, se apresuró al bautismo antes de que lo condicionaran: «Pongamos Adaro, por improvisar». ―No, no hay cambios ―aseguró ella―. El señor Adaro ―y el corazón de Juan se revolcó tras las costillas― se encuentra estable. Por un instante sus oídos giraron hacia dentro, se descarriaron de las explicaciones que los labios femeninos lanzaban al auricular del aparato para sólo escuchar desde un fondo negro y hueco. «Le paso» fueron las dos siguientes palabras que distinguió. Emergió de sí mismo convenciéndose de haber escuchado aquel nombre antes y tomó el objeto que le ofrecían para saludar y presentarse formalmente. Por un indicio de celo profesional, aquél se mostró algo reticente al lado contrario de las ondas, pero finalmente le concedió una cita, en su despacho, por la mañana. Juan agradeció su amabilidad a Angélica y, asegurada una vía de contacto para futuras cuestiones, se despidió echando otro vistazo al fondo del pasillo... «Una puerta cerrada tras la cual se esconde algo.» Aquella imagen lo cautivó desde el principio. Se acostó pensando en ella, ansiando que, si no
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en vigilia, en sueños dedujese la resolución más atractiva al enigma. Pero generó algo bien distinto: una telaraña de sensaciones difusas, a cual más incómoda, hasta el sudoroso despertar. El tipo lo recibió cortés, aunque receloso. No guardaba parentesco con «el soñador», Adaro (se recordó que debía buscar nombres alternativos), ni siquiera relación directa, amistosa o laboral, circunstancia que frustraba sus planes de averiguar rápidamente datos esclarecedores para con aquel personaje que le ahorrarían trabajo especulativo e investigador. A pesar de esto, respaldó sorprendentemente los rumores propagados por las cuidadoras. Incluso se dirigió a su cliente por aquel seudónimo: ―El soñad... Perdón ―rectificó, para continuar satisfaciendo su curiosidad―. El señor Adaro dispone de una pensión por invalidez que yo gestiono desde hace unos diez años. La información que manejaba se remontaba hasta un señor al cual sí le había transmitido de primera mano su voluntad el durmiente. Lamentablemente había fallecido, así como el médico suscriptor de aquella invalidez. Y respecto a la llave tampoco sirvió de ayuda puesto que desconocía su paradero. Consideró la opción de esmerarse ya en el ejercicio de fantasear. Pero la desechó. Solicitó nuevas pistas, números de teléfono o direcciones. Y le proporcionó un par. Enfiló hacia el apartamento de un sobrino del albacea original después de visitar al letrado, divagando por el camino las ramificaciones argumentales que se le ocurrían y tomando notas en el asiento trasero del taxi. «Adaro durmió. Por fin. Tras meses de noches y días en vela», apuntó, y tachó la primera palabra de una sucesión de innumerables. «No ―se corrigió Juan― durmió no: soñó.» Porque la historia iría de eso. «Sí: Tras meses de noches y días negros, atado a la consciencia o a la pesadilla, Adaro soñó algo agradable.» El trauma de la pérdida confería una tregua, esperanza germen de lo que se transformaría en su método más eficaz de evasión. Y ¿qué pérdida podía concretar?, ¿la de un amor individual: una mujer?, ¿una familia entera: ella y un hijo o hija...? «Muy clásico», rumió. ¿Pérdida tirando a física (una muerte, un secuestro) o a psicológica (un divorcio, un abandono)...? Seguía pareciéndole tópico. ¿Y si se trataba de algo más abstracto? ¿Y si simplemente se había hartado de coleccionar
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fracasos a lo largo de su vida y su “pérdida” consistía en aquello que deseaba por encima de todo y en cambio nunca había obtenido? Eso lo convencía más. Y no eliminaba de la ecuación a esa o esas mujeres que tanto adornan, amores ―para su desgracia― únicamente platónicos. Incluso visualizaba claramente el nombre de la decisiva (y solía verse en apuros a la hora de escoger nombres): «Miranda». ―Miranda ―repitió con su voz. Sonaba perfecto, como si hubiese estado ahí para que lo recogiera. ¿Y cómo estructurar el relato, cómo enfocarlo?: ¿de modo lineal, a saltos; en primera, tercera persona; pretérito imperfecto o algo de mayor riesgo, como el presente...? ¿Cuánto se extendería...? Quizá podría sacarle más partido si lo contaba a través de otro personaje, alguien como él, periodista o escritor, que ahondara en semejante rumor captado fortuitamente por sus oídos; eso potenciaría la intriga. ―¿Habló su tío del señor Adaro tras la reclusión de éste? ―Lo mencionó alguna vez, pero esquivaba el tema. Se veía que lo apenaba. ―¿Sabe de algún episodio concreto que lo inclinara a tomar aquella decisión? Negó con la cabeza el sobrino. ―¿Y una mujer?, ¿hubo alguna en especial? ―Nunca oí nada al respecto. ―Hizo una pausa para, a renglón seguido, afianzar la intuición del novelista, o su gusto, construyendo el personaje principal―: El señor Adaro parecía tímido, introvertido. ―¿Depresivo? ―No sé, quizás. ―¿Conoce la habitación cerrada? Puso cara de extrañeza. Ignoraba aquella parte de la historia. Probablemente a su tío le habían encargado destruir la única copia de aquella llave. Tampoco atesoraban, él o sus parientes, documentos relativos a aquel asunto, ni siquiera gráficos, como fotos del aludido en algún álbum, porque tales cosas las habría calcinado un incendio. «Otro elemento de película...» Se despidió con una dedicatoria que le solicitó, en un ejemplar de su última novela, y cogió otro taxi, divagando nuevamente. La pista del médico
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lo condujo a un par de descendientes del mismo y, con ellos, a un callejón sin salida. Así que renunció a sus pesquisas momentáneamente. No necesitaba más datos para inspirarse. Era hora de trabajar. «¿Cómo se desarrolla?», inquirió a la página en blanco sobre la cual sostenía su rotulador. ¿Cómo se desarrollaba la acción...? Ya tenía, ya estaba razonado, el desarrollo psicológico del protagonista, pero ¿cómo exactamente ponía en práctica su plan y cómo afectaba eso a los demás personajes, al íntimo amigo, a la relación entre ambos...? «Un día saborea la indulgencia de un buen sueño y piensa lo maravilloso que sería vivirlo indefinidamente, o trocarlo por su repudiada situación personal, que predomine sobre ella hasta confundirse con la vigilia, convirtiendo a ésta en el sueño, uno recurrente del que curarse. Y, para eliminarlo completamente, ¿qué mejor estrategia que seguir durmiendo? Aunque sucede gradualmente, claro. Lo onírico va ganando terreno a base de permanecer cada vez más tiempo en cama; aprende a controlarlo, a volverlo placentero cuando por culpa del subconsciente discurre abruptamente, enderezando las torcidas veredas de su propia ficción. Luego, gracias al entrenamiento, esos sueños autoinducidos adquieren mayor intensidad y coherencia, de modo que no atentan contra las leyes que la naturaleza impone, construyéndose así esa realidad alternativa.» Recreó mentalmente, detallándolo cuanto pudo, el proceso de refinar la simulación de aquellas leyes tanto que lograra confundir un mundo con otro: lo imaginó despertando después de una joven tentativa, esperanzándose en el descubrimiento de que había transcurrido mucho más tiempo del percibido; lo imaginó también concibiendo un alter ego (porque el soñador elaboraría su propio personaje, el tipo de persona que querría ser), que latía, que respiraba, que usaba sus cinco sentidos, capaz de apreciar el entorno como cualquier hombre de carne y hueso; imaginó a este alter ego acostándose en su propia cama inventada, tal vez soñando con el soñador (al principio, antes de dominar la técnica)... Pero juzgó que la realidad estaba compuesta por demasiados detalles, que no resultaba convincente que alguien alcanzara semejante capacidad. Quizás Juan albergaba menos imaginación de la supuesta, a pesar de su oficio. Entonces ―prosiguió sus elucubraciones―, comenzando a perderse ya entre los dos mundos (la realidad del sueño y el sueño de la realidad),
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Adaro le pediría el favor a su amigo: que se encargase de todo con vistas a dar el último paso... Para salvaguardar el suspense de la historia, para mantener el interés del lector, decidió ir desgranando poco a poco la información sobre su personaje, desplazando en efecto el protagonismo a quien investigaba su caso, un novelista como él, opción que le gustaba no solamente por más apropiada sino porque ahorraba trabajo. De modo que, ciñéndose a los hechos conocidos, motivado por la facilidad que le sugería escribir sin obligarse a inventar, inició la descripción de aquellos dos días. Lo hizo muy estimulado. Pero, una vez completado el borrador, incomprensiblemente, llegó a un punto de bloqueo desde donde ninguna de las bifurcaciones que se planteaba le acababa de convencer. Quizás por vagancia, la historia real se interponía, lo incitaba a continuar hurgando en ella. Cuando, bien entrada una madrugada, se hartó de intentarlo, apagó la luz del estudio y resolvió escapar a través del sueño, como su protagonista. En el amplio dormitorio ya soñaba Patricia, quien, plácida e impúdica, lucía un torso ideal, no desmerecedor del resto de su cuerpo (ventajas del éxito mediático, y del económico especialmente), así que maniobró con la luz indirecta del pasillo para molestarla lo estrictamente imprescindible. Topó con las hileras de estantes repletos de libros y fotografías pertenecientes a sus viajes por países exóticos. Sopesó la idea de que esa vez el viaje era interior, y a eso no estaba acostumbrado. El sueño no sólo no le sirvió de escape sino que volvió a intranquilizar su ánimo... Se valió del número cedido por Angélica, empezando a acompañarla regularmente en sus quehaceres respecto al soñador. Pero su impotencia crecía sin extraer provecho alguno, estancándose aún más. Tenía una estupenda historia entre manos y no comprendía cómo era tan sumamente inútil para conseguir que avanzase. Evidentemente, lo incomodaba la seriedad con que debía abordarla. En una de tales ocasiones, la cuidadora recibió un aviso urgente y permitió a Juan quedarse solo con el desahuciado. Entonces exploró libremente... Localizó una llave, en el cajón de la mismísima mesilla del
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dormitorio... Por desgracia, no correspondía a la misteriosa puerta, pero sí a la principal (¿un sistema para reducir la ansiedad de Adaro si resucitaba improvisadamente?). Bien pensado, resultaba más útil. Se la guardó rezando por que la chica no comprobara a su regreso aquel detalle que probablemente hasta desconocía. No fue así y ordenó rápidamente una copia. A partir de ese momento, aún con el desagrado que le producía tanto aquel piso como su habitante, se coló frecuentemente. Paseaba, casi a hurtadillas, por las estancias fantasmales de aquella casa y, especialmente, por el pasillo que conducía a la más interesante de todas, obsesionándose con transgredir la barrera que lo separaba de su contenido pero reteniéndose, atraído y al tiempo repelido, justo como le ocurría con el anciano. Observaba su rostro en silencio, embargado por la sensación de que ―en algún o con algún sentido― él también lo observaba, de que tenía ―en su bajo nivel de conciencia― la noción de que estaba allí. Extrañamente hipnotizado, quería saber, quería ignorar, creyendo distinguir miedo aparte de asco entre los sentimientos que lo dominaban en cercanía a aquella persona y su vida, vértigo ante las profundidades de una miseria humana, de una historia real. Mayúsculo fue el sobresalto al arrancar una de aquellas noches la vibración y el ruido de su teléfono móvil mientras escudriñaba a pocos centímetros las facciones deformadas por la edad (Patricia, interesándose por su paradero: reclamando sutilmente una explicación por los nocturnos abandonos). Las pesadillas insistieron en quebrar su habitual armonía, un bienestar del que no recordaba haber salido nunca, y éstas, nebulosas, abstractas o simplemente difíciles de recordar, fueron concretándose en imágenes que acompañaban a las emociones, que no contribuyeron a disminuir la anterior incertidumbre, aumentándola por contra. Eran fragmentos (escenas, objetos, caras), de entre los cuales destacaron progresivamente unos sobre los demás. Por ejemplo, la cara de una mujer que asociaba con el personaje de Miranda. Apuntó con la máxima fidelidad los detalles de cuanto retenía tras aparecérsele, aunque ya no se encontrara en absoluto cómodo escribiendo nada relacionado con aquella historia. Aquel proyecto inoculaba en su mente una zozobra desconocida para él.
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Tales sueños aparentaban elaborar el relato que, vigilante, no escribía, y le hubiese gustado poseer la habilidad de Adaro para controlarlos. No utilizó ninguna de aquellas notas rescatadas del subconsciente, que monopolizaban su libreta, ni ninguna de las anteriores a su irresoluble estancamiento. Cuando no lo pudo soportar más, llevó un cerrajero a aquella casa. Necesitaba un final a la altura, y debía ocultarse por fuerza tras la puerta al final del pasillo... Como si representara un acto solemne (lo era, sin entender por qué), no cruzó el umbral hasta que aquel hombre hubo desaparecido. Aguardó unos minutos aún después de ello. Luego, entornó lentamente la hoja. Avanzó la puntera de su pie derecho y, al ritmo que ésta devoraba centímetros, aumentaron sus pulsaciones y algún temor costosamente soterrado alcanzó la superficie... Su inspección global del entorno ayudó un poco más, y la de cada objeto que lo rodeaba terminó por alumbrar el motivo: experimentaba una terrible familiaridad ante aquellos objetos ―ante demasiados―, la sensación de que sus recurrentes sueños habían estado anticipándole al menos parte de lo que hallaría tras aquella puerta. Abrió una caja contenedora de diversas fotos y estudió fijamente una, un rostro femenino cuyos rasgos había tenido impresión de diseñar, preguntándose: ―¿Miranda...? Otra de un hombre despertó en él afín repulsión a la causada por Adaro. Reflejamente, presumió que se trataba de Adaro muchos años atrás. Pero, curiosamente, el ejercicio de comparar, sustrayendo arrugas y empalidecida tez fláccida para establecer denominadores comunes, no derivaba en bastantes coincidencias; se parecía más él... Se estremeció ante esta idea, discurriendo sobre la misma, pero incitándose a hacerlo sólo literariamente: ¿y si el personaje del escritor empezaba a comprender que la repulsión que le producía el anciano era achacable a algo más que renegar del envejecimiento o la muerte?, ¿y si haber adivinado su nombre significaba que llevaba aquel nombre dentro, que llevaba al anciano; o que el anciano lo llevaba a él...? Un gran final, el final sorpresa que necesitaba, su resolución a la intriga. Revisó las facciones del hombre en la foto, sintiendo como propia la revelación de su personaje. Se reconocía en ellas, y en las otras bajo la piel marchita. No había sido consciente de ello hasta aquel instante, pero:
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¿cuántos, aún en la realidad objetiva (no ya en una distorsionada a conveniencia) podrían reconocerse si tuvieran oportunidad de contemplar una imagen suya cuarenta o cincuenta años después...? «No ―pretendió negarse a admitir―, sé quién soy.» Volvió a su chalet, concentrándose en chequear la funcionalidad de sus sentidos, en registrar cada segundo del trayecto. Olor, tacto, sonido y aspecto de ropa y coche, de carretera y mobiliario urbano... En casa había algún problema con la electricidad, puesto que un interruptor tras otro declinaron obedecerlo. Y rememoró sensaciones lejanas, de pesadillas y despertares de pesadillas registrados por el cerebro infantil. La penumbra difuminaba el espacio en que se movía, difuminándolo a él... Su compañía eléctrica solucionó aquel problema de suministro coincidiendo con el que iba a ser su último intento. Y, cuando se encendieron las luces, notó que iluminaban menos de lo usual, o remarcaban los colores, los contrastes, de un modo que traía al recuerdo los despertares de aquellas pesadillas. Patricia no estaba allí. Pero tampoco sus figurillas, sus libros, sus joyas... El guardarropa no acogía prendas suyas. Sus múltiples posesiones se habían evaporado. Carecía de lógica un abandono tan repentino sin mediar discusión. Sacó el móvil. Consultó el listado de llamadas recientes para marcar su número. Vacío. Se habría borrado accidentalmente. Recorrió línea por línea todos los nombres en la agenda, sin avistar por ninguna parte el suyo... «Como si una mano invisible jugara a borrar todo rastro de ella, a sugerirme que nunca ha existido...» Echó en falta sobre la mesita de noche el retrato de ambos capturado en aquel viaje a Turquía. Y en los estantes frente a la enorme cama Juan acusó también la ausencia de sus propias fotos, las que certificaban su travesía por tantos lugares. Abrumado, consultó nuevamente la agenda de su teléfono, y una de aquellas líneas desapareció ante sus ojos... Horrorizado, contagiado por tal suma pesadillesca, temió que el resto de cosas que lo rodeaban, que componían su amada existencia, se desvaneciesen tan fácil e irremediablemente. Deseaba marcharse, pero no sabía a dónde. Se apoyó en una esquina del cuarto. Se deslizó hasta sentarse abrazando las rodillas, como le piden a uno que haga en los aviones cuando corren peligro de sufrir algún percance. El vértigo indicaba que su avión caía en picado.
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«Sé cuál es la realidad. Sé cuál es. Sé cuál es», insistía. No podía constituir todo un espejismo, largo y detallado. Los éxitos cosechados, los sitios a los que había viajado, las mujeres con quienes se había acostado... No podía, no deseaba creer que todo aquello fuese mentira. Se esforzó por conservar los ojos abiertos, compactando el mundo en derredor, evitando desplomarse en la bruma de otro sueño. Pero finalmente parpadeó. Cuando abrió los ojos, vio un techo grisáceo, tenuemente iluminado por la pantalla de dos monitores. Cuando abrió los ojos de verdad, descubrió que él era el viejo. Quiso convencerse de que aún se hallaba en el terreno de la pesadilla. «Sé quién soy ―se repitió―, sé quién soy...» Y cerró los ojos nuevamente, tratando de reformar cuanto le rodeaba. Pero se sentía completamente despierto. Se desenganchó los electrodos, suponiendo que acudiría una enfermera como Angélica, para suplicarle una manera artificial de recuperar la inconsciencia, aunque esperaba no soñar, porque sospechaba haber perdido su habilidad para controlar los sueños. Atrapado en aquella decrepitud, padeció la certeza de que un remordimiento lo acosaría durante lo que le restase vivir: el de que pudiera haber intentado con mayor ahínco acercarse a ser en la realidad lo que sólo había sido soñando... Cerró los ojos mientras esperaba, concentrándose en dormir, seguro de que esta vez lo aguardaba el insomnio.
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TRAS EL REFLEJO
Tema: «La vida es sueño».
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Era un punto insignificante. Tanto que habría pasado por delante de él ―y a través de él― cientos de veces sin que sucediera nada. Ahora que lo pienso, debí percibirlo con anterioridad, pero lo achaqué a una ilusión óptica y decidí ignorarlo. Quizá así funciona; creo empezar a entender que por eso no me afectó hasta entonces: porque depende en gran medida ―sino totalmente― de uno mismo... Era un punto de escasa dimensión situado en medio del dormitorio, un punto que pareció aumentar, resaltar a mi vista, la noche del día que mi mujer me dejó llevándose a nuestra hija Carla. O tal vez, en mi abandono al vacío del lecho, sin alguien que distrajese mis sentidos, sólo me fijé en cuanto me rodeaba con mayor atención. El caso es que lo vi allí, fiel a unas coordenadas e inalterable por mucho que me moviese en torno suyo, vigilándome a su vez como un diminuto ojo ciclópeo de la oscuridad... Eliminé toda fuente de luz (la de algunas farolas que, debilitada por el espacio separador, llegaba al cuarto sumamente decaída) para descartar con ella la posibilidad de un reflejo. Sólo conseguí observarlo con un poco más de brillo... Corté el aire que lo circundaba para comprobar que ningún sutil elemento obviado ―un hilo de araña, por ejemplo― sujetaba algún objeto fosforescente. Algo resplandecía, y sin embargo carecía de solidez, puesto que la palma de mi mano lo atravesó ―cuando por fin me atreví a interponerla― sin refrenarse un ápice... No me quedaba otra cosa que aproximarme y ajustar la pupila... Interrumpí brevemente mi acercamiento al advertir una oscilación, un salto en el brillo de aquel punto, como una fugaz sombra que me recordó a un cuerpo cruzando veloz por delante de una mirilla, muy arrimado a ella;
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incluso creí notar tenues pisadas... Proseguí hasta casi pegar mi ojo a la luz, a su fuente... La información que mi cerebro recogía del órgano ocular no encajaba con las más elementales leyes físicas: realmente, era como si estuviese mirando a través de una mirilla, y lo que veía por ella aparentaba ser un cuarto, idéntico al mío, con la salvedad de mostrarse iluminado por el sol... Retrocedí, anonadado, sacudí ingenuamente mi cabeza, como pretendiendo expulsar la visión, y volví a acercarme... Sólo para ratificarla. Traté de afinar el detalle que componía lo percibido. En efecto, era como si contemplase mi propia habitación iluminada por un sol temprano (calculaba que entre las diez y las once de la mañana, a juzgar por la incidencia de su fulgor), pero con otra peculiaridad aparte de esa: que, mirase a donde mirase, captaba la imagen invertida, no sólo duplicada sino invertida como por un espejo. Apuré los límites de mi campo visual, ladeándome como cuando se espía el rellano a través de la puerta, y, para mayor sorpresa, descubrí que no había ángulos muertos, que podía girar completamente alrededor de aquella suerte de agujero sin dejar de ver por él, y me devolvía mientras avanzaba la perspectiva de aquel otro cuarto duplicado e invertido... Aunque, al detenerme en los estantes y el escritorio, en los cantos de libros y películas que contenían, pude leerlos sin necesidad de descodificación... Retrocedí de nuevo, con un indicio de terror acomodándose en mi nuca, las piernas temblorosas, procurando compensar el desequilibrio, porque se tambaleaban con ellas los cimientos metafóricos sobre los que pisaba. Antes de considerar al causante una enfermedad mental, sopesé la hipótesis de un sueño extraordinariamente profundo. Encendí la lámpara, me lavé con agua fría y me golpeteé; acusando indiscutiblemente la obturación de mi pupila en el cambio de iluminación, el erizamiento de mi piel en el de la temperatura y el ligero dolor en el de la presión ejercida por mi mano... Apagué la lámpara y aquello seguía allí, como lanzándole un guante a mi razón. ¿Mi separación me había afectado tanto como para enloquecerme...? Un brote esquizofrénico explicaría las alucinaciones. No obstante, un tumor cerebral también, y vendría a manifestarse coincidiendo con mis circunstancias personales. Esta idea no consiguió sino agravar mi ya de por
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sí alterado estado anímico, disparando mi ansiedad al concluir que tal vez desperdiciaba un tiempo irrecuperable cuando debería emplearlo en buscar ayuda con toda urgencia antes del empeoramiento. Mi curiosidad venció momentáneamente al miedo y, a pesar de que había atravesado la pequeña luz sin alterarla, quise tocarla ―intentarlo― por última vez. Y, ante mi sobresalto, esa vez reaccionó... La yema de mi dedo índice no movió la suerte de mirilla suspendida en el aire, pero la amplió, como si fuese capaz de introducirse por ella, abriendo una brecha entre dos planos de una realidad... Tal impresión difuminó las otras preocupaciones. Lo cierto es que resultaba mucho más consoladora la teoría de un universo paralelo, cuyos mecanismos de apertura a este no podían aún explicarse, que la de una mente trastornada... Tiré del dedo hacia abajo y, efectivamente, una brecha se materializó frente a mí, arrojando más luz desde otro lugar... Mi vida nunca se había salido de la norma, y de pronto todo estaba patas arriba, hasta las convicciones más firmemente asentadas, como lo que veía o tocaba. Pero me sedujo el contraste, aquella claridad presentándose desde el otro lado como una alternativa al mundo que se hundía bajo mis pies, porque, si aquél emergía invertido a mis ojos, tal vez lo que aquí no marchaba bien allí sí lo haría. Tras los obligados minutos de desconfianza, usé mis dos manos, ya decididas totalmente, para convertir la brecha en una puerta de entrada por donde precipitarme de lleno en brazos de lo desconocido. Me animó el hecho de oír sonidos provenientes de la calle, que a través de aquella otra ventana pudiese vislumbrar personas, contagiando lo extraordinario de sosegadora normalidad. Ya dentro, eché un vistazo cautelar a mi espalda, temiendo ―y hasta cierto punto esperando― que desapareciese el puente que acababa de trasponer... Aún asomaba mi vieja habitación tras la hendidura sobre un muro invisible, a varios centímetros del parquet, y aún me sentía a tiempo de regresar, de permanecer inmóvil a una distancia prudencial aguardando la aparición de alguien que compartiese conmigo la experiencia o me demostrase su subjetividad, aguantando los párpados alzados y la impaciencia, el vago temor a perder una oportunidad única si permitía a la grieta cerrarse delante de mis narices. Exploré el nuevo entorno. Respiré de lo que me parecía el mismo aire, la misma habitación con idénticos objetos y una correlación exacta entre sí,
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sólo que casi totalmente especular, bajo aquella claridad matutina... Me pregunté si hallaría también un doble de mí en la casa. Para comprobarlo, debía descuidar la hendidura. Introduje parcialmente mi brazo a su través y lo agité suavemente, tal que asegurándome de que continuaba activa, de que podía retroceder, en un gesto que no obstante recordó al de una despedida silenciosa, y decidí continuar la exploración, proponiéndome no entretenerme demasiado. En la casa no había nadie más. En ella, el resto de estancias se hallaban también extrañamente invertidas. Regresé a la habitación. La hendidura había desaparecido... Tuve el convencimiento de estar atrapado. Me encogí sobre la cama, apesadumbrado por una mezcla de estupidez e impotencia. Nunca había sentido tanta soledad. Las voces de los extraños que filtraban las paredes no motivaban ningún consuelo. ¿Qué sucedería con los conocidos? Recé por que existieran, por que la tecnología del teléfono móvil me pusiese en contacto con ellos. Y me apresuré a marcar el número de uno, la persona que más cerca de mí había creído, pidiéndole auxilio con esa acción a los restos del aprecio que presuponía latentes tras la ruptura, tras tanta convivencia e intercambio. «Helena, ¿eres tú...? ¡Oh, gracias a Dios! ―empezaron a asaltarme las lágrimas―. Escúchame: creo que estoy volviéndome loco... No, no es eso. Estoy viendo cosas que no existen. Por favor, Helena, es muy grave: ven sólo un momento, un momento nada más...» (Reparé en que presentía al otro, quizás a su lado mientras hablábamos, es decir: por vez primera fui en verdad consciente del riesgo de que nuestra relación terminara; durante tres lustros, de un modo no poco ingenuo, la daba por inquebrantable, lo cual me proporcionaba un magnífico grado de seguridad, toda la que de repente perdía...) Accedió a mi petición. Entretuve la espera examinando con mayor detenimiento cuanto me rodeaba, por calmar mi nerviosismo antes que mi curiosidad. Aspiraba a distraerme de cábalas que sustentarían el argumento utilizado espontáneamente para atraer a Helena, porque espontaneidad suele equivaler a sinceridad y prefería que aquello indicase un ágil instinto de supervivencia en vez de una confirmación de que, en el fondo, me inclinaba hacia la locura... Abrí un libro e, igual que en su cubierta, pude entender perfectamente lo impreso en sus páginas. ¿Y si yo mismo me había
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convertido en un reflejo...? Se me antojó producto de una lógica infantil que alguien reflejado entendería perfectamente aquel lenguaje invertido. Inmediatamente, rastreé en pos de marcas de nacimiento, alguna asimetría que recordase ubicada en una mitad u otra de mi piel, desistiendo al concluir que ninguna marca era lo bastante destacable en mí o que nunca había prestado atención a semejantes detalles. Aunque, si aceptaba que vivía dentro del espejo, capaz de descifrar automáticamente aquellos signos, también debía aceptar que me percibiese naturalmente, no así respecto al orden del mobiliario o la franja horaria. No encajaban con la facilidad deseada todas las piezas del puzle, y traté de enmendarlo arriesgándome a forzar aquellas sobrantes entre las demás: tal vez mi ojo ya había traspasado el umbral cuando se detuvo en la lectura y, sin embargo, cuantas diferencias apreciaba ―esas geografías especulares―, no eran más que la prolongación de la anormalidad captada desde fuera (era consciente de ellas simplemente porque las recordaba). Tal vez en realidad pertenecía al mundo al que me había cambiado... Helena tardó alrededor de una hora en llegar. Y no resolvió nada. Para ella, claro, las paredes y el mobiliario estaban como siempre habían estado. Me recomendó acudir a un psiquiatra, aunque se marchó ―seguro― convencida de que la había llamado sólo para transmitir pena, para agotar una última vía de recuperación. Quizás. Desde luego, tras aquel encuentro me quedó definitivamente claro que eso jamás sucedería. Su portazo me devolvió a la soledad. Tras debatirlo unos instantes con ésta, deambulando por los corredores de aquel territorio ajeno al tiempo que familiar, me dispuse a prepararme para visitar a algún médico. Pretendía eliminar las causas físicas antes de abordar las mentales, pero, muy especialmente, abrigarme en la cercanía de otros congéneres. Me sometieron a una batería de pruebas cuyo resultado vaticinaba negativo. Paseé por las calles refugiándome entre peatones. Los lugares comunes respondían a mi escrutinio como renovados, con un aspecto imprecisamente diferente; todo lo percibía de modo particular... Agoté un último aliento de claridad y emprendí el inevitable camino a casa.
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Me tumbé en el sofá y encendí el televisor. Quería que pensase por mí... Y ocurrió justamente lo contrario. Veía lo mismo de siempre, pero, de pronto, las actitudes de ciertos periodistas me desagradaban, los personajes en cuya privacidad se entrometían también me desagradaban, y las mentiras de los políticos (en las cuales me daba la sensación de no haber reparado o haber tomado a broma) me ofendían enormemente; estaba seguro (como si nunca lo hubiese cuestionado) de que los presentadores que relataban cada evento no contaban ni por asomo todo (entre lo importante al menos) o se recreaban en los detalles más absurdos, de una manera que me revolvía las tripas... Súbitamente, me contemplé a mí mismo preocupado, profundamente indignado por asuntos como la temporalidad del empleo con los bien llamados contratos basura, el precio de la vivienda e incluso el redondeo del euro, el coste de los más superfluos bienes; me vi alarmado por el estatismo de los afectados, entre los cuales me contaba. ¿Por qué tanta afectación de golpe respecto a aquellas cuestiones? Mi vida, hasta aquel momento, había sido plácida, un ejemplo de despreocupación, exceptuando al círculo familiar, que tan afanadamente había construido. ¿Se trataba de resentimiento, de algún escape psicológico a mi frustración? Se cumplía otro aniversario del celebérrimo atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, y la información ―repetida mil veces― que la pantalla y los altavoces del aparato comenzaron a escupir me sublevó por encima de lo mencionado, pese a tocarme tan indirectamente. Convencido al cien por cien, opinaba que ningún jodido avión se había estrellado contra la fachada del edificio pentagonal: aquello era materialmente imposible, y sin embargo se ignoraba o, mucho peor, se aceptaba. Yo mismo lo había aceptado hasta hacía poco. Pero la cosa discurrió más allá al plantearme explicaciones alternativas a las oficiales, porque me asaltaba como un perro rabioso la sospecha (enseguida fundada) de que los propios líderes de las víctimas eran culpables de su horror, me espoleaba la certeza de que el formidable sacrificio a que las habían sometido carecía de límites en su vileza y mezquindad. Aunque, verdaderamente, peor aún era que aquella información se hallara al alcance de cualquiera. Incluido yo. Recordé que uno de los libros ordenados en los estantes (un regalo que me había hecho un amigo y que arrinconé sin concederle interés alguno) se refería directamente a aquel tema. Me puse a leerlo (también bucearía por
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Internet), para acabar justificando mis temores, evidenciándose junto a tantas incongruencias oficiales la cobardía de los medios. El mundo estaba gobernado por imbéciles, egoístas sin escrúpulos, fanáticos adictos al poder y asesinos implacables, y nadie lo evitaba. ¿Cómo asumir algo tan descarado?, ¿cómo ignorarlo o vivir tranquilo sabiéndolo? Las mentiras más grandes son las que mejor se traga la gente: simplemente hay cosas tan impresionantes que resultan imposibles de creer durante demasiado tiempo. Después de unas horas, ya no podía jurar que la casa hubiese sido distinta en otra época. Empezaba a sentir que aquello representaba una mera ilusión, quizá una metáfora de mi nuevo enfoque (eso o no costaba acomodarse a la nueva orientación: la mente se adaptaba a ella). Porque mi actitud ante la vida había cambiado, clara y radicalmente, y no me refiero a un cambio lógico, acorde con los operados en mi entorno, sino a uno desligado de cualquier influencia imaginable, desligado incluso de mí mismo, como fruto de una suplantación de personalidad: idénticos recuerdos la acompañaban, pero yo no era yo... Sopesé que tal vez mi vida antes de aquel punto era la alucinación, un intrincado engaño del cual salía, un sueño del que me despertaba. Cualquier psicólogo diría que esta disposición mental es una defensa, como ya he sugerido, mi forma de encarar la separación (así lo expresó el mío más adelante). ¿Cómo puede saber el loco que está loco...? Ansío que el paso del tiempo lo atenúe. Pero no sé. Mi mundo había sido perfecto. Me aferro a la idea de que así era, escudándome en que todo suele regirse por un criterio subjetivo, pero ¿cuántos años me regí con ese criterio infectado por lo que el entorno espera de uno? Había estudiado una carrera, sin auténtica vocación; conseguido un trabajo más o menos estable, insatisfactorio; comprado un coche, un piso, a los que ahora sobraba espacio, que terminaría de pagar entrada la vejez; formado una familia, cuyo importe también lastraba... y de pronto ese esfuerzo, ese tiempo invertido, se rebelaban contra mí. Evidentemente, no había alcanzado la realización con aquella fórmula, y emularla no borraría el regusto de la duda, de la cual mi ingenuidad me había preservado. En mi candor, estimaba que la inocencia se pierde cuando comprendemos la muerte; ahora veo más grados de inocencia de los que me planteaba, y creo que el último se destruye cuando logramos un máximo de consciencia, algo
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que sólo ocurre tras aprender a cuestionarlo todo sin excepción, porque no hay nada incontrovertible, ningún tótem imperturbablemente asentado contra los avatares: ahí se enclava la ansiada Verdad. Y admitirla requiere un valor que no todos poseen, y que implica enfrentarse a uno mismo. Precisamente, eso fue lo único que me faltó al otro lado: un doble de mí. Tal vez me hallé en la transición sin darme cuenta. Y no me gustó el nuevo yo, no me gustó la situación de desconfianza, de intranquilidad permanente en que me dejaba. Cobardemente ―lo reconozco―, decidí que prefería padecer una enfermedad mental a cualquier otra cosa, un problema que se curase gracias a una vulgar pastilla, y el loquero me la proporcionó. Pero, mientras miro esa pastilla en la palma de mi mano, y me acuerdo de Alicia con sus galletas y del soso de Keanu Reeves frente a Lawrence Fishburne sobre unos imaginarios sofás, esbozo un amago de sonrisa irónica, grave, porque en el fondo sé que únicamente servirá para impedir más alucinaciones (si es que alguna vez las tuve), y ninguna pastilla me devolverá al otro lado, ninguna revertirá la anomalía, ninguna remediará totalmente este padecimiento, que podríamos llamar conciencia.
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RECETA PARA UN SACIADO
Ni siquiera es un relato propiamente dicho, pero me hace cierta gracia y he querido juntarlo. Tema: «Escenas cortas que me pasaron a ti». (Reproducido tal cual. Sí: gramaticalmente incorrecto.)
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El glande esputa semen una vez más, otra reacción mecánica, nutrida por situaciones imaginadas que no fraguan en la realidad; siento cómo estoy a punto de alcanzar ese grado álgido de placer, pero se escabulle entre mis dedos con lo imaginado, prometiéndose a alguien que no soy yo... Sueño que duermo, que descanso en paz, hasta que un subordinado tuyo me reclama gritando desde la mesita... Bostezo en un autobús que rompe el himen de otra noche. Como ayer... Busco solaz en un hueco luminoso que han dejado las nubes, concediendo el frío de la mañana una pasajera tregua al cuerpo aterido. Me incito a creer aún posible admirarlo desde una cómoda tumbona, sin alarmas... Despierto de la ensoñación entre contenedores, porque limpio en una mugrienta nave tus despojos, respirando la inmundicia que me tiñe también por dentro a cambio del miserable puñado de monedas que me arrojas... Devuelvo feliz tus sucias monedas, que se agotan demasiado rápido, como el transitorio desahogo que suponen. Compro con ellas tu pienso, tu ridículo espacio entre estas finas paredes, tu alcohol, tus drogas... Casi todo lo abarcas imponiendo tu precio, en continuo ascenso. Consumo tu televisión... Pateo el asfalto con ideas utópicas, calibrando las posibilidades que me robas, atrapado en una ciudad gris, poblada de estatuas...
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Y veo que tú tienes todo cuanto me falta. Por eso quiero darte lo único que te falta a ti... Preparo en mi cocina una bomba con tu nombre.
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LA LUCHA
Tema: «El instante».
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Avanzó por el pasillo de las oficinas entre despachos y más despachos clonados unos de otros. Sentía el aire sobre su rostro al desplazarse, el vaivén del cabello en cada paso, la ropa en contacto con su piel, la solidez del suelo bajo sus talones... Se cruzó con ella y olió su perfume, percibiendo además que, quizá por observarlo fuera del redil a aquellas horas, lo miraba distinto; ¡qué coño!: puede que incluso reparase en él por primera vez... Prosiguió su avance entre aquellos despachos que en realidad no eran más que tristes biombos fijos, compartimentos análogos a los de un panal de una colmena de abnegadas abejas (ochenta pisos llenos de abnegadas abejas humanas) y desenfundó el arma antes de llegar al propiamente dicho de su jefe, antes de abrir la puerta y escucharlo reclamar autoritariamente explicaciones por la demora que le había impedido ocupar su puesto según estipulaba el contrato, ni un segundo después. Éste lo miró ya inquisitoriamente desde su mesa, pero advirtió la pistola que el empleado sostenía. ―¿Qué coño hace con...? ―exclamó, al tiempo que pulsaba una tecla del aparato telefónico para reclamar auxilio―. ¡Seguridad! Se aproximó con el brazo relajado, apuntando distraídamente al suelo mientras su jefe repetía la llamada, sin tratar de impedirlo, estudiando cada detalle de la situación como si no la creyese. ―¡Seguridad! ―volvió a repetir. Elevó el cañón, como por probar, cuestionándose. Pero finalmente apretó el gatillo. El disparo lo sorprendió con inusitada brusquedad. Sacudió su mano tan sólo un poco, no como esperaba; sin embargo, aquel ruido seco y alto que produjo se apoderó de sus oídos, dejándolo paralizado en un primer
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momento la reverberación. Sus ojos desprevenidos recogieron el destrozo del plomo: éste había atravesado las manos dispuestas por el hombre para protegerse, reventándolas suciamente, partiendo hueso y desgarrando cartílago y demás en un violentísimo aunque muy breve estremecimiento. El impacto había abierto un orificio en el lado izquierdo de la frente que, extrañamente, no sangró. Lo contempló inmóvil unos segundos, aún alteradas las pulsaciones. No había oído el tintineo del casquillo porque había sido amortiguado por la moqueta, y allí estaba... Tenía el arma cogida fuertemente; de hecho, pistola y mano se hallaban “pegadas”, unidas entre sí como por arte de algún potente imán o adhesivo. Apretó nuevamente el gatillo, acostumbrándose a la brutalidad de aquella sencilla herramienta, mimetizándola. Practicó puntería con el pecho del cadáver, que saltó, agujereada y teñida su camisa blanca progresivamente. Nunca había sentido tanto poder. Y le encantaba... Dirigió una última bala a su cabeza, que, echada para atrás, la recibió oblicuamente, resquebrajándose el hueso, regando profusamente la cristalera y salpicando el mobiliario de desgajados trozos de cráneo y gelatinosa materia encefálica aparte de sangre. «¡Qué espectáculo!», se dijo. Presintió la irrupción de los vigilantes, casi al otro lado de la puerta, así que se apresuró a tomar un nuevo cargador y sustituir el agotado. Cuando abrieron de golpe, él ya apuntaba en su dirección. Acertó sobre el primero, quien se desplomó bajo la atónita mirada de un compañero que reaccionó agachándose para hacerle frente, parapetándose tras la pared. Aventurándola por el quicio de la puerta, no alcanzó a disparar como pretendía, con la zurda, y lo ahuyentó otra bala que astilló buena parte del marco. Le mandó otra más a través el fino tabique y oyó el cuerpo del tipo derrumbarse inerte. Se acercó alerta, comprobando fugazmente sus flancos antes de decidirse a salir. La gente se agazapaba en sus compartimentos ―en sus mal llamados despachos―, por encima o por los lados de los cuales sobresalían, intermitentes, algunas cabezas. Del más cercano: unas bonitas piernas con medias oscuras acabadas en sensuales zapatos negros de tacón. Se trataba de ella, “casualmente”. Aprovechó para tomarla de rehén: la agarró fuertemente del brazo y tiró hacia arriba, irguiéndola sin más resistencia que la del peso doblado en aquella postura. Notaba por fin su carne, de modo firme bajo las dobleces de la blusa mientras la estrujaba...
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Nuevos vigilantes se presentaron al fondo, precipitándose a tomar posiciones tras la esquina de entrada al pasillo o los menos seguros biombos en cuanto lo vieron con la chica de una mano y el arma de la otra. La utilizó de escudo; la encañonó marchando por el pasillo. Se desvió momentáneamente hacia la celdilla de abeja humana que a él mismo le correspondía y se inclinó sin perder de vista a sus adversarios, sacando de un cajón un arma más potente y varios cargadores. Sustituyó la pistola por aquella ametralladora y continuó avanzando en dirección a la salida. No dudó en ametrallar a los uniformados una vez los tuvo a tiro (ahora sí oía tintinear, a puñados, los casquillos sobre el suelo). El bello artilugio escupía en cada fogonazo decenas de balas, abriéndole camino como ninguna otra acción en su vida anteriormente. Olía la pólvora, sentía aquellas vibraciones extenderse desde la punta de su miembro ejecutor al resto de un organismo excitado; notaba, en general, agudizados sus sentidos: nunca había sentido intensamente... Dedicó unas ráfagas a las multiplicadas celdas ―incluida la suya― entre las que había pasado gran parte de su monótona vida. Hirió en consecuencia a algunos de sus ex-compañeros. No le importaban. Remató en su trayectoria a los vigilantes caídos (le hechizaba el efecto de los balazos). Descendieron al aparcamiento, por la escalera, en previsión de que se ordenase inutilizar los ascensores... Tardaron, pero no sufrieron ningún asalto durante la bajada, aunque era de prever que los esperarían. Y, efectivamente, varios vigilantes más del edificio y agentes de policía se apostaban tras los coches. Afortunadamente, el suyo estaba aparcado cerca. Accedieron rápidamente a su interior. Él le ordenó a ella que condujese mientras se encogía en el asiento contiguo. De aquel hueco extrajo un arma aún más potente, una ametralladora de considerable tamaño con una lanzadera bajo el cañón principal. Rompió la luna, a sabiendas de que intentarían interceptarlos, abriendo fuego a discreción en las proximidades de la entrada al parking. ―¡Pisa a fondo! ―gritó, y, para asegurar su obediencia, presionó su empeine. Chocaron de refilón con un coche patrulla, cuyos faros sembraron de cristal el asfalto como una repentina granizada. Disparó otra ráfaga disuasoria por el marco de la luna trasera y apuntó más cuidadoso, mandándoles a su través varios de aquellos proyectiles explosivos.
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Se generó en la boca del parking una hermosa deflagración, una expansiva nube naranja, amarilla y negra que registró embobado, con la chica tratando de dominar el automóvil sobre la calzada húmeda, sorteando los coches que venían de frente. Cayó entonces en la cuenta de que sudaba. Se tocó la camisa y descubrió que algunas finas gotas de sangre habían saltado allí. La exhortó a llevar el volante con mayor calma; poco después, a desviarse por un callejón. En él hubo suerte: estacionaron en doble fila tras un tipo que se disponía a abandonar su plaza y Fran sumó su secuestro y el del vehículo al de Alicia sin aparentes testigos. Se sentó atrás, apuntándolos. Y así desembocaron en las afueras. Alquilaron dos habitaciones en un motel. Fran amordazó al tipo y lo dejó en una, compartiendo la otra con Alicia, buscando sin disimulo cierta intimidad. ―¿Por qué me miras así? ―encendió calmadamente un cigarrillo. ―Es que no te creía capaz de todo esto. Estaba sentada en el suelo, junto al minibar, con las piernas plegadas y los brazos rodeándolas a la altura de las rodillas, recogiendo aquella falda negra. Él, sentado en la esquina de la cama, simplemente la contempló. ―¿Piensas matarlo? ―trató de indagar, echando una mirada al muro que los separaba del cuarto contiguo. ―Probablemente. ―¿Y a mí...? No respondió. La estudió sólo. Luego, se estiró hacia ella, situando el rostro muy cerca del suyo (su piel ligeramente sudada y su cabello despeinado no le restaban atractivo, quizás lo incluso aumentaban); aquel era un movimiento que debía efectuar en su postura para sacar algo del minibar, pero sin duda ella estimó otra cosa, porque enredó una mano en su pelo y, sin demasiado pudor, fijó los ojos en sus labios. La muy puta, o bien se había excitado con el papel de chico malo desempeñado a lo largo de la mañana, o, por mera cuestión de supervivencia, trataba de ganarse un indulto. De pronto, le dio la impresión de que ella se inmovilizaba por completo, lo mismo que una estatua de carne. Le pareció que poco a poco los colores se desvanecían hasta el punto de convertirla en una silueta oscura, mientras una voz que ignoraba de dónde procedía se volvía más
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audible: «ES LA HORA... ES LA HORA... ES LA HORA». Entonces, el cuadro entero acabó por desvanecerse y recuperó la conciencia. Un tanto molesto por la interrupción, se despojó del gorro sensor (similar a los de neopreno que formaban parte de los trajes de hombre-rana, solo que estrechada su abertura para tapar los ojos) y comprobó que efectivamente era hora de irse a trabajar. Había gastado toda la noche en una partida de aquel juego. Pero el Daily Fighter merecía la pena. Sin lugar a dudas, aquella neuroconsola suponía una mejor inversión. Confirmaba plenamente el entusiasmo global en torno a ella: la sensación de realidad era total, y la posibilidad de adaptar los espacios y la fisonomía de los personajes elevaba aquel invento a las más altas cotas. Además, no se corría peligro alguno puesto que una de sus funciones anulaba la moción de los miembros y enseguida se recuperaba. Había obrado sabiamente al esperar que los precios bajasen y sacaran el modelo desprovisto de cables, pero, si hubiese conocido como ahora sus virtudes... Resultaba gracioso que no sólo no fuese casi criticada en relación con la violencia sino que hasta la promocionasen abiertamente reputados psicólogos, sociólogos y gobernantes, aduciendo que contribuía al desahogo de impulsos negativos; más gracioso aún: empresarios, jefes como el suyo, se ofrecían al escaneo de sus propios rasgos para dejarse acribillar virtualmente por sus subalternos (aunque unas fotos y un puñado de euros bastaban para que en cualquier tienda de informática personalizasen las copias)... Avanzó por el pasillo de las oficinas entre aquellos ridículos despachos iguales, camino del suyo. La vio, tan guapa como siempre, confraternizando con el jefe de planta, aquel gilipollas. La muy trepa... Ocupó su hueco en su impersonal celdilla de disciplinada abeja obrera del panal, diez minutos antes de la hora estipulada por contrato. Álvaro reclamó suavemente su atención dándole un toquecito en el hombro que invariablemente lo sobresaltó. ―¡Joder, Álvaro! ―Acuérdate de que esta tarde es la reunión del sindicato ―le comunicó en aquel tono de voz tan discreto. Siempre hablaba así cuando trataba aquellos asuntos, como temiendo que sus superiores los oyesen conspirar contra ellos a través de algún micrófono―. No puedes faltar,
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¿vale? Ya sabes: cuantos más seamos, más presión podremos ejercer. Todos de acuerdo para darles una lección. Es el momento ―y le asestó con su puño un golpecito solidario en el hombro. Fran asintió con la cabeza. «El momento», «todos...» Siempre estaba igual. Sonaba tan idealista, tan irrealizable. Aunque tenía razón. Él mismo había llegado a chuparse jornadas de hasta dieciséis horas, pagadas o no íntegramente pero nunca deseadas, por mantenerlos contentos, sabiendo que se jugaba el puesto si no se mostraba dócil: podían utilizar cualquier excusa para despedirlo a bajo coste y suplantarlo inmediatamente. Antes de aquella reunión, quiso terminar la partida dejada a medias del Daily Fighter. Activó el disco en la consola, volvió a acribillar a su puñetero jefe y practicó un sexo ficticio logrado a través de la estimulación directa del cerebro que no sólo no estaba por debajo del tradicional sino que hasta lo superaba... La consola se desconectó automáticamente al fin de partida, no a una hora programada por él. Cuando miró el reloj, descubrió que era demasiado tarde: de celebrarse aquella reunión, forzosamente habría acabado. Pensó que quizás tendría que haberse preocupado por asegurar su asistencia. Debía acostarse enseguida para recuperar una fracción del sueño atrasado, comer algo también. Pero no quedaban raciones preprocesadas para cocer al microondas rápidamente y le daba pereza cocinar. En un foro, había leído la idea de diseñar un nuevo modelo de neuroconsola que alimentara a los jugadores mediante una sonda y, la verdad, muy descabellado no le parecía... Se retiró a la cama. A pesar de todo, no logró dormir inmediatamente. Quizás era por haber descuidado su compromiso, aunque lo juzgaba insuficiente; otra cosa lo rondaba, algo de mayor profundidad, como una antigua discusión existencial consigo mismo cuyo retorno provocaba pensar y continuar desvelándose... Consideró apropiado acostarse con el gorro sensor. Sí, reproduciría el disco Sueño Plácido.
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MONOS
Primerizo. Tercero para la tertulia. Tema: «El paraíso».
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Los conocidos entre el vulgo como “atajos espaciales” significaron un avance increíble, una auténtica revolución científica. Nuestra capacidad para visitar otros mundos se agilizó de tal modo que pronto se convirtió en algo incluso aburrido para los medios de comunicación, los cuales prefirieron ocupar su tiempo ―como de costumbre― con noticias más banales. El abaratamiento de costes, la rentabilidad de aquellas operaciones en tanto que otra potencia no desarrollase la misma tecnología, nos permitió mejor que nunca ocultar qué hacíamos con nuestra mano derecha mientras enseñábamos la izquierda. Pero siempre ha sido muy fácil engañar a quien carece de verdadero interés por saber la verdad. Primero, claro, lanzamos sondas, que regresaron fácilmente; luego, conejillos de indias, que tampoco revelaron trabas: al parecer, los organismos no sufrían ninguna alteración perniciosa en el transcurso; el paso lógico a continuación fueron las naves tripuladas. Las encaminamos a los puntos que de mayor interés habían señalado varias de las sondas. Dada la celeridad del proceso, en seguida hallamos vida, y no solamente bacteriana. Aquellos simios eran sorprendentemente similares a nuestros antecesores, su mismo planeta se asemejaba enormemente al nuestro. Ni que decir tiene que lo convertimos en campo de pruebas particular, con intención de comprender nuestra propia evolución a través de la de ellos, amén de otros objetivos que escapaban a mi competencia y de los que ni por asomo se me informaría. Como reputado biólogo, estuve entre los privilegiados por tomar contacto con el primer espécimen recogido, emocionado por saberme frente a una raza independientemente desarrollada y tan cercana a la nuestra
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(porque nadie, superficialmente, hubiese distinguido a aquél de un mono común). Su mirada entonces era la de un simple animal, uno asustado... Se unió al equipo la doctora Lilith. Cuando aún no nos habíamos cansado de observar y catalogar fauna y flora, decidieron desde arriba comenzar la manipulación genética. Pretendíamos acelerar el discurrir evolutivo, estudiar el impacto de miembros más inteligentes en el grupo. Y para ello les dimos una porción de nosotros, del material genético de nuestra especie. Yo perdí interés por mi trabajo. Comparativamente. Lo cierto es que mi interés llevaba tiempo enfocándose en una dirección bien distinta: las faldas de la doctora Lilith. Me costaba reconocerlo, pero nuevamente le había otorgado un rostro a esa fantasía ideal que por lo visto no había enterrado bastante hondo mi dedicación al oficio. Y volvía a fantasear con el característico titubeo adolescente, con la inseguridad propia de aquellos años que la inexperiencia, o la escasez de experiencias agradables, prolonga. Repetía en mi mente sin cesar su nombre y sus formas, donde conquistar mis tierras de leche y miel; cuanta importancia hubiera creído o creyesen los demás que poseían objetivamente mis logros, se diluía o integraba de nuevo en un proyecto íntimo que garantizase además mis satisfacciones mundanas... A partir del espécimen manipulado en origen, obtendríamos una hembra que fecundaríamos artificialmente, marcándola y soltándola igualmente en su comunidad. Se festejó el alumbramiento con distensión, no tanta como hubiese querido pero sí la suficiente para acercarme definitivamente a mi colega femenina... La suficiente para encajar un último fracaso en ese área, no por mayormente esperado menos frustrante. Emprendí sutil retirada del festejo, cavilando cuánto tardaría en volver a engañarme respecto a alguna mujer. Me refugié en mi laboratorio. Casualmente, allí estaba el ejemplar número uno ―al que había aceptado bautizar con mi nombre―, metido en su jaula; lo habían recogido para renovar su marcador de seguimiento y practicarle una cura debido a una encarnizada pelea con los suyos. Me acerqué a él con la boca y los ojos impresos en licor. Me sostuvo la mirada... Y me percaté de que su mirada era distinta. Me hizo sentir en aquel momento como si encarase a un congénere, uno atrapado en un cuerpo animal. Contemplé el nacimiento de
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la consciencia, y su soledad asociada, el espejismo del amor con que trataría de consolarse. Entonces supe cómo acabaría la historia, leí el futuro en sus ojos, reflejo de los míos: alguien le contaría a sus descendientes cuentos infantiles sobre sus orígenes, los cuentos que padres usan para explicar a hijos lo que no pueden entender; desarrollaría sus inmensas capacidades, dominando al resto de especies, buscando respuestas y bienestar, la utopía, el perdido paraíso del cuento, y, cuando por fin cayese en la noción de que sus ángeles no eran sino vulgares exploradores o algo peor, misioneros de otras esferas con idénticas dudas, entonces, tal vez añorase de aquella época remota el instinto animal, el estado salvaje que le habían arrebatado y que lo mantenía en perfecto equilibrio. Yo envidié la mirada del viejo mono.
Doctor Adán
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ESCALAS
Tema: ¿algo sobre una herida del aire...?, o tal vez no, porque, llegados a un punto extremo de dejadez, ni se leía ni se proponía nada y yo seguía mis propios patrones las escasas veces que intentaba escribir.
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El cielo arde a las siete de la mañana, inicia una deflagración que se propaga por los charcos de la calle hasta mudar ese provisional color anaranjado, mientras un crisol de ventanas estalla de luz en las fachadas norte de la ciudad al paso del sol desnudo. Casi de pronto, todo es claridad, y, entonces, alguien distingue cómo del mismísimo aire pende una gota de sangre... Ese primer transeúnte se queda absorto, sin importarle que perderá el autobús que lo llevará hacia su trabajo, cautivado por lo inaudito de semejante visión. Un segundo tiene forma de señora bastante ridícula: pelo corto y mal peinado, apenas cuello, ancha en general, de piernas ligeramente combadas, demasiado separadas una de otra, una vieja falda marrón y unas medias color carne por debajo de la rodilla; va en zapatillas paseando a su diminuta, mucho más ridícula, mascota, y la mascota insiste en un empeño desmesurado por incordiar, desafiante cual niño mimado, esputando ladridos estridentes, breves pero ininterrumpidos, tensando la correa que sujeta su ama, quien propina tirones en sentido contrario. A cada tirón, el bicho ajusta momentáneamente su paso al de la mujer, para en seguida volver a adelantarse. El extraño objeto de atención se halla próximo a una acera, en el cruce de dos amplias avenidas. Parece una gota de sangre, aunque mayor, más densa de lo normal y un poco más oscura, y surge de la nada a unos dos metros del suelo. Cae al asfalto, donde el amago de perro descubre un reguero parcialmente coagulado que desemboca en la alcantarilla más cercana. No tardan en multiplicarse los testigos, hipnotizados por esa inexplicada herida. Se miran unos a otros, con interrogantes y exclamaciones, escrutando alrededor en busca de respuestas. Y van
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reparando en nuevos hechos igualmente generadores de intriga: un par de farolas manifiestamente dobladas, más o menos a mitad de su longitud (y miden algo así como diez metros), un coche destrozado fuera de la calzada y restos del mismo esparcidos en todas direcciones... Baja considerablemente la luz: se nubla. Alguno se aproxima al auto con el deber cívico de comprobar si quedan pasajeros vivos, pero la mayoría permanece inmóvil, indecisa, sumida en su perplejidad, superada por el carácter fantástico de tan extraordinario manantial. Por supuesto, uno de ellos se aventura a palpar en torno a la herida, presumiendo la existencia de un cuerpo sólido ya que no visible. Y ahí está, efectivamente, un bulto de dimensiones inconcretas pero significativas a tenor del fugaz primer toque, una porción apreciable de algo que responde al tacto ―antes de que la recelosa mano se aparte― con calor: el calor, el pálpito de un ser aún vivo... La mascota repelente dirige ahora sus ladridos hacia el punto de esa curiosidad y asombro. El tipo mencionado al principio, quien efectúa el hallazgo, bien situado en sus cuarenta y tantos, con barba minuciosamente recortada y planchada camisa blanca, ajeno totalmente al hecho de que ya ha perdido su autobús, deviene también en ser el primero que retrocede cuando notan una mayor señal de vida procedente del bulto invisible: un hondo quejido llena el aire densificado por la humedad, un quejido tal que los hace sentir azorados, insignificantes, y resta protagonismo al relámpago que anticipa nueva tormenta. Se dispersan buscando refugio, la compacta señora avanzando dificultosamente sobre sus cortas piernas mientras tira del chucho lamecoños, que aún increpa irguiendo el hocico, esta vez con parte de temor instintivo ya que no mínimamente inteligente. Todos desaparecen rápidamente de escena al son de un trueno salvo ella y el tipo de barba, a quien le puede la curiosidad y decide espiar desde un portal aledaño... Segundos después, la herida oscila, desaparece ante su visión en lo que dura un parpadeo e irrumpe un sonido de arrastre. Esto coincide con un gran fogonazo que parece imitar al de una cámara usada por algún fotógrafo anónimo para inmortalizar sus rostros níveos. La lluvia se añade presta al retrato general. Y desde las sombras del portal su privilegiado testigo contempla el siguiente portento: la lluvia dibuja tímidamente el contorno de una criatura enorme, inclasificable, elevándose imponente. Boquiabierto,
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cree distinguir, cuando termina de elevarse, que rebasa ligeramente la altura de las farolas supervivientes... El estúpido animal continúa ladrando sin pudor, mientras su dueña tira de él y echa veloces miradas atrás, arriba. El contorno acuoso parece reaccionar dirigiendo su atención al origen del irritante sonido. Un movimiento de la mole y ese animalillo desaparece, su correa sube, se vuelve a tensar y arrastra bruscamente a la señora con idéntica facilidad que cuando ella ejercía la fuerza. El tipo de barba visualiza automáticamente un mundo donde los humanos pueden ser reducidos a la categoría de mascotas, o cosas peores... No acaba ahí: de súbito, el cielo gris pasa a ennegrecerse parcial, selectivamente, pero el tipo está demasiado centrado en el incidente de la señora y no se percata. Tampoco se da cuenta de que a un nuevo relámpago no lo sucede ningún trueno. Durante un instante, pierde el enfoque de la criatura, hasta descubrir que es porque se confunde con otra superficie análoga, mucho mayor... Le resulta interminable el movimiento ascendente de su cabeza al intentar abarcar su extensión. Finalmente, distingue dos figuras más tras la ya conocida. Traban contacto y, de repente, el chucho cae al suelo materializado ante sus ojos, mudo, fláccido. Cree percibir cómo las figuras mayores agarran a la otra para que las siga, y piensa en dos padres reprendiendo al vástago por una falta cometida... Otro relámpago los borra de su vista y sólo queda la habitual cortina plana de lluvia. Regresa parte de la luz. Todo sigue, prácticamente, igual.
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HOMBRE-MOFETA
Siempre he estado habituado a acostarme a las tantas de la madrugada: soy fauna nocturna; por eso, cuando, en mi primer trabajo como vigilante, mi compañero de aquella noche me preguntó si aguantaría despierto mientras él echaba un “pigazo” (una siesta), respondí con total seguridad que sí. Me equivoqué de lleno: uno no puede mantener mucho la vigilia sentado en penumbra y silencio si no ocupa su mente con algo. Tras probar multitud de distracciones, sé que lo que mejor me funciona es escribir. Esta bufonada escatológica me mantuvo alerta una noche entera, hasta el amanecer y más allá. Tema: «Jugando con fuego».
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Haré los honores: me dispongo a presentar a un nuevo valor entre los defensores del orden en este mundo de injusticias, una propuesta de superhéroe a nivel nacional (propuesta un tanto más que alternativa). Tal personaje, cacereño de origen ―porque, como he dicho, se trata de un elemento con solera, cosecha propia―, lleva por nombre el muy castizo de Manuel, Manolo en adelante. Pues Manolo desempeñaba su actividad profesional en los laboratorios de la filial madrileña de una importantísima marca farmacéutica y nunca tuvo intención de dedicarse a la lucha contra el crimen; de hecho, tarda bastante en ocurrírsele esta idea ya que sus poderes difieren mucho de los ostentados por cualquier justiciero conocido... A día de hoy, nuestro hombre ―perdón: superhombre― carece de pruebas que certifiquen la causa directa del incidente que le otorgó esos dones por los cuales se distingue del resto de mortales, aunque quizá no deberíamos hablar de dones sino de una suerte ―una mala suerte― de capacidad. El origen lo sitúa en la ingestión de aquel último café de una jornada laboral fatídica, repugnante y definitiva; su sabor extraño corroboraría tal hipótesis, y sospecha del vástago del jefe (¿a quién se le pasa por la cabeza dejar suelto a un irresponsable metomentodo drogodependiente dentro de unas instalaciones llenas de productos químicos de variadísima índole?). Ignora qué droga o qué combinación de cuantas estuviesen improcedentemente a su alcance el día de marras vertió el pequeño hijo de puta aprovechando un, por otro lado, imperdonable despiste; pocos segundos transcurrieron hasta los retortijones, un dolor insostenible comprimiéndole las tripas que desembocó en involuntaria, estruendosa y fulminante defecación. Apenas le dio tiempo a decidir correr hacia los retretes, mucho menos ―claro― a efectuar la carrera, y ni tan
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siquiera a bajarse los pantalones: lo descargó allí mismo, sin remisión, ruborizado con idéntica rapidez por la vergüenza. Afortunadamente, nadie lo vio (ni oyó). Al principio, creyó que se trataba de un simple laxante (tremendamente concentrado, eso sí); luego, limpiando la cochambre, descubrió los cuerpos: en sus respectivas jaulas yacían inertes los cuerpecitos de las cobayas utilizadas... Apenas observó esta escena, padeció otro repentino e incontrolable ataque diarreico. A diferencia del anterior, dispuso de tiempo para cerrar con llave y aguardó lo necesario, encaramado con el culo en pompa sobre una de las pilas, soportando varias embestidas más desde sus entrañas hasta que juzgó irrepetible por aquella noche el humillante descontrol de su esfínter (entremedias, la aparición súbita de la limpiadora lo obligó a ofrecer una manida excusa para impedirle desarrollar normalmente su trabajo y, a la lógica pregunta de la señora sobre el poco discreto olor de sus heces, respondió con la también previsible mentira de una reacción química en el curso del correspondiente experimento). Disimuló lo mejor posible suciedad y olor, echándose por encima una bata de repuesto a falta de muda. Examinó antes de marcharse, someramente, los diminutos cadáveres en las jaulas, emplazando sus autopsias a la mañana siguiente, y le proporcionó otra mentira al vigilante para excusar aquel aspecto, escurriéndose por las zonas menos iluminadas hasta alcanzar el automóvil. Por supuesto, se duchó profusamente antes de acostarse. Respecto al problema intestinal, decidió consultarlo con la almohada, concederle ese plazo para convencerse de lo pasajero del mismo con vistas a una ulterior consulta médica. La noche transcurrió sin incidentes. Hasta que se levantó de la cama para dar un bocado. Instantes después, nuevamente acostado junto a su mujer, recomenzó la pesadillesca cagalera. Su mujer únicamente emitió un suspiro. Él fue apercibiéndose de que había expirado tras cesar las irreprimibles convulsiones, alertándolo que, a pesar del ruido, la humedad y el presunto olor, ella no despertaba... Aquí debo hacer un inciso para compartir cierta información fundamental con el lector que, llegados a este punto de la narración, tal vez no dudará en considerar excesivamente oportuna dentro del argumento que trato, pero yo la meto donde se me antoja y su conveniencia se me antoja
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tanto más factible y justificable engarzada en el presente texto que otras equivalentes en la acción de demasiados comics y películas; dicha información se refiere a lo siguiente: Manolo, nuestro protagonista, no puede oler, carece del sentido del olfato desde su nacimiento e investigaba en sus ratos libres la posibilidad de corregir tal defecto de fabricación biológica. Muy apropiada, por consiguiente, esta circunstancia, sí, ¿y qué?: así se construyen las historias, las menos descabelladas también. Semejante desgracia ―la de matar accidentalmente a su esposa― nos valdría para condicionar la biografía de Manolo, motivando su determinación heroica. Sin embargo, ni lo había considerado por aquel entonces ni amaba tanto a la parienta como para que el trauma eclipsase su necesidad de sentirse limpio físicamente, de evitar cagarse encima lo mismo que un recién nacido o un viejo chocho, de recuperar en definitiva la dignidad que invariablemente perdería tras ingerir cualquier clase o cantidad de alimento, porque entrara lo que entrara en su estómago, saldría multiplicado por su culo, convertido en rápida, abundante y ―repito― incontrolable defecación, mortal para mayor penitencia. «Realmente la he cagado», pensó Manolo frente al cuerpo anegado junto al suyo en aquel charco vaporoso... No, mentira, no pensó eso él sino yo, que no he podido evitar el chiste fácil. Prosigamos. Le cuesta elegir las palabras cuando tiene que explicarle a la Policía que se ha cargado a su señora a fuerza de ventosidades. Nadie lo cree y, practicada la autopsia al cadáver ―la cual revela toxinas de procedencia inexacta―, pretenden acusarlo de asesinato por envenenamiento. Lo encierran. Se obstinan en negar la verdad hasta que la contemplan con sus propios ojos, tras obligarles a comprobarla durante una huelga de hambre: faltando poco para que osen alimentarlo intravenosamente, doblegados por su insistencia, ceden a su petición e imitan el incidente original, guiándolo a una sala aislada con algo de comer y la única compañía de un canario en una jaula..., resultando lo que ustedes adivinarán. Repiten el experimento ante lo fantástico del concepto: un culo como arma del crimen. Finalmente se rinden a la evidencia, exculpándolo. Sin embargo, lo confinan preventivamente. Su caso no pasa de un escueto artículo en un periódico local cuyo titular reproduce la revista semanal de humor El Jueves.
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Trata de hallar una cura, habiendo de colaborar inicialmente con los facultativos, químicos y biólogos designados específicamente para ello. Pero no obtienen éxito y resuelven que es más barato mantenerlo en cuarentena que continuar proporcionándole medios técnicos y humanos. Investiga en solitario una temporada, agotándose la financiación propia, de modo que su situación se estanca, estancándose su ánimo por recuperar una pretérita normalidad. Debe buscarle otro sentido a su vida, que por supuesto no encuentra allí. Acaba huyendo. No se molestan demasiado en perseguirlo (lo cómicas que se verían las autoridades advirtiendo con detalle a la Policía sobre las razones de su peligrosidad). No obstante, para entonces ya había perfeccionado un pañal reutilizable unido a una fina mochila, totalmente herméticos, surtidos de buen número de tubos y cánulas evacuadoras, los cuales protegían la vida de quienes quiera que lo rodearan. Pero la ciudad no es segura, como apuntábamos al comienzo. Una noche un grupo de individuos lo acorrala junto a otro viandante en un callejón, encañonándolos con un revólver, y defiende su vida y la de esa otra persona valiéndose de la única arma que posee: abre la espita de la muñeca derecha (como haría Spiderman con su telaraña en alguna de sus versiones gráficas), en reacción igual de rápida que instintiva, y libera la inmundicia y el hedor comprimidos apuntándolos en dirección al pistolero a la par que tapa las narices de la chica abrazándola bruscamente; sabe (lo ha probado en animales) que el efecto del gas es tan rápido como pasajero y que la presión de lo acumulado (cuya masa abulta mucho pero se comprime fácilmente) alcanzará varios metros de distancia. Un chorro de materia fecal grumosa, una pasta cargada de veneno invisible aunque no inodoro, impacta en la cara del delincuente, quien cae fulminado. Sus compinches, salpicados por la onda expansiva, intoxicados, comienzan a toser mientras aprietan los párpados y vomitan... Y de ahí surge la ocurrencia de mutar un factor adverso en otro ocasionalmente ventajoso, de purgar sus faltas convirtiéndose en un estrambótico defensor del orden, un abnegado ciudadano dispuesto a limpiar las calles (bueno, tal vez «limpiar» no sea el término idóneo). Así nace un nuevo superhéroe, que, si tuviese nacionalidad USAmericana, procedería de Nueva York y llamarían Skunkman, Hombre-Mofeta, aunque eso parece harto improbable debido a lo políticamente incorrecto ―estéticamente al
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menos― del mismo... Luego perfeccionará sus gadgets, complicando el diseño de tubos, mochila y pañal, puliendo la efectividad de espitas capaces de dirigir el gas y la ponzoña mucho más lejana y linealmente, de modo que se focalicen donde desee sin disgregarse por el camino peligrosamente. Habrá de afrontar conflictos, como todos los superhéroes, prevaleciendo sobre ellos en posteriores aventuras (con un villano resfriado, por ejemplo; entonces descubrirá el efecto paralizante de la espuma fecal lanzada ininterrumpidamente). Comenzarán a notarse sus intervenciones y su fama crecerá, moderada mas incesantemente, aunque no en el buen sentido sino desde las páginas de sucesos de los diarios, donde relatarán sus ataques, usualmente mortales de necesidad, provocando el escándalo de quienes opinan que, una vez sobrevenido el irreversible trance de la muerte, las consideraciones sobre qué intención albergaba el difunto se relegan a un segundo plano. Resumiendo: se ganará bastante fama, pero mala. Qué reacción cabría esperar hacia un tipo que se enfrenta a sus enemigos pedorreándolos y ultrajando la vía pública. Ninguna campaña publicitaria mejoraría su imagen. Manolo pensará también en diseñarse un uniforme, como los superhéroes al uso, pero no le van nada las mallas de colores ni la costura. Por cierto, de elegir un color, ¿tal vez el marrón fuese el más apropiado...? En fin. Otras aventuras lo enfrentarán con personajes conocidos. Peter Parker viajará a España de vacaciones y lo descubrirá a través de los medios, tomándolo ―como no podría ser de otro modo― por un nuevo malvado a quien combatir. Este ñoño enmascarado, confiado por llevar su nariz tapada, no contará con que ese día Manolo ha ingerido triple ración de fabes y sidra, y esto, teniendo en cuenta que una de las peculiaridades de tales deposiciones es su enorme abundancia, como ya he señalado, que por actuación de aquella droga o combinación de drogas sobre su organismo se esponjan multiplicando su volumen extraordinariamente aún cuando el alimento ingerido es muy escaso, da idea de cómo acabará el HombreAraña: sin aire, sepultado en una montaña de mierda. Superman verá igualmente echada por tierra su pulcra y superhortera facha... Entonces, tras observar el desprecio de la gente cuando intenta hacer algo por ella, Manolo cuestionará sus valores y adoptados objetivos. Se
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sentirá tan decepcionado que llegará a considerar seriamente pasarse al lado oscuro, convertirse efectivamente en un villano y enriquecerse para reanimar su depauperada motivación vital. Nadie sabrá mejor que la vida es una mierda. En un momento dado, a la búsqueda de variaciones en su arsenal, también probará la inflamabilidad de sus gases y sufrirá un pequeño accidente que lo dejará con quemaduras de tercer grado. Y es que estos son los peligros de jugar a salvar el mundo, o a destruirlo. ¿Conservará nuestro protagonista sus superpoderes? ¿Trascenderá su crisis de fe o decidirá entregarse al mal para cagarse metafórica y literalmente en quienes lo desprecian...? Próxima entrega: cuando se me pague por ello.
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FUEGO
También del inicio. Tema: «Sentimiento / Pasión / Presencia», elegido a tres (entonces la afluencia de gente era grande).
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Isaac, arrodillado junto a su padre sobre el reclinatorio, adoptaba la pose piadosa y sumisa que se esperaba de él, aunque lo consideraba una pantomima humillante. Frente a ellos, el cura recitaba los salmos, que habrían de repetir todos como un estúpido mantra con que vaciar la sesera de cualquier otro pensamiento. Escamoteó la mirada para buscar de reojo a su auténtico dios entre los feligreses... Por fin la localizó. Sólo le faltaba un pañuelo cubriéndole la cabeza para asemejarse definitivamente a la Virgen en aquella postura. Pero la pretendida virgen María no era nadie en comparación. Devolvió su mirada al suelo antes de que lo descubrieran. Cuando acabó la misa, copió el gesto de su padre al santiguarse y éste puso una mano sobre el hombro del hijo para salir. Allí se calmaba, incluso parecía distinto a veces contagiado por la devota anestesia dominical, pero era un cafre. Desde su ventana podía ver la casa de ella, y a eso, a mirar hacia allí, se dedicaba de continuo, rezando gustoso al ídolo que representaba. Nada existía en el mundo que desease más, aparecida años antes, en el momento crítico en que se disponía a renunciar a todo. Consideraba en tal sentido deberle la vida y, de hecho, había sido su única razón para vivir durante los años posteriores. Había retrasado su acercamiento no sólo por timidez sino por auténtico pavor a descubrir haberse estado engañando. Las tareas del campo no aportaban más que pesadez. El único instante que disfrutaba con moderación era aquel en que se encargaba de quemar los rastrojos. Se entretenía alimentando el fuego mientras pensaba regresar a su ventana para soñar con ella, o simplemente para leer un rato alguno de los
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libros que escondía de su padre, para ponerse los auriculares y escuchar alguno de los discos que él le quitaría si descubriese; para desahogarse un poco cuando al viejo cabrón le diese por tomar justificado su descanso. Pero tales desahogos se revelaban insuficientes. Se acercaban las fiestas del pueblo. Trataría de hacer una escapada y jugársela con ella para averiguar cómo recibir el futuro. Necesitaba saberlo. La noche elegida procuró beber para infundirse valor. Esperó su turno sufriendo y rogando una vez más por que ningún otro de cuantos la rondaban tuviese éxito. Al fin se quedó un instante sola y aprovechó la ocasión con una bomba a punto de estallar bajo su pecho mientras ordenaba moción a aquellas piernas temblorosas. Por suerte, no lo vio acercarse hasta que ya restaba poca distancia. Dibujó la mejor de sus sonrisas, tratando empero de no exagerar. ―¡Hola, ¿qué tal?! ―lanzó su voz a través de aquella espesa cortina de ruido. ―¡Bien! Se dirigía a él con una amabilidad aparentemente natural que en muy poco drenaba su nerviosismo. ―¡Oye, ¿podemos hablar en un sitio más tranquilo...?! ―Ahí ya se sorprendió―. ¡Es que me gustaría decirte algo! ―Recurrió a un gesto simpático de súplica para mostrarse inofensivo y echar abajo sus recelos. Funcionó, aunque no se la notase muy convencida. ¿Cómo decírselo? El estómago empezaba a competir con el corazón por desconcentrarlo. ―¿Lo estás pasando bien? ―intentó distraer Isaac la breve e interminable marcha. ―Sí ―contestó discretamente. Por fin se detuvieron en un sitio lo bastante apartado. La miró a los ojos. ―No sé cómo decirte esto ―reconoció. Ella ladeó levemente la cabeza, arqueó las cejas y encogió los hombros con suavidad―. Me gustas... Mucho... Desde hace mucho... ―no pudo evitar el rubor en sus mejillas por la sangre que no cesaba de bombear velozmente. Pensaba: «Te quiero», pero eso ya no se atrevió a decirlo; «te quiero con toda la pasión con que se puede querer a alguien»―. ¿Tú... sientes eso por mi?
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Con dulzura, negó sin pronunciar palabra. Él dejó descender sus ojos al suelo. ―¿Volvemos a la fiesta? ―invitó entonces la diosa. ―Ve tú. ―¿Estás bien? ―Sí ―mintió, disimulando el dolor―. Voy en seguida. Se alejó cuesta abajo, camino del bullicio. Isaac se quedó con el silencio. Regresó a su anodina existencia, marcada por el trabajo inútil, sin objetivos propios. Cayó en la atonía. Supuso que era mejor aquello que una nueva depresión de la cual ignoraba si se salvaría, falto de algo, de alguien, que lo motivara. Ella se emparejó poco más tarde. El día que se enteró, la luz que enfriaban las nubes se volvió más gris y las rutinas habituales pesaron más que nunca. Mientras atizaba las llamas, se preguntaba qué lo diferenciaba de aquél, por qué lo había preferido. Cuando subió al baño para lavarse, captó de refilón su reflejo... Esos son los instantes en que podemos hacernos idea de cómo nos ven los demás: cogiéndonos por sorpresa, sin la costumbre de que nos valemos normalmente para difuminar las imperfecciones... En sus facciones devueltas por el cristal comprobó que su presencia no se correspondía con la imagen que él mismo tenía de sí. Permaneció sumido en aquel letargo sin sentimiento días, semanas, meses. Refugió su cabeza en la clandestinidad de sus libros y discos. Trazó terapia con ellos para reanimarse lo suficiente. Descubrió el poder inspirador del odio. Lo utilizó. Aunque se tragara su orgullo cada domingo por no dar lugar a un enfrentamiento con su padre de impredecibles consecuencias, cosa que retroalimentaba ese odio. Volvieron las fiestas. Salió inmediatamente ya la primera noche. Bebió cuanto pudo. Los vio entre el gentío. Una alegre pareja... Él, Isaac, hubiese sido capaz de cualquier cosa por ella ―lo sabía, estaba firmemente convencido― y se preguntó si aquel otro también lo sería. Se preguntó si la
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deseaba con tanta pasión como la suya meses antes. Y se preguntó si alguna vez en adelante volvería a sentir aquella o similar pasión. Abandonó en solitario la algarabía. Divagó horas por las calles escasamente iluminadas. Topó con la iglesia. Rió embriagado por el alcohol ante esa idea («con la iglesia hemos topado»)... Se sentó en el suelo contemplándola. No había nadie en los alrededores que pudiese verlo comportándose de tan extraño modo... Decidió entrar; sabía por dónde. Rodeó el muro y lo trepó. Empujó bruscamente la humilde puerta de madera, que sólo aseguraba un débil pestillo. Saltó sin escándalo. Se introdujo en la sacristía. Jugó con la estola del párroco. Halló el cáliz y buscó el vino para continuar su juerga... Frente al altar, observó las imágenes y el Cristo. «¡Dioses!», pensó con desprecio. Se mantuvo lánguidamente sentado sobre el respaldo de uno de los primeros bancos. Luego, con la misma languidez, tomó una de las velas encendidas y la depositó echada sobre la tela del altar. Prendió fuego rápidamente. Cuando salió fuera, descubrió que amanecía. Dio un rodeo por la arboleda para ocultarse. El cielo clareaba a medida que las llamas iban surgiendo al exterior. Pronto se vio el frontal de la iglesia, al estallido de sus vidrieras, invadido virulentamente por dos lenguas de intenso naranja y amarillo. El portón empezaba a ceder. La cruz en lo alto de la fachada le recordó a los postes en que quemaban a las brujas. Se hicieron audibles los gritos de quienes acudirían al espectáculo. Pensó que, si se esforzaba un poco, podría distinguir cómo en un momento fugaz las llamas compondrían su fisonomía, sus propios rasgos... Eran tan bellas... Sintió cómo despertaba en él una emoción catártica mientras el hermoso fuego lo arrasaba todo.
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LA GOTA
En una canción de SLAYER («213», del disco «Divine intervention»), Tom Araya dice: «Necesito un amigo/Por favor, sé mi compañero/No quiero quedarme a solas con mi cordura». Aplicable a este y al relato posterior. Tema: «La amistad».
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Sostuvo la mirada consigo mismo. Escrutó su imagen duplicada sobre el lavabo, ahondando en cada minúsculo detalle, y se asomó a una ventana más que a un espejo... Mirando directamente a sus ojos, desafiante, intentaba profundizar en ellos y el reflejo le devolvía aquella mirada poniéndose a la altura del desafío, superándolo incluso, obligándolo a redoblar una fijeza que, evidentemente, era de nuevo correspondida. Lo embargaba la ocurrencia de hallarse frente a un desconocido, otro yo con vida propia, imitador casi perfecto que por momentos creía desenmascarar. Lo detenía la barrera física del cristal. A escasos milímetros de la superficie, echaba un último vistazo al abismo negro en una pupila y el abismo se lo echaba a él; algo en esa oscuridad, bien camuflado por ella, replicaba su vigilancia. Y nunca se desacompasaba claramente su gemelo al otro lado. Hasta tal punto lo conocía. Deambuló esa noche por su acostumbrada ruta de bares. Hacía ya tiempo que se había distanciado de sus últimos compañeros de copas, que no amigos (sociabilizar con ellos requería una mimetización con entornos y actitudes que le producían rechazo), y se movía solo también los fines de semana, sin la regularidad de antaño, en parte debido a su mermada economía. Se arrinconaba con su cerveza y contemplaba el panorama, evitando el esfuerzo por iniciar una conversación que no estaba preparado para mantener, seguro además de que la primera impresión que ofrecía no conquistaba precisamente, prefiriendo exportar la imagen de autosuficiente, de tipo raro, a la de patético solitario en desesperada búsqueda de afecto. Era incapaz de relacionarse con el mundo como debiera. A veces le resultaba
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increíble lo alejado que llegaba a sentirse del resto de la humanidad, aún en su mismísimo centro: cómo rodeado de gente percibía tanta soledad. Ahora sumaba la material a aquélla... Regresó a casa con la habitual sensación de fracaso, un poco más acentuada si cabía. Apretaba el calor y se desprendió totalmente de la ropa en busca de alivio. Se exhibió a sí mismo su cuerpo desnudo sin ningún pudor, lamentándose por la juventud que aún conservaba echada a perder, privada del contacto con otro cuerpo que espantase la mentada soledad, la omnipresente soledad. Divagó por la casa muerta, asomándose a las ventanas mientras se preguntaba si desde alguno de los edificios alrededor del suyo, desde alguna de aquellas otras ventanas oscuras, alguien podría verlo. Le apetecía sentarse en la repisa... Este riesgo añadía un estímulo al desahogo onanista en que desembocaría la noche, aunque sólo fuese por no despertarse con otra mancha pegajosa... No soplaba viento. Arropado por el alcohol, probó a encaramarse, con cuidado. Se sentó al borde. Se inclinó para fijarse en sus pies colgando, sorprendiéndose de no sorprenderse, de no afectarse por una mínima sensación de vértigo a tan considerable altura. Se inclinó un poco más, empeñándose en notar ese vértigo, y lo consiguió cuando alcanzó el límite a partir del cual sabía que su equilibrio peligraba. Se masturbó, no con tantas ganas como había creído o deseado. Varias hebras de semen fecundaron el aire vacío antes de suicidarse, de perderse disueltas a su vista en un punto intermedio de la nada. ¿Y si las seguía...? No: la instantánea de sí mismo allí tirado se le antojaba grotesca. De hacerlo, al menos se pondría algo de ropa. Tornó a la penumbra interior. Se cansó de repartir currículos como un estúpido crupier por todas las empresas de trabajo temporal que conocía. Algunas ya lo habían contratado y no deseaban volver a beneficiarse de sus servicios. Se trataba de actividades de no pensar mucho, tomadas por provisionales hacía demasiado, para ir tirando, como suele decirse, mientras sacaba adelante su penosa carrera literaria. Ahora empezaba a reconocer desmedidas sus ambiciones, a convencerse de que carecía del talento suficiente... Puesto que el escape de la escritura se desdibujaba, procuraba ocupar buena parte del tiempo disponible con algunos cursos (inútiles y constituidos mayoritariamente por hombres), en los cuales no congeniaba especialmente con nadie.
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Los días nunca habían transcurrido tan lentamente, y cada minuto lo minaba un poco más. Prolongó su estancia en la cama, durmiendo abundantemente para eludir horas de consciencia (tal como había hecho en su momento para escapar a las depresiones, que no se permitiría ya). Pero incluso sus sueños lo traicionaron, acosándolo las mismas frustraciones que plagaban su mente durante la vigilia. No abandonó sus esporádicas evasiones nocturnas, alternando sin embargo entre las siete opciones de la semana para ellas. Buscaba una mujer que lo atrajese fuera de toda duda, que despertase en él la motivación necesaria para acercarse, y se prometía hacerlo llegado el instante, pero no llegaba (ni probablemente lo aprovecharía). Cada vez, regresaba a casa con aquella soledad como única compañera, y cada vez, refugiándose de su crudeza en el calor de la libido, secundado nuevamente por el alcohol, buscaba un sitio, una forma nuevos de masturbarse. Insuficientes. Recibió otra carta de una editorial rechazando su obra magna, hundiéndolo, más aún, en la tumba de sí mismo. Recurrió incluso a sus últimos compañeros de copas, pero los descubrió con una vida ya totalmente encauzada (empleo, pareja, vástagos) y el débil vínculo entre él y ellos roto definitivamente. Se preguntó cómo habría alcanzado tal grado de aislamiento... Más que nunca, el apartamento se convirtió en una prisión, pero cada vez que escapaba de ella, comprobaba que aquel mismo aislamiento lo seguía. Sus desplazamientos se volvían más arduos y arrastraba los pies como un reo encadenado por los tobillos, recorriendo el patio del mundo hasta su portal en medio de las madrugadas. A veces, antes de subir a su celda, se sentaba en las escaleras frente al ascensor, su única luz proyectándose contra él a través de aquella especie de tronera acristalada; el único actor enfocado sobre un escenario vacío en un teatro desierto, enterrado entre sombras, encerrado por ellas, con el peso del silencio aplastando sus hombros. «Esta es mi casa ―alcanzaría a divagar como ejercicio barato de literatura―: el olvido de las sombras.» Con ese pensamiento ―o el de otro desfogue seminal que fregarían por la mañana―, se introdujo una noche en el hueco de la escalera frente a los ascensores, cuando oyó abrirse el portón. Se quedó allí, agazapado en el
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fondo porque no le daba tiempo a aparentar normalidad, y la vecina, una chica de gran belleza, llamó el ascensor. No encendió la luz (de todas formas, si no se giraba, el hueco era lo bastante profundo para que no reparase en él). Debía tocarle turno de noche... En alguna ocasión la había visto con su novio por la calle. ¿Por qué él no podía tener aquello, a alguien así...? Mientras la observaba, pensó cuán fácil sería sorprenderla y apropiarse por la fuerza de lo que no conseguía de otro modo. Rumió esa idea. Fantaseó con ella sin otorgarle demasiada importancia. ¿Qué sucedería si lo hiciese? ¿Y cómo lo haría en tal caso...? La asaltaría por detrás, tapándole la boca, presionándola fuertemente con la palma de su mano para que no la oyesen, y remolcaría su cuerpo inmovilizando sus brazos a la altura del estómago... Quizás cediera dócilmente amenazándola con un cuchillo, acompañándolo al cuarto de los contadores sin interponer ruido alguno... Pero debería ocultar lo mejor posible su identidad, considerando su cercanía, que podría asociar ella su voz o su olor en encuentros posteriores; en consecuencia, convenía disimularlos, hablando lo mínimo imprescindible, distorsionando la voz y obviando productos cotidianos de higiene y perfumería... Constituía, no obstante, un riesgo muy elevado. Un botecito de cloroformo ayudaría, pero ignoraba cómo agenciarse uno sin sembrar rastro. Atacarla dentro del edificio se perfilaba igualmente nocivo por cuanto alentaría una ronda de interrogatorios policiales puerta a puerta... Despertarse otra vez sin creer haber dormido realmente, sin notar haber disfrutado la necesaria desconexión, como atado a una consciencia perpetua. Levantarse una vez más, desconocido el día en curso, irrelevante su conocimiento, y vestirse, propiciar una corriente para renovar el aire estancado, rancio, adherido a las paredes. Deshacer y rehacer la cama. Ingerir alimento, defecarlo... Contemplar el vacío, o los numerosos, brillantes e inalcanzables artículos al otro lado del escaparate televisivo. Asomarse al exterior a través de una ventana: otro escaparate. Respirar ese aire, estancado también, bochornoso, anhelando una indulgente brisa que traiga el agradable aroma a cremas protectoras, una de las señas identificadoras del verano y uno de sus placeres. Desperdiciar otra soleada tarde en una biblioteca ―un sitio gratuito, al menos―, buscando algún disco o película ―ya no libros― que tomar en préstamo para distraer el silencio agobiante, la baldía quietud de los días
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junto a la cadena musical y la imprescindible cacofonía del televisor. Prolongar recorrido hasta el paseo de la playa. Detenerse para observar desde la barandilla a los alegres habitantes de la arena... Caminaba de puntillas entre ellos cuando sus padres lo obligaban a acompañarlos dado que con ningún amigo podía ir (los dos que tenía consumían fuera de la ciudad las vacaciones estivales), y se echaba boca abajo para pasar desapercibido ante los chicos de la vecindad, quienes iban en grupo; se echaba boca abajo además para esconder el exceso de grasa ―un voluminoso, vergonzante, pectoral― y espiaba la calidez del mundo luminoso a su alrededor desde la templada sombra por debajo de sus brazos, hasta quemarse la espalda... Aquel mundo ajeno. «Cuánta luz», se dijo, frente al contraste manifiesto con su hogar, ensombrecido más por su ánimo que por la situación geográfica o urbanística. Muchas veces deseaba salir a aquella luz ―tanto la metafórica como la solar―, que alguien con quien se encontrara a gusto lo arrastrase a ella. Ya había abandonado totalmente la escritura, errada su vocación, no poseyendo ninguna en absoluto. Al menos lo había intentado. ¿Y ahora qué? ¿Qué salida podría tener alguien como él, sin cualificación, sin ningún talento especial en principio?: ¿hundirse en la masa anónima, viviendo para trabajar, trabajando para sobrevivir...? Escarbaba entre toneladas de pornografía cada vez más dura hasta con desgana. La motivación que suponía la libido requería de algo más que su propio cuerpo, que aborrecía, para satisfacerse. Retomó la idea de forzar a su vecina, fantaseando nuevamente con ella, como mera distracción, por ocupar una parte de aquellos interminables ratos ociosos. Podía matarla. Sería tan fácil... Trató de imaginar detalladamente las sensaciones que semejante acto le produciría: una verdadera embestida contra lo más sagrado. ¿Y cómo hacerlo...? Podía fracturarle el cuello, pero sus referentes (fundamentalmente fílmicos y televisivos) no garantizaban éxito alguno; sin la oportuna destreza y determinación, se aventuraba a provocarle una dolorosa tortícolis y muchas ganas de gritar. Lo mejor, maduró, sería taparle la boca mientras la amenazaba con un cuchillo, empujándola hasta el cuarto de los contadores
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(allí donde la sangre no se vería) y, entonces, disponer de su cuerpo como gustase... Trató de ponerse en su lugar, el de la víctima... Pensó no causarle sufrimiento: un rápido tajo y se acabó. ¿Cómo se sentiría al morir, al penetrar el filo su carne?; ¿cómo se sentiría él mismo...? Se le ocurrió probarlo. De pronto, se veía excitado ante la idea de practicarse un corte. Siguió aquella fantasía hasta el cajón de la cocina donde guardaba los cuchillos, parsimoniosamente. ¿Se atrevería...? Escogió uno de los afilados, de hoja estrecha y puntiaguda, empuñadura de madera gastada. Lo sostuvo sobre el reverso del antebrazo, adelantándose mentalmente a lo que percibiría con una creciente erección, mayor a medida que se convencía de hacerlo... Por último, presionó el filo suavemente mientras lo deslizaba, brotando la sangre... Se masturbó ansiosamente. Se negó a sopesar la importancia de aquel atrevimiento. En cambio, acostado ya con el apósito, previendo otra noche de insomnio, se lo replanteó. Y se propuso no ir más lejos. Pero despierta una mañana con la sensación de haber olvidado su nombre. Es lo más parecido a la inexistencia... Recibe un mensaje publicitario en el móvil, al cual ya no lo llama nadie, recordándoselo. Cada segundo inerte va goteando sobre un recipiente de vida estática, agregándose a millones de compañeros en un pasado igual al presente. Y necesita un estímulo. Espera de madrugada en el hueco frente al llamador de los ascensores, agazapado nuevamente entre las sombras. Lleva consigo el cuchillo, por jugar a llevarlo, a sentirse más cerca de la fantasía, como cuando efectuaba equilibrismos sobre la repisa de la ventana, acercándose al límite peligroso. Piensa en la familia de la chica, en qué supondría para ellos y otros su pérdida, en si sus padres ―con quienes aún vive― le caen bien o mal, preparándose a justificar el posible acto. Intenta verse a sí mismo con un poco de frialdad, allí, en la situación, preguntándose si no irá demasiado lejos, si no será una locura: ¿acaso está volviéndose loco...? «No ―se responde―: me demuestro plenamente consciente.» Imagina el procedimiento policial: sería gracioso ―banaliza― que, con el criminal tan cerca, se decantasen los agentes por explorar en
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cualquier sitio menos entre los vecinos del edificio... ¿Dominaría su nerviosismo ante el interrogatorio rutinario, sin disponer ―al vivir solo― de coartada eficaz para la noche en cuestión...? De todos modos, como escape, siempre quedaba el suicidio. Aparece ella. Se excita. La mira desde las sombras, preguntándose qué le impide hacerlo. Fantasea romper su contención. Exuda una emoción tan poderosa que no entiende cómo no se percata de que está allí. ¿Y si enciende la luz, si se gira y lo ve?; ¿cómo reaccionaría él...? Se masturba cuando desaparece, compulsivamente, eyaculando apenas se toca. Siente la familiar energía, que prefiere expulsar transformada en rabia antes de que lo devore por dentro vuelta depresión. Piensa que tarde o temprano se desbordará. El asesinato y la violación lo rondan con insistencia. Lo asusta la naturalidad con que acepta estos pensamientos, con que empiezan a convertirse en fijación. «¿Qué podría distanciarme de ellos?», se pregunta. Y le parece que simplemente un amigo serviría, alguien que alivie la opresión de tanto aislamiento con su presencia, con el apoyo de su escucha y respeto... En fin: otra fantasía frustrada al recipiente. Es muy tentadora la idea de tomar por su propia mano algo que tanto desea y no recibe, de impedir que otros lo disfruten si él no. Gotea la rabia. Una purga urgente o rebosará. Gotea. Gotea... Sueña con la playa. Está echado boca abajo sobre esa oscurecida toalla que en su momento alcanzó a usar. Por un lado, se siente cómodo físicamente; por otro, al margen de cuanto se desarrolla alrededor suyo... A través del hueco entre su brazo derecho y la toalla contempla una bella joven, sonriendo a alguien fuera de cuadro. Una indulgente brisa acaricia sus dorados cabellos, el ruido atenuado, el movimiento como refrenado, la sensación de que se reproduce en las tres dimensiones una postal, que esa parte del mundo posa en una estampa sin mácula... Una pequeña ola refresca entonces sus pies ―los de ella―, salpicando por encima sus gemelos al avance de la marea, una ola de un color y una textura que los atónitos ojos del observador no pueden interpretar sino por sangre, una espesa y grumosa
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cresta que deja su impronta rojiza en deslavazadas manchas que cubren totalmente esos delgados tobillos; sangre que sólo él ve...
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FRÍO HUMANO
Contenido altamente explícito. Tema: «El amor es más frío que la muerte», puesto por mí (no por la película sino por un verso de la primera canción de KREATOR en su disco «Renewal»).
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Sonó el timbre. A Jacqueline la cogió en pie, cerca de la entrada y por sorpresa. Acudió recelosa antes de diluirse su eco y entreabrió la puerta para identificar al inesperado visitante. ―¿Sí? ―escrutó Jackie de arriba abajo. Al otro lado, un tipo ni joven ni viejo, con aspecto común y gesto tímido, se dispuso a pronunciar palabra. ―Soy el que llamó ahora. ―Ah... Llegas muy pronto, ¿no? ―Bueno... ―luchó contra la desconfianza de la mujer―, andaba por aquí y... estaba impaciente. ―Ya. ―¿Estás acompañada? ―inquirió coartado. ―No, ahora no. ―¿Entonces...? ―Espera ―cerró para destensar la cadenita y descorrer el pasador. Abrió de nuevo y se retiró, invitándolo a entrar. Él avanzó indeciso, como estudiando el entorno, ofreciéndole a ella su espalda―. O sea que quieres pagarme por toda la noche. ―Sí ―se dio la vuelta. ―Eso te costará mucho. Comprendió su suspicacia y echó mano de la cartera, sacando del interior un buen fajo de billetes. ―Pero no tiene que molestarnos nadie, ¿de acuerdo? Te quiero sólo para mí. Ella lo meditó un segundo y asintió. ―¿Qué te apetece exactamente?
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―Que pasemos la noche juntos, como una pareja normal. Que nos sentemos a la mesa, cenemos algo y veamos un poco la tele antes de ir a la cama. ―Ajá... Pero no puedes quedarte a dormir, ¿lo sabes? Pareció callar una ligera decepción en el retardo de su respuesta, contemplándola con rostro ausente. ―Sí, lo sé. No te preocupes. ―Bien. ―Antes me gustaría darte un baño. ―¿Un baño? ―Sí... Digamos que me hace ilusión. ―Está bien ―accedió, como asumiendo que había clientes para todo. Cruzó por delante suyo, entretanto él se quitaba la chaqueta, dejándola sobre el respaldo de un sofá. ―¿Te importaría lavarte los dientes primero, por favor? ―Ella detuvo un instante su cadencioso andar, girando cabeza, cuerpo y voz, con la que entonó un amago de reproche: ―¿Vas a querer sexo ahora? ―No, no..., luego. Perdona, será una manía, pero... ―Vale ―se metió en el baño, replicándole desde allí―: ¡Tú también puedes enjuagarte la boca: hay bebidas en la nevera! Se encaminó hacia la cocina remangándose. Los fluorescentes lo recibieron con su blanco parpadeo al accionar el interruptor. Exploró aquella nevera para deliberar entre una botella destapada de champán y una de varias latas de cerveza nacional mientras escuchaba el ruido del cepillo rascando los dientes de la prostituta. Tomó un vaso del interior de un armarito semiacristalado, sirviéndose un trago de champán que le templó la garganta. Aunque el temblor de su mano sostenedora permanecía. Luego, se dirigió al cuarto de baño. Desde el umbral, contempló cómo se desnudaba aquélla sin pudor alguno. ―¿Qué hago ahora? ―N-nada ―titubeó. Abrió el grifo del agua caliente, con el recipiente del champán aún asido por la misma mano―. Sólo quiero que te comportes como si fuésemos novios ―apuntó, y la observó mientras el agua se estancaba en la bañera―. Tienes un cuerpo precioso ―opinó.
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―Gracias ―respondió ella, sin afectar en absoluto a su tono de voz el sincero piropo. Jon desvió la mirada de aquellos ojos tan seguros, sintiendo los propios más desnudos que aquel cuerpo. Se inclinó de costado, posando el vaso en el suelo, junto a la bañera, para ajustar la temperatura del agua. ―¿Te gusta así? Ella introdujo un par de dedos antes de concederle su aprobación. ―Sí ―se dispuso a hundir un pie cautelosamente, sobreponiendo su entrenada habilidad para no resbalar al ademán instintivo de Jon por sujetarla. Dentro, permaneció quieta, a la expectativa de nuevas órdenes impuestas por razón del cliente. Jon tomó una esponja y vertió sobre ella un poco de gel bajo la cortante mirada de aquella profesional. Mojó la esponja, la exprimió sobre sus pechos, la aplicó sobre su vientre, discurriendo varios riachuelos por sus ingles hasta perderse entre ambas piernas; allí, hacia su sexo, la condujo, deteniéndose unos segundos, como lubricándolo antes de bajar más... ―Toma ―le entregó la esponja―. Sigue tú. Échate un rato si te apetece. Eso hizo, tras enjabonarse desenvueltamente, él observándola mudo. ―¿Sueles pagar por esto? La pregunta lo sacó de su ensimismamiento, reconduciendo su faz absorta en el cuerpo de la mujer hacia los ojos y labios de la misma. ―Sólo una vez ―enseguida se escabullía del mirar directo de ella. ―¿Y funciona? Aparentó molestarlo el desvío de la pretendida representación que efectuaba la puta con sus ociosos interrogantes, sutileza que por lo visto ella no captó. ―No... No mucho, al parecer. ―¿No? ―Ni vosotras fingís lo bastante bien ni yo me dejo engañar como querría. Jackie rumió inexpresiva aquella respuesta, y formuló otra pregunta, con el interés de quien pagan simplemente por figurar y se aburre. ―¿Tanto te cuesta estar con alguien? ―Nunca he sentido que estuviese con alguien.
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―Ya ―lo estudió detenidamente―. No tienes suerte con las mujeres, ¿verdad? ―Digamos que no. ―Quizás te falta experiencia. ―Me ha faltado, sí. ―Tampoco te pierdes mucho. ―Seguramente. Pero eso tendría que comprobarlo yo. ―Todos decepcionan ―jugó a escurrir la esponja―. La gente sólo se preocupa por sí misma. ―Cualquier motivación es egoísta, ¿no? ―Sí, así que: ¿por qué no actuar como ellos? ―Claro. ―Yo he estado colgada unas cuantas veces, y siempre me han dado por culo..., en todos los sentidos ―ironizó. Parecía ir desatándosele la lengua, destrozando con su vulgar cotorreo el papel que debía interpretar―. Nunca conoces a nadie. No puedes saber qué esconde alguien en la cabeza, si te entiende, si le importas más allá de lo que saca él. ―De modo que el amor es falso. ―El amor no existe ―sentenció, elevando su voz con soltura, con confianza―: el amor es cogerle apego a una idea. ―Sí... ―Jon fue cediendo a la conversación emprendida―, pero resulta muy difícil consolarse cuando todo te parece banal, frío. ―Cada uno se agarra a lo que puede, cariño. ―Ya. Para mí no basta. ―Creo que te han pegado el síndrome de estas fechas. Mucha gente se siente así; no te pongas depre. ―No estoy deprimido. Es peor: estoy apático. Se me ha contagiado esa frialdad. ―¡Caray, cómo hablas! ―Algunas veces... ―comenzó definitivamente a soltarse, exteriorizando un íntimo monólogo más que conversando― llegas a sentirte tan decepcionado, tan aburrido y solo que crees que serías capaz de cualquier cosa por escapar a las interminables horas de silencio, a los años de vacía contemplación tirado en un sofá, sentado frente a un televisor que no para de anunciar mierdas que nunca podrás tener...
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―Lo dicho: demasiados anuncios de turrón y perfumes ―se humedeció distraídamente la pechera con el agua de la empapada esponja. ―Es posible ―echó un trago―. Siempre esforzándote por verte especial, y compites en una carrera de siete mil millones... ―A los tíos eso se os pasa después de un buen polvo. ―Los buenos polvos escasean. Y haría falta una implicación más personal para que sus efectos duren. ―¿Otra vez? ―Lo sé... Somos criaturas perdidas en el pensamiento que sólo pueden aspirar a sentirse cerca a través de la carne. Pero, cuando no te implicas emocionalmente en una relación, te cansas de todo más rápido: cada polvo te parece enseguida una repetición del anterior y empiezas a buscar algo más morboso, más cada vez, para excitarte, para mantener la libido, el interés dentro de ese egoísmo que lo vuelve todo soledad, masturbación. Sobre todo si pagas por ello. ―¡Já! Gracias por lo que me toca. ―Disculpa... ―Tranquilo. ―... Pero sois muñecas, un poco más acogedoras que el plástico; un rato de la misma soledad. ―Jon había logrado fijar su mirada en la de ella, con una convicción tambaleante que la firme voz que sonó a continuación se encargó de tumbar: ―Chico, sí que estás jodido. Jon masculló cabizbajo su siguiente frase: ―Sólo deseo sentir algo que me conmueva... En silencio, ella hizo ademán de colocar su mano sobre la cabeza del abatido hombre; mano cuyo recorrido abortó a la mitad, sobre el borde de la bañera. ―Pero tienes razón ―acometió él con repentina firmeza, irguiéndose―. Acabemos ya con esta pantomima. Sécate. Vayamos a la cama directamente ―a lo que ella tardó un poco en reaccionar. Él comprendió―. Te pagaré lo acordado. Volvió a sonar el timbre. ―¿Quién es? ―se revolvió tan generoso cliente. ―No sé... ¡Oh, mierda!: creo que es uno que debía venir ahora. No me he acordado de avisarle.
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―Deshazte de él. ―Jackie dudó, reanudando la campana su aviso―. Deshazte de él o me largo y te quedas sin el fajo. ―¡Está bien! ―Accionó la ducha para desprenderse rápidamente de los restos de jabón. Reincidió el timbre―. ¡Ya voy! ―se secó superficialmente, a toda prisa, calzándose un albornoz. Acudió a la puerta mientras Jon se resguardaba en el baño, conteniendo su nerviosismo, escuchando aquellas voces que le llegaban como susurros: ―Hola. Tienes que irte. ―¿Irme? ―Sí. Perdona por no haberte avisado, pero ahora no puede ser. ―¿Por qué? ―Me ha surgido algo. Anda, vete. Vuelve luego si acaso. ―¡Luego! ―Sí, no sé: dentro de un par de horas. ―¡¿Un par de...?! No, no puedo, Jackie ―indignándose. ―¡Pues mañana! ―¡Joder! ―Anda, ya hablaremos. Tras una penúltima imprecación, el hombre pataleó escaleras abajo y Jackie cerró la puerta. ―Ya está ―asomó por la puerta del baño, ciñéndose las solapas del albornoz. ―¿Va a venir alguien más? ―No. ―¿Seguro? ―¡Sí, coño! ¿Por qué te preocupa tanto? ―Perdón. ―Está bien. Te espero en la cama. Jon retomó el vaso con champán. Se notaba azorado y el temblor de su mano era apreciablemente superior. Halló la bebida caliente. La descargó en el estanque de la bañera. Salió al pasillo. Vaciló entre la cocina y el dormitorio... Descubrió éste iluminado también en blanco. Ella terminaba de secarse, posando albornoz y toalla sobre una butaca, desplegándose completamente desnuda, servil pero indomable, sobre las sábanas sin prestarle atención alguna. El inquirió desde el umbral:
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―Voy... a servirme otro ―izando el vaso―. Te traeré uno. ―No, no quiero nada. ―Una copa. ―No. ―Por favor, insisto. Resopló, cediendo al nuevo capricho: ―Un vaso de agua. ―Hay champán y... ―No: agua del grifo ―indicó secamente. Regresó contrariado a la nevera. Le propinó esta vez un copioso trago a aquella botella y sacó otro vaso del armarito. Lo posó junto al fregadero, apoyándose con ambas manos en el margen, recargando los pulmones. Llenó el vaso y condujo luego su diestra al bolsillo de la camisa, extrayendo un sobrecito de papel. Vació su contenido en el agua y lo removió con el índice... El polvo no se diluía adecuadamente; destacaba su presencia en el líquido. Optó por tirarlo desagüe abajo y volver a llenar el vaso. Cuando se lo ofreció, ella no levantó la vista: tomó un sorbo y abandonó aquel vaso en la mesita de noche, sin percibir su camisa latiendo por las pulsaciones disparadas. Seguramente se hubiese dado cuenta si hubiese mirado en aquella dirección, lo mismo que se hubiese dado cuenta de las gotas de sudor que perlaban su frente, o del enrojecimiento de su piel. Sólo miró cuando él sacaba un objeto brillante de la espalda. El instinto interpuso por ella las palmas de sus manos, pero aquella afilada hoja las venció livianamente de camino hacia el torso. Aunque lo cortante de la fina hoja no sirvió para evitar que el cuchillo quedara atrapado entre dos costillas, mientras ella, espantada, viendo la punta del arma clavada en sí, pronunciaba un alarido que el sentido de conservación de Jon trató al instante de sofocar. Desesperada, intentó morderle una mano al tiempo que la otra retorcía el estoque para liberarlo y asestar con incrementada fuerza cuantos golpes fueran precisos, ciegamente, porque apenas veían en el frenesí los ojos hinchados de Jon por el bombeo de la propia sangre. La ajena no alcanzó a salpicarlos... La puta dejó de moverse unas diez cuchilladas antes de que él frenara. La glándula suprarrenal de Jon cesó de segregar adrenalina. Pero su organismo seguía revolucionado: aún respiraba atropelladamente, los músculos mantenían su tensión, se encontraba mareado... Y el olor liberado
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del interior de aquella mujer inundó sus fosas nasales, aumentando la náusea que el vértigo de su propósito primero, de su acto después, había iniciado. Corrió al inodoro y se hincó sobre éste. Su estómago se convulsionó, expulsando aquellos tragos de champán y un salivazo de bilis. Fue calmándose, asimilando la magnitud de aquel acto. Un acto premeditado aunque también pasional. Nunca había sentido nada tan intenso... Reparó en que llegaba al cuarto de baño el olor de la sangre, o quizá lo engañaba su mente... Poco a poco, fue acostumbrándose a ese olor. Y, poco a poco, fue imponiéndose el deseo de lo que había ido a hacer allí. Se levantó. Se dirigió al escenario inmediato del crimen... Atenuando con la palma ahuecada de la mano sobre su nariz la invasión olorosa, la miró: era el cuerpo desnudo de una mujer encima de una cama, un cuerpo inerte cortado y parcialmente manchado de rojo. Nada más. Ahora parecía verdaderamente una muñeca, una muñeca rota que sólo se diferenciaba de las de plástico en el material de su fabricación. Había traspuesto una frontera irreversible, dado un paso que no podría desandar... Una sensación largamente esperada y no obtenida en ningún momento, ni al perder el virgo. Esta vez sí, las cosas ya no volverían nunca a ser las mismas. Retiró la mano de su nariz, habituándose al olor, embriagándose luego con él, codificándolo en su cerebro. Se aproximó. Aquel tórax se mostraba profundamente teñido, así como un buen trozo de las sábanas. Su sexo, en cambio, permanecía limpio, asépticamente depilado. Trocó la posición de la cabeza y recompuso la de la mandíbula, molestándose de peinarla someramente. Alineó seguidamente sus brazos, otorgándole un aspecto incluso plácido al maniquí. Podía moldearla a antojo. Su solemnidad actual le arrebataba la vulgaridad previa. ―Ahora eres sólo para mí ―acarició su pierna. Aquella vagina estaba tan seca en muerte como lo había estado en vida. Pensó lubricarla con algún gel que sin duda guardaba por allí, pero la idea de tal artificio le resultó deprimente. Mirando sus zonas húmedas, se preguntó si su pene cabría por alguna de aquellas heridas, y se desnudó. «La muerte nos ama a todos», pensó, tendiéndose sobre ella, alargando su brazo para recoger el cuchillo, deslizándolo por un pliegue de la sábana caída, que atestiguó su deambular con un rastro bermejo. Lo ubicó
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entre las exánimes piernas. Lo introdujo. La penetró con él. Hundió el acero cortante hasta la empuñadura. Entró fácilmente, originando un lento y copioso flujo que lubricó el sexo desgarrado. «La muerte nos ama a todos.» Entonces la penetró con su carne. ―Eres la amante más fiel ―susurró―. Eres la amante más fiel ―repitió, fornicando, bañándose en sus jugos, lamiéndolos―. La amante más fiel... Eyaculó, mezclando imprudentemente su semen con la sangre de la muñeca humana. Sacó su miembro goteante, brillando coloreado, un carrusel en la cabeza y el rostro ardiendo. Supo que, si nadie lo impedía, repetiría aquella experiencia. Arrastró el cuerpo al baño y usó la ducha para drenar la herida donde había depositado su inútil simiente (lo asaltó otra arcada hurgando en aquella brecha como un macabro cirujano sin guantes). Se duchó con los pies de ella en torno a los suyos. Vertió abundante lejía sobre la sangre del dormitorio y la bañera, estancando unos centímetros donde ahogar las uñas de Jackie, donde corroer posibles trazas de ADN robado al arañar. Borró las huellas de sus pisadas con una fregona. Lavó el cuchillo y los vasos; limpió con un trapo el grifo, el fregadero, los tiradores de aquel armario y la nevera. Y se vistió. Extremó precauciones, proyectando sus oídos por delante de sus pies, hasta alcanzar la calle. En ésta, aunque cobijada, no se confió: avanzó con idéntica cautela a la empleada para acercarse allí, cuidándose hacía horas de que nadie reparara en él cuando telefoneó desde la cabina que rebasaba ahora. Salió de aquel barrio empobrecido para incorporarse al más vistoso ajetreo consumista, a amplias avenidas llenas de gente que ni por asomo leía en sus ojos lo que pensaba, lo que acababa de hacer o haría. En cualquier otro momento seguramente tampoco sospecharían nada, pero lo cierto era que no existía época mejor en el año para pasar desapercibido. La crudeza del apartamento contrastaba con toda aquella parafernalia que de repente lo asaltaba en el exterior: la puesta en escena navideña, con su cálida iluminación, los empalagosos villancicos, las aparentemente modélicas familias... «Cuánto amor», se dijo a sí mismo... La niña de una señora sonreía de oreja a oreja con ojos muy abiertos por su amor a las luces de llamativos colores, los dulces, las vacaciones y los regalos; una feliz
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pareja amaba la imagen de sí mismos que veían en el otro; un mendigo amaba el vino con que se atracaría gracias a la señalada generosidad anual de muchos transeúntes; tras la vitrina de un escaparate, el lehendakari propagaba su amor por la ikurriña valiéndose de un puñado de televisores último modelo, pantalla extrafina, panorámica, numerosas pulgadas y demás, mientras sus oponentes defendían el suyo por otro trapo distinto y encadenaban tales imágenes con los últimos masacrados por amor al dinero en un intervalo de la inacabable retahíla de romances entre famosos y anuncios, adornado todo por guirnaldas, confeti, cabello de ángel y unos ositos de peluche que, con brazos extendidos de par en par, como tratando de abrazar el mundo, amaban, simple y llanamente. Un amoroso tipo disfrazado de Papá Noel lo abordó entonces con unas cuartillas publicitarias en la mano: «¡Jó-jó-jóoo! ¡Feliz Navidad!» Miró de soslayo el papel inevitablemente sentenciado a la basura, pensando en limpiarse el culo con él antes siquiera de distinguir su contenido: «El Corte Inglés les desea unas felices fiestas y un próspero año nuevo».
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OTRO DESAPARECIDO
Tema: «El pozo».
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Condujo el todoterreno con cuidado por el bosquecillo, traqueteando sobre los amortiguadores a medida que avanzaba, hasta el lugar donde quedaría bien oculto y lo bastante cerca del pozo. Esa era la parte más engorrosa: deshacerse de los cadáveres. Pero había escogido un buen sitio, alejado de cualquier núcleo de población o tránsito; no pasaba por allí nadie, que él supiera, y el pozo, vestigio de una antigua mina, había sido convenientemente camuflado por la vegetación. Permanecía en el olvido, lo mismo que tarde o temprano sucedería con sus víctimas: ¿quién echaría de menos a un vulgar chapero como el que llevaba atrás? Y, si alguien se molestaba en alertar sobre su desaparición, ¿qué empeño invertirían las autoridades correspondientes y cuánto tiempo mantendrían la investigación antes de cansarse y archivarla por falta de resultados? Echó el freno de mano y salió del automóvil. La tierra, cubierta por abundante hojarasca, estaba aún blanda debido a la lluvia de la noche anterior. Abrió el maletero para sacar el pesado fardo, tirando de su tronco hasta colocarlo de modo que lo pudiese elevar a pulso contra el pecho, cosa que logró a duras penas. Caminó pesadamente, con aquella mortaja de plástico transparente sobre sábana blanca, acuciando el esfuerzo. Alcanzó los arbustos que señalizaban el fin del recorrido (por un momento olvidó el número de cuerpos acumulados allá abajo). Cautelosamente, se acercó al borde. Aunque desde su boca lo dominaba ya la oscuridad, no desconocía que aquel pozo era enormemente profundo... Cuando se dispuso a soltar la carga por el hueco libre entre los podridos tablones ―mal colocados, rotos o desprendidos―, destinados a taponar su anchura en prevención de posibles
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accidentes, ocurrió algo inesperado: el pedazo de tierra que pisaba se hundió bajo sus pies y resbaló, incapaz de aferrase a nada. Mientras descendía ―interminablemente―, rompió su brazo derecho contra una especie de voluminoso travesaño, giró como un helicóptero fuera de control para golpearse contra las paredes y oír el breve pero rabioso crujido de sus huesos al aterrizar, partiéndose como simples ramas secas. El término a la brutal caída no lo mató, ni lo dejó del todo inconsciente (por culpa del tremendo dolor, supuso). Tenía certeza de haberse roto aquel brazo, también la pierna derecha, algunas costillas y quizá el tobillo izquierdo. Inspiró reflejamente para recuperar parte del aliento achicado de golpe por el impacto, y un intenso hedor sirvió de estimulante para despertar a través de su nariz su aturdido cerebro. Reparó en que hundía su otro brazo dentro de algo viscoso (parte de sí mismo reposaba sobre una mullida superficie) y comprendió al instante de qué se trataba, entornándose hacia un lado con doloroso impulso, rodando sobre aquellos cuerpos en descomposición a la par que, gracias al movimiento, liberaba su miembro del cepo de costillas que había atravesado... Vomitó, y las arcadas continuaron con la percepción de aquella textura impregnada en la piel, con aquella emanación nauseabunda que invadía sus fosas nasales. Logró erguirse lo suficiente para arrastrarse sobre las posaderas, impulsado por su mano hábil. Aprovechó para restregarla, para limpiarla contra un fragmento de suelo libre de obstáculos, un sendero casual a través del que contuvo nasalmente su respiración, procurando tomar aire sólo por la boca, hasta dar con su espalda en una pared. Y, al descargar su peso contra ella, un bulto de considerable tamaño le rozó el costado... Una rata. De momento, sus agudas imprecaciones se alejaron de él. Creyó sentir sobre el anverso de la mano un diminuto movimiento que el muy estúpido, paradójicamente escrupuloso, temió perteneciese a una larva, y se la sacudió y restregó contra la ropa, aunque en realidad ignoraba si aquella sensación la había provocado sencillamente una leve corriente de aire enfriando la piel aún húmeda de restos humanos. Lo que sí reconoció fue una mosca que se le posó fugaz en la frente. Y miró hacia arriba, hacia aquella lejana luz, situada ¿a unos cincuenta metros? Una longitud insalvable. El móvil descansaba en la guantera, con la batería a punto de agotarse, posiblemente sin cobertura, y ningún despistado pasaría por allí, ni vería el coche ni mucho menos la entrada al pozo. Tampoco lo oirían si
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gritaba, porque había escogido el sitio perfecto, y a él nadie lo echaría en falta. Intentaría hallar una salida, consciente, en sus condiciones, de la dificultad; pero algún túnel por el que seguir arrastrándose tal vez lo alejara de aquella fetidez. A costa de perder el único foco ―un tanto inservible a aquella distancia― de luz. Un haz de dicha luz, por desplazamiento del sol, se coló entonces más directamente, arrojando mínimos de claridad sobre la escena. Dirigió sus ojos hacia donde intuía la pila de cadáveres... Había disfrutado acuchillándolos, excitado en mente y entrañas por el olor de su sangre y cada incisión prohibida del filo, deleitándose con los detalles de una muerte que se le presentaba hermosa incluso. Sin embargo, la muerte que allí reinaba lo hacía con otro aspecto, muy distinto. Ella también desempeñaba su trabajo sucio. Lo desempeñaría con él, y recreándose además, si pueden atribuírsele sentimientos o intenciones a la muerte, porque la suya no sería precisamente agradable: la falta de alimento acrecentaría su debilidad, hasta verse incapaz de repeler el aproximamiento de las ratas, que cada vez más confiadas irían mordisqueando, sin reservas él en un momento dado para tan siquiera quejarse, garganta y boca resecas por falta de líquido... Irónico final. No era justo, pensó, que la carrera de un asesino en serie se truncara así; debiera continuar su obra hasta acabar entre rejas para exhibirse desde una jaula, para que la masa tuviese oportunidad de contemplar al monstruo de sus pesadillas: un hombre vulgar y corriente que sólo se había superado a sí mismo, y mezclar miedo con admiración... Pero ya no disfrutaría su fama. Aún en el remotísimo caso de sobrevivir, de que lo salvasen, se sentiría ridículo. Sería ridículo cuando más adelante alguien descubriera aquello. Le quedaba el ínfimo consuelo de creer que no, a riesgo de perpetuar el anonimato que llevaba toda una vida preparándose para enmendar...
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AL FINAL DEL ARCO IRIS
Tema: ese mismo.
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Ascendió por la montaña de escombros hasta llegar a su cumbre, la más alta de cuantas rivalizaban allí. Oteó. De momento no observaba mucha competencia (por eso había ignorado las minucias del camino, en pos de un bocado más suculento). Se apercibió de que el arco iris trazado minutos antes bajo aquel cielo blanco había desaparecido. El vertedero era el sitio idóneo para hallar comida sin arriesgarse. Podían alimentarse de por vida con los despojos que la gente apartaba. Forzó la vista durante unos segundos y por fin algo llamó su atención, no estaba muy segura de qué, pero parecía comestible, y se trataba de una pieza grande. Emprendió el descenso con rapidez y se apresuró a alcanzar aquel objetivo antes de que se le adelantaran... Cuando lo distinguió claramente, le costó creerlo. Tenía delante el cadáver de un niño desnudo, de aproximadamente cinco años, semihundido en un charco de agua y aceite. Su mitad inferior sobresalía más y advirtió un sangrado indicador de que le habían introducido un objeto demasiado grande por un orificio demasiado pequeño. Abría su boca paralizada bajo la inmunda superficie como si se desbordase desde el interior. La membrana de aceite brillaba con enrevesadas líneas de siete colores, sobre las cuales una mente poética podría elucubrar que eran el mismísimo arco iris disuelto en ponzoña humana, que tal vez había nacido en un sitio muy diferente pero que moría allí... Sin embargo, las ratas no piensan, mucho menos poéticamente. De modo que esta inauguró sin demora su banquete.
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SUEÑO AZUL
Producto del último intento por reactivar la tertulia en el local de la Sociedad Cultural Gijonesa. Tema: «El sueño azul».
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El Sueño Azul está situado en la planta 32 de un imponente rascacielos. Es, sin ninguna duda, el restaurante más exclusivo del mundo. No tiene lista de reservas ni se ve afectado por un nervioso trajín de empleados; de hecho, la mayor parte del año luce una inactividad total, pero su extremadamente selecta clientela, con sus escasas visitas, le proporciona sobrados beneficios. Nunca se ha anunciado en prensa y tampoco saldrá en guías gastronómicas: únicamente se puede acceder a él por estricta recomendación. Sobre un mantel sedoso, una carta replica las ofertas consultadas previamente (detalle estético más orientado a futuras que a presentes comandas): diferentes tipos de carne asociados a cifras de muchos dígitos, aunque el precio del plato variará si se solicita como principal ingrediente algún otro; entonces, según la apetencia del comensal, se acuerda por adelantado, efectuándose el correspondiente ingreso. El menú de hoy, en ese sentido, ha elevado sustanciosamente su coste. Maurice comprueba el horno, cotejando la evolución del asado con la hora de su reloj. Maurice es propietario de El Sueño Azul, a la sazón también su chef y camarero, y vive allí, porque se trata en realidad de un piso de lujo reconvertido. Revisa la mesa para asegurarse de que no falta nada. La música flota por encima en el volumen adecuado, como un acompañamiento perfecto para el paladar en ese trozo de las alturas. Ojea la carta que ha diseñado e impreso él mismo con la última incorporación... Por fin suena el telefonillo. ―El señor que esperaba ya está subiendo ―chiva el portero tras descolgar.
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―Muy bien. Gracias. ¿Cómo había empezado aquello? De la forma más tonta, como cualquier actividad pionera: con un «¿Y si...?» en el transcurso de una bacanal para ricachones, cuando él pertenecía a aquella casta; luego surgió un «Por qué no», tras perder la mayor parte de su fortuna, negándose a descender más de la cuenta en la escala social, y dio el paso animado, financiado, por uno de aquellos camaradas participantes de la estrambótica conversación entre cocaína y putas de alto standing. Jack se convirtió en su primer cliente. Suena el timbre de la puerta. Dibuja la mejor de sus sonrisas y recibe al caballero. ―Buenas tardes. Bienvenido ―lo invita a pasar. El tipo sólo responde con una leve inclinación de cabeza. ―Por favor, siéntese. Le muestra con obligada pompa la botella de Château Lafite y procede a descorcharla tras su gesto de aprobación. El testeo de su nariz deriva en idéntico asentimiento. Maurice posa la botella y toma un mando a distancia. Enciende un amplio televisor fijado a la pared e inicia la reproducción de un vídeo. El presentador de un canal de noticias informa sobre la desaparición de una turista francesa. Una fotografía de carnet ampliada muestra el rostro bronceado de la chica, con un cabello pajizo que ondea a ambos lados. ―La comida estará en seguida. ¿Desea ver ahora la pieza? ―Sí... ―duda el otro, saliendo de la abstracción que le producen las imágenes. ―Por aquí ―indica adelantándose, conduciéndolo a la cocina, y continúa hablando para entretenerle el paseo―. Supongo que ya le habrá informado Jack de que esta mercancía pasa unos controles rigurosos. Aunque, evidentemente, nunca tendremos una inspección de Sanidad ―bromea muy serio―, un laboratorio privado se encarga de examinarla minuciosamente. Frente a un armario empotrado, a modo de despensa, Maurice le pide que se retire. Con otro mando, pequeño como el de un coche, libera los estantes, que se desplazan hacia fuera en bloque cuando tira de ellos. Detrás, una puerta metálica anuncia la cámara frigorífica. La desbloquea manualmente.
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―Adelante. Pasan dentro. Maurice lo contempla detenidamente. Estudia las reacciones de esos hombres poderosos cuando se enfrentan al contenido de la cámara: les cruza el semblante cierta expresión novedosa, una impresión que a unos les quita el apetito pero que la mayoría supera rápidamente, regresando después a los cubiertos para concluir su fantasía. Éste parece de los segundos. Mira absorto los cuerpos colgantes: varios hombres y mujeres de diversas razas. La blanca es la más cotizada, como de costumbre. ―Aquí está la suya ―señala a su derecha Maurice. Debe interrumpirlos porque suele olvidárseles el frío y pueden quedarse indefinidamente embobados. El tipo se gira hacia la chica, barriéndola de arriba abajo con la mirada, reparando en la primera amputación (no es lo más rico, ni lo más saludable habida cuenta que el componente esencial es grasa, pero, cuando se trata de mujeres, piden sobre todo los pechos); luego escruta su rostro: la piel de bronceado alicaído tras la muerte y el cabello rubio que ha visto en la pantalla del televisor. ―Aquí tengo su documentación por si la quiere revisar ―informa Maurice, tocando un montoncito de prendas sobre un taburete. ―No... ―responde el otro, cogido por sorpresa―. No hace falta. ―¿Vamos, entonces? ―conmina a salir. ―Sí ―se pronuncia dócilmente. Maurice cierra la cámara y la oculta de nuevo. Comprueba la hora y apaga el horno. ―Si tiene la bondad de regresar al comedor... Yo iré enseguida. Obedece y, al rato, Maurice sirve la comida. Le cede una campanilla con la que podrá reclamar sus servicios o avisarle cuando haya terminado y se retira, dejándole intimidad para degustar. La mayoría de ellos no termina (es natural: no los mueve ese tipo de hambre), prueban un poco y se dan por satisfechos; sin embargo, algunos hasta le piden postre... En un par de ocasiones, Jack ―por supuesto― llevó a un pequeño grupo de amistades tras elogiar sus virtudes culinarias, ignorando todas la procedencia de aquella carne; pagó su cifra antes del banquete ―en el que
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Maurice participaría como un amigo más― y se rió a gusto mientras la devoraban. La verdad es que él también se rió. Otro televisor encendido en la sala donde se encuentra ahora, gracias a una cámara de seguridad, transmite imágenes de ese tipo masticando. No les presta demasiada atención, ni a la gran maleta con ruedas que reposa junto al mueble, que ha usado esta vez para ocultar el cadáver e introducirlo en el edificio; prefiere otear por los enormes ventanales. Ofrecen una vista magnífica que domina buena parte de la ciudad y el cielo. Ese cielo azul tiene mucho que ver con la elección del nombre para su proyecto: representa una altura de la que se niega a bajar, los 32 pisos que lo separan del suelo desde donde sólo podría soñar las fantasías que realizan impunemente quienes se mantienen allí arriba.
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7:06
Tema: «666».
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Se activó la radio, sintonizada en una emisora de noticias para estar alerta de cualquier acontecimiento desde primera hora (nada fuera de lo normal: disturbios en Gaza durante el homenaje por los últimos muertos y otro detenido al pretender cruzar la frontera con varios kilos de explosivos adheridos al torso). Los números verdes señalaban las 7:06. No era una cifra redonda por manía y porque le gustaba aprovechar hasta el último segundo de cama, asignando el tiempo justo para ducharse, vestirse y desplazarse a la sede. Si llegaba tarde, tampoco se lo recriminarían: ocupaba un puesto lo bastante alto ―y disfrutaba de amistades lo bastante influyentes― dentro del partido como para preocuparse por ofrecer explicaciones. Lejos quedaba aquella época en que, tras despegarse las sábanas, sudaba por verse obligado a correr (aunque ya entonces iba justito a las obligadas citas). Sin duda, uno de sus pecados capitales lo constituía la pereza. Muchas veces había pensado quebrantar esa ley del mínimo esfuerzo, ese gusto por lo fácil, esa cómoda inercia, dado que eventualmente caía en la cuenta de volverse predecible, condicionado por un rasgo dominante de su personalidad y sometido por él; menos veces lo había intentado, procurando convencerse de que podía cambiar, que controlaba su vida. Pero acababa regresando al redil después de una pequeña demostración. Somos criaturas de hábitos, nos dejamos llevar por ellos inconscientemente la mayor parte del tiempo, y tal vez esas pautas imprimen las páginas de un libro llamado Destino, porque las ocasionales alteraciones que nos empeñamos en hacer no modifican el argumento ni el curso esencial de nuestra historia. Ni su desenlace. Sobre la marcha, su secretario le recordó los compromisos del día, cuya rutina acogió (predeciblemente) desganado. Al bajarse del automóvil, su
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escolta frenó en seco a un hombre que trató de abordarlo dirigiéndose a él en inglés. ―Señor Ismail, por favor, tiene que atenderme... ―Ahora no ―lo atajó su secretario. ―Por supuesto... ―titubeó Ismail, saliendo al paso con la entrenada sonrisa del político―. Pida una cita y le atenderé gustosamente. ―Ya la he pedido, señor, pero... ―Ahora no ―insistió el secretario, y se adentraron en el edificio. ―¿Quién era ese? ―Un alucinado. ―¿Alucinado de qué clase? ―Pertenece a una secta numerológica. Intentó ver al primer ministro y, como ningún miembro del gobierno le ha hecho caso, ahora viene aquí. ―¿Has dicho numerológica? ―Sí ―rió―, están obsesionados con un número, el 11, y, por supuesto, lo ven en todas partes. Más aún tras los atentados de Nueva York y Madrid. Dicen que el fin del mundo llegará el 11 de Noviembre de 2011, claro. ―Ah, ¿pero no sabe que nosotros estamos en el 5766? ―ambos rieron. Más tarde, en su despacho, entre una reunión y la siguiente, dispuso de alrededor de una hora a decidir cómo ocupar. Especuló con qué distraerse y se acordó de aquel tipo. «¡Qué fácil se engañan algunos! ―pensó―, cualquiera que se centre demasiado en una cosa estará predispuesto a fijarse en ella por encima de las demás, discriminando aquello que rehúse integrarse con la obsesión», y trató de autosugestionarse para ver él mismo aquel número. Hurgó en sus bolsillos. Sacó la cartera y extrajo unos cuantos carnets y tarjetas... No apareció el número 11 más que una vez, pero sí destacaron, curiosamente, y múltiples veces, tres seises consecutivos. Él había nacido el sexto día del sexto mes del año hebreo 5726, como uno de aquellos carnets recordaba. Leyó su nombre completo y se le ocurrió sumar las letras de cada una de las palabras, como hacían los numerólogos. Descubrió cada una compuesta por 6 letras, formando de nuevo los tres seises. «¡Qué coincidencia!», estimó. Y su carnet del partido había sido expedido también un sexto día de un sexto mes, del año 5756...
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Buscó más números, por cada rincón, temiendo centrarse en aquel que por casualidad se le había presentado mientras jugaba. Insistió primero en el once, luego en cualquier otro, contando objetos de diversa índole agrupados en su despacho. Encendió el televisor e incluso las cifras de la lotería lo traicionaron, devolviéndolo a la secuencia del 6. ―Voy a dar una vuelta ―se disculpó ante su secretario, y éste avisó al chofer. Nunca había reparado en que la matrícula de su vehículo también contenía la famosa cifra del Apocalipsis... Estudió las matrículas del resto coches: evidentemente, muchas se alejaban de aquel patrón. Se recreó en todo lo que pudiera alejarlo de él. Pero continuamente, y desafiando cualquier cálculo de probabilidades, aparecía el 6-6-6, especialmente en lo estrechamente relacionado consigo. Como el número de su propia casa... Indagó dentro de ella y siguió confirmándolo. Aquello rebasaba la casuística más extraordinaria. Y parecía ridículo, sobre todo tratándose de un hebreo, pero ahí estaba. Sudando, con las manos extendidas sobre un montón de documentos, echó otro vistazo alrededor y se fijó en la menorá, el candelabro de 7 brazos, ¿o eran en realidad 6 más el tronco del que partían?, un 6 dentro de un 7... Tenía entendido que relacionaban el 7 con la divinidad: ¿el mal dentro del bien?, ¿el demonio dentro de Dios...? Divagaba. Pero ¿y si aplicaba la clave numerológica a su religión? Dibujó la estrella de David: 6 puntas, 6 triángulos equiláteros con tres ángulos de 60 grados cada uno... Trazó luego tres líneas en diagonal uniendo los ángulos interiores. Otros 6 triángulos equiláteros idénticos surgieron...
«¿Qué significa todo esto?, ¿que estoy predestinado a cumplir determinado papel?, ¿que acaso todos lo estamos? ¿Tendrá el resto del
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mundo algún número asignado en mayor o menor medida? ¿O no significa nada en absoluto?» Irrumpió el sonido del teléfono. Su secretario. ―¿Se encuentra bien? ¿Lo sabe? ―¿Saber...? ―Ha habido otro atentado. El primer ministro quiere ordenar una nueva ocupación de Gaza. «A cada acción le sigue una reacción», divagó Ismail. «Somos criaturas de hábitos...» Distraídamente, sombreó con la pluma secciones alternas en el dibujo. Y un nuevo símbolo resaltó...
Las coincidencias prosiguieron. Aquella noche tomó un par de somníferos: sabía que de otro modo no podría dormir. El despertador hizo su trabajo a las 7:06. Respiró con cierto alivio ante los números, como inclinándose a aceptar que abandonaba una pesadilla, o que lo del día anterior había sido puntual y no iría más lejos. ¿O sí...? «7:06...» La cifra vibró internamente, se adentró en regiones del subconsciente, resuelto allí un significado.
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EL VACÍO
Un divertimento rápido. (A pesar del nombre escogido para el protagonista, no tengo nada en contra del autor al que dicho nombre se refiere; es más, me gusta.) Tema: el que le da título, si no me equivoco.
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Era un superventas. Algo decente había escrito ―allá en sus comienzos, décadas atrás―, pero enseguida agotó su pozo de inspiración y quiso exprimir el tirón comercial, no lo olvidasen y pasara a mejor vida profesionalmente hablando. Para eso, las grandes editoriales se muestran bastante solícitas, y la suya se ofreció a echar un cable... Sin embargo, los “negros” estaban en huelga. ―¡Toca nuevo libro y, por mis cojones, que te sacaremos un nuevo libro! ―sentenció Horacio, presidente de la megaeditorial―. Estos negros de mierda no nos van a joder. Y vaya si lo sacaron... Al responsable de marketing fue a quien se le ocurrió la idea, que prosperó gracias al visto bueno del señor presidente, hasta culminar en un volumen de 500 páginas, ¡en blanco! Su título, apropiadamente escogido tras largas deliberaciones: EL VACÍO, grabado sobre una escueta portada de fondo completamente blanco también bajo las mayúsculas 4 ó 5 veces mayores del nombre del supuesto autor. Por detrás, una rimbombante síntesis con pretensiones del “contenido”, que tampoco había redactado él. Esteban Rey (propietario del nombre cedido para semejante obra, por así llamarla, que esta vez sí hubiese sido capaz de confeccionar) dudó mucho antes de dejarse convencer. Pero aceptó, nuevamente. Durante semanas, se limitó a observar atónito las reacciones que se desenvolvían en torno a aquella publicación mientras se preguntaba si sería la última. Se vendió una cantidad enorme de ejemplares en su primer día, comprados a ciegas ―como era habitual― por los fans más acérrimos. Luego: sorpresa general... Algún incrédulo acercó la llama de su encendedor
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al papel cavilando que el texto pudiera haberse impreso con tinta invisible... Se produjeron devoluciones, claro, un amago de indignación colectiva; no obstante, hubo quienes aplaudieron la originalidad vanguardista de aquella propuesta desde el primer momento, y ―como supo después― algunos hasta eran francos (no habían sido untados por la editorial): los modernillos de turno (por culpa de los cuales no faltaría quien invirtiera meses estudiando hasta la bizquera cada milímetro de papel, tratando de apreciar ―y significar― presuntas variaciones sin duda muy sutiles). A éstos se sumaron otros, e incluso personalidades relevantes de la cultura acabaron defendiéndolo delante de las cámaras de televisión. Sus detractores (y gente objetiva o simplemente cabal) lo consideraron una burla, y se burlaron a su vez señalando que era la prueba definitiva de que a Esteban no le quedaba nada por decir... Mas sus voces fueron eclipsadas por la creciente mayoría de compradores: los que, tras haber picado, necesitaban justificar el gasto de los 30 euros que costaba para no sentirse estúpidos; los estúpidos que, conscientemente, se dejaban guiar sin criterio propio; los que se apuntaban a la moda; los que enfrentaban el compromiso de regalar algo; los que sólo buscaban un objeto con que decorar una estantería... Eso sí, todos estaban de acuerdo en una cosa: el libro, a pesar de sus 500 páginas, se leía rápido. Esteban se hartó de escribir dedicatorias (ese era en realidad su género). Se convirtió en su mayor éxito editorial y no deja de venderse, a nivel privado y público, para bibliotecas, colegios, institutos, universidades, recomendándose como lectura, motivando tesis doctorales, mesas redondas..., ascendiendo al podio de clásico referencial del siglo 21. ―Y encima nos hemos ahorrado una pasta en tinta ―se relamió Horacio Valés Daza, el multimillonario presidente de Ediciones C. También se estrenó una película basada en el libro, que consistía en un fotograma blanco proyectado sobre la pantalla durante unas 2 horas («la adaptación más fiel de una obra literaria hasta la fecha», según la revista Potogramas). Ediciones D contraatacó lanzando al mercado un libro titulado El Todo, cuyas páginas se imprimieron completamente en negro. Y tuvo igualmente su adaptación cinematográfica (la proyección ininterrumpida de un fotograma negro durante aproximadamente 2 horas). Pero ya no era lo mismo.
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FANTASMAGORÍAS
Tema: «La búsqueda».
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La oscuridad tiene vida. No es un lienzo uniforme en su negritud sino que se halla plagado como por una miríada de pequeñas luminiscencias perfectamente visibles para quien se aventure a profundizar en ella. Adrián miró en ella, miró sin ojos en aquella oscuridad total, pero inerte en la observación, sin intención alguna más que la de distraer el insomnio germen. Desde que recordaba, se esmeraba por atajar cualquier fuente posible de luz para no desvelarse; ahora eso no ayudaba mucho: le costaba abandonarse a la despreocupación. «La oscuridad tiene vida.» Este pensamiento regresó a él en medio de su hastío. Como elementales organismos en un fondo abisal, aquellas impresiones flotaban queriendo obedecer a impulsos que rechazaban corresponderse con el movimiento de su cabeza o sus globos oculares, susceptibles en cambio ―teorizaba― de moldearse como un barro de dioses para animar toda cosa imaginable, consciente o subconscientemente. En ocasiones, tras permanecer muy quieto, alcanzada una cierta parálisis (de carácter psicológico), se había abandonado a dicha oscuridad experimentando sensaciones varias, tal que expandirse fuera de sí mismo, un desbordamiento de su mente a través de la envoltura craneal que la retenía; incluso de sus miembros sometidos evolucionaba la sensación de surgir otros más voluminosos... Lo dejaba correr así hasta que empezaba a darle miedo esa suerte de liberación y optaba por retornar a la clara percepción de su cuerpo, antes de perderse en territorios no cartografiados. Pero esconderse bajo fronteras corporales no sosegaba su ánimo: en otras ocasiones, se había imaginado dentro de un ataúd, o se recreaba en la idea de que la habitación había empequeñecido y escasos centímetros lo separaban del techo, y no se había atrevido a alzar sus brazos temiendo ver el
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desplazamiento de éstos abortado bruscamente por la rígida y pesada superficie. Observó detenidamente. Se fijó en los destellos que revoloteaban por doquier al igual que un enjambre de moscas. Trató de conducirlos, de moldearlos. Muchos lograban escabullírsele por los flancos o desvanecerse en el aire, creciendo como espirales o manchas caleidoscópicas, hasta que le pareció imponerse sobre uno. Inició la doma, enfocó toda su atención hacia aquella especie de eclipse miniaturizado que danzaba a un lado y a otro, resistiéndose, pretendiendo eludir el placaje, abrir un hueco. Consiguió acorralarlo para estudiar sus mutaciones. El espectro se dilató ante sus ojos y durante un instante le dio la impresión de que desaparecía, muriendo ―pensó― como una remota supernova. Pero no había desaparecido. Igual que tras un fogonazo común, cuando las pupilas se habitúan nuevamente al grado de iluminación estable, pudo atestiguar el nacimiento de la siguiente forma. Pronto creyó distinguir una cara, a medida que interpretaba los rasgos visibles como dos mejillas, una frente, una nariz... Las cavidades oculares permanecían en sombra, y algo le decía que los párpados que se ocultaban allí estaban bajados. Con esfuerzo, obtuvo una mayor definición de la imagen. Un rostro de mujer. Su expresión, suspendida, ¿la insinuaba muerta...? Más bien durmiente. Lo sorprendía el detalle ganado cuando, de repente, se levantaron aquellos párpados y salió de su concentración con idéntica premura, en un acto fortuito por reflejo. La imagen se desvaneció. Recuperó el pulso con el sonrojo de haber espiado a alguien real. Y, aunque le producía curiosidad, interrumpió su juego, al menos momentáneamente: ya se había entretenido bastante aquella noche y comenzaban a pesarle sus propios párpados. Durmió por fin, y despertó con la ya habitual laxitud, liberado de crispantes alarmas o emisoras de radio. Luego perdió otro poco de su devaluado tiempo viendo el informativo, que no contaba nada nuevo, mucho menos interesante, tragándose en su inercia hasta la sección de deportes (casi monográfico de fútbol), la cual superaba holgadamente, junto a la publicidad, la mitad del programa. Se distrajo también en la cocina, preparando un bocado con que consumir más ese tiempo que su apetito, y, sobre todo, bebió... Rehízo la cama con mucha parsimonia, escuchando entretanto un disco para ahogar el silencio. La tarde la pasó intentando
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escribir. Pero todo cuanto supuró su cabeza fue una mirada tonta que se perdía en el trayecto que la separaba de la pantalla del monitor. Cejaba en perseguir su gran éxito: iba asumiendo que aquellas ambiciones no eran sino reflejo, sustitutivo, herramienta para colmar el hueco de otras más viejas y esquivas, más íntimas y que lamentablemente no dependían únicamente de su esfuerzo personal. Sus mejores obras continuaban tiradas en el estante bajo de un armario permanentemente abierto con objeto de airearse por culpa de la humedad y representaban asimismo el fracaso de ambas aspiraciones. No se arrepentía: había luchado suficiente por legar algo que lo trascendiese, pero su existencia presentaba ese aspecto yermo del lugar donde no crece nada vistoso porque escasea la luminosidad, hundida en un familiar vacío monocromo que se antojaba ya atávico. Había apostado fuerte por sí mismo y sentía que se acercaba el momento de asumir la derrota. Congeló su mirada en la oscuridad total. A su cuerpo, bajo una sábana invisible, también lo había congelado hasta cierto punto. Desde aquella burbuja limitadora de su abstracción, recondujo sus pensamientos hacia el rostro que su imaginación habría moldeado la pasada noche. Observó el ajetreo de las fantasmales moscas a medida que la incursión de una retina tal vez más figurada que literal se las acercaba. Registró su baile sin intervenir en él. Realmente parecían albergar vida propia. Acaso se trataba de reminiscencias similares a la electricidad estática y quizás, al fijar profundamente su atención en ellas, lo único que hacía era superponer centelleos creados, producto del esfuerzo de concentración, aunque no podía evitar comparar aquel baile con el de los mismísimos átomos... Ahondó en la familiar oscuridad y fue sumiéndose entre las estructuras que se desarrollaban ante él, sin intención de afectarlas; simplemente, centró sus dilatadas pupilas en un punto. Una forma dio paso a otra hasta que hubo una que se estabilizó durante más tiempo, que se perfiló por encima de las demás. Le costó asemejarla. Finalmente, concluyó que aquel objeto borroso y descolorido era una lámpara. Le resultó curiosa la estabilidad con que se mostraba la imagen. La permitió desvanecerse y volvió a centrarse en un punto cercano... Se le erizó el vello con una premonición cuando empezó a reconocer aquel rostro. Aunque inquieto, prosiguió. Para vislumbrar, en el aumento del detalle, que esta vez ella tenía los ojos abiertos...
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Con todo, no desistió y, como contrapeso a su inquietud, logró relajarse tras comprobar que aquellos ojos no parecían dirigidos hacia él. Por contra, la aparición destilaba una inexpresividad equivalente a la suya momentos antes. Le ocurría por primera vez. Ninguna de sus visiones, ninguna de sus visualizaciones, se había repetido, mucho menos subconscientemente. Aquello reforzaba la extraordinaria idea de que en efecto hubiese vida en la oscuridad, o tras su cortina negruzca... En las interminables noches de soledad había acusado su nuca miradas ficticias por totalmente esquivas, reales por muy sentidas: ¿aquello las validaba?, ¿significaba que otros habían desplazado su conciencia hasta él entrenando el mismo talento...? Conocía el poder de la sugestión, y su principal temor respecto a aquellos experimentos sensoriales consistía en que sus propias fantasías cobrasen vida, en que su imaginación lo traicionara sirviéndose de tal materia prima para liberar monstruos propios. Aunque se asomase a una dimensión poblada por entes objetivos, dudaba que los distinguiese de sus proyecciones. El rostro fue desvaneciéndose, como una hoja de fino papel engullido por tinta negra. Esta vez, disponía al menos de un motivo original para desvelarse. Cada día transcurrido lo consumía un poco más. Sobrevivía precariamente en la hipoteca con que había prorrogado sus últimas ilusiones, y el dinero se agotaba. Y no le apetecía buscar alternativas. Esperaría, sólo esperaría a que subiese el nivel del agua hasta obligarlo a reaccionar. Claro que ignoraba cómo reaccionaría entonces. Lo abandonaba el apetito: apenas ingirió algo en la comida y no cenó; vegetó delante del televisor hasta rematar la botella que sostenía entre sus manos, de la que bebía directamente, soslayando la molestia de verter su contenido en vaso alguno. Cayó en la cuenta de con qué rapidez había deglutido el licor y se asombró ligeramente, sin mucha intención de enfilar por un camino distinto a aquel. Se retiró a la oscuridad más pronto de lo que pensaba; en su fuero interno, con la añoranza de retomar la capacidad que ostentara en otra época para escapar de la consciencia a través del sueño. Pero, a pesar del alcohol,
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su mente permanecía activa. Volvió a jugar con ella, con el caos que ofertaba la ausencia de luz. Rastreó, en cambio, con un objetivo concreto. Y volvió a sorprenderse cuando rescató de la profundidad, exactamente, el mismo rostro. Incidió en su exploración y logró aclarar otro poco el contenido de lo que visionaba, a costa de disminuir la noción de su propio cuerpo (se sentía salir de él). Comenzó a adquirir una perspectiva más amplia del cuadro... Ella se encontraba echada, en una cama también, con la sábana a la altura de su barbilla. Pero había más: ¿qué era aquello a su lado, una figura negra...? La había intuido ya, la noche previa, ahora crecida en definición y situada en un contexto: era la lámpara, la misma, dispuesta sobre una mesita junto a la cama de aquella chica... No supo si temer a su imaginación o a los visos de una realidad opcional que sugería aquella experiencia. Desde luego, temía su coherencia. La especie de mirilla por la que había espiado se enturbió mientras alejaba su atención. “Regresó” a su cuerpo, que halló paradójicamente cansado; o quizás no tan paradójicamente, dado el vínculo entre mente y cuerpo y los numerosos procesos psicosomáticos documentados. Aprovecharía ese cansancio para dormirse más fácilmente. Otro día. La gastada fotocopia del anterior y el anterior y el anterior hasta remontarse a un original olvidado por la distancia. El trabajo con el ordenador fue reducido a una cansina partida de videojuego, uno que conocía en cada detalle, que no sólo no lo absorbió como le hubiera gustado sino que además potenció su cansancio, su falta de motivaciones. No soportó aquella soledad y se preparó para salir del encierro, sin rumbo fijo, sin excusas. Avanzó por las calles de una ciudad en la que había quemado su vida, demasiados años, recorriéndolas sin embargo como un extranjero de turismo por un país más desconocido al término de cada jornada. Caminaba separado de la gente por una membrana invisible, insonorizadora, de modo que su voz moría ahogada en el interior antes de conquistar la libertad, de nacer tan siquiera: cualquier esfuerzo de comunicación, inútil a aquellas alturas. Ya no sabía si lo suyo era más producto de la mala suerte o de su escasa habilidad, pero al fin se había quedado completamente solo. Todos aquellos con quienes había mantenido una mayor o menor relación habían
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optado por emigrar (si no de la región, del entorno inmediato) y su propia tentativa a ese respecto, aplazada largamente, sólo vino a confirmar con dolor sus temores, su sospecha de que idéntica situación se repetiría dondequiera que fuese. Se desvió sin pensar por una zona de copas, atestada los fines de semana, ahora desértica. Su soledad se acentuó aún si cabía al recibir el eco de sus pasos mientras caminaba entre bares donde tanto había buscado (y tan erróneamente, creía). La última mujer con quien se había acostado le había dejado en prenda el mismo regusto onanista de la anterior y la anterior y la anterior hasta remontarse a una decepcionante desvirgación veinteañera, sin alcanzar ninguna de ellas a vulgares sucedáneos del soñado grado de compenetración. El eco de sus pisadas era el eco de espacios y tiempos muertos repetido millones de veces. Por los años infructuosos evaporados para siempre, decidió que llegaba el momento de clausurar la búsqueda. Caviló sobre su chica fantasmal. Recelaba. Sin embargo, sus recelos cedían a la curiosidad y se descubrió impaciente por visitarla de nuevo. Era lógico: simplemente aquello perfilaba una vía de escape, un cauce por el cual discurrir (fortuitamente, en ausencia de otro)... De vuelta a su ataúd, un observatorio o un extraordinario portal. Se mantuvo inmóvil, procuró en todo lo posible olvidarse de su propio cuerpo para intensificar la maniobrabilidad de su mente, su prevalencia sobre cualquier otro aspecto susceptible de distraer... Comenzó a abrirse paso en aquella densa oscuridad. Escarbó más hondo. Intuyó. Y, a medida que progresaba, se adormecía la noción de sí mismo, sentía alejarse del cuerpo, flotando, podría decirse que transformándose él mismo en oscuridad, uno de los habitantes de aquella oscuridad... Se sintió perdido ―no menos que en ocasiones precedentes―, como un astronauta a la deriva en un espacio infinito, sin otro foco de luz que su conciencia, y sin otro enganche que un débil cordón umbilical. Mas esta vez pretendía ir a por todas. La intuición desembocó en visión. Y la visión se pronunció. Se volcó por completo en ella... La veía: veía el conjunto de aquella habitación casi como un reflejo de la suya. Logró un detalle exultante. En aquel momento ―si hubiese vuelto en sí para considerarlo―, la desconocida era más real que él...
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Entonces sucedió. Los ojos de ella se encontraron con los suyos, y tuvo seguridad de que lo veían a su vez, quizás difuminado, como él la viera en principio. Sintió algo semejante a un vuelco del corazón, pero su corazón estaba demasiado lejos, tanto que el cordón se habría roto, tanto que dudaba si sabría volver. No lo intentó. Quiso exponerse. Se mantuvo la tensión de ambos mientras ella aparentaba horadar en la cortina negra tal como él había hecho. Él era uno de aquellos puntos luminosos, un grupo de varios, como átomos que danzaban con mayor separación de lo habitual entre sí para trascender a planos de la realidad diferentes; una de aquellas manchas que gravitaban, se expandían y contraían, formaban y deformaban y que ahora ella parecía concretar en su retina, en su cerebro, y él lo deseaba: deseaba establecer esa conexión... Pero ella apartó su mirada: relajó el ceño y volteó su cabeza sobre la almohada en señal de clarísimo desinterés. Él creyó disgregarse, sin consistencia fuera de la carcasa física. En ese momento ―no supo si así era o lo decidía, aunque tampoco importaba mucho―, dejó de existir. «La oscuridad tiene vida ―pensó―. Yo no.»
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LECCIONES SOBRE DIOS, EL HOMBRE Y LA MATERIA
Tema: «La naturaleza de la materia».
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Ahí va otra historia sobre un asceta en busca de lo divino a costa de su humanidad, otra sobre un imbécil que restringe el placer de los sentidos y la diversificación de su experiencia vital por el sueño de lo trascendente y un cuarto sin vistas, cuatro paredes para el cuerpo, la mente e incluso eso que llaman espíritu. Y lo califico de imbécil porque este narrador que suscribe no es ni desea ser objetivo (ni siquiera está seguro de que alguien pueda serlo). Así que dicho imbécil (pongamos se trata de un monje budista o un místico hindú, que según invento me parecen más apropiados que, por ejemplo, uno católico) se encerró en ese cuarto tanto metafórico como literal dispuesto a permanecer allí indefinidamente, hasta la consecución de su propósito, tardase lo que tardase en alcanzarlo. Se concentró ayudado por la quietud del aislado recinto, iluminado tan sólo por una lámpara de gas ininterrumpidamente encendida, que arrancaba titilantes sombras a los escasos objetos; se concentró lo máximo que un individuo de tales características puede ―no poco―, enfocando todas sus energías hacia su particular visión del mundo y el modo de favorecer permanentemente su papel en él. Abrazaba la idea de que todo, cuanto abarcan nuestros sentidos en mayor o menor medida (la materia, la solidez con que llegamos a percibirla), es maleable, pero no ya por acción de la fuerza física sino de la mental. Nuestro personaje (mi personaje) albergaba esa presunción de que el universo tiene más de psíquico que de físico, y pensaba también que él, quien atesoraba el potencial necesario, por otro lado parejo al común de los mortales, sería capaz ―con el entrenamiento adecuado― de manipular la materia, despreciando cualquier aparente solidez... La diferencia entre este y otros personajes similares radica en que este logró su objetivo. Lo dispuesto frente a sí en la minimalista celda comenzó a disgregarse: primero, el
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mendrugo de pan en su plato de barro, como un raro espejismo; luego, la lámpara, una lenta voluta de humo de tonalidad inusual; más tarde, las propias paredes, que se emborronaban negándose aún durante un rato a perder sus contornos rectilíneos. Jugó con ello, controlando el juego a antojo. Sintió acariciar la esencia divina. Seguidamente, alzó su mano e inició idéntico proceso con ella, consigo mismo, aspirando a trascender la carne, a acortar distancias con Dios..., sin darse cuenta, mientras se diluía en el aire viciado, de que estaba convirtiéndose en nada (en nada concreto al menos), autodestruyéndose y destruyendo el entorno inmediato, ignorando también que lo difícil es construir, y que el único dios al cual debiera imitar, rendir pleitesía, soy yo, el todopoderoso narrador de esta breve historia.
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EL MIEMBRO DISIDENTE
Existe una colección de relatos llamada BOOKS OF BLOOD (originalmente publicada en España a medias por dos editoriales como LIBROS SANGRIENTOS y SANGRE respectivamente) que reúne algunos verdaderamente magistrales. Cuando empecé a leer uno de ellos ―«La política del cuerpo», concretamente―, no supe cómo tomarlo, hasta que al final del mismo vi el toque de gracia que le daba su autor (Clive Barker) y me conquistó, una vez más. Éste es un rizar el rizo sobre aquél, un divertimento y un pequeño homenaje al narrador por su actitud a través de semejantes historias. Tema: «Un pene anda suelto» (culpa mía).
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Clive estaba teniendo un sueño inquietante, uno de esos incómodos de soñar, que no llegan al terror de una auténtica pesadilla pero dejan muy mal sabor de boca. En el sueño (le había ocurrido en otros), como si tal cosa, se había desprendido de sus genitales, porque le estorbaban al parecer, y no se había detenido a cuestionar semejante acción, llevándola a cabo simplemente, guiado por aquella lógica primaria. Quizá los desenroscó o tiró suavemente de ellos, ignoraba el procedimiento exacto lo mismo que ignoraba la esquina donde cuidadosamente los habría depositado, imbuido de una penumbra que desdibujaba el entorno para acentuar su propia confusión, el caso es que ahora no los encontraba y (en esto sí) albergaba la certeza de que no podría volver a acoplarlos transcurrido demasiado tiempo (puede que de hecho ya fuese tarde): se marchitarían al desproveerlos del necesario riego sanguíneo y morirían, los perdería definitivamente por una estupidez de la que empezaba a darse cuenta... Mientras tanto, Harry se levantaba para usar aquel pedazo de su fisonomía. Avanzó somnoliento por el amplio pasillo entre las camas de sus compañeros, flanqueadas a su vez por dos hileras de tenues haces enfrentados que el cielo nocturno proyectaba desde un lado y otro gracias a los puntiagudos ventanales de aquella estancia del internado. Arrastró sus pies hasta una de las tazas, sin querer elevar del todo los párpados para que no entrase a bocajarro en los ojos la blancura propagada por los fluorescentes. Introdujo su pulgar bajo la cintura del pantalón y tiró de ahí, buscando el pene con su mano libre... El cabrón debía estar muy encogido, o Harry muy torpe, porque le costaba localizarlo. De mal humor, se vio obligado a despegar completamente los párpados tras varios intentos fallidos, y ―oh, sorpresa― aquello no estaba en su sitio.
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Incrédulo, se palpó insistentemente, se bajó el pantalón de aquel pijama hasta los tobillos y arqueó las piernas como un auténtico vaquero para doblar a continuación espalda y cuello en una postura bastante ridícula, acercando los ojos al límite de sus posibilidades... Sencillamente, había desaparecido. Sobra decir que le resultaba inconcebible. Reanudó el cacheo para confirmar que la zona en cuestión permanecía lisa, limpia del más ínfimo rastro de un corte. Ni herida ni cicatrices ni sangre en la piel o el tejido a rayas: nada absolutamente... Clive, por su parte, regresaba al quizás erróneamente denominado mundo consciente, abandonando en el trance las estrambóticas visiones que segundos atrás había vivido de modo tan incuestionablemente natural, abandonando también, pero más lentamente, las incómodas sensaciones que acompañaban. Comprendía, poco a poco, el engaño de su cerebro. No obstante, inducido aún por el contexto y como reacción instintiva, fijó su atención en la entrepierna y, al cambiar de postura bajo las sábanas, echó de menos el peso inerte, el volumen, de sus atributos, preguntándose si aquello no era más que una prolongación, una nueva fase del sueño... Recuperada la tensión emocional, auscultó nerviosamente para, acto seguido, encender la lámpara y ponerse en pie. Un rato después, su compañero más cercano repararía en el foco luminoso, desvelándose, encarnando la segunda pieza de un dominó... Harry, súbitamente olvidadas las ganas de mear, no dispuso de un minuto para discurrir posibles causas ni soluciones a tan chocante incidente: antes, en uno de sus contorsionistas quiebros de cintura, creyó percibir por el rabillo del ojo una sombra intrusa, detrás suyo, que ―incapaz de precisar cómo― asociaba con él... No concedió crédito cuando empujó la portezuela que distaba unos veinte centímetros de los baldosines, cuando asomó al exterior del cubículo, para presenciar la escena más surrealista, más disparatada, que jamás hubiese podido barruntar: sobre la claridad que proporcionaba el reflejo de la luz en los baldosines blancos, de modo inequívoco, distinguía un número indeterminado de pollas, pollas de todos los colores, tamaños y formas, dispuestas cada una sobre su correspondiente par de testículos, e identificaba el movimiento de cada una de ellas como perteneciente a un ser vivo independizado, aunque el original grupo permaneciera fundamentalmente quieto en ese preciso instante, daba
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impresión que debido a la sorpresiva aparición del chico, interrumpida cualquier actividad que tramaran, manteniéndose a la expectativa, aguardando la reacción del gigante, que se sentía observado y escuchado por filas de cabecitas (unas, descubiertas de modo prominente; otras ―más tímidas, frioleras o con fimosis―, medio encapuchadas por el prepucio)... Contempló a una girarse hacia la contigua, como si un camarada le soplase algo a otro al oído. Entonces, unas cuantas se volvieron y prestaron interés, iniciando corrillo... Parecieron ponerse de acuerdo, bien por consenso u obedeciendo órdenes, y decidieron avanzar embravecidas, a toda la velocidad que debían ser capaces. La reacción ―eminentemente instintiva― de Harry consistió en lanzarse a la fuga por piernas, al tiempo que gritaba incesante con la plenitud de sus pulmones adolescentes, huyendo de un montón de falos que se desplazaban poco más o menos con la torpeza de una bandada de pingüinos... En los dormitorios, la totalidad de estudiantes acabó por despertar y el alboroto se adueñó de las instalaciones, levantando de sus camas también a los docentes. Pronto muchos se entregaron a una carrera desesperada por los pasillos. Harry tropezó con el decano Barker. Su mínima esperanza de que éste conservase la extrema rigidez por la que tanto lo detestaban, la apropiada seriedad o fortaleza o autocontrol para dominar la situación, para pensar por ellos, se derrumbó nada más ver su expresión completamente ida, vulnerable, antes incluso de advertir sus piernas escuálidas al aire, sin pantalones que lo cubriesen de cintura para abajo; aunque, claro, no había nada que cubrir. ―¡L-l-los he visto! ―tartamudeó Harry, interponiéndose en la carrera de un chico mayor―, ¡las he visto! ―no se decidía por el género a emplear. ―¡¿Qué...?! Consiguió atraer la atención de varios muchachos más de diferentes cursos. ―¡Están en el baño! ¡Las he visto en el baño! Se dirigieron hacia allí, el miedo en sus ojos, la intención de rastrear no sólo algo tridimensional sino también una explicación convincente, y, por supuesto, una solución... No hallaron ni lo uno ni lo otro. Devolvieron sus miradas a Harry, que, desbordado, ignoraba cómo explicar la delirante visión. No se le había cruzado por la cabeza en su precipitación la idea de encerrarlas y ahora se lo
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recriminaba. Optó por regresar al pasillo, abriéndose paso entre el resto de eunucos, y explorar metro a metro, cosa que los otros copiaron sin mediar palabra. En su conjunto ―maduró―, parecían organizadas, lo bastante para haber actuado al unísono, tanto como un grupo de manifestantes o ―mejor― soldados de una extraña guerrilla; suponía efectivamente algún tipo de comunicación entre ellas, y altamente desarrollada. Con un cerebro adecuadamente instruido para descifrar aquel sutil lenguaje, tal vez hubiera entendido que aquella suerte de pene agitador de masas había arengado a los suyos con una frase del estilo: «¡Ánimo, por la libertad!», o... «¡Claro!», resolvió Harry, eso buscaban: alejarse de los “tiranos” que los sometían. Debían centrar su búsqueda en el exterior. Muy rápido no podían desplazarse. Aprovechó la ventana más próxima para asegurarse de que no habían alcanzado el jardín. Y, nuevamente, no otorgó crédito al divisar aquellas vergas enrolladas sobre sí mismas, rodando por la pendiente que conducía al lago... Llamó a los demás para compartir aquella estampa, que, sin testigos, lo hubiese convertido en un loco, y se abalanzó liderando la horda estudiantil por las escaleras. No llegaron a tiempo. Los disidentes se hundieron en las aguas ante su perfecta impotencia. Harry los imaginó impulsándose con el escroto, utilizando los testículos de motor fueraborda, serpenteando, ascendiendo para tomar aire por el conducto meato como pequeños cetáceos y volviendo a sumergirse... Algunos estudiantes se zambulleron en la fría oscuridad lacustre. Supo que fallarían en sus pretensiones. Seguramente, aquella mala suerte de separatistas emergerían en algún punto allá, en la rivera opuesta. Y ¿qué había al otro lado del foso sin puente levadizo? Al otro lado había bosque, y, a escasa distancia, el internado para chicas... Mary se rascó las ingles y consultó el mensaje guardado en la memoria del móvil: «Encontraré la manera de llegar ahí. Besos». Su remitente: Clive. ―No veo cómo sin que se enteren los profesores ―declaró susurrando su amiga Claire―, los nuestros o los suyos. Las demás chicas ya dormían y ellas se acurrucaban sigilosamente junto a una de las ventanas. En eso, casualmente, Mary observó un movimiento extraño en el césped...
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Al principio, los tomó por ratones de campo, pero había demasiados y muy concentrados. Un instante después, distinguió claramente qué eran, aunque una parte de su cerebro se negaba a aceptarlo. Boquiabiertas, las dos chicas contemplaron el mayor número de penes que jamás hubiesen podido imaginar plantados allí, erectos, apuntados hacia las ventanas como extrañas flores en un jardín obsceno. Algo se agitó entonces entre sus piernas, y no metafóricamente: bajo el camisón. Asustadas, chillaron y bajaron parcialmente sus braguitas para contribuir a desprenderse de aquel repentino intruso. Por entre sus piernas se deslizó hasta golpear blandamente el suelo una compacta masa de carne. Chillaron más, cuanto pudieron, mientras se apartaban de aquel ser inmundo que reptaba, casi sin percatarse del novedoso vacío en su región pélvica. Alguien encendió una luz, y a esta se sumó otra, y otra, y vieron que el suyo no era el único ejemplo: el pasillo estaba repleto de aquellas cosas de boca húmeda, similares a vainas, que, antiestética pero decididamente, avanzaban tal que orugas o babosas hacia la puerta sobre un rastro de flujo. «¡No tengo polla! ―se repetía Harry insistentemente―, ¡no tengo polla, no tengo polla!», y miraba al lugar donde había estado aquel apéndice toda su vida mientras los enfermeros aupaban la camilla y lo introducían con presteza en la ambulancia. Le había quitado las ganas de mear el susto, pero regresaban multiplicadas traidoramente, careciendo de lo imprescindible para desahogarlas. «¡Ahora no hay nada ahí, nada; ¿cómo es posible?!», continuó exclamándose sin desviar su mirada atónita del inexistente bulto bajo la tela rayada de un pijama que se hundía donde debiera abombarse ligeramente. «¿Cómo?», mientras cerraban las puertas y el camillero preparaba una mascarilla, señalándole al conductor que arrancase... Todo esto perdió consistencia en lo que podríamos denominar un relevo de percepciones. La mente se resituaba, y Harry empezó a darse cuenta. «¡Joder, qué pesadilla!», soltó para sus adentros al tiempo que despegaba los párpados. Se restregó los ojos hasta liberarlos de esa cortinilla que los emborrona tras dormir unas horas. Encontró que las impolutas sábanas recibían más iluminación de la acostumbrada y observó después una habitación individual... La distinguió rápidamente de la enfermería del colegio, aunque
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logró engañarse durante unos segundos, incitándose a creer que su ingreso lo habría ocasionado algún accidente irrelevante. Su esperanza la destruyó el tubo de una sonda. Asomaba por debajo de aquella sábana que lo cubría, terminando en una bolsa de plástico semianegada de líquido ensangrentado. Descorrió esa tela blanca ansiando alternativas a la inminente comprobación. Y lloró al corroborar que no había sido un sueño. Una enfermera en calculada patrulla se acercó para interesarse por su estado y averiguar su nombre antes de avisar al médico. Al no dar a basto, los habían repartido por diferentes hospitales y le había tocado una habitación entera en aquel. Rechazó hablar con sus padres mediante conferencia telefónica. Lo estudiaron diversos doctores, calibrando un psicólogo su grado de desesperación, el porcentaje de probabilidades que determinaría su salto por una ventana, las consecuentes medidas a tomar para impedirlo. Trataron de levantar su ánimo vertiendo al aire proyectos para reconstruir la zona, procurando no enfatizar demasiado el tono esperanzador del discurso, empeñándose en que comiera e invitándolo finalmente a una pastilla ―«un sedante suave», informaron, para ayudarlo a descansar― en sustitución del postre que se negaba a ingerir. Acordó con la enfermera que se la tomaría a cambio de permitirle mantener encendida la luz. Simuló tragarla y desaparecieron moderadamente satisfechos (de todas formas, se trataba de una primera planta); luego la escupió, enjuagándose la boca para arrastrar el sabor y los efectos químicos de la capa superficial que no había evitado se diluyese en la saliva. A pesar de todo, necesitaba analizar fríamente aquella situación. Y se quedó mirando al techo, con intención de abandonarse, preguntándose si acabaría por adherirse al transcurso del tiempo en aceptación de las carencias que lo esperaban, del juego a que lo inducirían las cartas sobrantes, o si preferiría romper la condenada baraja llegado el momento. Inmerso en esa dejadez defensiva, elucubró sobre lo inaudito del asunto, sobre las razones (biológicas o de cualquier otro tipo) y sobre el paradero de aquel trozo de carne renegado cuya recuperación se le antojaba cada vez menos factible (imaginó, sin la risa que lo hubiera asaltado en falta de implicación, la cara de los policías que se viesen obligados a emitir una hipotética orden de búsqueda y captura). ¿De veras aquello podía ser producto de la represión, de la disciplina típicamente inglesa a que los
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sometían en el internado...? Por algún sorprendente medio, aquella parte de sí mismos se había disociado, y lo había hecho limpiamente, como se dividen las células a un nivel inferior. ¿A qué se debía tan inesperada reacción orgánica?: ¿tal vez habían sido expuestos a alguna sustancia?, ¿habían sido sin ellos saberlo cobayas de algún experimento clandestino?, por proponer una teoría, ¿o se trataba de la conclusión en un proceso evolutivo al cual estaban abocados...? El comportamiento de aquellos nuevos entes sugería estrategia: signos de inteligencia tal vez heredados de sus anfitriones... Una pesadilla u otro engaño de su mente no parecía. Pero, bien se tratase de una rebelión física o de magia provocada por alguna suerte de aprendiz tocayo, de apellido Potter, desde un colegio como el de esos libros para jóvenes que lindara con el suyo a través de una dimensión paralela, lo único que verdaderamente importaba era aceptarlo, porque los efectos persistían sobre las razones y su otra alternativa residía en la locura. En esas, creyó distinguir un hormigueo extendido por todo el cuerpo que no juzgó correspondiente a la operación provisional de su entrepierna... Y lo asaltó una idea espantosa, que superaba incluso lo acontecido aquella fatídica noche: ¿y si no hubiese sido más que la punta del iceberg?, ¿y si el resto de sus miembros ―es más: sus órganos internos― seguía aquel ejemplo secesionista...? De pronto, sintió como si algo fraguara en su interior, como si, valiéndose de un sigilo microscópico, lenta, desapercibidamente, una conspiración se hubiese planificado desde las entrañas a lo largo y ancho de cada rincón oculto, inaccesible bajo la piel. Tal vez sus riñones discutían en la oscuridad húmeda, entre murmullos maquinadores, y tal vez, si lo adornase la capacidad requerida, podría entender las palabras que uno le diría al otro... De hecho, le vino a la cabeza en ese instante una frase a modo de clara intuición: ―Jordi, a por la independencia... ¿Por qué no iban a lucir nombres propios dadas las circunstancias? Sin embargo, aquel no sonaba inglés, más apropiado a priori... ¡Bah, tonterías!: seguro que improvisaba aquellos delirios, que generaba una paranoia indudablemente fruto del trauma. No obstante, procuró mantenerse en guardia. Y esperó. Esperó...
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Tardó incluso menos de lo previsto por la enfermera en ganar un sopor al que ya no lo induciría aquel sedante. Allí tendido, contempló atemorizado cómo empezaban a movérsele tímidamente los brazos, sin que les hubiese enviado orden alguna para sacarlos de su quietud... Lo invadía la impresión (como alguna vez antes) de estar atrapado en un sólido duermevela. Quiso accionar el interruptor de la alarma, sin control sobre sus funciones motrices... Quiso gritarle a la enfermera: por su garganta ascendía un alarido que se ahogó entre los dientes, porque era posible que un área de su cerebro también se rebelase... La piel comenzó a dividirse en determinados puntos, en las junturas de las articulaciones, a la altura de los hombros y las ingles, aunque notaba esa misma división por debajo, casi totalmente avanzada, con lo que interpretaba la superficial como un último paso de un elaborado proceso. Lo hacía limpiamente, cerrándose sobre cada muñón como si adoptara la maleabilidad de la plastilina... Reanudaba continuamente sus intentos de pedir auxilio, en vano: ya no solamente se había vuelto incapaz de gritar sino de renovar el aire... Descubrió que no necesitaba ni inspirar ni expirar, y que el corazón no latía con el esperado frenesí... En cuestión de minutos, los brazos quedaron libres, separados del tronco, doblándose a ambos lados con vida propia, ante el horror de su parálisis; después, las piernas, alejándose un trecho, como experimentando su recién adquirida autonomía... Se soltó el catéter, tal que si lo hubieran expulsado mientras cicatrizaba la hendidura urgentemente efectuada. Y sentía una nueva escisión gestándose en el cuello... Las manos también iniciaron su desgajamiento de los antebrazos, y los pies de las espinillas, y supo que ese únicamente era el límite actual de una división ilimitada... Se maravilló al adivinar cómo habrían ido evolucionando internamente las distintas partes, desarrollando su propio organismo, que quizá también se dividiese... Lo fascinó todo aquel ímpetu, el arrojo que necesitaban para salir a las calles (porque a eso apuntaban), indefensas ante el ataque de un vulgar perrito faldero. Lo fascinó tanto como le pareció inútil. Seguramente, cada una de ellas se habría bautizado con un nombre propio que defendería hasta la muerte... Y Harry ya nunca más fue Harry.
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HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE
Tema: «Pero no me ignores».
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Claudia tenía nombre de modelo y lo parecía: sus operaciones había costado. Un despampanante ángel californiano sin corazón. Bill tenía nombre de factura y un aspecto tirando a vulgar; había pasado buena parte de su vida estudiando para médico, desviándose al campo de la cirugía plástica, disciplina apreciablemente más sencilla y agradecida en el ámbito económico, algo muy importante en su sociedad. Un hombre sin un carácter auténticamente desarrollado. Ambos mecidos en la cuna del podrido sueño americano, eran tal para cual: ella, educada en el culto a la imagen, conocidas y desarrolladas sus armas femeninas, con intención de chulear a un marido del que vivir fácilmente a cambio del único mérito de su belleza; él, reducido a una cuenta bancaria, insatisfecho con su dinero y dispuesto a pagar el precio, hasta el último centavo, por suplir en el matrimonio sus carencias. Ahí estuvo el fallo: uno lo dio todo; el otro lo tomó. Nadie tan peligroso como quien siente que no le queda nada por perder... Ninguna advertencia sirvió antes del desenlace para un hombre que se había tomado realmente en serio sus votos frente al altar. Los más allegados trataron de evitarlo, pero aquél mantuvo su fe a toda costa; lo consideraba justo, un deber que, devastadoramente, no veía correspondido mientras se hundía la embarcación. La otra variable de esta ecuación arrasó efectivamente con todo cuanto alimentaba a su desmedida codicia, ante la destrozada efigie de un cónyuge demasiado absorto para reaccionar. No reaccionó cuando empezó a notar la actitud distante de su ídolo, no quiso reaccionar cuando se dio cuenta de que éste ni siquiera lo miraba directamente a los ojos y hablaba lo mínimo imprescindible; por contra, prefirió pensar que, de existir algún problema entre ellos, se debía a su torpeza, y procuró tornarse más complaciente aún. Hacia el final, ella lo
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esquivaba de tal modo que sentía vivir en una casa vacía ―una casa, por cierto, enorme―, incluso las últimas veces pernoctadas juntos. Suplicó incansablemente, «pídeme lo que sea, cualquier cosa, insúltame si quieres, pero no me ignores; por favor, Claudia, no me ignores...» Todo, se lo llevó todo excepto su miserable vida y su desmotivadora profesión, las cuales no reharía, porque su devoción lo había agotado y desprovisto de amigos. Ahora ella despertaba. Lentamente, se desentumecieron los músculos largamente sedados. Había sufrido una pesadilla en la cual su ex-marido le destrozaba la cara, aquella preciosa cara, con un arsenal de espeluznantes instrumentos quirúrgicos; notaba como tras un recurrente sueño aquel frío destello plateado sobre sus ojos, cortándola una y otra vez, rabiosamente, hasta convertir sus perfectos rasgos en un amasijo sangriento, una única herida chorreante sobre el respaldo de una camilla... Se horrorizó al descubrir que justamente se hallaba en una habitación de la desatendida clínica de Bill. Su rostro estaba vendado. Sus manos temblaron incontroladamente al tocarlo. Se incorporó como pudo, trastabillando, apoyándose sobre la mesita, cuya lámpara casi volcó, pasando desapercibida una nota con su nombre que, evidentemente, no leería en aquel instante. Buscaba un espejo, que no tardó en localizar. Y no la tranquilizó comprobar que el vendaje no se mostraba teñido de rojo. Se aproximó a su reflejo estremecida, rodeando aparatosamente la cama, con el corazón que dudaba poseer ―que no recordaba haber distinguido nunca bajo el par de siliconados pechos― indicándole su presencia como jamás en su vida. Extremadamente nerviosa, desenvolvió la venganza que sin duda él habría ejecutado allí, aunque unos meses antes no lo hubiera juzgado ni por asomo con valor suficiente para cometer semejante atrocidad... Advirtió su cabello radicalmente tajado, el rubio angelical ennegrecido. Y empezaron a asomar facciones. Irreconocibles... No encontrar lo que esperaba no disminuyó su espanto. Su cara se había transformado en otra cara... Acabó por reconocer en ella los rasgos del vengador, grotescamente reproducidos sobre un cuerpo de mujer: era la estúpida mueca de Bill lo que se le presentaba al otro lado, era Bill quien la miraba directamente a los ojos desde el cristal... Y esa vez no podía desviar su mirada.
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En la nota sin leer todavía, había escrito: Esto es para que me recuerdes, para que me tengas presente, para que estemos siempre juntos, «hasta que la muerte nos separe».
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DIVINA SIMBIOSIS
Tema: «Derechos y deberes».
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El enrejado en las ventanas de aquel local sesgaba un azul exterior producido al avance de la madrugada. Éste marcaba el fin de otra noche perdida. Dentro, abrigado aún por las sombras, pude observar un farolillo rojo cerca de su cabeza, en contraposición a los colores paulatinamente enfriados de la calle. De algún modo ―simplemente casual y estético―, señalizaba el hallazgo. Fue como dar con una extraña flor en medio de un campo inmenso, una flor que no debía abandonar ahí para futuras contemplaciones, porque, si no la arrancaba yo, alguien lo haría. Eliminé la distancia que nos separaba y la abordé, envalentonado por el alcohol acumulado en continua ingesta, soltándole alguno de los muchos tópicos, no recuerdo bien cuál. Ella respondió usando una mirada de total desapego, esbozando luego una sonrisa cuyo aspecto de burla consiguió algo más que ofenderme: consiguió que me sintiera ridículo. Aquellos ojos, sin duda acostumbrados a innumerables entradas similares, me volvieron más patoso ante los propios y ajenos, multiplicaron mi inseguridad y acentuaron la sensación de derrota en que derivaba aquella última oportunidad. «Zorra», me surgió espontáneamente. Y decidí resarcirme agarrándola por la cintura, atrayéndola hacia mí vigorosamente, pegando sus ingles a las mías y empujando inmediatamente mis labios contra los suyos, con tal ímpetu que se arqueó su espalda. Aunque borracho, aparentaba estar sobrio y procuré ser consecuente con la imagen ofrecida, conteniendo el nerviosismo que mi osadía despertaba al desarrollo incierto de la situación. No reaccionó violentamente, no mostró indignación y ni siquiera se echó la manga a la boca para secarse rápidamente la saliva. Me miró unos segundos, como paralizada, mientras yo giraba para regresar a mi asiento, fingiendo cuanta seguridad podía. Instantes después, cogió su chaqueta y
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salió de allí. Pero antes se detuvo frente a mí, mirándome de aquella forma, sin temores, sin rencor. La saliva, aún húmeda, permanecía en sus labios, delatándola un reflejo al ponérseme delante. Lo interpreté como una incitación descarada, a pesar de mi incredulidad (demasiado bueno para sucederme a mí precisamente). La seguí hasta unos contenedores en las inmediaciones del local. Me la tiré allí mismo, de pie contra el borde plástico del más próximo. Y digo «me la tiré» y no «lo hicimos», por ejemplo, porque aquello fue básicamente cosa mía, aunque ella pareciera disfrutar con las ansiosas embestidas de tanto deseo atrasado. Iniciamos una relación explícitamente sexual. Le gustaba sentirse dominada, y, puesto que recibía con desagrado mis ocasionales gestos de dulzura, me dediqué sencillamente a disfrutar de su cuerpo. Había sufrido tanta abstinencia que me maravilló al principio. Sin embargo, a ella no le resultaba suficiente... La convencí para trasladarse a mi apartamento. Una mañana me la encontré desnuda en la cama con las piernas abiertas de par en par bajo un vecino del edificio, su polla entrando y saliendo a sus anchas de aquella vagina que creía de mi propiedad, como el espacio donde se alojaba o los muebles. Tenía las muñecas atadas al cabecero pero ninguna actitud que me ayudase a pensar estaba siendo víctima de una violación. Desquicié. A él le propiné una paliza que lo indujo a mudarse. Mi reacción hacia ella fue más ambigua, por haberme desahogado en parte y, sobre todo, porque me consideraba culpable de autoengaño: la tensé del cabello y la abofeteé con fuerza, la desaté y arrojé al suelo, obligándola a arrodillarse; grité: ―¡¿Te gusta la autoridad?, ¿te gusta?, puta! ¡Pues vas a probarla...! ―y me bajé los pantalones para metérsela aún algo fláccida en la boca mientras tiraba de su pelo abruptamente―. ¡Y ni se te ocurra morder si no quieres acabar como tu amigo! Ya endurecida, se la introduje lo más adentro posible, incluso asfixiándola un poco. Y, cuando decidí terminar, desdeñoso, la aparté bruscamente a un lado y golpeó accidentalmente su cabeza contra el somier, aterrizando de costado sobre el parquet brillante. ―¿Quieres que te dominen? Pues yo seré tu amo. Y, si no, vete y no vuelvas... Contra todo pronóstico, se quedó.
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Me encargué de mantener activo su interés surtiéndome de juguetes con que amenizar aquel masoquismo. En el fondo no la comprendía, tomando sus inclinaciones por un simple vicio del que yo me aprovechaba. Era fantástico disponer de alguien que se prestaba por completo a mi voluntad: sacié mis propias apetencias, las sexuales, almacenadas durante años de frustración. En cambio, ella no parecía mudar nunca su actitud, demostrándome aquel estatismo una claridad inquietante en lo referente a qué buscaba. Dormía tan bien junto a su amo... La razón yacía en que lo suyo iba más allá del vicio: mi extraña flor tenía perfectamente asumido un papel, un modo de vida. La llevé en una ocasión a un restaurante, con la soterrada intención de aparentar ser una pareja común, sin olvidar ―por supuesto― aquella pose autoritaria que tanto la atraía. Debió intuirlo, porque se atrevió a mirarme directamente a los ojos, por vez primera desde mucho tiempo atrás. Ordené que rectificase únicamente por desviarla del hecho de que me apetecía romper el pacto no escrito que me otorgaba a mí el rol de amo y a ella el de esclava. Pero la orden verbal no bastó. Se me ocurrió poner su plato en el suelo y la conminé arrodillarse, a ingerir sin valerse de manos ni cubiertos... Y obedeció, sin inmutarse, ciegamente, bajo la perpleja atención del público y de mí mismo, antes de que se presentara el encargado. Entonces lo comprendí del todo. Aquella partitura asumida de obediencia la alejaba de cualquier responsabilidad, la exoneraba de asumir decisiones y por tanto la liberaba de dudas, de posibles inseguridades al amparo de un gobernante no excesivamente dañino: yo era su dios. Desarrollé otra fantasía: sentí curiosidad por vestir su piel, por interpretar al abnegado creyente. Me atreví a proponérselo, disimulando mi petición con el habitual tono de mando. Dudó. «Pégame», le dije. Tras insistir, me atizó desconcertada un par de veces, subyugada sólo por el revestimiento aguerrido de mi voz al elevarla. Tomó uno de los consoladores doblegándose nuevamente a mi voluntad. Yo deseaba que me penetrase, empujando aquello hasta lo más hondo de mí; quería notarlo dentro, quebrando la rigidez de mi papel dominante, de mi propia masculinidad: permitirme arrastrar, entregándome totalmente a sus manos. Lo estimé justo en una relación que pretendí equitativa. Pero aquella no era una relación equitativa. Su falta de convicción me dejó a medias. Esa noche desapareció. No la he vuelto a ver.
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Siempre quise una pareja normal. Ahora soy un perro en busca de amo. Tal vez no debí arrancar aquella flor.
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PUTAS
Tema: «La rutina».
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Desde la cama, oyó el resorte en acción por la llave y después el interruptor, la puerta al cerrarse, los tacones que accedían al interior de la casa repiqueteando sobre una nueva superficie, proyectando su sonido desde el parquet hasta las paredes, el techo, diverso mobiliario, que lo cobijaban, que no sólo perdonaban la ruptura del silencio estanco sino que la agradecían profundamente; él la agradecía. Aquella madrugada lo había cogido despierto, como las primeras veces, cuando esperaba desvelado por la excitación que le producía el acercamiento entre ambos ―dos prácticos desconocidos―, la realización de la fantasía; la irrupción diaria de otro ser humano en su vida, aunque tan sólo fuese durante unos breves instantes. Luego, crecida la confianza, afianzada la costumbre, ya se lo encontraba ella frecuentemente dormido y procedía según el trato: se situaba junto a su cuerpo tendido y se deslizaba bajo las sábanas, suavemente, procurando no despertarlo, para bajarle el pantalón, los labios a la altura del sexo, atrapándoselo a continuación con ellos, atrayéndolo hacia el interior de la boca, abarcándolo entero en su habitual dimensión de relajo, humedeciéndolo lánguidamente y succionando mientras se dilataba dentro hasta llenársela, así hasta eyacular, hasta desvanecerse el último espasmo sin que ―a ser posible― una gota quedase fuera, dando entonces por concluida la felación. Otras veces, aprovechaban la erección matutina, aunque agradaba más que lo sorprendiese arrebujado en la inconsciencia, que su lengua, el acogedor hogar de su boca, sus manos y la presencia intuida del resto de su cuerpo se colase en el terreno onírico e ir saliendo de él con la sensación de que un sueño se hace realidad; aquella era sin duda la mejor forma de despertar que podía ocurrírsele. Y eventualmente ―cuanto más lo disfrutaba―, se sentía en cierto grado
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culpable, inmerecidamente privilegiado, egoísta por no devolverle el favor de idéntica manera, por creer que no la pagaba bastante bien. Perdió el rastro de sus zapatos en el cuarto de baño, al desprenderse de ellos. La ducha comenzó a bisbisear e, inmediatamente, a purgar los secretos de aquel cuerpo desnudo... Pasaba la noche de mano en mano, permitiendo que desconocidos de fisonomía y psicología muy variada la sobasen, la babeasen, la penetrasen, marcándola sus secreciones cutáneas, sus fluidos, como la orina de un perro un trozo de territorio. Regresaba con el olor a otros hombres impregnado en la piel, y por eso le pedía que se duchara antes de acostarse a su lado. La compadecía. Últimamente, obraba esfuerzos considerables por meterse en su pellejo, por entrever el detalle de su más íntima experiencia para comprender cómo se sentía en realidad: tal vez la hubiera inmunizado el transcurso del tiempo, unificando vivencias particulares en una inconcreta, nebulosa y más fácil de digerir, o quizá se ayudaba de alguna droga para atenuar esa supuesta percepción inmunda. Se preguntaba si acaso él mismo la desagradaba, y si estaba a gusto con aquel trato, si le podría parecer humillante incluso. Alguna vez ―sobre todo al principio―, no había ido a dormir allí, y especulaba sobre si debía tomarlo o no por un factor indicativo de su interés... Había cesado la llovizna sobre el plato de la ducha mientras pensaba estas cosas y ella terminaba ya de secarse en lo posible el cabello con la toalla... No estaba excitado, y tampoco le apetecía estarlo. El contorno femenino reanimó la habitación sombría, amenazada por el albor, y lo observó avanzar recreándose en su volumen, en aquel espacio ocupado por otra persona, que latía, que respiraba cerca de él, que albergaba un mundo de recuerdos únicos desconocido, de aspiraciones que podían coincidir ―¿por qué no fantasear ligeramente?― con las suyas, cualesquiera que fuesen... Serpenteó bajo la manta, gateando sobre el colchón, resuelta a cumplir su parte. Él la rechazó delicadamente. Luego, contrariada, la mujer se echó a su lado, mirando al techo, y se volteó. El deseo había cambiado, otra vez. En aquel momento sólo le apetecía gastar los minutos anteriores al inevitable enfrentamiento con la rutina laboral pegándose al cuerpo de ella, rodeándolo con su brazo en un simple gesto que sin embargo se le hacía cuesta arriba, que quizás implicaba demasiado y que, por supuesto, no habían estipulado previamente. Lo cierto
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es que le daba más pudor que lo planteado hasta entonces. Se había atrevido a especificar, punto por punto, su objetivos sexuales y ahora le costaba solicitar un mero arrumaco... Pronto llegaría el fin de semana, otra cláusula inexistente en el contrato oral. Coincidían, como en una versión para mayores de dieciocho años de la película Lady Halcón, al amanecer, sobre una vaporosa frontera entre dos mundos, imposibilitados por sus respectivos horarios y la inicial desconfianza, aún mantenida, nunca alcanzando a dormir juntos... Se levantó, como siempre, a desgana, la mente más resignada que el cuerpo (éste no se deja engañar tan fácilmente), deseando pedirle se quedase aquel próximo sábado, aunque fuera por una vez; sabiendo que no lo haría por miedo a ahuyentarla. Había cosas mucho más íntimas que el sexo. Salió por el otro lado de la cama, cediéndole su hueco, tomando la ropa ya preparada sobre una silla, y lo espió dirigirse al cuarto de baño. Notaba las sábanas calientes; se envolvió con ellas hasta la barbilla, sellando cualquier reducto por donde pudiera colarse el aire frío. Se preguntó nuevamente si su reacción había sido puntual o sugería un retroceso en lo acordado; tal vez se había cansado ―de la fantasía o de su presencia― y deseaba echarse atrás. Ella, por su parte, meditándolo, había decidido que se encontraba a gusto, hasta llegaba a considerar que el intercambio la beneficiaba: cierto que la casa no era lujosa precisamente, pero él la ponía a su entera disposición durante el día, sin exigir siquiera una participación simbólica en el pago de un alquiler o recibos, y eso mejoraba siempre la alternativa de dormir en albergues o pensiones de mala muerte. Apreciaba sinceramente la confianza requerida para otorgar una copia de la llave que guarda tu hogar a alguien de quien apenas sabes nada. Bajo una capa de soterradas emociones, la conmovía. Oía de nuevo el agua regando un cuerpo, esta vez a distancia... Se dio cuenta de que ni las primeras veces ―con el sexo ordinario, de penetración y demás― lo había visto desnudo, camuflado entre sombras, y tampoco creía que tuviese razones para esconderse: el tipo, sin ser especialmente fotogénico, no la desagradaba en absoluto, sobre todo a medida que acumulaban roce. Quizás algún comportamiento en ella, dado el carácter aparentemente sensible de él, no habría ayudado a desmontar una hipotética falta de autoestima: ocasionales noches tras la primera del pacto, recordaba,
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aún se había quedado a dormir en la habitación pagada por algún cliente, por inercia pero también muy probablemente por miedo a acostumbrarse. Ahora, en efecto, parecía haberle cogido apego a la extraña rutina; la hacía sentir a ratos que se aproximaba a lo que se espera de una vida normal, sin duda más de cuanto una puta de tercera fila pudiera ansiar, y posiblemente albergaba, bien oculto, hasta un principio de cariño. Volvía a preguntarse si no la despreciaría por aquello a lo que se dedicaba. Había observado por ejemplo que cada vez, consumado el acto, mantenía invariable un alejamiento prudencial, aún yaciendo juntos en la misma cama noche tras noche. Ella, estúpidamente, había alcanzado a pensar que no le importaría que la rodease con su brazo, como hacen las parejas. Sin embargo, en seguida se levantaba para cumplir con sus obligaciones. Luego, rápidamente, llegaba el fin de semana e interrumpían contacto hasta el lunes. Así se había fijado la relación. Suponía que aquellos dos días los dedicaba a recuperarse del esfuerzo semanal durmiendo sin interrupción o practicando una mínima vida social, inviable en días laborales. Aunque no imaginaba a aquel hombre de triste mirada ―tal vez de ojos cansados simplemente― con vida social. Esto, este distanciamiento semanal, la convencía para no cebar mayores ilusiones. Durante aquel tiempo en la casa, inevitablemente, había fisgado por armarios y cajones ―con sumo respeto, no obstante, y cuidándose de recolocarlo todo perfectamente una vez concluida cada inspección―, llevando un poco más allá del aburrimiento su interés por conocer a aquel tipo. Había averiguado algunas cosas a través de retratos, papeles, etcétera, y el resto lo completaba su imaginación: trabajaba como un cabrón para costearse una vida miserable, en algo que aborrecía, doblegándose a las órdenes de un jefe que detestaba, que le chuleaba el sueldo de múltiples horas extra, y la mayor parte de ese sueldo se veía obligado a destinarla a la pensión alimenticia de un vástago apartado de su lado y una mujer que, antes de arruinarlo económicamente, lo habría arruinado emocionalmente. Se levantaba demasiado pronto, siempre de noche aún, y regresaba también de noche, cuando ella se había marchado ya. Seguro que apreciaba tanto que lo despertase de aquella manera para vivir alguna alegría de las que debía andar muy carente, para enfrentarse al nuevo día de una serie interminable, solo, a pesar de cualquier acompañamiento (reconocía estos sentimientos como suyos y era consciente de proyectarlos sobre él), y, quizás, su
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repetición de aquello, por grato que fuese, había degenerado en otra rutina. Ignoraba si él podía empatizar con ella, pero no creía que hubiese gran diferencia entre ambos. Lo compadecía. Desde la cama, oyó el taconeo de sus zapatos, la manilla al abrirse la puerta; luego, el interruptor apagando la luz, su calzado accediendo al exterior, donde sonaba distinto, y el portazo, el eco en disminución de aquellos pasos perdiéndose en la madrugada, devolviéndola al silencio de sí misma.
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TANGIBILIDAD
Muy del gusto de los poetas que lo escucharon. Tema: ídem.
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Nos exploramos como dos niños jugando, con curiosidad, sin complejos, inocentes, desprovistos de cualquier ínfimo atisbo de culpabilidad, y me siento tan libre a tu lado... Acaricio tu cuerpo enjuto no sólo con mis manos sino con mis brazos, mi cara, mi pecho, mis piernas...; me revuelco en ti, esmerándome en cartografiar hasta el último milímetro cuadrado de piel, tratando de aprehenderla, de apurar al máximo ese momento. Te huelo, te saboreo y te escucho, te estudio a través de mis ojos, fotografiando tu color, recreándome en cada detalle, por insignificante que parezca ―y ninguno me lo parece―, para que mis sentidos lo graben todo en un recuerdo imborrable... Te siento tanto, tan íntima, profundamente... Entonces algo me arrastra; yo me concentro en aferrarte, condensando instintivamente mi pensamiento para evitar que te desvanezcas, aunque en el fondo sé lo inevitable de una pérdida que otra vez me niego inútilmente a aceptar. Y este conocimiento se consolida, destruyéndote como una voluta de humo. Y despierto en un cuarto grisáceo, silencioso, sin olor definido por la costumbre, con mis manos vacías de ti y amargura en el paladar, junto al hueco de la cama que nunca has llenado. A veces, me gustaría tener pesadillas.
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INVISIBLE
Alguna vez me han criticado por interesarme ciertos temas, tachándome de crédulo sólo por abrirme a ellos; también, claro, por leer publicaciones poco rigurosas como AÑO/CERO o ENIGMAS. Yo siempre las he defendido porque opino que contribuyen a estimular la imaginación. Y porque me proporcionan abundante material. Este es un pequeño ejemplo. Tema: «La materia».
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Un día Nico, tras salir del escusado de la cafetería donde se hallaban él y un grupo de amistades, tras regresar a la mesa donde se reunían y acomodarse en su asiento, quiso participar activamente de la conversación que discurría, sólo para comprobar que nadie le hacía ni puñetero caso. Elevó su voz por si había pasado desapercibida entre las demás, llegó a gritar, agitó los brazos, pero no recibió por parte de sus amigos la más ínfima respuesta. Sorprendido, observó el desarrollo de la escena como si no estuviera presente. Hasta que alguien reparó en que ya había vuelto. Otro día, esta experiencia se repitió. Fue más lejos tratando de llamar la atención y recurrió al contacto físico: pretendió agarrar del brazo a la persona que lo acompañaba, para sentir un profundo sobresalto cuando vio claramente cómo su mano le atravesaba la ropa... No podía creerlo. Era demasiado fantástico. Se cohibió de tocar alguna otra cosa en medio de una parálisis provocada por el temor a confirmar aquello. Se animó a tomarlo por un error perceptivo, y casual... Pero nuevamente se repitió. Durante un período más o menos breve, desaparecía a ojos de cualquiera situado en derredor suyo: no podían verlo ni oírlo ni tocarlo. Él, simplemente, se quedaba quieto intentando evitar la idea de hundirse gradualmente en el suelo por su incorporeidad, temiendo que sólo pensarlo contribuyese a ello. Solicitó una consulta en el centro de salud porque no se le ocurría nada mejor, anticipándose a la reacción de su médico, y se sintió tan estúpido como había supuesto frente a aquel funcionario de la Seguridad Social, quien lo convenció para pedir cita con un psiquiatra, también por el seguro... Al parecer, había muchos más zumbados en lista de espera, porque le tocó aguardar un mes completo.
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En ese tiempo sufrió la experiencia un par de veces. Procuró adaptarse a ella y controlar su miedo. Tarea difícil. Le explicó al psiquiatra su caso, su preocupación. Éste rebajó la importancia de padecer una enfermedad mental. Hubo un instante en que se interrumpió para atender una llamada y, tras colgar, embobado, empezó a otear alrededor. Entonces supo que aquel capullo no lo veía. Para cerciorarse, levantó el trasero de la silla, rodeó el escritorio (ni le gustaba ni había cogido costumbre de atravesar objetos) y se acercó a su oreja: «¡Búh!», gritó, y no obtuvo la más mínima reacción por su parte. Nico se marchó caminando tranquilamente mientras aquél seguía buscando. Quizás aún lo haga. O ―más probable― se habrá quedado con la hipótesis de que su paciente huyó velozmente para incitarlo a creer que desaparecía en lo poco que le llevó despachar a su interlocutor. Aquellos episodios continuaron. Y hubiese empezado a habituarse a ellos de no ser porque cada vez duraban más. ¿Y si llegase al punto de quedar atrapado en aquella dimensión de virtual inexistencia...? Una tarde, ojeando revistas en un establecimiento, descubrió un titular interesante en una sobre ovnis y similar temática, e información útil entre sus páginas para entender qué le sucedía. «Electrones» era la palabra más repetida a lo largo del artículo. No le encontró mucha utilidad a efectos prácticos, pero le encantó que al menos alguien fuese capaz de plantear explicaciones alternativas y coherentes a tan extraño fenómeno. Pensó escribir a la revista, continuar buscando ayuda, mas lo ahuyentaba la posibilidad de convertirse en un número circense, o en una cobaya para los científicos, que ―estaba convencido― tendrían tanta idea de resolver aquello como su médico de cabecera o su psiquiatra. Luego lo reconsideró, con intención de establecer contactos, por si aquello mismo le sucedía a alguien más. Varios contestaron. Y los remitentes que no despertaban sus recelos por antojársele exacerbadamente frikis o lunáticos no coincidían en el cuadro sintomatológico. Transcurrieron meses, y dicho fenómeno pareció estabilizarse dentro de unos márgenes, no sobrepasando cierto límite temporal. Lo consoló. Sin embargo, restaba la impotencia y la soledad cada vez que una impredecible causa lo obligaba a pasar por ello. Una noche de invierno le sobrevino en unos grandes almacenes. Ya le extrañaba que ninguno de los dependientes y dependientas se acercase y, sin
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un entretenimiento preferible, siguió curioseando; al menos no irían a tocarle las narices con eso de «¿le puedo ayudar en algo?» y él no tendría que cortarse de responder: «¿me puede dar sexo?», en el caso de las chicas, o: «¿se puede ir a la mierda?», en el de los maromos. Más que la ansiada comisión por venta, la intromisión o tratarlo “de usted” ―que también―, le fastidiaba cuando actuaban así ―daba esa impresión― para incomodarlo, para espantarlo porque debía cruzárseles por la cabeza que planeaba robar... Sí hubiese querido mangarles algo en aquel momento, o sencillamente jugar delante de ellos con el artículo en cuestión, como el hombre invisible ―aunque no inmaterial― de la película, como un telekinético o una fuerza sobrenatural desatada, sólo para reírse de la expresión que exhibirían, arrojándolo luego para contemplar cómo arrastraba sus miradas de besugo. Observó la cantidad de gente que se movía a su alrededor. No pudo evitar que alguno lo atravesase. Era una sensación que no lo agradaba: más que por el tibio cosquilleo (mutuo, a tenor de algún gesto percibido), porque acentuaba su insignificancia y, especialmente, por el riesgo de fundir sus átomos al solidificar, engendrando imposibles híbridos, como asanguíneos siameses condenados a subsistir o a morir instantáneamente en la unión; se cuidaba de esquivar cualquier persona u objeto inanimado, no terminase por ejemplo con una cabeza en forma de viga. Se dirigió a una zona más apartada para aminorar aquel riesgo. Se preguntaba insistentemente si el suyo representaba un caso único. Sentía aquella tremenda soledad... De pronto imaginó que fuese el resto del mundo quien se volvía inmaterial, y tal idea lo complació. Le quitó hierro al asunto bromeando. Se hubiese sacado la polla allí mismo para restregarla contra alguna de las cajeras de no ser porque ―con su mala suerte― seguro que recuperaba la visibilidad (y la materialidad) justo en ese momento, pero un rato después, harto de esperar, se bajó los pantalones delante de un vigilante mientras se contoneaba y gritaba tonterías... Abotonándose la bragueta, fue cayendo en la noción de que una chica se acercaba a él frontalmente. Le dio un vuelco el corazón cuando se detuvo mirándolo directamente a los ojos. Podía verlo y lo había escuchado, a diferencia de todos los demás...
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La chica era guapa. Compartían algo importante. Quizá hubiese modo de intimar con ella. Conversaron sobre su afección; más tarde, sobre sus vidas. En un momento dado la conversación finalizó, regresando el silencio. Antes de despedirse, intercambiaron sus números. Y, aunque ella tenía novio ―el cual ignoraba sus insólitos accesos―, no pudo evitar ilusionarse un poquito. Caminando solo otra tarde, tiempo después, la avistó en la terraza de una cafetería. Le pareció que, mirando distraídamente a su alrededor, encontraba casualmente sus ojos, mas apartó al instante la mirada, como si no lo hubiese visto. Dedujo por ello haberse vuelto invisible... Hasta que un codazo lo sacó de su error. Dirigiéndose a él, estupefacto, la desconocida pidió perdón. Y, decepcionado, concluyó que no basta con ser visible para dejar de sentirse solo.
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NOTA DE SUICIDIO
Tema: «Laberinto envenenado», aunque al tiempo lo motivó una propuesta dirigida a mí personalmente por un colega: hacer algo sobre el suicidio.
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La depositó sobre el lavabo. Le costó hallar aquel pequeño utensilio en los estantes correspondientes de los grandes almacenes donde solía comprar, desapercibido entre la multitud de caros recambios de doble, triple y cuádruple hoja para los modelos anunciados de maquinillas de una u otra marca que prometían afeitados cada vez más rápidos, apurados y cómodos. Rechazaba la idea del cúter, el cuchillo o la navaja de barbero puesto que así había forjado con los numerosos años tal escena. Fue descargando las velas que sujetaba contra el costado, distribuyéndolas a lo largo de la pared. Salió un momento y regresó con más, varias decenas de diverso tamaño en su mayoría provistas de un vasito rojo traslúcido, un recipiente plástico que las mantenía erguidas. Al lado puso los folios, sobre los cuales posó un mechero y la pluma (de las clásicas de verdad, pluma propiamente dicha, fabricada a partir de la de un ave: otro capricho); ésta sí dificultó su localización, en una tienda para coleccionistas, exigiéndole invertir un último pellizco de los ahorros. Se desnudó. Colgó cuidadosamente su ropa en los dos ganchos adhesivos de la puerta y se duchó, tranquilamente, con agua muy caliente, regocijado por contravenir una de las muchas normas impuestas en la convivencia al llenarlo todo de vapor y humedad. Quizás prolongó el disfrute de ese calor por considerar que la temperatura del cuerpo descendería junto con la pérdida de sangre, queriendo prolongar también, cuanto más mejor, el bienestar físico, porque había decidido no vestirse: le parecía apropiado irse del mundo con la desnudez con que había llegado a él. Bajo aquella lluvia controlada, contempló el sumidero, cómo bebía insaciable la espiral de agua. Encajaría el tapón allí: lo disgustaba imaginar
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una parte de sí mismo extraviándose por sucias y lóbregas tuberías mientras restase un hálito de conciencia, mientras no hubiese sobrepasado el punto sin retorno... Abandonó circunstancialmente la bañera y se secó. Comenzó a redistribuir y encender las velas, guiado por motivos tanto estéticos como prácticos, porque ―sumadas a la estufa sobre el dintel― aportarían calor. Tomó las más finas, las desprovistas del vasito, que apenas se sujetaban por sí solas, y las inclinó encendidas boca abajo para derramar una porción de cera con que ayudar a fijarlas verticalmente. Después, encendió la estufa y apagó la luz. La cálida iluminación de las ondeantes llamas lo agradó, abstrayéndolo del familiar espacio, de la repudiada claridad difundida artificialmente y reforzada por los azulejos. Antes de volver a meterse en la bañera, acercó los folios con la pluma y la cuchilla y ajustó el tapón en el desagüe. Luego ya se acomodó dentro... Aunque atenuada, este recipiente conservaba su blancura. ¿Por qué se empeñaban en fabricarlos así? Le fastidiaba que, por norma, junto a lavabos, retretes y bidés, dominase dicho color (o la ausencia de uno, según él lo interpretaba), de una asepsia que revelaba en seguida cada pizca de suciedad, obligando a tratar con ella hasta eliminarla, hasta restituir su uniforme aspecto. A él el blanco le transmitía frío, y se le antojaba pretencioso por inalcanzable la pulcritud que aparentaba perseguir. Respiró hondo, menos agitado internamente de lo que esperaba. Arrastró con el dedo índice, sobre aquella primera página en blanco, la laminilla plateada y la atrapó valiéndose del pulgar... El contacto entre filo y piel incrementó ligeramente su turbación, superior a medida que la decisión tomaba consistencia... Presionó la delicada cuchilla sobre su muñeca tensada, deslizándola a través, suavemente. Y tal acto inició el dibujo de una línea escarlata emborronándose progresivamente, propiciando el cauce de un río calmo al paso del instrumento... De sí mismo, caviló pomposamente, nacía un afluente del río Estigia, el más oculto e importante de la geografía humana... Instaló el utensilio su propio raíl y, mientras lo recorría, notó profundamente excitado el metal, porque notaba a su vez, con la penetración, profanar una norma que iba más allá de la carne, que se adentraba en territorio sacro, rompiendo enquistados tabúes. Esto lo animó a aumentar su presión sobre la herida, segándola de nuevo, casi imitando el movimiento del arco contra las cuerdas de un violín al que un torpe músico
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arranca un chirrido. Se le erizó el vello y tuvo una fuerte erección... El pene se achicaría para regresar a su estado de flaccidez, sobre todo avanzando la disminución del líquido vital, pero le despertó una sonrisa el concepto de recibir empalmado a la muerte. Los cauces se desbordaban: ignoraba de cuánto tiempo dispondría. Depositó el metal usado en la superficie plana de una esquina de la bañera. Tomó la pluma y el grueso de folios acumulados para dar consistencia al primero. ¿Qué escribir? ¿Algo ingenioso quizás...? No había preparado nada, albergando esperanzas de ocurrírsele si acaso con las prisas, como de costumbre. Asimismo, había tantas cosas y tan pocas que decir... Tal vez debía empezar por poner su nombre, como en los exámenes. Mojó aquella pluma en la herida y escribió: Me llamo... Procuró usar buena letra, inclinada hacia delante, como le gustaba, como de chaval había visto en cartas y notas de algunas películas románticas y de aventuras. ¿Qué más...? Aunque su vida le parecía uniforme, sin cambios verdaderamente significativos, un monótono erial, no encontraba forma de resumirla o expresar adecuadamente su postura respecto a ella en aquel instante. Esa era la razón del viaje que emprendía ahora: estaba harto de que no hubiese cambiado, y sabía que, de lograr a aquellas alturas algún éxito, personal o profesional, ya no lo disfrutaría del modo largamente anhelado. Sentía haber gastado las décadas como una planta bajo una campana hermética de cristal opaco, marchitándose, completamente solo, indeleblemente perdido, deambulando sin fin por los corredores del envenenado laberinto cerebral. A veces se preguntaba qué ración de culpa le correspondería por ello. En otra época, había alcanzado a atribuírsela totalmente, pero los demás, las circunstancias, constituyen una variable fundamental y, en su caso, puede que un cúmulo de determinadas circunstancias hubiesen jugado efectivamente en contra: los excesos y defectos paternos, que originaron sus propios excesos y defectos, entre los que destacaba aislarse, entorpecer el desarrollo de una sana habilidad social; los pocos amigos, que desaparecían por el verano de pequeño, que de mayor continuaban desaparecidos o no lo tomaban suficientemente en serio cuando los necesitaba; los malos profesores, la falta de acceso a unos estudios que motivaran... Un mero cálculo de probabilidades vendría a demostrar que, igual que unos nacen condenados a morir en un accidente de tráfico,
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diferente serie de causas empujarán a otros a vagar en solitario por la vida hasta la muerte. Comenzaron a pesarle los folios, por debilidad física o psicosomática, mientras el trasero se le anegaba en mitad del creciente embalse. Se desprendió de todos exceptuando el primero. Se sentía prematuramente viejo, inútil, hastiado. Había sufrido el decoro de aguardar a que sus padres murieran, espera desagradable para ambas facciones: uno, carcomiéndose día a día, luchando con las fuerzas mermadas por abrirse hueco en un mercado artístico más que saturado; los otros, sin entender esa lucha y concluyendo que el hijo en quien habían sembrado tantas esperanzas era un fracaso absoluto, cosa que, voluntaria o involuntariamente, sutil o manifiestamente, se encargaban de recordarle, imparable, desgastadoramente... Resultaba irónico, advirtió entonces, que, con toda la casa para él, no quedaran oportunidad ni ganas de llevarse a alguna mujer, como el par que en su momento, en la madrugada, había colado de puntillas... En fin. El sexo tampoco había supuesto un desahogo, por insuficiente e insípido, por minúsculo el deseo hacia las escasas compañeras de juegos que había conseguido atraer, siempre lejos de ellas, como del resto de especímenes humanos. Se le ocurrió otra estúpida metáfora: que ahora sus venas lloraban las lágrimas que hacía tanto sus ojos no podían llorar... Juzgó ñoña la frase para utilizar en algún escrito, mucho menos en aquel. Empezaba a notar frío, a pesar de la estufa y las velas. Algunos, durante una muerte clínica que devendría en transitoria, decían visualizar los detalles de su entera existencia, hablaban de un túnel y una acogedora luz al final del mismo, una presencia igualmente acogedora de entidades que tomaban por parientes previamente fallecidos, ángeles enviados a recibir sus almas o Dios en persona; y la suerte de cielo que describían: un paisaje hermoso, brillante, cálido, pacífico. Claro que también había escuchado y leído sobre experiencias que, en exclusiva o combinación con el mentado trance, aludían a versiones del infierno, que no pocos pintaban como un lugar desolado, gris, frío, amenazador, de una completa soledad existencial... Él ya había experimentado similar infierno, de modo que no lo temía demasiado y tampoco temía enfrentarse a las miradas de supuestos demonios devolviéndoles la suya propia.
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Había transido por el mundo sin percibir que reparasen en él; las palabras clave eran: soledad, inexistencia... Pero no discernía cómo utilizarlas sin patetismo, y no deseaba suscitar pena. Por cierto, ¿quién lo descubriría allí tumbado, drenado de la vida que optaba repudiar? Quizá el esfuerzo de su puesta en escena lo recompensase un fotógrafo de la policía, a quien tal estampa inspirase para poner cuidado al retratarla, concediéndole valor estético, elevándolo a la categoría de arte... Le echó entre escalofríos un último vistazo a su pene, arrugado, empequeñecido, poco retratable... Sopesó que bastase dejar la nota con su nombre, sin añadir más, compendio perfecto de una vida que había gritado profusamente desde el anonimato. Su corazón no funcionaba correctamente... Seguía sin ver ningún repaso sumario, ninguna película biográfica comprimida en un minúsculo fragmento de tiempo donde se exhibiese cuanto fue, qué decidió y cómo afectaron sus decisiones (así describían el episodio anterior quienes experimentaban esa luz al final del túnel, que algunos pretendían achacar a una reacción por falta de oxígeno en el cerebro; su cerebro moría de sed, pero a él no le sucedía), y tampoco se perfilaba la alternativa de un cielo o un infierno personalizados; sólo oscuridad, una placentera oscuridad en la que deseaba perderse para siempre, aunque pensara que únicamente había algo tan inevitable como la muerte (o más), y era la vida: tal vez regresase a ella, tal vez ―muy probablemente― su conciencia regresara a la carne, en distintas condiciones, sin conservar la identidad pretérita, por fortuna... Sí, su nombre bastaría como resumen de cuanto le apetecía decir. Vaya... Había relajado su brazo en lo que creía un fugaz adormecimiento, como quien cede al sueño contra su voluntad, y habían soltado sus debilitados dedos la hoja de papel, que flotaba sobre el charco rojo, teñida masivamente, diluido su nombre.
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EL HORROR
Lo primero que escribí para la tertulia, por compromiso, ya que entraba de novato y me tocó escoger tema. Más dentro de la reflexión que de la narración, pero mi capacidad para construir relatos estaba aún bastante atrofiada. Tema: «La muerte».
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Dama nocturna, belleza de luto por mí, un ángel en realidad, un ángel de inmensas alas negras que se tornan invisibles, que se fusionan con la dominante oscuridad sólo rota por tan pálida piel, la más pálida (pureza de cromatismos: metáforas de pureza). Cabello asimismo negro, que pende con la longitud y el aplomo de esa paz necesitada insistentemente, que flanquea unos rasgos suaves, finos, equilibrados, protegidos de los estragos que en ellos arrancarían las luces diurnas, donde yo nunca habré de encajar... Soñaba con acabar mis días envuelto en esas alas de densa sombra, fundirme en un abrazo receptivo y absoluto mientras sus ojos, sin atisbo de prejuicio, apagaban los míos al finalizar nuestra íntima y deseada comunión, para no volver. Así imaginaba a la muerte. Así quería imaginarla. (Una representación, por cierto, sospechosamente similar a la de mi primer amor ―ese enamoramiento por antonomasia―, lamentablemente platónico, sito allá en la adolescencia y que, irónicamente, me distrajo del suicidio. Buscamos en la muerte lo que no obtenemos en vida.) Aquella fantasía murió para ceder paso a una idea más realista, más convincente, de su auténtica naturaleza, juzgada con la mayor objetividad. Pensé que, lo mismo que el cuerpo falla y se disgrega, igual sucedería con la mente, pudriéndose sin remisión hasta su renacer, siempre surgiendo de cero, desprovista de continuidad. Aun transitoria, aun sin el disfraz embellecedor, la nada que debía constituir esa muerte me consoló en medio del insalvable desierto que representa para mí mi propia existencia, se dibujó temporalmente sobre ese terreno vastamente árido como una puerta con el letrero SALIDA claramente iluminado, por si lo demás fallaba... Ahora que dispongo una vez más la cuchilla sobre mi muñeca, al límite del aburrimiento, del aborrecimiento, y decidiéndome a tajar el último hilo de esperanza por un
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cambio que no llega ―tantos años me parece que han transcurrido―, otra idea me asalta para tapiar inmisericorde mi único escape: ¿y si tal nada no existe?, ¿y si mi consciencia se prolonga más allá del cuerpo sin interrupciones, si no necesita de él para permanecer activa, indefinidamente...? Me doy cuenta de que no puedo rechazar esa hipótesis, que tan idiota es quien afirma tajante una cosa como la otra, y que lo único seguro lo encarna la incertidumbre... Obligado a vivir, atado a mi consciencia en un plano etéreo por donde quizás me mueva (caso de que el concepto de movimiento forme parte de las leyes de ese plano) con la torpeza de un insecto bajo el agua, o por donde continuaré desplazándome sin alcanzar ningún sitio, sin que se me perciba, más solo aún, más aislado, más incomunicado con el resto del mundo y sin la capacidad siquiera de gritar socorro... La posible revelación me deja paralizado, pero el horror que siento es circunstancial, porque sólo prepara el terreno para algo peor todavía: la desesperación.
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EL RITUAL
Mi segunda aportación a la tertulia y una herramienta con la que quise probar a los tertulianos, saber si serían capaces de encajar cierto tipo de historias, si encajaría yo entre ellos por consiguiente. Finalizada su lectura, se produjo un silencio sepulcral, pero resultó: después, descubrí en un bar que algunos compartían gustos conmigo y simpatizamos. Lovecraft y mi desacuerdo con el final de la película DARKNESS, de Jaume Balagueró, tuvieron mucho que ver. Tema: «La decepción».
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Unos cambian de partido político, otros de religión. Samuel había probado distintos dioses y todos lo habían decepcionado: estamos hechos de materia palpable y necesitamos algo más que promesas. Quien busca suficiente, siempre encuentra, algo... La revelación llegó al principio tímidamente, codificada entre sueños cada vez más intensos, prolongándose en estados de meditación, y pasó finalmente a las tres dimensiones en una visión de impacto irrefutable. Propagó la nueva imbuido de mesiánico apasionamiento, pero con una cautela que el carácter de los mensajes requería: no todos entenderían ni, por consiguiente, aceptarían pagar el precio que los dioses exigen para transmitir su conocimiento y poder... Se consolidó un grupo de adeptos en torno suyo, desertores como él de anteriores creencias, del vacío que no habían logrado llenar, y cuajó definitivamente cuando la revelación que hablaba con su voz trascendió al mundo objetivo, cuando tuvieron oportunidad de compartir una de aquellas visiones, una manifestación colectiva de lo que hasta entonces se limitaba a los labios y escritos de Samuel. Aquella demostración resultó tal que sus nuevas creencias se fortalecieron ya lejos de cualquier duda, borraron el más ínfimo atisbo de inseguridad bajo su supuesto convencimiento (los ojos de un profeta pueden guiar pueblos enteros a la destrucción porque las gentes ven en ellos ese convencimiento del que se contagian, saben que no mienten, aunque no cuestionen la verdad de lo que reflejan, pero ¿hasta qué punto se seguiría al profeta sin el apoyo de ocasionales milagros?). El espectáculo de luces sobre aquel monte los dejó perplejos mientras inhumanas formas se contorneaban grandiosas en los cielos abisales, haciéndolos sentir como diminutos y torpes escarabajos encadenados a la
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gravedad terrestre. Y semejante demostración nada más que por un pequeño derramamiento de sangre, sin víctimas humanas... A los dioses les gusta la sangre. Eso parecía claramente plasmado a lo largo de la historia, en tinta y en tradiciones aún vigentes. La energía liberada por una muerte (su dolor, el miedo y demás emociones que la acompañan, la propia vida escabulléndose del cuerpo) servía para que unos entes habitualmente invisibles adquiriesen consistencia espectral ante un grupo de privilegiados. Así, no habría de extrañar que les pidieran sacrificios. Pero para que se acabaran de mostrar, de cruzar a nuestra dimensión, requerían más sangre, más muerte, más energía. A cambio, prometían una permanencia duradera entre sus fieles y la inauguración de la largamente esperada Nueva Era que mediante Samuel llevaban tiempo anunciando, en la cual ―por descontado― ocuparían puestos relevantes. Samuel recibió sus instrucciones para El Ritual a través de idéntica inspiración mediúmnica que en el resto de escritos, dictándole ellos escrupulosamente los pasos a seguir. Hubo más adelante otra manifestación, tan impresionante como la anterior, y esa vez les dejaron un presente, un objeto sólido, una piedra tallada que deberían emplear en la ceremonia... Los preparativos ya estaban en marcha y aquello afianzó si cabe la seguridad que el discurrir del tiempo siempre corre peligro de minar. Lo mismo se repitió al año siguiente, y al siguiente... a cambio del correspondiente tributo. Aunque Samuel no necesitaba más demostraciones: su única duda gravitaba sobre el aspecto en plenitud del múltiple dios. La información se reducía a imprecisos apuntes que los alejaban de cualquier idea preconcebida... Todo dispuesto por fin. Un lugar incluso más aislado que aquél en que sus deidades solían citarlos. El templo había sido expresamente construido en la zona norte de una abandonada casa a tal propósito elegida: una concavidad en el centro de la cual depositarían las piedras grabadas y nueve pedestales en torno suyo por los que resbalaría el fluido rojo hasta cubrirlas. Samuel, impaciente, volvió a preguntarse por el aspecto de su ramificada divinidad, colosal a tenor de los espectaculares signos mostrados... Se descorrió con estruendo la parte del techo que cubría el
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recinto, una pieza trucada para integrarse en el conjunto de la ruinosa casa sin despertar sospechas. Golpeó el suelo en el exterior con mayor estruendo, deteniéndose al rato los motores de los coches que la arrastraban. Sostuvo su mirada en alto, como contemplando a través de un enorme precipicio inverso, un abismo hacia las estrellas por donde habrían de descender los inmortales a su mundo... Uno de los nueve miembros del grupo asomó tras la raída puerta. Samuel asintió con solemnidad y aquél se retiró a su gesto para reunirse con los otros. Los conductores y él mismo comenzaron a desnudarse... Con una excitación que les rompía el pecho, colocaron a las mujeres desnudas y amordazadas contra la pared circular, sujetas por argollas unidas a cadenas bien fijadas, de modo que cada una pudiera atestiguar el sufrimiento de su único hijo sin ser capaz tan siquiera de intentar consolarlo. Luego, los nueve hombres, incluido Samuel, condujeron a los niños, sus propios vástagos, y, entre ahogados gemidos e imprecaciones de las madres, incipientes llantos de los infantes, se distribuyeron en aquel círculo obsceno, cada uno con su víctima tras su correspondiente pedestal. Presionaron fácilmente el torso de aquellos pequeños cuerpos sobre los enjutos altares usando una mano que volvía las blancas espaldas aún más pequeñas e indefensas; en la otra, el filo... En medio del paroxismo, a Samuel le pareció advertir una rápida sombra que cruzaba el flanco de su ojo. Lo alzó en aquella dirección, pero nada... Tenía que faltar poco: el aire se había densificado tanto que empezaba a ser palpable, algo por fuerza tomaba cuerpo en él, lo sentían, los enloquecía... Finalizaron. Latidos y respiración amainaron. Permanecieron en sus lugares a medida que el líquido se estancaba. Los souvenirs extramundanos desaparecieron totalmente bajo la superficie. Amainó también la agitación de cadenas y gargantas obstruidas frente a lo que ya carecía de marcha atrás. Y nada. No sucedió nada. Samuel miraba sin mirar, y su mirada no era sino una repetición de las otras ocho. Trataba de explicarse por qué. Pensó en las anteriores veces: ¿acaso habían sufrido una alucinación?, ¿varias alucinaciones compartidas...? No parecía probable. Debían existir aquellos entes.
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Entonces, ¿por qué después de aquello no habían respondido a la invocación? Todo aquel trabajo, aquel sufrimiento... Una vida persiguiendo el orden de las cosas y ahora sólo presenciaba caos. Tal vez simplemente los dioses se habían burlado de ellos. ¿Para qué habrían de querer relacionarse con los humanos sino como poco más que meras mascotas suyas?, ¿por qué habría de conmoverlos el tiempo y la dedicación invertidos en sacrificio alguno cuando para ellos el tiempo corre de otro modo y ostentan poder para hacer de nosotros lo que gusten...? Miró con ojos vacíos. Apartó su atención de la inalcanzable bóveda celeste y la posó en el entorno inmediato. Observó el escombro en que habían transformado a su misma progenie... Tantas esperanzas, tanta energía derrochada, y todo cuanto quedaba era un insoportable olor a sangre y semen en el aire que no lograrían limpiar nunca.
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CARAMELOS DE FRESA
Un rasgo esencial de la tertulia consistía en estar abierta a todo el mundo, con lo cual se colaban en ella personajes muy variopintos, para bien y para mal. Cuando tramé esta historia ―una burrada, o “caballada”, bastante gratuita―, bajo tan inocente título, escondía dos intenciones: una, espantar a un par de señoras excesivamente ñoñas; la otra, buscarle las vueltas a un tema que no me gustaba nada. Tema: «Este molinillo no es mío».
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Enfiló sus pasos por el jardín trasero. Lo cercaba un muro de ladrillo rojo, quedando oculto a miradas intrusas, y la hierba, frondosa aunque no descuidada, exhibía el verdor propio de aquella época y aquella región. Las bisagras de la puerta chirriaron modestamente tras él, como solía alentar cualquier ínfima corriente de aire. Julian se detuvo frente al colorido rectángulo de flores, extrañado por cierta anomalía. Se agachó. Revisó los cinco molinillos de viento plantados en aquel trozo del terreno, flanqueando las rosas rojas, blancas y amarillas, cinco molinillos de esos que venden en parques y ferias, compuestos por una varilla y cuatro aspas flexibles en su extremo superior, todos de colores brillantes que reflejaban tenuemente la luz del cielo nuboso, agregándole brillos irisados, excepto uno; el del centro apenas reflejaba luz porque era totalmente negro, rodeado de goterones que pudo distinguir a su pie... Alguien había entrado en la casa y lo había pintarrajeado burdamente... Chirriaron de nuevo las bisagras de la puerta, un sonido tan habitual y discreto que su reacción inmediata (durante décimas de segundo sólo) fue culpar a otra corriente de aire. Le dio tiempo a erguirse para ver cómo una silueta oscura lo atizaba con algo en la sien. Y se desplomó sobre la hierba frondosa, bajo la imponente figura de su atacante. Dentro de la casa, la mano de otro desconocido escarbaba en un cuenquecito con caramelos. Guardó algunos en el bolsillo de su chaqueta y desenvolvió uno para tomar mientras se encaminaba hacia el jardín. Allí, el tipo alto (incluso más que él) se alzaba por encima del miserable tumbado, acrecentando la impresión de su estatura y del pasamontañas que le cubría el rostro. Las aspas de los molinillos giraban a ratos por acción del débil viento, menos las del negro, que no vencían el peso de la pintura...
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Despertó con y por culpa de una angustiosa dificultad para respirar normalmente. Se descubrió amordazado con lo que parecía una bola de plástico firmemente sujeta en el interior de su boca gracias a una correa que le rodeaba la cabeza; notaba saliva que se había escabullido por entre la bola y las comisuras de sus labios. Recuperó la consciencia incómodo sobre una superficie fría, los movimientos limitados. Estaba esposado por ambas muñecas a algo debajo de aquella superficie metálica, desnudo. Izó su vista para explorar el sitio, que identificó con una caballeriza: tenía todo el aspecto de serlo y olía igual. Varios perros que ladraban furiosamente en la distancia contribuyeron a su nerviosismo... Oyó tras de sí a alguien. Intentó averiguar quién y por qué forzando los ojos contra el rabillo, por encima de su hombro derecho, la fútil esperanza de que el conocimiento redujese su indefensión. Aquel tipo enorme ajustó de un tirón otra correa, que inmovilizaba un tobillo; el parejo tampoco lo podía mover. Desapareció acto seguido por la entrada al compartimiento sin dedicarle una simple mirada. Y observó que el pasamontañas se había transformado en una máscara de cuero ceñida hasta su nuca. Comprobó que se hallaba dispuesto sobre una gran plancha metálica, una mesa que le recordó macabramente a las utilizadas en las autopsias, aunque de mayor anchura y suciedad (su pecho acalorado la golpeaba con los irreprimibles latidos del corazón prisionero de costillas, músculos y piel). Unos gruesos tacos de madera la separaban de la pared frontal, uniéndolas al tiempo. Reparó en otro detalle curioso: a un lado, por su izquierda, atornillado en aquella pared, lo que parecía el espejo retrovisor de un camión, por el cual era capaz de discernir... sus genitales. La plancha en cuestión se doblaba ―doblegando consigo su cuerpo― en mitad de una abertura más o menos circular por donde asomaban éstos. Lo habían sujetado a conciencia, los miembros distendidos, por muñecas con aquellas esposas ―una suerte de útil sadomasoquista compuesto por el grillete y una larga cadena bien candada a la base de las patas―, por torso y cintura ―con más toscas cadenas― y por los invisibles tobillos, ocultos tras la parte plegada de la mesa. Sin embargo, habían exonerado de la presión que las ataduras ejercían sobre su cuerpo contra el metal a sus testículos y su pene... Se le hicieron entonces audibles unas pisadas. Con el bombeo de su sangre en la garganta, divisó a alguien acercándose, un individuo diferente. Sostenía algo en la mano. Avanzaba
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como con cierta distinción, al menos comparándolo con el otro. Le sorprendió que llevase la cara descubierta, o quizá más bien le asustó. Miraba fijamente mientras se aproximaba y en su rostro se mezclaban expresiones dispares, desde la tristeza al odio en un conjunto de severidad que lo sentenciaba irrevocablemente. No eran buenos presagios. Sin apartar su mirada, vació de contenido un amplio sobre manila, dejándolo caer aligerado a continuación, en la absoluta despreocupación de quien lo juzga el objeto más inútil, y fue amontonando una serie de fotografías delante suyo... Se preguntó cómo habría accedido a ellas: ¿era policía...? No importaba en verdad. Descolló el repiqueteo de unos cascos. El enmascarado conducía dentro a la voluminosa bestia. El tipo de las fotos hurgó en un bolsillo y soltó un puñadito de aquellos caramelos de envoltorio fundamentalmente blanco sobre las mismas antes de retirarse. Julian quiso gruñirle mientras se alejaba a sabiendas de que imploraría en vano. Aceleró su respiración y todo cuanto logró fue expulsar un par de mucosidades por la nariz. No necesitaba mucha imaginación para adivinar el curso de los acontecimientos. En la postura en que lo habían colocado resultaría muy difícil ofrecer resistencia. Cuando, tras unos minutos de demora en pos de la estimulación requerida para el animal, sufrió la primera embestida, se alegró de que no les resultara tan fácil alcanzar su objetivo, pero aquello estaba previsto... El hombre insertó algo picudo en su ano, golpeándolo violentamente hasta que cedió entre dolores que ningún grito ahogado atenuó, expulsando más mucosidad por la nariz y más saliva por la boca. Luego, la formidable verga horadó un poco más el conducto lubricado con sangre, y un poco más, desencadenando brutales punzadas a la altura del coxis que provocaron pensar si originarían un daño permanente en su columna (caso de que lo permitieran vivir tras aquello). Se abombaban los tablones de la pared con cada embestida del équido. Creyó que se deformaba ligeramente la mesa de torturas, saltando unas astillas de los tacos de madera insertos como puente. Y las fotos, borrosas en cercanía, se diseminaban dentro de su bandeja plateada, bamboleándose los genitales fláccidos adelante y atrás... El animal se hartó con bastante rapidez y aquel tipo no insistió mucho en azuzarlo. Finalmente, se lo llevó. Julian, aturdido, procuró recuperar aliento, luchando por respirar a través de los mocos. Le resbalaba líquido
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por las piernas, una mixtura en que la proporción hemorrágica devenía irrelevante entre los latigazos de dolor. Fuera, los perros seguían ladrando. El tipo regresó casi inmediatamente. Con un cuchillo en la mano. El corazón de Julian volvió a golpear rabiosamente, como queriendo abandonar el cuerpo con el que iba a morir. Depositó el arma frente a sus ojos, encima de las fotografías, y se dirigió a la parte de atrás... Aflojó las correas que trababan sus pies. De pronto, notó cómo su mitad inferior se elevaba, enderezándose el cuerpo doblegado, contraviniendo la rigidez adquirida en las lumbares. Miró por aquel espejo extrañamente ubicado y observó cómo desplegaba el trozo restante de mesa, asentándolo sobre unas patas que habían permanecido plegadas (ahora seis). Volvió a ajustar las correas. El tipo rodeó sus muslos con otra cadena, forzándolo a enderezarse ya completamente, a pegarse contra la superficie, y vio entonces con mayor nitidez sus atributos... Cerró el candado y retrocedió. Toqueteó un objeto depositado sobre el tragaluz... Una cámara. Habían estado grabándolo. La ajustó en la posición idónea y se ausentó nuevamente. Hundido en la angustia, se preguntó cómo lo matarían, y rezó por que fuese rápido. Aún creció su miedo al aumentar la exaltación de los canes. El ruido que articulaba uno acortó distancias y no dejó de mirar en dirección a la salida hasta que apareció su presunto ejecutor acompañado por él... Aunque muy corpulento, a aquel hombre le costaba refrenar al bicho: éste no sólo se mostraba furioso o extremadamente agresivo sino enloquecido, quizá largamente privado de alimento. Julian se agitó igualmente enloquecido, pero por la desesperación, pugnando con todas sus fuerzas por escurrirse de las ataduras, dañándose las muñecas sin recibir su cerebro el dolor correspondiente en medio de tanta adrenalina. Su torturador encadenó al descontrolado perro de modo que no consiguiera encaramarse a la mesa, como pretendía. No obstante, se abalanzó sobre los genitales y, de refilón, les propinó un golpe con las uñas de una pata mientras su amo aún lo aferraba; Julian también sintió allí rozarle el bozal y un resoplido, contemplando por el espejo con perfecto detalle el desarrollo de la escena... El enmascarado retiró el bozal, separando aquel hocico a duras penas del pedazo de carne. Liberó con una llavecita la muñeca derecha de su víctima, mínimamente estupefacta en su horror, y después soltó el collar, echándose para atrás cautelosamente. Julian se aferró con una velocidad tan
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instintiva como la del animal al cuchillo, asestando un par de duros y fracasados golpes contra la superficie, porque su posición, la anchura y altura de la mesa, incapacitaban el alcance del arma. Cortó su muñeca izquierda en otro desesperado e inútil intento por liberarse, mientras atestiguaba cómo las ansiosas fauces lo desgarraban, le arrancaban sin esfuerzo testículos y pene, vorazmente, presentando jirones chorreantes a su espantada, lacrimosa, visión, y crispando su entero repertorio muscular, de los pies a la tirante mueca de sus facciones. Se rebanó el cuello, se dibujó con aquel gran cuchillo una tajada que bien pudiera haberse considerado refleja... Pero no cortó con suficiente profundidad para obtener el indulto de la muerte. Así que aún observó a lo largo de unos interminables minutos cómo la bestia engullía y estiraba de lo que debía ser su propio intestino... Desde su garganta, la espesa sangre fluyó copiosa, avanzando como una lenta aunque imparable marea que acabó resbalando por el borde delantero ―imperceptiblemente inclinado― de aquella mesa, empujando suavemente las dos únicas fotos que no se habían precipitado al vacío en sus últimos forcejeos. Sobre la paja manchada del suelo: las otras fotos, reproduciendo cuerpos demasiado jóvenes brutalmente deshonrados, y sobre la esquina saliente de una medio tapada por otra: uno de los caramelos teñidos con sangre, de tal modo que su envoltorio aparentaba ser originalmente rosa. En el exterior, sentado a la pendiente de una bucólica colina que dominaba aquella granja, Hans ―así se llamaba― chupaba con cierta desgana uno de los caramelos. Estudió distraídamente su envoltorio: las bandas amarillas en los extremos del mismo anunciaban el sabor... Lo arrojó con idéntica desgana. Su otra mano aferraba uno de los molinillos de aquel desgraciado, plantados como cruces, como lápidas anónimas sobre tumbas sin cadáveres. Soplaba una tenue brisa que hacía girar tímidamente las aspas. Durante un instante, se detuvieron. A pesar del cielo gris ―una techumbre que cubría todo el valle―, el sol iluminaba con vitalidad y pensó que muy probablemente despejaría. Entonces sonó el móvil. Lo recogió lacónicamente del suelo, llevándolo a su oreja. ―Ya está― sonó. No respondió nada. Simplemente colgó y siguió mirando el molinillo. En su fuero interno, anhelaba otorgarle un significado al hecho de que las aspas se hubieran detenido, pero volvían a girar. Una ráfaga de aquel viento
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arreció levemente y lo escoltaron dos hojas desprendidas del árbol situado a escasos metros. Quiso creer que con ellas volaba algo más.
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CARNE FÁCIL
Otra excusa para dar rienda suelta a mi vena explícita. Tema: creo que fue algo así como «El cumpleaños de Pili», por motivos evidentes.
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Otro botón parpadeó en la barra de Inicio, alternando azul y naranja sucesivamente al tiempo que saltaba la pertinente señal acústica. Pili arrimó su delicada mano al ratón tras completar mentalmente la lectura del nombre, que se mostraba cortado por empequeñecer su aparición el conjunto de indicadores. Con ese movimiento leve, un mechón del ondulado cabello rubio cobrizo se descolgó pendulante frente a los rasgos níveos, suaves, aún en desarrollo, de la niña. Clic. Una nueva ventana se superpuso a la anterior. «Hola», leyó. Respondió al saludo de Jaime replicando aquella palabra. «Feliz cumpleaños ―prosiguió él―. Εl diez es un estupendo número. Será el mejor hasta ahora. ¿Sigues queriendo que nos veamos?» Pili ojeó el calendario de la pared con aquella fecha (doce de Octubre) atrapada en un círculo de tinta roja. «Claro ―tecleó―. No soy ninguna niña. No te creas que me voy a echar atrás. ¿Tienes mi regalo?» «Por supuesto. Serás la envidia de tus compañeros. Pero luego jugaremos un rato, ¿no?» «Sí, a tus juegos de mayores, como los llamas.» «De acuerdo. ¿Tienes la dirección?» «Sí. Allí a las siete.» La puerta se entornó dando paso a un recibidor iluminado por dos plafones, cosa necesaria puesto que ―como un poco más tarde pudo comprobar Pili― las persianas estaban bajadas. ―Hola ―dijo de nuevo el tal Jaime―. Pasa. El hombre, treinta y seis años mayor, aunque de espíritu notoriamente más joven si uno optaba por creer sus palabras escritas, rebasaba con idéntica notoriedad la estatura de Pili; ella entraba en escena ataviada con un vestido blanco de pretendida pureza que, por antojo de él, había rescatado
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del fondo de un armario. Lo miró desde su cara redonda sin corresponder a la sonrisa y se adentró en la casa. ―¿Quieres tomar un refresco? ―No ―dijo simplemente. Él observó un instante su quietud, su docilidad. ―Vamos al salón. Tengo allí tu regalo. Le tocó paternalmente el hombro mientras accedían al interior. Ella ni se inmutó avanzando hacia el gran paquete sobre la mesita del centro. Comprobó sus dimensiones, acarició el papel estampado y el lazo anudado cuidadosamente. El hombre se situó a su espalda e hizo otro tanto de lo mismo, volviendo a poner su mano sobre la niña, deslizándola muy suavemente sobre su cuello. ―¿Quieres jugar ahora? ―susurró. ―Ajá ―respondió distraídamente. Oyó desabrocharse el pantalón, hurgar, manipular. Y la mano comparativamente enorme regresó a su hombro indicando se girase. Al hacerlo, contempló asomando por la ropa un pene hinchado que apuntaba a su cara, el glande descubierto, resplandeciente, la multiplicidad de venas bien marcadas. ―¿Te gusta? ―Sí. Agarrándolo entonces sin mayor inducción por parte de él, lo atrajo hacia sí. Comenzó a introducírselo en la pequeña boca. Los ojos del hombre se cegaron un momento por el placer, su barbilla hacia atrás... Notó un pinchazo que lo descentró, pero no le otorgó importancia. ―Suave ―recriminó. Y volvió a dejarse llevar. Aunque pronto percibió que algo no iba bien: se mareaba, sintiéndose debilitado; le parecía que la niña succionaba con demasiada fuerza. La increpó, intentó apartarla, pero lo tenía firmemente enganchado con los dientes y su diminuta mano, así que probó a zarandearla, a sacudirla, incluso levantándola del suelo (el paquete de la mesita recibió un impacto y cayó con ruido sordo); usó toda la violencia que sus músculos doblegados le permitieron, golpeando en primer lugar con las palmas, después con los puños, sin resultado alguno salvo conseguir que la niña reaccionara valiéndose de su mano libre para detener uno de aquellos puñetazos en seco,
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hundiéndole dedos como garfios en la muñeca (aquellos que no podían siquiera abarcarla)... Finalmente sucumbió, no sin antes atisbar cómo la piel de aquella carita ganaba un color sonrosado al tiempo que él perdía el suyo y los anteriormente inocentes ojitos ―que ahora le devolvían la mirada― resplandecían progresivamente con un fulgor espectral... De nuevo a la caza. Otra ventana abierta en la pantalla del ordenador. La imagen de un hombre de cierta edad por webcam. «Hola», saludó el desconocido. «Hola», respondió la niña. «¿Cómo te llamas?», preguntó el hombre. La niña giró su cabeza para estudiar el calendario de la pared. Recorrió con la vista los números y el santoral bajo ellos. Ya había pasado el día del Pilar. Fijó su vista en el veintiuno. Le dio ese nombre: «Úrsula, por mi santo». «¿Cuándo es?» «El miércoles que viene.» «¡¿Sí?! ¿Y cuántos cumples?» «Diez, pero en el fondo soy mucho mayor.»
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Este original título se debe, sencillamente, a que soy autor de un guión con algunas similitudes llamado «S. O. S.» Sin tema.
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Es tentador, cuando uno se adentra lo suficiente en el campo de los llamados fenómenos paranormales, arrojar la toalla frente a la avalancha de aparentes contradicciones (suele ocurrir): ni cinco ni cien vidas enteras bastarían para distinguir las piezas verdaderas de las falsas y encajarlas en semejante puzle. Por eso yo, recabada toda la información que mi curiosidad y mi tiempo libre permiten, construyo teorías (no una sino varias: me parece el modo más inteligente de afrontarlo) para explicarme una realidad mucho más amplia que la comúnmente aceptada. Mi intención con el presente escrito es alertar sobre cierta idea encuadrada en una de tales teorías. Destacaré el caso del matrimonio Bassols. Dicho matrimonio tuvo su fatal contacto con lo extraordinario a raíz de un incidente que consideraron tan pueril como un fallo eléctrico. Pronto se dieron cuenta, tras las pertinentes comprobaciones a cargo de ellos mismos y diversos profesionales, de que el problema no era achacable a lámparas o bombillas defectuosas, a la instalación de la propia casa o al suministro de la compañía: las luces fallaban, pero no lo hacían a la vez, y se dieron cuenta además de que esa anomalía afectaba sólo a las estancias habitadas por uno o ambos componentes del matrimonio, sugiriendo que el fenómeno los seguía (antes que provocarlo inconscientemente él o ella). Repararon en que la disminución y aumento de la intensidad lumínica correspondía a una frecuencia exacta repetida constantemente, que a Josep le recordaba al código Morse, y tradujeron rápidamente aquel primer mensaje como el más difundido popularmente de este código: S-O-S... Evidentemente, se asustaron; no mucho aún. Cuando, más que a alguien o a algo concreto, se preguntaron a sí mismos en voz alta si se trataba de una broma, la frecuencia de esas oscilaciones cambió, obteniendo inesperada respuesta al comentario.
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La posterior traducción devino también sencilla, tanto como un NO, lo cual indicaba inteligencia: ahí surgió el miedo. La pareja comenzó entonces a interrogar deliberadamente. Grabaron al principio, hasta familiarizarse con ese lenguaje binario, las distintas contestaciones, transcribiéndolas de la grabadora y ordenándolas cronológicamente. Las resumo a continuación. La inteligencia se identificó con sumo detalle. Él declaró haber pertenecido a la Marina sueca antes de una parálisis que lo llevó al suicidio. Absolutamente todos los datos fueron ratificados, incluida la dirección, en la cual alcanzaron a personarse desdeñando la lejanía. El viejo almirante describió su transición entre ambos mundos como una especie de súbito y al tiempo sutil canje de plano: de pronto, contempló su cuerpo desde el punto de vista opuesto, a una distancia indeterminada, ingrávido, imperceptible para sí mismo más allá de la mera conciencia. En aquella posición, sintió curiosidad por ver más de cerca su cabeza horadada, su expresión sobre el charco de sangre, y, con sólo pensarlo, su deseo se cumplió. Así descubrió el modo de desplazarse en aquel nuevo estado, antes siquiera de proponérselo. Entraron poco después en escena los vivos, sus antiguos congéneres, y, aunque inicialmente no logró advertir interacción alguna con ellos, luego evidenció que, trasgrediendo el límite del acercamiento, tratando de “meterse” en ellos, de “atravesarlos”, sí arrancaba de algunos ciertas reacciones (tales como un escalofrío), en mayor o menor grado, dependiendo del sujeto. Pero no le servían de gran cosa. Practicando idéntico ejercicio sobre objetos inanimados (el tendido eléctrico, por ejemplo), produjo efectos puntuales, objetivos, verdaderamente útiles. Su situación lo angustió apresuradamente: se encontraba totalmente perdido y solo. Se proyectó nerviosamente de un lugar a otro buscando ayuda, alguien como él. Sin embargo, antes que coincidir con un semejante o alguna suerte ser superior (ángel, dios), tropezó con algo inédito en el imaginario conocido... Atravesados varios muros de lo que resultó un hospital, recaló en su unidad de cuidados intensivos. Allí, difusas, suspendidas del mismo aire, como buceando por aguas invisibles, distinguió dos de aquellas criaturas. Recordaban a inmensas cabelleras negruzcas, infinitud de filamentos puntiagudos, larguísimos, ondeando a manera de finos tentáculos propagados desde un núcleo ovoide, de aproximadamente un metro de diámetro... En ese momento justo, uno de los pacientes sufrió una crisis.
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Sobresaltado, observó cómo aquellas dos bestias se precipitaban hacia él, propulsándose a una velocidad y con una habilidad que no hubiese imaginado mientras agitaban frenéticamente sus apéndices para repelerse mutuamente. La escena le causó extremada repulsión, pero no quedó ahí: pudo atestiguar cómo la base del más elevado se abría, la piel velluda de lo que supuso su boca se retrajo para destapar un enorme vientre hueco, cuya tonalidad contrastaba antagónicamente con el resto del monstruo... Sólo uno alcanzó su ansiado objetivo, que no era sino la cabeza del anciano a punto de expirar. El personal de guardia no consiguió reanimarlo y, por descontado, ninguno de sus miembros se percató de la presencia de aquellos etéreos animales. Sin ver nada para él susceptible de denominarse alma saliendo del cuerpo fallecido, tuvo certeza de que un semejante, una conciencia liberada, la de aquella persona, acababa de ser grotescamente deglutida... NOTA: ¿Mueren por tanto las almas, caso de que existan? ¿Guardará relación el vientre de ese monstruo oscuro acoplándose en torno a la cara del moribundo con la manida luz al final del túnel? ¿Fauna de otras dimensiones...? Relegado del banquete, el segundo parásito se alejó unos metros, ofuscado (sus movimientos eran cortantes, violentos). Y se detuvo repentinamente... Al almirante lo asaltó la desasosegadora impresión de que lo miraba. No creía que dispusiese de ojos, pero con algún otro sentido, como los tiburones martillo localizan presas enterradas bajo la arena por su bioelectricidad, lo detectaba... Saltó sobre él. Reaccionó instintivamente y logró zafarse con imprevista destreza (al parecer, aquel método de desplazamiento lo beneficiaba). Se colocó a buena distancia de aquello. Pero el ansia de aquello por alimentarse persistía, e insistió, propulsándose a trompicones aunque muy ferozmente, cubriendo grandes trechos. El almirante, por más que se impulsaba, no se lo quitaba de encima, y no sólo continuó incapaz de darle esquinazo sino que se acopló otro espécimen análogo a la persecución, y otro... Ya dudaba que aquello finalizase cuando de pronto recibió la ansiada visita. A su lado percibió la conciencia de otro hombre que le indicó el
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camino salvador. Entendía al instante cuanta información le transmitía, una cantidad imposible de expresar verbalmente en tan escaso tiempo. Le contó que existían multitud de esferas habitadas por diferentes entidades, que sus actuales perseguidores provenían de una inferior, que los suyos vivían en un mundo aparte, imaginado a antojo, como un sueño dirigido por mentes lúcidas, para obtener el placer de los sentidos ya conocidos y algunos más. Le transmitió con íntegro pormenor ese mundo, ofreciéndole así la llave para acceder a él, porque conocerlo era acceder directamente a él. Y así escaparon. En aquel mundo, su salvador le contó que «los devoradores de almas», como se refirió a ellos, incrementaban su número imparablemente. Rondaban lugares donde la muerte era más previsible: zonas en guerra o de miseria constituían auténticos hervideros, pero se habían extendido a otras por necesidad, como agudizado aquel sentido localizador, y revoloteaban alrededor de la cama de cualquier enfermo grave, de cualquier anciano, en las ciudades desarrolladas. Todo cuanto restaba era lanzar mensajes de aviso al mayor número de personas... Los Bassols traducían diariamente estos mensajes. El S.O.S. venía entonces a propósito de ellos, no del espíritu. Siempre habían asumido que morirían de vejez; sin embargo, la naturaleza de lo relatado y la verosimilitud que le otorgaban a su informante los trastornó hasta tal punto que, antes de separarse desapareciendo en las fauces de uno de aquellos monstruos, preferían morir juntos y ser guiados por el almirante a aquella esperanzadora esfera... El 9 de Junio de 2007, el matrimonio de 47 y 53 años respectivamente puso fin a su estancia en esta dimensión. Tiempo después, en Agosto de 2008, cayó entre mis manos un documento rubricado por cierto “contactado” de Las Palmas. En este caso, los comunicados se habían hecho mediante la técnica de escritura automática. Su supuesto comunicante declaraba pertenecer a «una de las esferas exteriores». Nativo de ese mundo ―no de procedencia humana, por tanto―, sentenciaba que eso llamado alma por nosotros no existe, que sí liberan en cambio nuestros cuerpos una cantidad atípica de energía al morir, y afirmaba que los de su especie tenían conocimiento de que habitantes de otras esferas, surgidos parcialmente del imaginario humano, sembraban ideas falsas entre individuos concretos para incitarlos a liberar esa energía voluntariamente, para nutrirse, para fortalecerse con ella...
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Esto me obliga a reafirmarme en mi postura de que no podemos depositar nuestra fe en nadie ni en nada, mucho menos si se trata de cosas que nos superan. El ente de quien hablo mencionó como ejemplo, con nombres, apellidos y dirección ya comprobados, el suicidio de un matrimonio barcelonés acaecido exactamente el 9 de Junio de 2007...
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LA ECLOSIÓN DE LOS SENTIDOS
Aquí hice trampa, porque este relato es anterior a las tertulias, pero no había escrito para aquel miércoles y debía ―quería― participar. Con las pertinentes correcciones. (¿Influencias?: los BOOKS OF BLOOD de Clive Barker, nuevamente; ¿SCANNERS, de David Cronenberg?, ¿EL HOMBRE CON RAYOS X EN LOS OJOS, de Roger Corman...?) Tema: «La isla».
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Fue un ruido el que lo sacó de su estado (no dormía, pero tampoco permanecía consciente). Trató de reconocerlo, puesto que parecía haber ahuyentado ya definitivamente la idea que, desde hacía rato, se escabullía entre neuronas... Como aquel veloz impulso eléctrico en su cerebro, el golpe que se produjera en el piso de arriba resultó lo bastante esquivo para impedir dicho reconocimiento. Esperó a que se repitiera. Aunque visiblemente aturdido, la actual resaca no superaba en nada a sus predecesoras. Tal vez desmotivado por esa costumbre, ni siquiera se esforzó en reconstruir lo acontecido la noche antes (puede que aquella idea anduviese en relación), simplemente no merecía la pena: hacía tiempo que no sucedía algo novedoso. Otro golpe en aquel piso. Tampoco lo reconoció, pero supo que había sido provocado. Se sentó en la cama restregándose los ojos, un cambio de postura gradual hacia la verticalidad, y, en su propósito por acabar de despejarse, oyó las voces. Prestó atención y no se extrañó al principio cuando creyó entender todas y cada una de las palabras, no en vano se ahorraba tanto dinero su padre en la construcción de aquellas paredes, y en el menguante espacio que albergaban. Sin embargo, cayó en la cuenta de que aquellas precisamente ―sobre los planos, al menos― incorporaban un aislante especial destinado a insonorizar... Le quitó importancia. Hizo oídos sordos a la discusión vecinal, se levantó y se dirigió al televisor. Acomodó el trasero y, con un toque en esa varita mágica de plástico, los infrarrojos abrieron la ventana del mundo. La suma de horas así gastadas debía alzarse por encima de la esperanza de vida media de mucha gente
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como la que aparecía al otro lado continuamente, víctimas de hambrunas, guerras y desgracias en general. Cambiaba de canal no porque le incitasen culpabilidad sino porque ya no lo sorprendían: era tan lejano aquel dolor. Y su repetición en cada informativo lo desvirtuaba, lo despojaba de impacto, perdiendo en ello hasta la capacidad de entretener. «¡Qué aburrimiento!» Lo cansaron enseguida los botones del mando y cerró con un dedo la falsa ventana. En su falta de una actividad a la que entregarse, el aburrimiento se confundía con el cansancio y aumentaba, transformándolo en excusa perfecta para desconectar: volvió a acostarse. Entrar en sueño le costó. Alguien juntaba en sus narices las puertas del mundo onírico mientras él luchaba insistentemente por separarlas. Cuando levantó los párpados de nuevo, no supo si habría logrado su objetivo porque no recordaba secuencias de ninguna clase elaboradas subconscientemente. Sin un reloj a mano, tampoco supo el tiempo transcurrido, pero lo frustró el hecho de que las voces anteriores prosiguieran su disputa. En realidad solamente se pronunciaba una, y ya no sonaba tan violenta. La oía con claridad. Quizá demasiada. El tema discurría sobre las tareas escolares, aunque el padre que reñía lo ampliaba proyectándolo al futuro. El chaval guardaba silencio. Probablemente mantendría gacha la cabeza y no replicaría ni después de que el cielo tormentoso que amenazaba con descargar alguna relampagueante hostia se despejase de nubes... Se preguntó dónde estaría la madre, ¿en una habitación contigua?, y se dio cuenta de que la primera vez el cruce verbal lo habían protagonizado un hombre y una mujer. «En una habitación contigua ―meditó―, sentada sobre el edredón de la cama y con un pañuelo humedecido entre las manos...» Tenía la curiosa, y ridícula, impresión de oír cada sollozo, cada inspiración y expiración provenientes de las fosas nasales de aquella mujer, de una manera increíblemente nítida. Otra vez, se negó a otorgarle importancia, mas se recreó en aquella impresión como en un ocioso juego, una alternativa para distraer su insomnio. La reprimenda terminó. Pisadas del chico y su padre en direcciones opuestas. Imaginó cada rincón de aquel domicilio cartografiándolo como
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una sonda, con cualquier ruido que creyese percibir, simulando que su oído era el fino oído de un animal de caza... Dos sonidos diferentes, como de interruptor, en ¿el cuarto del chico?: habría apagado la luz principal para encender un flexo; las patas de una silla de madera sobre ¿parquet?: se acomodaría para afrontar los deberes; el chirriar de cuero ―o similar― en ¿una butaca del salón?, y unas hojas grandes, de periódico; los suspiros de la madre... El roce de telas le sugirió que aquella mujer vestía una bata de un tejido determinado, y el pañuelo sería de papel (¿se arrugaba el paquete de plástico que contendría el resto de pañuelos por la presión dentro del bolsillo?)... Asumió que su imaginación se combinaba con los efectos residuales de drogas y alcohol, además de la traslación del sonido hasta su almohada verbigracia de una arquitectura pergeñada para estafar. Rastreó las demás estancias en busca de novedades. Había ―habría― distintos relojes de cuerda: uno era con bastante seguridad un despertador, en el dormitorio de los adultos; otro de pared, colgado en la entrada. Se concentró poco más e incluso creyó distinguir uno de pulsera en la zona donde ubicaba al padre; tal vez el niño portaba uno digital, y la madre puede que ni siquiera llevase, quizás roto o parado, depositado en algún cajón... En el lavabo, el grifo goteaba. Una resonancia muy característica... La mujer guardó su pañuelo y se dirigió a la cocina... Resultaba extraño. De pronto advertía que nunca se había fijado verdaderamente en cuanto lo rodeaba. Siguió jugando. Proyectó su pabellón auricular hacia otro ángulo del edificio, guiado por el morbo de espiar la intimidad comunitaria. Abajo, alguien canturreaba... Un anciano aficionado al modelismo (había subido con él en el ascensor y solía portar cajas y accesorios como los que compraba un amigo suyo). En otro piso escuchaban la radio mientras pulsaban teclas y atronaban disparos propios de algún videojuego. Se detuvo en uno concreto porque no desentrañó nada inmediatamente... La única señal de actividad humana la halló en el cuarto de baño: un tenue chapoteo, una respiración presuntamente femenina y un frotamiento de la piel. Un frotamiento especialmente acompasado... Llegó a la conclusión de que la joven (porque pensaba que era una joven) se masturbaba. Esto lo excitó, tanto por la situación como por el regusto de poder que sugería.
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Un momento: ¿cuántos apartamentos había recorrido ya...? Imposible. Sin duda cometía el error de considerar cierto algo que no existía más que en su imaginación, una imaginación exaltada. Sin embargo, se le presentaba con una claridad tan indiscutible... Entonces, un olor a comida invadió su nariz y pensó que, lo mismo que uno, los demás sentidos podrían desarrollarse. Por una parte, este razonamiento le provocó risa; por otra, inquietud: ¿y si aquello escapaba a su control? Arriba, la mujer freía patatas. Ignoraba por qué medio aquel olor sería capaz de alcanzarlo, si estaba realmente sucediendo, pero el abundante aceite bullía crepitando como las llamas del fuego en una chimenea y casi podía sentir su calor. Su paladar salivó. Luego tragó esa saliva con idéntica acidez que la que precede a una náusea. Contribuyó a ello otro olor surgido de abajo: pegamento. Comenzó a preocuparse. Desvió su atención hacia las esquinas del cuarto, hacia el polvo que acumulaban. Normalmente no podía verlo sin acercarse mucho, y a aquellas horas la penumbra lo tornaba invisible; no obstante, podía verlo, y veía también una capa más fina cubriendo el resto del paisaje, porque lo divisaba como un vasto paisaje, y aquel animal que se movía amenazador... Un insecto diminuto. Saltó de la colcha para aproximarse a la ventana (a la ventana real) y miró por ella. Eligió al azar el escaparate de una tienda cuya distancia calculaba en unos doscientos metros... No necesitó forzar demasiado la pupila y ya distinguía, a pesar del reflejo, al dependiente, su acompañante, la caja registradora, cada figurilla de la decoración e incluso utensilios de limpieza apartados de la atención del público, tras el mostrador... Ello antes de sentir cómo la luz colapsaba molestamente su retina, y el sonido sus oídos. Un estruendo lo arrancó de una perplejidad para arrojarlo a otra: una simple espumadera (que de eso juzgó se trataba) cayendo contra el suelo casi lo ensordeció. Y, aún así, los sonidos más discretos no quedaban eclipsados; muy al contrario, los seguía percibiendo con nitidez, como elevándose su inaudita capacidad, iniciando una dolorosa sobrecarga del cerebro. Su cuerpo todavía temblaba y, sin proponérselo, en su mente empezó a mezclarse todo. El ruido del tráfico se unió al tremendo desconcierto y,
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cuanto más pensaba en él, más se intensificaba, igual que las voces: un caos de diálogos indistinguibles. Siempre sin abandonar su afinación los demás instrumentos (sus otros sentidos) en aquella colosal disonancia... Por alguna desconocida grieta, una presa se resquebrajaba aceleradamente, incapaz de soportar la enorme presión ejercida. Inevitable o no aquel desbordamiento (inevitable por de pronto), decidió que debía comprobar su origen, concederse la satisfacción de saber si lo causaba su potenciada imaginación o si era real (si lo era, todo cuanto creía haber apreciado hasta entonces también lo sería). Cuando salió del apartamento para subir al de sus vecinos, cayó en la cuenta de que éstos no vivían un número más arriba sino dos (el apartamento de en medio estaba deshabitado), y el viejo de las maquetas de barquitos tampoco lo hacía justo debajo suyo... Rezó por haberse equivocado con respecto a la verdad momentáneamente supuesta de su intromisión en aquellas vidas: si no fuera más que un producto de su fantasía aumentada, tal vez con la simpleza con que había aparecido desaparecería, o un psiquiatra podría recetarle medicamentos para frenar las alucinaciones. Contuvo dificultosamente el impacto de sus propias pisadas. Accedió al piso y letra de aquella familia. Picó al timbre y el eco punzante que despidió atravesó sus oídos dolorosamente. Procuraba ignorar, sin éxito, el inmenso despliegue emisor que su refinamiento sensorial le volvía susceptible de recibir. No llevaba preparada ninguna actuación: ponerse en evidencia carecía absolutamente de relevancia comparado con lo que podía esperar tras aquella puerta. (La grieta en el hormigón neuronal de la presa se ensanchaba, se ramificaba peligrosamente...) La corriente de aire que produjo el tablón al girar sobre sus bisagras dañó su córnea ―o lo simuló―, cegándolo un instante. Cuando los párpados descubrieron sus ojos, escudriñó ante los mudos testigos... El hombre aguardaba ceñudo frente a él. La mujer se mantenía en el fondo, asomada desde la cocina, con un delantal colocado sobre una bata azul de aquel tejido suave y un pañuelo de papel arrugado sobresaliendo del bolsillo. Al lado de un espejo se emplazaba un reloj de cuco, justo donde había pronosticado él. Ella, ligeramente enrojecida, parecía haber llorado, su marido conservar el enfado y, de donde situara la habitación del muchacho,
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surgía un débil fulgor quizás perteneciente al de un flexo sobre un escritorio... Jamás había recalado allí y tampoco se le ocurría forma de haber deducido aquello. Los techos y paredes del edificio ―reforzados―, un piso de separación... Retrocedió. No necesitaba más comprobaciones. El embalse desbordaba su contenido. Se abalanzó escaleras abajo, con la mente nublada y una inseguridad agobiante. Sus pisadas eran detonaciones monstruosas y las vibraciones que sacudían las plantas de sus pies se extendían en calambres suicidas por todo el cuerpo. Sopesó que la única explicación coherente para aquel fenómeno radicaba en las drogas, en el efecto retardado de alguna. Se esperanzó por cuanto cabía la posibilidad de que tal efecto remitiese al purgarla su organismo. Agarró atropelladamente el auricular y marcó... La señal que emitía el teléfono era brutal, interminable. Descolgaron. Interrumpió a su interlocutor antes de que pronunciara palabra, el rostro compungido: ―¿Qué me diste anoche, hijo de puta? ―¿Jota, eres tú...? ―¿Qué mierda me diste? ―Había apartado el auricular y hablaba entre dientes, con el tono de voz, a su pesar, lo bastante elevado para que pudiera oírsele―. Todavía me dura... ―¿De qué me hablas, tío? Anoche no estuviste aquí. Llevas una semana sin aparecer. Se quedó allí quieto, con una mueca vitrificada mezcla de dolor y estupefacción. Una última grieta destruyó la resistencia de los muros que tan afanadamente lo habían protegido. Todo razonamiento fue apisonado por el alud que lo sepultaba en aquella tumba de amplificada consciencia. Sus sentidos sufrieron una última y devastadora expansión sin fin: la estampida de automóviles en el exterior lo arrolló, invocando sus neumáticos sobre el asfalto un terremoto subcutáneo de gran magnitud que no se oponía a otros sonidos y vibraciones creados dentro y fuera del edificio, turba que rompería más tarde o más temprano sus tímpanos y sus nervios; el propio latido de su corazón, el fluir de la sangre por sus venas, el trabajo de sus órganos
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internos lo golpeaban despiadadamente... Su olfato imantaba olores sin discriminación, y no destacaban los agradables: el retrete lo conducía por las cañerías, desembocando su viaje nauseabundo en las cloacas de la ciudad, provocándole profundas e inevitables arcadas... Como un hambriento agujero negro, absorbía cuanto lo rodeaba... Miles y miles de palabras, pisadas, golpes, fricciones; millones de latidos bombeando en sus ojos, en su cabeza... Su organismo entero se convulsionó, sucumbiendo a aquel pandemonio insoportable, mientras el estómago contraía al máximo su volumen y el cerebro parecía estallar... Como un perro lamiendo sus mejillas en la transición de un mundo al otro, las lágrimas lo devolvieron a su estado. Pero ¿qué estado era ese? Abrió sus ojos hipersensibilizados lentamente, enfriado el rostro por la reciente humedad de éstos y de la barbilla. Su despertar lo recibió con un rumor sordo en los oídos y dolor; le dolía cada músculo, cada nervio... Al tomar aire por la nariz, atrajo algo que la obstruía hacia la garganta, donde se quedó atravesado un instante que lo repugnó tanto más que el hedor y lo obligó a tragar para no incrementar su asco ni sobrepasar de nuevo la repentina náusea, porque notaba claramente haber vomitado: sin erguir su pesadísima cabeza, observaba manchas en su ropa, e intuía las que rondaban boca y suelo. Observaba también trazos de sangre... Dedujo que antes del desmayo se le habrían roto algunos vasos capilares y habría aflorado al exterior el alarmante líquido rojo, atravesando por los poros de su piel sin mayores consecuencias. Trató de moverse, pero no rentabilizaba el esfuerzo: sus fibras sensibles se lo pagaban multiplicando el dolor. Durante un buen rato permaneció inmóvil, como una estatua viviente tumbada por una catástrofe natural. Luego, se armó de valor para escuchar atentamente... Ni obtuvo alivio ni eliminó su miedo sino fugazmente por culpa de aquella sordera encubridora, supuso que momentánea. Aunque no se esforzó mucho por probarlos, sus otros sentidos aparentaban circunscribirse al radio de acción habitual. Su grado de alivio aumentó ligeramente. Con muchas reservas, concluyó que lo sucedido no tenía por qué constituir una nueva norma, que podía ser cíclico, como los ataques de epilepsia, o incluso una excepción irrepetible.
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Quiso creer que el causante de aquella abominable aventura aún podía ser el efecto aletargado de alguna droga, un efecto único. Quiso creer que, si se trataba de una enfermedad, se conociese o lograse rápidamente una cura. Y quiso creer que, si desarrollaba naturalmente semejantes capacidades, las controlaría tarde o temprano a voluntad. No quiso creer que se repetiría. No quiso creer que nadie sabría ayudarlo. Y no quiso creer que sus sentidos lo dominarían. Casi prefería quedarse sordo, ciego, insensible... Tal idea provocó otra acaso más inquietante: Si, bien de un modo u otro, había experimentado tan poderosamente aquella eclosión de sus cinco sentidos físicos, ¿qué no podría suceder con los que se teorizaba desde los albores yacían atrofiados en alguna parte de nuestro cerebro, como la apertura de la psique hacia múltiples planos del espíritu o la telepatía...?, aunque no existiesen, porque, si tan fácil había sido expandir los límites de los primeros, cuán fácil no sería aplicar la misma fórmula involuntaria a lo psicológico... Una vida sin intimidad: los fantasmas de difuntos, reales o inventados, por doquier, junto a toda clase de monstruos; los pensamientos, sentimientos y recuerdos de la humanidad, sus dramas y banalidades, sus temores, concentrándose en él, uniéndose a los propios, presentes y futuros: todo cuanto había evitado desde su acomodado letargo y que se perfilaba candidato plausible para un nuevo y horripilante viaje... Se preguntó si la muerte lo salvaría de aquello que avistaba o lo desataría irremisiblemente... Un escalofrío heló su espina dorsal, aunque le pareció alejado mientras su mente se distanciaba de la carne y el hueso que hasta entonces la habían sostenido... Etéreamente crucificado, más pequeño que un hombre flotando sin gravedad en el espacio y más grande que un dios único omnisciente, comenzó a sentir la claustrofóbica inmensidad del universo, todo cuanto la ilimitada imaginación de un animal pensante despertando a su divinidad no deseada es capaz de abarcar en la creación entera...
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IRREALIDAD
Tema: «El miedo».
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Notó desde la cama un movimiento no identificado. Entornó sus ojos en la penumbra hacia el origen de aquel elemento que venía a turbar la absoluta quietud. Creyó distinguir algo partiendo del reflejo que producía sobre el parquet el tenue resplandor colado bajo la persiana: dos objetos, con filamentos articulados en la base que le recordaban a las patas de una gran araña, pero muy delgadas. Fijó su atención allí, preguntándose qué serían. Hasta que se movieron nuevamente, instándolo al sobresalto... Se desplazaron tan sólo unos centímetros y, de momento, no en su dirección. Tal desplazamiento lo ayudó a calcular el perfil íntegro de semejantes rarezas (ya que su zona alta se confundía en principio con el fondo), y éste resultó mucho mayor de lo supuesto: un tronco oscuro, extraordinariamente prolongado ―superior al medio metro―, que se equilibraba sorprendentemente con aquellas cuatro proporcionalmente ridículas extremidades. Y reparó en que había más de dos en la habitación: por lo menos cinco de aquellas gruesas varas negras, como surrealistas cilindros alargados en un jardín extraterrestre. Se mantuvo paralizado, aprisionado bajo la fina sábana, ante aquella visión. Se preguntó si serían agresivos, aunque no lo parecían. Más bien daba impresión, tras un rato, de que curioseaban el entorno... Uno se acercó al borde de la cama. Él no giró su cabeza para verlo mejor; por contra, permaneció todo lo inmóvil que pudo, deseando no animar su curiosidad, no encontrarse con unos diminutos ojos que lo estudiaran, y que sumarían más pulsaciones a las que ya discurrían bajo el vello erizado por el miedo. Las criaturas perdieron interés y se replegaron bajo del escritorio... Consumidos un par de minutos prudenciales, él se incorporó. Sentado aún sobre la cama, se ladeó para asomarse cautelosamente por debajo del
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somier, como un niño en busca de monstruos, y sólo entonces, tras verificar que no los había, decidió descargar sobre las plantas de sus pies el peso del cuerpo. Tímidamente, se dirigió a aquel escritorio, sin obviar la exploración de otros puntos que escapaban al ángulo visual que cubría desde la cama. Se inclinó primero, luego se puso a gatas y escudriñó aquel trozo de pared hacia donde orientaba sus rodillas cuando se plantaba frente al ordenador. No advirtió nada fuera de lo común. Palpó el agrisado papel y constató que se hundía, como si hubieran retirado el muro al cual debía acoplarse... Introdujo los dedos más o menos por la mitad y apartó aquella especie de cortina lo mismo que si descorriese el telón de un escenario para marionetas. Metió un poco la cabeza, más a medida que se confiaba... El hueco filtraba cierta claridad y terminó por reconocer unos matorrales, unos árboles. «Soy Alicia en el país de las maravillas ―pensó― y no necesito ninguna galletita de LSD para alucinar.» Cuando se sintió lo bastante seguro, aventuró el cuerpo entero. «¿Estaré soñando?», se preguntó. «Debe ser un sueño. A ver a dónde me conduce...» Avanzó en línea recta por el bosquecito, de modo que no perdiese la orientación para regresar; aunque, de todas formas, si se trataba de un sueño, no necesitaría puertas para entrar ni salir de él... Llegó al linde del bosque, y a un claro de suelo arenoso. En el centro del claro, un grupo de lápidas. Se internó en el extraño cementerio. De entrada creyó sufrir un engaño óptico porque no discernía que las lápidas luciesen inscripción alguna. Examinando una y otra más detenidamente, comprobó en la piedra lisa que nadie había grabado nada... Oteó alrededor. Reparó en una nota disonante, una discreta pero cálida fuente de iluminación que rompía los colores mortecinos de la noche. Provenía de una ventana en una casita ligeramente elevada sobre una loma. Sorteó las lápidas, enfilando hacia allí. Se adentró en un terreno de menor aridez. Caminó y caminó. Durante un buen rato. Hasta que se dio cuenta de que la casa no variaba su tamaño: no la apreciaba más cerca. Lo intentó otro poco y desistió. Regresó al cementerio, del que sorprendentemente no se había alejado mucho. Lo atravesó determinado a internarse en el bosque (aparentemente mayor que antes, crecido en oscuridad desde aquella distancia). Tampoco lo alcanzó... De vuelta al claro, discurrió entre sus pensamientos. Iba siendo hora de despertar. Tal vez si se pellizcaba... Lo hizo, pero ningún dolor suficientemente significativo quebró el encanto. Se
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apoyó encima de una de aquellas lápidas. Observó las tumbas anónimas y caviló sobre su vida (la real): quizá si la evocase, con sus relaciones, sus apetencias y quehaceres, los proyectos que esperaban... Mas no logró recordarlos. Ni un minúsculo detalle, exceptuando aquella habitación en la cual presuntamente dormía. Percibió de repente cómo su peso hundía la lápida en la arena salpicada de hierbajos. Se irguió. Sus pies también se hundían, y pronto sus piernas, su torso... No pudo agarrarse a nada firmemente enclavado mientras la arena lo engullía, escabulléndosele entre los dedos. Cerró boca y ojos, justo antes de ser enteramente cercado. Articuló frenéticamente sus brazos con la vana intención de abrir un hueco por el que respirar. Y, al obtener éxito, se descubrió únicamente sepultado por la sábana. Respiró. Fue acomodándose a la vigilia. El cuarto aún permanecía en el más absoluto silencio. La noche se alargaba. Pero tarde o temprano acabaría. Miró distraídamente hacia delante, hacia la pared. Poco a poco, ubicó allí una sombra que no le era familiar. Levantó tímidamente la cabeza para observar mejor... Pasmado, atestiguó cómo uno de aquellos seres despuntaba entre los dos bultos de sus pies. Y estaba convencido de que lo observaba a su vez con aquella fijeza inescrutable... No había escapado del sueño. Intentó nuevamente recordar algún detalle de su vida. Pero aquella vida que presuponía tener aparentaba haberse extinguido... Con honda inquietud, divagó sobre una idea: tal vez su existencia se reducía a aquello, tal vez el sueño lo encarnaba la realidad, un concepto inventado para anclarnos en la ilusión del orden, donde sentirnos cómodos... O tal vez Alicia se había quedado atrapada en el mundo de las pesadillas, olvidando cómo eran antes las cosas.
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LA OSCURIDAD
Una noche de zapping, me enganché a un capítulo de una de esas series que se pretenden de terror. La oscuridad cercaba a los personajes en una casa... Tal propuesta me resultó sugerente, hasta que derivó ―como era previsible― en un burdo espectáculo. Muy burdo. Me obligaron a quitarme el mal sabor de boca demostrando que con aquello se podía hacer algo infinitamente mejor. Un tertuliano lo creyó inspirado en DARK CITY (película que nos encanta): no conscientemente. Sí, en cambio, medité sobre un capítulo de otra serie más vieja (MISTERIO). Tema: ídem.
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OSCURIDAD. La llevaba impresa en el rostro, y, aunque en ese preciso instante ella no supo interpretar los caracteres, entendió perfectamente su significado. Con ojos aún velados por el sueño, semidespejada esa frontera irreal por un frío que espesaba sangre y encogía piel, distinguió las facciones paralizadas del compañero sentimental como tiznadas por una pujante pesadilla. Le contagió rápidamente su miedo. La oscuridad. Ignoraba todavía hasta qué punto completa. Ismael le contagió también su mutismo. Durante un par de minutos permanecieron inmóviles, hasta que ella se decidió a alzar una mano, cauta, y articuló vacilante el primer sonido: ―¿Qué...? Él sólo respondió irguiéndose de la cama, tomando la mano ofrecida y dando un paso hacia la ventana del dormitorio. Entonces, cuando la observó abierta, Laura descubrió en ésta el origen de aquel frío. Ismael la atrajo hasta su hueco, indicando se asomase... Oscuridad, nada más que oscuridad, pero distinta: una tan densa, tan pura, que removía algo en las entrañas, en el cerebro. La luz proveniente del dormitorio iluminaba el marco, el alféizar, los bordes correspondientes del muro, pero no alcanzaba más: no se reflejaba en la fachada frontal, al otro lado del pequeño patio; en la ventana del dormitorio de sus propios vecinos o en parte del muro que la acogía a escasos cuatro metros. Ni edificio ni pavimento sobre el que sostenerse, ni cielo bajo el que existir: NADA en absoluto. Aquella oscuridad se había tragado todo alrededor de su minúscula isla de luz. Y fijar la vista en ella era sufrir inmediatamente la sensación de perder pie, de sumirse en un vértigo abrumador, sobrenatura.
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―¿Qué está pasando? ―preguntó, concretando el interrogante abierto un momento atrás. ―No sé ―tardó en responder él, demostrando que aquella profunda impresión no le había robado el habla―. Fui a la cocina y noté algo raro fuera, así que me asomé. Y no vi nada... ―Nada... ―repitió ella. Ismael echó un vistazo tras de sí, motivado por alguna ocurrencia. Fue hacia una botella de agua situada en el suelo, junto a la mesita de noche, y desenroscó su tapón. Laura continuaba clavando sus ojos en aquella negritud, tan cercana que si lo deseaba no necesitaría estirarse mucho para hundir en ella su brazo, aunque tal idea le inducía pavor. La mano de Ismael tocó su hombro, apartándola suavemente para lanzar el objeto... Escucharon atentamente, sin oír el impacto del mismo contra la superficie que había estado allí desde que tenían conocimiento... El vértigo la desbordó un instante e Ismael, rígidamente abismado, apenas logró reaccionar ante el vahído de su chica: la sujetó y se sentaron al borde de la cama. Él aguardó, incapaz de verbalizar una palabra útil. La siguiente reacción de ella fue enderezarse con cierto aire de desorientación y salir del cuarto. Ismael la siguió. Recorrieron la casa habitación por habitación. Ismael había encendido todas las luces, escrutado por todas las ventanas, y cada una ofrecía idéntico paisaje. Cuando Laura terminó con la última, volvió derrotada al pasillo. Reparó en la puerta principal. Se miraron. Ismael dio dos pasos y aferró la manilla. Lentamente, presionó y fue entornando la hoja de madera... Ante ambos se reprodujo aquel muro de oscuridad. Sólo la iluminación cálida del pasillo abría unos centímetros en el suelo, sin reflejarse contra la puerta del piso de enfrente, la pared que lo limitaba o la que lo unía con el suyo. Y la escalera parecía situarse extrañamente lejos del campo visual. ―¡Dios! ―exclamó Laura, echándose las manos a la cara reflejamente, aflojando otro poco la correa de sus temores. Ismael cerró de un portazo. ¿Acaso alguna catástrofe (desapercibida para ellos) había hundido parte del edificio? Ella quería pensar que sí, pero no se convencía: el suelo... Aquel suelo parecía extenderse más allá de sus habituales dimensiones, ocupando parte del espacio que correspondería a las paredes, la escalera... ―Hay que llamar a alguien ―opinó.
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«Si es que hay un alguien», respondió él sin despegar los labios. Su propuesta era el siguiente paso lógico para tratar de resolver la situación, pero principalmente para explicarla, para explicársela a sí mismos, porque empezaban a poner demasiadas cosas en duda, cosas demasiado importantes. En la habitación del lecho común nuevamente, aquella ventana abierta de par en par supuso una incitación y, antes de probar suerte con la telefonía móvil, Laura lanzó su voz en un grito a modo de sonda, la reducida esperanza de despertar a alguien... Ninguna boca se prestó a devolverle el grito. Repitió con mayor decisión. Con idéntico resultado. Insistió una última vez, deteniéndose antes de que aquella rabia se transformase en desesperación. Ismael se mostraba bastante pasivo ―quizás por miedo, quizás por presentir el resultado de tales acciones― y su novia lo recriminó enfadada, crecida notablemente su frustración. ―¡Pero ¿por qué estás ahí parado?! ¡Haz algo! Ismael titubeó, sobresaltado por el estallido. ―Pondré la televisión. La dejó allí, eludiendo el riesgo de convertirse en diana para una mayor ira. Acertó, puesto que ambos móviles, no sólo el de ella sino también el suyo, adolecían de cobertura, desencadenando la ira pronosticada, escapando en ínfima porción a través de los delicados dedos de la mujer, quien los arrojó violentamente. No disponían de teléfono fijo, pero aún les quedaba Internet. Laura entró en la salita para comprobar, junto a su vapuleado compañero, que tampoco emitía señal el televisor, ni la radio de la cadena musical. Por toda contestación a sus pruebas, los botones y el dial para rastreo de emisoras escupieron similar tipo de ruido blanco. ―Mira Internet ―propuso, suavizado a modo de compensación su tono de voz, y sacaron el portátil... Enseguida confirmaron la temida previsión que callaban: el icono en la barra de tareas notificó la imposibilidad de conectarse con el mensaje “Ninguna red al alcance”. ―A veces falla ―dijo él―. Ya sabes: la informática ―añadió, tratando de animar. Inútilmente, porque intuía que empezaba a rendirse.
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Reiniciaron el equipo. Para nada. Durante un buen rato se abandonaron a la deriva del silencio. Hasta que nacieron sendas lágrimas en los ojos de ella. ―¿Qué está pasando? ―repitió completamente dócil. Él la abrazó. ―Encontraremos una explicación. Y una salida. ―Sus propias palabras le sonaron falsas, pero eran las que debía pronunciar. Al abrir la puerta del piso, él estaba delante, reduciendo con su espalda el campo visual de ella, y pudo contemplar mejor aquel desestabilizador panorama: realmente el suelo se extendía más allá de sus previos confines, limpiamente, y las paredes que lo cercaran, el inicio de aquella escalera, parecían haber desaparecido, parecían no existir. Eso zarandeaba interiormente a una gran bestia adormecida. De momento, no tenía intención alguna de volver a abrir aquella puerta. Cuando juzgó a Laura suficientemente consolada, se separó de ella delicadamente y buscó una linterna. ―¿Vas a salir ahí? ―le preguntó habiéndola hallado en el armario del dormitorio. ―No, de momento. Apuntó al exterior con aquella linterna y disparó a través del plano imaginario de la ventana. El haz se perdió inutilizado por la oscuridad, sin toparse con obstáculo alguno que lo reforzase. ―¡Dios! ―exclamó Laura, apartando la vista. Ismael aventuró su cabeza y su brazo, dirigiéndolos con aquella luz hacia la fachada propia. Entonces, fue él quien replicó tan socorrido juramento. ―¿Qué pasa? ―interrogó ella, arrepintiéndose instantáneamente de volver a mirar: ¡no había ventanas! La bombilla de la linterna no era muy potente, pero servía para aseverar que la fachada lucía un aspecto liso, sin más que el muro donde debiera haber un buen puñado de ventanas por debajo de las suyas... Se recogieron apresuradamente. El llanto de Laura se desbordó. Ismael advirtió que temblaba, incapaz de controlar sus nervios, moviéndose sin objeto de un lado a otro. Y, salvo el llanto, él compartía aquellos síntomas.
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―A ver ―arrancó, centrando toda su energía en reunir la coherencia necesaria para razonar y expresarse―. Tenemos que tranquilizarnos. Pensar fríamente. Sintió que a él también se le escurría el animal de sus temores, esa bestia irascible del pánico. El resto de ventanas que siempre habían adornado aquella fachada sencillamente ya no estaba allí; no las habían tapiado notándose el más leve signo de tal obra, sino que el plano donde se ubicaban discurría uniforme, como si jamás hubiesen existido... Costaba tranquilizarse cuando no se le ocurrían a uno explicaciones ―no explicaciones naturales― para justificar aquella vulneración tan radical de las leyes que habían regido sus vidas hasta el momento. Era tan irreal que parecía generado por el subconsciente, y estudiaron esa hipótesis; ¿qué otras opciones podían manejar a bote pronto?: no haber despertado se perfilaba la más lógica, y tranquilizadora. Tomaron verdaderamente en serio dicha opción, se concentraron cada uno por su lado en discernir cuanta verdad pudiese contener. Normalmente, durante una pesadilla, cuestionar la experiencia en curso, plantearse que se sueña, equivale a invalidar el sueño... Pero no funcionaba. Así que volcaron toda su atención en percibir a través de los sentidos, en afinar la consciencia de sí mismos asociada al entorno, persiguiendo una claridad reveladora... Sin embargo, las percepciones de sus sentidos insistían en describir un entorno inmediato completamente sólido. ―¿Nos habrán drogado? ―teorizó ella entre salados goterones. No la rebatió, aunque nadie iba a convencerlo de que alguna sustancia les hubiese producido una alucinación común. Además: ¿quién querría drogarlos y por qué? Y ella pensaba igual, pese a lo dicho. Su gesto posterior a la frase, mezcla de asentimiento y resignación, lo corroboraba. Transcurridas estas divagaciones, se abrazaron prolongadamente, como usándose de mutuo sostén. El nerviosismo disminuyó. Hasta que estuvieron preparados, si no para asumir la situación, para seguir ahondando en ella. Ismael interrumpió cariñosamente el abrazo, dibujando con los brazos un paréntesis entre sus hombros y los de Laura, y volvió a tomar la linterna (la visión de aquella fachada los había hecho retirarse velozmente y no recordaba hasta dónde había llegado el haz). Asomarse, acercarse a aquella oscuridad le erizaba los pelos; le rondaba la sospecha de que algo surgido de ella podía abducirlos súbitamente... Entornó el haz de la linterna hacia abajo, sin rozar siquiera
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débilmente un fondo, y a cada lado de la fachada: ésta continuaba indefinidamente por el extremo derecho, desaparecida la esquina donde debiera soldarse a otro muro; por el izquierdo, continuaba también, pero por debajo de su piso, coincidiendo ―según estimaba― con el fin del mismo, con su salida al rellano, convirtiéndose a partir de ahí en una plataforma descubierta. ―¿Qué ves? Escogió la mejor respuesta: ―Creo que hay una salida. ―¿Hacia dónde? ―No lo sé. Ismael se retiró de la ventana. Algo crujió bajo su pie: la tapa de su móvil. ―Lo siento ―se disculpó ella, buscando inmediatamente el móvil en la zona donde presumía había aterrizado. ―No pasa nada ―la excusó. Lo localizó enseguida y se lo devolvió. Él aseguró la batería y montó de nuevo la tapa, encendiéndolo. ―¿Funciona? Al icono de la antena no lo acompañaba una sola raya indicadora de cobertura. ―Parece que sí ―pero pulsó la tecla que lo adentraba en el menú, concretamente en la agenda, y su expresión mudó―. ¿Qué es esto? ―murmuró. ―¿Qué? ―¿Llamaste a alguien? ―No había señal... ¿Qué ocurre? ―insistió. ―Está vacía... La agenda está vacía. En efecto, no albergaba ningún nombre, ningún número. ―Mira el tuyo. Recogió de la colcha el otro teléfono y así hizo. El resultante fue análogo. ―¡Dios! ¿Quién puede haberlos borrado? ―¿Recuerdas los nombres que tenías ahí? ―Por supuesto. ―¿Cuáles?
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La obligó a recitar varios mientras él los repasaba mentalmente. No los habían borrado de su propia memoria, pero ¿existían aquellas personas...? Hasta semejante punto dudaban. ―Esa gente es real ―protestó Laura, probando que recorrían la misma línea de pensamiento―. Nadie puede quitármelos. ―No, nadie ―convino Ismael, aunque su gesto aparentaba disensión. ―Hay que salir de aquí ―manifestó agobiada, casi suplicante. Sus palabras lo contrariaron, sintiéndose visiblemente expuesto. ―¡No sabemos qué hay ahí fuera! ―atinó a protestar. ―Tampoco sabemos qué hay aquí ―arguyó ella mostrándole la agenda vacía de su teléfono. Tenía razón, aunque le doliese. Aquel conjunto de extraordinarias permutaciones sugería que eran totalmente manipulables: ¿qué importaba aguantar dentro o salir? No obstante, accedió por vergüenza, por sobreponerse a un indicio de cobardía que rehusaba exteriorizar... Se atrevieron, muy precavidamente, firmemente grapados, a salir, apartándose lo mínimo imprescindible de la fuente de luz (el vértigo inicial fue multiplicándose con cada centímetro recorrido). Pero aquella ceguera progresiva de sus ojos, esa inseguridad de quien explora un territorio completamente desconocido, los obligó a replanteárselo. ―Creo que será mejor que alguien se quede en la puerta ―opinó él, muy a su pesar, a sabiendas de que le tocaría el papel de explorador. Pero debían custodiar la luz que alumbraba el retorno, aquel punto de referencia... El terreno no varió según caminaba por aquella pasarela: idénticas baldosas a las que componían el rellano se concatenaban indefinidamente. La linterna le adelantaba unos cuantos metros, insuficientes para pisar con la seguridad deseada cuando, a su balanceo ―cuidándose de que aquel camino no se estrechara inesperadamente―, el haz proyectado se cortaba abruptamente, desmaterializado por el vacío en torno suyo, refrenándolo un nuevo asalto del vértigo. Miraba continuamente atrás, atestiguando que aquella luz, y la silueta de Laura en ella, permanecía (aunque ignoraba por cuánto tiempo se mantendría, o la mantendrían, encendida). Ella vigilaba desde la puerta.
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Transcurrieron minutos eternos. Ya se había alejado mucho y el rectángulo de luz a su espalda era excesivamente menudo. Sin embargo, no atisbaba un final, una variación, en aquel trayecto... De pronto, a Laura le pareció que aquella oscuridad inabarcable podía no ser más que la pupila de un coloso que jugaba con piezas, construyendo y modificando, observando las interacciones de sus muñequitos en el escenario cambiante; y aquel haz de luz, que ahora veía tan pequeño: un destello insignificante sobre su superficie. Le apeteció gritar a Ismael, prevenirlo ante la posibilidad de que lo aplastara un dedo gigante, o más bien que unos dedos gigantes lo apartaran de su lado, la dejaran sola... No era amor: era miedo. Gritó. ―¡¡Ismael!! ¡¡Ismael, vuelve!! Ismael se giró. Aquel reclamo supuso la excusa que necesitaba para regresar. Se refugiaron una vez más en el dormitorio. Cerraron la ventana y se echaron, muy pegados el uno al otro. Aún alojaban la esperanza de estar viviendo un sueño, un sueño especialmente intenso del que tarde o temprano despertarían. Y, si no era así, quizás un sueño los salvase momentáneamente de la realidad. Ismael la observó mientras se aferraba a él, sus ojos cerrados pero consciente. La contempló largamente, preguntándose por la autenticidad de lo que veía, de lo que sentía. ¿Existía realmente aquella mujer a la que abrazaba? ¿Existía él mismo...? La percepción de sus sentidos indicaba que sí, pero desconfiaba. No estaba seguro de nada. Si pensar equivalía a existir, él existía, pero ¿y si podían manipularlos hasta el nivel del pensamiento?, ¿o condicionarlos para pensar en una dirección...? Puso en duda sus sentimientos, su amor por ella. Ya lo había hecho alguna vez. En un instante dado se conoce a alguien que conviene más que el resto de personas y surge esa emoción, pero ¿hasta dónde llega uno a conocer a esa persona?, ¿qué se ama sino una interpretación subjetiva de ella...? Ignoraba que Laura, tras los párpados bajados en busca del sueño clemente, dudaba de igual modo. Esta vez, ella abrió los ojos primero. La luz seguía encendida... Y la oscuridad seguía en su sitio.
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Ismael despertó solo, y aquella soledad física lo abrumó definitivamente, convencido de que su pareja había desaparecido sin más. Efectuó idénticas comprobaciones y, beneficiándose de un gran alivio, la encontró en la cocina. Estudiaba distraídamente el contenido de la despensa. Creyó adivinar: era ridículo ponerse a racionar los alimentos hasta consumirlos, resistiendo lo más posible en aquella isla a la espera de un improbable rescate; dudaban que la situación contemplara un rescate. Se había cuestionado su entera existencia, los principios elementales de su realidad: TODO podía ser mentira, y esa necesidad de saber, de asirse a una certeza, pugnaba por imponerse. ¿Qué escondía la oscuridad...? Tendrían que enfrentarse a ello antes o después. ―No merece la pena aguantar aquí ―concedió él, prosiguiendo con una exposición verbal de lo meditado. No se había transformado en un valiente, ni estaba superando su miedo: simplemente cedía a la lógica, si es que podía hablarse de lógica en tales circunstancias. Decidieron salir, los dos juntos, a encontrarse con la verdad. Sólo tomaron por equipaje la linterna. Se cogieron de la mano, cruzaron el umbral, solemnes, y caminaron, mirando atrás continuamente para cerciorarse de que aquella suerte de faro seguía encendido. Aunque ¿podía considerársele faro mientras se alejaban de él...? Miraron atrás una última vez y, como habían temido ―como habían esperado―, el rectángulo de luz que filtraba la puerta de su antiguo hogar había desaparecido (lo habían borrado). Se miraron el uno al otro, dos fantasmagóricos rostros sobre el último haz de luz que quedaba en medio de la oscuridad, que también se apagaría... Se volvieron hacia delante. Y siguieron andando.
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YO Y MI POLLA
Hubo algún intento más por recuperar la tertulia, renovándola en cuanto a la manera de reunirnos: fusionando el botellón puro y duro con el acto cultural, al aire libre en un espigón del puerto deportivo si el tiempo lo permitía o en un sitio cobijado si no, como mi casa (en ella la mayor parte de veces: vivimos en Asturias, qué le vamos a hacer). Tercero de la “trilogía fálica”, porque tres es mejor que dos, ¿o no? Sin tema.
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La fumada del siglo. O de mi vida, al menos. Vegeto frente a las imágenes sutilmente estroboscópicas del televisor, moderado su volumen, mudo en cierto sentido, porque ni lo escucho ni parece que tenga nada que decirme... El miniportátil descansa lánguido sobre mis rodillas, casi a punto de volcar. Ha saltado el salvapantallas: observo con ojos caídos por la gravidez y mi boca bobamente entreabierta las evoluciones de una banda de líneas sobre fondo negro que se desdoblan incesantes, rebotando de un extremo a otro mientras mudan su color. Alargo el brazo costosamente, sin molestarme por incorporar un ápice la espalda; aprieto una tecla y desaparecen para descubrir la ventana del procesador de textos, que no muestra ningún texto, sólo esa pequeña línea vertical parpadeando al inicio de una página demasiado blanca, demasiado brillante. Corrijo la luminosidad. Pronto aflora el mensaje que advierte de la inanición de la batería. No le doy de comer, sumiso a la pereza, molesto ante el esfuerzo que supondría tanto levantarme, dirigirme hacia el cable y el enchufe, como escribir, porque quizás tampoco tengo nada que decirle a un público que me ignore. Pliego la pantalla y deposito el artefacto al lado, sobre el asiento contiguo del sofá. Desparramo a mis costados los brazos, libres del peso. Entonces, noto una incipiente erección y me pregunto a cuento de qué viene. El miembro bajo los pantalones se estira, pero efectúa un movimiento extraño. Lo toco, atestiguando la dureza ganada, forzándolo un poco a su posición original, y nuevamente se revuelve, como si tratara de escurrírseme. ―¡Quieto! ―le ordeno con media sonrisa. Pero, cuando contraría por tercera vez mi voluntad, aparentando independencia, la sonrisa se me borra. Detengo mi mano para comprobar que no influye en las reacciones
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observadas, y el bulto vuelve a moverse, inexplicablemente, haciéndome sentir como si agarrara una culebra. Lo suelto. Ante mi estupor, continúa retorciéndose. Me traspasa la idea de que un animal se haya colado en mis pantalones durante el atontamiento beneficiado por la droga... Hasta donde sé, la maría escasas veces provoca alucinaciones, aunque me he metido una buena dosis y parece innegable que se trata de eso. Me asusto. Procuro dominar el miedo con la certeza de que éste no lo desencadena algo real. Cuelo un dedo bajo la cintura del pantalón y los calzoncillos y tiro hacia arriba, mientras lo que sea relaja su actividad oculta. Echo una ojeada, cuidadosamente... Sólo encuentro mi verga, la cual me apunta directamente, como si me devolviese la mirada... La destapo por completo, inspeccionando en torno a ella para mayor seguridad. Sin otro hallazgo. Hasta que reparo en un detalle del que al principio dudo. Me inclino cuanto permiten cuello y columna buscando corroboración. Juraría que el glande, ligeramente volteado, luce un meato distinto, combado de tal modo que... produce la sensación de estar sonriéndome. Ajeno a mí, el apéndice al completo se dilata en ese instante, como desperezándose tras una siesta, adquiriendo su tamaño y dureza límite; luego invierte el proceso, recuperando flexibilidad, para dejar muy claro su carácter alucinatorio, ya que de repente articula la brecha aludida, simulando una diminuta boca, y emite sonidos, identificables con palabras: ―¡Ah, libre por fin! Eso creo oír, superada vagamente la impresión inicial. Y la alucinación prosigue: ―¡Qué agobio, tío! Tú no sabes lo que es pasarse el día aquí atrapado. A ver si te compras unos gayumbos un poco más holgados, joder. «Mi polla me está hablando», pienso. Lo hace con voz aguda, proporcional al tamaño de la tráquea que debiera gastar. ―¡Sí, te estoy hablando! ¿Sorprendido? Sorprendido, sí, hipnotizado por los diminutos labios. Aunque me esmero en situarme a la altura de la sorpresa y, sopesando este engaño de mi mente, me considero incluso afortunado ya que no destila agresividad; hasta le veo gracia y pruebo a burlarme de esa voz aflautada. ―Repite conmigo: «Españoles..., hemos ganado la guerra.»
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Como en gesto de desaprobación, gira su “cabeza” a un lado y otro, para aparentar seguidamente echarme un vistazo de arriba abajo. ―Mírate. Vaya colocón llevas. ¡Qué despojo! ¿Cuándo vas a ponerte a escribir en serio, o a escribir simplemente? «Me ha salido crítica la hija de puta», opino, sin interrumpir su alocución: ―Más vale que dejes de desperdiciar el tiempo... Ahora resulta que tengo conciencia, y me habla desde los huevos. ―... Vamos a tener que cambiar muchas cosas. «¡¿Vamos?!» ―¡Sí: vamos! ¡Un Pepito Grillo! Y no puedo ―por más que comienza a apetecerme― aplastarlo como a un vulgar insecto. ―Sé qué piensas ―alardea―: que soy una alucinación y te librarás de mí antes o después. No vayas a hacerte ilusiones tan rápido, amigo. Lo vuelvo a cubrir. Bajo la ropa, se retuerce mientras insiste en su perorata. Interpreto: ―¡Eh, cabrón, estoy hablando contigo...! Decido ignorarlo. Pongo encima un cojín, como si pretendiese asfixiarlo, y subo el volumen del televisor. Tras un rato de zapping, no soporto el ruido que emiten los múltiples programas-basura y apago para tomar el reproductor mp3 y los auriculares. Me abandono a la música. Transcurren varias canciones. Relajado, constato que funciona. Pero unas notas disidentes se cuelan entre las guitarras, el bajo, la batería y la voz del cantante, y va imponiéndose esa vocecilla. ―¿Me escuchas?, ¿me escuchas...? Sé que lo haces ―ríe. Maldigo. ―Dije que no te librarías tan fácilmente de mí... Me pregunto cuánto durarán estos efectos de la droga. ―... Mira, no nos peleemos. Aunque no lo creas ahora, no quiero putearte; más bien todo lo contrario. ―Claro ―digo. ―En serio. ―¿Y cómo lo harás? ―Me echo una mano a la cara tras recalar en que―: ¡Mierda: estoy manteniendo una conversación con mi polla, en voz alta!
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―Lo cual es innecesario ―apostilla, jocosa―, porque me dirijo a ti desde tu cerebro. ―Tan innecesario como tu aclaración. ―Debes escucharme, seguir mis consejos. ―Tú sabes qué me conviene. ―¡Pues sí! Al fin y al cabo llevamos mucho tiempo juntos, formamos parte del mismo ser. Te conozco en profundidad, créeme. ―Eso dice mi madre. ―Con tu madre no te acuestas. ―¡Agh! ―exclamo al percatarme del contacto sexual con algo a lo que ahora otorgo una personalidad masculina, disociada de mí. ―Sí, esa es una de las cosas que tenemos que arreglar: estoy bastante harto de que me manosees. Desde ya mismo vas a currártelo más con las tías. ―Lo llevas crudo, con mi habilidad para el ligoteo. ―Eso no supondrá un problema, si haces lo que te diga. Aflojo a mi pesar una breve carcajada. ―¿Serás mi Cyrano? ―Algo así. ―De acuerdo ―asiento condescendiente, preguntándome si me veré obligado a aguantarlo toda la noche. ―Eso no pasará. ―¿Qué...? ―Lo siento, pero no te acostarás hoy esperando que me olvide de ti: hoy saldremos. ―¡Anda ya! ―Sí. ―¿Me forzarás a ello? ―ridiculizo. ―Si no me dejas otra. ―¿Y cómo?: ¿me golpearás?, ¿me gritarás?, ¿me cantarás música latina? No responde. ―Aquí sigo mandando yo, pequeña. Y disculpa por lo de «pequeña». No me replica. ―Joder, por fin un poco de paz.
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Apuro una última cerveza durante la cual mantiene su silencio. «Por fin ha acabado este episodio surrealista», colijo. Recupero gradualmente un efecto más común de la droga consumida: el sopor, y determino acostarme para matar la jornada, para despertar con mi cuerpo completamente limpio y mi mente normalizada. Antes, visito el retrete. Y entonces se me pone otra vez tiesa, vertical, como encañonándome amenazadoramente. ―¡Me cagüen...! Trato de corregir la dirección de la tubería por la que necesito evacuar, pero no lo consigo. Mi mente, una parte rebelada de ella, quiere mearme en el jeto. Me acerco a la bañera para minimizar las salpicaduras, porque ―por mis cojones― voy a mear, y, cuando lo intento, vuelvo a fallar y surge esa vocecilla puñetera, sin escenificarla los labiecitos de pez, ahora apretados en sabotaje: ―Si quieres desahogarte, ve a un bar. ―¡Y, si no, ¿qué?! ―Controlo tu vejiga. Dejaré que explote si persistes en ignorarme. Crujo los dientes de rabia. Me concentro enérgicamente en liberar el líquido acumulado. Infructuosamente. Cambio de táctica e invoco mi laxitud. Pero ni una gota se anima a brotar. Le propino una patada a la bañera. Recorro un par de veces, como bestia enjaulada, el largo del cuarto y desisto. Salgo. Me introduzco en la cama resolviendo que fluirá automáticamente cuando me encuentre al límite. ―No esperes mucho ―insta la voz de mi conciencia. ―Que te follen. ―Ojalá ―suspira. Aguanto desvelado. Y basta con no alcanzar algo para desearlo más insistentemente. Demasiadas birras aderezando los porros... Llegado a un punto, empieza a dolerme. Me levanto y regreso al baño, pero nada. Repito maldiciones. ―Cede ―conmina mi yo fálico―. No te arrepentirás. ―Manda huevos ―murmuro irónico. Entre más exabruptos farfullados, me visto rápidamente (él elige la ropa) y llamo un taxi: no estoy para andar hasta ninguna zona de bares. Tarda poco: hay una parada cerca. No obstante, la pantallita digital marca un precio de salida de más de cinco euros. ¡Qué cojonazos! ―¿Adónde? ―pregunta el taxista.
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―¿Adónde? ―pregunto a mi vez, al pasajero invisible, dándome cuenta de que he pronunciado la frase en voz alta; pero el tipo no se extraña demasiado, interpretando quizás que lo he copiado para distraer la falta de una respuesta inmediata mientras recuerdo alguna dirección. ―A Fomento ―responde la voz en mi cabeza. ―¡¿A Fomento?! ―me exalto. Esta vez mi tono sí levanta palmariamente la suspicacia del conductor. Lo rectifico disimuladamente―: A Fomento, por favor. Luego pruebo a retomar el diálogo interiormente: «Si tan bien me conoces, sabrás que odio ese tipo de sitios». «Lo sé, pero un día como hoy a estas horas poco más estará abierto, y convendrás en que hay más posibilidades de pillar cacho.» Sin utilizar las cuerdas vocales, despotrico contra Dios y contra el carajo. Nos apeamos frente al pub que menos asco me suscita de la zona. Le devuelvo con desgana el saludo al portero ―no sólo por mi malestar físico sino porque me incomodan los porteros: me transmiten las altas probabilidades de jaleo que concentran, los problemas que yo mismo puedo atraer por desentonar mi vestimenta normal, mi actitud, del conjunto― y me lanzo escaleras abajo, directo a los lavabos. Sin embargo, mi nuevo amigo conoce perfectamente mi propósito de huir corriendo en cuanto evacue y permite que me alivie sólo lo suficiente para retenerme cerca. «Pídete una cerveza», propone. ¡¡Cuatro euros una puta cerveza, cuatro euros!! ¡A cagar con la crisis! Me acodo en la barra, doblegado, cabreado por la sensación de estafa. Incómodo por mi urgencia mingitoria, modifico la postura, hasta aparento cierto bailecito, aumentando el cabreo. Le extraigo un sorbo al botellín y cuestiono mi inteligencia dado el conflicto de mi vejiga. «Mira allí», oigo por debajo de empalagosas ventosidades discotequeras (agradezco, a pesar de todo, el alcohol y la droga consumidos en casa, porque atenúan levemente mi sufrimiento). «Allí», insiste, señalando como la varilla de un zahorí, empujando la lona desde su tienda de campaña. Mi cuello obedece y entorna la cabeza: una morena delgadita se contonea sonriente. Repara en mí y escamotea la mirada pícaramente. «¡Joder, ¿te has fijado, mamón?: luz verde!»
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«Así de fácil.» «¡Sí!» «Le digo: “¿Follamos?”, y para casa.» «Tanto como eso no, pero...» «Ya.» «Escúchame y obedece o revienta. Tú decides.» Gruño. «Acércate», ordena. «¿Para espantarla? Vale.» Cuanto antes acabe ―razono―, mejor. «Sonríe, por tus muertos.» Tenso una sonrisa falsa para contentarlo, también para burlarme del vaticinado fracaso al que nos conduce, que a la postre le resulta convincente a la chica, tal vez porque mi despreocupación se traduce para ella en seguridad de macho alfa. «¿Y ahora qué, listillo?» «No digas nada. Tú imita su baile y ya te diré yo.» Eso hago. La nena me sigue el juego, de momento. «Pégate un poco más, suavemente, a ver cómo reacciona.» Acorto distancias y no se despega, más al contrario: se deja e incluso se restriega ocasionalmente, «hasta que se harte y se marche con otro», pienso. «Sigue así.» La tengo de espaldas y su trasero alcanza a rozarme. «Acaríciale la cadera.» Se la acaricio con mi mano libre (como para soltar una cerveza de cuatro euros). «Céntrate.» Por un instante, olvido las ganas de mear. Comparto la excitación de mi mellizo. Acaba la canción. Nos separamos. Me vuelve a echar una de esas miradas en el escaso trayecto de mis genitales al lugar donde se aposenta su copa. Está con una amiga, también bastante guapa. «Cyrano», invoco. «Espera. No vayas aún. Muéstrate autosuficiente, pero sonríela, en plan canalla, ligeramente canalla.» Me siento como si me hablase un fotógrafo para el cual poso.
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«Échale un trago a la cerveza y acércate. Yo te dicto... Y fíngete confiado.» Obedezco con resignación, anhelando que, tras el inminente rechazo, el subconsciente que me guía no se empeñe en encadenar tentativas a lo largo de la madrugada. Aunque me intriga asimismo la mínima posibilidad de que una parte de mí custodie la llave del éxito que obtienen otros. Tantas veces, desde lejos, a través del ruido, he intentado leer los labios de esos otros para satisfacer mi curiosidad... Así que las abordo, sometido por completo, cual Mazinger Z, a la voluntad de este Koji Kabuto: «Hola, chicas». Suelto con idéntica naturalidad un comentario relativo a la pobre afluencia del local, a la extrañeza que me produce después de tanto tiempo fuera. Les dejo caer tal idea y, cuando exponen su interés, digo que vivo en Segovia, porque allí curso carrera, Arquitectura, último año, previo a ocupar un puesto seguro gracias al enchufe que representa mi padre, socio de una empresa ubicada en la capital... ¡Funciona! Parece que tenía yo razón y, como para conseguir trabajo: si no mientes, no ligas. Tampoco puedo asegurar que sea la táctica común; supongo que habrá un porcentaje de tíos que cuenten la verdad en semejantes circunstancias y ambientes. Si su verdad los favorece así. De cualquier modo, esa luz de paso que ha pulsado ella, esa señal de “éntrame y ya veré”, facilita enormemente las cosas. Tomamos la siguiente en otro antro de la misma calle (pago yo, por descontado). Bailo con las dos a la vez, también “estilo roce”, y me cuesta fijar la vista en un solo objetivo. Después, las invito (o invitamos) a una última en mi casa. Y aceptan. Felicito a mi apuntador por la ocurrencia de aclarar anticipadamente que mi casa pertenece a un amigo, un porrero con ínfulas de escritor que hoy ―casualmente― duerme en casa de su chica. En otro taxi, mi incredulidad crece hasta unas cotas impensables al convertirse el roce a tres del baile en algo más explícito delante del taxista. «Mírame y que te pudra la envidia.» Para variar, le pagaré con gusto. Me disculpo nuevamente por el estado en que hallarán el piso y espero no se echen atrás nada más abrir la puerta... La cruzan. Les ofrezco la bebida, pero muestran sed de otra cosa. Logro pleno, realizando la fantasía más típica de un hombre. Tiene guasa, las veces que me han criticado las mujeres por pensar con la polla y una que lo hago literalmente...
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Recuerdo las ganas de mear cuando provocan que me corra aceleradamente. Les pido un minuto para aliviarlas y ríen, atribuyendo mi precocidad a la excitación. Meo con mayor placer que el del orgasmo. Al regresar, las encuentro bien entretenidas y participo en condiciones infinitamente más favorables. Descansamos tras el tercero. Caigo en un sueño tan profundo que ni con la maría... Por la mañana despierto bruscamente: una de ellas ha curioseado por la salita y ha dado con un manuscrito firmado por mí, una recopilación de cuentos que me ha arrojado encima indignada. Reconozco la verdad. Su indignación se contagia y me insultan mientras se visten. Se marchan airadas. Tras un fugaz malestar, río abiertamente: disfruto de su decepción casi tanto como del sexo recibido. Recapitulo: he experimentado un episodio alucinatorio persistente y me he hecho un trío con dos hembras más que aceptables; material para contar a mis sobrinos, ya que no a mis nietos. Me recreo en el silencio. Y, de pronto, una conocida vocecilla lo rompe. ―¿Ves cómo tenía razón? Noto el bulto de la sábana a la altura de mi entrepierna, mas no lo descubro. Me asusto, de verdad esta vez. Me dice: «No te preocupes», pero ¿cómo coño no voy a preocuparme cuando los nudillos de la locura pican a mi puerta? «Sólo soy una parte de ti que debes aceptar», arguye. No desperdicio más tiempo y cojo el listín telefónico (presupongo que una cita por la sanidad pública se demorará varios días, si no semanas o meses). Mientras atienden mi llamada, la vocecilla continúa, aunque procuro ignorarla con toda mi capacidad de dispersión... Explicada mi urgencia, la secretaria del primer número que marco se pone de acuerdo con el psiquiatra y convienen atenderme en poco menos de una hora (¿cómo perder la oportunidad de captar otro cliente con las tarifas que aplican?). ―Cometes un error ―escucho. No se calla la zorra. Cincuenta minutos no significan demasiado, en condiciones diferentes. Me impaciento. Me muevo nerviosamente. Trato de centrarme en la sesión terapéutica que me aguarda. Será una coña describirle las últimas horas al tipo. Dudo que a lo largo de su carrera haya conocido un caso similar.
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Calibro la opción de acudir a la cita en autobús, sumando la tardanza inicial hasta que me recoja al tiempo entre paradas, y me decanto nuevamente por un taxi. Llego pronto, así que me toca chupar banquillo igualmente. ―Te entiendo ―asegura la vocecilla, que me ha concedido una pequeña tregua durante el trayecto―, y sé que no rectificarás, pero, ya que no vas a hacerme caso ahora, concédeme algo: saca los papeles y el bolígrafo que llevas en tu cazadora y permíteme demostrarte lo beneficioso que puedo ser para ti. Callo. ―No me gusta amenazarte ―amenaza―, pero créeme: te resultará mucho más fácil soportar los treinta y cinco o cuarenta minutos que te quedan así que oyéndome cantar a Maná. Conoce perfectamente, claro, mis puntos débiles, de modo que cedo antes que soportar semejante sesión de tortura. Copio cuanto me dicta, con fluidez, y lo mecánico del proceso deviene incluso en gratificante (al menos en comparación con la alternativa). Por fin me reclaman, y le cuento mi historia a un sujeto de canas precoces y aspecto elegante. Cuestiona el ménage à trois... Joder, no me había parado a considerar que formase parte del delirio. Y mi inseguridad rebasa su cenit ante la perspectiva de no distinguir en absoluto lo real de lo imaginado. Se muestra de acuerdo conmigo en que el problema excede los síntomas atribuibles al cannabis y me receta un medicamento que atajará las alucinaciones. ¿Diagnóstico preliminar?: brote esquizofrénico. Pierdo el culo hacia la farmacia más próxima y me meto en un bar para ingerir la dosis número uno. ―Me echarás de menos ―se despide mi personalidad desdoblada―. Espero que hablemos pronto, en cuanto te des cuenta. No respondo. Regreso a casa. Vegeto de nuevo frente al ordenador. La jornada se desenvuelve sin ninguna incidencia. Parece haberse retirado. Respiro con cierto alivio. Consumo los días que faltan para la siguiente consulta sin necesitar emplear la tarjeta que el psiquiatra me ha proporcionado. Definitivamente,
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parezco haber retornado a la normalidad. Y vuelvo a aburrirme. Pero me mantengo al margen de fumar, contentándome con alguna que otra cerveza. Una tarde, me da por limpiar y encuentro algo bajo la cama. Es una horquilla para el cabello, y no reconozco su procedencia, hasta que deduzco que sólo puede pertenecer a una de las chicas con las que me acosté la noche “N”. Entonces, recupero las hojas dobladas en ocho y garrapateadas casi en trance el día de la primera consulta y las examino. A pesar de la rapidez en su escritura, se entienden bien. De entrada, no sé qué leo, hasta que reparo en que se trata de un fragmento confeccionado para insertar en una obra anterior; de hecho, el final perfecto que nunca se me ocurrió para un relato aparcado por imposible... Medito sobre ello. Y sigo meditando. Me cuesta creer que esté pensando seriamente lo que estoy pensando... Quizá fuese cierto el carácter no pernicioso del delirio. Quizá sea incluso provechoso. En la naturaleza existen animales que interaccionan continuamente, complementándose, beneficiándose mutuamente, lo que se denomina simbiosis. Finalmente lo hago: abandono la medicación, como prueba, pasajeramente, porque siempre puedo regresar a ella. Al rato, se impone un despertar bajo mis pantalones. Descubro los genitales y observo... Pero no se produce movimiento excepcional, ni sonido alguno, y asumo que contemplo una erección corriente. Unas horas después, dormito. En el duermevela, gana protagonismo esa vocecilla y, cuando me despejo del todo, no lo pierde: ahí está, de nuevo. ―Hola ―me saluda. ―Hola ―respondo tímidamente. ―¿Qué te parece si escribimos un poco y luego buscamos una raja caliente y húmeda? ―Me parece un plan estupendo. «Tal vez sí deba aceptar esta otra parte de mí e integrarla si verdaderamente me beneficia», maduro. Presto atención al dictado y transcribo las palabras de esa voz que me sale de los cojones. Con una fluidez largamente perseguida, construimos el
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relato que acaba aquí y que uso de broche para cerrar esta colección. Ojalá la hayáis disfrutado.
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DIÁLOGOS CON MI POLLA ....................................................................... 1 PRESENTACIÓN ....................................................................................... 3 INTRODUCCIÓN ...................................................................................... 5 Y SIN EMBARGO SE MUEVE ................................................................ 6 EL HOMBRE SIN SOMBRA .................................................................. 15 LA ÚLTIMA FRONTERA ....................................................................... 24 DIÁLOGO CON MI POLLA ................................................................... 31 LA GRAN CONFESIÓN.......................................................................... 35 REQUIESCAM IN PACE ........................................................................ 42 GOSPEL SATÁNICO EN NUEVA ORLEANS ..................................... 48 TU DOPPELGÄNGER............................................................................. 50 EL SOÑADOR ......................................................................................... 62 TRAS EL REFLEJO ................................................................................. 75 RECETA PARA UN SACIADO .............................................................. 84 LA LUCHA ............................................................................................... 87 MONOS .................................................................................................... 94 ESCALAS ................................................................................................. 98 HOMBRE-MOFETA .............................................................................. 102 FUEGO ................................................................................................... 109 LA GOTA ............................................................................................... 114 FRÍO HUMANO..................................................................................... 123 OTRO DESAPARECIDO ...................................................................... 134 AL FINAL DEL ARCO IRIS ................................................................. 138 SUEÑO AZUL ........................................................................................ 140 7:06 .......................................................................................................... 145 EL VACÍO .............................................................................................. 150 FANTASMAGORÍAS ............................................................................ 153 LECCIONES SOBRE DIOS, EL HOMBRE Y LA MATERIA ............ 161 EL MIEMBRO DISIDENTE .................................................................. 164 HASTA QUE LA MUERTE NOS SEPARE ......................................... 173 DIVINA SIMBIOSIS .............................................................................. 177 PUTAS .................................................................................................... 182 TANGIBILIDAD .................................................................................... 188 INVISIBLE ............................................................................................. 190 NOTA DE SUICIDIO ............................................................................. 195 EL HORROR .......................................................................................... 201 EL RITUAL ............................................................................................ 204 CARAMELOS DE FRESA .................................................................... 209 CARNE FÁCIL ....................................................................................... 216 ...---... ....................................................................................................... 220
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LA ECLOSIÓN DE LOS SENTIDOS ................................................... 226 IRREALIDAD ........................................................................................ 235 LA OSCURIDAD ................................................................................... 239 YO Y MI POLLA ................................................................................... 249
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