Desnuda oscuridad - Muchoslibros

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Desnuda oscuridad Oscar Vela

© 2011, Oscar Vela D. © De esta edición: 2011, Santillana S. A. Av. Eloy Alfaro N33-347 y Av. 6 de Diciembre Teléfono: 244 6656 Quito, Ecuador Av. Miguel H. Alcívar y José Alavedra Tama, manzana 201, no 14, Kennedy Norte Teléfono: 228 8012 Guayaquil, Ecuador www.santillanaedicionesgenerales.com/ec Facebook: Grupo Santillana Ecuador Correo electrónico: [email protected] Alfaguara es un sello editorial de Grupo Santillana. Éstas son sus sedes: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, España, Estados Unidos, Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela. Fotografía de portada: Verónica Mosquera Diagramación: Nancy Novillo Primera edición en Alfaguara Ecuador: Abril de 2011 ISBN: 978-9942-05-060-1 Impreso en Ecuador por Poder Gráfico Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso escrito previo de la editorial.

Para Stefi, siempre.

…una vida no basta; se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad… puesto que un hombre o una mujer pueden ser varias personas mentalmente, pueden volverse varias personas físicamente: somos espectros del tiempo, y nuestro presente contiene el aura de lo que antes fuimos y el aura de lo que seremos cuando desaparezcamos. Carlos Fuentes, Terra Nostra Hoy, como nunca antes: los vagabundos, los desarrapados, las mujeres con las bolsas, los marginados y los borrachos. Van desde los simplemente menesterosos hasta los absolutamente miserables. Dondequiera que mires, allí están, en los barrios buenos como en los malos. Algunos mendigan con una apariencia de orgullo. Dame ese dinero, parecen decir, y pronto volveré a estar entre vosotros, yendo y viniendo apresuradamente en mi rutina cotidiana. Otros han renunciado a la esperanza de salir algún día de su marginalidad. Están ahí despatarrados sobre la acera con un sombrero, una taza o una caja, sin molestarse siquiera en mirar al transeúnte, demasiado derrotados como para dar las gracias a quienes dejan caer una moneda ante ellos. Paul Auster, Ciudad de cristal

Crónica tomada del diario Los Andes, Riobamba, sábado 18 de septiembre de 1999 Alarma en la población por hallazgo de cadáveres y un símbolo extraño La mañana del viernes 17 de septiembre, un hombre de alrededor de 55 años y una mujer de aproximadamente 40 fueron encontrados muertos en la habitación número 22 del hotel Paraíso, ubicado en la zona céntrica de la ciudad de Riobamba. Se presume que las víctimas habrían sido degolladas por la misma persona, dado que ambas presentaban similitudes en la forma y la profundidad de sus cortes. Las paredes de la habitación exhibían un círculo formado por una serpiente alrededor de una estrella de seis puntas, símbolo pintado, aparentemente, con la sangre de las víctimas. Una mucama descubrió los dos cadáveres cuando ingresaba a limpiar la habitación. Ninguno de ellos portaba documento de identidad ni constaba en el libro de registros del hotel. Este episodio se suma al descubrimiento de los cuerpos de dos mendigos que habrían muerto ahogados en las aguas de la laguna de Ozogoche, pocas horas antes de este homicidio. El símbolo que los vagabundos llevaban tatuado en la piel es el mismo que se encontró marcado en las paredes del hotel Paraíso.

9 de agosto de 1985, la ciudad nueva

Ariel Nunca imaginaste que la muerte pudiera ofrecer momentos de belleza tan sobrecogedora. Finalmente, has logrado despojarte de esa impresión macabra que te quedó aquella tarde en la que descubriste un cadáver descendiendo por las aguas revueltas y turbias de la creciente en invierno. Tenías apenas nueve años cuando sentiste por primera vez el azoramiento brutal que produce contemplar la muerte de cerca. Y ahora, una década después, has conseguido atraer a la muerte a tu lado y la retienes junto a ti, transfigurada en el cuerpo tibio e inerme de Arturo Santistevan, investida del poder criminal de tus manos, que no fueron sino el instrumento del que ella se valió para lograr esta soberbia ejecución. Es mejor que te vistas y salgas pronto, no vaya a ser que el demonio se presente a reclamar lo suyo y te sorprenda todavía unido al cadáver de Arturo Santistevan. Mientras refrescas tu piel con agua fría, te preguntas si será normal sentirse tan tranquilo después de haber asesinado a ese hombre que se encuentra tirado allí afuera sobre la mullida alfombra de la sala. El espejo del majestuoso cuarto de baño de Arturo Santistevan te devuelve la imagen de un tipo sereno, satisfecho. De alguna forma, en este momento deberías estar acosado por el remordimiento del verdugo, acorralado por el miedo a ser descubierto, acuciado por la inquietante presencia de la muerte. Sin embargo, te invade una inmensa sensación de alivio, de placentera neutralidad, como si hubieras alcanzado la paz insondable que te ofrece la soledad de una montaña arañada por nubes

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densas o las profundidades silenciosas del mar. No quisieras verte despojado de estas sensaciones, descender jamás de la cumbre o ascender nunca a la superficie. Desearías tener el poder de inmortalizar este instante, congelar el tiempo y quedar atrapado en él, sin posibilidad de retorno, sin que te sea permitido avanzar ni retroceder, peor aún escapar, pues tu voluntad estaría subyugada también por tu poder. Un hombre tan poderoso que sería capaz de revivir una y otra vez su momento de mayor gloria. Se te ha escapado una sonrisa extraña, una especie de mueca maldita. Te cubres la cabeza rapada con la toalla de un rosa escandaloso y anulas, por un momento, tu imagen del espejo. Secas cada una de las gotas de agua que mojan tu rostro. ¿Qué esperas encontrar del otro lado del espejo cuando retires la toalla de tu cara? Quizá la ratificación de un asesino irreverente. O el semblante trémulo de un homicida primerizo. Tal vez la confirmación de que todos tus temores han desaparecido. Hazlo de una vez por todas; así, despacio… Ahí estás de nuevo, los ojos diáfanos como el cielo del verano en estas latitudes equinocciales, la cabeza reluciente, la piel ligeramente enrojecida por la aspereza de la toalla. Crees haber escuchado un ruido que provenía del salón, quizá una puerta que se acaba de cerrar. Tienes la mente en blanco. Tu imagen se desvanece y el espejo vuelve a convertirse en un artilugio inútil, poblado de unos cuantos azulejos celestes encuadrados en tristes cenefas grises. Sales del cuarto de baño. En efecto, el ruido tenue del seguro de una cerradura te alerta. Te mueves con sigilo. Todo parece estar igual en el salón: el cuerpo desnudo de Arturo Santistevan permanece bocabajo sobre la apelmazada alfombra beige, las luces indirectas iluminan con precisión el Quito rojo de la pared. Te sientes incómodo con la luminosidad de la sala. A tu izquierda, apenas a un paso, encuentras el interruptor. Apagas todas las luces. La penumbra inunda el apartamento. La sala en la que descansa el

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cuerpo y el comedor con la mesa desvestida reciben, apenas, los rayos de una media luna que se proyecta oblicua a estas horas de la noche. Así, como una sombra, te has sentido siempre más seguro. Desde niño soñabas con ser solamente una sombra esquiva y discreta. Y casi lo has logrado. Te deslizas por el corredor que oscurece gradualmente, según te alejas de la sala. Tu corazón late con furia. Empiezas a formar parte de la oscuridad, te fusionas con ella. Más adelante, a tu derecha, te encuentras con una primera puerta cerrada. Dudas de abrirla. Acercas la oreja a la madera blanca y esperas escuchar algo durante unos segundos… Nada. Intentas dar vuelta a la perilla. Está cerrada por dentro. Sigues adelante hasta encontrarte con otra puerta, apenas abierta. Miras hacia atrás —un gesto más bien nervioso— y luego vuelves a observar el interior de la habitación por el resquicio que te deja la puerta. ¿Y ahora qué? La empujas y ésta se estremece. Distingues adentro una cama amplia, una cómoda con un espejo y la ventana cubierta por una cortina. Detenido en el umbral, contemplas lo que tienes a tu alcance: sombras estáticas, la silueta de los muebles, las cortinas cerradas. Sales de la habitación y retornas a la sala. Sobre la mesa del centro descubres la billetera de cuero de la víctima. La abres y tomas el efectivo, un fajo de billetes que huelen a nuevo. No miras el resto, prefieres dejar las cosas en su lugar. Un airecillo siniestro se filtra por algún sitio. Verificas si alguna de las ventanas está abierta. Todo el departamento parece seguir igual, clausurado como una tumba y, sin embargo, sientes una presencia extraña, una serpenteante corriente de aire que deambula a tu alrededor. Aunque has revisado el apartamento, presientes que no estás solo. A lo mejor es la sombra de la muerte que se desplaza en torno a la víctima, como si se tratara de una hiena que se dispone a olisquear la carne tibia antes de devorarla, antes de usurpar su espíritu. Mientras imaginas esa sombra haciendo su labor, sientes que en verdad te mira

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de reojo, desconfiada, desafiante, hasta que, súbitamente, una ráfaga tremenda penetra en tu pecho como un puñal de hielo que te impide respirar. Necesitas salir de este sitio lo antes posible, huir. Te asfixias, tiemblas, esa sombra gélida explora ávidamente tu interior… Sales a la calle en forma precipitada. El viento helado te reanima con sus bofetadas. Tus sentidos cobran vida. Tu cuerpo despierta lentamente de esa especie de pesadilla con asfixia y miembros anquilosados, de flashes mordaces e incoherentes, de miedo. Miedo de escuchar, mirar, paladear, olfatear, sentir la muerte dentro del pecho. ¿Qué te sucede? Tu respiración aún se agita, volteas, miras hacia todos lados, nadie te sigue; sólo tu olor va dejando un rastro fino en el camino, un aroma extravagante, olor a muerte, a semen, a sudor y al costoso perfume francés de Arturo Santistevan. Todavía te tiemblan las piernas. Desciendes la colina del norte, acompañado solamente por los taconazos de tus botas en la acera. Caminas embozado en el manto que la niebla ha formado para ti. Respiras con avidez, como si cada inhalación te devolviera la vida. El aire penetra en ti produciéndote alivio, sosiego. Tu pasado se desprende del cuerpo en jirones que caen sobre la acera a cada paso, como una serpiente que muda su piel tras haber engullido a la víctima, estrujada y asfixiada por la fuerza de sus anillos, como Andrea, que aunque ya no es capaz de hacer daño, se desnuda un poco cada noche, sólo para ti. Continúas caminando con cierto apuro por las calles sinuosas de la colina del norte. Las nubes han cubierto la mitad de la luna. Llevas demasiadas cosas en la cabeza: hechos pasados y presentes, temores y ansiedades, concupiscencias y pesadillas; sí, pesadillas tan reales como la de aquella tarde hace tanto tiempo en el pueblo. Rememoras cada instante de esa tarde como si hubiera sucedido hoy. Lo recuerdas con la exactitud de los actos recientes, con el mismo nerviosismo

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irracional con el que tú y los demás chiquillos corrieron entre los cañaverales mientras un cadáver navegaba bocabajo, mostrando su torso púrpura desnudo y los flecos del pantalón desgarrado. De no haber sido por ese ramal de juncos en el que se varó el cuerpo, quizás habrías terminado exhausto y extraviado en la juntura maldita donde se fortalecía el caudaloso río negro, al que tu padre te había prohibido ir. Sólo Imelda, que para ese entonces tenía trece años, se atrevió a meter al vado para voltear el cadáver y descubrir el rostro siniestro del ahogado, un ser anónimo con la carne amoratada e hinchada como una berenjena. La gente del recinto hacía presagios funestos mientras contemplaba en la playita el cuerpo inflado del miserable, desde las plagas más feroces, pasando por todos los tormentos del infierno. Pocos días después, Moarry apareció en el caserío con su traje claro de lino y un cargamento de libros que arrastraba dentro de un curioso baúl añil. Todos acudían a ver al recién llegado; su cabello, de un dorado tan pálido como la cabuya con la que se fabricaban las sogas y las shigras de las jóvenes, despertaba en la gente una curiosidad infantil. Moarry llegó al pueblo precedido de un amplio cargamento de cajas que atestaban las pequeñas bodegas del correo. Contenían libros, un amplio bagaje de conocimientos y lenguas extrañas que el misterioso personaje había acopiado en sus viajes y pondría a disposición del pueblo. La curiosidad provocada por sus cabellos albinos se atenuó poco a poco y fue sustituida por la de los libros, que Moarry prestaba generosamente a los habitantes del pueblo. Una mañana, Imelda y tú también formaron parte de la procesión que anhelaba ver de cerca a aquel extraño ser y su biblioteca ambulante. Moarry se encontraba recostado en una hamaca que colgaba de los soportes del portal de la casa que había alquilado en las afueras del pueblo. Sudaba mientras leía un libro enorme que sostenía con ambas manos sobre su pecho esquelético. El pueblo, en esos días, hervía. Moarry se

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amparaba en la sombra, pero de todas formas llevaba sobre la cabeza un enorme sombrero de paja para proteger su piel de los inclementes rayos ecuatoriales. Imelda y tú permanecieron en silencio un buen rato, mientras contemplaban, estupefactos, al hombre cuya epidermis parecía la sábana blanca y arrugada de un fantasma. De pronto, Imelda soltó una risita burlona y Moarry levantó la cabeza mostrando los ojos de una opacidad almendrada, enmarcados en diminutas pestañas rubias. Su mirada fue siempre ofensiva. Es increíble que después de tantos años, aún te atormente en las noches ese rostro blanquizco y afilado en el que brillaban las cejas albinas. Tan sólo te acuerdas de que Moarry abrió la boca para decir algo que tú no escuchaste, porque saliste corriendo despavorido, mientras Imelda sostenía, estoicamente, una risa nerviosa frente al hombre que, más tarde, sería su cómplice y tu perdición. Desde ese mismo instante, Moarry partió tu vida en dos. Tu plaga había llegado al pueblo para quedarse. ¿Cómo reaccionarías hoy si tuvieras a Moarry frente a ti? Nunca has sabido cómo enfrentarte a ese hombre. Cuando te ha dominado la ira has terminado entre sus garras. Incluso en sueños, Moarry te ha sometido. ¿Cuántas veces has soñado con ese encuentro? Demasiadas. Lo has visto humillado a tus pies, suplicando, despojado de toda soberbia, y al final de cada sueño aparecías entre sus brazos llorando como un niño asustado. ¿Quién te entiende, muñeco? Te gustaba que Imelda te llamara muñeco, sí, y también mamá, pero jamás aceptaste que Moarry utilizara aquel sobrenombre, y mientras más renegabas él lo repetía con mayor gusto: «Muñeco, mi muñeco, mi muñequito…». Desde la inconsciencia del sueño, has contemplado varias veces, con aire de venganza, su cuerpo en apariencia inerte, pero, sorpresivamente, Moarry despierta y transforma todo aquello en pesadillas en las que te acorrala y tú no logras gritar, pues tu voz se desvanece en el breve espacio que la imagen deja entre su cuerpo flácido y el tuyo.

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Ahora entiendes por qué Moarry sostenía que la perversión era un concepto ambiguo, susceptible de ser manipulado para excitar o atemorizar, para seducir o intimidar. Sí, tú acabas de descubrir esta noche que la perversión es el arma ideal para engatusar a la víctima que, entre los rostros delirantes de la farsa, no alcanza a distinguir los farragosos linderos que dividen al terror del placer. Es en esa ambigüedad, precisamente, donde se cifró lo más bello de tu actuación: en la espléndida administración de la intriga, en la confusión de una atmósfera que bien podía interpretarse como romántica y aterradora a la vez, en la incertidumbre del desenlace al vaivén de un péndulo que oscilaba enérgico entre la fatalidad y el frenesí. Sí, la ejecución fue maravillosa, pero los instantes previos superaron cualquier expectativa. ¿Qué pensaba Arturo Santistevan en los últimos momentos de su vida? ¿Creía de verdad que todo era un juego perverso? ¿En qué momento se percató de que lo ibas a estrangular? En ese apartamento confluyeron de forma magistral la lujuria y el miedo, la pasión y el horror. Desde esta noche sabes que en los rincones donde anida la muerte, también se pueden encontrar momentos sublimes.

7 de julio de 1999, la ciudad vieja

Teo Esta noche, el hombre ha soñado que sepultaba a Roditi, su curioso amigo. Un sueño extraño en el que también me encontraba yo, convertido en una suerte de sombra celadora, pasiva, que escrutaba cada uno de sus movimientos. Mientras él envolvía el cuerpo menudo de Roditi en un trapo blanco, yo movía nerviosamente la cabeza para un lado y para el otro, como si en el acto de sepultar al muñeco, estuviéramos cometiendo juntos un grave delito; como si él o yo le hubiéramos quitado la vida, viéndonos obligados a deshacernos de su cuerpo felpudo. A mis pies se encontraba un hoyo muy pequeño que el hombre había cavado con las manos, pues no tenía un azadón o ningún otro instrumento a su alcance. El sueño se desarrollaba en una pradera que él divisaba desde su celda, en las lomas medias del volcán, cada mañana. La única visión del exterior que el hombre tuvo durante estos años, fue aquel resquicio verde que aparecía como el espejismo de un oasis en medio de los edificios grises y vetustos de la ciudad. Y aún conserva viva aquella imagen en su mente: un bosque de eucaliptos enormes y, en medio de ellos y sus sombras, ese lugar insólito. Fue la visión diaria de esa explanada la que lo mantuvo vivo en la cárcel todos estos años. Sí, aunque muchas noches él soñaba que la pradera no existía en realidad, que sólo era un producto de su imaginación y que detrás de la ventana no había sino una pared de cemento con sus respectivas aberturas cuadriculadas y los barrotes herrumbrosos que las cubrían. Una pesadilla que le

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mostraba al hombre el reflejo exacto del pabellón de la penitenciaría, como si se contemplara a diario en un espejo macabro que sólo era capaz de devolverle las imágenes más atroces de su vida. Por eso, cada mañana se despertaba con la ansiedad de mirar otra vez aquel lugar y constatar si el mundo exterior todavía le aguardaba o si había muerto del todo. Y esa imagen parecía siempre estar ahí, para su consuelo… Sin embargo, al dejar atrás la prisión, el hombre se encontró con que aquella pradera verde jamás había existido. Sí, el pobre ha deambulado estos días por el lugar y sólo ha hallado suburbios de casas derruidas, calles empedradas, miseria. Desde que el hombre abandonó la prisión, lo han asaltado sentimientos de tristeza, desamparo, frustración. Como si su alma estuviese, todavía, encerrada entre esas paredes. Al final, la libertad es siempre una ilusión. El espíritu de un presidiario jamás vuelve a ver la luz del día. El hombre no tiene nada. Apenas le queda como posesión ese muñeco maltrecho que sepultó en el sueño, unas pocas prendas ajadas y unos cuantos libros desvencijados que releyó infinidad de veces en prisión. Dice llamarse Azarías, pero ése no es su nombre verdadero. Para mí sigue siendo el hombre. Estos días han sido muy duros; no hemos hecho más que caminar por las calles de la ciudad vieja, pedir limosna a los transeúntes y rescatar restos de comida de los basureros. El hombre aprende poco a poco lo que es vivir en las calles. Por las noches buscamos refugio en portales de iglesias o zaguanes abandonados. Evitamos a los pordioseros belicosos y alborotadores que no forman parte de nuestro círculo, aunque esto el hombre no lo sabe. Me encontré con él hace seis noches. Lo vi por primera vez cuando se había involucrado en una pelea de grandes proporciones con algunos indigentes de malas pulgas. Sin saberlo, había invadido el territorio de esos mendigos, que lo atacaron con bastones y varas, mientras gritaban enardecidos

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que se largara de su lugar. Entonces llegaron los guardias metropolitanos y ahí sí se armó una grandiosa trifulca en el callejón y todos los pordioseros pasaron a ser víctimas. En ese momento entré en la pelea con mis hombres. Lo habíamos visto todo desde el principio, desde nuestras guaridas, y no nos habríamos inmiscuido si no hubieran aparecido esos malditos metropolitanos. Desde el piso, el hombre miró cómo molí a palos al maldito que había caído sobre él. Sólo entonces recuperó el aliento, se incorporó y arremetió también contra el guardia que yacía a mis pies. Aún recuerdo el sonido de aquellos golpes con los que él pretendía demoler al hombre: ¡Chac! ¡Chac! ¡Chac!, la resonancia brutal de un saco de vísceras, y el último bastonazo en la cabeza: ¡Kroc!, como un coco que se estrellaba contra el pavimento. Repentinamente, los demás guardias corrieron hacia la boca del callejón y el tipo al que golpeábamos permaneció inconsciente sobre el piso. Uno de los nuestros se encargó de liquidarlo mientras los demás enfilábamos hacia el fondo del callejón, donde se oculta la entrada a las entrañas de la ciudad vieja. Aún no sé si el encuentro con el hombre en medio de aquella trifulca fue un golpe de suerte o un hallazgo aciago. De pronto él me debe la vida y está obligado a seguirme al lugar al que lo lleve. Sin embargo, hay algo que no me agrada de él, algo que no logro descifrar. Por desgracia, no puedo dejarlo libre ahora que conoce ciertos secretos de mi gente. El hombre me debe obediencia y así se lo he hecho saber. Desde ese día, él forma parte de la multitud de indigentes que inundamos la ciudad hasta desfigurar su rostro. De ahí que la consigna de la guardia municipal sea limpiar las calles de pordioseros y perros sarnosos. Lo que desconocen esos malditos es que libran una batalla imposible contra las ratas. Aquella noche, después de la pelea, el hombre conoció por dentro una pequeña parte de nuestro mundo. Su rostro denotaba el temor que le había provocado sumergirse

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en esta zona subterránea de la ciudad. Quizá sentía que había vuelto a la penitenciaría o a un calabozo de castigo. Pronto le hice saber que aquel lugar es el intestino en el que nos refugiamos los mendigos y los delincuentes. ¡La libertad tan anhelada! Los presos, cuando la recuperan, imaginan que la sociedad los espera con los brazos abiertos y que podrán rehacer sus vidas. Pero los desgraciados no se dan cuenta, sino hasta que están fuera, que sólo formarán parte de la inmundicia y la represión y que, más temprano que tarde, volverán a delinquir. Una vez dentro de las alcantarillas, el hombre comprendió finalmente por qué se había convertido en mi sirviente desde esa noche. Ahora él conoce algunos secretos de la ciudad vieja, plagada de callejones sombríos convertidos en basureros que disimulan los accesos al laberíntico mundo de mi gente. Sí, a partir de esa noche yo me he convertido en su dueño y él, en mi lazarillo y mi cómplice. Yo ordeno y él obedece, yo extiendo mi mano y él se alimenta de ella. Desde la mañana que siguió a la trifulca, el aire de la ciudad vieja se ha enrarecido. Apesta a muerte. Le he dicho al hombre que debemos andar con cuidado. Él aún no comprende los peligros que acechan a los mendigos en la ciudad vieja. Me sigue a todos los lugares en los que solemos pedir limosna. Mi aspecto lamentable es un buen imán para la caridad de los pocos que aún miran con compasión a un par de mendigos andrajosos. Recorremos los albergues para obtener algo de comida, nos internamos en los mercadillos de baratijas y robamos cosas; y así todo el día, de arriba para abajo, pero siempre con los ojos abiertos, los ojos del hombre, por supuesto. Creo que él ya ha comprendido cuáles son las reglas entre nosotros: si quiere vivir no puede abandonarme; nadie que haya estado en nuestros dominios puede salir del grupo sin pagarlo con su vida. Así mantenemos el secreto. Esto es lo que tengo por ahora, un sirviente mestizo, extraviado, confundido, un hombre en el que no confío. Y

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él, ¿qué tiene? Un amo negro de piel arrugada, cabello canoso y nariz ancha con profusos orificios; un amo que a pesar de las cataratas que blindan sus ojos ve con claridad todo lo que hay a su alrededor. No necesito tocar al hombre ni tenerlo cerca para saber cómo es: delgado, frágil, encorvado. Su cara está marcada por arrugas prematuras y sus ojos se han convertido en cuevas profundas, sin fondo. La barba salpicada de canas y espesa le cubre parte de la cara y la boca. Ha perdido casi todos sus dientes a pesar de que apenas debe pasar de los cuarenta. El hombre es un garabato, una máscara desaliñada, la sombra de un espectro del pasado en plena descomposición.