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MARZO 2016
Editorial l verano empieza un rato antes de las fiestas. Para muchos, es una promesa, la esperanza de esas vacaciones merecidas, una guía de planes que incluye quinchos y piletas; para otros, fuegos insoportables, transpiración incómoda, mareos y desmayos. Hay los fundamentalistas del verano y los anti-verano, los que creen que es la mejor estación del año y los que detestan su fisonomía. Los pibes que no estudian durante el año sufren las clases particulares en comedores donde el calor se combate con ventiladores inútiles. Los que sí estudian descansan largo y tendido. Los veranos son ideales para hacer pretemporadas –y para deshacerlas. El verano se siente en las hormonas, por eso provoca, estimula y enamora. El verano es festivales, murgas y carnavales. El verano sirve para planificar el año, aunque el año después se planifique a gusto y antojo. Hay los que salen a recorrer costaneras y los que salen a correr a la plaza. Hay los que sacan la reposera a la calle y los que se encierran bajo aires acondicionados a mirar series llenas de acertijos. Hay los que salen a pescar o a escalar montañas. El verano es una placa televisiva que marca números imposibles. El verano son tormentas que se veían venir y que calman la sed. El verano promueve el turismo. El verano es torneos de fútbol que acumulan empates aburridos. El verano es zapping entre programas viejos, repetidos y olvidados, películas heroicas y panelistas sin límites. Al verano le sobran anécdotas, descomunales momentos de algarabía e imborrables segundos de zozobra. Durante el verano, miles de miles eligen la playa, las sales del mar, los churros con dulce de leche y el café café, aunque sin buzos o camperitas es imposible resistir el anochecer. El verano es para ir al teatro y leer buenos libros. En algunos rincones del mundo, el verano es lo único que existe. Al verano le hicieron toda la fama y después lo mandaron a dormir. Febrero transforma el verano en un chasquido demasiado efímero. Marzo, a veces, parece que ya no es el verano, aunque siga. El verano es el recuerdo latente –y muchas veces el sabor amargo– de aquellos veranos inolvidables que no volverán. Al final del verano espera el otoño, como si fuera una metáfora de la melancolía.
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Hacemos 27 Tomás Gorrini / Dirección General Cristian Maluini / Dirección Editorial y Literaria Francisco Bertotti / Dirección de Arte, Diseño Gráfico, Editorial y Web Daniel Stano / Dirección de Arte, Diseño Gráfico y Editorial Gustavo Salamié / Dirección y Producción Fotográfica
Colaboraron en este número: Martín Kohan, Juan José Panno, Walter Vargas, Ariel Scher, La Garganta Poderosa, Héctor Yudchak, Florencia Garbini, Claudio Magri, Lucrecia Álvarez, Juan Battilana, Félix Bruzzone, Sofía Iezzi, Nicolás Garibaldi, Gigio Cig, Franco Spinetta, Andrés Alvez, Norberto Vinci, Alberto Amberg, Julián Marini, Mariana Betancur, Lucía Harari, Mariana Fabrizio, Pinky Rochio, Diego Flores, Juan Duacastella, Pablo Túnica, Alejandro Seselovsky, Já Ant, Sebastián Arias, Pablo D’Alio, Tomás Lipán, Guillermo Llamos, Ignacio Porto, Andrés Fuschetto, Lucila Rolón, Omar Isse, ToPo, Cami Camila, Male de Luca, Juan Lombardero, Damián Tamarasco, Albina Cabrera, Lautaro Machaca, Daniel Wizenberg, Jorge Martínez, Diego Blanco, Maru Cian, Riqui Gómez, Rodrigo Cardama, El Waibe, Brian Janchez, Lua Manguito y Pato.
Porque hicieron algunos aportes imprescindibles y porque queremos y los queremos, les agradecemos especialmente a las siguientes personas:
A Butti. A Nacho Porto. A Facu Bella. A HAUS Chill & Beer. A Guillermo y Silvio de El Nono. A Tomy. A la familia 27.
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Prólogo La Garganta Poderosa
HAU, VERANO! No se aguanta. Ni un dedo, ni una mano, ni el cuerpo entero lo tapa, cuando a las seis de la mañana el sol empieza a calentar el techo de chapa, porque el calor inunda nuestras piezas sin ceder, derritiéndonos los sueños al amanecer. Y así, salimos al barrio, a caminar otro día. La villa despierta de alegría. Desde temprano, las vecinas y los vecinos llenamos cada tira, mientras en ronda el tereré gira y gira para rescatarnos de la temperatura salvaje que no quiere mermar, ni rezándole al gauchito, ni a ningún diosito, ni a ninguna cruz: ¡Otra vez se cortó la luz! Los pibitos y las pibitas corren detrás de la pelota que repiquetea en la tierra seca e inflan bombuchas para el carnaval, que siempre está por arrancar. ¡Ahora todos nos vamos a mojar! Disfrutan hasta cualquier hora en los pasillos, en comunidad: ¡ese es nuestro protocolo de la seguridad! Pero no siempre nos abren la puerta para ir a jugar: ¡Otro día sin presión en la canilla, otro día de caos en la villa! No hay diciembres sin maldecir las frenadas de los ventiladores, porque cada dos por tres explotan los transformadores. No hay eneros con piletas llenas, porque las conexiones no son nada buenas. No hay febreros sin que nos sofoque la realidad: necesitamos más de tres meses de dignidad. La sed sin agua potable, la transpiración insoportable, el hedor de las cloacas que desbordan cada casa, la necesidad de exiliarnos en una plaza, bajo algún arbolito que nos tenga piedad: ¡así se vive el verano en la marginalidad! La basura que se recolecta únicamente por la avenida, la montaña de residuos en todas las esquinas, la falta de guita para el insecticida, las moscas enfiestadas en las letrinas. El aire contaminado, las enfermedades al acecho, el dengue propagado, la villa poniéndole el pecho. Los colegios que permanecen cerrados, el desayuno y el almuerzo que no están asegurados; los comedores rebalsan de necesidad: ¡Que vuelvan los tiempos de escolaridad! Y no hay agua que alcance para lavar la ropa: ¡Volvamos a tomar la sopa! Y hay que llenar botellas de madrugada para sobrevivir al día siguiente: ¡Que vuelva el otoño urgente! El pavimento arde, el barrio es un infierno: ¡En verano, se ve con mejores ojos al invierno! Sin embargo, pronto llegará el frío y volveremos a extrañar esas chapas recalentadas, y a ese calor imbancable que espanta a las frazadas. Porque en realidad, lo que no se aguanta más en la villa, cualquiera sea la estación, es la falta de urbanización.
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Sumario
1 FINES DE ENERO por Martín Kohan – Ilustración: Florencia Garbini 2 TESTA ROSSA por Juan José Panno – Ilustración: Claudio Magri 3 INTERIORES por Lucrecia Álvarez – Ilustración: Juan Battilana 4 NOTAS DE UN PILETERO por Félix Bruzzone – Ilustración: Sofía Lezzi 5 SEGÚN LOLA por Maru Cian – Texto: Riqui Gómez 6 DOC por Nicolás Garibaldi – Ilustración: Gigio Cig 7 LA CASA EMBRUJADA por Franco Spinetta – Ilustración: Andrés Alvez RECETAS por Norberto Vinci - Ilustración: Brian Janchez 8 EL VERANO EN EL PLANETA WX por Héctor Yudchak – Ilustración: Alberto Amberg 9 CASAS TOMADAS I por Julián Marini – Ilustración: Mariana Betancur 10 UN MIERCOLES, UN ABRAZO Y UNA TELE QUE NO CAMBIA por Tomás Gorrini – Ilustración: Lucía Harari 11 ENTRE STONES Y CARTERAS LOUIS VITTON por Pinky Rochio Ilustración: María Fabrizio 12 INEVITABLE por Pato 13 AGUAS VERDES por Diego Flores 14 FICHAS por Alejandro Seselovsky – Ilustración: Já Ant 15 EL CHOCÓN por Juan Duacastella – Ilustración: Pablo Túnica 16 ENTRE FELICES, AGOTADOS Y LA BÚSQUEDA DE AIRE FRESCO por Sebastián Arias – Ilustración: Pablo D’Alio 17 VIETNAM por Diego Blanco 18 MIL VECES MIL VERANOS por Ignacio Porto – Ilustración: Andrés Fuschetto 19 LAS FLORES Y EL AMOR por Cami Camila – Ilustración: Male de Luca 20 CONDENADOS EN EL PARAÍSO por Juan Lombardero – Ilustración: Lua Manguito 21 SUDOR por Damián Tamarasco 22 REPRODUCCIÓN ALEATORIA por Albina Cabrera – Ilustración: Lautaro Machaca Ph. Gustavo Salamié 23 UNA ESTACIÓN por Daniel Wizenberg – Ilustración: Jorge Martínez RESEÑAS DEL CARNAVAL por Tomás Lipán – Retrato: Guillermo Llamos 24 CASAS TOMADAS II por Lucila Rolón – Ilustración: Omar Isse 25 MI ABUELA, LA QUE CASI NO RECUERDO por ToPo 26 SOL DE ENERO por Walter Vargas – Ilustración: Rodrigo Cardama 27 TODOS LOS VERANOS JUNTOS por Ariel Scher – Ilustración: El Waibe 5
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Fines de enero Martín Kohan
Florencia Garbini
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ací en verano: a fines de enero. Puede que haya sido eso, una especie de pacto o una ilusión de destino, lo que me llevó a preferir, hasta hoy, la luz del día, el aire libre, la poca ropa, la vida afuera, el calor. Y también, claro, la feliz disposición de un tiempo casi sin límites. Pero haber nacido en pleno verano, es decir, durante las vacaciones, en nada puede determinarnos tanto como en el hecho de que no haya nadie con nosotros para festejar nuestro cumpleaños. La infancia nos lo enseñó para siempre: los compañeros del grado, los chicos de la cuadra, los amigos, los primos, los conocidos, nadie estaba. Y los que estaban, los que se habían quedado, a causa de estar justamente, a causa de haberse quedado, lucían mustios, apagados, defraudados, polvorientos; no había fiesta posible con ellos. El verano le dio forma así a mi idea de felicidad, que es la profunda felicidad del solo. Los libros y la bicicleta (placeres de la soledad) fueron sus aliados inmediatos. Leer lo que uno quisiera, sin deberes del colegio, y pedalear con el viento en la cara en las noches de verano, venían a agregarse sin más al gusto de los pies descalzos en el mosaico, del puñado de uvas frías, del aire más diáfano haciendo relumbrar las cosas, de las tormentas con aspecto de fin del mundo, de las noches disponibles. Ninguna felicidad se compara con la que hace posible el verano: sin pautas y sin nadie. Para domesticar esa felicidad, para reprimirla y para contenerla, se crearon las colonias de vacaciones. Y con ellas, los flagelos subsiguientes: el micro escolar, los horarios, la obediencia, el encierro, los demás. Pero ni siquiera esas colonias nefastas, parientes encubiertos de la colonia penitenciaria de Kafka, conseguían derrotar al verano. Uno iba, resignado, pero sabiendo que afuera esperaban la calle, los libros, la bicicleta, el sol sin reglas, la noche de uno, el estar solo.
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Testa Rossa Juan José Panno
Claudio Magri
irá, hermanito vos sabés que manejé toda la vida, sabés cómo me gustan los fierros, pero te puedo asegurar que nunca ¿eh?, nunca una máquina como ésta, un avión hermano, una cosa de locos, ¿cómo te puedo explicar? Imaginate que tenés el horizonte allá adelante, que lo ves a lo lejos, que parece que no vas a llegar nunca y de golpe no está más. Te lo tragaste, se hundió en el asfalto y vos vas sintiendo que la tela del volante, un volante chiquito, forrado en rojo, la tela del volante te digo, se te va deslizando en la mano izquierda, mientras metés el cambio con la derecha y lo ponés al mango… sentís que lo tenés todo bajo tu control, que el mundo se aplasta en tu pie derecho y le das fierro, pero siempre te pide un poquito más, no sabés, no tenés idea hermanito, no se puede creer las cosas que fabrican estos tipos, todo automático, todo electrónico… Para ponerlo en marcha apretás un botoncito amarillo y faaa, ya lo tenés a 40, 50, antes de la primera curva, antes de que te dieras cuenta que arrancaste ya lo llevas a 80, mirás el velocímetro y te parece mentira y mientras tanto suena esa música hermano, esa música de rock pesado que te va envolviendo, que se te mete abajo del asiento, un asiento, te cuento, que es como una butaca de Fórmula 1 y vos sos Reutemann, Alain Prost y Fangio, todos juntos, pero no es una pista de Formula 1, estás en una ruta hermanito, con camiones, autos que se te aparecen de golpe, una banquina así chiquita, las curvas cerradas, los puentes angostos, la cuerda floja, macho, como caminar en la cuerda floja con esa sensación de impunidad y a la vez de peligro que te pone el corazón a mil… y el auto a doscientos, doscientos veinte, trescientos y de golpe se te hace de noche, tan tan rápido que no te das cuenta y es como si atravesaras la velocidad de la luz y pasás misteriosamente a la noche más oscura… estás en un cuento de ciencia ficción y vos dale pata y se te aparece un auto como el tuyo, un Sport y lo esquivás y enseguida te encontrás con un camión grandote de mudanzas, como el de Ravione, viste y te crees que está lejos, pero cuando te querés acordar tenés la trompa en el paragolpe de Ravione y hacés el rebaje, un toque suave como una gambeta de Ramón Díaz y al camión ya lo tenés atrás, lo perdiste… pero no lo podés disfrutar porque trascartón te sale un puente angosto y tenés que salir del carril de la derecha y
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ahí te la voglio dire… y bueno en una de esas a la salida de una curva rocé un cartel indicador, lo rocé nada más, y fue ¡pumba!, a la velocidad que venía, fue suficiente para quedar atravesado y ahí baje el puntaje y cagué la fruta… porque cuando estaba para arrancar de nuevo se entraron a prender las luces rojas titilantes game over, game over, me quería morir que si no fuera por ese cartel habría llegado a cinco millones de puntos y me daba una vuelta gratis… me quedé caliente, pero igual te digo, esos tres minutos fueron una locura, la maquina esa del video de Punta del este es una maravilla… impagable, hermanito, impagable, otra que la Testa Rossa.
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Interiores Lucrecia Álvarez
Juan Battilana
e tengo fobia a las piletas, no al agua que ahoga, sino a la que invade la piel y los intersticios de todo el cuerpo tocando, lamiendo y mezclando humedades con personas extrañas que flotan relajadas en su semi-desnudez. Soy muy capaz de fundamentar mis motivos pero sé que al final, es apenas un extremo irracional de mi hostilidad hacia los desconocidos. Siendo así, “un finde en una quinta” es como una bacanal de inmundicias; gente sudando aceite que va de la comida al letargo con las carnes sueltas, y un gracioso que empuja chicas a la pileta. Sin embargo, hubo una vez en que no pude negarme. Mi mejor amiga me llamó entre lágrimas y mocos rogando por un domingo al aire libre. Ella era una persona luminosa, de esas que viven de día y aman el pasto y la tierra. No le hacía asco al bronceador, ni al repelente, ni a la crema para peinar; era una chica de ungüentos. Tenía una cartera apretada en la que daba miedo meter la mano y, para sobrellevar su separación, había adoptado un gato de la calle. Me pasó a buscar con el auto y en el viaje me explicó que el gato era muy viejito, que por eso no lo podía castrar aunque tenía sida: –Es sida de gatos, solamente se contagian entre ellos –me explicó con aire ilustrado. A esa altura, un accidente en la Panamericana me hubiera parecido una desgracia con suerte. Soy una mujer de interiores. No solía ser así; en casa siempre hubo jardín y pileta. Pero, a pesar de las generosas instalaciones domésticas, a los siete años me mandaron a la colonia con mi hermano más grande. Él, que siempre fue problemático en el colegio, ese verano se convirtió en superdotado: era el mejor nadador en todos los estilos. Muy alto y muy atlético, también era bueno en tierra y en embocar pelotas en arcos, aros y todo lo que sea gol. A mí, bien acomodada en mi clase, el esfuerzo físico nunca me emocionó.
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Nos organizaron por categorías: él era tiburón dorado. Yo, renacuajo. A secas, incoloro. –Mami, no quiero ir más a la colonia –bien educada, expliqué mis falencias con tranquilidad hasta que me rendí al llanto acusando a los profesores y denunciando un sistema que me degradaba a la categoría de una larva. No me sacaron. En lugar de eso, mamá fue a hablar con las autoridades para revertir la injusticia. El apellido y su persuasión me consiguieron un ascenso a mojarrita y como tal, pasé el peor verano de mi vida.
Soy una mujer de interiores. No solía ser así; en casasiempre hubo jardín y pileta.
Lo superé quince años después, no porque haya elaborado la experiencia, sino porque vino un verano aún más degradante. Mi amiga y yo llegamos con el gato que, en cuanto pudo, salió disparado y se metió adentro. Los chicos ya estaban haciendo el asado con el pelo duro del cloro y la panza manchada de carbón. Al lado de la pileta había una mina tumbada de espaldas con la parte de arriba de la bikini desprendida. Apenas más disimulada que el animal, yo también me apuré a entrar con la excusa de ayudar en la cocina. –¡Vayan a refrescarse que recién llegan! –dijo una con un short que le chorreaba sobre el porcellanato mientras rallaba zanahoria. Sonreí como sonrío cuando no quiero contradecir a la gente feliz y encaré para afuera. Ya divisaba a los parrilleros manoseando la carne cuando se me ocurrió una tarea de interior y me fui a buscar un trapo para secar el piso. En el lavadero me encontré al gato. –¡Shuuuu… shu…! –el animal echado sobre una pila de trapos no se inmutó. Agarré un balde y, mientras se llenaba de agua, miré duro a mi poco saludable oponente, flaco, pelado y viejo. No se movía. –Te voy a tirar eh... –y le descargué un baldazo como una trompada, una muy desmedida catarata de agua potable. Largó un quejido y quedó tendido sobre el trapo empapado. El gato o el trapo echaban humo y a mí me pareció que se me iba a salir el corazón cuando me dí cuenta de que el balde estaba caliente y la canilla hervía. Corrí al baño, abrí el botiquín, no sé qué buscaba pero sólo vi cremas. Mientras volvía a la escena de mi crimen con un toallón escuché los gritos. Había unas cuatro o cinco chicas amontonadas. Creo que quise decirle algo a mi amiga. Ella lloraba en el piso y yo pedía permiso para alcanzarla cuando la mina del short se tiró al suelo y la rodeó en un abrazo enorme.
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Me fui en silencio para afuera. Puse el toallón cerca de la pileta, y la que estaba tomando sol se abrochó mal la bikini para hablarme: –Vos sos Martina, ¿no? No podía dejar de mirarle la media areola del pezón apretada por el elástico. –Sí, fíjate que te quedó… Soltó una carcajada y pegándose al pasto para cubrirse, se acomodó las tetas y me pidió que le ate las tiritas. –Es que soy muy torpe, a ver. Con las manos enterradas en ese lodazal de transpiración y Hawaiian Tropic, vi a mi amiga que se acercaba con los ojos hinchados. –Parece que Elvis se llevó por delante un tacho con agua hirviendo, está todo quemado. Quise consolarla pero esta vez se me adelantó la de bikini con otro de esos abrazos que intercambiaban con total naturalidad. Nos explicó que le habían puesto crema para las quemaduras y lo habían dejado fresquito en un cuarto, pero le preocupaba su forma de respirar. La otra hizo un chiste sobre las siete vidas, yo pensé en el gato hervido y vislumbré una esperanza. –¿Nos vamos? –Sí, pero voy a esperar un ratito, así de paso comemos algo. Vamos a cambiarnos que hace calor. Yo ya estaba cambiada, pero igual le dije que sí. A los cuatro minutos, mi amiga salió corriendo en tanga y se tiró de bomba al agua. Decidí probar aquello de la mentira repetida mil veces y me propuse: “Voy a sonreír hasta que se me haga un tumor”. Eran como las dos de la tarde, fui visitar a mi pestilente víctima. El muy afortunado estaba solo en un paradisíaco dormitorio con aire acondicionado. Me puse a buscar el control remoto de la tele y se abrió la puerta: era la mina de la bikini, parecía dispuesta a no ponerse un short en todo el fin de semana. –Voy a regalarte una regla ondulada –soltó–, voy a regalarte una plasticola que despegue, una calculadora que improvise y una goma de ensuciar. Alcé las cejas aunque no me sorprendía ni me interesaba para nada su delirio escolar. Me sonrió, yo miré al gato y fruncí el gesto con intención de cambiar de tema. Siguió sonriendo. Fui
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hacia la puerta; un paso, dos… estiro la mano, casi rozo el picaporte y me abrazan sus untuosas extremidades. –Tenés que relajarte un poco… –Andate a la mierda, soltame. –Bueno, por fin te estás liberando. –Sí, me voy afuera a liberarme. Afuera, dos opciones: pileta o parrilla. Agua o fuego. Siempre supe que preferiría morir quemada. Me ofrecieron un choripán baboso tras haber pasado por varias manos mojadas. –No, gracias. Otra vez la de la areola y los útiles. –Guarda con ésta que te quiere dar –me advirtió mi amiga levantándose–. Busco al gato y nos vamos. Venía desde el fondo de la más profunda ingenuidad a invitarme a jugar al vóley. Me dio algo de pena decirle que nos íbamos, pero se fue corriendo muy suelta con las carnes al aire. En ese momento pensé que, si me movía con inteligencia, podría evitar besar a todos en la retirada. Sobre mi toallón, que había quedado al lado de la pileta, había una pareja revolcándose. Preferí resignar ese pedazo de tela, antes que acercarme y fui al cuarto del gato a buscar a mi amiga: encontré solo el trapo con una sopa espesa y amarillenta llena de pelos. Me mantuve lejos preocupada por todo lo que no sabía del sida felino. Calculé que mi amiga estaría saludando y me
Mientras volvía a la escena de mi crimen con un toallón escuché los gritos.
entretuve con fotos de unos chicos en el Italpark. Me interesó el escenario, a los protagonistas no los conocía. De hecho tampoco conocí el dichoso Italpark, ni siquiera me gustan los parques de diversiones, odié Disney con esa alegría plástica de marca registrada organizada en filas interminables. Pero las fotos eran lindas y había una caja llena. Algunas estaban medio dobladas, así que las fui ordenando en pilitas por tamaño para que no se arruinen. Estuve un buen rato, siempre consciente de la parsimonia de mi amiga. La estaba pasando bien en esa habitación fresca, sin decoración y con una tarea. Cuando salí seguían comiendo bajo una sombra húmeda. Estaban todos menos mi amiga.
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La idea de su ausencia me dio pánico. –Vení, sentate acá –dijo la lesbiana desplazándose para dejar la estampa mojada de sus nalgas sobre la madera del banco–. Caro se fue recién con Elvis. –Pero yo me voy con ella. –Bueno, te podés ir conmigo mañana. Vení. Me agarró la mano y empezó a llevarme para el lado de la pileta. Me resistí con menos disimulo del conveniente y se sumó el gracioso que había estado empujando chicas al agua más temprano. Tiré mucho y tuve esa sensación blanda de los sueños en que no tenés fuerza. Dije excusas como el celular y el reloj, que fueron a dar al pasto y apelé a la piedad gritando que era alérgica al cloro, pero había llegado al punto en el que sólo se puede negociar. Mirándola a los ojos, dije claramente y muy en serio: “Si no me tiran, me acuesto con los dos ahora”. Ella me soltó y empezó a forcejear con él. Me dejaron en el barro del borde. –Ahora. Y con los dos –dijo marcando la primera y la última palabra. –Sí, pero se tienen que bañar. Media hora después estábamos en el cuarto donde habían quedado la caja de fotos y el trapo del gato. Se me ocurrió que estaba sufriendo las consecuencias de alguna maldición felina. Uno destendió la cama y la otra me sacó la remera despacio, como si lentitud y dulzura fueran sinónimos y se alejó un paso para mirarme. Cerré los ojos y una mano fría me desabrochó el corpiño, otra mano me desprendió el pantalón. Desnuda en el medio de la habitación, pensé en eso de morir quemada, pensé en el gato, pensé que me hubiera gustado que viniera mi hermano tiburón a rescatarme. Él me tocó un poco, metió mi mano en su bermuda y me dí cuenta que estaba muy nervioso. Ella empezó a besarme el cuello y fue bajando, otra vez con el recurso de la lentitud, que tampoco agregaba suspenso. Entonces, me pregunté a qué cosas podía negarme y me respondí que “fácil” podría ser sinónimo de “rápido”. Accedí a todo con los dos y la cosa terminó no sé cuánto tiempo después entre el cansancio y la decepción. Mientras me vestía empezaron a hacer chistes con eso; que para qué se habían bañado, que hubiera sido más divertido tirarme a la pileta... y antes de que pudiera reaccionar me arrastraron en bombacha para afuera. Me retorcí llorando con alaridos histéricos y alcancé a escuchar que alguien mencionaba “un ataque de nervios”, ahí creí que iban a dejarme. Pero no me dejaron y caí al agua como quien cae a un precipicio, como si ahí terminara todo. Salí de la pileta sintiendo en mí los restos de lo peor de la gente. Me percibí como un accidente de tránsito bajo la mirada hipócrita de los que pasan, yo misma era una desgracia con
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suerte; una larva que no muere ni se adapta. Caminé despacio hasta el cuarto donde estaban mis cosas, hice un bollo con todo, me encerré en el baño y abrí el agua caliente de la ducha. La piel de gallina, el calor espeso, la carne enrojecida y un ardor cáustico en el cuero cabelludo. Largué un quejido felino y una nube de vapor blanco se tragó todo. Estaba limpia.
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Notas de un piletero sobre el waldorfismo argentino Félix Bruzzone
Sofía Iezzi
4 de marzo de 2015
ace una semana que me contrató Clienta-Waldorf. Once años de waldorfismo, según me dijo cuando me pidió que limpie su pileta todas las semanas. Su waldorfismo incluye, como es notorio, huerta orgánica y paseos en tetas por el living. Ella y sus hijas, todas en tetas mientras el piletero les limpia el fondo de la pileta a las nueve de la mañana de un hermoso sábado de marzo. El reflejo del sol matinal, oblicuo, sobre los ventanales del living, deja ver: manchón de luz blanco y cegador, teta, manchón de luz blanco y cegador, teta, y así. Ya se pueden imaginar cómo va a quedar la pileta. Termino de limpiar y ella se acerca con el pago. Por suerte para salir a la calle se puso una remerita. –¿Leés italiano? –pregunta. –... –Por el libro –señala. Sobre el tablero de la camioneta, hoy, reposa “Carrera y Fracassi”, de Daniel Guebel. –Sí, sí, un poco –digo. Pero este libro... –empiezo a explicar.
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–¡Qué lindo! –interrumpe y sonríe. ¡Te felicito! –pulgar arriba y se va. Aprendizajes del día: 1-Daniel Guebel es un impresionante autor italiano. 2-El waldorfismo argentino sabe mucho de zanahorias orgánicas pero nada de literatura argentina reciente. 3-La desnudez no es un hecho en sí, es una composición de luces y sombras. (Salvo que toques). 4-El waldorfismo no le teme a las luces y a las sombras. 5-A todos nos espera siempre una larga noche.
8 de abril de 2015 Son las 8 de la mañana. Clienta-Waldorf me abre el portón y se va a dormir. –Cuando te vayas cerrá –dice. –¿El pago? –No pude pasar por el cajero, te doy la próxima. Hoy no está en tetas. Remera algo traslúcida, nomás. En el jardín con esa remera, en la casa con esa remera. En la cama no sé. No importa que no me pague porque en la huerta tiene rabanitos y plantas de lechuga y quizá me pueda llevar cositas, ¿no? Sin embargo, hay algo todavía más importante: sobre una mesa de jardín forrada de azulejitos, reposa, olvidado, un diario íntimo. ¿Es de ella? ¿De alguna de sus hijas? ¿Lo voy a leer? Y... sí. Abro al azar y encuentro el dibujo de una sirena y al lado la frase: “Cola de pez no, de pescado”. Más adelante, una iguana y la frase: “Piel de secreto, espionaje”. Más atrás, un hombre bala: “Sin remos, alta en el cielo”. Y todo así, pero fechado y con anécdotas que acá no puedo contar porque los secretos son para dejarlos guardados siempre, no para andar ventilándolos por ahí. Ahora los secretos, además de estar en Clienta-Waldorf y en su diario, están en mí. Y listo. Enchufo la bomba y voy a la pileta. Empiezo a trabajar. Es un día tranquilo. La mente divaga y los secretos del diario empiezan a escaparse, como se escapan todos los días tranquilos. Como no hay nadie con quién hablar, no me contengo y le cuento al agua los secretos que acabo de leer. Ella los acepta. Es buena, el agua, y quizá también sea buena guardadora de secretos. Pero entonces tengo un deja vu, como si mis propios secretos se hubieran hundido en el agua, alguna vez, y ella de alguna forma pudiera revelarlos. Sufro. Me duele la panza. La mariposa del amor tiene alas de lata que se me hunden en el hígado, que se rompe y regenera, se rompe y regenera. ¿Los rabanitos y la lechuga calman algo de todo eso, alguien sabe? Cuando termino con la pileta arranco algunas plantas y me voy. El ruido del caño de escape roto de la camioneta tapa todos los pensamientos, y dejo de sufrir. Por algo nunca arreglé ese caño. El ruido siempre nos va a devolver el equilibrio.
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15 de abril de 2015 Clienta-Waldorf me suspende el servicio de esta semana. ¿Pasó algo? ¿El agua te contó lo que le dije de tu diario? ¿Te ofendiste? Qué poco duramos, Clienta-Waldorf. No pierdo las esperanzas, igual. Perder las esperanzas es perder lo único que uno tiene, que es la esperanza.
En el jardín con esa remera, en la casa con esa remera. En la cama no sé.
22 de abril de 2015 Otra suspensión, y ya por la época del año pienso: Clienta-Waldorf no me va a llamar más, va dejar pudrir su pileta y me va a dejar sin trabajo todo el invierno. Nuevas conclusiones: 6-El waldorfismo argentino, más que creer en la manutención de las piletas, cree en su putrefacción. 7-Desperdiciar 50.000 litros de agua limpia al año dejándola pudrir no le hace mella al ecosistema, ni al acuífero guaraní, ni a ninguno de los latiguillos de los ambientalistas del Siglo XXI, porque si algo sobra en la Argentina es agua. 8-El trabajo dignifica. El trabajo de uno, el del otro no tanto. 9-Las conclusiones 7, 8 y 9 pueden ser falsas. Clienta-Waldorf solo suspendió mis servicios por un par de semanas, nada grave.
30 de abril de 2015 Querida Clienta-Waldorf: Justo ayer, que me volviste a suspender el servicio semanal (ya son tres semanas seguidas, una eternidad para el rubro), limpié la gigantesca pileta que hay al lado de tu casa y al terminar me asomé a ver en qué andaba la tuya. Anda verde. Veo que la abandonaste, nomás. Abandonar a tu pileta es abandonarme a mí. Sufro mucho el abandono. Incluso el abandono de una pileta. Podés ser abandonado por muchas cosas. Pero ser abandonado por una pileta es como ser abandonado por tu madre. Me lo dijo una astróloga: agua=mamá. Además hay un tema comercial: me habías dicho que mantenías tu pileta todo el año, ¿te acordás? ¿Vos pensás que sin ese dato yo hubiera accedido a todos los insufribles pedidos con los que casi me volvés loco este verano? Y ahora resulta que el dato era falso... O sea que además de abandonarme me engañaste. Bas-
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tante mal, eh. Ayer vi en la estación del tren a una parejita. Estaban sentados en un banco. Ella lloraba y balbuceaba reproches como los que yo te hago ahora a vos. Él no la tocaba, miraba al piso y cada tanto revisaba su celular. Cuando estaba llegando el tren, se levantó y se alejó un poco. Ella siguió llorando. El tren entró al andén. Ella cambió un poco la cara, se recompuso, se levantó, caminó para donde estaba él y antes de que se subiera al tren le pasó por al lado y siguió, y se fue. Él tenía que tomarse el tren y lo único que podía hacer era ver como ella se iba. En el último minuto la abandonadora fue ella. Gran performance, la piba. La pollerita tableada, las piernas desnudas, la hermosa melena suelta en el viento, muchas cosas que él ya nunca va a poder tocar. Así que sabelo, Clienta-Waldorf, yo soy esa chica de la estación del tren. Hacé la prueba de llamarme el verano que viene. Vas a ver.
2 de septiembre de 2015 Me cruzo en la calle con Clienta-Waldorf (a esta altura habría que decir exclienta pero bueno, el tiempo pasa, las pasiones se calman, uno nunca pierde la fe). Por cómo camina hay que decir que está completamente trulada. Cada dos pasos levanta el pie derecho hasta tocarse el culo con el talón y gira la rodilla noventa grados con un movimiento de cadera que pretende ser un paso de baile, pero no es. La saludo. Me saluda. Está demasiado contenta. No sabe quién soy. Yo sí. Yo te vi en tetas, ¿te acordás? Y revisé el diario íntimo que olvidaste abierto en la página de los dibujos de ballenas y sirenas. En fin, no importa. Es como estar hablando con alguien a quien solo conocés de haber visto en bolas en una revista. El waldorfismo argentino tiene esa impronta revisteril. Vidas de revista pro vida sana que en realidad son caminatas por tru la lá, el país de no me acuerdo, donde viven los monstruos o la fábrica de chocolate. El waldorfismo, de hecho, nació en una fábrica. Estaba pensado para hijos de obreros, no para clasemedieros new age que no se acuerdan de su piletero porque su piletero es... ¿quién era? Pero bueno, todo se puede adaptar. Si a la segunda oportunidad la cosa no funciona, puede funcionar a la tercera, a la cuarta. La
El waldorfismo argentino tiene esa impronta revisteril.
culpa igual no es del waldorfismo. Es de Don Torcuato, nuestro hermoso barrio clasemediero. Territorio ladino y arbolado. Aunque sobre todo ladino. ¿Cuántas veces los tanques de Campo de Mayo desfilaron por la ruta 202 rumbo al centro y todos se quedaron adentro tirando ramitas a la chimenea? Nadie se acuerda. –¿De verdad no sabés quién soy? –Ay, ni idea, ¿me decís?
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–No importa, te dejo mi número. –Perdoname, pero... ¿es un levante? –Sí –digo mientras anoto nombre, teléfono y profesión. Tomá, llamame. Me voy y me quedo pensando en si ella sabrá (o se acordará) qué es un “piletero”. Tendría que haber escrito otra cosa. Algo más claro, ¿no? Pero qué.
28 de diciembre de 2015 Hace varias semanas que volvió mi Clienta-Waldorf a la agenda. No escribí nada sobre ella porque estuve esperando la anécdota infalible. Pero como la anécdota infalible nunca llega... Vacié su pileta de 50.000 litros de agua verde bajo una de esas lluvias fuertes que hubo en estos últimos tiempos. Tapé bien la bomba y la dejé trabajar sola desde la mañana. Fue una forma de aprovechar el día perdido. A la tarde, cuando fui a buscarla, la pileta estaba casi vacía y la misma lluvia se había ocupado de enjuagarla y sacar todo el grueso de suciedad que se había acumulado durante el invierno. En pocas palabras: la lluvia había hecho casi todo mi trabajo. Me alegré, desconecté la bomba y me fui. Al día siguiente me acerqué a terminar. Rocié con ácido, cepillé. Un par de horas y listo. Después, Clienta-Waldorf me contó a qué se dedicaba. Como la lluvia había hecho mi trabajo, yo tenía tiempo de sobra y podía escuchar todo lo que ella quisiera decir. Me dijo que trabaja en reeducación alimentaria y me planteó un panorama alimenticio tan oscuro que cada dos o tres minutos de conversación daban ganas de suicidarse. Habló hasta de parásitos que crecen y llegan a alojarse en el cerebro de los niños que consumen demasiada azúcar, modificándoles la conducta para siempre. ¿Qué niño no consume mucha azúcar? –Hay mínimo una generación perdida –dijo. –¿Otra más? Es impresionante cómo uno encuentra generaciones perdidas a cada piedra que levanta del suelo. Los taxistas son especialistas en ese tipo de diagnósticos. Los remiseros no tanto. De hecho, hay muchos que todavía fuman mientras manejan, y si te subís después de las dos de la mañana hasta te pueden llegar a ofrecer. Pero Clienta-Waldorf tiene algo mucho más mesiánico. Habla del apocalipsis con tranquilidad y desapego, como si ni siquiera le importara tener razón. La vehemencia es parte del gran mal y ella nunca va a incurrir en eso. El mensaje es: morite, no hace falta ni que te lo avise. Lo bueno de que Clienta-Waldorf haya vuelto es que uno descubre que la verdad es sorda y que si uno quiere acceder a ella tiene que ser así, sordo.
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Doc Nicolás Garibaldi
Gigio Cig
E lo conocí en quinto grado de la primaria. Tenía el halo misterioso de los recién llegados. Venía de vivir en Paraguay. Su padre, un ex futbolista integrante del plantel campeón de Quilmes en el 78, manejaba un Duna Weekend con patente paraguaya, era un enigma. Los viajes entre país y país le hicieron perder un año, eso lo colocaba entre los últimos de la fila y le hacía imponer cierto respeto. Primero nos hicimos amigos por proximidad geográfica, vivíamos a no más de cincuenta metros, después pasaron otras cosas que sellaron nuestra amistad. Cuando tenía 16 dejé de ir de vacaciones con la familia. Primaba la posibilidad de tener la casa sola durante unos días. En esa época E estaba de novio con A. Los dos acontecimientos se ligaron. Por pedido expreso de E acondicioné un lugar de la casa para que logre un encuentro furtivo con A. Preparé el lavadero: luces especiales, una cama de una plaza, y un radiograbador con cd Philips con un cd trucho de Coldplay para aclimatar. La universidad separó nuestros caminos. E optó por medicina, yo opté por el fangoso camino de la comunicación social. E apenas terminó la secundaria empezó a trabajar. Su padre le dio una Traffic blanca, y una lista de clientes, y E empezó a ofrecer escobillones y productos derivados a mayoristas. A mí el trabajo me era esquivo, como me es esquivo ahora que tengo un contrato precario en el Estado hasta el 31 de marzo que se esfuma como la espuma de la cerveza, y en el que estoy sin actividades asignadas, escribiendo esto. Mi casa era grande, producto de un crédito hipotecario para mejoras. Tal vez demasiado, tenía dos pisos y éramos cuatro, un promedio de dos personas por piso. El portero eléctrico no funcionaba. Era común que atendiéramos a las visitas a los gritos. Sonó el timbre un domingo a la madrugada, estábamos en diciembre del 2008. Podría no haber atendido pero atendí. Pegué
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el grito desde la ventana de mi habitación, E dio unos pasos marcha atrás y levantó la cabeza. Bajé las dos escaleras y abrí. Estaba borracho, tenía aliento a aperitivos. Había salido por Quilmes, se reía mientras me contaba que una chica le había practicado un básquet, le pregunté qué era un básquet, se rió más fuerte y simuló picar una pelota en dirección a su ingle, la pelota de básquet era la cabeza de la chica, su mano hacía picar la pelota suavemente, su pija era el suelo firme. Pero no era para eso que me visitaba, dijo que tenía un trabajo para ofrecerme. La doctora G había recibido la oferta de un sindicato para hacerse cargo de las revisaciones médicas de una pileta. La doctora G no necesitaba ese trabajo, y no tenía el tiempo disponible para dedicárselo pero encontró en la oferta una oportunidad económica. Le dijo que ella pondría el título en el consultorio pero no lo atendería, le dijo que tenía dos estudiantes avanzados de medicina que podían hacerse cargo. Uno era E, el otro era yo. Yo estaba pasando un momento delicado, avanzaba con la carrera, me faltaba poco para terminar, pero mi familia me miraba de reojo, querían que empezara a trabajar, que empezara a ganarme lo mío porque eso me iba a dar dimensión de lo que cuestan las cosas, me pedían que aunque sea me comprara una máquina y me ofreciera para cortar el pasto. Todos tenían una historia épica, exhibían con orgullo su paso por el trabajo infantil, y entendían que el que no trabajaba en el fondo era porque no quería. Yo me había hecho cuentas en computrabajo, en zona jobs y cosas por el estilo, me empecé a familiarizar con palabras como senior, semi-senior, junior, yo escuchaba la palabra junior y pensaba en Junior Baiano, el áspero defensor del seleccionado brasileño. Ahora que lo pienso los nombres de los futbolistas estaban impregnados en nuestro imaginario, E tenía un perro ovejero alemán al que había bautizado con el nombre de Athirson. De esas búsquedas de bolsas de trabajo por Internet me quedaron un par de entrevistas truncas y una semana de trabajo como telemarketer, haciendo llamados a España, haciendo encuestas sobre satisfacción en el uso de tecnologías; les decía que si respondían se iban a ganar un teléfono móvil; era mentira, buscaba en una lista infinita y trataba de adivinar qué nombres y apellidos podían ser argentinos que se habían ido a España en los 90 y principios de los 2000, a veces acertaba y del otro lado se ponían contentos de escuchar una voz familiar, entonces hacía la encuesta de satisfacción como un campeón. Me cansé y dejé el trabajo, ni siquiera me pagaron la semana.
Cualquier estupidez que pasara llamar a emergencias, no intervenir.
La cosa es que acepté la propuesta de E para trabajar con la doctora G. En una reunión nos enseñó a tomar la presión y nos explicó cómo venía la cosa: cualquier estupidez que pasara llamar a emergencias, no intervenir. Nos habló de nuestros honorarios, 1500 para cada uno, supusimos que a ella le ofrecerían 6000 y que se llevaría un 50% de arriba por colgar un diplomita, ahora pienso que la guita podía ser más y a nosotros nos daba migajas. Básicamente la tarea consistía en buscar piojos y hongos. E para ser más creíble buscó en Google imágenes casos impactantes de micosis avanzada, los imprimió a color y los pegó en el consultorio.
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La pileta quedaba en el corazón de Longchamps, 324 hasta la estación de Bernal, tren a Avellaneda, combinación con el eléctrico vía Alejandro Korn hasta Longchamps y un colectivo quinientos algo, no me acuerdo el número pero era uno celestito. Así como E tenía su estrategia de credibilidad yo tenía la mía, me conseguí un ambo que me quedaba de diez, y me lo ponía arriba de las bermudas y la remera del chancho de Pink Floyd gastada. El primer día la doctora G vino con nosotros y nos presentó al delegado V, responsable de
G había sido clara, había que llamar a emergencias pero no le hicimos caso.
la pileta. G almorzó, y se fue para nunca más volver en lo que quedaba de temporada. El predio era grande, con un gran portal en la entrada, tenía un parque amplio, buffet, canchita de fútbol y parrillas. El consultorio era minúsculo: una mesita con las tarjetas para colocar las fechas de la revisación médica, una camilla, un sellito con una carita feliz para colocarle en el hombro a los aptos, un tubo de oxígeno y un armario con los elementos para primeros auxilios. Después de que la doctora G se fue el día pintaba tranquilo, estaba nublado y nadie se quería meter en la pileta. Con E abandonamos a los sindicalistas y nos fuimos al consultorio a hablar de cualquier cosa, me dio un par de recomendaciones importantes, yo supuestamente estaba en segundo año así que como mínimo tenía que saber qué materias tenía aprobadas por si me preguntaban, de ahí me quedó un yeite y sé que histología es una materia jodidísima. Una mujer golpeó la puerta del consultorio, estaba agitada, venía corriendo desde los quinchos, me miró y me dijo: “Doc, mi marido está descompuesto, necesita ayuda”. G había sido clara, había que llamar a emergencias pero no le hicimos caso. Fuimos hasta el quincho y el sindicalista descompensado estaba pálido, lo querían ventilar con revistas pero tenía tanta gente alrededor que lo asfixiaban. Cuando nos vieron venir abrieron paso. Le preguntamos el nombre, le hicimos algunas preguntas para ver si había perdido el conocimiento, le preguntamos a V, el responsable, si había algún lugar en el que se pudiera recostar. No había, la mujer sugirió que se acostara en su auto, reclinó el asiento de un Gol rojo, y con E lo llevamos al auto. Le tomamos la presión y la tenía bajísima, le dimos sal y azúcar, sal en un sobrecito, azúcar en un sugus de ananá. Le hicimos algunas preguntas más a su esposa: a) ¿toma medicamentos para la presión?, ¿en qué momentos del día?, ¿tomó su pastilla diaria?, ¿mide su presión regularmente?; detectamos que había tomado la pastilla, que era hipertenso, pero se cuidaba tanto con la sal que ya había dejado de ser hipertenso y la pastilla le bajaba la presión. Todo eso se lo dijimos y sonó convincente, el sindicalista se recuperó y volvimos a nuestro puesto. E temblaba, ¿qué hicimos?, ¿y si tenía un principio de infarto?, ¿y si se nos muere?; por las dudas volvimos a lugar con el tubo de oxigeno, y lo oxigenamos adentro del Gol, “nunca está de más”, dijo E. Volvimos al consultorio y esperamos, ¿debíamos llamar a la ambulancia por las dudas?, pasó media hora y no tuvimos novedades. La mujer agitada volvió a golpear la puerta, esta vez tenía unas facturas a modo de agradecimiento por todo lo que hicimos, el sindicalista descompensado estaba mejor. Al día siguiente E renunció, estaba aterrado, pensaba que habíamos estado al borde de la mala praxis, nos preguntábamos qué pasaría si cayera una requisa policial, teníamos en claro
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que la doctora G era más responsable que nosotros pero alguna pena nos podía llegar a caber, ¿necesitábamos un abogado?, a ese ritmo los honorarios no rendían. Pensé en seguir sus pasos pero entendí que se trataba de un mal debut y que las cosas estarían mejor. El lugar de E lo tomó Godoy. También un gran amigo con el que no había tenido mucha relación hasta que nos tocó compartir habitación en el viaje de egresados a Bariloche. A los tres nos unía algo que se llamaba “El camino neocatecumenado”, nuestras familias de alguna manera estaban ligadas a esa congregación católica en donde las personas empezaban en la cuarta categoría y avanzaban hasta la primera para convertirse en responsables de los nuevos creyentes. Eran una especie de categorías inferiores, como las que hay en el fútbol, del catolicismo conservador que militaba en contra de los métodos anticonceptivos. Con Godoy nos repartíamos los días de la semana. Cuando me hablaban de medicina trataba de cambiar de tema, decía que si bien me estaba yendo bien en la carrera, también me tiraba estudiar Letras, mi otra pasión, y con eso justificaba el hecho de estar encerrado en el consultorio leyendo los Cantos de Maldoror del uruguayo Lautremont, me sentía un revisador médico maldito. Me hice amigo de un jardinero peruano indocumentado que me admiraba por el esfuerzo de estudiar medicina, yo trataba de cambiarle de tema, le hablaba de cine, de cualquier cosa. Un día me trajo una comedia de Eddie Murphy doblada al castellano, me la llevé y nunca la vi. Después me olvidé de devolvérsela y me llamó por teléfono para recuperarla, lo eludí, me hice el que no lo escuchaba, que se cortaba la comunicación, mi casa era un caos y no sabía dónde la había dejado y no quería volver a Longchamps. C era el bañero de la pileta, se pasaba el tiempo hablando de si mismo y se tiraba al sol con lentes oscuros mientras se sacaba pelitos de la panza con una pincita de depilar. Un fin de semana invitó amigos, cuando vinieron a hacerse la revisación los rechazamos, tenían todos los hongos del Super Mario Bross entre los dedos de los pies. C se acercó al consultorio, por pura formalidad quiso hablar de otra cosa que no fuera de si mismo, nos trajo una botellita de fernet de medio que compró en un súper chino de la Avenida Irigoyen y nos pidió si no podíamos hacer una excepción con sus amigos, nos quedamos con la botella y le dijimos que no. Desde ese día se generó una batalla silenciosa entre bañeros y revisadores médicos. Godoy era más sociable que yo, incluso cuando había poca gente nadaba en la pileta, yo me prendía en los partidos de fútbol de los fines de semana, jugaba con el ambo puesto de 9 y me apodaban Doc. V, el sindicalista responsable, venía todas las mañanas a tomarse la presión, después se nadaba un largo en la pileta y se iba a hacer de cuenta que arreglaba cosas en el predio, pintaba rincones insólitos en las paredes, desmalezaba la nada. Era santiagueño y tenía un hermano poeta, me prestó el libro de su hermano y nunca lo leí, todavía debe habitar una dimensión paralela con la película doblada de Eddie Murphy. Una vez una señora se me acercó preocupada al consultorio. Me hablaba en susurros, en la pileta estaban ella y un adolescente, el niño se había masturbado en un rincón mientras la observaba de reojo, su eyaculación había provocado que se disparara el líquido azul antipis. Tenía miedo de contagiarse SIDA, le dije que era imposible, le hablé del caso del clavadista portador que se dio la cabeza contra el trampolín y ensangrentó la pileta provocando una gran paranoia, lo había aprendido en un programa del gordo Bonadeo en TyC Sports. No solía rechazar a nadie, excepto a los amigos de C, aunque una vez debí ponerle un freno
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a un niño de cabellos largos y lacios que estaba absolutamente minado. Le dije que no y al rato vino su padre, estaba avergonzado. Era hijo de padres separados y era el único día en la semana que lo veía. El padre fue a comprar Nopucid y un peine fino y lo estuvo despiojando al costado de la pileta, cuando faltaba una hora para que la pileta cerrara volvió a intentarlo. Todavía tenía piojos pero estaba notablemente mejor, lo dejé pasar por el esfuerzo. De esos días todavía recuerdo el olor de la tinta del sellito de la carita feliz. Había aprendido a hacer una buena imitación de la voz cansina de V y de sus tópicos sindicalistas. Nos juntábamos con Godoy y E y nos reíamos mucho de eso. Durante esos meses temí ser descubierto, tenía pesadillas horribles en las que me encontraba con la Dra. Rímolo y el Ingeniero Blumberg y conspirábamos, no sé contra quién ni qué. Los peores momentos los pasé con un cardiólogo que se hizo asiduo de la pileta y recordaba con nostalgia sus épocas de estudiante de medicina, rememoraba pasillos, fragmentos de apuntes, docentes bravos, materias filtro, yo trataba de no dejar vacíos, le preguntaba una y otra vez, le decía que soñaba ser como él. El cardiólogo me daba consejos. Un día me regaló una lapicera, me dijo que con esa lapicera le habían firmado todas las notas de la libreta universitaria, me dijo que a él ya no le serviría y que debía usarla solamente para eso. Varias veces estuve a punto de quebrarme. Lo citaba a V en el consultorio para confesarme pero a último momento reculaba y le elogiaba sus trabajos inútiles, le sugería que ponga una frase de su hermano poeta en el tanque de agua, le preguntaba si no era demasiada presión administrar ese monstruo. Para la segunda quincena de febrero me conseguí una suplente llamada J. Ella estudiaba medicina de verdad y sabía que yo era un farsante. Antes de irme me senté en la camilla, respiré hondo, agarré una hoja y empecé a escribir. No, no eran mis memorias, eran identikits verbales, descripciones de los rasgos de los amigos de C, por si se les ocurría volver en mi ausencia. Le entregué la hoja a J y reforcé el concepto, le hice que me prometiera que no los dejaría entrar por nada del mundo, ni que las botellitas de fernet dejaran de ser de medio y pasaran a ser de litro, ¿palabra de revisador médico?, le pregunté, “sí, te lo prometo”, me dijo eludiendo toda posibilidad de la fundación de una sociedad secreta de revisadores médicos.
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La casa embrujada Franco Spinetta
Andrés Alvez
Un pequeño viaje es, al fin, un viaje. Y todo viaje es una enseñanza.
arado en el vértice del camino, donde la tierra formaba una T frente al alambrado, sentí que el cuerpo me temblaba. Ahí estaba la casa embrujada, al fondo de un extenso terreno y detrás de un conjunto de árboles comidos por enredaderas asesinas. El sol quemaba mi gorra y la transpiración caía pesadamente sobre mi rostro. Miré de reojo a mis amigos, Daniel y Silvio. Estaban en la misma, con la mirada fija en la casa que ejercía una poderosa atracción acuñada por un sinfín de historias que circulaban en los pasillos de la escuela. Asesinatos, rituales umbanda, residencia de monjes satánicos que se paseaban entre los sembradíos envueltos en túnicas negras. Habíamos llegado hasta la tranquera de la casa siguiendo las indicaciones de otro amigo, que había jurado nunca más volver al sitio donde, aseguraba, había visto el fantasma de su abuelo rondando entre las habitaciones. Una mezcla de curiosidad y exaltación nos obligó a agarrar nuestras bicicletas y enfrentar el camino a la hora de la siesta veraniega, bajo el intenso sol de enero, cuando nadie se preguntaba adónde íbamos ni qué estábamos haciendo. El primero en trepar el alambrado fue Daniel. Pisó la esponjosa enredadera, poblada de flores violáceas y frutos venenosos, y pegó un salto hacia el otro lado. Ya estaba adentro. Nos miró como exigiendo que no lo dejáramos solo. Era el momento de enfrentar nuestros miedos. Imitamos el movimiento y pasamos el umbral del misterio. La enredadera se había comido todo a su paso y solo quedaba un sendero diminuto, quizá labrado con el paso de los monjes satánicos,
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que bordoneaba por entre un grupo de árboles salidos de un cuento fantástico: las copas, sin hojas, eran deformidades repletas de flores parasitarias que yo imaginaba carnívoras. Con pequeños pasitos fuimos acercándonos. A lo lejos, la casa parecía una construcción a punto de ser demolida. Chapas, ramas, vidrios y todo tipo de objetos destruidos tapaban la entrada principal. Las paredes eran color rosa desgastado y algunas rajaduras eran tan grandes que la luz se filtraba haciendo juegos extraños de colores y sombras. El techo era el cielo. Estábamos
Nos quedamos paralizados por unos cuantos segundos. La intriga y el miedo son una combinación fatal.
cagados. Ninguno de los tres hablaba, sólo se escuchaba el crujido de los pies en el sendero. Las chicharras formaban un coro fantasmal, ese sonido a siesta monocorde que parece infinito y que solo se acalla cuando termina el verano. Cada tanto, una bandada de cotorras nos sobrevolaba, yendo y viniendo de un maizal a otro. El miedo era cada vez más fuerte. Todas las historias escuchadas se sucedían en nuestra imaginación, como una repetición infernal. Ya estábamos frente a la puerta: había que entrar. Solo faltaba ese pasito que divide a la humanidad entre los que entran a la casa embrujada y los que se quedan afuera. Sin avisar, empujé a una chapa oxidada que se desplomó quebrando la monotonía del sonido campestre. El estruendo provocó segundos de escozor e incertidumbre. Dimos dos o tres pasos hacia adentro y giramos hacia la derecha: era una especie de living donde había botellas de cerveza y gaseosa, un brasero, varias cajas de cigarrillos y de preservativos. Y mucha mugre. El piso era una suerte de compost de bosta, ramas, cascotes y basura. De repente, un fuerte golpeteo contra una chapa nos elevó el cagazo a niveles desconocidos. Deseamos, en ese preciso instante, que el ruido fuese fruto del viento. Pero los árboles que teníamos a la vista no se movían. No corría una gota de aire. Los golpes eran cada vez más fuertes y menos espaciados. No podía ser verdad: la casa estaba realmente embrujada y los tres estábamos en medio de un conjuro maléfico. Nos quedamos paralizados por unos cuantos segundos. La intriga y el miedo son una combinación fatal. Como en aquellas películas de terror berretas en las que la chica está sola en una casa en medio de un campo del sur norteamericano, escucha un fuerte ruido en el segundo piso y decide subir para averiguar de dónde viene, mientras uno le grita: ¡Para qué subís, boluda! ¡No te das cuenta de que te van a matar! ¡Salí corriendo! Bordeamos la casa sigilosamente, armados con unos palos. En la primera esquina, no vimos nada. El ruido seguía firme y era lo único que escuchábamos. En la segunda vueltita, lo vimos. Ahí estaba el origen del miedo y el terror: un ternerito se había enganchado la pata con un alambre y, en el intento desesperado por zafarse, golpeaba una chapa provocando esa percusión del infierno. El alivio fue seguido por la desazón. El mito se estaba cayendo.
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Decidimos terminar de recorrer la casa. Ya más envalentonados, sin muchas precauciones, entramos a lo que había sido en algún momento la cocina y al resto de los ambientes. En las paredes, sus visitantes habían dejado todo tipo de mensajes, además de sus nombres. Se leían también, infaltables, algunos chismes del pueblo, traiciones amorosas que dejaban su testimonio en la casa embrujada. En una de las habitaciones, alguien había escrito con aerosol negro y con letra bien grande: “No al aborto, coja por el orto”. Maravilloso. Nos divertimos escribiendo con cascotes algunas mentiras impiadosas. También escribimos nuestros nombres. Cuando volvíamos, pedaleando bajo el sol y sobre la tierra, alguien dijo que si no hubiésemos averiguado de dónde venía el ruido, la casa seguiría estando embrujada. Al menos para nosotros.
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Recetas Norberto Vinci
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l verano me transporta al mar, llevar una canasta para sobrevivir a un día de sol y no moverse de la playa. Por lo tanto propongo hornear un pan rústico con una masa de pizza muy fácil y rendidora: con un kilo de harina nos saldrán unos siete panes. Manos a la masa. 1kg de harina 0000 y un poco más para amasar 25 grs. de levadura fresca prensada o una cucharada de té de levadura seca 2 cucharadas de sal 2 cucharadas de azúcar 4 cucharadas de aceite de oliva extra virgen ½ litro de agua a temperatura ambiente Opcional: polenta o sémola de trigo (le dará una textura crocante) El procedimiento de amasado es el siguiente: formamos un volcán con la harina y disolvemos en el agua la levadura y el azúcar; volcamos en la harina el agua y con cuidado la iremos mezclando, tendremos la precaución de agregar la sal antes de comenzar el amasado. Amasar con energía, descargando en ese momento viejas amarguras, desamores y desavenencias, quedará de este modo una masa sedosa y tersa y nos convertirá, por pocos minutos, en seres más felices. Dejemos descansar unos minutos tapada y separemos en seis o siete pequeñas bolas. A cada uno de estos trozos les daremos una forma de bollo, intentando que queden lisas y sin “costuras”, las envasamos en pequeñas bolsas o las colocamos juntas con un poco de aceite en un contenedor y lo cubrimos con film para que no se sequen y refrigeramos por 24 horas. Para formar el pan sacar la bola o bollo, enharinarlo y con ambas manos sujetarlo y estirar hasta conseguir el tamaño deseado, apoyar sobre la polenta o la sémola para que la base quede crocante. Cocinar en horno muy caliente hasta dorar la superficie, dejar enfriar. Con cuidado cortar al medio y si es de vuestro agrado tostar la miga, luego agregar un buen chorro de aceite de oliva y rellenar a gusto. Propongo una combinación bajas calorías: pastrón, mayonesa light, lechuga, tomate y, fundamental, pepinos agridulces. Buen provecho. PD: el agua la podemos reemplazar por cerveza negra, el azúcar por miel y agregar semillas de centeno o sésamo al amasado. Norberto A. Vinci Correa | Cocinero Restaurante BARI Vins i Cafè | Manacor Mallorca.
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Verano en WX-002-TVH-32135488 Héctor Yudchak
Alberto Amberg
l verano en el planeta WX-002-TVH-32135488 (denominación abreviada) no suele ser tan cálido como en sus planetas vecinos, pero no por ello deja de ser molesto para sus habitantes, los crimsonianos (denominación despectiva que ellos desconocen), no tanto por las altas temperaturas, que orillan los 123º según la escala de Prarius, sino por un cierto magnetismo negativo que en esa estación el planeta hace sentir a las criaturas que lo pueblan y que, ciertamente, los pone de muy mal humor. Y poner de mal humor a un crimsoniano no es una buena idea. Lo prueban las matanzas producidas en los siglos II y VII de la Era Salmoniana, la época más oscura de su larga existencia. Y todo por culpa del verano. De manera que visitar el planeta WX-002-TVH-32135488 (denominación abreviada) durante esos meses es una experiencia que las agencias de turismo cósmico no suelen recomendar a sus clientes. A pesar de las advertencias, algunos insisten en hacerlo, creyendo que esas precauciones resultan exageradas y que, de todas maneras, no resultará más peligroso que una excursión por las insondables cavernas subterráneas de BV-003-TVH-42155459 (denominación abreviada) o atravesar los pantanos atestados de alimañas mortíferas de AX-992-TVI-75135978 (denominación abreviada), pero finalmente la realidad les muestra lo contrario. Los pocos sobrevivientes lo pueden atestiguar. Pero lo peor del verano de WX-002-TVH-32135488 (denominación abreviada) no es la furia que el magnetismo desata en los crimsonianos, sino los catastróficos fenómenos climáticos que se desatan durante esa estación. Los vientos huracanados, la lluvia ácida, los truenos ensordecedores (tan potentes que resultan literalmente ensordecedores para muchos), y las plagas
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que asolan el planeta luego de estas furias de la naturaleza. Durante el verano suelen atacar distintas epidemias que diezman a la población con enfermedades que nunca se repiten de un año a otro. El verano en WX-002-TVH-32135488 (denominación abreviada) es una experiencia complicada para sus habitantes y aterradora para quienes lo visitan. El invierno es peor.
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Casas tomadas I Julián Marini
Mariana Betancur
lega el verano. Se van de vacaciones. Yo no. Yo me quedo. Entonces, me dejan sus casas. Las cuido. Riego, alimento mascotas, ahuyento maleantes. Las dueñas, mis novias. Todas juntas no. Una a la vez. Más, no soportaría. No tengo la fuerza. Sólo una por verano. Al principio soy cuidadoso, soy gentil. Admito, me comporto como uno que no soy. Atildado, ordenado. Uso y lavo. Saco y acomodo. Lavo y seco. Bien discreto, no reviso, no investigo. Elegante, mentiroso, pero elegante. Al cabo de unos días, me siento más cómodo. Me manejo con cierto desparpajo. Sin llegar al descuido. Apenas, cierto desparpajo. Continúo mentiroso, menos elegante. Pero mentiroso. Toco sin culpa. Uso con confianza. Me permito algunas licencias. Hoy saco, mañana lo acomodo. Las primeras noches son complicadas. Necesito todas las luces prendidas. Necesito saber dónde estoy. Y en qué lugar cada cosa. No permitiría jamás que me encuentren muerto por bajar sin mirar. Por un yerro a un escalón. Por no saber sostenerme. Cumplido un tiempo prudencial, ni tan mentiroso, ni tan elegante. Admito, me parezco bastante al que soy. Descuidado. Porfiado. Curioso. No soporto la tentación. Revuelvo, investigo, reviso. Me revuelco. Ensucio algunos rincones. Dejo algunas marcas.
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Las noches ya me encuentran confianzudo. Bailo. Me desnudo. Canto. Me embriago. Me desplazo temerario, a oscuras. Tiro moonwalk en adilett’s sobre las cornisas. Vuelco, derramo. Mancho. Sin querer, pero rompo. Incluso, por torpe, me dejo alguna cicatriz. Un cristal roto, una mancha exagerada, me avisan. Debería haberme reprimido, un poco, quizás. No ser tan... como soy. Desespero. Me avergüenzo. Me da culpa. Se darán cuenta de lo que hice. De quien soy. Entonces, me arremolino. Limpio como puedo. Reparo con lo que tengo. Cuento las monedas. Tal vez, debo prometer un arreglo. Tal vez, debo pagar un especialista. Escondo el cadáver del perro, borro el historial. Parece que nada alcanza. Nada se puede solucionar. Metí la pata otra vez. Cruzo los dedos. Por ahí no es tan grave. Me hiperventilo. Intento calmarme. Bebo un poco de agua. Me dejo caer en la alfombra. Evalúo. Ya estuve aquí alguna vez. Tranquilo. Me acomodo en un sillón. Imposto la coreografía de un hombre seguro, superado, que todo tiene bajo control. Entonces, ellas vuelven. Y sus casas, me dejan a sus dueñas. Las cuido. Riego, alimento, ahuyento maleantes. Comienzo otra vez. Elegante.
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Un miércoles, un abrazo y una tele que no cambia Tomás Gorrini
Lucía Harari
“Me desprendo del abrazo, salgo a la calle. En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna. La luna tiene dos noches de edad. Yo, una.”
ra miércoles, y como todos los miércoles, mi viejo pasaba por casa, buscábamos a Franco e íbamos a tomar algo. Las meriendas nunca cruzaban más allá de Hurlingham, Palomar o Ciudad Jardín. Un café con leche, un par de Coca Colas, un tostado de jamón y queso y las temáticas de siempre: fútbol, música, cine y los reproches de mi hermano. “Siempre lo mismo, siempre ustedes dos contra mí”, gritaba mientras tratábamos de explicarle que se lo decíamos por su bien, que la diferencia de años te hace dar cuenta de muchas cosas y uno trata de aconsejarlo para que no cometa los errores que a los 16 años parecen inevitables: el compromiso y el valor por las cosas, la responsabilidad con ciertos temas y cuestiones mucho más terrenales –y decisivas para él– como el estudio, las salidas nocturnas y las primeras vacaciones con amigos. “Si querés irte a Gesell con tus amigos, tenés que empezar a parar el carro con la jodita de los viernes y sábados; aprendé a organizarte y decir que no a algunas cosas. Basta de papá dame 200 para el sábado, 100 para ir a comer a lo de Cachete. Ahorrá y te vas a poder ir; no tengo la maquinita de hacer plata”, le decía mi viejo, mientras agarraba su lata de Coca caliente que no ayudaba a soportar los casi 40 grados de un febrero que había arrancado con todo. Mi hermano escuchaba y, molesto, prometía que lo iba a cumplir, que no le rompiéramos más las pelotas, que lo iba a cumplir, y que por favor cambiáramos de tema, porque siempre nos la agarrábamos contra él, y no iba a venir más sino. Lo miré, reí por dentro y confié que algún día lo iba a poder hacer. El mercado de pases del fútbol de verano ahora marcaba la agenda en la única mesa de la es-
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quina de Roca y O´Higgins; River afrontaba la etapa más oscura de su historia en la B nacional, pero nos ilusionábamos con un pronto regreso a primera por la compra del franco-argentino campeón del mundo en 1998 con Francia, David Trezeguet. Recordábamos los goles que hizo con la Juventus, discutíamos si había jugado o no la final intercontinental del 96 contra River, y remarcábamos lo fácil que descarga la pelota de espaldas y enseguida pisa el área con alguna situación de gol. River se estaba armando muy bien y eso, por lo menos, nos relajaba un poco. El momento más esperado de estas charlas era cuando papá desenfundaba, de un bolsito poco varonil, decenas de películas que había comprado y visto en la semana con sus críticas correspondientes: “Tomás, mirá esta. Pe-li-cu-lón. Es del mismo director de Capote. Labura Brad Pritt y el gordito ese de rulos que la rompe toda”. Los gustos de cine de mi viejo son muy difusos y más de una vez quede expuesto ante sus recomendaciones, pero Moneyball prometía: Brad Pitt, el gordo ese era Jonah Hill y el deporte como hilo conductor. A mi hermano le daba las de terror; comparten el gusto por ese género que yo mucho no entiendo. “Con esta te cagás todo, está buenísima”, le aclaraba. ¿Cómo va a estar buena si te cagás todo? Las demás películas se repartían al azar y te podía llegar a tocar desde alguna joya iraní hasta alguna de esas películas argentinas para chicos que revientan salas en las vacaciones de invierno. Sola, la charla, nos conducía hacia la música. Casi como un mandato hereditario, los discos que escuchaba mi viejo son los que llevo siempre en el auto y que, en el momento adecuado, se los presenté a Franco: Artaud, Sticky Fingers, Revolver, Clics Modernos, L.A. Woman, Synchronicity, Invisible Touch. En cambio, nosotros, le contábamos de After Chabón, Esperando el milagro, La era de la boludez, El tesoro de los inocentes, Californication. Distintas generaciones se entremezclaban en una simple conversación: hablábamos de recitales, de nuevos discos, del programa de Rosso y del próximo libro de Oscar Jalil con Luca Prodan como protagonista. Luca era una debilidad para los tres: nos encantaba su historia, disfrutábamos su música y, encima, tomaba ginebra a dos cuadras de donde estábamos sentados. Si a nadie se le ocurría mencionarlo, Hurlingham lo traía a la mesa. Hacía muy poco, me había tatuado a Spinetta en el tobillo izquierdo; una estrelicia, la flor del paraíso que ilustra la tapa y le da título al único disco en vivo con los Socios del Desierto. La estrelicia también es conocida como flor pájaro por su forma de ave y es la única que crece en el cielo. Me entusiasmaba la idea de tener una flor que represente
Sola, la charla, nos conducía hacia la música.
un pájaro, el cielo y, sobre todo, al Flaco. Podría haber sido alguna frase de Luca también, pero Spinetta me despertaba otras cosas y me decidí por él. “Bueno, vamos”, dije, y empecé a juntar los restos de basura que quedaban sobre la mesa. Las luces amarillas de la avenida principal de Hurlingham comenzaron a prenderse; los vecinos salían en pantalones cortos a regar sus jardines y los comerciantes ordenaban sus locales para encarar el día siguiente. “Franco, no te olvides el celular”, le recordé a mi hermano, que lo manoteó al pasar con cara de “ya lo dejaba ahí”. Papá agarró su bolso y enfilamos hacia el auto. Una merienda más, una charla más, un miércoles más. Caminaba detrás de ellos, y antes de subir al
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auto, les hice señas que me estaban llamando por teléfono. Era Butti, un gran amigo de la familia. Paré y contesté: –Butti. –Tomy, ¿estás viendo la televisión? –No, ¿por qué? –Murió el flaco, loco. Murió Spinetta. –¿Cómo que murió el flaco? –Sí, sí, recién. Lo están pasando por todos lados. Y corté. Corrí de vuelta hacia el bar. Entré sin pedir permiso, y le pedí al dueño que prenda el televisor. Y ahí estaba; con fondo rojo y letras blancas ocupando el ancho y alto de la pantalla lo que nunca imaginé: MURIÓ EL FLACO SPINETTA. Sabíamos que estaba luchando contra un cáncer de pulmón, pero días anteriores, a través de un comunicado en las redes sociales, confirmó que estaba bien, que ya estaba en su casa, que la enfermedad evolucionaba cada vez mejor, y que por favor para las fiestas de fin de año, manejemos con cuidado. Todo eso se fue en un segundo. Todos los canales confirmaban lo que Butti y ese cartel rojiblanco me habían dicho: MURIÓ EL FLACO. Mi viejo y Franco cayeron detrás, y también, quedaron duros ante la noticia. Lo único que nos salió fue un abrazo entre lágrimas que todavía siento. Cuatro años más tarde, los miércoles siguen siendo iguales: papá pasa por casa, buscamos a mi hermano y vamos a tomar algo. Nunca nos extendemos más allá de Hurlingham, Palomar o Ciudad Jardín. Un café con leche, un par de Coca Colas, un tostado de jamón y queso y las temáticas de siempre: fútbol, música, cine y los reproches, ahora, de mi viejo. La mesa sigue intacta en la esquina de Roca y O´ Higgins; los panchos mantienen el mismo sabor que los hace únicos; las películas de terror dejaron a lugar a géneros mucho más interesantes y comprometidos; y aquel televisor confirma que las fuerzas policiales levantarán el campamento a favor de la liberación de Milagro Sala. Y la música; la música ya no es la misma desde aquel 8 de febrero de 2012. Ese día no solo se fue Spinetta; se fue la historia de un país y gran parte de la mía. Centenares de homenajes y reediciones intentan mantener viva su luz, pero ya no es lo mismo. Así como Luca se nos aparecía cada vez que pisábamos Hurlingham, el flaco vuelve todos los miércoles. A veces en forma de flor y otras veces en forma de pájaro.
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Entre Stones y carteras Louis Vuitton Pinky Rochio
María Fabrizio
erano. Es una estación del año, sí, y por allí pasó un tren que indefectiblemente me subí, sabiendo que quizás era el último. Desde esa estación partí en el año 1969, recorriendo veranos de mi vida. Se detuvo por primera vez en Pozos y Humberto I. ¡Qué fuerte! Casa como pocas: invadida por pelilargos adornados con collares de mostacillas y colgantes con el símbolo de la paz; de aspecto un tanto incierto, somnolientos, de pocas palabras y vestiduras extravagantes. En el cuartito del fondo los esperaba su lugar: a media luz, entre rojos y azules, con paredes cubiertas por posters de Etta James, B.B King, Muddy Waters, Brian Jones, y un aroma enrarecido que cubría de misterio, ese, su lugar en el mundo. Un mundo que pocos entendían y al cual no dejaban entrar demasiado. Y allí estaba yo, con tan solo 11 años, viviéndolo como quien mira una película y de pronto es la protagonista. Entre cables, columnas de sonido, guitarras Fender, bajos Gibson, chancha, redoblantes y platillos, púas psicodélicas y micrófonos, la actuación comenzaba al primer acorde de Gimme Shelter. Ese sonido penetraba en el cuartito haciéndolo vibrar, provocando un éxtasis musical en mis oídos que sólo Miel de Abejas supo interpretar como ninguna otra banda under lo había podido hacer. Pasaron las estaciones y yo llevaba conmigo ese alma stone que bien podía conjugar con mis zapatos Perugia, zuecos y túnicas de la galería del Este, aunque resultaba muy difícil a la mirada de muchos de ellos, que solían combinar un mote por demás antagónico como lo era “la careta más Stones”.
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Veintisiete no es un número casual: son las veces que vi Gimme Shelter en el cine Arte, acompañada de esos pelilargos elevando nuestro ser escuchando tocar Satisfaction, Jumping Jack Flash y Wild Horses. “Gente rara” solían llamarnos a los que concurríamos a ese cine para ver películas como “Rey por inconveniencia”, que solo conozco otra persona en este mundo que también la vio. Crecí en ese mundo stone y de carteras Louis Vuitton. Entendí que así era mi vida, que podía sobrellevar lo burgués en comunión total con ese otro yo de “majestad satánica”. Y el tren que partió un verano del 69, se detuvo en la última estación verano del 2016: un recorrido con alegrías, tristezas, tropiezos, desengaños, decepciones y muertes en el camino. Todos esos sentimientos y emociones que quedaron atrás, volvieron mágicamente el pasado 7 de febrero, estando allí en ese estadio, frente al escenario, en compañía de la generación que le dio sentido a mi vida, la tercera: junto a mi hijo. Y allí estaban, otra vez, las Majestades Satánicas en todo su esplendor, aún habiendo recorrido muchas más estaciones que yo. Sensaciones poco descriptibles en palabras, ya que no tienen el significado adecuado para poder transmitirlas. Solo me sale decir que la careta más stone cumplió con vos, Pablo, con vos, Enano; los bajé por unas horas del cielo y los llevé conmigo a ver a los más grandes.
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Aguas Verdes Diego Flores
na de las grandes ficciones de la Argentina es su Costa Atlántica, que verano tras verano reboza inexplicablemente de turistas que se amontonan para montar diversos y estereotipados papeles. Viento, arena con piedras, aguas vivas, algas, un mar frío y calor discutible. ¿Por qué entonces vamos a veranear a la costa? Un profesor de la secundaria nos dijo que por Perón. Porque él inventó la costa. –Avisá en el fútbol que vas a faltar unos días, nos vamos a Aguas Verdes –dijo mi madre, con tono emotivo. Si existe una ficción dentro de una ficción eso era Aguas Verdes. Un lugar que se auto referenciaba como una alternativa alejada del bullicio y la súper población del resto de las playas candentes. Un lugar diseñado hasta el detalle para la improvisación y alejado de todas las comodidades que nos brinda la civilización. El detalle es que a menos de un kilómetro y medio estaba San Bernardo, que estallaba de jóvenes ansiosos de alcohol, amor y anarquía de germen burgués. Ciertamente en Aguas Verdes no había nada, ¡pero qué importaba! Eran mis primeras vacaciones y yo activé todos los imaginarios posibles de lo que sería un perfecto verano. En todas las series y programas que veía, el verano era el lugar donde lo imposible se realizaba. Y yo iba en una carrera ciega, alegre y desenfrenada hacia eso: lo imposible. Salimos en las primeras horas de un sábado nublado. El team que conformaba el equipo de viaje era: mi vieja, el marido de mi vieja, yo y un renó 18 rotoso, feo y extremadamente fiel. El viaje fue tortuoso, pues mi señora madre en un acto profundamente dictatorial manejó a piacere el estéreo, oscilando entre el primer álbum de Natalia Oreiro y un cantante español clase B conocido como Osborne. Quizás allí, en esas profundas horas de ruta y monopolio musical,
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radique el germen de mi adicción al tabaco. En la costa nos esperaban los Ferraguto, un clan formado por los dos progenitores y sus dos proles: Ramiro, que tenía dieciocho años (cuatro más que yo), era ostentosamente arrogante, parcialmente surfista y realmente fachero, medio pelilargo con onda y collares con chapitas estilo soldado americano. El más chico del clan era Renzo, al que conocíamos como el Gordo Delorean. ¿Por qué Gordo Delorean? El primer adjetivo saltaba a la vista, era un mago en la ingesta de bolitas de fraile. El Delorean venía porque no había cumpleaños, fiesta o reunión en que el Gordo perdiera oportunidad para decirle a quien sea que él, con los elementos adecuados, (así decía el Gordo, “elementos adecuados”) podía construir la máquina del tiempo. Estaba acomodando mis petates en la habitación que me tocó en suerte, la última habitación, con una ventana que daba al fondo, pegado al dúplex de los dos viejitos que nos habían alquilado el lugar. –Hola, tardaron un montón en llegar –dijo el Gordo Delorean mientras yo desensillaba fastidioso y él comía un churro bañado en azúcar de dimensiones colosales. –¿Qué haces, Enzo? ¿Cómo andás? –¿Sabés cuál es mi objetivo? –respondió sin atender al protocolo de las buenas costumbres–. Hacer muchos puntos en el Puzzle Bobble. Hay un chino que siempre me pasa, ya lo vi cual es. Pero me pasa siempre, ¿qué querés que te diga? A veces por un par de puntos, a veces por una bocha. –¿De dónde sacaste eso? –dije mientras cabeceaba hacia el churro mutilado ya por la mitad y Trataba de rumbear la charla para el lado que me interesaba. –Sí, Faturita los vende… Faturita anda dando vueltas en bici por la playa. Tenemos que ir a los videos. Apurate. –Ah… –dije mientras me ponía a acomodar en las estanterías del placar algunos buzos y remeras y le daba la espalda al gordo–. Che, ¿y qué onda la playa? ¿El lugar? ¿Y las minas?, ¿hay? Dije esto último sabiendo que al Gordo le importaba bien poco el sexo opuesto, o el sexo en general. Pero el Gordo ya se había rajado, el apurate no había sido una sugerencia, sino una orden. Mi plan, mi estrategia y mi dedicación estaba puesta en un solo objetivo: lograr levantarme una chica. Si era posible tener un amor de verano. Y si me dejaban fantasear, tener mi primera vez entre los médanos, mientras el atardecer caía y la playa se vaciaba lentamente. Lo que quería era tener una historia para contar. ¿Qué sería un hombre sin una historia para contar al regresar de una aventura? Los primeros días fueron de táctica y estrategia, de medidas y descubrimientos. En concreto podía sacar las siguientes conclusiones: la playa era una mierda, no había divisado ninguna dama de mi edad, el hermano del Gordo era un agrandado mentiroso que se la pasaba alardeando sobre cogidas incomprobables, pero que para mis fines amorosos era el único socio que
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tenía, el Gordo estaba híper obsesionado con el Puzzle Booble y sobre todo con el chino que lo aventajaba en todas las partidas. Mis viejos y los Ferraguto despertaban mi lado más irascible. No hacían nada. Es decir, se sentaban en la playa, hablaban de política, de comidas o de precios y cada tanto alguno de los cuatro consideraba que el calor corporal era oportuno y se lanzaban al mar unos instantes para regresar mojados, tiritantes y presumiblemente salados. Esa era la actividad de los mayores, ¿dónde estaba el sentido de la aventura? ¿Por qué los mayores se olvidan de vivir para regodearse en una quietud aplastante? ¿Es de orden discursivo la aventura de mi vieja? ¿Es ganar una conversa enroscada el leitmotiv de la adultez? Yo no podía convivir con esa quietud y cada tanto me iba a caminar con Ramiro, o con el Gordo Delorean, que solo hablaba de la máquina del tiempo, el juego y el chino. A veces optaba por los recorridos solitarios y vagos. Me metía a caminar por los médanos mientras traba de divisar alguna chica que me partiera el corazón. Así era que el tedio ganaba las horas y los días, lo único que hacía era caminar, comer y pajearme. Me pajeaba cada vez más, con violencia y convicción, era la única ficción que me alejaba de esta rutina inesperada. Uno de esos días empecé a vagar por una zona que creía que nunca había recorrido, era un lugar de médanos altos y variados mezclados con unos pastizales secos que parecían desubicados en ese contexto. Yo giraba por la curvatura de esas montañas de arena, elaborando planes y soliloquios hasta que de repente vi una pareja acovachada, dos personas ensimismadas en una especie de nudo humano de movimientos lentos y perezosos. Me costó comprender que estaban cogiendo, eran dos personas grandes, por lo menos ese era el indicio que me daban las canas de él y el peinado anacrónico de ella. Me empecé a acercar lentamente por el flanco derecho, dejé de verlos por un instante y oí con más claridad sus gemidos. El ruido del traqueteo y los grititos de ella terminaron por excitarme. Estaba totalmente al palo, necesitaba acercarme un poco más. Ver. Oler de qué se trataba el sexo. Sentí un grito de llamada, de alerta. O creí escucharlo, huí dejando la inconfundible estela de los pasos en la arena. Corrí con destino a cualquier lado, mientras el corazón me latía fervientemente y la pija se me achicharraba como nunca. Me oculté detrás de un gran médano. Esperé que el silencio lo poblara todo. Oí mi respiración atenuarse.
Mi plan, mi estrategia y mi dedicación estaba puesta en un solo objetivo: lograr levantarme una chica.
Empecé a recobrar la claridad de los sentidos. Un olor fuerte invadió el éter para donde virara la cara, el aire espeso y concreto se metía en mis fauces. Empecé a seguir la ruta del aroma, la curiosidad me guió sobre dos médanos robustos, hacia una especie de páramo donde yacía enorme, quieta y putrefacta una tortuga gigante. Me quedé quieto unos instantes, aguardando algún movimiento repentino del animal. Pero su muerte era certera y absoluta, me acerqué y husmeé con un palo algunas zonas de su cuerpo, al tocar la boca una horda de moscas salió pavorosa. Ensayé el miedo y dos arcadas. Me quedé un rato más pensando si yo era el primer ser que encontraba una tortuga enorme y descompuesta entre unos médanos perdidos en Aguas Verdes.
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Pensé en contárselo al Gordo Delorean, pero me tentó más el poder del secreto. Desde el primer día que nos instalamos, durante algún momento de la mañana iba a buscar los enormes y mágicos churro que vendía Héctor. Héctor era Faturita pero yo prefería llamarlo por su nombre porque si algo me enseñó el barrio es que jamás se debe tratar con el mote a un poco conocido. En mis caminatas errantes cruzaba a Héctor que iba y venía por distintas zonas proveyendo a toda Aguas Verdes de su mágica receta. Su primer guiño de confianza fue un descuento ínfimo acompañado de una sonrisa acorde ante la compra de un par de churros. En un par de breves charlas Héctor me sacó la ficha enseguida. No sé si lo dije entre líneas pero el entendió que yo estaba buscando alguna chica a la cual extrañar cuando retomara las clases y esté sentado solo y alelado, pensando en ella en el recreo, mientras los pibes me llamaran a gritos para patear una lata que usábamos de pelota. –Sentí, pibe, perdoná el atrevimiento, eh, pero sentí. Acá a un par de cuadras llegaron dos hermanas, una es chica pa vos pero la otra te va a gustar, vas a ver. Psss, si yo sé, yo sé. Yo también fui pibe. Yo sé. Es una morocha flaca y lindapiba (así dijo Héctor, todo junto). El papá tiene un brek, fíate que deben andar por acá. Me sonrojé claramente y solté un tibio: –Bueno, Héctor, gracias. Voy a ver. –Andá y con confianza. Decime Faturita. Así me conocen acá, pa, qué vamos a andar con la formalidad. Faturita decime. Y fíjate la piba. Sí yo sé. –Bueno, de ahora en más Faturita –le estiré la mano para saludarlo de manera poco formal, con todos los dedos, salvo el pulgar, contraídos. Le costó corresponder el saludo. El dato de Faturita fue concreto y certero, la piba era hermosa y maravillosamente vivía a la vuelta de los dúplex horrendos que alquilábamos. El día que la vi volvía distraído de visitar a la tortuga. Extrañamente el cadáver seguía ahí protocolarmente abandonado y nadie prestaba atención a su olor putrefacto. Las moscas, entretanto, seguían poblando su paladar. A pesar del olor y las invasiones de bichos extraños y ruidosos que vivían en las comarcas que rodeaban a la tortuga, había algo magnético que hacía que me pasara un buen tiempo mirando a ese animal, imaginando sus movimientos en el mar, su rumbo perdido, sus toscos movimientos en la noche de Aguas Verdes, el momento en que supo que iba a morir. Sumergido en ese tipos de pensamientos caminaba cuando la belleza de Laura me chocó, su andar desgarbado con las bolsas del mercado era una suerte de péndulo sincronizado para enajenación racional. Sus caderas se mecían lentas y decorosas, y parecía que la gracia la visitaba a cada paso. Vi en la lejanía una sonrisa absoluta, única e inolvidable que emitía con desparpajo. Se metió en su casa esquivando la brek que como bien sopló Faturita era el móvil de la familia. Tengo que verla y rastrearla, provocar el encuentro de su mirada, pensé. Si la obsesión del Gordo Delorean era el juego o el chino o ambas, la mía era encontrar a Laura, terminar de definirla. Acomodar el puzzle de su vida y la mía, prever cómo haría para
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que las piezas quedaran ordenadas de tal manera que ella y yo tuviéramos un lugar común, un intercambio informal de palabras sonsas. Un encuentro que me permita reagrupar el pixelado de su rostro, confirmar la sospecha de su sonrisa eterna, develar por fin la sonoridad de su voz. Eso, tenía que producir, que provocar, una fuerza misteriosa que me acerque a su órbita. Estaba seguro: ella era la chica de mi historia. Caminábamos con Ramiro, el hermano del Gordo había pegado onda con un grupo de pibas que estaban parando cerca de San Bernardo y enfilábamos para allá. Andábamos sin apuros, tirando diagonales en la arena, dejando huellas extrañas y cilíndricas mientras unos nubarrones oscurísimos nos custodiaban desde arriba. Yo iba medio desconfiado, la invitación me hacía ruido, no entendía por qué Ramiro me estaba integrando a una conquista propia. A él que tanto gustaba de la exclusividad de las miradas femeninas, ¿pondría en disputa un tributo que podía ejercer monopólicamente? Yo no tenía nada mejor que hacer, así que lo seguí. Apenas llegamos me sentí inferior y desnudo, entendí de movida que estaba allí como una mascota, tenía cuatro años menos que Ramiro y todo lo que pudiera decir, hacer o pelar, era insignificante frente a él. Si lo había pensado como estrategia, era fantástica, me llevó a modo de comparación de valores cómo funcionan los símbolos saussureanos. Las pibas eran cuatro, la más chica era una rolinga de dieciséis años, hermosísima y lejana, nos separaba una distancia abismal que no se medía en términos de tiempo sino en cantidad de noches y veredas caminadas, de vinos en la esquina, de recitales con tumultos, de tocadas de ojetes y bulteos. Ella, se notaba, ya estaba iniciada en esos rituales y los caminaba tranquila, anhelosa y expectante. Yo, a su lado, era un muchachito explorador, un mormón de fin de semana que recién andaba viendo cómo se armaban los primeros porros y cómo se destapaban las birras con encendedores o solo con una lapicera. De las tres que conformaban la totalidad del grupo, dos estaban bárbaras y dieciocho añeras y la otra era fea, ortiva y con un agrande injustificado. Fuimos a tomar unas birras, unas cuantas birras para un novato como yo. Ramiro empezó a abrazar a las chicas, rotaba su cariño indiscriminadamente, pasaba su brazo por encima de los hombros. Hay sujetos que utilizan estrategias banales y corporativas, sucumbiendo en el acto egoísta y grosero de levante. Porque este se puede hacer desde la discreción, desde la picaresca. Es más: se puede usar al resto como rebote para un tiroteo medido. ¡Pero no! Estos tipos usan esa táctica mezquina de apartar, de negar la charla, de arrinconar y pedir como quien pide desesperadamente un pucho. La birra, mi silencio y el aburrimiento viraron la charla para propiciarme un descanso, un bardeo paulatino que se gestó en el fragor de la tarde. –Dale un beso al pibito –dijo una de las guapas mayores a la rolinga–. Apretatelo, está lindo o nosotras estamos muy al pedo, qué se yo. –A este le pegás unos besos en el cuello y se te viene en seco. ¿Alta chele, amiguito, no? Dijo la fea agrandada, mientras desataba carcajadas. El nerviosismo me jugó una pasada intolerable: me reí mientras se me cerraba la garganta. –Dejenlo –dijo Ramiro, que se estaba besando a la rolinga–. No bardeen. Es un buen pibe. Es joven, es cierto… ¡Además debe tener altas ganas de ponerla! ¿Le dijiste que sos virgo, guacho? Las llega a agarrar a las cuatro y las deja embadurnadas, ¿sabés el cumulo de wasca que debe tener?
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Rieron ampliamente, yo veía pasar la gente en la playa, el poco sol que había se diluía entre las nubes. No esperaba un salvavidas de Ramiro, sí un silencio que distraiga el foco de atención. Me di cuenta que no iba a poder contener las lágrimas y decidí huir, corriendo. No escuché la reacción de las pibas, solo sé que Ramiro me alcanzó a los pocos metros. –Perdoná, loco, no me dejes así... era una joda nomás.
¡Laura me estaba preguntando algo! Esa leve sospecha destapada de su boca alcanzaba para que mi ilusión picara en punta. Hay interés, dije cayendo enseguida en la duda.
Mi silencio y mi resistencia poco disimulada a la congoja le dieron la pauta de que no había vuelta atrás. –Bueh, vos también loco no te fumás un chiste. Tomá dos puchos, ¿querés? Acepté con el solo hecho de quitarle algo a ese crápula manipulador, nunca había fumado en mi vida. Me compré una caja de fósforos sin pensarlo y decidí caminar ligero hasta los médanos donde estaba la tortuga. Tenía un nudo enorme en la garganta y un esférico en el pecho, apuré el paso, llevaba los dos cigarrillos en la mano y no me animaba a fumarlos. Cuando llegué adonde la tortuga, sin siquiera prestar atención ya estaba pitando el Phillips Morris. Fue más fácil de lo que creía, le di un par de secas más y me sentí mareado. Me acerqué a la tortuga y me senté al lado de su cara. Le miré un rato los ojos, inmóviles y secos, detenidos en un instante de agónico frenesí. Me encorvé un poco con la cabeza casi a la altura de la tortuga, me sentí solo, muy solo, y me largué a llorar a mares. Al rato sin darme cuenta me dormí. Cuando desperté la noche amenazaba. –¿Vos qué te pensás, que tenés dieciocho años? ¿Qué hacés la que querés? ¿No sabés las cosas que están pasando? El encargado de la perorata era el marido de mi vieja, que me tuvo media hora dale que te dale con que la inseguridad, las responsabilidades y un batallón de consejos para estar alerta a potenciales tragedias. Mi vieja entre tanto dirigía su mirada hacia lejanos confines, sin mirarme a la cara, en clara señal de que estaba ofendida y que en esta no iba a jugar para mí. Yo contestaba a todo con un “sí, tienen razón”. Me fui a mi pieza temprano, sin encender la luz me tiré en la cama con ganas de que el sueño me viniera a visitar temprano. Fui al fondo de la habitación y abrí la ventana, me colgué mirando las estrellas, tratando de ver alguna constelación, aunque desconocía todas, cuando oí ruidos extraños, como el gimoteo de un niño. Agudicé la atención y pude dilucidar que los viejitos de al lado, los que nos alquilaban el dúplex, estaban cogiendo. Ella largaba breves y deslucidos gimoteos, él después de un rato magullaba alguna especie de espasmo. Los ruidos contrarios a
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los que escuché aquella tarde en el médano no me remitían al placer, sino al dolor o quizás a la muerte. Maldije mi suerte, me metí en la cama y me tapé. Recuerdo el exacto instante que vi a Laura en la playa, la topé de golpe mientras miraba mis pies deslizarse en la arena, iba en dirección al mar cuando sin gracia levanté la mirada, achicando un ojo para evitar las molestias del sol y la vi parada con un sombrerito de paja, una malla amarilla y hermosa, un medio bronceado, una sonrisa tenue y distraída y la mirada castaña tan profunda como el mar. Me frené torpe y tenso. La miré un instante y le dediqué un vergonzoso y aflautado “hola”. Ella sonrió apenas y me respondió el saludo. Siguió caminando distraída, me pasó por delante desviando su mirada hacia el mar. Sentí que se me iba la única oportunidad de contacto y apuré cualquier conversa –Vos vivís al lado, ¿no? –solté torpemente. –¿Cómo? ¿Al lado de qué? –Bueno al lado no, a la vuelta –dije duplicando y sosteniendo la zoncera. –¿De qué? –replicó frunciendo el ceño. –No, digo que somos vecinos, bah, casi, vivimos a la vuelta. Tienen una brek ustedes. Cuando terminé de decir eso mi di cuenta que ante ella estaba comportándome como un mirón, un obsesivo. Me arrepentí conjurando que Laura me vería como un estúpido. –¿Si? No sabía, ¿hace mucho que están? –Sí, más o menos, diez días. ¡Laura me estaba preguntando algo! Esa leve sospecha destapada de su boca alcanzaba para que mi ilusión picara en punta. Hay interés, dije cayendo enseguida en la duda. ¿O será mera cordialidad de una muchachita bien criada, de escuela privada, de pollera escocesa y cola de caballo? Hablamos de nimiedades, el clima, la playa, su hermanita. Le conté del Gordo Delorean, que seguía obsesionado, aún, con los fichines y con el chino. La tarde fue cayendo y yo me sentí adulto y fugazmente enamorado. Pensé en invitarla a salir, no me animé y no sabía a dónde llevarla. Ella me comentó que iba el fin de semana a los fichines, pues de noche tocaba una banda que se llamaba Brisas, hacían covers de rocks viejos y a lo último tocaban cumbia como para bailar. Me dijo que vaya, que estaba bueno y que podíamos vernos un rato allá. Al rato cayó la hermanita. Intenté caerle bien pero no sé si lo logré, a veces es muy difícil saber qué piensa una niña de ocho años. Desde ese día mi humor cambió por completo, me crucé un par de veces más con Laura, y hablamos rato largo. Un día caminamos ella, su hermanita, el Gordo Delorean y yo hasta San Bernardo. El Gordo estaba más flaco, ojeroso y monotemático con su preocupación veraniega: el chino que lo pasaba en el ranking del Puzzle Booble. Contó que el chino se le paraba al lado,
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esperaba que termine de jugar y con una sola ficha lo pasaba en la tabla de puntos cuando el gastaba 8 o 10. Lo odiaba. Laura se reía y me hacía caras buscando una complicidad que a mí me derretía. Volvía contento a casa cuando me cruzó Faturita. –¡Eh! ¡Pichón, pichón! –¡Faturita! ¿Cómo va? –Acá, hijo, laburando, ¡cómo anda el fato, eh! Te vi galán –me dijo mientras me revolvía el pelo–. No, si Faturita sabe, Faturita sabe. –Va bien, bah, creo. Me gusta, Faturita. Es hermosa, ¿viste? –Linda la piba, tiene presencia. ¿Le miraste los talones? Eso es lo más importante, mirarle los talones si están bien, ¿entendés? –¿Qué decís Faturita? ¿Cómo le voy a mirar los talones? ¿Tas loco? –Cómo no, hay que mirarlos, ¡ustedes no saben nada! ¿Y Le regalaste algo? –No, todavía no, no sé si da. –Y… cucha, tomá, llevale media docena, la casa invita. Elegí del canasto. Me quedaron pocas, che…sino con churros… –No, Faturita, ¿cómo le voy a llevar unos churros? –Y, ma vale, si no se te enamora con esto hijo, ya está. –No, no. Además no sé, me parece que no da para darle nada. Me expongo. –Me expongo, dice el hijo… que bárbaro ustedes. Cómo incorporan la palabra. Me tengo que ir, nene. Suerte. –Gracias. De verdad. –Andá, hijo. Se montó a su bici y partió con una sonrisa amplia y contagiosa. Así era el tipo, alegre, anacrónicamente amable y compinche. Yo decidí ir a ver qué onda la tortuga antes de ir a casa. Era la primera vez que la veía con esperanzas en mi horizonte. Me animé a tocarle el caparazón reseco y traté de espantarle las moscas de la boca. Me quedé un ratito y me fui para casa. Esperaba el sábado con ansias, me paraba ante el espejo de mi habitación y ensayaba unos pasos de cumbia que había visto alguna vez en el programa de cumbia de canal 2. Mi vieja me
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miraba y se reía. Yo la tomaba por la cintura y bailábamos mientras me preguntaba qué me pasaba que estaba tan contento. Yo le decía que cómo no iba a estar contento si estábamos de vacaciones. Mi madre quizás ya sospechaba de la existencia de Laura, que era el motivo de mi baile, de mi alegría. Le pedí si me compraba una camisa que había visto en la feria de la playa. Una roja con un floreado exótico. Se sorprendió de mi extravagancia dado que yo solía vestirme con remeras de colores más bien oscuros. Llegó por fin el sábado, al mediodía acompañé al Gordo a los fichines, más que para hacerle la segunda para tantear el terreno donde me movería por la noche. El gordo antes de meter las fichas recorrió todo el local en busca del chino, unas vez que cercioró su ausencia encaró para el juego, yo lo vi un rato. No podía creer que dedique su tiempo a ese juego de mierda. Me fui un rato a jugar a uno de fulbito, perdí al toque. Lo fui a buscar al Gordo que estaba sudando y colorado moviendo se cuerpo al compás de las palancas. Le dije algo pero me calló en seco. Lo miré un rato y me fui a caminar por el local, a ver si la veía a Laura. De golpe escuché un grito de euforia, todos nos acercamos en dirección al Gordo Delorean, que le estaba pegando al tablero de comandos del juego. – ¡Siiiiii, tomá, chino forro! –gritaba el Gordo. Finalmente lo había pasado al chino. Se acercaron los dueños del local a calmarlo. Este se puso todo colorado, se había olvidado del contexto y vuelto en sí, las miradas de los demás le regalaron la vergüenza. Pidió perdón y se fue rápido y solo. Lo alcance a mitad de cuadra. Cuando me vio soltó una sonrisa enorme y contagiosa, me pegó un abrazo veloz y me dijo: –¡Ahora sí, lo pasé, loco, lo pasé! –No vamos a salir a la noche, me siento un poco mal pero vos podés ir. Hablamos con los Ferraguto, vas y volvés con ellos. ¿Te portas bien, si? Te voy a dar unos pesos. Bañate y avísame cuando salgas –me dijo mi vieja. Las cosas no podían ir mejor, no tenía los condicionamientos de la estructura familiar, los ferragutos eran buena gente; Cholo, el padre de la familia era un gordo bigotón hermoso, que se reía de todo y era bastante cómplice de sus hijos. La madre se reía de todo lo que se reía Cholo, malcriaba con una sobreprotección desmesurada al Gordo Delorean y se vivía peleando con Ramiro. Me bañé, me pasé un poquito de gel, me paseaba delante del espejo con mi camisa nueva, tiraba unos pasos de cumbia, preocupado por recordarlos. Bailaba y ensayaba una sonrisa que le dedicaría a Laura. En mi imaginario todo era lento y precioso, yo era un galán prematuro, joven, un potencial sex symbol y ella la muchacha apenas mayor que caía rendida ante mis encantos. Antes de salir repasé mi imagen en el espejo, me apreté dos granitos que merodeaban el cuello, encontré el perfume del marido de mi vieja y me puse un poco. Me parecía feo pero sospeché que me daba ínfulas de refinamiento. Saludé al marido de mi vieja que estaba preparando un té. Mi madre me dijo que me acercara y le di un beso en la frente. Ella me miró a los ojos, sonrió, me dijo que estaba hermoso y que tenga suerte. Remarcando la última palabra con una sonrisa. Ella me había leído entero. Sabía que andaba en algo, no sé si era muy difícil leer pero fue la única que me lo hizo notar.
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Salí al patio interno y caminé hasta la casa de los Ferraguto, en la puerta me esperaba, tomando una 7Up, el Gordo Delorean. Llegamos al boliche que de tarde funcionaba como un local de video juegos y por la noche extendía sus dominios para convertirse en un restaurante bailongo, sin apagar los fichines. Elegimos una mesa del montón y procedimos a seleccionar lo que íbamos a cenar, yo me senté entre el Gordo y su hermano. Me excusé y encaré para el baño con el solo propósito de buscar a Laura. Hice un recorrido por el local. No estaba, me empecé a poner impaciente. Me senté, y en la mesa, ya había una jarra enorme de cerveza. –¿Querés? –me dijo el Cholo. –No, gracias –respondí distraído. –Dale, guacho, haceme compañía –me dijo Ramiro. –No te hagas el vivo vos, dos vasitos nomas, eh –dijo la Inés en claro papel de madre–. ¿No, Cholo? Que no se haga el piola decile, Cholo. Pero el Cholo respiraba profundo y miraba para cualquier lado. –¿Vos que querés, Enzo? –dijo Cholo. –Unas fichitas –dijo el Gordo. –Ma qué fichas boludo, ¿qué querés para comer? –Milanesa y papa fritas. –Todos los días lo mismo vos, Inés ¿A este qué le pasa? –Pastel de papas vas a comer –dijo Inés. –Bueno –replicó el Gordo como si todo le diera lo mismo–. Con una 7Up. –Ehhh, así me gusta –dijo Cholo. –¿Vos querés lo mismo? –me preguntó Inés induciendo la respuesta. –Sí, pastel de papas está bien. –Yo quiero milas con papa fritas –dijo Ramiro, chicaneando la cena. –Bueno –dijeron al unísono los progenitores, ante la mirada impávida del Gordo Delorean. –¿Estás esperando a alguien? –me dijo Ramiro–. ¿Qué mirás tanto para la puerta? –No, nada que ver –contesté.
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–Eh, tráeme otra jarrita –dijo el Cholo. –Tranqui, Cholito, eh –advirtió Inés. –Si mañana nos vamos, no jodas–. Contestó el Cholo en clara señal de hinchazón testicular. De repente y como suceden las cosas anunciadas, Laura entró con su familia. Llevaba un vestido celeste que le llegaba hasta los muslos, una vincha le sostenía el cabello castaño, tenía una pulserita roja nueva y su risa seguía fresca e intacta. Sentí que el mundo se inclinaba en clara reverencia cuando ella caminó los poco pasos hasta la mesa que eligió la familia. Yo seguí su trayecto hipnotizado. Ella no levantó jamás la mirada y al sentarse se puso a charlar con su hermana. Me sentí incómodo y abandonado. Me empezaron a traspirar las manos y empecé a diagramar charlas para tener con ella. El Gordo Delorean me hablaba de que a la tarde habían pasado Volver al futuro 2 y no sé qué más. El Cholo decía que iba a pedir otra jarrita para cuando terminara de comer, para bajar la comida y fumarse un puchito tranqui. La Inés le decía que mejor lo baje con un juguito de pomelo. Ramiro callado me miraba y se divertía. –Voy al baño –dije. –¿Te pasa algo? –consultó pediátricamente Inés. –¿Pará qué te vas a ir si ahí viene la comida? –espetó cholo –Es un segundito, me voy a lavar las manos. –Finolis –dijo el Cholo mirando a su hijo menor. Caminé rápido hasta pasar cerca de la mesa de Laura, ahí aminoré el paso y la busqué con la mirada, ella me vio y me levantó la mano en un saludo distante mientras le colocaba un collar a su hermana. Me senté en la mesa contraído, con el ceño fruncido y las manos más transpiradas que antes. Me pregunté qué hice mal. Si fue insolente pasar a saludarla aunque como excusa tuviera el deseo de hacer uso del baño. –Te gusta esa pibita, ¿no? –me dijo Ramiro por lo bajo. –No, nada que ver. –¡Qué no! Dale, decime. –No, posta. –Está buena, a mí sí me gusta –Es chica para vos –dije y me arrepentí tratándolo de arreglar con un, ¿no? –¡Ja! ¿No era que no te gustaba? ¿Cómo sabes que es chica?
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–No me gusta, la vi un par de veces y hablamos y… eso, me dijo cuantos años tenía. –¿Cuántos años tiene? –preguntó Ramiro. –Dieciséis, creo. –Le re doy, si te gustaba perdiste. Ya la marqué. –Bueno, marcala lo que quieras, no te va a dar bola. –¿Que no me va a dar bola? ¿Querés apostar? –No, está bien. Seguro que te la re curtis –le dije, y me sentí pequeñísimo. Se me acercó al oído y dijo “me la voy a coger, no a curtir”. Casi que no toqué mi plato, estaba nervioso, incomodo, molesto, enojado. Desorientado. El Gordo me preguntó si podía “ayudarme a comer”. Me zarpó el plato y le entró parejo. Automáticamente después de comer el último bocado pidió helado. El Cholo sonrió con un inexplicable orgullo. Ramiro entretanto me miraba y reía de costado con esa media sonrisa, tan de ego grande y confianza ciega en sí mismo. Gozaba. Cuando el Gordo terminó el helado, Cholo manifiestamente beodo nos dijo “vayan a jugar a los jueguitos”, y le tiró unos diez pesos al Gordo que salió presuroso hacia la caja de venta. Yo lo seguí para alejarme de Ramiro y la ignorancia que me dedicaba Laura desde la lejanía de su mesa. –¿Lo viste? –dijo el Gordo –¿A quién? –Al chino, boludo. –Ah, no. –Está ahí, comiendo con los viejos, ¿lo ves? –No, Enzo, ¡qué me importa el chino! –¿Qué te importa? Me va a sacar la punta. –Gordo, me tenés podrido, hermano. Estás grande. ¿Qué te van a dar por ese juego de mierda? Estás grande, de verdad. Hace otras cosas, buscate una vida –cuando terminé de decirle la frase me di cuenta cuánto lo herí a él y también a mí. Me fui para la puerta a sentarme en la vereda, esperaba como en esas series del verano perfecto que ante cualquier quilombo o conflictos de desamor el muchacho derrumbado era socorrido por la espalda por la chica amada. Y mientras se daban su primer beso fuegos artificiales
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decoraban la noche. Estuve cuarenta y cinco minutos esperando que esa escena sucediera, pero la realidad es ruin y siempre destrona a la ficción. No me percaté que ya sonaba la banda y que estaban anunciando que de un momento a otro arrancaban las cumbias. Me di ánimos, que ni yo mismo creí, para entrar nuevamente, dudé en irme pero ganó la primera opción. Me metí en el baño y me miré la camisa, me adiviné guapo y carburé para encarar a Laura. Cuando llegué, las mesas estaban corridas, había una pequeña pista de baile improvisada donde entraba la banda y los circunstanciales bailarines que cada tanto se volvían a sentar en sus mesas. Busqué a Laura en la pista y no la vi. Cuando miré para su mesa estaba apartada charlando con Ramiro. Sentí que todo era una fachada, una invención terrorífica de mi imaginación. Miré para la mesa de los Ferraguto para ver si estaba Ramiro, si no me había equivocado de figura. Me encontré con la Inés con cara de orto porque Cholo se había pedido un whisky. Vi que Ramiro me miraba, y cuando se dio cuenta que efectivamente lo había visto, acercó, aún más su silla a la de Laura. Lo conocía, era la misma táctica que ya le había visto. La estaba envolviendo, seduciendo. Me apoyé en uno de los marcos de la puerta que comunicaban los videos con las mesas y la ahora novedosa pista de pachanga, tratando de dar lástima a alguien. El grupo Brisas tocaba Popotito y un pelado revoleaba a su pareja por toda la pista. Nadie correspondió a mis intenciones. Miré para adentro y lo vi al Gordo viendo al chino mientras este último jugaba al Puzzle Booble. Me acerqué y le pedí perdón. –No pasa nada –me dijo–. El Chino no me puede pasar, le quedan dos fichas. –Mejor así… mejor así, amigo. Envidié la felicidad del gordo, sentí que ese era mi lugar. Que me tendría que haber quedado en los fichines sin intentar aventurarme en el amor. De repente pasó Laura para vigilar, por pedido de los padres, a su hermana. –¿Hola, todo bien? Me dijo como si nada. –Hola, sí, todo bien. Acá viendo un poco. –¿No jugás? –No, estoy grande para los fichines. –A mí me gustan. –Si, a mí también pero ya fue. –Ah… estoy afuera con tu amigo. –¿Con quién? –pregunté fingiendo sorpresa. –Con Ramiro, es copado. Venite si querés. Él me dijo que son amigos. –Ah, Ramiro, no… todo bien. Me quedo acá.
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–Como quieras… nos vemos. –Lau… –dije cuando ella ya se había dado vuelta sin oírme. Me compré una ficha de flipper y jugué sin ganas, apretando con fuerza los botones. Pateé un poco las patas de la consola y salí para el sector de las mesas. Sonaba un tema del grupo Sombras, mal interpretado, para ser coherentes con toda su performance, por el grupo Brisas. No quise mirar para la mesa de Laura así que direccioné para lo de los Ferraguto. Cholo estaba con un trago de colores mientras la Inés bostezaba despatarrada en la silla. Junté fuerzas y miré para la mesa de Laura. Ella no estaba. Cuando miré para la pista imaginé todo lo que iba a ver y a suceder. En un costado de la pista cerca de la puerta de los jueguitos estaban Laura y Ramiro bailando juntos. Ramiro me miró, le dio un beso lento y hermoso a Laura que se sonrojaba y escondía de la mirada de su familia que andaba en otra cosa. Ramiro me buscó nuevamente con la mirada, me guiñó un ojo y se la tranzó bruscamente. En la mesa había un vasito con un culito de cerveza que, supongo, había pertenecido al Cholo. Me lo tomé, en una suerte de fondo blanco pobre, en una imagen entre triste y bizarra. Estaba tratando de incorporar un personaje mal escrito y que no me creía. Me decidí. Salí a encarar a Ramiro, no sabía si trompearlo, si escupirlo, si putear a Laura. No lo sabía pero encaré para allá. Cuando me estaba acercando escuché un grito que tapó el solo del nefasto guitarrista de Brisas. –¡¡Chino de mierda!! ¡¡¡Hijo de puta!!! –escuchamos todos y vimos volar al escueto oriental que rebotaba contra el marco de la puerta y rajaba el vidrio. El Gordo Delorean, alterado y sacado, lo empujó contra los cristales, alguien le tiró una mano al Gordo y yo me metí a empujar en el barullo. Vi que el chino estaba en un costado mal herido y le estampé una patada que lo hundió contra el piso. Me quedé atónito ante mi accionar, sentí mi respiración alterada, el sudor seco que me corría por la espalda. El chino no era el destinatario de mi furia, solo funcionó como una metáfora, un cuerpo accesible para que yo desplace mi venganza. Cuando levanté la mirada, Laura me estaba mirando paralizada. Ramiro estaba agarrando al Gordo y el barullo se disipaba. –Sos un pelotudo –me dijo Ramiro ante el silencio de la sala. Sentí un galopar de angustia en el pecho, encaré para la puerta y salí corriendo sin que nadie pudiera detenerme Corrí un par de cuadras y llegué a una calle oscura y sin asfaltar que me llevaba al dúplex pero que no tomábamos nunca porque parecía tenebrosa y lindaba con un enorme descampado. Encaré atravesando la negrura de la noche, puteando, desconcertado, sin entender mi reacción. Me dolió en el alma pensar en Laura. Sentí que ella me había traicionado, que me había corrido de una historia que yo debía protagonizar. Al llegar a la mitad del descampado divisé un bulto en el costado del descampado. Me detuve, miré y decidí encarar. Era la bici de Faturita. Entre los yuyales del descampado escuché un sollozo demoledor. Miré un poco sin hacer ruido. Volví a mirar la bici para confirmar la identidad del potencial dueño, al costado había dos reseros. Corrí los yuyos y lo vi a Faturita, sentado en la tierra, los ojos vidriosos e idos.
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–Un beso de amor viejo, eso te pido nomá, un beso pero de amor –decía mientras se le caían unos gotones de los ojos. –Faturita –le dije con vos temblorosa–. ¿Faturita estás bien? Mi miró sin verme, como si yo fuera un espectro, un holograma de la noche –Un beso de amor pido nomas, diosito, un beso de amor… alguien que me quiera. ¿Es mucho para pedir? Un beso de amor para Faturita. –Ey… vamos, Faturita, dale. –Un solo beso de amor –repetía y lloraba. Lo miré unos instantes mientas lloraba y repetía que quería un beso de amor. Pensé que aún en su borrachera barata e individual tenía razón, que para ganarle a cualquiera, a todas las noches del mundo, a todas las penurias y avatares que presentaba el universo, solo nos hacía falta un beso de amor. Esa era la llave que abría las puertas del sol. Supe en ese instante que yo estaba tan perdido como Faturita esa noche. Le acaricié la cabeza y me fui para el dúplex sabiendo que nada iba a poder hacer. Al otro día no salí de casa hasta bien entrada la tarde. Escuché como los Ferraguto llenaban el baúl con sus valijas y recuerdos y partían hacia los confines de la rutina. Caminé por las desoladas calles de Aguas Verdes. Era marzo primero y nada había que hacer por esos lares. A nosotros nos quedaban cinco días más. Pasé por el local de los fichines, merodeé el lugar con cierto temor e intriga. Estaba cerrado. Miré por la ventana, una señora gorda y rulienta limpiaba el local con una escoba. Los arcades estaban prendidos y puede ver el nombre de “Liang”, que puntuaba en lo más alto del ranking del Puzzle Booble, seguido por un “ENZO” en orgullosas mayúsculas. Caminé en sentido a la playa con el propósito de llegar hasta donde estaba la tortuga. En el camino crucé a Faturita, venía en su bici bordeando una vereda. Me miró fijamente e ignoró mi saludo, dejándome estupefacto y contraído. Llegué hasta los médanos que escondían mi compañera secreta. Cuando los bordeé la tortuga ya no estaba allí. Miré bien para comprobar que no me había equivocado. Efectivamente era allí. Una leve lluvia regaba la tarde mientras los nubarrones tapaban prudentemente los rayos de un sol sin ganas. Subí a los médanos y vi la playa desolada y vacía, los rumores de un olor a podrido poblaban la escena. Es así como se terminan las vacaciones. Así es como se termina una ficción. Solo y con olor a podrido.
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Fichas Alejandro Seselovsky
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Ja Ánt
oné la dos manos juntas, le dije. Como si te fuera a dar agua. Pero no le di agua. En cambio, dejé caer una lluvia metálica de fichas y llené el cuenco de sus palmas, las palmas breves y todavía pequeñas y todavía blancas y todavía sin trabajo encima de mi hija de diez años y cuando ya no cabía una ficha más le dije andá, jugá, no te pierdas. Era enero y era Mar del Plata y eran nuestras vacaciones y tantas veces en la vida del porteño que soy las vacaciones fueron un montón de fichas en la mano.
Adentro, Montecatini está vacío. Adentro, los teatros están por la mitad. Adentro, no pasa lo que pasa afuera, en las calles: la gente caminando y dejando su tiempo en las veredas.
Primero fuimos a Sacoa, y bajamos las escaleras desde la peatonal, esa angostura de escalones que te van hundiendo en un subsuelo de humedad y ruidos de máquinas y atmósfera de juego y vicio y el tiempo que se vuelve otra cosa cuando te dejás sumergir en el juego y en el vicio de jugarlo. Yo bajé esas escaleras hace treinta y cinco años y bajarlas hoy sigue siendo lo mismo: no es entrar a un local de videojuegos, es cambiar de planeta, es volverse alguien más. Abajo, las novedades, el progreso y su abulia de tener que pasar una tarjeta recargable con una banda magnética que es leída por el sensor del virtual soccer. No había virtual soccer cuando yo llegaba como se llega a Sacoa a los ocho, nueve, diez años y vivís la Buenos Aires de los primeros ochentas y en la Buenos Aires de los primeros ochentas no hay casas de videojuegos y tenés que esperar todo el año para subirte al auto, salir a la rotonda de Alpargatas, parar a mear en Atalaya y comer algo, parar media hora después a vomitar lo que comiste y vomitarlo en la banquina porque tu viejo no quiere que le manches el tapizado del Taunus. Y la ruta que se estira y cada vez queda más lejos el final donde te espera no el paraíso de una playa y una carpa no el paraíso de unos cornalitos en Chichilo no el paraíso de un helado en la peatonal, te espera el paraíso de un tarde nublada en Sacoa y vos le pedís a los dioses de tu infancia que se nuble, que se nuble que por favor no me toco nunca más el pito si, dios mío, hacés que se nuble y que llueva para que a los adultos que me trajeron no les quede otra que entrar en Sacoa y comprarme fichas y entrás como se entra a los ocho, nueve, diez años y vivís a cuatrocientos kilómetros de aquí: abstinente. Pero ahora Sacoa se parece poco a Sacoa y con mis hijos, Uma, de diez años, y Benito, de catorce, caminamos el centro encantadoramente groncho de esta ciudad encantadoramente groncha y yo le agradezco a los dioses de la infancia que me dejaron llegar hasta los cuarenta y cinco y venir con mis hijos, los tres, a esta cuadra de la felicidad que llevo en el cuerpo desde hace tanto y que es el centro de Mar del Plata, la ciudad absoluta. Si te tocó esta ciudad en el devenir de tu vida, entonces lo que te tocó es una ciudad para siempre. Antes de irnos de Sacoa descubro al último sobreviviente: ese juego estaba acá cuando yo tenía diez años y estaba acá. Se trata de un caballito de yeso en tonos marrones que se mueve en un balanceo repetitivo y que tiene una pistola símil Colt fijada a la montura. El caballito está frente a un vidrio detrás del cual pasan, también a caballo, unos indios en miniatura. No hay pantalla, no hay realidad digital. Es todo puramente mecánico y el juego consiste en asesinar la mayor cantidad de indios posibles. Está pensado para chicos más chicos, digamos entre los tres y los seis años y claramente
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fue concebido en el espíritu de los westerns que no contemplaban ni la posibilidad de que los pueblos fueran originarios ni los inconvenientes de formar a los chicos en la matanza de aborígenes. Progresías aparte, me resulta muy tierno que esta máquina del entretenimiento setentista continúe acá, en pleno funcionamiento de sus facultades, con padres que todavía suben a sus niños al caballito y los ayudan a disparar sobre humanos semidesnudos de piel cobriza. Salimos de Sacoa. Antes de salir leo un cartel en la pared: días de sol, 50% de descuento. Los dioses no comen vidrio. Caminamos al azar, como se camina cuando no hay a dónde ir. Adentro, Montecatini está vacío. Adentro, los teatros están por la mitad. Adentro, no pasa lo que pasa afuera, en las calles: la gente caminando y dejando su tiempo en las veredas. En una esquina, creo que estamos a la altura de La perla, un local relumbra, pura sonoridad. El vidrio da toda la vuelta porque todo el local es la esquina. Una puerta apenas y un adentro que es otro: acá todavía se juega con máquinas de fichas. El local no se llama Sacoa ni Plaza ni tiene nombre porque no lo necesita: es pobre, medio ratón y los juegos son viejos, es decir, son maravillosos. Dos pesos la ficha es una invitación a la droga. El 1942 reproduce la batalla de Midway con un sobrepixelado del Océano Pacífico que parece un plano inmóvil, sin oleaje, y un avión a hélice que dispara dos clases de misiles: los comunes y los dobles, según hayas pasado por sobre unas boyas que te dan la ventaja de disparar más y mejor. Es un videojuego clásico y lo que siento cuando obtengo un crédito es una forma del reencuentro. En realidad, el reencuentro se produce unos segundos antes, cuando hay que girar la ficha lo suficiente para que la ranura de entrada no muerda las ranuras de salida y pueda dejarse caer en las profundidades de la consola para que después, por su propio peso, active el juego. 1 credit play Uma no sabe qué hacer con la abundancia de posibilidades que tiene en las manos, le resulta poco habitual la relación costo beneficio. El lugar está todo lo mugriento que uno espera de un local como éste, los juegos están pegados unos a otros y forman pasillos angostos como los de las villas y acá estamos, en nuestra old fashioned gamer villa y yo voy por la parte en la que no quiero que esta noche se termine. Benito me pide instrucciones para jugar el juego más nuevo del lugar, el virtual tennis, lanzado al mercado en 1999, en el último suspiro del siglo pasado. Juega, pierde. Juega, pierde. Juega, gana. Son juegos de rápido aprendizaje y algo ingenuos desde el momento en que con una ficha de dos pesos podés estar veinte minutos delante de una pantalla. La sensación en el cuerpo cuando la ficha calza, el estremecimiento, el goce de sentir que si la ficha calza el mundo es un lugar ordenado y correcto y calza también. Todo es perfecto en el ingreso de la ficha: los dientes de salida en el cerrojo de la máquina, las dos ranuras hundidas de la ficha para que los dientes la deslicen. Los dedos algo torpes empujándola, o no: no empujándola: dejándola ir. El golpe del peso metálico en el fondo de algo que ya no vemos pero que sí comprobamos, la palabra start titilando en los bajos de la pantalla, el amor. 2 credit
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play El Pac-Man, como Guevara, se ha convertido en remera: es más símbolo del juego que juego. Ha perdido consistencia en favor de haber ganado representación. No da jugar al Pac-Man. Da jugar al Karate Champ. Al Frogger. Al Galáctica. Al Hyper Olympic: lo idiota que podés sentirte dándole con alma y vida alternativamente a dos botoncitos para que un muñequito corra en la pantalla 2D. Lo feliz que podés sentirte sintiéndote un idiota. Nos vamos de un lugar en el que podríamos quedarnos pero ya tenemos ganas de empezar a recordar que estuvimos aquí, más ganas incluso que de seguir estando. Les pregunto a los chicos si quieren cannolis de Augustus. Me contestan con dos preguntas: qué son canolis, qué es Augustus.
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El Chocón Juan Duacastella
Pablo Túnica
Era verano, en la superficie de la familia llovían meteoritos. Íbamos en auto de vacaciones y el ruido de una pinchadura desató el temporal. No conocía la criptonita pero aún así era un millón de veces más débil que Clark Kent. Papá lloraba por teléfono, el corazón astillado, polvo lunar en una playa de estacionamiento. (Marcelo Daniel Diaz, “Nosotros” en Newton y yo, Editorial Nudista, Cosquín, 2011)
n el museo de la represa El Chocón hay una foto que siempre me fascinó: representa a un grupo de trabajadores de la represa vestidos con impecables trajes negros a la salida de lo que parece ser un velorio. La mayoría lleva el sombrero sobre el pecho en señal de respeto, posan como un equipo de fútbol, hay uno que sonríe. Detrás se puede apreciar el paisaje, la estepa árida como en una película de cowboys, los peñascos y cerros pelados que se levantan como un capricho de lava antigua, la punta del lago artificial Ramos Mexía, que se adivina azul en la foto blanca y negra. Un cartelito, debajo del marco, señala: “Con respecto a la mortalidad, se puede asegurar que a comparación de otras obras el promedio de fallecidos fue ínfimo”.
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La primera vez que vi esa foto tenía unos diez u once años. Era nuestro segundo viaje a Bariloche. Íbamos en el falcon rural amarillo de mi familia, tirando de la casita rodante lentamente, en un viaje de tres días con dos paradas nocturnas en el camino. El falcon tenía caja de cuarta, y la casita rodante hacía que la velocidad en los tramos con viento en contra fuera de 50 kilómetros por hora. Los cinco chicos íbamos en el asiento de atrás, butacón de cuerina, y por delante, una cinta plateada de metal fundido que era el asfalto ardiente de los caminos neuquinos se perdía en el horizonte, siempre despejado de otros autos. Por momentos parecía que nadie más
Cuando nos faltaban unos veinte metros para llegar a la orilla oímos el segundo trueno.
iba en nuestra dirección. Nos entreteníamos como podíamos. Mi madre hacía sándwiches para comer en las paradas, sándwiches de milanesa fríos en pan lactal, y mi padre repetía siempre que el viaje era parte de las vacaciones. Le decíamos “la conquista del desierto”. Aquella vez paramos en El Chocón a pasar la noche, con la idea de llegar a San Martin al día siguiente. Estacionamos frente a la plaza, bajo un farol, y nos repartimos: la casa rodante tenía lugar para cinco personas, así que con mi hermano menor pedimos dormir en el auto, que nos gustaba más. Podíamos plegar los asientos de la rural para formar una cama más grande y además, teníamos la posibilidad de bajarnos del auto cuando todos durmieran, e ir a explorar el lugar con la linterna, una pequeña libertad secreta que compartía con mi hermano. A la mañana siguiente el auto no quiso arrancar. Estaba muerto. Recuerdo que un playero del Automóvil Club lo revisó y le dijo a mi padre que no entendía por qué no funcionaba, que todo parecía estar bien. Era sábado a la mañana y el único mecánico del lugar volvía de Neuquén recién el lunes, por lo que no había mucho que pudiéramos hacer. Mis padres discutieron un rato y nosotros nos fuimos a los juegos de la plaza, hasta que el sol nos empezó a picar en la nuca y en la parte de atrás de las orejas. Cuando volvimos, mi madre nos dio dinero para ir a comprar frutas y agua fría al almacén, y nos pidió que nos mantuviéramos entretenidos, porque la cosa iba para largo. Mi padre puteó un poco, mi madre trató de calmarlo con comentarios que empeoraban las cosas. Hacía un calor terrible, y después de darle vueltas un par de horas, se rindieron. Conseguí manzanas y peras, que comimos bajo un árbol de la plaza con una coca tibia y a la tarde, mientras mis padres dormían la siesta en la casa rodante, nos fuimos a recorrer la villa El Chocón, esquivando el sol abrasivo, saltando de sombra en sombra, los únicos que andábamos por la calle a esa hora. *** La villa El Chocón fue construida al mismo tiempo que la represa, a finales de la década del 60. La empresa encargada de la obra hidroeléctrica se ocupó también de construir el lugar donde habitarían sus operarios y sus familias. Era un poblado levantado de la nada, en medio de la inmensidad y el viento, un poblado pensado todo por la misma persona, imaginado en una
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sola mente; las casitas de corte americano idénticas, con paredes blancas y tejas rojas, el cine y las plazas, las escalinatas que llevaban al lago, el hospital y hasta la iglesia, todo con el mismo estilo, como si se tratara de un pueblito de fantasía en un parque de diversiones. Muy pronto comenzaron a llegar trabajadores y gendarmes para habitarlo, y en unos pocos años se convirtió en una zona próspera y feliz. La empresa brindaba gratuitamente todos los servicios, no existían los robos y todos compartían el orgullo de estar realizando un trabajo trascendental y difícil. Hacia mediados de la década del 70 la población había crecido hasta llegar a los 5 mil habitantes, y tenía una calidad de vida muy superior a la media de la provincia. Una foto del día de su inauguración muestra lo que parece una tarima montada en la plaza, rodeada de arbolitos flacos recién plantados, donde se amuchan para cortar la cinta un cura, un militar y un hombre de traje oscuro, que según el pie de foto era el ingeniero a cargo del proyecto. Abajo en la plaza, los hombres visten uniformes de trabajo recién estrenados y sonríen, sus mujeres llevan un ramo de flores idéntico en sus manos, cortesía de la empresa. Un pasacalle, detrás, anuncia: “Bienvenidos a El Chocón, la obra del siglo”. *** Esa primera noche que pasamos en El Chocón cenamos en el restaurant del Automóvil Club y nos fuimos a dormir temprano porque al otro día planeábamos partir al amanecer. Mi padre encendió el auto para darle batería a la casa rodante mientras hacían las camas y se acomodaban dentro. Funcionaba. Después nos encargó que no saliéramos del auto y que dejásemos un resquicio de la ventana abierta, aprovechando que el cielo estaba despejado y que no parecía que fuera a llover. Finalmente se metió en la casa rodante y nos quedamos solos, leyendo con la luz de la linterna que mi hermano colgó de un alambre que asomaba por un agujero en el techo del auto. Pasada la medianoche nos despertó el estallido de un trueno. Mi hermano encendió la linterna y miramos por la ventana pero no llovía. Nos pusimos las zapatillas y bajamos del auto, cuidando de cerrar la puerta con suavidad para no despertar al resto y caminamos una cuadra en dirección al lago. Cuando nos faltaban unos veinte metros para llegar a la orilla oímos el
Abrí los ojos y vi tres sombras que rondaban afuera. El miedo me puso alerta y los ojos se acostumbraron a la oscuridad de la plaza lo suficiente como para reconocer esas sombras.
segundo trueno. Fue tan fuerte que instintivamente nos agachamos, y sentimos como golpeaba invisible sobre el lago, aunque nunca vimos el relámpago. Las luces de la calle se apagaron. Mi hermano se asustó y yo un poco también. Pero con la oscuridad el cielo se nos hizo claro de pronto y pudimos ver las estrellas, cientos de miles como nunca habíamos visto, más estrellas de las que uno se imagina que podían existir, el cielo patagónico que habíamos olvidado apreciar un rato antes, volviendo de cenar, tal vez por la costumbre de ver siempre el mismo cielo parco y austero de Buenos Aires. En la oscuridad, la única luz era la linterna que sostenía mi hermano y siguiéndola, giramos por la calle paralela al lago, para dar una vuelta manzana y volver al auto
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Pablo Túnica
antes de que alguien se diera cuenta de nuestra pequeña fuga. Cuando tomamos la costanera, con el lago a nuestra derecha vimos otra luz en la orilla, una luz que antes no habíamos notado. La única luz en todo un valle desierto inundado por el lago artificial más grande del país, la única luz además de la nuestra. No era una linterna. Yo pensé que era un farol redondo como los de la plaza, mi hermano pensó en un globo de papel, de los que se encienden en año nuevo. Lo sostenía un hombre de barba y anteojos, vestido con el uniforme de trabajo de la represa. Lo tuvo en sus manos unos segundos, y después lo largó para arriba y se fue flotando, bien alto, hasta que lo perdimos de vista. *** Antes de que el paisaje fuera inundado con el agua azul del lago Ramos Mexía, el lugar era un desierto árido repleto de formaciones rocosas de excéntrico diseño y formas variadas, que fueron descriptos por el primer explorador de la región, un misionero jesuita, como “gigantes de piedra olvidados, dioses naturales del desierto, dispuestos como piezas de ajedrez en el valle”. Cuando el agua los cubrió, los gigantes adquirieron nuevas y más enigmáticas formas en la mente de los habitantes de la villa, amplificados por la imaginación y el fulgor poético que producían las tardes eternas mirando el paisaje, y había incluso quienes aseguraban haberlos visto desde algún bote, los días en que el lago estaba planchado, posados en el fondo con gallardía, como si no supieran (o no les importara) que estaban ahora cubiertos de agua helada. *** La entrada al Museo de El Chocón costaba un peso para los adultos, pero era gratis para los chicos, así que entramos, porque era el único lugar abierto en toda la villa. Una encargada nos hizo pasar, y nos preguntó si queríamos la visita guiada, o preferíamos recorrerlo solos, indicando que en el primer salón estaba la historia de la represa, y en el segundo (lo dijo con una sonrisa) estaban los dinosaurios. Era claro que prefería la segunda opción, y nosotros también, así que le agradecimos con fingida educación y nos metimos en el museo. Ella nos sonrió y encendió las luces, y después abrió unos ventanales altos, para que entre algo de aire. El primer salón tenía una maqueta grande y preciosa de la villa y el embalse. Parecía uno de esos modelos de tren eléctrico antiguos que mi padre aún tenía en una caja del altillo, unos trenes alemanes que según él valdrían una fortuna si quisiera venderlos. Los trenes de mi padre no funcionaban, pero la maqueta del embalse tenía luces que parpadeaban, y un ventiladorcito que agitaba unas tiras de papel celofán celeste, simulando la caída del agua sobre las turbinas. También tenía personitas del tamaño de un muñequito jack, prolijamente pintadas. Mi hermana menor señaló la plaza y apoyó el dedo arriba de un auto amarillo: acá estamos nosotros. La sala de los dinosaurios, detrás, tenía un esqueleto montado en posición de ataque, colgando con tanzas del techo, y un cartel que anunciaba que se trataba del dinosaurio carnívoro más grande del mundo, aunque se aclaraba que la aceptación de ese récord estaba siendo aún estudiada por expertos internacionales. Al lado había un esquema del dinosaurio argentino comparado con distintas referencias para dar una sensación de tamaño: una persona, un árbol, una casa, un avión. El último era un Tiranosaurio Rex, al que le sacaba varias cabezas de altura. Un pequeño sentimiento de orgullo nacional nos invadió por unos segundos.
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En la parte trasera del museo había una curiosidad más: un meteorito del tamaño de una pelota de playa, como una bala gigante de cañón que había sido descubierto por el propio director del museo, y para más data, agregaban una foto del descubrimiento, donde se veía a un señor de barba, vestido con el uniforme de la represa, abrazado a la roca espacial. Mi hermano me codeó: era el mismo tipo que habíamos visto la noche anterior. *** Luego de la finalización del embalse, la población de la villa cayó drásticamente. De aquellos 5 mil habitantes quedaron menos de la mitad, que fueron menguando en un goteo lento durante la década del 80, hasta que la empresa vendió el pueblo al gobierno de la provincia. Esto significó un grave perjuicio para los habitantes del lugar, que ahora debían pagar costosas tarifas por servicios a la misma empresa que antes se los regalaba. Además, el embalse terminado daba empleo para una pequeñísima cantidad de personas, y el resto debía rebuscárselas como podía para sobrevivir. Para la época en que nuestro falcon rural se quedó muerto frente a la plaza, la población no superaba los 500 habitantes, por lo que muchas de las casas se veían deshabitadas, los parques estaban descuidados, y las canchas de fútbol y básquet estaban encintadas para prohibir el ingreso. Nadie las usaba. Como si la tierra tuviera memoria, el desierto que estaba debajo de la villa había comenzado a salir a la superficie, cubriendo todo con un ligero tinte a abandono y soledad. A eso de las siete de la tarde, el poco movimiento de la villa se concentraba en el único bar, que estaba dos cuadras abajo de la plaza. Recuerdo que algunos hombres habían prendido las luces de un auto en la vereda, y con la música encendida pasaban el rato en la calle, cerrándola por completo. Yo pensé en qué sucedería si venía un auto con intenciones de transitar por esa calle, pero la verdad es que en el rato largo que estuve mirando no pasó ninguno, ni se oía ningún motor a lejos. Pensándolo bien, no habíamos visto ningún auto en movimiento en todo el día. *** Esa tarde fuimos a misa. Era la víspera de Reyes. El techo de la iglesia imitaba al muro de la represa, con una estructura inclinada de media olla, como una pista de skate interrumpida. Por dentro, había sido construida imitando la forma del Arca de Noé, con la proa levemente inclinada, donde se ubicaba el altar. Eso me tuvo distraído toda la ceremonia, pensando en la inundación del lago, el diluvio universal que había llenado ese valle de gigantes rocosos, en los habitantes de la zona si es que había, y en los animales que no tuvieron donde refugiarse. Un arca construida después de la inundación, en tierra firme, o un arca construida para refugiarse si la represa se rompía. Para construir un arca es vital tener el timming justo. Los muros de la iglesia tenían banderas de los países de origen de los trabajadores del embalse. Uno podía imaginarse la situación: una sirena de emergencia sonando desde la presa dañada, y una pareja de trabajadores de cada rincón del mundo haciendo fila para salvarse dentro de la iglesia. De pronto me subió una inquietud que antes no tenía, la de dormir con la fuerza del río empujando con furia contra un muro, un agua endiablada queriendo ahogar a todos los que dormíamos del otro lado.
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*** Esa noche pusimos los zapatos con pasto y el tachito de agua en la puerta de la casa rodante, y sobre el techo del auto antes de irnos a dormir. La perspectiva de recibir un regalo al levantarme hizo que me costara conseguir algo de sueño, y leí en el auto hasta que nos peleamos con mi hermano por el uso de la linterna y él la apagó. Me quedé con los ojos abiertos mirando el techo del auto, oyendo los ruidos y la música del bar, en la otra cuadra, las risas que subían el volumen de a ratos, y las canciones que sonaban en la radio. En algún momento de la noche el sueño me venció sin darme cuenta, porque lo cierto es que de pronto me despertó un golpe contra el auto. Abrí los ojos y vi tres sombras que rondaban afuera. El miedo me puso alerta y los ojos se acostumbraron a la oscuridad de la plaza lo suficiente como para reconocer esas sombras. Eran los Reyes Magos. Estuve a punto de despertar a mi hermano cuando noté que uno llevaba la cara pintada con corcho, y otro tenía una túnica marrón por la que abajo se asomaba un pantalón de jean con borceguíes de trabajo. Se pasaban una botella de mano en mano y hablaban en susurros, riéndose. Yo me quedé lo más quieto posible hasta que escuché y sentí como cerraban el capot del auto. Uno de ellos no pudo aguantar la carcajada y fue reprimido por los otros dos. Callate gil, oí que le decían. Finalmente se fueron. La adrenalina me corría por el cuerpo y sin pensarlo descolgué la linterna del agujero del techo y bajé sigilosamente del auto. El asfalto estaba tibio, mis zapatos estaban sobre el techo del auto, y descalzo corrí detrás de los reyes, tres figuras negras que iban tambaleando calle adelante en dirección al lago. Cuando llegaron a la orilla doblaron a la izquierda, como había hecho yo con mi hermano la otra noche, y se detuvieron. El que hacía de líder señaló el cielo y todos miramos arriba. Era una de las luces que había visto la noche anterior, pero esta vez se mantenía estática arriba del lago, como si colgara de algún lado, como si siempre hubiera estado ahí. Busqué con la mirada al director del museo pero no lo vi. Los reyes discutían entre ellos, y luego de un rato de deliberar, arrojaron la botella al suelo y decidieron seguir con sus personajes hasta el final. Iban a perseguir esa luz. Bordearon el lago hasta un punto en donde la orilla se elevaba por la presencia de unas rocas y comenzaron a trepar, incómodos por las túnicas y la borrachera. Yo me quedé en mi punto de espía: abajo en la playa no tendría donde esconderme si miraban atrás, pero la luz azul, el farol colgante del cielo, me dejó verlos hasta que llegaron arriba del peñasco más alto. Por un momento se quedaron quietos allí arriba, viéndola en silencio, el lago debajo, golpeando suavemente contra las rocas, el muro enfrente, la luz en el cielo; tanto tiempo se quedaron así que parecía que se habían vuelto de hielo, que la impresión los había detenido para siempre, hasta que uno de ellos rompió la inercia de pronto y juntando una piedra del suelo, tomó carrera y se la arrojó. Los otros dos despertaron de su quietud, y entre risas comenzaron a arrojarle piedrazos a la luz, piedrazos que pasaban bastante cerca e iban a caer todos al lago, que los absorbía en silencio. Lo que siguió luego es un tanto confuso en mi memoria: yo me quedé un rato más mirándolos y luego decidí que era hora de regresar al auto. Habría hecho una media cuadra cuando sonó el trueno a mis espaldas, con un estallido tan fuerte que retumbó en el muro de la represa, dio la vuelta por el lago y volvió convertido en viento desde las montañas. Los reyes gritaron de miedo o de júbilo. Los faroles de la calle se encendieron de pronto, y aumentaron su luz tanto que me
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quedé ciego por un segundo. Traté de volver a la plaza pero tropecé y me desgarré la piel de una rodilla. Una alarma de auto empezó a sonar a lo lejos. Cuando la luz bajó su intensidad y pude ver, ya no quedaba nadie. Los reyes se habían ido, la luz se había perdido. Parado frente al auto, a lo lejos, estaba la sombra de mi padre con los brazos en jarra. Caminé hacia él y me vio venir, pero en lugar de retarme señaló el auto, que tenía los faros brillando y el motor encendido con un rugido suave de familiaridad.
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Entre felices, agotados y la búsqueda de aire fresco Sebastián Arias
Pablo D´Alio
l sol no da tregua, brilla para algunos y lastima para otros. La luz que nace temprano para muchos sonrientes es la antesala matinal de un día de playa, mar, tejo, sopa de letras y algún amorío desconocido con pies arenados. Mientras que por pagos más lejanos nace la rutina pesada de volver al trabajo en un galpón de chapa con temperaturas sin brisas frescas, ni aguas aliviadoras. El paisaje se encuentra ausente de bermudas y tragos de frutas naturales. Dos realidades, el tiempo corre igual pero con intensidades disímiles. Las sierras, la playa, los acantilados de algún punto turístico rebalsan de gente alegre que pasea, se ríe y se ilumina. Un pirulinero se hace el día con una familia dadivosa, dos panteras rosas desalineadas reciben fotos y abrazos de chicos en alguna plaza céntrica, mientras un chico da su primer beso en una peatonal minada de mimos. Pero otros no ríen tanto, no juegan, transpiran a lado de una maquina que levanta temperaturas que sofocan a las nueve de la mañana. Si el jefe pide más, habrá que hacer más. Se transforman en imperiosas las ganas de ir al vestuario a mojarse la cabeza para poder seguir produciendo. Siempre con un vaso de agua fresca cerca y para no alimentar el desaliento no se mira nunca el reloj. La gota de sudor se mezcla con la del agua que moja el pelo y la rutina sigue. El éxito mañanero es de los afortunados ocasionales que están de vacaciones. Ellos ya compraron el diario, miran la parrilla de la casa alquilada imaginándose el aroma de un crujiente vacío que con seguridad harán a la noche. Muchos cruzan los médanos cargados con reposeras, sombrillas y heladeritas buscando el mar. Los más jóvenes descansan tirados en incomodas camas luego de vivir una noche agitada en algún boliche de moda.
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Llega el mediodía, es la hora de comer de los fatigados; los muchachos van al comedor y se calientan la comida que trajeron en sus tapers y destapan una gaseosa fría, bien fría. Hablan de todo menos de laburo. Prohibido hablar de trabajo. La mitad se saca los zapatos de seguridad, otros se abren las camisas. Pero todos comen y se refrescan. Comentan algún partido de fútbol jugado en Mar del Plata o en Mendoza que vieron la noche anterior por televisión. Debaten si fue o no penal y tras la exaltación llega el silencio. Descansan. Hay que recargar baterías porque el día es largo. Los que se transformaron por algunos días en turistas, regresan a sus refugios temporales. El sol del mediodía rompe cualquier protector solar. Es la hora de ver rotiserías llenas con precios que asustan, restaurantes con demoras o madres haciendo alguna comida rápida. Una siesta, un plan que se va formando lentamente y la tarde que se arrima sin pedir permiso. Ya hay que tener algo preparado para hacer. Tiempo muerto es tiempo perdido. El piberío entre ojeras y carcajadas sale a las calles; los más grandes vuelven a disfrutar de la tranquilidad de sentirse libres. A la tarde se come lo que uno no mastica donde es oriundo, el menú es amplio y variado: churros, barquillos, choclos o algún alfajor típico de la zona. Deporte, caminata, descansos y charlas dominan la escena. Cuando la temperatura baja, avisa que se viene la noche. Primero la tardecita abraza cuerpos en cuero, después llega la remera y más tarde una camperita o un buzo liviano que matan definitivamente la brisa fresca. Para los otros, los agotados, la primera tarde es terrible, el calor se siente de punta a punta, el cansancio ya se carga en el lomo y sólo se baja la tensión cuando algún compañero pasa con una broma o uno que cae en el cambio de turno trae alguna novedad. Cuando las horas pasaron gateando, el reloj juega su partido clave, ya falta menos para que suene la chicharra y se termine la jornada laboral. La fatiga está pero no se siente, el deseo de salir a la luz está pero faltan minutos para, con bolso en la mano, emprender la retirada. Los felices paseadores llegan a sus moradas, se bañan y se sorprenden de algún ardor en los hombros. Ríen y se relajan, algunos se empilchan para dar una vueltita tranquila y otros se cambian para arrancar una gira que terminará con el sol en la frente. Feria hippie, algún show
El que cargó con el laburo pesado todo el día, vuelve a su casa sin muchas ganas de salir de la rutina.
callejero, algo para mirar y seguir. Siempre seguir. Todo con el constante ruido de fondo de una casa de video juegos. El que cargó con el laburo pesado todo el día, vuelve a su casa sin muchas ganas de salir de la rutina. Llega, abre la reja, palmea al perro en el lomo. Un beso a los chicos, una charla con su mujer sobre asuntos cotidianos y como un chiste irónico del destino ve en la tele como “explota el verano” en diferentes puntos del país. Come en familia, el ruido del barrio baja su volumen, los nenes cansados ya no corretean, la mujer se fue a la cama y a él le queda la dura tarea de poner el despertador para no olvidarse que mañana vuelve a ponerle el pecho al trabajo.
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Dos realidades, dos mundos, distintas maneras de llevar el verano a cuestas. Pero como nada es para siempre, cuando llega el cambio de quincena y las rutas se enredan de autos con portaequipajes repletos, quienes creían eternos sus paseos deben volver a la fábrica o a la oficina. Mientras que los cansados rompen la rutina a carcajadas, dejan el tinglado atrás, buscan aire, cargan al perro en el auto, los hijos suben atrás y se pelean alegres por el lugar, la mujer prepara unos mates mientras pone música en el estéreo y ahí sí, salen en búsqueda del merecido descanso. El auto avanza, lejos van dejando el cansancio diario, parten exultantes con la ilusión que revienta los bolsos, mientras a los felices sólo les queda el recuerdo de días de libertad y el pensamiento constante de saber que valió la pena un duro año a cambio de aquellos hermosos momentos.
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Vietnam Diego Blanco
us ojos tenían ese dolor inmerecido que me era tan familiar, esa mirada hacia el horizonte. Nunca supe su nombre, no lo pregunté, aunque deseaba saber qué letras le habían tocado para representar su vida. Había anochecido y decidí detenerme hasta el día siguiente en un hotel de carretera perdido en el norte de Vietnam. Mientras cenaba, ella sonreía y con cada gesto parecía querer acercarse. De camino a mi habitación volvimos a cruzar nuestros pasos y no dejé pasar la oportunidad, quería saber más de ella. Por algún motivo sentía curiosidad, ¿qué habría detrás de esa mezcla de simpatía, tristeza y amabilidad? Tras una hora de comunicación ininterrumpida, pude saber que había tenido cuatro abortos, que le encantaban los amaneceres de sol y cielo azul, que tenía 22 años, que no le gustaba mucho la gente de su pueblo, que nunca conoció a sus padres y que cobraba 250.000 VND por media hora de sexo. Con una lágrima escondida entre sus pestañas me confesó que en el último aborto la habían esterilizado y que ya nunca podría tener un hijo. Tomé sus manos suaves y de palmas ásperas, le pedí que me mirara durante un minuto solamente. Sus ojos negros parecían agrandarse cada vez más, mientras en un mantra silencioso le deseaba un camino de armonía. Al terminar el minuto, casi con desesperación, reclamé al universo que cuidara de ella. Me soltó, y sin dejar de mirarme, tocó su pecho con una mano y luego
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armó un corazón con ambas. Hice exactamente lo mismo, y la quise de verdad. A la mañana siguiente el sol daba luz al cielo azul mientras mi moto ponía rumbo a Hà Giang. Nunca olvidaría sus ojos negros y la incógnita de su nombre me acompañaría de por vida. ¿Cómo hubiera sido su voz, si la naturaleza le hubiera permitido escuchar y hablar?
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–¿
or qué tengo que ir si no quiero?
–Porque tengo que trabajar y no podés pasarte todo el verano con los abuelos. Además ya es hora de que salgas un poco, te hagas amigos nuevos; estás todo el día leyendo en el cuarto. –¡Pero mamá! ¡No quiero ir a la Colonia! –Agustín... los abuelos están grandes para cuidarte todo el día y sos muy chico para quedarte solo, vas a ir a la colonia de vacaciones y se acabó. Mariana había zanjado la situación. Entendía la posición de su hijo pero no encontraba otra solución. Ella tenía que empezar el nuevo trabajo, y Agustín no tendría más remedio que acomodarse a la nueva vida. Al comienzo del primer día de la colonia de vacaciones el patio donde se juntaban todos los chicos estaba lleno de gente, él no conocía a nadie; para colmo de males lo había llevado un micro que lo pasaría a buscar por la tarde; su madre ni se había molestado en acompañarlo. Era mediado de diciembre de 1993 cuando comenzó todo. Agrupados por edad empezaron con juegos para presentarse; todos decían su nombre y sus gustos. El día transcurría sin contratiempos, los chicos que no se conocían forjaban las amistades instantáneas como solo los inocentes pueden hacer. El hijo de Mariana, acostumbrado a pasar desapercibido, se dedicó a mantenerse al margen de cualquier situación. Hasta que en un juego de “quemado” el profesor lo puso en un equipo. –¡Vos!, el de la gorrita de Chicago Bulls, andá a ese lado de la cancha que ya empezamos. ¡A VER, GENTE! ¡El equipo que gana tiene hoy diez minutos más de pileta libre! Empezó el partido, quince a cada lado de la cancha. Rápidamente quedaron eliminados más de la mitad, y su equipo llevaba las de perder, cinco contra cuatro y a los rivales se les notaba que se conocían de antes. Las pelotas rebotaban en el piso haciendo un ruido que, amplificado por el gran vacío del gimnasio, sonaban a explosiones. Colorado y transpirado saltaba de un lado a otro como un gato esquivando los pelotazos que en su mente se habían convertido en bolas de fuego. ¡BUM! ¡BUM! Bombas explotando cerca eliminando a sus compañeros. Los gritos de los eliminados al margen eran como los de un coliseo romano que en vez de exigir sangre, pedía diez minutos más de libertad en la pileta. La remera transpirada, la gorra de los Bulls hacía unas cuantas jugadas que se le había caído al piso. Ahora eran cuatro contra dos, siempre en desventaja.
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La pelota rebotó cerca y alta, esperó para atajarla y disparó. Uno menos, tres contra dos y ahora todo era posible. Un chico grandote con una remera de un club desconocido eliminó a su último compañero. Le faltaba un poco el aire, los gritos parecían lejanos. Tres contra uno y en su mente estaba solo, no ya contra tres chicos con los que pronto compartiría una clase de natación, sino contra tres monstruos que tenía que eliminar para que no entraran a un castillo recién formado detrás suyo. Una pelota pasó cerca, sintió cómo le rozó la remera pero no lo tocó. Tiró sin apuntar y le dio de lleno en la cara a uno. Dos contra uno. No hubo tiempo ni para sorprenderse por las dos eliminaciones que había hecho. Un chico bajito con botines amagó que tiraba, Agustín se movió para esquivarlo, pero resultó siendo un pase al grandote. Bum. Quemado. Sonó el silbato. –¡Bueno, gente! ¡A los vestuarios a prepararse para la pileta, el equipo de Fabián tiene diez minutos más de pileta libre! Antes de que la derrota cayera encima suyo se le acercó un chico de su equipo. –¡Muy bueno, che!, casi ganás el partido. –Sí, pero me comí ese amague… –No pasa nada, seguro que Néstor nos termina dando pileta libre a todos, siempre hace lo mismo. Lo mejor fue cuando le diste en la cara al Chino, estuvo buenísimo. –Ja, ja... sí… lo hice sin querer igual –resoplaba intentando recuperar el aliento. –¿Cómo te llamás?, yo soy Gabriel. –Agustín. Llegó la hora de la merienda y Agustín tenía uno de los sándwiches “especiales” que le hacía su madre, lleno de cosas que a veces no tenían relación entre sí o que no deberían estar en un sándwich; básicamente Mariana ponía entre dos panes las sobras del día anterior. Por suerte esta vez le había preparado el que a su hijo más le gustaba: salame, jamón, fiambrín, queso, lechuga, tomate y ketchup. El chico era rellenito, por decirlo de un modo, y las características de las viandas que llevaba al colegio no ayudaban para nada en su popularidad. –¡El buffet está cerrado! –gruñó Gabriel. –¿No tenés nada?
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–Nada... me dieron veinte pesos y un alfajor que me comí cuando salimos de la pileta, tengo un hambre... –Si querés te comparto mi sanguche, lo único es que es un poco raro. –¿Raro?, ¿cómo raro? –preguntó Gabriel. –Mi mamá me hace sanguches raros, ¡pero a mí me gustan! ¿Te parece? –Dale, con el hambre que tengo... Y por primera vez en sus diez años de vida, compartió algo con alguien porque quiso, y no por imposición de los demás. Con las manos sucias partió el sándwich a la mitad; el pan lactal todo húmedo se deshizo entre sus dedos, manchándoselos de ketchup, un pedazo de tomate se cayó al piso. La magnitud de la vianda era tal que a ninguno de los dos le importó. –Tomá, fijate si te gusta. Gabriel probó el sándwich, al principio con desconfianza como hacen todos los chicos frente a cualquier comida desconocida, pero luego lo devoró con avidez. –¡Esto está buenísimo! ¡Tu mamá es una genia!
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–¿En serio?... –Agustín no podía creer que a otra persona le gustara la comida de Mariana. –Sí, decile a tu mamá que es el mejor sanguche que comí en toda la vida– Gabriel tendía a exagerar sus gustos–. Bueno, me voy que me vinieron a buscar, nos vemos mañana, y gracias por el sanguche, le voy a decir a la mía que me lo empiece a hacer. Chau. Al día siguiente se juntaron para el básquet. El sándwich había sido un puente entre ellos. Empezaron a estar siempre juntos. Hacía una semana que se conocían, eran amigos de toda la vida. Se convirtieron en la sombra del otro, su propio reflejo; tanto, que su profesor Néstor les había puesto de apodo “Picazón y Rascada”; decía que si aparecía uno el otro no andaba lejos. Sus juegos y travesuras eran aventuras que se magnificaban cuando ellos las contaban. Como cuando en el concurso de disfraces uno mojó al otro que estaba disfrazado de una poco convincente tortuga ninja de papel maché. Lo que derivó en una guerra de agua entre baldazos y mangueras de todo el grupo de diez años.
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Empapados y siendo los únicos sin pileta, mirando a los demás gozar de la libertad que da el agua, mirándose entre ellos sin arrepentimiento, terminaron secándose bajo el sol de enero. Se acercaba el fin del verano, cuando los profesores hicieron un anuncio. –¡Bueno, gente!, como muchos saben la última semana de febrero hacemos un campamento de una noche acá en el club, para despedir las vacaciones. Valeria les va a dar un papel con toda la información para que se lo den a sus papis. La oscuridad del parque era absoluta, las linternas como espadas que mataban monstruos imaginarios no iluminaban el camino, eran el camino. Si encontraban al “Grillo”, un profesor que portaba un silbato que haría sonar por todo el club, la carpa ganaría el juego nocturno del campamento. Tres pitidos de un silbato no muy lejos. Silencio. Otros tres pitidos, lejos se veían las luces despistadas que súbitamente apuntaron en su dirección. En minutos llegaría la competencia. –Me parece que el Grillo está del otro lado del gimnasio –dijo Gabriel entre susurros–. Si nos acercamos sin hacer ruido, lo agarramos. Al calor de la noche, el gimnasio en penumbras parecía la cabeza durmiente de un gigante. Detrás se ocultaba su victoria. –Si nos ve, va a salir picando para el otro lado y ahí sí que no lo agarramos más al Grillo, no va a querer que lo atrapen –Agustín estaba siendo más valiente que de costumbre–. Lo que podemos hacer es “La emboscada de Robin”. –¿Y qué es eso? –Gabriel temía estar tan cerca y volver a perder otro juego. Los segundos pasaban y los gritos de los rivales se escuchaban cada vez más cerca. –¡Como el dúo dinámico!, uno llama la atención de un lado y el otro ataca por atrás al distraído. Apagá la linterna y mandate por allá rodeando el gimnasio, cuando salga por este lado yo lo toco y listo. Gabriel cumplió con su parte en un mutismo casi religioso. Se acercó temiendo que escucharan su respiración. La luz que se filtraba entre las nubes apenas dejaba ver una silueta contra la pared. Ahí estaba el Grillo, encarnado por Nestor, con expresión divertida mirando a lo lejos. Se acercó lo mejor que pudo, pero no fue suficiente. El Grillo salió disparado directo a donde estaba su amigo.
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Tocado el profe, el Grillo capturado. El campamento marcaba el fin de las vacaciones; en pocos días todos regresarían a clases. A mediados de abril mientras leía un cuento, escuchó a Mariana hablar largo rato por teléfono. Su amigo le dijo que toda su familia se iría a vivir a Venezuela porque la empresa del padre lo enviaba allí. Se prometieron mandarse cartas y verse siempre que pudieran. Su corazón fue un campo quemado. Para Agustín el colegio era un lugar donde su impopularidad lo envolvía como un tufo. Siempre que podía antes de dormir o al despertarse se quedaba en la cama, recordando aventuras que había tenido con Gabriel, y ensoñando las imaginarias. Eran un bálsamo, un mundo perfecto y luminoso a donde siempre quería volver. Los recuerdos ciertos se fundían con los deseados, creando un lugar único. Revivía en su mente mil veces ese verano, que a cada incursión crecía y cambiaba. Las semanas fueron pasando y la tristeza dio lugar a la pena, una que no lo acompañaba siempre, es cierto, ésta se replegaba entre las piñas de Patoruzú y las aventuras de Sandokán, pero indefectiblemente volvía a aparecer. En navidad volvió Gabriel para festejarla con sus abuelos. Estuvieron juntos todos los días; mientras su amigo estuviera en Argentina, él no iría a la colonia ni a ningún lado, es lo que le había dicho a Mariana. Y así comenzaron una nueva dinámica. Todos los años venía a pasar navidad y se iba siempre a mediados de enero. Cuando estaban juntos compartían sus saberes, Gabriel le enseñaba a jugar al béisbol, mientras que Agustín lo integraba a su nuevo grupo de amigos. Hacían cosas con otros, pero había algo que solo ellos compartían: un campo verde, guerras de agua a la sombra de un gimnasio, secarse al sol al margen de una pileta llena de gente. Ese mundo era exclusivo de ellos: un pasado común que nadie más podía compartir. En el verano donde terminaban la secundaria, Agustín tenía pensado ir a la costa con sus compañeros, allí esperaba encontrarse con Carolina y sus amigas. Recibió un llamado de Gabriel en el que le dijo que esa vez no podría viajar a verlo porque tenía una oportunidad importante con una beca que había ganado. Ese año no se vieron. Pronto la vida se metió en el medio: la facultad, las novias, los proyectos. El tiempo fue
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pasando y Agustín veía cada vez más lejano el viaje de reencuentro. El vértigo de su rutina fue reescribiendo sus deseos. Se enviaban mails de tanto en tanto, cargados de novedades y expresiones afectuosas, pero cada vez más esporádicos. Luego de años Gabriel se contactó para avisarle que estaría yendo a pasar navidad a la Argentina. Agustín se ofreció a buscarlo en el aeropuerto. Iría solo, su mujer podía conocerlo más tarde. El aeropuerto era un mar de gente. La puerta de “Arribos” se abrió y un grupo de adolescentes egresados salió cantando una canción que hablaba de que ese viaje nunca terminaría. Pasaron los minutos. A lo lejos se encontraron. Eran ellos, sí. Ya no eran los mismos.
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Las flores y el amor Cami Camila
Male de Luca
n verano un año termina y otro empieza. El calor evapora la sangre, llueve mucho y se forman arcoíris hermosos. Las noches son las más lindas. Y las más cortas. Hay personas que se van y otras que no vuelven. En verano nos sacamos fotos felices bajo el sol y cuando oscurece nos metemos en el baño a llorar. Vestimos telas livianas, pero se nos da por pensar en lo que nos pesa, más que en cualquier otra estación. Porque en verano lo más importante no se dice. Todo nace y se pudre a velocidad; las flores y el amor. A vos, que no me conociste (perdón). El verano había empezado. Era una de esas mañanas en las que el calor te empuja la cabeza contra la cama. Me desperté porque escuché a mamá, siempre fui de sueño ligero. Cerré los ojos rápido, sabía que iban a mirar para nuestra habitación. Los presioné un rato con fuerza, para que no se abrieran ni por casualidad, y me quedé atento a cada ruido imaginando lo que estaba pasando del otro lado de mis párpados, componiendo las imágenes a partir del sonido. A ella le podía oír la desesperación, los pasitos de un lado a otro, las manos golpeándose contra su propia falda en el momento en el que se hubo vencido. Cuando tuve el coraje de abrir los ojos, él ya había tenido antes el coraje de irse. Me incorporé rápido en la cama y miré al jardín entre las cortinas, pero no había más que flores. Durante algunos días mamá no se levantaría de la cama. Había perdido toda su alegría, su dulzura de madre, su mirada compasiva, su lugar en la casa. Lo único que conservaría de progenitora sería sus estrías en el vientre, sus caderas ensanchadas y algún papel sellado con nuestros
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nombres. Éramos dos, yo un año mayor. A Ofelia, por suerte, la infancia le transitó despacio, le asentaba bien. A mí, en cambio, me incomodó desde el principio. Me había arrinconado varias veces en las esquinas de la casa y no tuve más opción que salir por arriba. Tal vez por eso fui tan alto. Cuando Ofe preguntó por él en la mesa, mamá no contestó. – Se fue de viaje, lo mandaron lejos esta vez. La compasión le relampagueó en la cara y durante unos segundos me sonrió agradecida. Estaba sentada como una nena. Una rodilla hacia arriba, sostenida por los dos brazos, como si se le fueran a caer. Su pelo suelto parecía un ramo de tallos sin vida cayéndole sobre los hombros. Cuando llovía a mamá le volvían los días negros y ni en su oscuridad había espacio para nosotros. Los animales se tiraban afuera a dormir bajo los techos y así estaban casi todo el día. Ofelia se aburría y preguntaba. Yo giraba la perilla de la radio al volumen máximo, que no era mucho, pero el suficiente. El pañuelito blanco que te ofrecí bordado con mi pelo fue para ti. Lo has despreciado y en llanto empapado, lo tengo ante mí. Si teníamos hambre, comíamos. Si nos aburríamos, jugábamos. Si se nos daba el sueño, dormíamos. En los días lindos a Ofelia le encantaba respirar la cuadra desde el jardín. Yo la espiaba desde el comedor, me causaba mucha risa cada vez que lo hacía porque era el único momento en el que parecía toda una mujercita. ¿De quién lo habría copiado? Se sentaba sobre sus piecitos, cerraba los ojos e inhalaba hondo, con la espaldita bien erguida y los brazos pequeños extendidos hacia los costados. Era como un ángel perdido en tierras emergidas desde el centro; ella y las flores entre lava y ceniza. Sin brújulas, ni mapas, ni víveres, ni agua siquiera, aunque no tenía ni la menor idea de aquello. Yo me aseguré de que así fuera. La sombra ya había acariciado nuestra chimenea y recién estábamos en enero, ¡me sentía tan aliviado de estar ahí con ella! La radio y nosotros pasábamos todo el día juntos. Sobre todo cuando más llovía en la casa. El espejo está empañado y parece que ha llorado
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por la ausencia de tu amor. De noche, cuando me acuesto no puedo cerrar la puerta, porque dejándola abierta me hago ilusión que volvés.
Y llovió mucho ese verano.
Tango que viene de lejos a acariciar mis oídos como un recuerdo querido con melancólicos dejos. Tango querido de ayer, qué ventarrón te alejó.
Por las mañanas y por las tardes, después del horario de la siesta, ponía la radio en mínimo para escuchar a las señoras. Casi siempre a la misma hora pasaban conversando sobre sus nuevos manteles y sus maridos, que hacía rato no aparecían deambulando de día. Mamá me había dicho una vez que la guerra nos había beneficiado a todos, aunque qué cosa horrorosa de decir. Cuando ya estaban muy cerca de nuestra ventana bajaban la voz para hablar de nosotros y de él. Por suerte Ofelia no podía oírlas desde el jardín. Afligidas, se preguntaban cómo estaríamos y nos deseaban la mejor de nuestras suertes, una de ellas incluso invocaba a Dios. Centenares de veces, mañana y tarde, las escuché decir que algún día nos visitarían por si necesitábamos algo. Y muchas veces hasta creí que tocarían nuestra puerta. Pasaban los días y los rumores empezaron a filtrarse por las calles empedradas del barrio. Ahora todos hablaban de nosotros, incluso gente que no conocíamos. Entre los quehaceres yo había pasado por alto el hecho de que nuestra vereda se había vuelto la más sucia de toda la manzana. La historia, nuestra historia, había cruzado las vías hasta golpear la puerta de su casa. Creo que la tía no debió haberse demorado más de unos segundos en decidir dejar todo y venir a nosotros.
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Llegó un día con sus zapatos altos y sus valijas, su sombrero y su determinación. Fue muy dulce. Vivió con nosotros un tiempo y poco a poco todo fue encontrando su lugar en la casa, incluso mamá que ya casi era mamá de nuevo. Me gustaba la tía porque era buena. Gracias a ella pude volver a ocuparme de mis cosas y Ofe tenía con quién jugar en el jardín. Lo único malo era que no le gustaba el tango ni las milongas, así que desde entonces dejaríamos la radio para siempre en el cuartito del fondo. Era muy temprano y yo caminaba rápido porque sabía que él iba a estar ahí, sentado en su banco bajo el árbol, con un libro apoyado en la pierna cruzada. De fondo, muy bajito, un bandoneón marcaba el dos por cuatro. Y ahora se va a llevar el dedo a la boca, va a humedecer la yema con su saliva, y cuando dé vuelta la página me va a mirar. Se llevó el dedo a la boca, humedeció la yema con su saliva, dio vuelta la página y me miró. Era un día hermoso y la imagen era más hermosa que nunca: el perro, los gatos, los papagayos con sus colores y él. Me incorporé rápido en la cama sacudido por el impulso y miré al jardín por la ventana. Nada más que flores. Me volví a acostar pensando que el verano iba a ser muy largo.
– A comer, hijo. ¿Ahora qué estás haciendo? – Estoy escribiendo un poema. – A ver, ¿puedo leerlo? –su voz siguió áspera–. ¿De dónde lo sacaste? – Yo lo escribí. – Levantate ya. Lavate las manos y vení a la mesa que se enfría la comida.
Mamá estaba muy enojada. No me miró ni una vez. Ni siquiera cuando me quedé contemplándola fijo. Ofe y la tía cruzaron la puerta desde el jardín y se sentaron con nosotros en la mesa. La tía me miraba con la pena con la que se mira a un enfermo. Para esos nuevos días mamá ya se sentaba como una señora, tenía el cabello bien tirado para atrás y hablaba como las demás mamás. Ya no tenía esas ojeras de mesera, más bien parecía violinista o bailarina. Me hacía extrañar mucho a Lili. Algún día le confiaría a Lili mis sentimientos y nos casaríamos, tendríamos hijos y me quedaría con ella hasta viejos. Cuando quería recomponer su cara fallaba, ¡pero cómo me hacían falta esas trenzas largas que le caían a los lados! Podía recordar cada pelo entrelazado, soltándose hacia los costados y volviéndose a unir en el centro, liberándose otras veces más sólo para coserse de nuevo y terminar en un moño que al final los uniría fuertemente a todos. Era algo precioso de ver. En mis libros, todas las chicas hermosas tenían sus trenzas. Si Lili me aceptara yo nunca, nunca la dejaría. Al día siguiente amanecí confundido. –Vestite. Nos vamos.
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No me animé a preguntar, era de noche todavía. Me senté en la cama medio dormido, tratando de hacer foco en el espacio descubierto entre las cortinas. En el jardín, nada más que flores. Me resultó agradable el viento frío en la cara. Los pequeños ruidos de las esquinas y de los árboles que solo se perciben a esa hora del día. Volver a mirar cada cosa con luz natural. Mamá seguía sin hablarme, pero la estación era fantástica. Desde los altísimos techos se tendían ban-
Si bien hubo días en los que tuve que subirle el volumen a algunos tangos más, finalmente llegó aquel en el que miré al jardín y ya no había nada.
deras, había carteles en castellano y en inglés y todos eran adultos. Una vez en el tren recuerdo mirar con fascinación los terrenos de campo retrocediendo y alejándose a la par del tiempo, reemplazándose un metro por otro en el marco de mi ventana. Imaginaba lo que habría más allá de ese horizonte en el que el cielo y la tierra se dividían tan solo por una línea delgada. Pensaba que si esa línea tan finita dividía cosas tan opuestas y distantes como el cielo y la tierra, tal vez todas las cosas opuestas y distantes en el mundo se dividían así. Esperamos en una salita hasta que nos llamaron. Entramos a la habitación unicolor y nos sentamos. En cuanto se hubo apoyado en aquella silla mamá empezó a llorar otra vez. Las lágrimas le salían catapultadas como desde el estómago. No paraba de hablar y gesticular y se enojaba y se ablandaba y se enfurecía de nuevo. Cada tanto ella y el médico me miraban. Él le decía que me sacara los cuadernos y los libros, como si eso tuviera algo que ver. Yo me distraje con la enorme biblioteca que ocupaba casi toda la pared del fondo, mientras subía el volumen de la canción que había elegido para la escena. ¿Te acordás, Milonguita? Vos eras la pebeta más linda ‘e Chiclana; la pollera cortona y las trenzas, y en las trenzas un beso de sol. Y en aquellas noches de verano, ¿qué soñaba tu almita, mujer, al oír en la esquina algún tango chamayarte bajito de amor? Desde la ventana podía ver cómo se iba alejando el verano. Si bien hubo días en los que tuve
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que subirle el volumen a algunos tangos más, finalmente llegó aquel en el que miré al jardín y ya no había nada. Solo un montón de hojas secas y el pasto amarillento tendido hacia un costado, como agonizando. Una tormenta había arrancado todo durante la noche. Mamá, Ofelia y la tía se lamentarían por eso. Yo empezaría a sentirme mejor, al menos hasta la primavera siguiente. Atravesé el comedor. Ofelia ya estaba ahí. Mamá me miraba inmóvil desde la cocina. Le sonreí aunque sabía que eso la haría llorar. Después de todo sí era cierto que estaba bastante pálido. Puse un pie sobre el pasto seco y fue como si lo hubiese encendido. El volumen se subía y se bajaba solo, pero este llanto era distinto a los anteriores. Para este no hacía falta otra canción. A la tarde me devolvió todas mis cosas. Ella siguió pensando que todo eso había sido un simple acto de rebeldía. Yo le expliqué que habían sido las flores, creo que nunca lo entendió.
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Condenados en el paraíso Juan Lombardero
Lua Manguito y Gustavo Salamié
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ientras el mar de Playa Bonita intensifica uno de esos instantes que invitan a la reflexión sobre la idea de vivir flotando en aguas cálidas o analizando las hojas de las palmeras, un grupo de tres o cuatro nenes se acerca a la larga tabla de madera donde hace minutos finalizó el almuerzo y donde transcurrirán las horas de la tarde. Se los ve muy chiquitos de edad y de estatura. Los nenes miran los platos, no miran las mochilas. Miran los platos y los vasos. Nada más. Hablan entre ellos, se quedan unos segundos y siguen caminando. La escena se repite, pero los nenes cada vez son más. Nenes y nenas que caminan, miran los platos y los vasos y siguen. Allí, no hay más que espinazos de pescado, restos de ensaladas, granitos de arroz, alguna banana frita –a la que los colombianos denominan patacón– y una botella de Coca en la etapa final de su vida útil. También hay una piña, caribeña y fotogénica, para el postre. Es la primera sensación extraña de la incipiente estadía en Cartagena. El sol del mediodía arde, pero la arena no quema los pies al salir del agua. Los nenes se van –quién sabe a dónde– pero hay uno de los más bajitos que sigue ahí. Cuatro o cinco años tiene, según los cálculos. Se revuelca, hace piruetas y divierte. Corre al mar, se limpia y vuelve a tirarse sobre la arena. No para y hasta que lleguen los demás, no va a parar. Está plenamente concentrado. El abridor artesanal da resultado y la coincidencia es general: no hay registros de un ananá más fresca y dulce. El nene aminora el ritmo de su rutina –casi extenuado– y los otros chicos se acercan. Las nenas grandes lo retan y todos juntos se paran a un costado de la mesa. No piden nada. Solo miran. La culpa llega desde algún lugar y toca la puerta: ¿por qué tantos sí y otros, tan vulnerables, no? La reacción es inmediata, pero el fruto –un aliciente, quizás– significa un problema: la nena más grande, que desde el lenguaje corporal se presenta como adulta, distribuye los pedazos de ananá como puede y los más menuditos quedan en desventaja. Para algunos hay más que para otros. Hay nenes que comen más lejos y vuelven para ver si hay algo más. El hambre y la sed se traducen en desesperación. Antes de irse – ¿quién sabe a dónde?– comparten lo que queda de bebida, dejan miradas algo más felices y un nudo en la garganta difícil de desatar. Nacer en la paradisíaca Cartagena de Indias es un privilegio, pero para muchos es un castigo. Recuerdo aquel texto de Charles Baudelaire, breve pero de gran fuerza retórica, contextualizado en el proceso de demolición y reconstrucción parisina de mediados de 1800. En Los ojos de los pobres, el poeta francés utiliza una escena cotidiana –un café entre dos enamorados en un pintoresco bar de la capital– para dar cuenta de una situación compleja: la transición hacia la estratégica modernización de la ciudad hace visibles a personas, que salen de sus barrios arrasados para buscar espacios de pertenencia en la gran urbe, se exponen frente a las elites y evidencian diferencias de pensamiento entre hombres, tendientes a una izquierda liberal, y mujeres, afines a la derecha más conservadora. La historia, como puede suponerse, no tiene un final feliz. Una “familia de ojos”, ilustración metafórica de Baudelaire, observa las tazas con suma fascinación a través del vidrio: “Ese es un sitio donde solo puede entrar la gente que no es como nosotros”, piensa uno de los niños. Su mera presencia molesta a la mujer del café, que expone toda su vocación discriminatoria en una sola expresión: “¡No soporto a esa gente con los ojos abiertos como platos! ¿No puedes decirle al encargado que los eche de ahí?”. Hacia el desenlace, la ficción y la realidad se entremezclan mientras el sentimiento y la razón se separan: muchas parejas de aquella época culminan sus
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relaciones por motivos ideológicos. En Cartagena, distrito cultural del caribe colombiano, es difícil encontrar a una familia de ojos en un espacio y un tiempo específicos. A diferencia de lo ocurrido en distintas metrópolis del viejo continente, en la Ciudad Amurallada, así reconocida por la conservación de su arquitectura colonial, los pobres adquirieron visibilidad tras la explosión turística derivada de su declaración como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO en 1984. Actualmente, uno de
El trasfondo es conocido: ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Familias de ojos visibles, pero negadas en sus propias tierras.
los destinos preferidos por los argentinos para vacacionar esconde buena parte de su realidad, inherente al génesis latinoamericano: la desigualdad, la miseria y sus consecuencias más profundas, omitidas en los trípticos que invitan a conocer las islas coralinas y las playas paradisíacas. El lado oscuro de la luna tiene su negación fundada en los siete colores del océano, la arena blanca, los archipiélagos vírgenes, la eternidad del verano, la variedad de la fauna marina, la inmensidad de los parques nacionales, la transparencia del agua, la compañía del viento y los atardeceres de tinte poético; algunos de los regalos naturales que hacen que Cartagena enamore a quien decida conocerla. Asimismo, su costado urbano está plenamente desarrollado: casi un millón de personas habitan la quinta localidad más poblada de Colombia, que cuenta con un centro moderno –de avenidas anchas, imponentes edificaciones, restaurantes típicos, pizzerías, locales varios y franquicias– y con un centro histórico, protegido por un muro de doce kilómetros construido entre los siglos XVI y XVIII –en defensa de asaltos piratas– que convierte a su estratégica zona portuaria en la más reforzada del continente. Caminar por las calles de Cartagena es transitar una parte de su historia: la preservación de la fachada, los paseos en carruaje y los bailes tradicionales en las plazas consolidan el escenario de una ciudad que no duerme: la euforia se hace canción y mientras haya un güiro, un bongó y un acordeón, habrá un ballenato en cada esquina. La ciudad que inspiró parte de la obra de Gabriel García Márquez, donde desde mayo descansarán sus restos por voluntad del escritor, es uno de los tantos lugares en tierras americanas donde los ninguneados, los nadies de Eduardo Galeano, andan muriendo la vida: Cartagena también oculta los ojos de sus pobres y quienes han crecido en sus pueblos y en sus islas tienen escasas alternativas para construir sus caminos. El comercio ambulante es una de las salidas habituales y no hay edad para su puesta en práctica: padres por un lado, madres por otro, hijos e hijas por otro. En muchos casos, los abuelos y los niños también están obligados a trabajar. En Bocagrande, por caso, los turistas ponen su cómodo egoísmo vacacional por encima de todo y suelen quejarse del “acoso” que reciben por parte de quienes intentan anticiparse a sus pares para vender un producto o un servicio. La
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competencia es feroz y las disputas entre carperos, artesanos barqueros –entre otros vendedores– son escenas que se dan con frecuencia: un cliente puede salvar un día de trabajo, puede significar un plato de comida y allí radica la desesperación. Las discusiones son largas, el tono se eleva y los precios de las pulseras, de las tobilleras, de los traslados y de los paseos pueden fluctuar drásticamente en segundos. Por encima de ellos, hay personas que llenan sus bolsillos y juegan con sus necesidades. La total comprensión de sus vidas en plazos tan acotados y espacios de confort es difícil, pero la tolerancia permite acercarse. Conocer sin preguntarse es, quizás, desconocer. Mary, masajista del grupo Las tres Marías, trabaja hace años en una zona céntrica del lado moderno de Cartagena. Si bien no tiene una posición fija, cuenta que conoce los horarios, los días y los meses donde hay mayores oportunidades. De impronta perseverante, admite que su actitud puede ser invasiva, pero que su vida –y la de sus hijos– dependen exclusivamente del movimiento de sus manos y de su insistencia. Los detallitos invitan a la confusión: el masaje empieza en la mayoría de los casos sin el pedido del turista y, si no hay rechazo, deja de ser un regalo y se cobra. Aunque reconoce que muchas personas aprovechan esas situaciones, elige otras formas. Mary es isleña y su objetivo de cada día es sobrevivir: horas y horas de trabajo, que en muchos casos se pagan lo que determina el turista, representan alimentos y satisfacen necesidades elementales, en uno de esos lugares del mundo donde comprar una garrafa implica un esfuerzo sideral. El archipiélago más importante de la zona, Islas del Rosario, está conformado por 27 extensiones variopintas y de formación coralina. Solo tres de ellas son de acceso público y allí viven Mary y muchas personas en condiciones similares. Las otras se encuentran en manos privadas y pertenecen a empresarios, artistas y funcionarios –algunos de ellos en pleno ejercicio del poder. El tour más popular ofrecido al turismo incluye un recorrido que, a través de un discurso reiterativo y simplista, subraya la ostentación y omite la pobreza. Durante el paseo, los guías enfatizan sobre propiedades presidenciales y adquisiciones multimillonarias, pero callan –y bromean– cuando la embarcación se aproxima a zonas de honda miseria. El fenómeno es sugestivo desde lo sociológico y humillante desde lo antropológico. Quienes llevan a cabo la excursión, oriundos de esos pueblos, exponen y ridiculizan a los nenes que se acercan a las lanchas braceando sobre
Hablan entre ellos, se quedan unos segundos y siguen caminando. La escena se repite, pero los nenes cada vez son más.
tablones de madera: piden a los paseantes, en expresiones denigrantes, que tiren monedas al fondo del mar, que los chicos las agarran con la boca. Y los turistas tiran, ríen y sacan fotos de un espectáculo vergonzoso. Cartagena vive casi exclusivamente de quienes ingresan a la ciudad para conocer, vacacionar o hacer escala en viajes de mochilas y caminatas continentales. En el pintoresco centro histórico
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pueden observarse más alternativas de trabajo para los nativos: la Ciudad Amurallada es un atractivo en sí y está pensada para los millones de turistas –nacionales e internacionales– que la eligen como destino. La agresividad caracteriza a la oferta, tanto en las calles como en los comercios: nadie está callado, nadie está quieto y los vendedores marcan el ritmo. Todo –un chiste, una foto o una improvisación musical– puede aparecer sin ser demandado e inmediatamente después, valer una moneda. Bajo la Torre del Reloj, símbolo del distrito, los proveedores de los tours son “los dueños de la farmacia” y una excursión a las islas puede incluir adicionalmente bolsitas de cocaína o algunos gramos de marihuana. Buscarse la vida es, también, apelar a la versatilidad. La zona céntrica está copada por policías que, a metros de las transacciones, no ven nada. Son frecuentes, sin embargo, las requisas y detenciones a los extranjeros que caen ante la perversidad del sistema. Las chicas, muchas de ellas menores de edad, entran en el negocio y la promoción es permanente. La prostitución está totalmente naturalizada y, si bien se divide por zonas, cualquiera puede dar referencias. Generalmente son hombres mayores que cumplen la función de inducir al turista al consumo. Los tacos altos, la ropa ajustada y el maquillaje forman parte de una lógica que pretende evitar que la primera mirada sea a los ojos, que distraídos evocan a los de los nenes y nenas que miran los platos y los vasos en las playas. Alfonso Enrique Hernández Bello, alias “Bello”, es uno de los tantos chicos que saben de qué se trata pasar hambre y tener sed. Artista y deportista originario de Barú –una inmensa isla a 45 minutos del puerto y quizás la más hermosa del caribe colombiano– cuenta que nacer allí es una bendición, pero crecer es dificultoso. Las circunstancias externas y la dependencia absoluta de Cartagena hacen que el contexto se vuelva hostil para sus habitantes. Según Bello, la escasez de agua y la carencia alimenticia, sumadas a la falta de alternativas, se traducen en alteraciones psicofísicas que condicionan el desarrollo y las elecciones determinantes de la vida. Sus amigos de la infancia, por caso, tomaron diversos caminos. Con cierta nostalgia, recuerda que eran sus hermanos, sus vecinos del pueblo, los chicos con quienes bajaba frutos de los árboles. “Uno mató, se fue para Cartagena. Los demás apuñalaron y a uno lo metieron preso por tres meses nada más. Hoy están en lo mismo, robando y fumando”. La madre de Bello trabajó siempre para que él pudiera estudiar y Bello, para que ella comiera. Era negado por su padre y sus hermanos por refugiarse en el arte y en la música. Su abuela ocupaba el lugar de una figura paterna ausente, una consejera que marcaba los límites cuando las estructuras se desmoronaban y la caída en excesos parecía inevitable: “Nos daba solo lo que podía darnos, porque ella también tenía que comer. Me daba, pero no lo suficiente”. Con 24 años, es consciente de que lo más difícil ocurrió entre los doce y los quince: “A veces tenía demasiado hambre. Me daba vergüenza pedir y me aguantaba. Pensé en robar, pensé en que lo único que me quedaba era robar o atacar. Iba hacia adelante y me acordaba de mi abuela diciendo que lo ajeno es ajeno y que lo ajeno no se toca. El único miedo era perderla”. Y agrega: “Una vez duré ocho días sin comer, acostándome sin comer y sin tomar agua porque no había. Yo era pequeño y necesitaba. Me estaba atrofiando. La única manera era vendiendo ambulantemente o haciendo pesca, pero eso no me cubría”. El psicólogo del pueblo también fue importante para que Bello saliera entero de esa etapa. Acumular tristeza significaba acumular violencia y la violencia acotaba las posibilidades. Después de los quince, las cosas fueron distintas: “Me sentía solo, me estaba cerrando y necesitaba apoyo. Me enfoqué en trabajar para comer”. Para salir de la situación, Bello colaboró con el as-
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faltado de la ruta local a cambio de un sueldo quincenal. “De lo que ganaba, la mitad se la daba a mi mamá y la mitad de lo que quedaba, a mi abuela. Lo otro era para comer y para mi hermano”. Además, comenzó a darle forma a sus aspiraciones y a su vocación: dibujaba para vender y tatuaba a los turistas, que se iban conformes y en muchos casos pagaban más de lo que Bello pedía. Un canadiense, contento por el rostro de 50 Cent grabado en su espalda, le regaló una máquina portátil profesional. “Me dijo que valorara mi trabajo”. Los últimos años fueron más tranquilos. Consiguió entre seis y siete puestos distintos, trabajó en el suntuoso hotel Decameron y fue ayudante de construcción: “Pico y pala. Fuerte, fuerte”, describe. Playa Blanca toma su nombre del color de la arena, que se combina a la perfección con el mar turquesa y las chozas de madera y paja. Es propiedad del estado colombiano y pertenece a la extensión territorial de Barú. Allí, los turistas paran para establecer un intenso contacto con la naturaleza y ver caer el sol en el océano. Actualmente, la comunidad que vio nacer a Bello se encuentra en negociaciones con grupos empresarios que pretenden demoler el pueblo y hacer una isla moderna, con hoteles de lujo y restaurantes gourmet. Prometen a los isleños que renovarán sus casas, les darán beneficios y comodidades y abrirán puestos de trabajo. El trasfondo es conocido: ricos cada vez más ricos y pobres cada vez más pobres. Familias de ojos visibles, pero negadas en sus propias tierras. Dijo Galeano alguna vez que el hambre no es solo de pan, que también existe mucho hambre de abrazos. Y que no seremos plenamente humanos ni democráticos mientras no seamos capaces de construir un mundo sin hambre de pan ni de abrazos. En la maravillosa Cartagena, donde el turismo mueve millonadas concentradas en pocas manos, muchas personas hablan a través de sus miradas y quedan postergadas en una ciudad que condena a sus pobres al silencio del paraíso.
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Sudor Damián Tamarasco
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Reproducción aleatoria Albina Cabrera
Lautaro Machaca
i protocolo anti drama se traduce en las 27 canciones-discos para pasar el verano. Al mismo, lo pasamos (no me lo niegue) recargando energías en burbujas de canciones que nos permiten autoabastecernos, intuyo, las alacenas emocionales para enfrentar la desdicha “cool” de nuestro amigo ventilador. Robé sinceros y trash-oceánicos recuerdos de mi lista de reproducción aleatoria (de la actual temporada veraniega) para entender, quién sabe, la respuesta que acuna uno de los veranos más liberales, yuta-cobani-dependientes, de los que tenemos memoria los veinti-treinta tempranos. Y justificar, dicho sea de paso, a la música como instrumento salvador que tiene todo humano nacido en la tierra por estos años. Quien lea y guste enganchar el wifi de la inconsciencia ¡adelante! e impedida, más no sea por breves minutos, que nos roben la estación. Éstos son mis héroes nacionales y del mundo para combatir la vida bajo un intenso sol: 1-Edmundo año cero - Mi Amigo Invencible (La Danza de los Principiantes 2015) Es el primer tema que suena, el zonda tira como la sangre. Disco destacado, hambriento, acompañador. Esta canción es calor, ojos cerrados con auricular y patio del Liceo a la noche temprana. 2-La crecida - Los Espíritus (Gratitud 2015)
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Tómelo como puerta musical bajo la consigna del track número 1. Este disco se escucha de principio a fin. Y para aquel humano que aún no descubrió estos 47:12 minutos, aproveche los últimos soles de la estación. Son nuestros, aproveche. 3-Robot - Santé Les Amis (Sudamericana 2012) Primera aparición charrúa que pega fuerte como el sol post navidad. Temazo de estos uruguayos amantes del sonido electrónico, disco-punk. Mezcla bilingüe de celebración. Ideal para un amanecer sorpresivo en algún fin de fiesta al aire libre. 4-Flores de acapulco - Poncho Ft. Ale Álvarez En esta estación somos amorosos-rebeldes. Dice la teoría que aquel amor nacido bajo los meses de verano nunca superará su intensidad respecto a otros, pero será tan fuerte como corto. Eso, a veces, es lo más cerca a la felicidad. Vale una melodía pegadiza, una voz dulce y tenemos un cuadro perfecto. 5-Sin patrón - Los Mutantes del Paraná (Noctámbulo 2015) No se usted pero suelo necesitar en la cornisa popera, un track instrumental con puntada efectiva en los orígenes. Eso me enseñan las canciones de Los Mutantes del Paraná. Y el título logra una representatividad en mí bastante pronunciada. Un manifiesto anti-sistema en clave Zárate, Morón, La Plata, Mar del Plata, Bogotá entre algunas de las geografías que vieron nacer a Los Mutantes. Bancamos la mezcla, siempre. Eso también es verano. 6-Violencia - El Mató a un Policía Motorizado (Violencia 2015) Los ladrillos centrales de mi verdadera temporada. Nuevos creadores de rockanroll. 7-Lo que más quiero - Tobogán Adalúz (Viaje de Luz 2012) Para el sincericidio de los que admitimos nuestros límites y no paramos de soñar. El gusto al odio hay que saber transitarlo. Coincide con los días largos de enero. Se recomienda cerveza helada con maní para acompañar el pensamiento. 8-En el campo - Cabeza Flotante (Relámpago 2012) Estimularse al aire libre. Nos gusta esa sensación. Generalmente son las canciones que la banda no suele elegir como caballito de batalla de los en vivo. Y uno la guarda como el momento especial cada un par de shows de Cabeza Flotante. Banda de amigos, familia y hacedores de canciones de cuna ameghinense. Suenan sólidos, frescos, con alta vida de proyección. Acompañe con bebida frutada tremendo viaje. 9-Tobogán - Teleporter (Popero 2015) Haga la lista de los contenidos que se volvieron extremidad súper necesaria gracias a internet. Esta canción es una de ellas. El descubrimiento de Popero se dio en un inicio de madrugada caliente, pero terminó siendo tobogán para un lugar ganado en el indie nacional de la mano de
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Teleporter. Directo de Salto a Capital Federal, sin escalas. 10-Atravesarnos - Barco (Atravesarnos 2015) Los desayunos en verano suelen ser nuestros almuerzos. Nos hacemos cargo del desfasaje espacio-temporal. Probá amanecer con tu cuerpo favorito de persona al lado, un domingo –ponele– mientras un play mañanero te acompaña. 11-Agua - Faauna (Psicodelia Cosa Seria 2015) Sea cual sea el estado en el que uno se encuentre, sepa tener a mano la canción que levanta muertos. La llenadora. La subidora. La escaladora. La bandera del viernes de verano con la psicodelia como cosa seria. Faauna, crisol de flashes. 12-Malambo de acero - The Hojas Secas (Vuelvo de Madrugada 2015) El jueves, bajo el sol de verano, se generan momentos jodidos. Vivís en una vacación mental permanente pero la rutina sigue. Y eso, es punk Laptrero pero también rock and roll de barrio. 13-Fiesta en el barrio - Bestia Bebe ( Jungla de Metal II 2015) Los domingos de mi barrio, en esta estación, siempre fueron en un marco de parque y banderines. Con amigos, pelota y pasto. Con música en la vereda. La fiesta en mi barrio, es conocer el sur de la ciudad y los amigos de Bestia Bebe suelen sonar cuando yo disfruto de ese patio verde. 14-Científicos del palo (El Maravilloso Mundo Animal 2015) No hay nada que decir de esta letra escrita por el marplatense José Pablo Federico “Pepo” San Martín, y cantada junto a Ricardo Mollo. Lo demás no importa nada. Escuchala toda. “Y aunque el burgués sospeche hay gente buena leche. Hay lobos que son corderos y hay corderos traicioneros.” 15-Dramón en la tele - Príncipe Idiota (Doméstico 2015) Canción compuerta de verano. Disco para agitar si tiene la suerte de disfrutar a Mariano y su banda en vivo. Uno acompaña con refrescos y remera clara y liviana. 16-La federal - Los Rusos Hijos de Puta (La Rabia que sentimos es el amor que nos quitan 2015) No hay calor más amoroso que una sesión de cuero-danza en vivo de cualquier show de Los Rusos Hijos de Puta. Jóvenes hermosos que se dejan empapar por el verano cruel y le vomitan
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canciones libres. 17-Frutas secas - Atrás hay truenos (Encanto 2013) Termina febrero, hay que dejarlo ir. Va perdiendo el sabor pero sigue viéndose hermoso. En Neuquén nació una tormenta poderosa y romántica hace algunos años. Atrás hay truenos es de las mejores opciones por estos tiempos. 18-Sonríe con Santiago Motorizado - Shaman y los Pilares de la Creación (Sueño real 2015) La voz de mi generación con la música de mi generación. Un sueño. A pesar de todo, buscar el tesoro tiene que ver con el objetivo de 27 para febrero: salvar el verano. Es un mensaje esperanzador para arrancar el año. Doble check, pulgar arriba. 19-Sun is burning - Naxatras (Naxatras 2015) Parir la crisis por estas latitudes es moneda corriente desde hace tiempo. El efecto colateral de la que pasó por Grecia el pasado 2015, fue una escucha masiva de verano del disco de esta joven Greek Psychedelic Stoner Rock band. El sol arde y es un viaje de ida. 20-4-4-2 Morbo y Mambo (BOA 2014) Es la elección colectiva para cualquier arranque. Está socialmente establecido que la última producción de la banda marplatense que ya pasó los 10 años de edad es carne fresca para degustar psicodelia. 21-Samsara blues experiment - Long Distance Trip - Full álbum Cuando me enfrento a los portones de mis madrugadas, suena este disco entero. Desde diciembre, cada noche. 22-El misterioso - Riel (En viaje 2014) Juventud: descubrir proyectos vuela-mentes en los escenarios y en las bondades de internet cuando uno le da a portband.com. Juguemos a que es un misterio. Click a ellos. 23- Kamni - A.T.O.M He sido reiterativa en mis referencias al transe. Lo creo calificativo de la temporada que analizamos. Uno logra estimulación con sonidos que nos trae el sol (en algunos momentos el desierto mismo) para invitarnos a entregarnos al magma. Probá con este disco entero. 24-Elefante - Sur Oculto (Sur Oculto 2011) Me tocó vivir mi momento cumbre-experimental de calor y sol en las sierras de Córdoba. Provincia que nos dio “Sur Oculto”. Un descubrimiento de gran vibra poderosa. Acompaña las asociaciones libres de cualquier momento de la estación. Dé play. Sea chévere.
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25-Un as bajo la manga - Las Diferencias (2014) Si ves futuro en la juventud, es porque conociste a Las Diferencias y entendiste que la mano viene por el lado del rock. Miércoles a la medianoche, buen momento para probar escucharlos al mango. 26-Hexon bogon - Mogwai (Rave Tapes 2014) Sexo y amor bajo este play. Solo eso. Confíe. 27-Mar de aral - Humo del Cairo (EP 2 Imaginario 2014) La reproducción aleatoria llega a la banda-conclusión del verano. Un trío que mece de lado a lado la misma cantidad de luz y de oscuridad. Un trance difícil de igualar. El fin de algo inolvidable lleva el nombre de estos meses. Donde descubrimos que sin la música, no habría sido posible sobrevivir. Ahora, a esperar en el limbo del otoño, 27 nuevas canciones.
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Una estación Daniel Wizenberg
Jorge Martínez
uedo escribir los versos más tristes este verano, escribir por ejemplo, la moneda está devaluada y tiritan azules los militantes a lo lejos. Las estaciones dan para la poesía. Y hasta para su utilización en un sentido político. Una estación no es más que un lugar de espera, un estadio temporal en el que uno permanece pasivo aunque parezca activo, hasta que algo pase: un tren, un bondi, una novia, un trámite en la AFIP o simplemente el devenir, el tiempo, un viento del sur. Cuando uno se quiere acordar está en otra estación, esperando que algo acontezca otra vez. Al menos tener cuatro estaciones al año permite percibir el paso del tiempo, su repetición cíclica, aunque como escribió Heráclito en un verano griego, el agua del río no es siempre la misma. Claro está que el éxito puede prolongar una estación, pregúntenle sino a Cris Morena con su Verano del 98. El mundo está plagado de países en los que el verano es eterno y el año, por ejemplo, se divide entre los meses que llueve más seguido y los que hay bajas precipitaciones. En ninguno de esos países es habitual el diálogo en los ascensores. El silencio es tan profundo que los ingenieros de Singapur, por caso, propusieron prohibir la no musicalización en los elevadores como medida tendiente a bajar la tasa de suicidios. En Medellín, Colombia, se da un fenómeno extraño, todo el año es primavera, pero está lejos de ser el paraíso. Recientes encuestas realizadas por la Universidad de Banfield marcan los altos niveles de envidia de la población antioqueña respecto a los pueblos que tienen estaciones todo el año, y dentro de ese grupo los que envidian al verano temporal son mayoría. “La primavera y el otoño no son estaciones en sí y para sí, a la manera de Hegel, son lo que el socialismo al
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comunismo, un estadio previo que sirve para salir del régimen anterior”, afirmó Jorge Altamira cuando, camino a las playas de Cartagena, pasó por la ciudad de la que supo ser dueño Pablo Escobar. Dicen que el capo narco, luego de conseguir armar un zoológico con animales del África, quiso comprar el verano pero a último momento cambió de opinión y pasó a querer comprar el invierno porque, según dijo, “en el verano tienes mucho calor y no te puedes sacar la piel, en cambio en el invierno te abrigas y ya está”. Alguien le avisó que lo estaban por estafar, que comprar una estación climática no era posible y Escobar, luego de asesinarlo, le dio la razón. Los “paisa”, como le dicen a los que nacen ahí, se ilusionan fácil y se pasan la vida esperando un cambio de estación. Se dice que los personajes de Botero eran flacos y engordaron de pura ansiedad. Hay una salida. Desde tiempos inmemoriales sabemos que si la montaña no va a Mahoma, es este último quien debe acercarse a la susodicha. Por eso, basta un avión para cambiar de estación y romper la línea de tiempo. En pleno verano de Buenos Aires uno puede pasarse al crudo invierno de Nueva York por algunos cientos de dólares, y por otros cientos escalar en el eterno verano cubano antes de pegar la vuelta. Los adinerados de los países tropicales al menos tienen un descuento: salirse de la estación eterna para pasarse a la temporal de los países de arriba o de abajo, que les sale más barato y tienen menos horas de viaje. El verano quizás esté sobreestimado. No hay ninguna otra estación del año que genere tanta discriminación, porque estar bronceado en invierno es de quien se fue a esquiar (no deja de pertenecer a una minoría selecta) pero NO estar bronceado en verano abre una grieta profunda de la que forma parte la clase media. Estigmatiza, excluye, precariza autoestimas. Los niños bronceados el primer día de clases están marcando una diferenciación clasista respecto de los pálidos compañeros que, como mucho, fueron al Parque Rivadavia y no tienen terraza para poner la pelopincho. Gerardo Sofovich escribió que “el verano lo inventaron los hombres para que las mujeres se quiten la ropa y así verles el trasero, por eso se llama ver-ano”. La teoría del famoso conductor no es más que una versión machista de la historia que es necesario desestimar, porque además no cabe duda que el verano lo inventó Perón para que los trabajadores puedan vacacionar en Mar del Plata.
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Reseñas del carnaval Tomás Lipán
Guillermo Llamos
n los pueblos de la Quebrada de Humahuaca el carnaval es una ansiada celebración, donde el pastor, el labriego, el pueblerino se preparan especialmente para vivirlo en plenitud. Por ejemplo, en Purmamarca, más precisamente en Chalala, donde yo nací y me crié, recuerdo que mi madre con debida anticipación y con ayuda de familiares y vecinos, elaboraba cientos de litros de chicha de maíz para convidar a los carnavaleros. Por su parte mi padre preparaba los instrumentos típicos a utilizar, como las cajas, el erquencho y la quena. Cuando llegaba el carnaval las invitaciones llegaban de los característicos vecinos de la comarca, como por ejemplo se iba a la casa de Don Mariano Chorolque, de Don Modesto Cruz, Lázaro Ríos, Leopoldo Cruz, entre otros. Mis padres invitaban el martes de carnaval. Al mediodía se comía un rico asado de cordero con choclo, papa y queso (todo con productos propios), luego empezaba el canto coplero en rondas y también el danzar al son del erquencho y la caja. Al pasar el tiempo, llegó un primo de mi papá, Heriberto Vilte que traía consigo un bandoneón y lo hizo parte del festejo. Tocaba zambas, bailecitos, cuecas y carnavalitos que prolongaban alborozadamente la alegría de la gente. Tal es así, que además del festejo tradicional siempre esperábamos al tío Heriberto (así fue como mirando y escuchándolo una vez al año aprendí a tocar el bandoneón). Es de destacar que esta celebración durante todo el carnaval era gratuita. Me queda en el recuerdo que la gente esperaba y se entregaba plenamente al carnaval. Decían y dicen que el carnaval llega para que nos olvidemos de todas las penurias, tristezas y los sinsabores de la vida que nos pasan durante el año. Por eso se cree también que es como una evocación a la Pachamama. Actualmente en los distintos pueblos de la Quebrada de Humahuaca se mantiene éste es-
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píritu carnavalero. Respetando lo tradicional se adapta a la modernidad de estos tiempos, ya no se anda a caballo sino en auto. Hay muchas comparsas y fortines que desentierran al diablo los sábados de carnaval y lo entierran el domingo de tentación (entiéndase al diablo como una representación de la alegría y la euforia y no del mal). Se realizan grandes bailes con orquestas donde si se cobra entrada. En este tiempo también es visitado por gran cantidad de turistas de distintas partes del país y del mundo que se suman a los festejos, porque el carnaval quebradeño no es un espectáculo, es de los pueblos, donde todos lo viven y lo disfrutan.
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Casas tomadas II Lucila Rolón
Omar Isse
amá no entiende nada. Siempre lo mismo, yo explicándole y explicándole y ella terca como una vaca, son las peores vacaciones del mundo estas, no pienso reírme ni una sola vez, ya se lo dije. Y ya junté mis cosas en la valija que me prestaste vos y escondí casi todo para que los que vienen no puedan romperme nada. Además, puse un cartel en el espejo de mi cuarto que dice NO PEGUEN STICKERS GRACIAS a ver si esta vez funciona. El año pasado, me la pasé dos semanas rascando el espejo con virulana, ¿te acordás que vos viniste un día y raspamos las dos mientras filmábamos videítos? Bueno, los libros que dejo son los que no me gustaron del
Yo voy a pedir que bajemos en Atalaya a comer alfajores para que Bardo corra un rato y haga pis pero no se puede igual, sacarlo de acá para allá como si fuera un bolso más.
colegio así que no creo que los agarren, estamos a cuatro cuadras de la playa, son unos tarados si se llevan uno a la playa, hablando de la playa, se rompió la casa que teníamos al final del muelle, en las rocas esas que resbalaban siempre, eran un asco igual pero ahora tenemos que encontrar otro lugar para los hechizos. Lo que te quería decir es que no me puedo llevar la casita de Bardo, ¿me entendés? No va a poder dormir en otro lado, es SU CASA y él es chiquito y no puede entender, ya bastante que va a viajar en un auto como diez horas. Yo voy a pedir que bajemos en Atalaya a comer alfajores
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para que Bardo corra un rato y haga pis pero no se puede igual, sacarlo de acá para allá como si fuera un bolso más, mi hermano ni siquiera lleva bolso, ¿sabías? Y lo dejan, nadie le dice nada. No, no me dan ni bolilla cuando les digo lo de Bardo, el otro día se los dije en la merienda y me levanté de la mesa como en la tele y empujé la silla y se cayó al piso, ni miré para atrás cuando me fui rapidito a mi cuarto. Mamá no vino, por suerte, pero me gritó que la cortara. Ella ya juntó todas las cosas de la cocina que valen plata y las llevó a la baulera con contraseña para que no las usen los que vienen. En la baulera ahora hay un placard más porque no entraban la ropa mía y de mi hermano que tenemos que dejar siempre, las camperas, por ejemplo. Una vez se llevaron los zapatos de mi comunión, yo los dejé ahí tirados porque eran horribles y no me animaba a decirle a mamá que los odio y no estaban más cuando volvimos a poner todo en su lugar. Con los abuelos vamos a estar más apretados este año, no sé cómo vamos a pasar tres meses así. ¿Vos vas a venir? Yo quiero ir a quedarme a tu casa pero queda re lejos, no nos dejan tomarnos el colectivo encima, pero a mi hermano lo dejan, ¿sabías? Bardo se va a querer morir, seguro. No tiene muchas cosas para llevar pero por eso mismo te digo que no pueden dejar acá su casa. Hace unos días le puse un muñeco que hice con la abuela, sin ojos porque no le puse botones para que no se los trague y se ahogue y muera. A él le gusta porque se lo lleva todo babeado todo el día para todos lados, es muy gracioso. Maite dice que los perros también se deprimen, le avisé a mi mamá que Bardo estaba en peligro si no llevábamos su casa y ni me miró, siguió atando cajas con los porta retratos y unos cuadros que pone y saca todos los años. Son horribles encima, pero ella los saca porque dice que los que vienen no tienen que tentarse con nada. Y que la casa es de ellos mientras estén acá. Mirá, es como irse de campamento en realidad, mi papá hace chistes de campamentos mientras nos va dando órdenes para guardar todo y dejar la casa pelada casi, la heladera también, todo todo. ¡¡¡¡Pero este año está Bardo!!!! No vamos a poder estar contentos si Bardo está triste, ¿cómo se los digo me querés decir? Tengo unas sogas que encontré de cuando mamá ató la biblioteca nueva con puertas para que los que vienen no toquen ni un adorno. Cuando estén todos viendo la tele en el comedor, voy a ir a atar la casa de Bardo a la camioneta. Ya me fijé y le puedo poner los patines abajo para que vayamos cómodos nosotros por la ruta, Bardo viene conmigo atrás. ¿¿¿Vos me podés tener los rompecabezas y el póster del Rey Jareth??? POR FAVOR. Porque mamá no me lo deja llevar al póster porque dice que es grande y yo acá no lo quiero dejar para lo que rayen todo. El año pasado, cuando volví a armar mi cuarto, habían puesto un cartel en la pared que decía ALTO BARDO y cuando lo arranqué se descascaró la pintura y nunca la volvieron a pintar.
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Sol de enero Walter Vargas
Rodrigo Cardama
olosa, el negro Tolosa se ha rayado para el diablo, avisó don Soria, y salió como disparado hacia el campo abandonado que llegaba hasta el Tiro Federal. Ni tuvo tiempo de escupir el pedazo de grasa que se había resistido a la terquedad del escarbadiente. Se tragó el trozo de nervio, total, todo es asado, pensó don Soria, y en su tono más santiagueño ordenó a sus hijos que se queden en las casas. No se muevan de acá, a ver si hay desgracia, el negro está mamau, es capaz de cualquier cosa ese negro, está armado, quiere liquidar a un vecino, completó, mientras cruzaba la calle sin ver al Rosario, que rebelde y jodido como siempre corría detrás del terreno, meta zig zag, alborotando las gallinas, se prendía del alambrado y saltaba campo adentro. Porque si algo había en mi barrio era campo, mucho campo, campo, campo y campo, y además chorreras de perros y de gatos, vacas, cerdos, conejos, de todo había, hasta caballos había, los de la familia Fernández y también los de la Facultad Veterinaria; caballos que dos por tres venían a revisar jóvenes de guardapolvo blanco que seguro vivirían para el lado del centro. Todo un acontecimiento era la llegada de esos doctorcitos de bichos agusanados, de vacas ociosas, de caballos inapetentes, que apenas si servían para anunciar las tormentas cuando se ponían en fila, con el culo mirando para allá, como para el lado del molino, estimulando a que Vargas, el albañil, ensaye una breve ecuación y le diga a su esposa, Edith, la modista, viento sur y los caballos mirando para allá, clavado que esta madrugada tenemos agua, se viene el aguacero, ponele la firma. Y generalmente se venía el aguacero, nomás, anegando las calles de tierra, pintando de espejos los enormes territorios de campo. Porque si algo había en el barrio, era campo, campo, campo, campo. Mucho campo. ¿Y cuál podía ser el escenario donde se perfilaba el drama? En el campo, pues, en el campo, informó don Soria al ruso Bulbai, un yugoslavo al que llamaban Bulbai solo para simplificar una indescifrable hilera de consonantes. Quién sabe cómo se llamaría el bueno del ruso Bulbai, que prudente como de costumbre no se atrevió a mandarse para el lugar
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donde Tolosa, el negro Tolosa, se había rayado para el diablo. Bulbai se quedó parado como un granadero, se cruzó de brazos y con gesto circunspecto les recomendó a sus hijos, Alberto y Claudia, que ni se les ocurriera salir a jugar al carnaval. ¿Qué pasa, pá?, preguntó Claudia sin dejar de llenar el pomo. Tolosa, el negro Tolosa quiere matarlo al Miguel Palomeque, lo tiene encañonado. Si te animás, matame, desafió el Miguel Palomeque, si tenés huevos apretá el gatillo, pero apretalo bien, eh, desafió ese hombre semicalvo, con atavío de cuatro estaciones, una camiseta blanca, de frisa, una bombacha negra y botas al tono, a lo Juan Moreyra. Hombre de pocas palabras el Miguel Palomeque, pasa y saluda sin darle mucho artículo a nadie, se quejaban las viejas. Simpático era el padre, don Palomeque, célebre por sus prácticas esotéricas y al parecer un adelantado en pócimas afrodisíacas. Resulta que cierta vez don Palomeque había puesto un cartel en el almacén del gringo Silvano: sirvienta cama adentro, requirió. Cuando llegó la primera interesada, una morocha robusta, caderona, de veintitantos, don Palomeque la invitó a tomar una Coca Cola. De pura casualidad, o intuyendo algo, la chica entró a la cocina y vio cómo el viejo metía dos aspirinas en un vaso. ¡Me quieren drogar, me quieren drogar!, denunció, la frustrada empleada doméstica, llorando a moco tendido, pidiendo asilo en la casa de los Farías. Desde entonces, para algunos de imaginación frondosa el viejo Palomeque fue una suerte de Rasputín criollo. Pero para la mayoría, para eso que se daba en llamar El Barrio, don Palomeque era un hombre de trabajo, un poco raro, sí, pero educado y amable. Y simpático, no como el hijo, el Miguel Palomeque, al que muchos le conocían la voz recién nomás, ahora mismo, cuando gritaba si te animás, matame, matame si te animás, negro de mierda, negro maricón, compelía el Miguel Palomeque, reculando a campo traviesa, midiendo cada paso, vigilando cada centímetro, no fuera a ser que metiera un pie en esas vizcacheras traicioneras. Parado tengo chance, parado y frente a un borracho siempre se tiene chance, se aguijoneaba el Miguel Palomeque, mirando fijamente a los ojos de Tolosa, el Negro Tolosa, revólver en mano, amenazando y vacilando, si sos tan macho quedate quieto, ya me están entrando ganas de meterte plomo, y a ver si te la aguantás, a ver si te salvás de los agujeros, para mí que de esta no salís vivo, mirá cómo transpirás, Palomeque, a mares transpirás, Tolosa te manda para el otro mundo grandísimo hijo de puta. En la zona donde vivían los Fernández se enteraron un rato más tarde. El mayor de los Fer-
Hay quilombo en el campito de los González, Oso, un quilombo grande, che, todo el barrio está yendo para allá.
nández, el Oso, andaba absorto, controlando que a su traje no le falte ni una sola lentejuela. Soy el único de este puto barrio que baila en la comparsa de Berisso, faaaa, el único, lindo carnaval vamos a pasar, hermanito, le decía el Oso al Piojo, lindo carnaval y linda noche, seguro que hoy terminamos en el corso de La Plata, el de la diagonal 79, y después nunca falta una mina que se te tire, porque después del corso empieza la verdadera joda, la joda por los garbanzos, meta cumbia y meta cerveza, qué bonita está la noche radiante como ninguna, muchachita mucha-
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chita la peineta ponete al pelo vamos a misa, la pollera colorá, y se va el caimán se va el caimán, se va para Barranquilla. Cuidado con las bombitas, Piojito querido, cuidado nene, no lo enquilombés a tu hermano mayor, si me mojás el traje, te reviento. Y el Piojo, uno de los ocho hermanos Fernández, notorio en el barrio desde el día en que con éxito relativo había intentado copular con una yegua, acarició con una mano la bombita azul y con la otra señaló como quien iba a comprar carbón al almacén de los Espinillo. Hay quilombo en el campito de los González, Oso, un quilombo grande, che, todo el barrio está yendo para allá. Parece que el negro Tolosa quiere liquidarlo a Palomeque, al viejo no, al Miguel. Todo el barrio no. Exageraba, el Piojo. Porque yendo como para el otro barrio, que en realidad era el mismo pero con calles asfaltadas, muy pocos reparaban en el asunto. Los Ortiz, por ejemplo, jugaban al carnaval como si nada. Que se arreglen esos, son cosas de negros, repetían las mujeres llenando limpitos baldes recién comprados, ponían el balde en las piletas y abrían la canilla, fácil era abrir la canilla y llenar aquellos baldes nuevitos, tenían agua corriente y todo, agua con cloro, asquerosa, pero agua de canilla, cómodas canillas que te hacían llenar las bombitas en un periquete. La gente que tenía agua corriente era la misma que había tenido televisión antes que nadie. Y hasta tocadiscos tenían los Ortiz. Andaban comentando que los Ortiz tenían todos los de Sandro, todos los de Raphael y todos los de Leonardo Favio. Lavarropa, televisión, tocadiscos, tenían. Y agua corriente. Los Ortiz sí pero los González no. Los González no tenían agua corriente. Sacaban agua de la bomba. Vení, bombeame, Omar, pedía la dueña de casa, una sesentona esmirriada, poco agraciada, pero tenaz, con más carreras ganadas que Leguisamo, viboreaban en el barrio. Vení, bombeame te digo, Omar. Y Omar, el más grande de los González, dale que te dale a la bomba, oxidada, crujiendo en cada tirón, como si sufriera esos gruesos chorros de agua dulce que la Mireya, que así le llamaban a la dueña, bebía sedienta, dichosa, ajena a todo decoro. Porque esa tarde hacía un calor bochornoso. Hoy hace como cuarenta grados, qué digo cuarenta, cuarenta y pico, afirmó don Luna mirando con su único ojo sano y saludando con una mano cada vez que pasaba por el frente de una casa. Nadie la ganaba en cordialidad a don Luna. Bondad de tuerto, se decía. Aunque no viera a nadie dentro de la casa, don Luna saludaba por cordial, por las dudas, por solitario o por las tres cosas juntas. Pero a la Mireya y al Omar, sí, a ellos sí que los había visto, cuarenta y pico, patrona, cuarenta y pico, hace, repitió el tuerto, y dio la sensación de que todos los rayos del sol ahuecaron en su ojo sano, ojo azul, chiquito, solitario como el dueño y desconfiado como todo ojo de tuerto. Ni nubes había, ni una, cielo limpio y sol a todo trapo, este sol no es de febrero, qué va a ser de febrero, este sol es de enero, distinguió Barreto en un atisbo de buen humor. Barreto había estado quejándose porque los juegos de carnaval llegaban a su propia vereda, remolinos de hombres a la caza de mujeres, de mujeres a la caza de hombres, de niños que corrían detrás de los adultos y de perros que corrían dentrás de los niños que corrian detrás de los adultos. Ni siesta ya puede dormirse en este barrio, ni el domingo respetan, qué carnaval ni ocho cuartos, el domingo se hizo para descansar, gruñó, rascándose la panza, don Barreto, un segundo antes de filosofar que el sol no era de febrero, que de enero era ese sol que brillaba como luz mala en el revólver del negro Tolosa, un rotundo revólver plateado, firme el revólver en manos del negro Tolosa, que midiendo el retroceso del Miguel Palomeque lo participaba de su dilema, no sé si te mato o no te mato, y si te mato no sé cuántos tiros te pego, se me hace que de esta no te salvás, Palomeque, una alimaña menos, estás recagado, miserable,
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recagado, qué vergüenza hijo de mil putas, apostrofaba el negro Tolosa al Miguel Palomeque, mientras controlaba la periferia del campo, qué quieren ver, chusmas, los hombres arreglamos las cosas así, ni se les ocurra llamar a la cana. En Carnaval la policía está en otros operativos, y además, cuando lleguen acá será tarde, la desgracia está al caer, lechuceó don Soria, recriminándole al Rosario por qué carajo no te has quedau en las casas, palos teviádar cuando lleguemos. La Zambrano, empapada hasta los huesos, se quejó porque un pendejo me mojó con esas mierdas de bombitas, decí que hace calor, ¿usted no sabe cómo empezó todo don Marciano? Y don Marciano ensayó una mueca juntando los labios, apretándolos como quien imita a un chancho, y después le preguntó a uno de los Fernández, al Oscar, cómo va Boca, che, dame una buena noticia, y el Oscar Fernández contestó me parece que empata cero a cero, yo estoy escuchando Estudiantes-Banfield, perdemos dos a cero la puta que lo parió. Y encima este sol recalienta la radio, observó el Oscar Fernández sin despegar de su oreja el pequeño aparato cuyas voces traían el minuto a minuto del Torneo Metropolitano, caminando lentamente, el Oscar, siguiendo el maratón del negro Tolosa y el Miguel Palomeque, que ya llevaban como doscientos metros dentro del campo que llegaba al Tiro Federal, y no reculiés más que te mato de una vez hijo de puta, Tolosa no habla al pedo, a ver si tenés huevos, huevos tengo de sobra, el que no tiene nada entre las piernas sos vos, negro maricón, a ver si te creés que me voy a cagar en las patas porque tenés un fierro en la mano, negro de mierda, negro puto. Hay que preguntarle a Granel, él debe saber, especuló Violeta Palavecino acomodándose los ruleros de plástico que ahora vienen todos fallados lo barato sale caro. Este no es momento de relatar nada ni de explicar nada, ya está, ahora hay que impedir la tragedia, repuso sabiamente don Granel, a veinte metros del negro Tolosa, que rayado para el diablo, pasado en copas, revólver en diestra, amenazaba al Miguel Palomeque, estás muerto, se me hace que estás muerto, ya gocé bastante el cagazo que tenés, en cualquier momento te lleno de plomo. No te perdás, negro, no te perdás, aconsejó don Granel con una aflautada voz que el negro Tolosa malamente oyó, distraído por la música de un par de teros expectantes y belicosos ante la previsible posibilidad de que sus huevos fueran pisoteados por el negro Tolosa, o por el Miguel Palomeque, o por alguno de los testigos llegados al lugar, o por llegar. No te perdás, negro, insistió don Granel, el dueño de casa, el anfitrión de ese asado de carnaval en pleno febrero, pero con sol de enero, cuarenta, cuarenta y pico hace, murmuró, por enésima vez, el tuerto Luna. En realidad, nadie sabía a ciencia cierta cómo se habían encontrado el negro Tolosa y el Miguel Palomeque. Porque don Granel se la había palpitado. A uno de los dos no había invitado, podía suponerse que estaban de sobremesa y cayó a saludar el Miguel Palomeque, o por ahí no, por ahí la cosa había sido al revés, por ahí el invitado había sido el Miguel Palomeque y el negro Tolosa cayó como peludo de regalo, y para peor borracho, seguro que muy borracho, como una cuba, porque el negro Tolosa era un hombre de mala bebida, empina el codo que da gusto, desde temprano empina, refirió la señora de Burgos, haciendo visera con una mano, esquivando las incomodidades oculares que provocaba ese sol que era de febrero, pero de febrero no parecía, de enero es, recordó Barreto, cuarenta y pico hace, apoyó el tuerto Luna. ¡Vamos todavía!, celebró el Oscar Fernández. ¿Escuchaste algo? ¿El negro le perdonó la vida?, inquirió, ansiosa, Violeta Palavecino, acomodándose un rulero. Qué sé yo, empató Estu-
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diantes, señora, empató el Pincha, carajo, la Bruja Verón de tiro libre, respondió el muchacho, dejando a los curiosos meneando la cabeza al estilo de fijate vos será posible que este chico se preocupe por esas pavadas cuando una vida corre peligro y vivimos este drama que quién sabe cuándo empezó. Yo no creo ni una sola palabra, ni una, habladurías son, habladurías, o por ahí la mosquita muerta lleva doble vida, andá a saber, fíate al santo y no le reces, la verdá que nunca se sabe, reflexionó la más grande de los Sosini, la Coral. Miralo vos al Miguel Palomeque, tan calladito el hombre, murmuró la Zambrano, dándole firme crédito a la suposición de que la inminente víctima andaba visitando a la mujer del negro Tolosa, la Teresa, abandonada de la mano de la naturaleza, flaquísima y narigona, una mezcla de Olivia, la novia de Popeye, y de un hipotético Cyrac en versión femenina. Peine gastado, la apodaban los maledicentes del barrio, peine gastado, le faltaban casi todos los dientes. El negro Tolosa había descargado unos cuantos sopapos sobre la atribulada Teresa, si es cierto bien merecido que lo tenés, puta de mierda, y si es mentira te va a servir igual, a un macho no se le ponen las guampas, a un macho se lo respeta, y después de los sopapos y de las sentencias admonitorias, se dedicó a buscarlo al Miguel, al Miguel Palomeque, el Palomeque chico, que en la casa de don Granel resistió un buen rato las provocaciones, hasta que de repente dijo basta y se fue de boca, nunca se supo si diciendo verdades o simplemente fastidiado por el hostil cargoseo del marido despechado. Atendela más seguido a la Teresa, que se la pasa pidiendo ginebra en mi mostrador, ironizó el Miguel Palomeque. Y ahí nomás salí p’afuera hijo de remil putas, bramó el negro Tolosa, abriéndose la camisa blanca con flores verdes y sacando de debajo del cinturón un revólver plateado, lustroso, flamante parecía, que a la luz del sol brillaba como el de la mismísima bandera argentina, mirá cómo brilla el revólver, todo el sol está en ese maldito revólver, observó, a lo lejos, don Marciano, mientras Barreto anotició que este sol de febrero no es, de enero es, y don Luna dijo más de cuarenta hace seguro, y pidió, don Luna, que le avisaran cuando pasara lo que tenía que pasar, ustedes saben que un solo ojo poca cosa puede hacer y esos dos están un poco lejos, pero dejen, dejen, igual me viá dar cuenta por el ruido del disparo y el olor a pólvora.
Oscar Fernández palideció y bajó el volumen de la radio sin escuchar al relator de Radio Provincia gritar gol de Estudiantes.
Cuando el negro Tolosa se puso a dos metros del Miguel Palomeque, y en clave de Hamlet le dijo ¿te mato o no te mato?, Violeta Palavecino cerró los ojos y abrazó fuerte a la señora de Burgos, que miró por encima del hombro de Violeta Palavecino y en un susurro dijo qué dios lo perdone. Oscar Fernández palideció y bajó el volumen de la radio sin escuchar al relator de Radio Provincia gritar gol de Estudiantes, gol de Estudiantes de La Plata, Estudiantes le gana tres a dos a Banfield, gol de Marcos Conigliaro, Estudiantes dio vuelta el score en 57 y 1. Don Granel se ofreció la palma izquierda y le asestó un puñetazo con la derecha, la culpa la tengo
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yo, la culpa la tengo yo, qué asado de mierda organicé. La Mireya se tomó del brazo de su hijo, el Omar, y la vieja Sosini ordenó a la Coral llevate los chicos de acá, llevátelos te digo, a ver si después se me trauman. La Zambrano gritó asesino, asesino, asesino, Soria quiso disimular los nervios y advirtió al Rosario después en las casas arreglamos cuentas, don Marciano puso cara de póker, Barreto se secó el sudor de la cara con un pañuelo blanco, el tuerto Luna preguntó qué carajo está pasando, y el sanjuanino Argañaraz, recién llegado, se bajó de la bicicleta a la carrera, lo único que nos faltaba, io no sé adónde vamos a ir a parar, un crimen, un crimen en el barrio, qué pelotudos, si serán güevones. El negro Tolosa apuntó al pecho, ¿te mato o no te mato, cucaracha?, para mí que te mato hijo de puta, el Miguel Palomeque respiró profundo y se encomendó a la virgen de San Nicolás. ¿Te mato o no te mato?, estás cagado, ya no tenés lo qué cagar, hijo de puta. Terminá con esto de una vez, negro, y la concha de tu madre. El negro Tolosa apuntó, bajó el revólver y sonrió. Por primera vez en la tarde el negro Tolosa sonrió y su aliento a vino rancio llegó hasta las paredes del Tiro Federal. No te mato nada, ahora no te mato nada, qué lindo te cagaste. Miguel Palomeque se agachó, tomó del suelo un manojo de acelga, se limpió las botas y sin decir una palabra, sin mirar a nadie, salió para el lado de su casa. El negro Tolosa tampoco miró a nadie. Agitó el revólver, como apuntando al cielo, y soltó una carcajada. Hacia el cielo, la carcajada, hacia el sol más bien, que todavía no aflojaba, sol de enero parecía ese sol de febrero, picaba fuerte sobre el lomo del negro Tolosa ese sol de febrero que parecía de enero. Y así, lentamente, murmurando incoherencias, alternando risas, el negro Tolosa caminó las ocho cuadras que lo separaban de su casilla de madera, con techo de zinc y letrina al fondo. Seguro que la Teresa había estado toda la tarde en el mejor de los mundos, en babia había estado la Teresa, nada de nada sabía la Teresa, porque no bien el negro Tolosa puso un pie en la cocina, la Teresa mandó su rezongo. Dónde te metiste, negro, dónde, decime, hace horas que ando lidiando con tu hijo, ahí lo tenés al Pedro, llorando a mares, dice que desapareció el revólver que le trajeron los reyes, ese plateado que parece denserio.
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Todos los veranos juntos Ariel Scher
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El Waibe
veces pienso en mi viejo
Todos los veranos se enteraba de gente a la que le pasaban cosas importantes todos los veranos. Gente a la que un amor se le subía a la cabeza o a la que ese amor o cualquier otro se le esfumaba como si nunca hubiese sido amor. Gente a la que las curvas de la arena y los caprichos del viento le permitían patear una pelota mal como de costumbre y hacer un gol maravilloso. Gente apurada que, de golpe, descubría que existir bien es gobernar al tiempo y, entonces, se sentaba de cara al mar y contaba cuántas olas cabían en una hora. Gente que miraba la punta de una montaña y se dejaba invadir por el presentimiento o por la certeza de que el verano siguiente, por fin, iba a llegar hasta allí. Gente. Gente que no era él. Él no. Todos los veranos lo mismo: nada. No importa cómo se defina la nada desde la filosofía o desde la física, desde la religión o desde el bolsillo, en la academia o en la vereda del barrio: nada, de verdad nada, nunca nada de nada de nada. Ni un amor ni un gol ni una mirada diferente apuntando al mar ni una esperanza en marcha hacia alguna cumbre. Todos los veranos se enteraba de gente a la que le pasaban cosas importantes todos los veranos. Menos a él, que no comprendía, que lo sufría, que se lo preguntaba pero no se lo respondía. Y eso que no ambicionaba todos los veranos protagonizar una revolución, o ligar un boleto a la luna o enhebrar un diálogo con un elefante. Mucho menos: convertido en mendigo de algo, de que al cabo le ocurriera algo, ni una sola de sus circunstancias le posibilitaba diferenciar al verano del otoño, del frío o del hastío. La nada –la nada y, más todavía, tal vez mucho más que todavía, la continuidad de la nada– tiene una colección gigante de desventajas. Y acaso una posible ventaja: como la vida no es una nada, siempre late la posibilidad de que la vida sea la proveedora de una interrupción de la nada. Una tarde de uno de todos los veranos, alguien le regaló o le apoyó cerca un cuento. Habituado a la nada, estuvo a punto de dejarlo correr. Total: más nada. Sin embargo, por un parpadeo o por una casualidad, los ojos se le fueron detrás del párrafo inicial. Un párrafo de una sola frase. Esta frase: “A veces pienso en mi viejo”. Y algo le pasó: algo como un amor firme o esfumado, algo como un golazo, algo como un festival de olas, algo como la cúspide de una montaña.
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Algo: quizás pensó también en su viejo, o en el viejo de otro, o en todo lo que cabe en una frase si es una frase sencilla y grande, o en que a veces la expresión “a veces” puede sonar como el solo de un violín o en que el verbo “pensar” no es cualquier verbo. Algo: el fin de la nada.
“A veces pienso en mi viejo”, leyó de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo. Y no leyó ninguna frase más de ese cuento en ese verano.
“A veces pienso en mi viejo”, leyó de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo. Y no leyó ninguna frase más de ese cuento en ese verano. Recién al verano siguiente fue por el segundo párrafo: “O es un barco que parte o esa gente vagabunda que trae el verano o simplemente una luz en el río. Entonces me siento en la casa y pienso en mi viejo”. Y se le arrugó la piel cuando el corazón le navegó a bordo de la melancolía porque leer “es un barco que parte” es leer la melancolía del mundo y cuando las entrañas se le llenaron de humanidad y de naturaleza porque leer “esa gente vagabunda que trae el verano” es leer la humanidad y porque leer “una luz en el río” es leer la naturaleza. Y repitió la secuencia. En ese verano, leyó de nuevo ese párrafo. Y de nuevo. Y de nuevo. Y no leyó ningún párrafo más de ese cuento en ese verano. Todos los veranos se enteraba de gente a la que le pasaban cosas importantes todos los veranos. Se volvió uno de esa gente desde que cada verano añadió a su mundo un párrafo: cada párrafo que agregaba cada verano aseguraba que le pasara algo importante. Algo importante: no la literatura, no el cuento, sino los universos mínimos y máximos que habitan los párrafos que son grandes párrafos. Todos los veranos incorporó un párrafo a los otros párrafos hasta que se le acabó el cuento. O, lo que es lo mismo, hasta que ese cuento le ahuyentó las nadas y lo convenció de que lo importante está en cada viejo, en cada barco que parte, en cada gente vagabunda, en cada luz en el río. En lo que está ahí, entre las manos, delante de los ojos, viajando en el aire, todos los veranos y toda la vida. Al concluir el cuento, después de muchos veranos, le pasó otra cosa importante. Leyó que a ese cuento lo escribió el maestro Haroldo Conti. Y se llama “Todos los veranos”.
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