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1 dic. 2015 - l conurbano es un símbolo de pertenencia: ser del conurbano es no ser porteño, ser de zona oeste es no ser de zona sur. En el conurbano no ...
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3 DICIEMBRE 2015

Editorial l conurbano es un símbolo de pertenencia: ser del conurbano es no ser porteño, ser de zona oeste es no ser de zona sur. En el conurbano no funcionan las barreras de las estaciones de trenes. Las calles tienen baches y pozos pero no líneas pintadas, es común ver carteles que atrasen años, hay avenidas sin iluminación suficiente, hay callejones de alambrados y lunas llenas. En el conurbano no hay quioscos abiertos a la madrugada. Del conurbano surgieron grandes talentos deportivos y artísticos. En el conurbano los comerciantes duermen la siesta. Para un vecino de la mole ciudadana, el conurbano es un paisaje difuso y está demasiado lejos, aunque tal distancia sea ficticia. En el conurbano siempre se escucha una radio. Los almaceneros del conurbano fían sus kilos de pan, los cien de jamón y queso, la cerveza más fría del viernes al mediodía. El conurbano es potrero y bailanta, pibes a las corridas, fulbitos de pelotas marchitas o latas aplastadas. El conurbano no tiene plazas enrejadas. La paz del conurbano es demasiado ambigua: como nunca pasa nada, siempre algo está a punto de pasar. Al conurbano también lo copó el capitalismo salvaje: cantidad de reyes de la hamburguesa, looks bien imitados, autos prepotentes, shoppings de tres pisos, restoranes para pocos. Rock, cumbia y tiros son la música del conurbano. Los noticieros recomiendan no caminar el conurbano de noche. Para ganar las elecciones, los candidatos necesitan convencer al conurbano –o comprarlo. Al conurbano lo fortalecen sus debilidades. Sin conurbano no hay grandes ciudades. El conurbano se extiende hasta suburbios que no figuran en los mapas. Al final del conurbano nace el campo inmutable. La resaca vive en el conurbano, pero el conurbano no es la resaca. El conurbano tiene sus caserones implacables, sus árboles frondosos y sus señoras coquetas. Si hay esquinas milagrosas, están en el conurbano. El conurbano es veintisiete historias que lo cuentan.

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Hacemos 27 Tomás Gorrini / Dirección General Cristian Maluini / Dirección Editorial y Literaria Francisco Bertotti / Dirección de Arte, Diseño Gráfico , Editorial y Web Daniel Stano / Dirección de Arte, Diseño Gráfico y Editorial Bobby Flores Gustavo Salamié / Dirección y Producción Fotográfica Gillespi Ignacio Porto Román Ostrowski

Colaboraron enSebastián esteSchachtel número: Juanchi Baleirón Alejandro Fabbri, Diego Flores, Nicolás Garibaldi, Luciano Doti,Salamié Federico Romairone, Pablo Colmegna, Gustavo Andrés Aliotta, Germán Amato, Gastón Varela, Juan Duacastella, Martín Zarriello, Josefina Licitra, Chapa Morata Juan Manuel Lombardero, Ignacio Porto, Martín Sia, Germán Warszatska, Sebastián Pandolfelli, Pablo Leonardo Oyola D’Alio, Callate, Andrés Fuschetto, Maru Cian, Cami Camila, Ant, Florencia Garbini, ToPo, Julián LíoJáTrovato Marini, Leo Oyola, Guillermo Llamos, Flavia Cifrodelli, Horacio Villar, Pato Julián Bernatene, Juan Cruz Buenahora, Pato, Lucila Rolón, Andrés Alloco, DianaEduardo Ballesteros Pronko, Claudio Magri, Rodrigo CarFabregat dama, Ignacio Belsito, Rodrigo Cardama y p. a. a. Carolina Miranda Demian Rosales Cristian Maluini Franco Spinetta

Porque hicieron algunos aportes imprescindibles y porque queremos y los queremos, les agradecemos especialmente a las siguientes personas:

Diego Blanco

A Butti. A Fortunata Bar. Al Quebrado. A Nacho Porto. ANacho FrancoGerola y el Pelado. A Goofy. A Chanas. A los Lupita RolónA la familia 27. portugueses y mexicanos de siempre. Al Tiro al Segno. Dany Jiménez Que tengan un gran 2016.Colmegna Pablo

Clemente Cancela 3

Atilio Heidegger Ariel Prat Andrea Prodan Litto Nebbia

Prólogo Leo Oyola

Palermo, 22 de diciembre de 2015 l asunto con el término conurbano, no es que esté peleado, sino que es algo generacional. Yo veo los chicos de ahora cuando voy a las escuelas que te dicen ‘yo soy del conurbano’, pero nosotros éramos más territoriales: yo soy de Isidro Casanova, del barrio Los Pinos. No era por pelearse con el resto de La Matanza, sino que era tu lugar. Yo escucho historias de gente de mi edad de Quilmes o Berazategui, y hay una sensación de deja vu: tenemos el mismo prontuario, pero territorio diferente. Lo que para mí era ir a misa y después ir a bailar al Jesse James, una piba de Quilmes tiene esas patas lindas y esa cola firme por haber ido, seguramente, al Electric Circus. Entonces, tenés tus instituciones, tus cuadros que te van moldeando. Hay algo que tiene que ver con la idealización. Muchas veces se lo piensa desde lo romántico, muy desde acá, pero andá a vivir el día a día. Es difícil todo, pero no sé si va a estar tan cercano a lo que uno puedo llegar a sentir desde el procedimiento de la ficción. Podemos coquetear con la nostalgia de los barrios, porque, en realidad, ya nos fuimos. Si todavía estuviéramos allá, no sé si estaría escribiendo sobre el conurbano. Hoy volvés, y es muy loco escuchar en una calesita no sólo el reggaeton de moda, sino las canciones de los 80 que bailaba de joven. Era lo que pasaba el disc jockey del Jesse. Hoy para mí que ese tipo siga pasando música ya no en la pista principal, es impresionante; el loco sigue igual, más feo todavía. Hay una regla que dice que el disc jockey que es bueno, es realmente feo. Y el hijo de puta es feo, mirá que los matanzeros somos feos, somos negros fuleros y jetones, pero Rolando se zarpa en feo, y, así y todo, te hace bailar a toda La Matanza. El conurbano tiene una identificación muy grande con el crecimiento: está en constante crecimiento. Yo jamás pensé que iba a ver la calle donde me crié yo asfaltada. Ya no hay más barro, cambió todo y está buenísimo, pero a la vez, recordás con cariño aquellos viejos desperfectos: las atorranteadas con tus amigos, las pibas que te gustaban, todo. En capital contás a cuenta gotas la gente que conoces, y allá, quieras o no, te saludas con toda la gente en la calle; vivís con ellos para siempre. Yo vuelvo a lo de mis viejos y ya desde que me bajo del colectivo me encuentro con amigos, vecinos, y vas charlando. Esas particularidades son las que definen al conurbano. No digo que sean ni mejores, ni peores, pero son las cosas que te identifican. En esta época es inevitable el balance y, particularmente, tiene su cuota amarga. Llega la hora de brindar y notás que falta una copa en la mesa y sobra un alma en el cielo. Hay mucha gente que ya no está; desde haber tenido una mala elección, enfermedades u optar otros caminos que el conurbano no se priva de servir.

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La juventud es híper preciada y es ahí donde hiciste tus primeras armas. Hay un tema de Bruce Springsteen que dice ‘días de gloria pasaron así en un pestañeo’, y me re significa. Vos pensabas que ibas a ser feliz toda la vida tomando cerveza con los pibes en el mismo bar o en la misma esquina, y cuando menos lo pensaste, pum, la vida pintó para otro lado y chau pibes, chau birra, chau esquina. Esos momentos se viven como eternos, pero no lo son. Para vivir de esto tenés que abandonar ciertas cosas; yo me tuve que venir a Capital Federal. No volvería a tirar el ancla en donde alguna vez fui feliz. Yo voy allá y me pongo a hablar como se habla allá. No es lo mismo decir ‘fiambrín’ o “fantasmear” en capital que en Casanova. No creo que sea una falta de respeto, ni nada por el estilo, sino que les significa algo nuevo y desconocido; allá es moneda de todos los días. La otra vez, un crítico describió a la perfección el conurbano: ‘es chino básico para todos los que no somos de ahí’”.

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Sumario

1-LOS OTROS por Josefina Licitra 2-BOLERO CONURBANO por Lucila Rolón 3-EL TERCER CORDÓN por Cami Camila 4-CONURBANO CARNAVAL DESATADO por Maru Cian 5-LA VIDA DE JESÚS por Juan Duacastella - Ilustración: Florencia Garbini 6-LO DE PEPE: ESPACIO SIN TIEMPO por Juan Manuel Lombardero - Ph: Gustavo Salamié 7-CINCUENTA Y SIETE por Horacio Villar 8-CAPÍTULO #300 por ToPo 9-MORÓN (1992) por Ignacio Belsito 10-MÁS VALE PIES EN EL BARRIO por Flavia Cifrodelli 11-MISTERIOSA LA MATANZA por Luciano Doti - Ilustración: Florencia Garbini 12-FIESTA DE LA ESPUMA por Nicolás Garibaldi - Ilustración: Já Ant LEONARDO OYOLA por Guillermo Llamos 13-CORRECAMINOS por Sebastián Pandolfelli 14-UN MILLÓN DE DÓLARES por Federico Romairone - Ilustración: Andrés Alloco 15-LA PROMESA por Ignacio Porto - Ilustración: Andrés Fuschetto 16-UN MUNDO APARTE por Pato 17-RECUERDOS SIN NAFTALINA por Alejandro Fabbri - Ilustración: Pablo E. D´Alio 18-DOLORES BARRIOS por Pablo Colmegna 19-LAS MONEDAS ENTERRADAS por Martín Zarriello - Ilustración: Diana Ballesteros Pronko 20-HOYO PELOTA por Martín Sia - Ilustración: Callate 21-1001 por Andrés Aliotta 22-SUSPENDIDO POR OBRAS DE ELECTRIFICACIÓN por Julián Marini Ilustración: Rodrigo Cardama

23-SINFÓNICOS DEL ANDÉN por Juan Cruz Buenahora 24-NUDO FERROVIARIO por Germán Warszatska 25-TUDOR MURARU, PANADERO por Gastón Varela - Ilustración: p. a. a. © 26-ODA AL CONURBANO por Diego Flores - Ilustración: Claudio Magri 27- GATO CON BOTAS por Germán Amato - Ilustración: Julián Bernatene

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#1

Los otros Josefina Licitra

Introducción del libro Los otros (Debate, 2011) fines del año 2008, Glenda Vieites –editora de este trabajo– me propuso hacer un libro que contara el conurbano bonaerense. La idea consistía en rastrear y perfilar un puñado de historias que tuvieran una potencia narrativa y que permitieran armar el rompecabezas de un territorio que, a la vez, era un misterio: aunque esté cerca, aunque esté casi encima, aunque encienda su luz macilenta en los programas sobre mundos marginales, la periferia en su conjunto raramente ha tenido quien la nombre. Y la intención del libro era nombrarla. La propuesta me gustó. Yo tenía –tengo– un hijo chico, tenía –tengo– un presupuesto moderado y en consecuencia tenía –tengo– dificultades evidentes para ir a buscar historias a la Amazonia de turno. En cambio el Conurbano estaba ahí: era una cartografía posible, un mundo al que se llega en tren: un destino cerquita. En fin, cerquita.

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Cuando miro hacia atrás, noto que el modo de medir las cosas fue el primero de mis varios errores. Porque el Conurbano técnicamente está cerca, pero basta con meter un pie ahí adentro para comprender que toda aproximación a un punto supone a la vez tomar distancia de otros puntos infinitos. Un mapa de la periferia alcanza para entender de qué hablo: San Vicente queda a casi cien kilómetros del Delta, Berisso queda a casi tres horas de tren de Marcos Paz, Lanús queda a un siglo de historia de Pilar, y en el medio de todo eso hay casi doce millones de personas afincadas en treinta distritos

–incluido el tercer cordón y el Gran La Plata– que de cerquita no tienen nada. Hice cálculos. Por más de un motivo, no podía pasarme un año dando vueltas por el Conurbano recogiendo “historias” y a la vez tampoco tenía en claro que ése fuera el mejor método de todos. No tenía, en realidad, método. No sabía por dónde empezar. En pleno ataque de preocupación y ceguera hice lo único sensato que se me ocurrió: levanté el teléfono y le pedí auxilio a Rubén Vivero, director artístico de Endemol, la productora que realiza Policías en Acción. Voy a decirlo: Policías en Acción me gusta. Se dice que lava la imagen de la policía bonaerense; que hace humor a partir de la tragedia de las clases bajas; que hace sensacionalismo, folclore de pobres, en fin: los sensibles del mundo suelen decir que todo es una porquería. Pero no dicen lo otro: que el programa está vivo. Y que la gente que lo hace –sus camarógrafos y productores– conocen como nadie la periferia bonaerense a fuerza de recorrerla 24 horas al día, por turnos, con un envidiable olfato para encontrar historias donde otros no verían absolutamente nada. Voy a decirlo: Policías en Acción me gusta.

Di, entonces, varias vueltas con la gente de Policías en Acción. Y de todas esas vueltas la que más recuerdo es una. Era invierno. Hacía un frío insoportable. Salimos a recorrer Lomas de Zamora una mañana de lluvia en la que el aire era esa clase de fenómenos que ya no quedan en la memoria de la mente sino de los huesos. El cielo estaba negro, el patrullero se hundía en la blandura del barro y adentro del auto, con las ventanillas bajas, cinco personas nos frotábamos las piernas y nos aburríamos mucho. La noche anterior había habido una tormenta y todos los llamados al 911 consistían en la denuncia de que una casa o un auto habían sido abollados por un poste de luz. Pero nadie salía a robar. Era un día feo incluso para eso. Hasta que a media mañana, a la vuelta de una esquina, sumidos en un tedio enfermo, dimos con una imagen que nos despertó: agachando la cabeza contra el viento helado, cuatro niños y una anciana sostenían un poste para que no se desplomara sobre el techo de una casa. La escena era tremenda. Ese palo y esa gente resumían con demoledora simpleza buena parte de los dramas que marcan la periferia: construcciones precarias, napas crecidas –que aflojan los cimientos de árboles y pilares– y un desamparo tan hondo que deriva en la búsqueda de protección en cualquier lado. Cuando se afloja un poste, en el Conurbano se llama a la policía. Lo que trae sus riesgos. El conductor detuvo el patrullero. Un oficial bajó con ademanes pesados, se acercó para analizar mejor la situación y tras un minuto de cavilaciones tomó un palo cualquiera y anunció su plan: lo trabaría contra el árbol –inclinado a sesenta grados en dirección a la casa– de modo de armar un cepo que detuviera la caída. No era una solución perfecta. Pero era una solución posible. O habría sido una solución posible si hubieran sabido ponerla en práctica. Porque lo cierto es que en vez de colocar el palo así:

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el oficial lo puso así:

Policías en acción, al fin y al cabo. Juan Aznárez, productor del programa, miraba la escena y temblaba. No de miedo sino de frío absoluto. Las mandíbulas, las manos, el pecho, los hombros: todo el cuerpo de Juan temblaba en torno a un cigarro que apenas lograba calentarle un dedo. —Hagamos un informe –balbuceó entonces–. Busquemos árboles caídos o que estén por caerse. Hagamos un informe sobre la inminencia; hagamos un informe sobre cómo lo malo se anuncia primero y sucede después. Hagamos un informe sobre lo evitable. Y sobre la soledad. Eso, supongo, quiso decir Juan esa mañana. Así que el informe se hizo. Luego no sé si salió. Lo único que sé es que pasado un tiempo, tras pensar bastante qué iba a hacer con este libro, recordé ese día difícil y decidí que iba a contar aquella historia. Con otros actores, con otro paisaje, iba a contar la historia de la casa y el árbol y la soledad y el miedo. No parecía complicado. Salvo por sus enclaves –barrios cerrados, countries– el Conurbano era –fue siempre– un inmenso mundo a la deriva. El 60 por ciento de la población no tiene cloacas, el 30 por ciento aún no tiene agua corriente –según datos de la Organización Panamericana de la Salud–, y cerca del 20 por ciento está por debajo de la polémica cifra que el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) impone como “línea de pobreza”. Salí, entonces, a buscar el resumen y el síntoma de todo eso. Y al principio me fue mal. Estuve con un pastor evangélico –ex policía, ex adicto, ex demasiadas cosas– que hacía exorcismos en Berazategui y me preguntó, con una escalofriante calma vicarial, cuánto pensaba ganar yo con este libro. Fuera. Estuve con un muchacho que enseña a jugar al golf en un basural: una bonita historia de superación que me llevó hasta Maquinista Savio, un pueblo apacible al que se llega luego de dos horas de tren desde Constitución. Pero una vez allí, temí que el relato fuera demasiado lindo y terminara viéndose como esa clase de fábulas que publican los diarios en la semana de Navidad. Fuera. 9

Estuve con una manzanera repartiendo leche a las seis de la mañana en el segundo cordón del conurbano. Vi la bruma y el sol suave sobre la línea del campo. Vi lo grande –lo excesiva– que puede ser Buenos Aires. Y vi muchas criaturas pobres apurando el paso para recoger su leche: sin el sachet no había desayuno. Sin el sachet no había, en realidad, nada. Con ese material hice una contratapa para el diario Crítica de la Argentina pero el texto era desolador. Y aplastante. Fuera.

Agachando la cabeza contra el viento helado, cuatro niños y una anciana sostenían un poste para que no se desplomara sobre el techo de una casa.

Anduve en moto por Garín junto a Damián Terrile, ex cartonero y ex participante de Gran Hermano, mientras me abrazaba a su cintura ancha y él gritaba “yo en Garín soy el rey” y yo pensaba que lo nuestro era la escena del Titanic pero sin mar. Hice, en fin, todo lo que pude. Pero recién di con la imagen que buscaba cuando llegué a Lanús: el partido con mayor densidad poblacional del Conurbano; el lugar al que, dada su cercanía con la Ciudad de Buenos Aires y con la estación Constitución, llegaron las mayores olas de inmigrantes que creían que en torno a la capital de la Argentina había un futuro. —En Lanús hay algo –me había dicho tiempo atrás Juan Aznárez, en una de nuestras rondas de sopor y frío–. No sé bien qué, pero algo hay. Nunca más volví a hablar con Juan, pero le doy las gracias ahora: en el momento en el que escribo. Porque en las manzanas que bordean el Riachuelo había, sí, algo. Un barrio de italianos llamado Villa Giardino, otro de indigentes llamado Acuba. Y entre ellos estaban el árbol, la casa, la soledad y el miedo contando, finalmente, una historia.

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#2

Bolero conurbano Lucila Rolón Omar Isse / Técnica mixta

obé un auto con estereo para viajar a la medida matemática del tiempo manejé por la ruta violeta y desamparada sin camiones sin banderines rojos santuarios ni chicas ni carteles de escuelas rurales ni triángulos amarillos que nadie sabe lo que significan crucé un puente sin subte ni balcones espías canté las canciones de la banda de Bachi con las manos ancladas en el volante de cuero marchito los mismos tres versos chocando en loop contra los vidrios de las ventanillas automáticas y chispas de cerveza tibia brillando en mis labios con rush de avón ¿sabías que los aviones deben tener la cantidad de pintura exacta? después de que los pintan uno –alguien– pasa a medir milimétricamente y retira la pintura sobrante si lo hace mal el avión se cae

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pisé el acelerador y el cordón que nos ata quemó los frenos subí el volumen y un bolero sonó a himno nacional pensaba en tus tatuajes cuando maté un gatito oh loma hermosa absolutamente negra

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la noche que pasamos disparando pistolas invisibles al cielo para matar una tormenta y la matamos decidí esquivar la esquina el barro los tacos y las balas se prendió fuego un pasillo todavía era de día quemé las flores robadas en los jardines de Quilmes como si incendiara las horas el verano y el asfalto salí esta mañana con dos bolsos en uno llevaba mi tesis en el otro una muda de ropa usada y la verdad que ahora se ahoga en el motor del auto con estereo que robé para viajar a la medida matemática del tiempo las calles circulares de tu barrio tienen nombres de plantas cien policías de mal humor semáforos rotos baldosas psicodélicas la sangre subiendo hasta tus ojos y la nafta que huele a esperanza uno es del lugar donde lo quieren.

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#3

El tercer cordón Cami Camila / Lápiz negro y amor

Un cuento que atraviesa el primer cordón, transcurre en el segundo y cuenta la historia

e fui en busca de una historia. Caminé hasta Jonte y Segurola y esperé el 53 con cartel a José C. Paz. Era martes a las tres de la tarde, hacía un calor infernal y por primera vez en la vida, el bondi vino rápido y medio vacío, cosa que agradecí con un ‘vamos carajo’ interno mientras pasaba la SUBE por el lector. Me senté al fondo a la derecha, al lado de la ventana. Apoyé la cabeza contra el marco de la ventana, aunque temblara y rebotara cincuenta veces por minuto, estaba agotada por la humedad. Desde la radio del chofer sonaba fuerte El tiempo no para, de la Bersuit, yo la cantaba bajito. Las cuadras pasaron sin que las registrara hasta que cruzamos la General Paz y como de costumbre, una especie de alarma corporal hizo que me incorporara para mirar a los autos que iban y venían por abajo. Era necesario, probablemente porque era algo que no veía muy seguido y entonces tenía esa necesidad de mirar hasta que el ángulo ya no me lo permitiera más. 15

¿A dónde irán? El viaje fue como todos los viajes en los que me olvidaba de meter un libro o un par de auriculares en la cartera. Lento y aburrido. Empecé con mi juego, me gustaba hacerlo para matar el tiempo: cada vez que alguien subía me disponía a adivinar qué asiento elegiría y por qué.

Morocha, jovencita, bonita, cara de ‘todo me da paja en la vida’, seguro se sienta en los de adelante de todo, porque total está medio vacío. Bingo. Señora, gorda, pelo corto. Atrás de la morocha, porque está más cerca de la escalera para bajarse después. Bingo. Hombre, cuarenta, olor a vino. Faaa, se huele desde acá hermano, son las tres de la tarde. Este se queda parado, si se sienta no se levanta más. Bingo otra vez. Pelado, lentes. Me hace acordar a Walter, el de Breaking Bad en la etapa de la quimio, una especie de Flanders del conurbano. Me reí fuerte, el tipo era igual en serio. Vos te sentás... mmm... te sentás... te sentás... ¿al lado mío? –Nena El culo se me despegó literal del asiento del susto. –Sí –le dije. –Tenés el cordón desatado. –Uh, sí, gracias. Flanders me había asustado fiero. Su gesto serio se convirtió en una amplia y rara sonrisa, como salida de un personaje de película de gángsters o algo así. Capaz porque fue estirándose lenta y tenía la boca finita y larga. No supe qué exactamente, pero había algo en esa sonrisa de villano y la forma en la que se me quedó mirando después por unos segundos que me incomodó. Porque fue con esa soberbia con la que muchos miran, esa que dice sin palabras “yo sé algo que vos no”. Me latía el corazón fuerte. Qué pelotudez, ¿no? Antes de bajarme en Perón al 700 giré para ver si Flanders y su sonrisa arrogante seguían ahí, pero al parecer ya se había bajado casi todo el colectivo sin que me diera cuenta. Mi prima había vivido por ahí antes de mudarse a su casa de Bella Vista y me acordaba de un bar en frente con ventanas vidriadas, justo al lado del boliche al que había ido a ver tocar a La Fragante una vez. Era un buen lugar para ver gente pasar y escribir. Me senté en una de las mesas que daba a la ventana y desenfundé mi cuaderno, mis lapiceras –¿por qué traje tantas?– el celular y esperé. Mirando a la calle, mirando a la gente, buscando una historia allá afuera que contar sobre el conurbano. Segundos antes de encontrarme la cara en el fondo del tazón de café con leche me di cuenta que estaba en el horno, y el exceso de lapiceras se hizo aún más ridículo dado que no había podido bajar a la hoja ni una puta palabra. –Querida. ¡Connncha de la lora!

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–Sí. –Tenés el cordón desatado. Miré hacia abajo y de hecho, mi cordón izquierdo estaba desatado de nuevo. Eran esos cordones de mierda encerados, como vienen ahora en casi todos los borcegos, que no podía ni hacer dos pasos y ya los tenía arrastrando toda la mugre de la calle. La señora me sonrió maternal y le respondí la sonrisa de la misma manera, pero la verdad me había hinchado un poco las pelotas, sabía que me lo había dicho para que no lo pisara y me matara, pero yo no andaba mirando los cordones de la gente, qué se yo. –Muchas gra-cias... No la encontré para agradecerle. Ni dentro ni fuera del bar. Raro. Por más rápida que fuere tampoco podría haber llegado muy lejos. Y como si hubiera venido a mí de pronto el descubrimiento de la pólvora, me sobresalté emocionada pensando: ¡¡esta es la mía!! Esta es la historia: distintas personas que me dicen en diferentes momentos, distintos días y circunstancias que mis cordones están desatados. ¿Para qué?, para distraerme y hacer cualquier otra cosa a mis espaldas, algo como cambiar el rumbo de mi destino, escondiéndome algo, alguien. ¿Y por qué yo iba a ser tan importante?... Y yo que sé... Ahora que lo pienso creo que ya existe una película de Matt Damon con una trama parecida, pero claro, él estaba destinado a ser presidente de Estados Unidos, razón que justifica el sentido entero de la trama y que de hecho es el hilo conductor del guión, la razón de ser de la historia. ¿Además, disculpame, desde cuándo escribís policiales vos? Miré a la moza que al parecer estaba furiosa conmigo a juzgar por su cara de asesina serial, seguramente porque habían pasado casi tres horas y sólo me había tomado un café con leche que había terminado hacía dos, y continuaba desde ese momento vacío, como mi historia. –Sí, ¿te pido la cuenta? Gracias. La tenía a tres metros y el bar estaba vacío, pero igual garabateé en el aire, otra de esas cosas inevitables de hacer. Junté las cosas, me levanté y me fui. Entré a gmail desde el celular para escribirles a los chicos de la revista 27 y decirles que no llegaba ni en pedo a terminar el cuento para esta edición, pero para variar no me andaba el 3G. ¿Qué mierda significará una H en la señal? Me senté en el escalón de una casa a esperar que algo mágico sucediera antes de que llegara el 53 con cartel a La Boca. –Nena. 18

Esta vez no me asusté. Ya sabía lo que me iba a decir. –Tenés el cordón desatado. –Sí, sí, muchas gracias.

Ni me agaché. Que sigan así, cordones del orto. Me tienen las pelotas llenas. Pero el viejo se me quedó mirando y más por gentileza hacia él que por otra cosa, apoyé la cartera en el banco y me incliné para atármelos. Para mi sorpresa, esta vez los dos cordones estaban perfectamente atados. Claramente el viejo no veía un carajo. Vi por el rabillo del ojo que se me acercaba un par de metros y puteé para mis adentros. El viejo no estaba en una parada ni en la otra, sólo estaba ahí, parado en el medio de la calle, mirando a la gente y nada más. Espero no tener nunca nada que hacer porque me muero. –Mirá que lo seguís teniendo desatado, pero no es para que te lo ates, para nada, es solamente para que lo sepas. Volví a mirarme, como por inercia. ¿No ve un choto o está loco? Tenía un aspecto de lo más normal. Vestía un pantalón gris clarito, tiro alto, cinturón de cuero marrón, zapatos marrones, camisa blanca de mangas cortas arriba de una de esas camisetas blancas que usaban los tanos en las películas de Rossellini, esas que son de tela como con agujeritos, y una boina como las que usaba mi abuelo para ir a jugar a las bochas. En fin, un señor de barrio de lo más común. Aunque como si todo esto tuviera algo que ver con la locura, ¿no? –No te lo ates, dejalo así que es mejor. Lo miré, le sonreí por cortesía, y volví a mirar para la calle. Me propuse concentrarme en la historia para pasar la incomodidad del momento, pero no podía pensar en nada. Volví a mirar al viejo más por aburrimiento que por otra cosa. Debería haber intuido que lo miraría, porque volteó la cabeza y me sonrió. –No te asustes querida, que no estoy loco ni nada por el estilo. Por la forma de hablar no parece ser un loco, para nada. Y además me está aclarando que no lo está, consciente de que yo pueda pensar que sí. Aunque eso es justamente lo que dicen los locos ¿no? –Tengo una historia que disfruto mucho de contar, en especial a los jóvenes. Una historia sobre las personas y los cordones, si me permitís me encantaría contártela.

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Coooon razón, ahoora entiendo todo. Era como una especie de prólogo a lo siguiente para que entres como un caballo. ¿Y el 53? Bien, gracias. Presiento que va a tardar una eternidad. –Si no es molestia, claro. Yo no supe qué responderle y él no supo interpretarlo, o eligió no hacerlo. Sin moverse un pelo empezó su historia. Los metros que nos separaban me hacían sentir

Lo miré, le sonreí por cortesía, y volví a mirar para la calle. Me propuse concentrarme en la historia para pasar la incomodidad del momento, pero no podía pensar en nada.

segura, y después de todo no era más que un viejo. Seguramente no tendría mucha gente con quién hablar. Puta. Si tendré un imán con TODA la gente mayor del país. ¿Será que nací con un cartel de “hablame que me gusta” en la frente y no me enteré? –Hace muchos años, yo era un muchachito, tendría unos diez, once años. Y un día como hoy mientras esperaba el tren para ir al taller donde trabajaba se me acercó un señor de edad, un tipo serio pero simpático al habla. El tren no llegaba, y yo estaba muy preocupado porque no quería llegar tarde al trabajo. De seguro enderezar clavos no era una tarea tan imprescindible para el taller, pero lo era para mí. Finalmente anunciaron que el tren andaba con demoras, cosa que a ese punto ya era para todos una obviedad, y este hombre se sentó al lado mío. Me miró por un rato y empezó a contarme esta historia, tal vez porque creyó que yo la necesitaba, vaya uno a saber. Lo cierto es que el hombre comenzó a hablarme como si aquello fuera parte de una conversación anterior que en verdad nunca habíamos tenido. Y me contó esta historia. Una historia sobre un cordón. El viejo es divino, ¿pero poooosta? No, en serio. ¿Pooosta? Me quiero pegar un tiro. Andá a cortarlo cuando llegue el 53. Bien piba, bien vos. Tomó aire inflando el pecho y exhaló la primera oración. Me miraba como si me estuviera diciendo algo importante, como si me fuera a develar el código de una caja fuerte con cien mil dólares o como esas frases que en las películas dicen algunos personajes antes de morir: “El tesoro está escondido en... en...”, FIN. Sentí una profunda pena y una bronca conmigo misma tremenda. Por qué mierda siempre me da pena todo el mundo, tendré que hablarlo con un psicólogo. Así que le puse mi mejor cara de actriz de Hollywood, como si estuviera escuchando su historia con el mismo entusiasmo que él ponía en contármela, y lo escuché, pensando que podría ser mi abuelo y que si él se encontrara en la misma situación no querría que una pendeja de mierda le rompiera el corazón por estar apurada en volver a su casa. –Hasta que nacemos, es justamente un cordón aquello que nos une a la vida. A nuestras madres, durante toda nuestra gestación, y en nuestros primeros segundos de contacto con el mundo exterior. A través de él nos alimentamos, nos nutrimos, crecemos, vivimos. Ese cordón es la dependencia misma del hombre en su mayor expresión, el lazo más fuerte entre dos seres, el más físico que tendremos durante toda nuestra vida. Y cuando nacemos, cuando ya estamos listos para ser uno solo, ese cordón se corta. Y ahí empezamos a funcionar mediante nuestros propios mecanismos, como el de la respiración, el de la alimentación, abrimos los ojos, vemos al mundo y el mundo nos ve a nosotros. Empezamos a valernos por nosotros mismos como seres independientes. Independientes físicamente, en el pensamiento, en los sentimientos; y filosóficamente también en los propósitos, en los deseos y en los sueños. Es allí en ese mismísimo momento, tan especial en la vida de un ser humano, cuando nuestro propio cordón comienza a nacer–. Hizo una pausa mirando hacia abajo, como buscando las palabras, yo aproveché para mirar si venía el 53. Él siguió. –Un nuevo cordón que no nos une a una persona, sino que nos une a la vida.

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Hablaba tan pausado que me ponía un poco nerviosa, como si nunca fuera a terminar esa historia. Yo no quería ser descortés, por eso intentaba sostenerle la mirada aprovechando cada una de sus pausas para mirar al final de la calle, rogando que apareciera un colectivo azul. –Y ese mismo, ese que nos une y a veces nos desune a la vida, es el cordón de los sueños, de los deseos, de nuestras ambiciones. Donde se concentra todo lo que realmente queremos, lo que somos, lo que tenemos bien guardado en el alma, todo aquello que nos hace únicos. Si uno tan sólo se parara un rato a mirar a los demás, es realmente asombroso cuán lejos en la vida puede un sueño hacer llegar a uno. Me sonrió y le devolví la sonrisa. La suya era una historia realmente linda, tierna, fantasiosa, como salida de una película de Disney. Un cordón que une a cada persona a sus sueños, y a la vez esos sueños hacen a la persona, lo definen. Ya veía por qué se la habían contado cuando era chico, aunque antes era otra sociedad, otra época. Por alguna razón mientras el hombre hablaba me vino a la mente esa foto de mis abuelos que todavía está en su cuarto arriba de la cómoda, muy jóvenes los dos antes de casarse, a diez centímetros uno del otro, con todo ese amor en los ojos. Yo siempre había tenido esta teoría de que antes la gente era más inocente, que simplemente había algo en las personas que ya no. Una suerte de magia tácita, por llamarlo de alguna manera, una mayor permeabilidad a lo fantástico, a lo ficticio, a lo lírico. En especial en el amor, en los valores, en los lazos, en los códigos. Hoy creer en el otro y ser un soñador es ser un pichi, un boludo, un ingenuo fácil de cagar, o un verdadero genio si es que pudo volcar todo ese mundo fantástico de su mente en un libro, un rollo fílmico o una obra de teatro, y se haya vuelto famoso. Ahí al soñador fantasioso lo aplaudimos todos y hablamos de su brillante mente, de lo generoso que es, y usamos palabras como “talento, único, don, ejemplo, ídolo”. Siempre me pregunté por qué en este siglo nos costará tanto creer en la gente y tan poco en los efectos especiales de las películas. Mi cabeza se sacudió cuando me di cuenta de que el viejo había hablado y hablado y mi mente se había ido lejos. Me habló como reafirmando una idea. –Los sueños. Este cordón. El tercer cordón. Todo lo que nos hace lo que somos, nos indica el camino por el cual andar, aunque a veces elijamos no hacerle caso o no podamos hacerlo por alguna circunstancia de la vida. Cada cual tiene un cordón distinto, algunos bien brillante, como el oro, cargado de deseos, de ansias, de sueños, en general en los más chicos es que se ve este color tan radiante y tan puro. En general a medida que uno va creciendo el color oro se apaga, a veces hasta oscurecerse del todo. Pero eso depende mucho de las personas. Hay quienes lo tienen más opaco porque siempre fue así, por elección, o porque dejaron que la vida misma lo fuera apagando. Algunos cordones van más pegaditos a la tierra, otros directamente anudados al asfalto, porque sus sueños andan ya estancados en la tierra y nunca vuelan, nunca. Como esa gente que arrastra mucho los pies cuando camina. Me reí grande. 21

–Muchas personas ni siquiera pueden verlo y llegan a mi edad sin saber acaso sobre su existencia. Y yo creo que eso es una real pena. Es como pasar por la vida sin saber lo que es el amor, la pasión, la tristeza o el dolor. Es casi como no haber vivido, pero esa es una opinión personal. Saber que tenemos este tercer cordón, es tan importante como ser consciente de cualquier otra parte del cuerpo, como un brazo, o una pierna.

Qué digo una pierna, es como el tronco, o incluso más, porque es algo vital, sin él no podríamos vivir, o todos seríamos una vida sin rumbo. También hay muchos cordones llenos de luz que aún no se han atado a nada, pero andan por ahí buscando un sueño. Aquellos que son más bien desatados, como el tuyo. No es difícil de ver si uno cree, y presta sólo un poco de atención. Miró hacia la calle, obligándome a mirar. Dicen que hay que ver para creer, pero a mí no me alcanzó. Al principio lo justifiqué todo como un reflejo del sol. Alguna superficie metálica en el taco, o en el piso. La luz del sol se refleja y así es que veo lo que veo, claro. Pero no pasó mucho tiempo para que todas las demás luces se me fueran haciendo visibles, y fueran poco a poco prendiéndose, de una a la vez. Por debajo de uno de los zapatos hebilla beige de la señora que cruzaba la calle, una luz amarilla clara parecía salírsele desde la suela. Desde el mocasín marrón oscuro del portero del edificio, por donde la señora acababa de cruzar, una luz un poco más blanca que la de ella. Del zapato acordonado del diariero, que agitaba los brazos y gesticulaba tratando de explicarle algo a otro, una luz más fría, como de tubo. Del de ese otro que escuchaba atento al diariero, negando con la cabeza y suspirando; de la nenita que corría atrás del perro, con las manos extendidas, queriendo agarrarle la cola; de la mujer que salía del súper con el chango lleno, con cara de nada. Una a una se fueron prendiendo como luciérnagas en el campo. No era un brillo como de purpurina, no era un brillo de espejo o de metal, ni tampoco de reflejo. Era un brillo de luz. Cada vez que alguien levantaba su pie, esa milésima de segundo en la que el pie se suspendía en el aire para luego apoyarlo en el piso, dándole la orden sistemática al otro para hacer lo mismo, un cordón dorado, envuelto en un haz de luz, salía de entre el asfalto y se volvía a esconder a cada paso. El viejo me miró los pies y me volvió a mirar a los ojos. Yo empecé a temblar. Sentí cómo el cuello entero se me endurecía, dejándome la nuca erguida y las pestañas pegadas a las cejas. Levanté el pie unos dos centímetros. Me sobró para ver la luz. Seguí levantándolo un poco más. Sentí la tensión del cordón friccionando contra el asfalto. El ruido casi imperceptible del material concreto e intangible deslizándose hacia arriba, hasta llegar a lo último, hasta ver el otro extremo, hasta al fin sentirlo suelto y descubrir que tenía el cordón desatado. Se hacía de noche en la parada del 53.

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La vida de Jesús Juan Duacastella Florencia Garbini / Microfibras, digitalización

“Gato largo terso lento veloz suave. ¿Qué música, la coreografía de quién danzaste cuando bajaron tu último telón? ¿Puede una gracia tan meditada quedar aquí, tan sola, en este escenario de 9 x 10? ¿Te darán otra oportunidad de bailar en las Sierras? Qué triste pareces; al mirarte pienso en Ulanova encerrada en un pequeño cuarto amueblado de Nueva York, en la calle 17 Este del barrio puertorriqueño”. (Puma en el zoológico de Chapultepec, Gregory Corso)

a primera vez que Jesús se escapó me sorprendió por lo modos felinos que de golpe se activaron en su cuerpo, como si dentro de él se encendiera toda la energía que había salvado en las últimas semanas de quedarse parado mirando al vacío, hamacándose, repitiendo la misma frase hasta la locura en un loop infinito. Hasta ese entonces las sesiones con Jesús habían sido una pérdida de tiempo para

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los dos. No era su culpa, tampoco. La ecolalia es una perturbación del lenguaje en la que el sujeto repite involuntariamente una palabra o frase que acaba de pronunciar otra persona en su presencia, a modo de eco. Cualquier cosa que yo le dijera a Jesús, el me la devolvía, pasada por el tamiz hierático de su mirada ausente, me devolvía las palabras pero despojadas de toda emoción, como si el eco pudiera convertirse en un empleo desganado del viento, que se cumple en piloto automático. La verdad es que nunca supe cuál era la patología que había sacudido a Jesús hasta llevarlo a ese punto de desapego con todo. Podía darme cuenta de que había estado internado casi toda su vida, y que ahora, a los 27 años, había que bucear en la oscuridad para encontrarse con él debajo de la capa de rigidez que lo ceñía como una armadura. En el Hogar no tenían historias clínicas, y además, la mayor parte del tiempo no había nadie en la Dirección para atender esos pedidos. Era como si lentamente, con el tiempo, el personal del Hogar se hubiera ido contagiando de sus pacientes hasta llegar a un desinterés generalizado por todo, un lugar donde la ausencia era la norma. Después de aquel intento de fuga que me tocó sofocar, Jesús modificó su actitud hacia mí. No es que dejara de mirarme como si me atravesara con los ojos, de mirarme sin verme, de mirarme viendo más allá de mi cuerpo, de la pared, del Hogar y de la autopista. Pero a partir de ese día comenzó a seguirme. Literalmente. Si yo iba a fumar al jardín en un recreo o después del almuerzo, Jesús venía conmigo. Si íbamos a la huerta con algún grupo, Jesús venía aunque no le tocara. Como nadie se ocupaba de poner orden en el lugar se me hizo común trabajar con Jesús parado en un rincón de mi gabinete, hamacándose en silencio mientras miraba por la ventana. A veces lo encaraba con fuerza tratando de romper por insistencia su repetición, procurando que la sorpresa le hiciera acuñar una frase propia, le devolviera por un segundo la palabra. A veces perdía la paciencia y lo insultaba para ver si reaccionaba, y los insultos me volvían, vacíos y grises, como el insulto escrito en una carta ajena. Lo único que salía de su boca en forma original era una frase repetida hasta el hartazgo: vi un tigre. Si había que hacer un dibujo, Jesús garabateaba algo dos segundos en la hoja blanca, un minúsculo rulito y te señalaba: vi un tigre. Si lo despertabas de la siesta y se sobresaltaba, le salía sin pensar: vi un tigre. Yo suponía que alguna vez habría ido de visita al zoológico y el recuerdo del tigre lo había impresionado hasta quedar adherido a su memoria, que esa frase significaba el recuerdo de un día distinto, pero no estaba seguro. Lo que sí sabía es que el tigre de Jesús era tan inexpresivo como todo el resto de su discurso. Era un tigre mecánico y vacío, el fantasma de un tigre real que alguna vez pasó por sus ojos.

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Para llegar al Hogar tenía que tomar un colectivo desde San Miguel hasta la Panamericana, y de ahí otro colectivo que me llevaba hasta la parada del Zoológico de Escobar. Después había que cruzar la autopista por una pasarela larga y enrejada, desde donde se podía ver toda la zona que rodeaba al Hogar. Era la parte más disfrutable del viaje. A medida que avanzaba por la pasarela veía además todo el zoológico y algunos animales que paseaban despreocupados, mucho antes del horario de apertura. Al lado, una pequeña quinta de rabanitos y lechugas que cuidaba disciplinadamente una familia de japoneses. El Hogar estaba detrás.

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Era un predio grande, con un jardín inmenso que en algún momento debió haber estado cuidado y rozagante, pero que ahora era un completo descuido. La huerta estaba abandonada, la granja ya no tenía animales, los juegos de plaza estaban oxidados y rotos. La enfermedad se había trasladado de las personas hasta las cosas, como suele pasar. Sin embargo, si uno llegaba al medio de la pasarela con el sol recién amanecido pegando sobre el techo del Hogar, o iluminando el césped mojado de rocío, podía llevarse la idea equivocada de que era un lugar agradable para vivir.

Me llevó más de seis meses lograr algo con Jesús.

Los pacientes como Jesús sólo tienen presente. Su pasado se ha ido perdiendo en una larga serie de internaciones, tratamientos fallidos, negligencias y desidia. Tampoco tienen la posibilidad de proyectar a futuro: un paciente sin diagnóstico, encerrado desde la infancia, sus padres envejecidos. Su futuro es una rendición generalizada de todos los que lo rodean. Sólo les queda el presente. Y en el Hogar se vivía todos los días en un presente eterno, repitiendo la misma rutina de lunes a lunes, en los mismos rincones, cada vez más raídos. La mayoría de los residentes estaba en la misma situación. Un diagnóstico difuso entre autismo, psicosis infantil, o algo más indeterminado aún como el trastorno generalizado del desarrollo, lo que equivale a decir que nadie sabe qué cuernos le pasa a ese tipo. La mayoría, igual que Jesús, eran gente adulta, más grandes que yo. Y casi todos llevaban más de diez años ahí, viviendo todos los días el mismo día.

Me llevó más de seis meses lograr algo con Jesús. Y fue algo tan sutil, tan livianito, que casi no cuenta como un avance, aunque con el tiempo resultaría un quiebre para los dos. Ese día había llevado un grabador y unos discos para animar el grupo de terapia de los lunes, que solía ser un bajón. Los que se habían ido a ver a sus familias el fin de semana, se quejaban por haber tenido que regresar. Los que no habían salido (la mayoría) se quejaban porque nadie venía por ellos. Así que en vez de la habitual reunión, aparté las mesas y las sillas y pregunté si querían escuchar algo de música y bailar. Nadie me hizo caso. En el fondo tenían razón. Ninguno tenía motivos para bailar en ese grupo, era un lunes triste y ellos eran tipos grandes y olvidados. Yo tampoco hubiera bailado. Me di cuenta que era una mala idea y estaba por cambiar de planes, cuando Jesús se puso a bailar. Quiero decir: no es que se puso a imitar la idea del baile, como si una orden vetusta se hubiera activado dentro de su organismo y le hubiera indicado cumplir la acción de bailar. Bailaba realmente, con intención, con algo de ganas. Bailaba porque quería. Yo no lo podía creer. La música sonaba fuerte, y Jesús bailaba solo en medio del aula, como si nadie más existiese a su alrededor. Era un baile torpe, tímido, un baile imposible. Y como contagiados por esa energía nueva y por la música que gritaba Get up offa that thing desde mi grabador, todos se pusieron a bailar como zombis, lentamente, chocándose, con los ojos cerrados, en un baile desangelado y robótico alrededor de Jesús.

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Y entonces, entre los hombros de sus compañeros que lo rodeaban, Jesús me buscó los ojos por primera vez, y por primera vez me vio. Me vio tan fuerte que yo me sentí expuesto, me sentí un tonto, me sentí interpelado por esos ojos que llevaban meses sin ver nada, me sentí desnudo e indefenso, me sentí un canalla haciéndolos bailar un tema de James Brown sólo para pasar el rato, porque yo también me había quedado sin ideas. Esa noche no pude dormir y me la pasé llorando. Pero no lloraba por Jesús, sino por mí, por mi alma, por ser parte de esa historia triste, por necesitar un abrazo que nadie en ese lugar me podía dar. A la mañana siguiente llegué al Hogar más temprano que de costumbre. La niebla me envolvió apenas bajé del colectivo, y cuando llegué arriba de la pasarela me di cuenta que era una niebla densa y pesada que cubría todo. No podía ver ni siquiera el final de la pasarela. Bajar los escalones era como bajar al vacío. En el Hogar estaban todos alterados. Los enfermeros no habían llegado esa mañana y nadie había tomado su medicación. Éramos tres; la cocinera, una profesora de arte, y yo. No podíamos salir al jardín porque no se veía nada, ni siquiera podíamos ir del comedor a las aulas. Tampoco había señal de teléfono, y al mediodía nos quedamos sin luz. Para ese entonces varios de los residentes se habían excitado más de la cuenta. La niebla los asustaba. Algunos habían empezado a gritar y correr por el lugar, y las actividades en grupo que intentábamos para entretenerlos no daban resultado. Empezó a oscurecer y me di cuenta que si no aflojaba la niebla, tampoco iban a llegar los relevos de la noche. Eso quería decir que no iba a poder volver a casa. En la radio de mi teléfono avisaban que estaba cerrada la autopista. Y entonces comenzaron los aullidos. Se oían desde los cuatro puntos cardinales, como si todos los perros de Escobar se hubieran puesto de acuerdo en un mensaje unificado, o como si algo los hubiera asustado hasta hacerlos enloquecer. Era un aullido desesperado, un llamado imperioso. Nos quedamos en silencio unos segundos, buscando alguna frase que tranquilizara el ambiente, una palabra de alivio que nunca me vino, hasta que uno de los pacientes más jóvenes empezó a llorar. Se llamaba Santiago. Era el más joven del Hogar, y también el más nuevo. Tenía razón en tener miedo. No había luz, la niebla nos asfixiaba, y afuera los aullidos sonaban cada vez más extraños. Yo me acerqué y lo abracé para calmarlo pero reaccionó mal y me mordió el brazo con odio. Era como si todos los dientes del mundo me estuvieran mordiendo a la vez, y grité por el dolor, tan fuerte que los aullidos cesaron. Santiago me soltó. Alguien dijo en la oscuridad: Jesús se escapó. 31

Me miré con la profesora de arte y nos vimos el miedo en la cara. Voy yo, le dije. No me quedaba otra opción. Salí al jardín y la niebla me enfrió los ojos con un aire helado y brumoso. No podía ver nada así que empecé a caminar de a un paso a la vez, ridículamente, con la mano extendida en el vacío, el brazo mordido que me ardía detrás del bíceps, llamándolo a

Se oían desde los cuatro puntos cardinales, como si todos los perros de Escobar se hubieran puesto de acuerdo en un mensaje unificado.

Jesús en voz baja porque el grito también me había huido de la boca. Fui caminando así hasta el lugar donde estaban los juegos de plaza, siguiendo el trayecto normal que hacíamos todos los días por el parque, pero allí no estaba. Tampoco tenía sentido: si Jesús se había escapado, iría para el portón de la autopista, al otro lado del jardín. Me acordé de sus movimientos felinos la última vez que se había querido fugar y corrí atravesando la noche con los pies mojados por el pasto, hasta donde sentía que estaba el portón. Tres veces lo llamé en voz alta, pero no me contestó, tres veces le rogué que apareciera y se terminara esa noche espantosa. Jesús no estaba en ningún lado. Me di vuelta para regresar al comedor, pero no pude orientarme y caminé unos pasos a ciegas, cuando la niebla se abrió de pronto y en un claro de luz nocturna apareció una imagen que nunca más iba a olvidar. Era un tigre plateado y brillante, un tigre espléndido, terrible. En su piel blanca rebotaba la luz de la luna que se había filtrado entre la niebla, y sus ojos eran dos puñales de fuego en la oscuridad. Estaba parado en el jardín del Hogar como si fuera el dueño. Y Jesús estaba parado frente a él, sin decir nada, con la mano extendida, con una postura firme y erguida que no le conocía. No tenía miedo, no se mecía sobre sí mismo. Estaba tranquilo, llamando al tigre con el brazo extendido. Di un paso más y Jesús me miró de pronto como me había mirado la tarde anterior, y abrió la boca para decir algo que yo ya sabía, algo que me había dicho mil veces, y que por primera vez esa noche escuché en su voz real. Ya sé, Jesús: un tigre. Me sonrió. Lo pude ver un segundo más todavía, mientras se acostaba en el piso, al lado del tigre que se acostó junto a él, y se quedaron así los dos por horas, o hasta que la luz de la luna se fue y la oscuridad los escondió.

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Lo de Pepe: espacio sin tiempo Juan Manuel Lombardero Gustavo Salamié / ph

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ocamos timbre y Pepe no estaba. Esta vez no había cartulinas colgadas ni anuncios en fibrón: que su bodegón estuviera cerrado un viernes al mediodía era un mensaje en sí. El plan parecía frustrado, la vuelta inminente y buscar alternativas resultaba poco motivante. Sin embargo, seguía siendo extraño que Pepe no atendiera y antes de resignarnos, optamos por apelar a otras instancias. Espiamos a través de las hendijas, golpeamos varias veces el policarbonato de las puertas y vociferamos las dos sílabas de su apelativo en decisiones que cristalizaban expresiones de deseo. Los ratos no tienen tiempo, pero éramos conscientes de que había pasado un rato. Estábamos a punto de desistir, de pensar cuál sería el destino. Existía la posibilidad, incluso, de que el almuerzo se cancelara. Cuando el abandono se tornaba inexorable, una voz conocida rompió la monotonía desde algún lugar. La señal sonora, sin palabras escindibles, renovaba la esperanza. Y los pasos, que parecían venir del largo pasillo contiguo, confirmaban las sospechas: dos vueltas de llave, la aparición del anfitrión y el semblante inconfundible de aquellas personas que son felices cuando reciben gente. Fiel a sus formas, sobre pantuflas descoloridas y sin el tradicional atuendo culinario ni preocupación por cuestiones protocolares, Pepe celebró la insistencia, obvió el pedido de disculpas y tras saludar efímeramente, planteó: “A ver qué tengo para darles de

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comer”. Entró rápido, encaró hacia la cocina y en el trayecto, aclaró que fuera la hora que fuera del día que fuera, podíamos hacer lo que habíamos hecho –algo que para él significaba “una alegría bárbara”. Almorzar en Pepe Lui suele consistir en un ritual. No es difícil llegar para quienes gozan del sentido de la orientación, pero nadie tiene la dirección exacta; no hay muchas referencias más allá de una vía, el nombre de alguna calle del Barrio Envión y un toldo lila; y el llamado telefónico funciona como recurso extraordinario para avisarle a Pepe con antelación si tiene que abrir el boliche un sábado. Aunque las reglas son pocas, están bien claras. Durante la semana, hay un grupo fijo de asistentes que va levemente en aumento, situación que en ocasiones preocupa a quien es simultáneamente cocinero, mozo y que por su personalidad, asume casi todas las tareas. Casi, porque el resto lo hace el cliente, que en las sobremesas asume que no siempre tiene la razón.

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Pepe exhibe su habilidad para resolver situaciones en segundos desde su central de operaciones. Su panorama se completa con la elección de los comensales. Es habitual verlo enérgico, entusiasmado. En su lugar de pertenencia, los formalismos no existen –tampoco los eufemismos: no hay espacio para la indecisión, sí para charlas sin reloj mientras se disfruta de una buena comida. El menú consiste en dos opciones, plasmadas sobre el blanco de un afiche discreto: “Mila con fritas especial: $68”, “Pastas/canelones: $68”. En lo de Pepe, como llaman al bodegón los visitantes asiduos, las milanesas son eternas y se sirven a caballo; las pastas son variadas, de elaboración artesanal; y los canelones merecen mención y párrafo aparte. Entramos en la cocina y Pepe ya tenía diagramado un plan por etapas: para picar,

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pizzetas caseras de jamón y morrón y alitas empanadas; de plato principal, la especialidad de la casa: canelones de pollo al verdeo, delicia genuina. En ese orden, aprobamos. Contento, Pepe puso una milonga, ofreció berenjenas al escabeche y abrió la heladera para que eligiéramos alguna gaseosa. Como es costumbre, pusimos la mesa, rebanamos unos panes y dimos comienzo al banquete. Pepe se acercó: se había olvidado de contarnos que Olga –su compañera de ruta hace más de cincuenta años– había preparado torta. A esa altura era difícil seguir aceptando, pero más difícil rechazar. Cuando le preguntamos por ella, fue contundente: “Es la mujer más hermosa que existe y existió”. En lo de Pepe, la confianza y el diálogo son pilares fundamentales. El mito dice que los desconocidos entran sólo con quienes ya son amigos de la casa –en otras palabras, quienes fueron alguna vez. Sin embargo, el anfitrión desmiente: el boca en boca permite que el bodegón conserve su mística, su intimidad y sus valores, ya que formalmente nunca se le dio publicidad. La cantidad de vasos, por caso, se corresponde con la cantidad de personas a las que se puede atender durante una jornada; la chopera vacía,

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casi abandonada, es una decisión que se explica desde la experiencia de quienes salían a manejar tras dejarla vacía. Llegaron los muchachos de la obra, integrantes del elenco estable. Pusieron la mesa, llenaron la panera y pidieron milanesas. Les pasamos el frasco de berenjenas y largaron. Más tarde llegó el capataz, picó papas y huevos fritos, pidió una cuenta simbólica y se fue. Se fueron. Otra vez solos, a punto de colapsar y de entrar en la última fase de la dieta del zoológico, dejamos de escuchar el último tangazo. El dueño del boliche volvió a pronunciarse: “Cuando prueben los canelones de pollo al verdeo, lo que comieron hasta ahora les va a parecer una mierda”, bromeó. El valor agregado de la preparación casera imposibilitó comparar, pero lo mejor había quedado para el final. Pepe Lui, cuyo nombre proviene de tradición familiar y de su ascendencia andaluza, funciona hace diez años producto del esfuerzo y del nacimiento de una etapa en la vida de su fundador, Pepe: “Todo lo que ves acá adentro lo hice yo”, afirma. Y agrega: “Salvo la electricidad, porque esa no te perdona”. El bodegón, ubicado en la calle Donato Álvarez entre los barrios de Haedo y Morón, es para él un cable a tierra. Abre de lunes a viernes –eventualmente los sábados– cuando llegan los primeros; y cierra cuando se van los últimos. Pepe vive sus 86 años con una intensidad admirable: cocina durante las primeras horas del día y se acuesta para que cada día siguiente rinda más que el anterior. El tiempo se fue en momentos y no lo vimos pasar. Estábamos hacía más de tres horas y Pepe se había sentado con nosotros para charlar sobre algunos temas existenciales: el amor, la música y la vida. La tenacidad de su mirada dio énfasis a sus argumentos y cuestionamientos, propios de una impronta tan amena como fuerte. Esta vez no hubo cuentos ni chistes; sí consejos de abuelo y reflexiones compañeras. No pudimos probar la torta de Olga y eso respondió a su principal inquietud: si habíamos comido bien. Antes de volver, pedimos la cuenta: “Cincuenta cada uno”, dijo, sin permitir reproches. Saludamos y nos fuimos, pero nos llevamos una historia del conurbano y tres menesteres para alcanzar la felicidad en la vida del hombre: “Un buen borgoña, una buena canción y los ojos de una mujer”.

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El mito dice que los desconocidos entran sólo con quienes ya son amigos de la casa –en otras palabras, quienes fueron alguna vez.

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Cincuenta y siete Horacio Villar Nicolas Balzarini / Ph.

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i Albert Einstein hubiese nacido en el conurbano, digamos en San Miguel, quizás Hiroshima no se habría convertido en hongo nuclear. Pero permitamos escandalosos anacronismos para volverlo más contemporáneo, para que funcione el ejemplo. Una vez por semana se encuentra con su amigo Niels Bohr en el Café San Bernardo de Villa Crespo. Partido de billar mediante debaten sobre filosofía y física cuántica. A eso de las tres de la mañana y pasado de grapa se va haciendo ochos por Corrientes hasta Scalabrini Ortiz rumbo a la parada del 57. La espera de un colectivo pasado cierto horario nocturno desafía la estructura del tiempo. En el transcurso de diez minutos un esperador puede chequear la hora hasta siete veces, pensando que cada minuto que marca la pantalla de su celular equivalen a cinco en su reloj intuitivo. Ni hablar de los choferes que desconocen, adrede o presos de la relatividad, sus propios horarios, y pueden tardar el triple de lo que deben en llegar a rescatar a los pasajeros. No hay duda que en ese chicle temporal Albert hubiera detallado la teoría de la relatividad con la misma eficacia que a principios del siglo pasado en su Europa natal. El tiempo es relativo. Dos horas y veintitrés minutos tardó en llegar la última vez que esperé el 57. Como nuestro potencial Alberto Einstenio yo también bebo y discuto sobre física en el Café San Bernardo. No fue grapa, sino vino de la casa lo que amortiguó la espera. El cartel rojo apareció a las tres cuadras. Estiré el brazo parado casi en la mitad de la calle, o paraba o me arrastraba hasta el final del asfalto; en ciertos horarios los choferes son expertos en hacerse los boludos. No había terminado de subir que ya estaba arrancando, casi me voy a la mierda. La decoración de un colectivo escapa toda comprensión estética, este ejemplar parecía diseñado por un decorador de interiores de telos resentido: luces de neón azul, flecos rojos, cuero blanco con incrustaciones de espejos en forma de estrella de cuatro puntos, fotos del Gauchito Gil, y calcomanías con mensajes edipistas para una madre adorada. Uno de los pasajeros, que nunca pude identificar, tuvo la gentileza de musicalizar con reggaetón violento. Al fondo, en el medio, había un asiento libre. A la derecha dormía un tipo enorme, la panza se le escapaba por debajo de la remera; a la izquierda había una pareja veinteañera que se susurraba las boludeces pertinentes. Cuando me senté el cuerpo del gordo que invadía mi asiento se amoldó a mi costado; llegando a Avenida San Martín ya había apoyado su cabeza en mi hombro. Me acomodé en el vecino devolviendo el favor, como una rémora, e intente dormir un poco.

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Al rato sentí que me codeaban desde la izquierda. La parejita se sobaba, habían dejado de hablar. El bondi estaba en silencio, el copado del reggaetón se había bajado unas paradas antes y los demás dormían. Besos de por medio el pibe la tocaba por arriba del pantalón, ella lo acariciaba. Él le pedía que baje en su parada, la mamá no estaba. Ella perjuraba que tenía final en dos días, que tenía que estudiar, que el fin de semana era toda suya. Rápido, metió mano en el pantalón. La piba atajó cualquier sonido, levantó la vista y me vio mirar. Se sonrió y no dijo nada, se dejó hacer. Me puso la mano en la pierna, me acariciaba. No dije nada, ni hice nada, ni dejé de mirar. La escena siguió trece cuadras más, las conté. El pibe nunca se enteró, se bajó en Nazca, frente a la facultad de veterinaria, mascullando mierda porque iba a dormir solo. Cuando arrancó el bondi la piba se me pegó, me tocaba la pija sobre el jean, me besaba, me mordía. Yo trataba de no despertar al gordo, le devolvía con timidez. Cuando estábamos llegando al límite con provincia se levantó, se acomodó el pantalón, me mordió la oreja y se bajó sin decir nada. Cruzamos los asfaltos divisorios de La General Paz: el kraken que vigila los límites de la gran ciudad, donde gobierna un príncipe amarillo. Del otro lado, el limbo, ni capital, ni interior. Los cordones, los anillos que rodean al núcleo. El conurbano. Para

El vaivén del colectivo me fue acunando y pude dormir un poco. Me desperté con un estallido. Entre un par de gritos y quejas el gordo vecino me reveló el autor del ruido.

el ignorante que mamó Policías en acción esta parte del mundo es Mordor, una tierra arrasada sin ley; hasta nos, los propios habitantes, maldecimos los barrios vecinos. En estos lares gobiernan sus feudos los intendentes, barones sudados que cada cuatro años empapelan sus tierras con su sonrisa poco fotogénica. El orden lo instaura una legión de seres enfundados en azul oscuro; como los orcos de la tierra media, La Bonaerense parece engendrada de la mismísima oscuridad. Los plebeyos son devorados todas las mañanas por serpientes de metal que los escupen en la ciudad para que ocupen sus oficios, casi dos millones de laburantes. De ese lado las ratas conviven con las comadrejas, las palomas con chimangos, los gatos son del barrio y los perros son jauría. Su topografía sólo se ve modificada por los basurales, que en días de viento tiñen de mierda el aire. La división política del territorio la marcan riachos contaminados, parques industriales, barrios cerrados, villas, vías y autopistas. De la panza que dibuja la General Paz se desprenden las rutas provinciales, hilos de asfalto deshechos por los camiones. Después de pasar el centro de San Martín el chofer dobló en ruta 8 y pisó el acelerador sin molestarse en esquivar los pozos. El vaivén del colectivo me fue acunando y pude dormir un poco. Me desperté con un estallido. Entre un par de gritos y quejas el gordo vecino me reveló el autor del ruido. –Nos cagó de un cascotazo un pibe. No respondí pero se había despabilado y quería hablar. –Pasa que el chofer no paró. El pibe estuvo mal, pero él también. Por suerte no paró porque si no lo cagaba a palos y no nos íbamos más. Yo quiero llegar a casa viste, me bajo en ruta 8 y 202. Cruzamos los asfaltos divisorios de La General Paz: el kraken que vigila los límites de la gran ciudad, donde gobierna un príncipe amarillo. Del otro lado, el limbo, ni capital, ni interior.

Para no quedar como el culo le dije que bajaba en puerta 4 y miré para otro lado. El tipo estaba por retomar la conversación cuando agarramos un pozo que nos levantó a un metro del asiento; en un intento por agarrarme de algo manoteé en el aire y mi mano fue a dar a la entrepierna del gordo. Nos acomodamos en nuestros asientos, y ninguno dijo más nada. Al rato se volvió a dormir. A la altura de la autopista del Buen Ayre el colectivo agarró por Campo de Mayo. Puerta 4 es una de sus salidas. De noche y sin sonidos transitar por entre la arboleda y esos edificios te llena el culo de preguntas. En varias entradas y puntos del predio hay monumentos que indican “Aquí funcionó el centro clandestino de detención conocido como Campo de Mayo”. Mientras la cabeza se me iba me volví a quedar dormido. Cuando me desperté el gordo ya no estaba, y no reconocía la calle en la que estábamos. Me había pasado. Llegamos a una estación de tren y me bajé. Estaba en Moreno. Le pregunté a un tipo que esperaba cuándo volvía a pasar el 57 para el otro lado. Le calculó con suerte dos horas, pero que si iba para San Miguel me tomara el 203 que pasaba con más frecuencia, y me mandó para la terminal de transbordo que estaba enfrente. Eran las 5.30 de la mañana: un tipo preparaba las brasas para asar tortillas y chipas; dos obreros que compartían un mate le ofrecían, con mucha imaginación y un léxico envidiable, sus miembros a un grupo de adolescentes, hermosas e inmaculadas, que caminaban borrachas e inocentes hasta la parada de taxis; un grupo de barrenderos discutían, apoyados en sus tachos-carros, sobre un penal mal cobrado la última fecha; un tipo me preguntó la hora y me comentaba cada dos minutos que hacía un frio de cagarse; el 203 llegó a la parada.

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Estaba vació, me senté contra una ventana y contaba cada vez que veía un semáforo para no dormirme. El chofer agarró Avenida Balbín, ex Mitre, tuve que estar atento para no pasarme, no conocía ese recorrido. A tres cuadras ubiqué la esquina en la que tenía que bajar. Hay un paseo de compras, la Feria Persa, una pequeña Salada de San Miguel. El gentilicio se lo debe al edificio, un antiguo boliche que simula ser un palacio árabe, con cúpulas pintadas de colores y todo. Cuando era más pibe íbamos todos los fines de semana a comprar las películas que estaban en el cine, tres DVDs por quince pesos. De la parada a casa son dos kilómetros en línea recta. Cuando empecé a caminar ya estaba saliendo el sol. A las dos cuadras me crucé con una jauría de cuatro perros que me siguieron el paso. Uno de ellos, el más grande, tenía una herida abierta en el lomo, parecía no molestarle. Otro, el más petiso, tenía un tumor enorme en los huevos, parecía no molestarle. Estaban sucios, flacos, pero parecía no molestarles. Los perros saben que en realidad no importa nada, no son sabios por ignorancia sino por despojados. El sol pegaba bien, el gusto a vino de hace cuatro horas ya me había agriado el paladar, y estaba cansado de caminar. Me tiré en el pasto de la vereda y los perros se acomodaron a mis costados. Dormí un rato hasta que me despertó una bocina, mis compañeros ya no estaban. Caminé las cuadras que me faltaban hasta casa. Cuando entré mi viejo desayunaba para irse a laburar. Cruzamos dos palabras, subí la escalera y me eché en mi cama así como estaba. No miré el reloj, no importaban las horas, o minutos, que faltaban para levantarme. Hiroshima había muerto y revivido; Einstein había dejado pizarrones llenos de incógnitas; mi epifanía canina sería un olvido en un par de horas; los colectivos nunca iban a parar; y todo me chupaba un huevo, porque por más relativo que fuera el tiempo yo no iba a dormir un carajo, al menos así lo sentiría mi cuerpo. La relatividad no nos libera del tiempo, nos muestra sus caprichos y su complicidad con la noche y los colectiveros.

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Morón (1992) Ignacio Belsito

ace poco tiempo empecé a escribir en papeles ignaros. En las soledades, claro. Me di cuenta que es una forma de contar cosas que le pasan al alma. Las cosas, siempre se pueden gritar, pero acá nadie me escucha, quizás por eso escribo (es como una pequeña esperanza que zarpa hacia el futuro). Ayer tomé una lapicera que tenía cerca y empecé una oración que decía algo parecido a esto: “Las lágrimas de los escritores son las palabras. Sus textos florecen de allí, como agua”. Después, empecé a contar mi historia, que era la que mejor conocía… “Yo atendía la verdulería de un primo, ahí en el barrio de Morón, cerca de Tribunales, sobre la calle Colón. Siempre me iban a visitar alondras, se posaban ahí y me miraban. Nunca entendí el significado real. Después simplemente se lo di yo. Estaba juntando plata para el viaje de egresados porque mis viejos no me lo podían pagar. En esa época no vivía acá, vivía cerca de la Estación de tren de morón. Con el tiempo me fui transformando en escritor. Desde que estoy acá en realidad. En Morón, “La Doble A”, como escuché que le dicen, fue muy eficaz conmigo. Doble A significa Averiguación de Antecedentes. A mi vieja le habían dicho que por ahí con 600 dólares me sacaba, total, había sido un problemita de un robo. Pero yo nunca había robado nada, a lo mejor porque tenía cara de pobre me llevaron y mi vieja lo sabía muy bien porque soy igualito a ella, pero con pelo bien corto. Habíamos ido a ver una banda con unos amigos y como no pudimos entrar hicieron una razzia sobre los alrededores y nos llevaron. Apenas podía reconocer una camioneta que tenía entre mis recuerdos. Eso no tenía ninguna conexión con aquello del robo. Estábamos en la Comisaría 1° de Morón y nos empezaron a separar por sexo. En la camioneta me había dado cuenta que estaban deteniendo a varios chicos más. Todos teníamos la misma pinta: cara de laburantes, ¿me entendés? Ahí empecé a sentir una mufa en el ambiente. No sé si yo estaba mal predispuesto de antemano, pero tenía una sensación

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anticipada. Como yo era menor me llevaron a otro cuarto que tenía un cartelito chiquito que decía “Sala de Menores”. Había una silla, eso era lo diferente nada más. Me hicieron esperar un rato bien largo en la puerta antes, “quédate acá parado y no toqués la pared”, me dijo uno de los policías. No entendí muy bien por qué. Después me dije, “ah, claro, para cansarse más y joder, obvio”. Parecía una ruleta, los policías decían, “a éste ponele por averiguaciones…”, “al otro por ebriedad…”, así iba anotando otro policía que mientras nos pedía los datos. Fue la primera vez que me detuvieron. Tenía frío y un poco de miedo, no entendía nada y eso me daba más frío y más miedo. Tenía castañas en los dientes, ese era el ruido de mi miedo. ¡Qué hermosa se veía la libertad desde esa reja! En esa época estaba Menem me acuerdo. Sí, 1992 era. Como había muchos líos en el país las bandas de rock, las huelgas, los descontentos, los indigentes, los que emigraban, crecían a granel. Yo no entendía mucho de política, pero es fácil interpretar cuándo un país no está bien. Tenés que hacer una cuenta sencilla: sumás a todos los conocidos que andan deprimidos o preocupados, que no tienen laburo o tienen uno muy flojo y la respuesta está clarísima. Me di cuenta desde acá que casi siempre encierran a los pobres. Acá me dijeron eso y estoy de acuerdo. Las leyes son para que la cumplan los pobres allá en el mundo, acá las hacen ellos por eso no hay ricos. La primera golpiza fue la más dolorosa. Claro, cuando nunca te peleaste en tu vida, una piña se parece a cien de ellas. Después de un rato, ya no me dolía tanto, pero dolía. Parece como si tus músculos y tus huesos se definieran, y todo aquello que te acordás que te enseñaron en el secundario sobre el cuerpo humano, lo tenés bien claro, porque te duele. ¡Hasta moví los labios pidiendo perdón! Igualmente, con el tiempo, aprendí que lo más doloroso son los recuerdos… ¡Cada vez que recordaba algo lo escribía y construía un álbum de fotos en la cabeza! El médico que se apareció con cara de dormido y los ojos apenas despegándose, un tal Carlos, firmó un papel que decía que “estaba intoxicado por sustancias que ingerí”. Nunca aclaró cuáles, obvio. Una autopsia hecha como la gente la desmintió. Decía: “Los análisis químicos descartaron presencia de alcohol o drogas”. Lo que se veía, un diente roto, un corte en la lengua y los hematomas, estaban ahí. Imaginate, yo tenía 17 años, era pendejo pendejo. En el último momento, las nubes perforaron a la luna. Supongo que el siglo que viene será feliz, pensé. Me acuerdo bien, me reía como los cascabeles antes de eso. Te lo puedo contar mejor que nadie ahora que estoy en la muerte… me morí de dolor, ¿entendés?”.

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Todos teníamos la misma pinta: cara de laburantes, ¿me entendés? Ahí empecé a sentir una mufa en el ambiente. No sé si yo estaba mal predispuesto de antemano, pero tenía una sensación anticipada.

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Más vale pies en el barrio Flavia Cifrodelli

Nos siguen pegando abajo

“ i va a pasar algo conmigo quiero que sea en libertad”. El Indio nos canta lo que muchos sienten allí: salir, como meta y fijación. Las Unidades Penitenciarias del conurbano bonaerense se destacan, ante todo, por su excelente cumplimiento en el maltrato a sus internos y a sus familias, a través de prácticas tan ilegales como violentas. Carolina viaja todas las semanas a la madrugada para ser la primera en la fila de la Unidad 39 de Ituzaingó. A veces entra, a veces no. Juan fue baleado y golpeado por la policía en la localidad matancera de González Catán, cuando se necesitaba que alguien sin voz ni derechos respetados se haga cargo de un delito que tuvo más eco del esperado. Juan fue a la cárcel por negro y por pobre, como tantos otros. Lucio y Dante, lo ven una vez por mes. En cada visita, no puede creer el efecto del tiempo en el cuerpo de sus hijos. Las torturas diarias, el plato de comida vacío, las canillas sin agua, dormir en la escalera. Para quienes son del palo, no caben dudas: el Servicio Penitenciario Bonaerense es mucho más crudo que el Federal. La solicitud de cambios de penales llueven en los juzgados y, casi todos, mueren en un cajón. 56

Juan sonríe amplia y cálidamente, y convence a Carolina de que no está tan mal. Después de dos años detenido, puede contarle sobre la solidaridad entre los compañeros del pabellón y el aprendizaje de valorar las pequeñas cosas, alegando que eso hace a su estadía menos tortuosa. Le pide más fotos de sus hijos y pregunta por el colegio. Carolina no logra dejar de mirarle las costillas que se le asoman entre la musculosa. “Te

había traído una torta, pero no me dejaron entrarla”. Ya es el segundo cumpleaños que pasa privado de su libertad. La semana siguiente, y luego de esperar varias horas en la fila de visitas a la Unidad, se acuerdan de notificar a su esposa: está en reposo, lastimado por una pelea. Sin poder verlo, Carolina llama a su defensor sin lograr comunicarse. Va de puerta en puerta intentando saber algo más. Vuelve a su casa sin información y sin el abrazo semanal. “¡Hijos de puta, lo van a matar!”, mientras lo dice, sabe que a nadie le importaría demasiado. Cuando logra verlo, Juan le sonríe como siempre. Ella le pregunta muchas cosas que no tienen respuesta. El defensor lo llama victorioso. “Conseguí el traslado, te pasan a federal”. Juan no sonríe. A la tarde llega su esposa y discuten sobre eso. Juan no sonríe. Por primera vez, ella intenta convencerlo. Las visitas serán menos, pero la comida será más. “En la cárcel o en la calle, yo soy de Provincia”, afirma sin titubear, moviendo la mano con el tatuaje. Piensa un rato, siente lejos a su familia aún sin haberse ido. Carolina le explica que no hay tanta diferencia. De pronto, y de una manera incomprensible para los externos, la pertenencia e identidad territorial adquirieron más relevancia que el propio bienestar. Puede verse exagerado e incoherente por quienes nunca se sintieron excluidos, aquellos que no pueden comprender que el corazón tiene razones que la propia razón nunca entenderá. Luego de dos años y medio detenido sin condena, Juan sale de la Unidad por falta de pruebas. Vuelve a su barrio. Ese barrio del que la policía saca culpables cuando los necesita, ese barrio donde le atropellaron los derechos y la libertad. Pero, ¿cómo no volver? Si es lo más suyo que tiene.

Los hijos del pueblo Se encuentran en la plaza del barrio, como pautaron el día anterior. Tienen mate, tortafritas que hizo una abuela, un papel con líneas de colectivos y subtes anotadas, zapatillas cómodas, algunos ojotas. Caminan hasta la terminal del 180 y esperan el que va por autopista. Algunos pueden sentarse, no todos. Se ríen y hablan fuerte, hasta que alguno dice que no griten. Dos se duermen, pero les sacan fotos y los despiertan con cosquillas en la oreja. La elegida por el grupo se acerca al colectivero a preguntarle cuánto falta para llegar a Caballito. Falta todavía.

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“No llegamos más”. Llegan y caminan hasta el subte A. Bajan la escalera, y la vuelven a subir al notar que están del lado equivocado. Pasan los molinetes y corren el tren. Bajan en la Estación Plaza de Mayo. Sacan fotos, un montón. Miran con una mano tapándose el sol la altura de los edificios históricos. Caminan en círculo como les dijo el profesor de historia que hacían las Madres. Se sientan en el pasto a merendar. Aguantan poco tiempo sentados. Caminan por Florida y por Avenida de Mayo. Uno se detiene para comprar un mate. Se sacan más fotos. Me olvidé por dónde vinimos”. Consultan a un artesano para dónde está el subte.

“¡Hijos de puta, lo van a matar!”, mientras lo dice, sabe que a nadie le importaría demasiado. Cuando logra verlo, Juan le sonríe como siempre. Ella le pregunta muchas cosas que no tienen respuesta.

Pasan por los baños del Mc Donalds sin que los vea el de seguridad. Compran un helado por el camino y se lo terminan antes de empezar a volver. “Despertate que ya estamos por llegar”. Bajan del 180 en el kilómetro 29 de la Ruta Nacional 3, en la localidad de González Catán. Caminan con quejas de cansancio hasta Villa Dorrego. Aprovechan esas cuadras para mirar las fotos. “Ya estaba extrañando el barrio”. Se sientan en la plaza. El quiosquero, que los conoce desde que van a primer grado, les regala una gaseosa. Aparecen tres más, como si alguien les hubiera avisado. Ven el ensayo de la murga. Un hermano menor llega corriendo para avisarle a Kevin que la mamá dice que vuelva, y se van juntos. El resto se queda hasta que oscurece. La tía de Luciana saca unas empanadas a la puerta, que duran menos que cualquier cerveza. Son los hijos de un barrio, que tiene memoria de los pibes y pibas que crió. Nacieron en un enorme y diverso territorio que atraviesa los distintos cordones del conurbano bonaerense de punta a punta, con una extensión y cantidad de población incomparable: La Matanza. Los jóvenes de sus villas y asentamientos se sienten a diario excluidos de muchos beneficios céntricos fomentados por los medios de comunicación y por un sector de la sociedad. Quizás quieren que se sientan afuera, porque cuando se dan cuenta de que están más adentro que nadie, y del valor que tiene su recuperación y apropiación del espacio público, se vuelven peligrosos. Peligrosos para los intereses de quienes se esfuerzan en criminalizarlos, con ese reduccionismo tan bien vendido en un combo de drogas, delincuencia y rebeldía. Pero esos pibes (nuestros pibes) cada vez están más despiertos y unidos. La juventud, muy lejos de estar perdida, está encontrada. Se encuentra en cada plaza, calle o esquina de los barrios populares del conurbano. “Las calles son nuestras aunque el tiempo diga lo contrario”, se escucha desde una puerta siempre abierta y adquiere sentido en cada rincón del barrio. Nunca mejor dicho, Pato.

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Misteriosa La Matanza Luciano Doti Florencia Garbini / Fibras y retoque digital

e encontraba en un bar de La Matanza, en la zona del segundo cordón. Pero no se trataba de uno de esos típicos bares «aporteñados» que abundan en Lomas del Mirador o San Justo, sino más bien de un copetín al paso, con parrilla en la vereda, unas pocas mesas y la infaltable barra, donde la clientela casi toda masculina bebía tinto barato de damajuana. Las mujeres que pasaban por el lugar lucían acostumbradas a frecuentar ese ambiente, eran atractivas y libres de los prejuicios que puede haber en la capital y el primer cordón. En una época en que la situación económica solía ser determinante para conseguir pareja, en esa periferia de clase media-baja parecía existir un resquicio en el cual no hiciera falta tener auto y pagar una cena en un buen restaurante para estar bien acompañado. De alguna manera, funcionaba esa zona como el último refugio para la gente que intentaba disfrutar con poco: el chori, el tinto, la minita… La frontera imaginaria, surcada por el Camino de Cintura, separaba dos realidades muy diferentes.

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Yo me hallaba entre esos dos mundos: por un lado, como miradorense en particular, pertenecía al primer cordón; por otro lado, como matancero en general, tenía curiosidad por conocer esa “verdadera” Matanza que nunca había llegado a explorar plenamente; aunque comparado con otros vecinos míos, podía considerarme un erudito en temas matanceros, ya que con algunos amigos había realizado una serie de «tours» de iniciación en el pasado. Sabía de recorrer las calles de Rafael Castillo, Laferrere, Catán, hasta Oro Verde, de día y de noche. Y como dije antes, encontraba cierto encanto en esa geografía, en la cual no necesitaba fingir para aparentar ser más de lo que en realidad era. Soy una persona de ciudad, me encanta ir al centro de Buenos Aires, pero de vez en cuando, bajar hacia fuera y abandonar aunque más no sea durante unas cuantas horas esa simulación de la clase media, resulta gratificante para mí.

Allí estaba yo, en una mesa cercana a la puerta, bebiendo ese mismo tinto, cuando ingresó una mujer al local. —Disculpen. ¿No han visto a Jorge, mi marido? —¿Quién? —preguntó un cliente, ya bastante entonado. —Jorge. Es uno morocho, flaco… La mujer siguió describiendo a su marido, mientras el hombre que había preguntado miraba a los demás, esperando que alguien supiera lo que él ignoraba. —Por acá no vino, señora —dijo por fin el cantinero. —Hace dos días que no va a casa —comentó preocupada ella. Eso provocó algunas risas contenidas, apenas audibles. —Señora, su marido se fue con otra: una pendeja que anda siempre por acá. —¿Estás segura?

—Acá también, hace dos días que no viene —confirmó el cantinero. La mujer salió resignada, con esa facilidad que tiene la gente humilde para asimilar los golpes de la vida; costumbre debe ser. Detrás de ella la siguió la moza, una trigueña con calzas y musculosa. Ya en la vereda, le habló en privado, aunque yo desde mi ubicación más próxima pude oír todo. —Señora, su marido se fue con otra: una pendeja que anda siempre por acá. —¿Estás segura? —Sí, todos lo saben. Ellos no le dicen nada porque están cubriendo al amigo, no quieren quedar como buchones. —¿De eso se reían? —Y… sí. —¿Sabés donde puedo encontrarlo, para hablar? —No, pero conozco a alguien que puede hacer que vuelva con usted. —¿Cómo? —Mi hermana es parapsicóloga, hace “trabajos” de retorno de parejas. No cobra caro, y le puede pagar cuando pueda. —¿Y eso cómo es? —Necesita el nombre, la fecha de nacimiento, una foto y una prenda. Con eso vuelve más tardar en nueve días.

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La mujer engañada aceptó el servicio que le ofrecía la moza. Después, ésta llamó a su hermana desde un celular para arreglar una cita, y anotó algo en un papel que entregó a la señora. —¿Qué le dijiste? —la paró en seco el cantinero ni bien entró. —Nada. Le di una dirección, por un asunto. —¿No le habrás dicho algo del marido, no? Yo acá no quiero quilombos: soy ciego, sordo y mudo. —Está bien —ensayó la moza como toda respuesta. Terminado ese episodio, seguimos bebiendo sin problemas. Un mes más tarde, regresé a ese mismo lugar. Esa vez, con la confianza que da el haber estado antes en un bar, me ubiqué en la barra. Pedí un vino. Cuando el cantinero me lo despachó, me preguntó: —¿Vos ya estuviste acá, no? —Sí, hace un mes más o menos —le respondí, y para continuar con la conversación, a efectos de no quedar tan parco, hice yo una pregunta: —¿Y la moza del otro día? —La eché —dijo, y parecía no querer hablar del tema, pero un semblante de decepción que no pude disimular invadió mi rostro, por lo que el cantinero se sintió obligado a darme una explicación: —Hizo una brujería. —¡¿Una brujería?! —pregunté fingiendo sorpresa, aunque sabía de qué se trataba. —Sí. Hace un mes vino una mujer buscando al marido… —Fue el día que estuve yo. —¡Ah, mirá qué casualidad! Bueno, la cuestión es que la contactó con la hermana, que hace gualichos, cosas así, para que vuelvan las parejas. —Sí, el diario está lleno de avisos en los que se promocionan. —Claro, pero ésta además hizo magia negra. La chica que estaba con Jorge se empezó a sentir mal, la llevaron al hospital y estuvo una semana en terapia intensiva hasta que se murió. —¡¿Se murió?! —Sí, de una infección, no pudieron salvarla.

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Tras una pequeña pausa continuó con el relato. —Dicen que a los pocos días, en el cementerio de Villegas, encontraron un cajoncito pequeño con el nombre de ella. Estaba medio enterrado en una tumba reciente. Ahora sí, parecía haber concluido. Quedaba todo claro, excepto una cosa: —¿Y Jorge? —pregunté. El cantinero sonrió. —Volvió con la esposa, resignado. Dice que lo que pasó fue una señal de que su destino es estar con ella. —O sea que a ella el gualicho le dio resultado. —Sí, pero a la moza la eché. Yo acá no quiero quilombos.

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Fiesta de la espuma Nicolás Garibaldi Já Ant / Fibras y retoque digital

a madre estacionó el Renault 12 en la puerta, le dijo que se cuidara, que no tomara mucho y que tuviera cuidado porque a la noche están todos locos. Ella esperaría que entre en la casa, conduciría de regreso y tendría el corazón en la boca hasta que su hijo fuera devuelto por algún remisero, que probablemente conduciría un Galaxy aunque también podía ser un Renault 19 gris. Torito entró a la casa de Emilio y los demás ya estaban ahí, se sacó la gorrita de los Chicago Bulls y saludó a uno por uno. Estaba algo desilusionado porque esperaba que sea Gladys la que abriera la puerta. La casa de Emilio, desde que sus padres se separaron, se convirtió en el lugar de encuentro por excelencia. Ahí se juntaban a hacer la previa antes de salir a algún boliche del centro. Esta era una noche especial porque en Circus habría fiesta de la espuma, motivo que servía para que Roldán ideara las mil estrategias para tocar culos sin que las chicas (o las chichis, como le gustaba decirlo a él) se den cuenta. Roldán consumía mucha pornografía, pero no pornografía de carne y hueso, sino pornografía animé, cualquier tipo de dibujo animado en su versión pornográfica. Esa noche deleitó a sus amigos con Robocop XXX. En esta versión el yuta-cyborg tenía sexo con jovencitas mujeres policías que pedían ser penetradas con el miembro de acero de Alex, siempre frío, que provocaba multiorgasmos en las muchachas sedientas de experiencia. La noche avanzaba mientras los jóvenes bebían bebidas poco jóvenes, culitos de botellas que el padre de Emilio había optado por no llevarse en la mudanza, licor de menta, mariposa, anís, vinos picados. A la madre de Emilio no le importaba. Desde que su esposo la había dejado prácticamente no salía de la habitación. Se la pasaba encerrada, mirando películas de acción en VHS, masturbándose con los físicos de Bruce Willis y con Sylvester Stallone. Era imposible hacer caso omiso a los gemidos que se escapaban entre los disparos. Torito estaba enamorado de Gladys, le solía pedir a Emilio viejos álbumes de fotos de su infancia, ponía cualquier excusa, pero solo quería verla a ella cuando joven. Muchas veces la imaginaba amamantando a su amigo, y en esa secuencia aparecía él, ya más crecido, con sus quince años, prendido a la otra teta, mordiéndola.

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Tenían tres freepass y eran cuatro. Durante un buen rato discutieron cómo lo resolverían. Torito propuso pagar una entrada entre todos, así no le iba a salir tan caro a nadie, pero enseguida Vai, que estaba tocando la guitarra de manera displicente en el sillón, se negó, “yo conseguí las entradas, no pienso poner un peso, podemos partir este palito y al que le toca el más chico paga la entrada”. Vai sonaba convincente. Siempre lo lograba. Él siempre era el que más chicas conquistaba, el más ganador y muy difícilmente perdía una discusión. Iba a bailar desde los doce, pasaba en boliches para mayores de 18, y cuándo un patovica le pedía documentos siempre terminaba pidiéndole disculpas. Quizá el efecto hipnótico se le daba por saber tocar la guitarra tan bien (el Vai venía de Steve Vai), aunque otros lo relacionaban con la religión Umbanda que practicaban sus padres. Vai siempre estaba plagado de supuestos amuletos para las buenas energías, contra la envidia, en definitiva el Vai Umbanda siempre tenía la razón. Vai tomó un palito de helado que tenía en el bolsillo y le pidió a Torito su navaja (la usaba como llavero, se la había regalado su abuelo) y con una de sus múltiples funciones la partió en tres. El primero en agarrar fue Emilio, luego Roldán y por último Torito. Enseguida hicieron la comparación, definitivamente el de Emilio era más largo, pero era difícil definir entre Torito y Roldán. Torito propuso un empate, y pagar la entrada entre dos, pero Vai dijo que como él había puesto el palito, él tenía derecho a decidir y dio como ganador a Roldán. Cuando Torito escuchó el ruido de la ducha, le pidió a Emilio ir a la habitación a buscar una cosa que se había olvidado en la mochila. Por supuesto que antes de llegar se detuvo en la puerta del baño a mirar por la rendija. Ahí estaba Gladys vestida con una bata de toalla, metiendo y sacando la mano del agua para regular la temperatura de las canillas. Una vez que estuvo lista se sacó la bata y quedó en ropa interior. Tenía várices en las piernas pero eso a Torito le gustaba. Se imaginó pequeño como una hormiga metiéndose en el baño y recorriendo la pierna de Gladys, apretándola con sus pinzas, ella la diría, “hormiga mala, hormiga muy mala”, y la tomaría con la mano, y la dejaría vivir, por pura compasión. Gladys se sacó el corpiño y lo apoyó prolijamente sobre la tapa del inodoro, luego se sacó la bombacha y cuando Torito estaba a punto de violar esa regla implícita que reza no masturbarse en la casa de tus amigos, Gladys apoyó la bombacha en el picaporte tapando por completo la rendija. Torito corrió a la habitación, mientras Gladys, que lo sabía todo, susurraba, de forma casi inaudible, “pendejo pajero”.

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Todavía era temprano para arrancar. A esa altura Emilio era el más borracho de los cuatro y propuso hacer bromas telefónicas. Empezaron llamando y cortando a números azarosos como para entrar en calor. A Torito se le ocurrió que para tener más placer podían molestar a gente que ya conocieran. La víctima elegida fue Rial, un morocho que se sentaba en las primeras filas de la escuela y no se daba con casi nadie. Sabían que esa noche Rial no había salido, el encierro era una constante en su vida. Hola, sí, con Walter Rial por favor, si está durmiendo despiértelo, nos está debiendo mucha guita, mucha guita de verdad, dígale que si él quiere consumir cocaína tiene que pagarnos, llame todo lo que quiera a la policía, si tiene ganas de que su hijo siga viviendo podría ser usted la que pague la deuda, eso dicen todos, sabemos mucho señora de Rial, si no quiere que su marido tenga un accidente va a ser mejor que su hijo nos pague antes del domingo, dígale que este es un mensaje del gran Toro Viejo (se le ocurrió el nombre por una de las botellas que habían vaciado), no, no soy Torito, soy el gran Toro Viejo, y Torito cortó. Camino al boliche pasaron por la puerta de la casa de Rial y vieron al patrullero con la luz azul girando y la sirena encendida. Su padre y su madre, vestidos a los

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apurones, dialogaban con el comisario mientras uno de los policías más jóvenes se encargaba de hacerle preguntas a Walter y anotaba en una libreta pequeña. Los cuatro se rieron al unísono. El remisero los miraba por el retrovisor. El camino elegido parecía no ser el más directo, las risas se fueron apagando progresivamente a medida que las calles se hacían desconocidas. Vai se atrevió a preguntar si agarrando Avenida Mitre no llegarían de forma más directa, a lo que el remisero respondió que estaban llegando demasiado temprano al boliche y a las chicas les gusta que los ganadores lleguen tarde. En ese momento barajaron varias hipótesis que oscilaban entre el tráfico de órganos, o lo que se conoce como un simple “paseíto”, para que el cuentakilómetros marque un poco más. Emilio pidió que los bajaran pero el chofer subió el volumen de la música. Luis Miguel cantaba “Por debajo de la mesa” y todo era inaudible. Se detuvieron en una parrilla a la altura de Wilde. En esa misma cuadra había estacionados alternativamente Galaxys y Renaults 19. El remisero les pidió que se bajen, “y si no me quiero bajar nada”, respondió Roldán mientras Torito palpaba en su bolsillo la navaja, “¿seguro que no te querés bajar nada, pibe?”, dijo el remisero y le mostró un revolver grueso que agitaba como una sortija de calesita. El remisero los condujo a una mesa en la parrilla. Torito pensó en la broma telefónica, “yo soy Torito, no tengo nada que ver con el gran Toro Viejo”, “no sé de qué mierda hablás pendejo, va a ser mejor que cierres el orto”. Torito desenvainó la navaja y lo miró amenazante. El remisero y los otros dos hombres que estaban en la mesa, también presuntos remiseros, se empezaron a reír a carcajadas, de esas risas que se mezclan con la tos. Uno de los tipos parecía ser el líder y dijo: “Me gusta el pibe, tiene testículos, llevalos al boliche Miguel”, “pero jefe, son pan comido”, “te dije que los lleves al boliche, ¿quién es el jefe? ¿yo o la concha de tu vieja?”, “usted, jefe, pero mire, son cuatro corazones, ocho riñoncitos hermosos, y lo más lindo es que no los van a llorar demasiado, yo ya hice las averiguaciones correspondientes, mire este, los padres están separados, el viejo se borró, la vieja se la pasa pajeándose mientras ve películas de acción”, “Miguel, llevá a los pendejos a Circus”. El jefe le untó chimichurri al vacipán y les sugirió que la pasaran bien, “ustedes no vieron nada, ¿entendido?”, los cuatro afirmaron con la cabeza. El hombre los volvió a subir al Galaxy y los dejó en la puerta del boliche sin cobrarles un peso. Ya estaban adentro de Circus. Emilio advirtió que Vai se había hecho un poco de pis en su pantalón de jean pero a este no le importó porque pronto se metería de lleno en la espuma y eso disimularía todo. Torito volvió a ponerse la gorra de los Chicago Bulls, que se había sacado para hacer la fila, y Roldán arengaba a los tres para sacar a bailar chichis. Sonaba música brasilera. Bastaron algunos pocos minutos para que Vai se separara del grupo y se fuera a encarar solo. Si alguna de esas cuatro chicas que besó de lengua hubiera sabido que su pantalón estaba meado, probablemente no habría tenido éxito. Roldán les pidió a sus compañeros que señalaran alguna chica, la que quisieran, Emilio marcó a dos que bailaban juntas, Roldán preguntó, “¿mano en punta, traspaso de prendas, acariciada o palmadita?”, ambos resignados le dijeron que utilice la técnica que quiera. La reacción de la chica indicaba que la técnica había sido mano en punta y empezó a los gritos desesperada. Un patovica lo iluminó a Roldán con un láser y otro lo agarró a Roldán del cuello y lo sacó del boliche. Mientras se lo llevaban, Roldán miraba a sus amigos y se besaba la mano derecha orgulloso. 67

Solo quedaban Torito y Emilio. La espuma ya estaba cambiando el color por la mugre. Era gris y tenía bastante altura. Al punto tal que algunos petisos no hacían pie y debían subirse en las tarimas. “Vamos a dar una vuelta”, dijo Emilio, y así fue, dieron dos o tres vueltas en forma circular alrededor del boliche, como si de esa manera pudieran tener algún tipo de probabilidad superior de conquista. En el centro de la

pista se encontraron con Vai que los estaba buscando, “dónde se habían metido, ¿y Roldán?”, “se lo llevó el patova por tocar orto con mano en punta”, “qué pedazo de hijo de puta, los necesito, en realidad necesito a uno de ustedes, ven aquella que está allá, está re muerta conmigo pero no quiere dejar colgada a la amiga porque vinieron las dos solas, ¿quién viene?”, se hizo un silencio mientras sonaba una cumbia de Gilda, “vení vos, Emi”, “sí andá, Emi, yo voy a dar unas vueltas”, y Torito se quedó solo. El jefe le untó chimichurri al vacipán y les sugirió que la pasaran bien, “ustedes no vieron nada, ¿entendido?”, los cuatro afirmaron con la cabeza.

Dio dos vueltas más. Vio muchos besos de lengua desesperados. Parecía que una vez que una boca se chocaba con la otra las lenguas se convertían en medusas que actuaban con relativa autonomía de la anatomía humana. Sonaba la Ventanita del amor de Dani Agostini y Torito no podía dejar de pensar en Gladys, no quería que esa ventanita se le cerrara, y si se cerraba estaba dispuesto a tomar una banqueta y destrozarla, y dejarla abierta, con los filos del vidrio a la vista. Miró a la barra, ahí el barman ensayaba piruetas ridículas para preparar un simple Fernet. Torito se acercó a la barra e hizo la fila para comprar una consumición. Finalmente cuando llegó su turno el barman le preguntó, “¿y vos qué necesitabas, capo?”, a lo que Torito respondió, “monigote”, “¿qué cosa?”, “eso, que sos un monigote, un fracasado, un malabarista de la estupidez, sos un alto gil”, el barman se puso completamente colorado. Tomó una botella de Pronto Shake y estuvo a punto de rompérsela en la cabeza a Torito cuando el que atendía la caja y cobraba lo detuvo, “tranquilo, es un nene, no sabe lo que dice”, entonces otro de los barman agregó, “los niños y los borrachos siempre dicen la verdad”. El monigote arrojó la botella sin acertar en el rostro del niño. El ruido de vidrio roto se ensordeció por el ruido de la música, “yo a este pendejo lo mato, lo reviento”, “pará pelotudo, si hacés algo vamos en cana y nos clausuran el boliche, así que no seas forro y ponete a atender, ¿no ves toda la gente que hay?”. Torito se fue caminando hacia el centro de la pista y se perdió entre la gente. Sonaba Verano del 92, de los Piojos. Era el momento en el que los amigos dejaban de apretar y se unían en una especie de pogo. Torito no encontró a ninguno de sus amigos y decidió dar algunas vueltas más. Encontró una pareja que se besaba de una forma distinta a las demás, no se atolondraban con las lenguas y parecían sentir amor mutuo. Torito se paró muy cerca de ellos. Palpó su bolsillo y corroboró que sus llaves estuvieran ahí. Las tomó y separó la navaja multiuso de las llaves. Guardó las llaves en el bolsillo. Miró la navaja. Le parecía un objeto hermoso. Eligió la función más filosa. Volvió a mirar a la pareja feliz. Se susurraban cosas. Trataba de leer esos labios que ya estaban paspados de tanto besarse. Se le hacía imposible. Tomó la navaja con pulso firme y en tres o cuatro movimientos veloces apuñaló a ambos. La espuma gris se mezclaba con el rojo de la sangre y formaba un rojo todavía más oscuro. Ambos cayeron al piso. Torito se preguntaba si habían muerto ahogados o desangrados. Optó por la primera opción. Un par de minutos después Torito se arrepintió de lo que había hecho. Pensó que solo debió matar al muchacho para poder contemplar la tristeza de la muchacha que perdía a su ser amado, pero después de todo no había estado tan mal, porque ella hubiera gritado y llamado la atención de los patovicas, que lo buscarían y se lo llevarían. Sonaba Amores como el nuestro, de Los Charros. Las personas tropezaban con los cuerpos de la pareja que yacían bajo la espuma, pero no le daban importancia porque creían que eran escalones. Torito la vio sola y le dio ternura. La encaró y la sacó a bailar, ella lo miró, se detuvo unos segundos en su gorrita y aceptó, “¿por qué estás sola?”, “mis amigas están bailando con ellos”, y los señaló a Emilio y a Vai que ahora habían cambiado de pareja y se encontraban a veinte metros. Torito se hizo el que no los conocía. Siguió bailando. Le hizo dar la característica vueltita de cuando se baila la cumbia

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y pensó apuñalarla en ese preciso instante, de espaldas. Quería sentir el sabor de la traición pero estaba demasiado iluminado, necesitaba una cortina de humo, un efecto mágico del iluminador. Siguieron bailando en silencio hasta que ella preguntó, a los gritos, como no había otra forma, “¿así que te gusta el básquet de la NBA?”, a Torito se le iluminó la cara, “sí, me encanta, soy fanático de Chicago, Scottie Pippen, el Gusano Rodman, Miguelito Jordan”, ella rió y siguió bailando, Torito ya no quería matarla y le preguntó, “¿a vos te gusta?”, “sí, me encanta, estoy siguiendo todos los playoffs”, “qué lindo, serie cerrada la de los Celtics, ¿viste el partido ayer?”, “sí, Phil Jackson es un cráneo”. Torito estaba extasiado, y preguntó, “¿y vos de qué equipo sos simpatizante?”, ella se reía, le histeriqueaba, “no, no te voy a decir porque no te va a gustar”, “dale, no seas boluda, decime”, “de Orlando Magic”. Torito dejó de hablar, le hacía dar más vueltas de lo normal y le apretaba la mano demasiado fuerte, “pará, tarado, me estás lastimando”, hasta que en la última vuelta, cuando Daniel Cardozo cantaba “un amor como el nuestroooo, no debe morir jamás” y las luces blancas se volvían intermitentes, Torito hundía la navaja y escarbaba el corazón de la fanática empedernida de los Orlando Magic. La espuma de ese sector se puso completamente roja, aunque todos los ignoraron pensando que habían volcado algún daiquiri de frutilla o algo por el estilo. Sonaba Selva, de La Portuaria, y nuevamente el pogo. Torito lo contemplaba desde la barra donde se había pedido un gin tonic con la tónica y el gin por separado, para darle la menor intervención posible al barman. Torito veía cómo las dos chicas, que antes bailaban con sus amigos, ahora buscaban desesperadas a su amiguita, y lo disfrutaba. Le preguntaban a los patovicas, que les respondían que si no la veían era porque seguro se había ido con algún chico a chapar a la puerta. Ellas presentían que algo andaba mal, y Torito se reía porque estaban paradas tan cerca del cuerpo que no se imaginaban, a medida que las veía moverse, decía en voz muy bajita, frío, más frío, tibio, caliente, tibio, como si se tratara de un juego, de un gallito ciego macabro.

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Una de las chicas tropezó con el cuerpo. Esta vez no lo confundieron con un escalón y presintió que debajo de la espuma algo andaba mal. Tampoco imaginó tanto, algún desmayo por el calor, pero no el cuerpo de una de sus mejores amigas, y los gritos, y por qué la dejamos sola, es culpa nuestra, por irnos a bailar con esos dos boluditos, Marisel, y gritos y más gritos, y Marisel que se acerca y llora, y sostiene el cuerpo mientras la otra se acerca al patovica, le pega, le grita, le tira del pelo, el patovica se acerca, se agarra la cabeza, se comunica con Handy con otro patovica, le hace señas al dj para que corte con la música, el dj no le entiende, otro patovica se acerca y le comunica la situación, también tienen que avisarle al encargado de iluminación y empezar a drenar la espuma, y la luz se enciende por completo, y cuando la luz se enciende la música se apaga, y Torito sigue bebiendo, el gin puro, y después tomará el agua tónica, sola, la combinación perfecta entre la dulzura y la amargura, la espuma empieza a drenar, más patovicas piden que se desaloje el boliche, la espuma termina de drenar, dos cuerpos más, en el piso, más patovicas agarrándose la cabeza, ahora entra la bonaerense, y empieza a bastonear a los pocos pibes que quedan adentro, empieza a cacharlos, buscando el elemento cortante, entonces Torito grita, ¿estás buscando esto, botón?, y le muestra la navaja, tres policías se acercan, ven la navaja, manchada con sangre, lo empiezan a golpear, el barman se agarra la cabeza y lo putea al de la caja, viste que lo tendría que haber matado, lo tendría que haber cagado bien a trompadas y nada de esto hubiera pasado, Torito se cubre la cabeza, pide que dejen de golpearlo que él solito va a confesar todo, le buscan documentos pero no le encuentran nada, afuera los amigos lo buscan, las remiserias están saturadas, Remises Family no da abasto, trasladan a Torito a la seccional primera de Quilmes, le sacan la gorra, le ponen la remera en la cabeza, ponen la navaja en un sobre de nylon para que la revisen los peritos, lo encierran en

un sucucho, lo obligan a mear en un tarrito para buscarle falopa en los análisis, lo empiezan a interrogar, él solo dice que quiere ver a su mamá, le preguntan su nombre, responde Emilio Rivara, le piden un teléfono, la policía llama a la casa de Emilio, “venga inmediatamente para acá señora, su hijo acaba de apuñalar a tres personas en Circus” Gladys pausa la película Double Team en una parte culminante, Dennis Rodman queda congelado en la pantalla con las palabras atragantadas, Gladys se pide un remis, cinco minutos de demora, y entonces llega el Galaxy azul.

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Leo Oyola

Guille Llamos

#13

Correcaminos Sebastián Pandolfelli



esos gile le vamo a caer y le vamo a cascotear todo el rancho, no te hagás historia, que si conseguimo un fierro se arma alto bondi... Ta todo bien piola, Chapa, dejá de cajetear y pasá la birra que se calienta, pancho”, dijo el Pelado, mientras sacaba el último Philip Morris y hacía un bollo con el paquete. Chapa sin decir nada le pegó un trago largo y le devolvió la Quilmes casi vacía. “Eh, puto, la secaste, pagáte la otra”, ladró el Pelado palpando los bolsillos en busca de algo con qué darle mecha al cigarrillo. “Andá a comprar vos que yo le debo plata a la vieja”, dijo Chapa, le tiró un billete de veinte pesos y le devolvió el encendedor. La tarde se venía desplomando de a poco. El sol marcó tarjeta y se rajó temprano y el cielo se estaba poniendo raro mientras asomaban el hocico las primeras estrellas. El fondo azulado parecía una pileta de lona, gastada y llena de agujeritos. Se levantó un viento suave y se hizo un remolino en el medio de la calle de tierra. La cuadra parecía un desierto. La imagen tenía algo de los dibujitos animados. Coyotes había de sobra. En la esquina, un grupito de perros sucios y famélicos despedazaban las bolsas de basura. Competían entre ratas y cucarachas por las bolsas de supermercado que rebalsan el contenedor roto, formando un Monte Fuji de mugre porque hace semanas que no pasa el camión de Covelia. El olor a podrido es el perfume que sobrevuela el barrio y se cuela entre las chapas de cinc y los ladrillos huecos. De este lado del Riachuelo siempre se está pudriendo

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algo. Vieron pasar un ciclomotor a los pedos, por la otra calle. Era un Zanelita rojo. “Beep Beep”. Tocó bocina para saludar pero no reconocieron al conductor. Tenía puesto un casco. Los perros se le fueron al humo y lo corrieron ladrando unos metros. El Pelado pensó en el Correcaminos y no hizo ningún comentario. Destapó la cerveza con los dientes, escupió la chapita y le pegó un trago haciendo ademanes de propaganda de TV. Después se bajó los pantalones y se echó una meada en el cordón de la vereda. Es extraño cómo las publicidades de cerveza suceden en un mundo tan alejado de la realidad de los verdaderos consumidores. Chapa tenía sed. Pero no de birra. Sed de venganza. La bronca le venía de hace rato y era con el mayor de los Zapata, el Titi, un wachiturro cancherito que se levantó a la Jessi, bailando Leo Mattioli en la joda de quince de la Melany. La Jessi, según los machos alfa, es una calientapava pero tiene la mejor burra del planeta tierra y a veces anda con Chapa. O sea: todo empezó por un lío de polleras. No es la guita lo que hace mover el mundo. Eso lo sabe cualquiera. No señor. Los bondis por minas. Eso es lo importante en la historia de la humanidad. En el conurbano bonaerense es lo mismo que en la mitología griega o romana. La gran mayoría de los tipos creen que tienen derechos naturales sobre las mujeres. Y las chicas sólo quieren divertirse. En este caso el asunto empezó por celos. Pero siguió con un partido de fútbol en la canchita del mástil. Dicho campo de juego está emplazado en el terreno que abandonaron los Boy Scouts. Los pobres soldaditos eran demasiado ñoños y no tuvieron muchos adeptos a su gringueada. Chapa y el Pelado se les cagaban de risa cuando pasaban todos en fila con sus trajecitos de guardabosque del Oso Yogui. A los pocos meses se fueron a otro barrio. Dejaron un mástil pelado y un mangrullo que se cayó. Entonces el potrero se convirtió en la cancha de fútbol más solicitada por los equipos de la zona. Tiempo después del cumpleaños de quince de la Melany, hubo un desafío entre el Chapa y su amigos contra los Zapata, que eran como siete hermanos. El partido fue parejo y se recagaron a patadas al mejor estilo Argentina–Alemania en una final del Mundial. Después de un rato, discusión con el referí, casi agarrada a piñas general y alargue y penales, ganaron los hermanos Zapata. Y empezaron las cargadas. Densas e insoportables. “No hay nada peor a que el gil que te come la guacha, encima te descanse...”, decía Chapa, masticando el odio. Se había quedado con la mirada fija en la zanja, ahí donde moría la vereda de baldosas agrietadas y los yuyos empezaban a ganar terreno. Enfrente en el paredón de la curtiembre, debajo del ventanal de vidrios rotos, una pintada a la cal rezaba: “Viva Perón” en letras celestes y blancas. Y un graffiti en aerosol rojo: “Macri Gato”. 73

“Aguantá guacho, bajá un cambio que tas re colgado”, le dijo el Pelado pasándole la botella. “Lo voy a ir a buscar y le voy a hacer saltar chocolate de la jeta, al bobo wachiturro ese de Zapata”, murmuró Chapa, tomó el último trago y revoleó la botella al medio de la calle. En realidad intentó reventarla contra el paredón de la curtiembre pero no llegó. Ajustó los cordones de las Adidas y se puso de pie con decisión. En ese

La tarde se venía desplomando de a poco. El sol marcó tarjeta y se rajó temprano y el cielo se estaba poniendo raro mientras asomaban el hocico las primeras estrellas.

momento volvió a pasar el Zanelita rojo. Esta vez el conductor iba acompañado por una piba que se aferraba bien a su cintura. Los perros ya no estaban. Frenó en la esquina del almacén y tocó bocina. “Beep Beep”. La piba bajó rápido y compró algo. Era una rubia con alta burra. Se volvió un instante hacia donde estaban ellos. Ahí a Chapa se le movió el piso. Era la Jessi. El tipo se sacó el casco y le dio un beso. Era el capitán de los Boy Scouts. Jessi saludó con un gesto a lo lejos, se subió al ciclomotor y arrancaron. Tocó bocina otra vez. “Beep Beep”. Chapa fue hasta el medio de la calle, agarró el envase y lo miró un rato. Se lo pasó al Pelado. “Andá a comprar otra, puto”, le dijo.

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omienza a caer la noche sobre el conurbano sur de la provincia de Buenos Aires y así arranca esta historia basada en hechos reales… —¡Quietos todos! ¡Ni se muevan! El Turco apunta con una pistola calibre 45 a Pablo el kiosquero, que no se sorprende, está acostumbrado, esto ya lo aburre. En lo que va de la semana es la tercera vez que lo afanan. Sí, tres veces en una semana. —Ustedes se me quedan quietos, ¡eh! El Chori no se quiere quedar atrás y lanza la amenaza. Ni Pablo ni el Turco están solos en esta. El de la 45 tiene dos cómplices, el del apodo gastronómico y uno más que no entrará en escena porque hace de campana afuera, listo para pisar el acelerador del Peugeot 405 y perderse en la oscura noche del conurbano. Federico y Bobby son las otras víctimas, ambos habitués y amigos del pequeño comerciante. Ante la misma situación todos reaccionan de manera diferente. Primero, detrás del colorido mostrador, está Pablo, 40 años, que sabe que en su profesión hay riesgos, tiene casi veinte en el negocio de los puchos y golosinas, le habrán robado decena de veces. No es boludo, la experiencia le enseñó a no hacer cagadas en estas ocasiones. Le entrega al Turco la recaudación que había en la caja. Su cara lo dice todo, está resignado, y además de quedar con los bolsillos vacíos tiene las bolas llenas. Hacia el fondo, junto a las heladeras, se asoma Bobby, de unos treinta y pico, grandote, desarreglado, con mínimo cinco o seis cervezas tomadas. El gordo medio copeteado tiene aguante y al principio intenta resistirse. Se niega a tirarse al piso ante la orden de los malvivientes, hasta que el Chori, también armado, se adentra en el local y le pone su revólver en la cabeza. Por último, en el medio queda Federico y lo que tal vez fue una de las reacciones más estúpidas, aunque al mismo tiempo la más honesta. Con 22 años es un pibe del barrio, de esos que no molestan, ni pinchan, ni cortan. Nunca había estado en una situación tan incómoda como esta. Está en el medio de los dos asaltantes, a su derecha lo tiene al Turco guardando en un bolso de mano la guita que le entregó Pablo, y a su izquierda al Chori apuntando a Bobby que está acostado boca abajo en el piso. A su espalda las heladeras y un exhibidor de snacks, y por delante un futuro incierto. Como él sólo observa y no dice nada, los pistoleros lo ignoran hasta que es hora de salir. El Chori pasa cerca de él y se detiene, mientras su compañero empieza a retroceder para emprender la retirada. Todo marcha bien, se van, eso parece, pero aquí no habrá dos sin tres. —¿Y vos, petiso? —Dice el Chori 76

El muchacho ni pestañea, ¿está paralizado?; ahora le hablan a él. El Turco, que dirige la batuta, no ignora el comentario y se adelanta rápidamente. Le pone la 45 sobre el pecho y le ordena. —¡Dale, vos también dame la plata!

Las gotas de sudor empiezan a caer como cataratas, pero aún así con mucha tranquilidad Federico saca la billetera del bolsillo del jean y la abre. Está al horno. Tiene tan sólo dos billetes guardados. Los empieza a asomar mientras que El Turco se relame, la salidita al voleo es todo un éxito. El pibe se los entrega mientras traga saliva. Sabe que se mandó una cagada. Sabe que no le van a creer. —¡¿Pero qué es esto pendejo?! El Turco se enfurece, tira uno de los billetes al piso, uno de diez pesos, y el otro se lo muestra a Federico, esperando una rápida explicación, que no tarda en llegar. —Un millón de dólares. La respuesta deja a todos sorprendidos. Pablo queda boquiabierto, ahora los van a matar. Bobby levanta la cabeza, sus ojos están a punto de saltarle. El Chori está en la puerta mirando para todos lados y no llega a escuchar. El Turco no entiende nada, está anonadado. —¡¿Me estás cargando?! El silencio que le sigue a la exclamación es demoledor. Una broma de estas te puede costar la vida. Un tiro de la 45 a quemarropa es mortal. Federico no contesta, no se mueve, no hace gesto alguno, casi no respira. Pero el Turco, estupefacto, le devuelve el billete. Suena la bocina del 405 y el acto delictivo llega a su fin. Le perdonaron la vida. Esto los sobrepasó a todos. Cuando los ladrones se alejan en el auto las tres víctimas salen a la calle. Mientras Pablo llama a la policía usando el teléfono semi-público que concesiona, Bobby ve cómo Federico guarda nuevamente en su bolsillo el billete de color verde con la extensa denominación. No puede evitar preguntarle… —¿Vos sos pelotudo? No le contesta y la anécdota concluye allí. Los tres sintieron lo mismo, casi los matan, no por unos pocos pesos, sino por un millón de dólares. Historiadores aseguran que en los años 30, después de la crisis económica mundial, el gobierno estadounidense había emitido divisas de altos valores numéricos de las que luego no se supo nada más. Hasta esta noche, en la que unos delincuentes perdieron la oportunidad de hacerse millonarios con el robo a un kiosco de la calle Purita, de Lanús.

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Las gotas de sudor empiezan a caer como cataratas, pero aún así con mucha tranquilidad Federico saca la billetera del bolsillo del jean y la abre. Está al horno.

#15

La promesa Ignacio Porto Andrés Fuschetto / Técnica mixta

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os cables de luz cruzan la calle caprichosamente, cortando la visión del cielo en ángulos irregulares. La calle es de tierra; está caliente, tan caliente que se siente cómo quema a través de las zapatillas. En los pozos que van haciendo los camiones hay un agua cenagosa que ningún sol de Rafael Castillo logra evaporar.

Mi abuela Nélida me pidió que le fuera a comprar cigarrillos; y aún con el verano tórrido, me fue imposible decirle que no. Al salir, unos perros de raza indeterminada me salieron al encuentro. Quieren comida o atención. Hijos de la misma cruza indiscriminada que nosotros, no tienen ningún rasgo que los distinga entre sí. Paticortos, de cola ensortijada, de dientes deformes y cariados. Son de todos y de nadie. Son del barrio. No les doy bola porque quiero volver rápido al fresco de la pieza. –Acá tenés, Lala, los últimos negros que le quedaban. –Gracias, Pablito mío. Perdoná que te saqué del estudio; pero hace mucha calor para que una vieja salga. –No pasa nada, Lalita, sigo con los libros –dije mientras enfilaba hacia mi cuarto. –¿Precisás algo, Pablito? –la preocupación de Lala por atenderme era tierna siempre, y molesta a veces. –Nada; cuando se ponga el sol, tarían buenos unos mates. Castillo es una ciudad de trabajadores, en La Matanza. Cuando hay censo y preguntan a qué se dedican, los hombres mayormente responden “en la construcción”, o “hago arreglos, un poco de todo”; las mujeres casi siempre trabajan en una casa limpiando o cuidando chicos. Crecí acá, mi calle es de barro, sólo las más importantes están asfaltadas; el año que viene seguro asfalten algunas más porque es año de elección y el intendente va a querer mostrarse. Las casas son bajas sin revoque la mayoría, con tanques de todo tipo para el agua; porque todavía no hay red.

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El nuestro es un barrio humilde, pobre; algo deslucido por el desarreglo pero no marginal; hay una extraña familiaridad, una cercanía que nos une, quizá sea igual en todos los barrios, pero yo vivo en este y de este hablo. Acá no hay ningún problema de que te den agua si no tenés, de cuidar a los chicos de los otros, de compartir el pan y la sal; nos une algo más grande que nuestras necesidades, que nuestras carencias; una alteridad por la conciencia de reconocer en el otro a uno mismo. Los que miran la tele desde otro lugar piensan que acá hay marginalidad; que acá es el único lugar donde hay violencia y odio. Allá en el centro te marginan por mucho

menos; por tu pilcha, por tu forma de hablar; por el mundo que habitás. Hace tres años lo habían agarrado de punto a Ezequiel, “El Tarta” para los amigos. Pero estaban pasando el límite con lo de tartamudo. Empezaron diciéndoselo en la calle a los gritos como un saludo, “¡ahí va el Tarta!, ¡eh, Tarta, saludá che, no seas maleducado!”, le gritaban de una esquina a la otra, forzándolo a que saludara y reconociera públicamente su defecto, uno que nunca escondió, pero que prefería no divulgar. Las bromas en público fueron ganando en magnitud y malicia, hasta que un día terminaron burlándose de él frente a su madre, que terminó llorando. Lo que no sabían los pibes esos, era que Ezequiel hacía boxeo en un club de Morón. Luego de la paliza que les dio, se terminaron las burlas; siguieron siendo conocidos del barrio como antes, como si nada hubiera pasado, con la diferencia que ahora Ezequiel era “Ezequiel”, y tarta era una comida. Estudio psicología en la Universidad de La Matanza y vivo con Lala, mi abuela. De febrero a diciembre doy apoyo escolar, también trabajaba en un call center, hasta que un día me dijeron que como había menos laburo... me dieron unos pesos, y una promesa que ni bien repunten las cosas me volverían a llamar.

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Aprovecho y preparo los exámenes para cerrar segundo y tercer año. Cuando bajó el sol me fui al cyber. Me estaba esperando un mail del Tío Jaime, el hermano de Lala que vivía en Estados Unidos. El mail decía que el jueves tipo ocho me iba a llamar porque quería hablar conmigo, que no sea boludo y esperara el llamado. La semana pasó tranquila; como era enero los chicos a los que yo les daba apoyo escolar no me llamaban, así que básicamente me dedicaba a preparar el examen durante el día, y a chatear en el cyber por la noche. Llegó el jueves, sonó el teléfono. Era el Tío Jaime. –¡Pablito querido! ¿Cómo estás? –la voz afable del tío era inconfundible. –Bien, tío, todo bien; estudiando un poco y medio planchado de laburo. –De eso te quería hablar –dijo. –Lala te manda saludos. –Mandale, mandale; decile que la quiero y que la extraño y que ni bien pueda me voy para allá a pasar unas vacaciones. Cuchame, Pabli; me está yendo bien con el local (el Tío Jaime se refería a la camioneta donde vendía imitaciones de carteras elegantes a los turistas de Nueva York) y me quiero poner otro. Lo que pasa es que en el nuevo hay que pelearla mucho, por la zona viste, mucha competencia, y tengo que estar ahí todo el día. ¿Me seguís, Pabli? –Sí, sí, te sigo. –Por eso necesito alguien de confianza para que me mantenga el bulín funcionando. Acá tengo unos amigos, pero no son lo mismo que la familia, ¿entendés? Bueno, ¿qué te parece? –¿Qué me parece qué? –¡Que te vengas para acá a laburar un tiempo! –su oferta me sonó extraña, era algo que no esperaba. –No sé, tío... ¿ir a Estados Unidos a vender carteras truchas?, la verdad que no me veo. –¡Réplicas!, son réplicas; si decís truchas les bajás el valor –siempre parecía de buen humor–. Cuchame, Pabli, se viene una grossa en Argentina, lo mejor que podés hacer es venirte para acá, conocés otro país y te hacés unos buenos mangos; además vamos a estar juntos, y yo te voy a enseñar todo lo que necesitás, ¿qué decís? 81

–No sé... ¿irme de casa?, ¿dejar a Lala y Castillo? –Dale, Pablito, pensalo y te llamo en unos días, pero quiero que lo pienses bien, es una oportunidad única y a mí me darías una mano.

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Los días fueron pasando y al principio no pensé para nada en el asunto. Mi vida estaba sumida en una rutina tranquila y simple. Me levantaba a las 8, me tomaba unos mates con Lala y luego a estudiar; almorzaba algo que ella me preparaba, dormía la siesta y después estudiaba un poco, pero generalmente leía algún libro o veía un poco de tele; a veces jugaba algún picado y cerraba todas las noches en el locutorio navegando por internet y bajando temas. Si era día de semana y hacía mucho calor, me iba con alguno del barrio a las piletas públicas que están frente al cementerio de Morón. Los viernes y sábados quizá surgía algún baile o fiesta; yo iba casi siempre. A mis amigos los veía poco, principalmente porque ya estaban casados y con hijos, o se habían mudado a otro barrio. De chicos solíamos juntarnos en la esquina de Jaramillo y Dávila a jugar al metegol y tomar naranjú. Más tarde cambiamos el naranjú por la cerveza, pero nunca abandonamos el metegol. El tiempo pasó y cada vez nos veíamos menos, o porque estaban muy cansados para salir después del trabajo, o porque salían por otro lado. Yo también empecé a salir con los del call center, y algunas pocas veces con la gente de la facu. Ahora me juntaba los fines de semana con el Tarta y con Carlos que son los que estaban más o menos en la misma que yo. La cumbia se escuchaba desde lejos; un barullo que avisa a los concurrentes lo que pasa ahí cerca. Calor, tan húmedo que las paredes transpiraban; una cumbia santafesina, “el sonido sonidero”, bendice el lugar. Y como agua bendita, como si fuera la sangre en la misa de un Cristo de la Fiesta... la cerveza. Ésta es la mejor manera de pasar las noches de verano, cumbia, birra... joda. Con el Tarta y Carlos vamos directo a comprar cerveza; siempre pedimos el vaso de litro y lo compartimos, sin embargo el calor era demasiado y cada uno atacó su propio vaso. Hablamos con otros amigos, con minas. Son siempre los mismos temas, cuando uno encara no hay muchas variantes; y con los chicos hablamos de nuestras cosas. Casi siempre pasadas las 4 de la madrugada se arma algún quilombo, o por Brown o por el barrio o por alguna mujer. La misma gente, los mismos temas, las mismas peleas siempre.

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Un poco aburrido, busqué a Erica, una ex con la que no terminamos bien pero con quien la piel y un vínculo complejo de celos y anhelos nos hacía encontrarnos de tanto en tanto. Una de sus amigas me dijo que ya no venía hacía tiempo porque estaba de novia. El estallido de una botella me sacó la concentración. Brown, Laferrere. Y a ver quién es más guapo. Otra vez. Mientras tomaba distancia y sin dejar de ver la hermosa pelea, me di cuenta de que estaba viviendo siempre las mismas cosas, con las mismas personas; como si estuviera

Los perros, en cambio, son igual de feos en todos lados, los veo menos porque la perrera los saca en seguida, pero siempre que puedo les doy las sobras que tengo a mano.

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inmovilizado en el espacio y el tiempo. Ya ni Erica quedaba, sólo la sofocante humedad, la cumbia, y unos vidrios rotos. A los pocos días sonó el teléfono. El vuelo sería un miércoles por la noche. Nueva York no me acogió; yo era como una hormiga en el bosque, era... ínfimo. Pero un bosque gigante, prístino, como si todo el acero y el vidrio de los edificios hubieran cauterizado cualquier mancha o imperfección. La ciudad era una promesa, mucho más que todas las que hubiera podido imaginar o ver en el cine. Ya había trabajado en Buenos Aires, sabía cómo era una gran ciudad, pero esto era distinto; un coloso hecho de edificios y subtes puntuales; una eficiencia extraordinaria... anormal. Vendiendo las carteras truchas del tío me sentía un piojo en los cabellos de la divinidad; sentía que no pertenecía allí, pero era ese el único lugar donde quería estar. Me mudé a Jackson Heights, que está fuera de la isla; viajo todos los días en el metro para llegar cerca de Times Square con la camioneta para vender las carteras a los turistas. Si bien esta metrópolis parece de otro mundo, el lugar que vivo podría ser sacado del conurbano. Los suburbios son iguales en todos lados; tanques de agua en los techos, mala electrificación; el rostro cansado de los trabajadores que van hacia la gran ciudad. Similitudes espejadas; distintos países, el mismo lugar. En el vagón hay un negro cortándose las uñas, al lado hay otro con una hamburguesa con huevo que hace de desayuno. Si hubiera cuatro albañiles contra la puerta jugando al truco, sería el tren Belgrano sur. A veinte minutos de Manhattan existen los suburbios; un submundo de negros, latinos y árabes que tienen algunas cosas en común: el desarraigo de su país, que no les pudo ofrecer aquello que necesitaban; sueños compartidos de conseguir la prosperidad acá en La Gran Manzana. Pero hay un denominador común que los atraviesa a todos: el desprecio de una casta que los necesita para hacer los trabajos que ellos jamás se rebajarían a hacer. Acá no hay rednecks, por aquí ya no pasan ni por casualidad. Protegidos por la guía firme de los GPS, encontraron la manera de ni siquiera toparse con nosotros, fuera de los lugares en donde los atendemos.

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Todo es muy parecido, en los grandes rasgos al menos. En vez de evangelistas brasileros que hacen un templo donde antes había un maxikiosco, hay protestantes y musulmanes ortodoxos. En vez de paco hay crack. En vez de Evaristo, el carnicero que siempre me vendía lo que estaba mejor para la parrilla, tengo que comprar la carne envasada en el híbrido entre farmacia y supermercado de la esquina donde vivo. Eso sí extraño, extraño a Evaristo. Los perros, en cambio, son igual de feos en todos lados, los veo menos porque la perrera los saca en seguida, pero siempre que puedo les doy las sobras que tengo a mano.

A veinte minutos de Manhattan existen los suburbios; un submundo de negros, latinos y árabes que tienen algunas cosas en común: el desarraigo de su país, que no les pudo ofrecer aquello que necesitaban.

Estaba acomodándome a la nueva vida, a la nueva rutina: levantarme, tomarme el metro, hacer mi trabajo y volver a casa. Luego de unas semanas había mejorado mucho el inglés y había pasado de hablar como un indio de las películas a hablar como un hindú de las películas. Al principio quedé maravillado por la amabilidad de todos, desde el tipo que me vendía fiambre en el minisúper, hasta los policías de la calle. En verdad eran todos muy educados en sus formas; aún Iver, un boliviano con quien vendíamos los productos del tío. Sin embargo, a medida que las semanas pasaban, me fui dando cuenta que no me bastaba con la amabilidad, que necesitaba algo más, un acercamiento. Fue en ese momento que choqué con la primera gran verdad, que la amabilidad profesada tan fácilmente no tiene valor si no está acompañada de lo otro. Nadie, ni siquiera Iver, hacía el menor esfuerzo de dejarme entrar en su vida o actividades fuera del trabajo. Esperaba esto de los yanquis, pero por lo visto esa pandemia de fría amabilidad había infectado a todos. Me estaban matando con cortesía, así que me recluí en mi rutina, y en mis sueños de volver a Castillo con aventuras y plata suficiente para comprarme una casita cerca de lo de Lala. Mi rutina se había convertido en mi armadura, vivía muy moderadamente, con la excepción de un nuevo vicio que había descubierto un sábado de cine: las zapatillas. Había comprado el primer par porque necesitaba ropa y lo encontré con el 75% de descuento. Comprar calzado era uno de los pocos placeres que tenía. Al tío Jaime casi no lo veía porque estaba en otro puesto, hablaba con él por celular casi todos los días, pero era raro que nos juntáramos ya que él estaba siempre yendo a algún proveedor o atendiendo la otra camioneta. Pasaron los meses, y mi vida seguía casi igual; ahora podía estimar el paso del tiempo por las cajas de zapatillas apiladas al lado de la cama. Al cuarto mes, o contándolo en pares de calzado al par dieciséis, me llamó Iver para decirme que el tío estaba preso por vender mercadería sin licencia, y lo que era peor, por no facturar las ventas. Ahí fue todo para peor, ya ni con el tío podía hablar. El negocio de las carteras se había terminado abruptamente. Yo no estaba ni cerca de lo que había venido a conseguir. Conseguí trabajo en el turno noche de un minisúper, una mezcla entre panchería y almacén que está abierto las veinticuatro horas, vendiendo chicles, sándwiches o whisky, entre otras cosas. Empecé a llamar a Lala día por medio, extrañaba mucho y la voz de la abuela era el único cariño que recibía; una vez llegué a llamar al Tarta pero se hizo muy dificultoso y no lo volví a hacer. Los hindúes dueños del local sólo me hablaban para darme alguna indicación o para pagarme. La gente llega, saluda, compra lo que quiere y se va.

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En esta megalópolis, con todo lo que prometió y cumplió, aún así este lugar carece de algo que necesito. No hay espacio personal para lo ajeno, aletargados por sus oportunidades de compra y ahorro; ensimismados en sus mundos viven en sus cosas, con las caras iluminadas por la verdosa luz del teléfono y la mirada inexpresiva y fija en ese punto, ni siquiera levantan la vista para ver el cielo. Mucho menos para ver a los ojos a un ilegal como yo. El tiempo pasó y lo que sería una aventura de verano se convirtió en una estancia de casi dos años. Llamo a Lala religiosamente todos los días, y me prometo juntar algún puchito más para volver con toda la gloria al barrio. En el fondo mis hábitos desdibujaron mi objetivo. Siento que me convertí en uno más de ellos, un hámster que corre frenético en una rueda que no lo va a llevar a ningún lado. Quizá el mes próximo use el sueldo y me compre el pasaje de vuelta. Acá es todo muy distinto. Me acostumbré a varias cosas, a otras no. A lo que no sé si me acostumbré es a la indiferencia de los otros. Es la misma que allá, con la salvedad que allá no estoy solo. Miro el reloj. Son las 3 de la mañana. Mientras les preparo un sándwich de pollo teriyaki a dos adolescentes de ojos enrojecidos me pregunto, ¿esto era el primer mundo? Esto era.

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#16

Un sueño aparte Pato / Acrílico sobre placa radiográfica

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#17

Recuerdos sin naftalina Alejandro Fabbri Pablo E. D´Alio / Ilustración digital

os años de la infancia y la adolescencia suelen quedar fijos en la memoria, por lo menos en algunas situaciones y aventuras que hemos vivido y aunque no lo recordemos exactamente, nos han marcado y nos habilitan para contar (y exagerar seguramente) esos hechos ante la mirada incrédula o cómplice de los más jóvenes. Paso a explicar: abuelo y padre hinchas de Platense. Abuelo hincha de radio a transistores, pero sin presencia en la cancha. Padre Calamar hasta la médula, que me fue llevando al templo de Manuela Pedraza y Crámer pasados mis 6 años. Aclaración: Platense inauguró su cancha allí en el límite entre Núñez y Saavedra en 1917 y la mantuvo hasta que en 1971 descendió y se quedó sin su hermoso estadio de madera. Primero íbamos a la platea de locales. Platense había descendido por primera vez en 1955 y tuvo que luchar nueve años para recuperar su lugar natural, la Primera A. En eso estaba, cuando empecé a acompañar a mi padre, 1962-63. Esos partidos contra Temperley (un 3-3 en 1963), una goleada al simpático Sportivo Dock Sud (6-0) y un 5-0 a Los Andes en una calurosa noche de viernes, los tengo fijados en el alma. 89

La historia cambió, cuando mi viejo se animó y me empezó a llevar de visitante. Claro, Platense en la B es un equipo grande y mueve mucha gente. Las excursiones se sucedieron: la cancha de Dock Sud, una tarde nublada de sábado y un empate 2-2, con el recuerdo de haber estado pegado al alambrado en algún momento del partido y que la pelota –que la recuerdo como enorme y embarrada– pegara en ese alambre, a escasos centímetros de mis manos de 7 años. Susto menor y punto.

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Viajamos en tren a Campana, a la cancha tubular de Villa Dálmine porque era realmente una aventura. Estuvimos en Almagro, a cancha llena, en un 3-2 de 1964 y fuimos al Tigre, a Lomas de Zamora, a Temperley, hasta a Morón. El Marrón ascendió y vinieron otros tiempos, pero ya acentuando la presencia en las canchas. El viaje en tren a La Plata en 1965 fue doble: 2-0 al Lobo y 1-1 con el Pincha. Recuerdo que llegamos tarde al partido con Gimnasia y entramos por la tribuna local. En ese entonces –hace 50 años– no había divisiones entre locales y visitantes, casi que no pasaba nada. En ese momento, pasamos por detrás del arco de Gimnasia y ahí estaba el grandote Minoián, agachado sobre el poste tomándose un mate, mientras el Lobo tiraba un córner. No me lo olvido más. Tampoco dejo de acordarme cuando tenía 14 años y nos fuimos con mi viejo en el colectivo 85 desde Caballito hasta Quilmes, para ver el partido. Era el Metropolitano de 1970, Platense tenía un equipazo –terminó quinto entre 21– y le ganamos 4-3 al Cervecero. La cosa es que mi viejo llevaba saco y tenía en la solapa un escudito de Platense. A medida que se fue llenando el colectivo, por Domínico, Bernal y Quilmes, se fue cargando con hinchas cerveceros que lo miraban como a un bicho raro. Al final, sutilmente, se lo quitó de la solapa y se lo guardó en el bolsillo. No pasó nada. En 1973, ya más grandecito y con Tense otra vez –segunda– en la B, hicimos una de cowboys. Fuimos al lejanísimo Oeste, a la cancha de Flandria, en Jáuregui. Un cuadro que nunca se había cruzado antes con Platense. Tren en Once, bajar y subir a otro con locomotora en Moreno, hasta hacer los casi 100 kilómetros. Llegamos temprano, Jáuregui no tenía más que una calle principal con bulevar de palmeras y la ruta. Cruzamos la avenida, un puentecito sobre el río y seguimos un sendero arbolado. En un momento, estábamos en un descampado y a unos metros más adelante, estaba la cancha. Seguimos caminando y tocamos el alambrado. Era la cancha principal. No pagamos entrada, porque ese sendero nos llevó, sin obstáculos, al mismísimo campo de juego. Todavía recuerdo el sulky bajo la única tribuna de cemento y las ovejas pastando a menos de veinte metros de la cancha. Pasaron 40 años desde 1975, pero también evoco ese 2-0 a Morón en su estadio, con ingreso amenazante de los hinchas locales y el grupo quilombero de Platense entregándoles los bombos y las banderas a los jugadores para que los protegieran en el vestuario. A la salida hubo candombe y un barcito cercano a la estación fue nuestro refugio. Al año siguiente y ya con dos amigos queridos, tomé prestado el viejo Peugeot 404 familiar y nos aventuramos en llegar hasta Isidro Casanova, feudo de Almirante Brown. Platense iba primero, ese año salió campeón y éramos muchos. Por esa razón, quizá, no nos alcanzaron en la corrida que emprendimos tras el final de juego (que nos llevamos 2-0) y unimos las siete cuadras de distancia casi casi como Usain Bolt apurado, je. En el mismo torneo recuerdo una salida (casi huida) de Dock Sud con la policía tratándonos muy mal, nada novedoso con los visitantes en el ascenso y mucho menos si estábamos en plena Dictadura. 91

Los años pasaron, los recuerdos van surgiendo, pero aquel período 1963-76 fue especial, porque hubo mucha cancha, mucho “Dale Marrón”, mucho volver a casa con mi viejo analizando el partido y poniéndole puntaje verbal a nuestros jugadores. Años que no volverán y que uno extraña, más allá de que los disfrutó y mucho. Ahí debe haber nacido mi amor por el fútbol, el análisis, el dato y las historias. Mi viejo ayudó y cómo. Sin él, que se fue muy joven y no pudo conocer a sus nietos, esto no hubiera sido

Platense había descendido por primera vez en 1955 y tuvo que luchar nueve años para recuperar su lugar natural, la Primera A.

posible. Ahora, cuando de vez en cuando repetimos la historia con mi hijo y mi nieto en Vicente López, todo tiene sentido.

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#18

Dolores Barrios Pablo Colmegna

engo un recuerdo que encaja perfecto con esta historia. Cuando era chico, cuando tenía supongamos 9 o 10 años, porque la verdad es que no me acuerdo bien, amaba los sábados de lluvia y frío. Los amaba porque eran ese momento de la semana en donde reinaba la mayor unión y la mayor felicidad con los de mi entorno. Mi familia y mis amigos estaban conmigo, estábamos juntos cubiertos del temporal. Estábamos juntos cubiertos del afuera. Éramos nosotros, los conocidos, los de siempre. Éramos los del barrio y nada más. No fue hace más de cinco o seis días que decidí escribir sobre Dolores Barrios. Como si fuera una necesidad primaria, una de esas casi naturales, me tiré sobre la notebook y descargué toda la tristeza, rabia e impotencia que me produce verla tan lejos, tan feliz y tan separada de mí. Dolores o Loly es tan parte de mi pasado como de mi presente. Un pasado de alegría y esperanza, un presente de depresión y oscuridad.

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Dolores Barrios jugaba de 3. Sí, de lateral por izquierda, en la primera del plantel femenino del Club Deportivo Morón ¿Cómo di con Dolores? Sencillo, por esas casualidades tan magníficas que terminan siendo las más beneficiosas para nuestra existencia. Yo trabajaba como electricista en una casa de Hurlingham y además hacía unos laburos a pedido con mi cámara digital, sacando fotos y grabando videos de fiestas de 15 los fines de semana, una changa más para vivir. Mi vida realmente desde lo económico estaba muy tranquila, tenía lo justo, tenía mis amigos con los que nos juntábamos los fines de semana a jugar al fútbol, salíamos

a bailar, a escabiarnos y nada más allá de lo habitual que hace un grupo de amigos de personas entre 25 y 30 años. Resulta que una tarde se me acercó el Pera, que laburaba conmigo en el local y me contó que necesitaba que le dé una mano. Su hermana Julieta (estaba buenísima) jugaba de 9 en Huracán y en la Selección Argentina. La cuestión es que a Julieta la estaban buscando del fútbol de Estados Unidos, súper potencia en fútbol femenino, y el Pera necesitaba que yo le saque unas fotos, mientras que un cámara groso que había contratado, creo que laburaba en ESPN o TyC Sports, le grababa las mejores jugadas. El Pera me daba su buena guita y la verdad es que ir a ver fútbol femenino un poco me llamaba la atención. Yo tenía el prejuicio de que eran todas lesbianas y marimachos que hacían tijereta entre ellas después de cada partido.

“Pablin, ¿cómo andas? Espero que estés bien. Quería contarte que me voy a Uganda a trabajar para la cruz roja durante al menos un año”.

Vaya equivocado estuve cuando vi a Dolores Barrios pasar al ataque por el lateral izquierdo del Deportivo Morón, en la cancha que tiene el Gallo en Castelar. Dolores es rubia, de piernas increíbles, unas tetas digamos normales que con la camiseta ajustada se marcaban hermosas, de andar recto, el culo bien parado y firme, y una mirada penetrante, con ojos azules que de tan azules no sabés si te están mirando con cariño o con ganas de matarte. La primera vez que me percaté de lo buena que estaba fue en un lateral que hizo en ataque, promediando el primer tiempo. El problema es que yo tenía que sacar fotos de Julieta, la hermana del Pera. Como creo no ser ningún boludo, jugué de manera rápida e inteligente. Huracán a los 15 del primer tiempo le ganaba 2 a 0 a Morón, con uno de Julieta. Un gol ya lo tenía capturado, me faltaban jugadas de ellas pero eso sobraba porque Morón hacía agua por todos lados. A partir de los 15 del segundo tiempo, con Huracán arriba 4 a 1, empecé a capturar imágenes de Dolores, y cuando faltaban cinco minutos se produjo el milagro. Dolores pasó al ataque pero el pase de su compañera se fue largo. Cuando ella se arrojó al suelo para evitar el saque de arco resbaló y se vino directo hacia mí, que estaba sentado en el paredón del fondo de la cancha. “¡Ehh, che!”, le dije jodiendo. “Sos rústica tres, eh”. “Chupamela”, me respondió ella. La encaré al final del partido, le mostré las fotos y le dije que se las regalaba pero que si a cambio me pasaba su WhatsApp para seguir hablando. Ella aceptó y comenzamos a salir. Ahí conocí su historia: era uruguaya, había nacido en Tacuarembó y se había venido a la Argentina a estudiar Odontología. Se anotó en Morón a jugar al fútbol (le gustaba y mucho, es hincha de Peñarol) y ya con sus 24 y a poco de recibirse, la idea era ejercer la Licenciatura en Montevideo, donde vivía su familia. Nos pusimos de novios con Loly y duramos cinco meses. Me cagó con un periodista deportivo y no me habló más. Nunca voy a entender esa decisión. Yo destrozado cual niño de 14 años me preguntaba para qué mierda seguía confiando en un noviazgo, hacía cinco años que no estaba de novio, para qué mierda me metía en ese quilombo si era feliz. 94

Un día, con ella ya en Montevideo, recibí un chat suyo de Facebook. Como un boludo salí disparado para leer lo que decía: “Pablin, ¿cómo andas? Espero que estés bien. Quería contarte que me voy a Uganda a trabajar para la cruz roja durante al menos un año. Siempre fuiste muy buena conmigo y este viaje para mí es muy importante. Espero que estés bien. Te mando un besote”. Ese mensaje terminó por derrumbarme.

Me dolía en el alma que Loly se aleje un poco más de lo que ya se había alejado. Lo que me jode realmente de esta historia no es el final cursi que yo quería darle. Ese final de película norteamericana al que siempre queremos llegar. Tampoco lo que más me duele es que Dolores no sea esa mina que estaba buscando para proyectar cuestiones a futuro como un hijo quizás. Tampoco me duele perder otras cuestiones íntimas. Tampoco me duele que se haya ido a Montevideo primero y a Uganda, o que el año que viene se vuelva a ir a la concha de la lora. Lo que más me duele es que todo eso no haya sido posible porque ella no era del barrio, no era de, no sé, no te digo Hurlingham, pero al menos de Ituzaingó, de Castelar, no sé, hasta incluso te banco Ciudadela, que es un pijazo, pero me lo bancaba. Me duele eso de Dolores, me duele que no sea la madre de mis hijos, que no garchemos más. No me importa si me cagaba con el boludo ese bocón del periodista deportivo, me duele todo eso porque estoy seguro que si era del barrio se quedaba conmigo. Me duele eso, viejo, eso. Que no era del barrio. Es por eso que mi recuerdo de chico de los sábados día de lluvia y frío que pasábamos juntos en familia y con amigos me marca la pauta de que no cambié, de que nunca voy a cambiar. De que le escapo a lo desconocido, de que le escapo a lo que me resulta extraño. Prefiero morirme en la eterna rutina de pasar mis días con quien quiero y donde quiero, a conocer a alguien que venga de afuera y me parta al medio en dos como en esta historia que les estoy contando. Por eso Dolores fue una apuesta, pero fue una apuesta para darme cuenta también de que nunca me voy a ir de este barrio, de que me voy a morir acá. Ayer fui a sacar fotos de vuelta para el Pera. Su hermana después de probar en Estados Unidos no tuvo suerte y ahora parece que va a viajar a San Pablo. El partido fue un trámite, por no decir un embole. La hermana del Pera metió 4 goles y su equipo ganó 6 a 0. Pero lo más increíble del partido a mi criterio ocurrió cuando la jugadora número 3 de Estudiantes, el rival del equipo de la hermana del Pera, le dijo “la concha de tu madre” al juez de línea. Sólo voy a aclarar una cosa, no me gusta tomarme la Costera, tarda un huevo y más si hacés ochenta kilómetros desde Hurlingham hasta La Plata. Ni en pedo me voy hasta allá.

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#19

Las monedas enterradas Martín Zarriello Diana Ballesteros Pronko /

Dibujo sobre papel, color digital

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ra el hijo del almacenero. Tenía unas ojeras muy grandes y era alto y gordo. Me llevaba dos o tres años. Era bueno en comparación con los otros chicos. No le gustaba el fútbol y lo vestían como a un hombre mayor. Éramos él, tres de los hermanos Velázquez y yo. No sé por qué estábamos juntos: yo no me juntaba con nadie y el hijo del almacenero y los hermanos Velázquez tampoco eran amigos entre sí. Supongo que fue una de esas situaciones en las que cinco personas caminan por ahí y deciden que se van a quedar juntas un rato. Los Velázquez tenían muy mala reputación y eran bastante temibles. Básicamente se dedicaban a sembrar el caos en el barrio. Y ahí estábamos los cinco. No sé cómo me verían a mí los hermanos Velázquez pero sin dudas como a un estúpido, un bicho raro o un maricón. O esas tres cosas juntas. Me preocupaba especialmente que creyeran que era maricón así que hablé un poco de River para que se dieran cuenta que un nene fanático del fútbol no puede ser maricón. A ellos no les importó. Eran de Boca y el fútbol no les importaba. No sé por qué pasa eso. Nunca conocí a un nene hincha de Boca al que le interese realmente el fútbol como tema de conversación. Les interesa de grande y ni aun así entienden algo relacionado con el fútbol. Más tarde, muchos años después, uno de los hermanos Velázquez (eran todos más grandes de edad pero al mismo tiempo pequeños y fuertes como rocas) me agarró el pelo en el colectivo (no me lo tiró, simplemente me lo agarró) y me dijo que me lo cortara porque parecía una chica. Yo me quedé paralizado, no supe qué hacer. Todavía no sé qué hacer con respecto a esa situación. Maldita sensación de debilidad y humillación frente al maldito hermano Velázquez en el colectivo 554 en el año 1996. En fin. Pero esto ocurrió muchos años atrás. Por lo menos en el 91 o en el 92. Yo no sabía cómo pasaban la tarde los demás. Me quedaba solo en mi pieza escuchando casettes de rock nacional con unos auriculares gigantes. Jugaba con autitos y armaba complicadas carreras cuyos datos anotaba en un cuaderno Gloria. Leía viejos ejemplares del suplemento Deportivo del Diario Crónica. Le miraba las tetas sin pezones a la Barbie de mi hermana. El cuello de la cabeza de la Barbie estaba pegada con cinta scotch. Mi hermana también tenía Barbies de segundas marcas, de ésas a las que se les hundía la cara si las apretabas con un dedo. Me daba culpa no ser como los demás nenes del barrio, como los Velázquez, por ejemplo, aunque nadie quería que yo fuese como los Velázquez. Ahí estábamos el hijo del almacenero, Daniel creo que se llamaba, y los tres Velázquez. Los más chicos supongo. Todos en bicicletas cross menos el hijo del almacenero que parecía demasiado grande para andar en cross, él simplemente caminaba. 97

Estábamos en un terreno baldío que quedaba entre la casa de Roberto y Osmar. Un terreno baldío lleno de tierra donde muchos años después se iba a construir una casa que nunca llegué a ver terminada. Mi bici cross me quedaba muy grande. Después crecí y me quedaba muy chica.

Mi bici cross me quedaba muy grande. Después crecí y me quedaba muy chica. Nunca pude tener una bici a medida ni a la moda.

Nunca pude tener una bici a medida ni a la moda. Cuando se empezaron a usar las todo-terreno yo seguí unos años con la cross. De lo único que me enorgullezco es haber aprendido a andar sin rueditas supuestamente a la edad en que uno debe aprender a andar sin rueditas, aunque recuerdo la presión que tenía por andar sin rueditas al compararme con mis primos, que eran todos más salvajes y extrovertidos que yo. La cuestión es que el hijo del almacenero tenía mucha plata en monedas y no le daba importancia. Algo así como dos pesos con ochenta centavos. Monedas de diez centavos pero también de un peso y de cincuenta. Para mí era una fortuna. Los Velázquez y yo mirábamos al hijo del almacenero y a sus monedas y si no les daba importancia pensábamos que tal vez nos las regalaría a nosotros. Recuerdo perfectamente esa ilusión: el hijo del almacenero regalándome las monedas porque no le importaban y yo comprándome muchos Prestigio de coco bañados en chocolate. Esa era mi obsesión en ese momento: los Prestigio. En el interior de sus envoltorios a veces venía una calcomanía que indicaba que te habías ganado otro. Una tarde me gané tantos que me descompuse. Me comí como diez o veinte Prestigio. Así pasaban las tardes en el Barrio Puyerredón. No hablábamos de nada. Estaba por largarse a llover y el cielo del barrio Pueyrredón, sin edificios, con casas bajas y a medio construir, era el cielo del Fin del Mundo. La conversación reprimida era sobre qué iba a hacer el hijo del almacenero con sus monedas. De repente anunció que las iba a enterrar. Las iba a enterrar en un lugar exacto del terreno baldío, contra el paredón de la casa de Roberto. Las iba a venir a buscar exactamente dentro de un año.

No hablábamos de nada. Estaba por largarse a llover y el cielo del barrio Pueyrredón, sin edificios, con casas bajas y a medio construir, era el cielo del Fin del Mundo.

Las enterró y se fue. Estaba más allá de todo. Podía enterrar monedas y planear buscarlas dentro de un año. No sabía qué hacer con tanta plata. Después de él nos fuimos también los Velázquez y yo. Cada uno a su casa, en silencio. Tal vez los Velázquez se dedicaron a sembrar el caos un rato más. El hijo del almacenero vivía en otro barrio y por lo despreocupado y maduro que era seguramente se olvidaría que había enterrado dos pesos con ochenta en el Barrio Pueyrredón. Llegaron los días de calor y yo pensaba todo el tiempo en esas monedas enterradas. En el transcurso del entierro y el momento en que me decidí a ir a buscarlas algo debe haber cambiado en mi pensamiento porque ya no me importaban mucho los Prestigio que me podría comer tanto como el hecho de tener dos pesos con ochenta en la mano. Yo tenía seis o siete años. Esperé a que se hiciera de noche y aprovechando que mi vieja me mandó a comprar una prepizza fui a desenterrar las monedas. En la canchita de enfrente no jugaba nadie. Tampoco caminaba nadie por la vereda ni por la calle. No había mucha gente en los barrios de noche en el año 1992 y supongo que ahora tampoco. Sabía exactamente contra qué lugar del paredón había enterrado las monedas el hijo del almacenero. Volví a mi casa y le di la prepizza a mi vieja. Fui al baño y me lavé las manos y las uñas llenas de tierra. Había escarbado un rato largo pero no había encontrado las monedas. Sentí una mezcla de tristeza y alivio. Supongo que los Velázquez me ganaron de mano.

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#20

Hoyo Pelota Martín Sia Callate / Acuarelas

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iempre miré a mis padres con agradecimiento por haber elegido Moreno para vivir. No sé por qué, pero creo que ser un pibe del conurbano en los 80, me hizo mejor persona. Tal vez es un pensamiento estúpido, pero toda mi vida estuve convencido de eso. Mi casa, ubicada en el Barrio San José, estaba en la única cuadra asfaltada en cinco a la redonda. Era una verdadera excepción. Panamá 5231, entre Chile y Colombia, un paraíso latinoamericano en pleno conurbano bonaerense. Mi vieja, ama de casa. Mi viejo, un tipo que tenía un videoclub, el primero del partido. A los 4 años empecé a ir al jardín de infantes, el 908, pero me costaba hacer amigos. Siempre llevaba conmigo un muñeco de Mazinger Z, que apretándole un botón en su pecho, lanzaba sus puños con furia, casi siempre, siendo mis compañeros de salita celeste los destinatarios de los mismos. Un día, la señorita Graciela decidió armar parejas. La consigna era crear un juego con sólo un elemento que ella nos iba a dar. A mi me tocó José María Pereyra, que además, era mi vecino de enfrente, pero nunca habíamos cruzado ni la más mínima palabra. ¿El elemento? Una pelota de tenis vieja. Recuerdo que nos sentamos en el arenero y empezamos a imaginar juegos con nuestras mentes de niños. El primero era uno muy elemental: lanzar la pelota con sólo una mano, la derecha, y recibirla con la misma sin dejarla caer, y luego hacer lo mismo con la mano izquierda... El resultado fueron bostezos y caras de aburrimiento. Quedaban solamente diez minutos para poder completar la consigna y fue ahí cuando, y desde mi más humilde punto de vista, creamos el más maravilloso juego ideado hasta el día de la fecha: El Hoyo Pelota. Estoy convencido que antes de contarles esto, debería ir a la oficina de patentes y registrar esta auténtica joya. La primera versión del Hoyo Pelota era muy precaria. El objetivo era golpear a nuestros compañeros de jardín con la pelota y enterrarla en el arenero, pero ese día, hice mi primer amigo y desde ahí llevamos el juego para el barrio.

La primera versión del Hoyo Pelota era muy precaria. El objetivo era golpear a nuestros compañeros de jardín con la pelota y enterrarla en el arenero.

José María me presentó a varios de sus amigos: Jony, Mariano Toti, Nahuel, Hernancito; todos pibes que después se convirtieron en mis compinches a la hora de los carnavales, con magistrales guerras de bombuchas, o mis laderos a la hora de un fulbito en la canchita de Piti. Aproximadamente 5 años después, un día de enero, a eso de las siete de la tarde y con el aburrimiento comiéndonos los huesos, se me ocurrió ir a buscar una pelota de tenis que usaba mi viejo para “jugar” al paddle con mi tío e intentar recordarle a José María ese juego que habíamos creado. Claro que teníamos que pulir y reglamentar las reglas del juego si queríamos hacer algo atractivo para los demás. La segunda versión del Hoyo Pelota era genial. Consistía en hacer una cantidad de hoyos en la tierra, puestos verticalmente, apenas más grandes que el diámetro de la pelota de tenis. Si eran 5 los jugadores, se hacían cuatro hoyos, si eran 6, se hacían cinco; siempre un hoyo menos que la cantidad de jugadores/guerreros que competían. A cada concursante le correspondía un hoyo y un número, y el que quedaba sin hoyo, elegido de manera completamente arbitraria, debía lanzar la pelota de rastrón y embocarla en alguno de los agujeros. Al que le cayera la pelota, debía recogerla de su agujero,

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correr a sus enemigos y tratar de pegarles un pelotazo. Estabas a salvo y podías tomarte un respiro en La Base Uno, que por ser el co-creador del juego, era la puerta de mi casa, donde había un tronco viejo que servía de descanso para luego tratar de volver a La Zona Pelota. Ganaba el que podía llegar a La Base y volver a La Zona sin ser tocado por ningún pelotazo. Era FUNDAMENTAL gritar la frase “¡Hoyo Pelota!” al llegar a La Zona. Cada vez se iban sumando más chicos del barrio al juego. Un día éramos catorce jugando y fue un quilombo bárbaro. Uno de mis vecinos propuso jugar con dos pelotas a la vez... nunca volvió a pisar MI cancha de Hoyo Pelota. No estaba abierto a ninguna sugerencia. Ese juego era de José María y mío. Lo compartíamos, obvio, pero nadie más que nosotros tenía la potestad de intentar cambiar las reglas del juego. Una vez, mi viejo me pidió que lo acompañe al video club, que estaba a diez cuadras de mi casa. Faltando solamente dos para llegar, vi un grupo de chicos corriendo, gritando y riendo. Se perseguían con una pelota de tenis e intentaban golpear a sus pares. Considero que mi reacción de ese momento fue algo exagerada. Para desgracia de ese grupete de infantes, la pelota cayó en mis pies, la agarré con mis manos y la lancé adentro de un terreno baldío cerrado con paredes y con puntas de botellas cortadas en sus bordes. Me miraron atónitos. Yo sólo llegué a decir: “El Hoyo Pelota es mío, yo lo inventé con mi vecino José María y si quieren jugarlo nos tienen que pedir permiso”. Mi viejo me pegó con la palma abierta en la nuca y me castigó durante una semana. Después de los siete días de exilio, volví a las calles. Lo único que quería hacer era jugar al Hoyo Pelota. Reuní a varios de mis vecinos, los más emblemáticos, o sea, los originarios, esos que estuvieron desde el primer partido. Jugamos el mejor partido de Hoyo Pelota de todos los tiempos. Duró 6 horas. Todavía me veo las marcas de la pelota de tenis en mi espalda. Fue una partida muy desgastante. Ignoramos en reiteradas veces los llamados de nuestras madres para entrar a casa porque ya estaba la cena lista. Ese día hice una jugada magistral, que todavía recuerdan mis vecinos, cuando de vez en cuando vuelvo al barrio a ver a mi vieja. Yo era el encargado de llevar la pelota. Ya se me habían escapado Jony, Nahuel, José María, Leandro y Mauro. Solamente me quedaba Mariano Toti, mi némesis a la hora de jugar. Él siempre me ganaba. Yo sigo sospechando que su único objetivo era pegarme con la pelota, que nunca le interesó ganar realmente, sino, derrotarme a mí en mi propio juego. Tonti, como a mí me gustaba decirle en secreto, se había escondido detrás del Dodge 1500 de José Luis, mi vecino, el pintor, y no había manera de tener un lanzamiento limpio. Él se sentía acorralado por mí; cada vez que quería correr hacia La Zona, yo le anticipaba el movimiento y no lo dejaba salir. 101

Creo, y no tengo intenciones de mentir o exagerar, que estuvimos durante una hora sin poder definir ese juego. Ninguno de los dos quería regalar nada. Estábamos cansados, física y psicológicamente, pero si debíamos quedarnos hasta el otro día así, lo hacíamos. En ese instante vi mi oportunidad y la aproveché; Tonti se había sentado con la

espalda apoyada en la puerta del auto. Yo ya no lo veía y fue ahí cuando decidí hacer mi movida: lancé un globo casi perfecto por encima del auto, a una velocidad muy lenta. No quería que la pelota lo lastimase (mucho), lo que yo quería era ganarle. Miré atento la caída de la pelota pasar por detrás del auto y el más hermoso de los sonidos entró por mi oídos: ¡Poing! O por lo menos así lo recuerdo yo. Tonti se paró agarrándose la cabeza y riéndose. Eran las doce de la noche y ese 15 de enero de 1995 fue el último partido de Hoyo Pelota que se jugó. Hoy me puse a recordar esto porque, lamentablemente, hace un rato me avisaron que José María había fallecido. Si bien hacía mucho que no lo veía, mi infancia estuvo marcada por su amistad. El Hoyo Pelota fue un medio para aprender a compartir cosas con los chicos de mi barrio, fueron las charlas tomando naranju mientras hacíamos los agujeros en la tierra con las manos, fue mi primera desobediencia a un castigo sin salir. Durante muchos años fue mi vida. Recién, en el jardín de la casa de mi vieja, estaba sentado solo, pensando, y de repente y como una rara señal, desde la casa del vecino de al lado, me cayó una pelota de tenis en los pies. Se asomaron unos nenes, de no más de siete años de edad y me pidieron que les pase la pelotita, pero antes les pregunté a qué estaban jugando, con algo de curiosidad. –A la guerra –me contestaron casi al unísono. Me contaron que se tiraban la pelota, mojada, para que pique más el uno al otro e imitaban las aventuras de Mad Joe versus El Rompehuesos Clay, sus dos héroes de ficción y protagonistas de la historia Soldier Empire, que daba alguno de esos canales de dibujitos extranjeros. Yo me quedo con mi Hoyo Pelota.

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1001 Andrés Aliotta/ Fotocrónica

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Suspendido por obras de electrificación Julián Marini Rodrigo Cardama / Ilustración digital

ábado a la mañana, suenan bordeadoras Cualquier día de verano, suenan chicharras. bichos, como la cigarra. Pero bien de acá Los besos son más largos, porque tarda más el bondi. O por lo menos hay una sola línea, que te deja, a no menos de 15 cuadras. Las veredas son más amplias, los arboles más frondosos. Hay casas con fondos con parrilla y con pileta. Eso no significa que seas el millonario del barrio. Casas de tipos que laburaban se casaban y tenían 4 pibes. No soñaban con viajar a Asia escapar a Oceanía. Se ahorraba para la vacación en la costa o para la pileta propia. Para dejar de ir de los primos altos ratas. Te estiraban el jugo se comían las de chocolates. Te dejaban anillitos color caca. Se lava el coche en la vereda se pone al taco el estéreo. Se escucha cumbia bien piola rock and roll cuatro por cuatro. O los goles a los gritos de tu equipo de acá. No está bien visto, para nada, la doble camiseta. Es deshonra, se paga cara. Acá vivimos el ascenso orgullosos. Alguno tiene marcas en el cuerpo por hazañas de piedras de gases de correr en la estación de copar el tren de robar banderas de puesto de choripán

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vino tinto y salsa criolla. Las despedidas son más entrañables. A la escuela caminando o te pasa a buscar el micro. En bici durás poco, te la afanan en unos días. Las avenidas son más riesgosas y los pozos más profundos. Tenemos zanjas en vez de cordón. Y cielos enormes y claros despejados de edificios. El día es más día y la noche es más noche. Los open 24 escasean. Buscar una gaseosa de madrugada es una excursión como mínimo riesgosa. El ruido de motito adorna las tardes. Son los guachos que le tocan el escape. Sonido que asusta viejas, que ayer fueron a la panadería, y unos pendejos les tironearon la cartera: en una zanella, bien piola, bien chota, toda despintada, rápida saeta. Esta tierra es tu abuela pasando pan por la medianera para la vecina que ya no tiene. Golosinas de realismo mágico que solo se venden en estos quioscos especiales donde conseguís pañales paco ibupirac el regalo de cumpleaños para tu compañera de banco. Estas tierras son patrias chicas micro naciones orgullosas. Y decí que nos da paja, porque el viernes se sale se va al centro a los bares a la bailanta al Bosque de moda, que sino seriamos separatistas más fieros que los etarras. Se camina más se comparte el remís. Las tribus, las clases, los del colegio privado, y los de la escuela del estado. Todos se mezclan, entre jarra loca y trago especial. Por más que intentemos separarnos. Si sos de acá, seguro que tu hermana se casó con el hijo del de la vuelta, que es el primo de la Marta, la gorda que tiraba las cartas, la hermana de Mabel, la del hijo doctor, que se fue a Capital el muy careta, y ahora no visita a los viejos. Se le subieron los humos, pero de chiquito bien que venía a jugar acá a la puerta, y fue tu viejo el que le enseñó a pegarle con tres dedos para lucirse en el potrero. A veces tenés la sensación que no vas a salir nunca. Que pasando la autopista, te miran los elefantes, esos que sostienen al mundo en el lomo. Que si querés cruzar alguien te van a cargar chetito, careta ¿a dónde vas? Nos vamos para laburar, para estudiar, para escapar pero volvemos a que nos garronee los tobillos el perro de la cuadra a que nos reciba el perfume a jazmín las plantas de quinoto, los ligustres las medianeras los techos de tejas la juntada en la esquina para confirmar que eso que le contamos a nuestras novias de Palermo a nuestros amigos de Almagro de París de Marte de San Fernando del Valle de Catamarca no es sueño ilusión ficción o una fiebre extraña que nos delira la imaginación a los que viajamos en El Roca.

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Sinfónicos del andén

Juan Cruz Buenahora / Fotografía digital

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Nudo ferroviario Germán Warszatska/ Ilustración digital

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Tudor Muraru, panadero Gastón Varela p. a. a. © / Óleo sobre tela y tinta sobre papel

a Pablo Andrés Álvarez ...

a gente de Cultura no sé si tendrá interés, Ruso. Y hasta quizás tengan razón… Por eso te llamé, claro. No voy a gastar tanto celular al pedo. Tal vez puedas ayudarme a convencerlos, yo no estoy tanto con el tema de la pintura... Sí, son muy simples, como te dije. Dos obras sanas, que cronológicamente serían la segunda y la última, y cuatro reconstruidas, sí, las cortadas en tiras: donde una vendría a ser la primera de todas y las otras tres irían cronológicamente en el medio de las sanas. Las pinceladas son rústicas, pero precisas. Oleos... En eso distinto del estilo de Van Gogh, no tan marcadas. Sólo un aire, te dije, para darte una idea. Si querés les saco fotos y te las mando ya mismo... ¿Que no? Pero… ¿Cómo que describirlas...? Sí, sí, como quieras. ¿La última? Bueno, un campo amarillo con árboles, un cielo azul cobalto muy intenso y nubes, salpicado el cielo por las nubes. Sí, nada más, te dije que eran simples. El campo es de un amarillo medio dorado, pero sin brillo, más tirando a albero. Sí, recuerdo alguno de esos de Van Gogh. Había uno con cipreses, claro. Pero estos son redondos y petisos. Y hay otro con un pueblo al fondo, ¿no? ¿Auvers?... Aunque tampoco, en estas no hay construcciones ni personas. Te dije que sólo un aire a Van Gogh, Ruso. Al menos el campo, el trigal maduro. El cielo, menos... Pero lo que me llamó la atención no es la similitud, sino otra cosa. Tienen algo propio, eso me interesó. Algo misterioso. No sé. En la primera, no hay casi nada, un campo y un cielo vacíos. En la última, aparecen árboles y nubes, que no llegan a tocarse entre sí, ni los árboles ni las nubes... Pero a la vez da la impresión de un campo repleto y de un cielo repleto. Lo vacío se llenó. Ya lo sé, cada tanto aparecen pinturas de gente que murió y nunca mostró sus obras. Sí, y casi siempre comprobamos que hicieron bien en no mostrarlas y mal en no hacerlas desaparecer... Pero lo del panadero es distinto, Ruso. En serio. La perspectiva es rara. No por lo elemental, que lo

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es, claro, sino porque parece invertida. El paisaje está pintado desde un punto de vista inusual, casi inhumano. Como si la concavidad hubiese reemplazado a la convexidad del paisaje. Claro, al revés, como si se apoyara no sobre la corteza exterior de la tierra sino sobre la interior. Adentro de un globo terráqueo, exacto. Es rarísimo… ¿Que no te dice mucho? Estaría loco, qué se yo. Igual no me niegues que, si el viejo pensaba que la vida se daba en la corteza interior del planeta, no es curioso. El cielo vendría a ser el espacio interior del globo. ¿Cómo?... Ah, ni idea. No sé si él llegaba a esa conclusión, ni a ninguna otra, porque casi no quedaron cosas escritas. Sólo lo que te dije: el cuaderno con fechas y esas frases atrás de las pinturas. Cosas que el panadero escribió en la parte de atrás, sobre la tela… Te leo de nuevo la última: la verdad de todo está en su reverso. ¿Viste que te iba a interesar, tanto que te cagabas de risa…? Sí, es lo que dice en la tela. Se llamaba Tudor Moraru. Había nacido en alguna parte de Rumania o Moldavia, porque hablaba rumano. Cerca de tus abuelos, ¿no?... Ucrania, bueno, cerca. No se sabe en qué fecha nació. Ni pasaporte ni ningún otro documento. Un misterio. Encima decía que no era ni rumano ni moldavo. De la Dacia, eso decía. Imaginate, más de cincuenta años de panadero en Loma del Millón y los vecinos no saben casi nada del viejo. A eso sumale la muerte dudosa, un testamento de condiciones inesperadas, el tironeo legal, la casa cerrada más de 10 años sin que entre nadie… Claro, tanto enigma lo convirtió en mito. Y cuando se entra a la casa, aparecen las pinturas. Eso quiero aprovecharlo, porque ahora el mito podría ser mayor. No, nadie suponía de las pinturas... En un ropero, sí. Absolutamente ninguno de los vecinos con los que hablé. Y dicen que siempre vivió solo, desde que llegó. De aquel tiempo queda únicamente una vieja, muy vieja, pero lúcida. Igual, es lo que dicen todos. Por eso el mito. No te cagués de risa… La casa es una construcción como las de antes, no sé, cien años, todo planta baja. El frente de ladrillos sin revoque, sí. Tiene un portón de dos hojas para entrar a la cuadra de panadería, donde siguen el horno de mampostería y la mesa larga de madera. Al lado del portón, una tapia baja. Por arriba de la tapia cargaban la leña, claro. Y al lado de la tapia, una puerta chica y una ventana. Eso es todo. Llegó hace más de sesenta años atrás. Algunos dicen que tuvo hijos en su tierra, otros dicen que no, otros que tuvo acá en Argentina... Ni rastro, no. La vieja cuenta que llegó al barrio en el invierno del 49. Y puede ser, porque coincide con la primera pintura y con la primera fecha. Desde Rumania, desde Moldavia o desde donde se te ocurra, Ruso... Escapado de la cortina de hierro, dice la vieja. Nada, ni del puerto del que zarpó ni tampoco si fue realmente ese año 49 el de su llegada a la Argentina. La vieja cuenta también que en el 49 esto era puro campo todavía. Una quinta por acá, otra por allá… Todas desperdigadas, sí, sin tocarse. Claro, como los árboles del cuadro. ¿Ves que debe haber algo? Además, después de reconstruir las otras pinturas… Sí, como rompecabezas, porque te dije que están hechas jirones, todas cortadas a lo largo como una cortina de carnicería, pero con las tiras entremezcladas… Al reconstruirlas, te decía, encontré más motivos para creer que esto tiene que ver, que atrás de todo hay alguna lógica… Mirá: cuando don Tudor llegó acá… Sí, Tudor, ya soy amigo. ¡Dejame hablar, Ruso, la puta madre!... Cuando llegó, no había más que tres construcciones en la cuadra: la casa de la vieja, otra que me dicen que tiraron abajo hace décadas y ésta de la panadería. Todas de una sola planta... Eran loteos recién hechos de las primeras quintas de esta zona del conurbano, realizados sobre la base de un loteo previo de la chacra inmensa de los Ramos Mejía. La cosa es que esas tres casas no se tocaban entre sí. Hoy, en cambio, es un barrio repleto de construcciones, obviamente separadas por medianeras, pero pegadas, casi encimadas. Ya desde hace décadas, bueno, lo sabés. ¿Cómo, Ruso?... ¿Los años de las pinturas reconstruidas?... La primera es de junio del 49. Coincide con el relato de la vieja y con el cuaderno, que dice: 1949 junio. Pero lo que me llamó la atención comienza en la segunda obra, de diciembre del 49. Exacto, la primera de las dos sanas. Es idéntica a la anterior, de junio, salvo por la perspectiva, que ya es inversa. Claro, cónca-

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va. Sí, un poco de cada una... Vacía de árboles y nubes, como la primera, pero con la perspectiva cóncava de la última. El tema parece obvio... Pero desconfío de lo obvio. Ya lo dice el viejo en la última: la verdad de todo está en su reverso. No me pongo místico, Ruso. Es fácil suponer que la primera es de su tierra y la segunda es de acá. Sí, atrás de la más vieja dice: así era mi tierra. Por eso se la pudo reconstruir con facilidad. También en el ropero, pero en una caja. Todas las tiras juntas, un bollo... No sé. Igual, si fue escrito con posterioridad, no cambia. No, tampoco. Él o algún otro, no sabemos. Pero nadie sabía de los cuadros... La letra es un poco distinta, aunque la letra se modifica con los años... Tampoco si la trajo con él en el viaje, como trayendo una postal... Claro, si la hubiera pintado otro quizás explicaríamos las copias sucesivas, una manera de recordación de su tierra o algo así. Pero no podemos afirmarlo. El resto de las pinturas trabaja sobre el mismo paisaje cóncavo de la segunda, y van sumándose los árboles y las nubes... No, la gente de Cultura no parece tener interés, te dije, yo sólo creo que es importante conservarlo. A vos te van a dar más bola, supongo. Hay cada uno, que ni te cuento... Pero dejame decirte una cosa antes de que me olvide: más allá de que la primera probablemente haya sido una especie de modelo del resto, y de que el viejo Tudor extrañara ese paisaje, lo raro es que nunca haya pintado ninguna persona. Porque agregó árboles y nubes, pero nunca... ¿Van Gogh tampoco en los campos?... Bien, Ruso, estás atento. ¿Solamente unos cuervos?... ¿Ni en Auvers, donde murió?... ¡Como Tudor Moraru, el Van Gogh de La Matanza, carajo!... En ninguna de las seis, nadie. La aparición de los árboles y las nubes coincide proporcional y temporalmente con el poblamiento del barrio. Pero, ¿por qué no agregó a los pobladores?... No, no creo que sea alguna masacre allá en su pueblo... O sí, no sé. ¿Que habrá huido…? Pero las pinturas parecen referirse más a esta tierra que a aquella... Se me ocurre que no extrañaba mucho. Si no, hubiera buscado algún tipo de comunicación con los suyos, Ruso. Tendrían que haberse encontrado cartas, fotos, postales... Al menos, algo... Pero no hay nada en la casa. Todo completamente limpio de su pasado. Salvo que haya entendido que la vida fuera imposible en su tierra, entonces partir, entonces recomenzar lejos, inexorablemente lejos del pasado, un construirse como ajeno a todo… No me hago el poeta, Ruso, te hablo en serio. ¿Los vecinos?... No, no recuerdan que el viejo hablara de su tierra, salvo eso de que era de la Dacia. Como los coches, claro, que son rumanos. Sí, feísimos, una poronga. Ahí tenés, el viejo negaba ser rumano o moldavo. Era dacio, insistía. Pero los dacios desaparecieron hace siglos, Ruso. Y las tierras podían ser rumanas o moldavas. ¿Cómo, de dónde más, Ruso? ¿Lo estás buscando?... Sí, decime. ¿Bulgaria, Hungría, Serbia y Ucrania?... Entonces como tus abuelos, Ruso, ¿entendés?... Sí, hablaba rumano, pero los moldavos también lo hablan. La vieja coincide con el resto en que don Tudor no se trataba en profundidad con nadie. Se ve que nunca quiso aprender más castellano que el que le sirvió para vivir de su horno de panadero. Y claro, como el rumano es en parte derivado del latín, se las arregló para entender relativamente rápido el castellano... Pero como nunca le importó contar nada suyo, siempre se comunicó en su cocoliche... Cagate de risa, la vieja dice que era un tano hablando en ruso. Y no porque fuera mal llevado. Al contrario, todos coinciden en que era cortés y solidario, aunque parco, como la gente de antes. Ah, y seguramente fuera anarquista, como todos los panaderos de aquel entonces, cuenta la vieja. También dice algo de un club mutual llamado “Crisol de juventud”... Sí, averigüé, queda acá a la vuelta. No saben nada. Los registros de los socios de aquel tiempo fueron prendidos fuego hace décadas, y nadie de ahora recuerda que el viejo haya ido. Pero pará que esta llamada me va a salir un huevo... ¿En qué estaba?... Ah, te decía que las pinturas pueden ordenarse cronológicamente. La segunda es con fecha segura de estar en Argentina. La tercera es del 51, quiere decir que el viejo ya llevaba dos años, mínimo. Y ese año concuerda con el de la reparación completa de la cuadra donde elaboraba el pan. Exacto, según lo que cuenta la vieja. No, la pieza y el escusado los fue

Te dije que sólo un aire a Van Gogh, Ruso. Al menos el campo, el trigal maduro. El cielo, menos... Pero lo que me llamó la atención no es la similitud, sino otra cosa.

arreglando después. Claro, cuando Moraru compró, lo que había era la cuadra con el horno de mampostería semiabandonado, una pieza al frente y el escusado en el jardincito del fondo. De a poco fue reparando la cuadra y el horno, para ponerlo en producción. Después reparó la pieza, hizo el baño adentro y dejó libre el fondo. ¿Cómo?... No, nunca vendió acá. Y esa es otra razón de que se sepa tan poco. Siempre horneó pan para afuera. ¿A los vecinos? A los de su cuadra muchas veces se lo regalaba, dicen. Nada más que francés, hacía. Sí, milonguitas, miñoncitos, flautitas y de fonda, principalmente de fonda, pero tipo francés. Muy rico. Inigualable, dicen. Pero como es un mito... Vendía a las panaderías de la zona. Salía con su triciclo a hacer el reparto antes del amanecer. En las mismas bolsas de harina lo llevaba, las de papel madera. O en canastas... Alguna que otra vez un ayudante, muy ocasionalmente. Por eso se perdió el rastro también... Había días que repartía hasta tres triciclos, cuentan. Siempre él. Sí, los vecinos más viejos. Te dije, nunca tuvo con ellos más que un saludo respetuoso, casi solemne, pero no pasaba de saludo. O un “de nada” cuando le agradecían el pan que les regalaba... Hasta cuentan que plantó el naranjo en la vereda, para que los pibes coman las frutas… Un tipo extraño. Y el quilombo vino por el testamento, que cedía la propiedad a los vecinos de su cuadra. Así se entendería perfectamente lo de las naranjas... Aunque, no sé, sigue siendo muy raro… Sí, muerto. Lo encontraron los vecinos cuando entraron a la casa. Muerto al lado del horno... Después de tres días de no verlo salir de la panadería. Por atrás, entraron. Saltaron la medianera y se metieron por el jardín del fondo. Paro cardíaco, supuestamente. Pero casi todos creen que se suicidó. Veneno, algo por el estilo. Más que nada por el testamento, lo piensan, y porque les convendría. Entonces se metieron los abogados y la Municipalidad. Quilombo. Por eso quedó cerrado desde aquél tiempo. Claro, los cuadros los vieron ahora. Entonces llamaron a los de Cultura, y ellos a mí... ¿Qué cosa? ¿El horno?... A leña, sí. Siempre a leña. Todavía quedan algunas astillas de quebracho acá al lado... El piso del horno es de piedra, exacto. No sabía que entendías de panes, Ruso. Ah... Todo pan francés, sí. ¿Un palo con una hojita de afeitar?... ¿Como un cuter?... Ya te digo... A ver… Hay un balde de madera, un cepillo de cerdas duras, un calentador a kerosene, una radio vieja, de esas que sintonizaban onda corta… Y acá en una mesada hay un manguito como de cuchillo, sí, con una Gillette toda oxidada en la punta, hendida en la madera. ¿En serio?... ¿Ésto usaban para hacer los cortes en el lomo del pan?... Ah, para que fueran parejos y no se deformen al hornearlos… Claro, y con esto habrá hecho jirones los cuadros sin que se desfleque la tela... Con una hojita de afeitar... Porque son perfectos los cortes, Ruso. De ahí que no haya sido tan difícil reconstruirlos... Además de las fechas de atrás y los escritos, claro. Sí, te dije que esas fechas están subrayadas en el cuaderno... Y algunas otras. Sí que te dije lo del cuaderno con las fechas... No las de los cuadros, las del cuaderno... Sí, viejísimo, las hojas amarronadas. Fechas, sólo fechas. Muy metódico. Una por renglón. Hay años que aparecen en dos renglones seguidos; otros, una sola vez. Pocos años no figuran. Y siempre las fechas coinciden con la época de la cosecha, salvo la primera. Exacto, por eso infiero que es trigo. Y los años de los dos cuadros enteros y de los cuatro reconstruidos están subrayados, sí. Y otros también subrayados, así que hay obras que faltan, seguro. Tenés razón... Sí, la primera no coincide porque en Europa junio es como acá diciembre. Claro... El cuaderno es de allá, entonces. Qué boludo no darme cuenta... O lo anotó cuando llegó acá, también puede ser. Sí, en castellano. ¿Las dos frases...? No, las frases están escritas en los cuadros; en el cuaderno simplemente las fechas. De los cuadros, el primero dice: así era mi tierra, y la fecha. Junio del 49, sí. Y de ahí en más, o sea, desde la primera pintura entera, siempre diciembre. O diciembre y enero. O diciembre dos veces, y el año, obvio. O algunos años nada, pero pocas veces, ya te dije... En el cuaderno... Sí, y atrás de la última está escrito: la verdad de todo está en su reverso, y la fecha. Claro, coincide con su muerte, Ruso: diciembre de 2001. No, no sé. No sé cómo no se animó a entrar nadie en más de diez años. Segu-

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¿Cómo?... No, nunca vendió acá. Y esa es otra razón de que se sepa tan poco. Siempre horneó pan para afuera.

ro por el tema del juicio... Había fajas judiciales, unas ventanas tabicadas con ladrillos... Pero podrían haberse metido igual, ya sé. De hecho se habían colado por el fondo cuando lo encontraron finado… Sin embargo, salvo la mugre, no entró nadie. Así que la cuadra de panadería quedó tal como cuando el viejo murió, dicen. Y parece ser cierto… ¿La muerte?... Te dije, un suicidio, coincide la mayoría. Dudan de un simple infarto… Aunque hay quienes insinúan en joda que se clavó un viagra y palmó. Sí, por eso de que salía cada tanto. Ya te conté, acá cerca, sobre Rivadavia, en Ciudadela. “Emporio”. Gran nombre. En serio que fui al mediodía, no te estaba jodiendo. Puertitas a la calle, portero eléctrico, escalera angosta al primer piso y un pasillo mínimo que termina en un gordo inmenso. “A esta hora hay servicio de guardia nada más”, aclaró el gordo apenas me vio subir. Cuando le dije que era por otra cosa, desconfió y mostró los dientes. Le pregunté por el viejo. La mole dijo no conocerlo, al principio. No se acordaba de nadie así… Yo me imaginaba rodando por la escalera en cualquier momento, con un tiro en la frente. Pero al verme cagado en las patas, el gordo se aflojó y se presentó como “El Gurka”. “Claro, el panadero”, me dijo después, y me hizo pasar al “salón”. Esa fue su palabra: “salón”. No, no tan pocilga, era grande. O sí, pero una pocilga digna. Ya en el salón, El Gurka me llevó hasta una barrita que había en el rincón del fondo, con una heladera vidriada atrás. Entonces abrió la puerta de vidrio y me invitó una birra. Después pasó un trapo rejilla por el pegote de la barra... Obvio, la birra estaba fría, Ruso. Te dije que una pocilga digna. Me la mandé de un trago. Una lata, sí. ¿Qué te importa eso?... Yo tampoco había ido a un puterío al mediodía… Muy extraño, porque entraba el sol por la ventana que daba a la calle, no había música, se oía pasar el tren... El resto, lo común. Un pool, una rockola antigua desenchufada, mesitas ratonas, unos puff… La cuestión es que, al toque, el gordo también me confirmó que el viejo era medio mítico en el barrio, y hasta lo deschavó. Me explicó que iba los domingos a la noche, porque no tenía que hacer pan para el lunes, ya que cierran las panaderías. Aunque, de inmediato, se corrigió: “cerraban, al menos”. No hablamos mucho más. Lo que sí, me invitó, digamos, una segunda birra, Ruso, que terminaría cobrándome como si fuera un champán. Pero de eso te cuento después. Al final, dijo que no sabía que el panadero pintaba y que de las minas de aquel tiempo quedaba una sola. ¡Y estaba! Sí, en serio, estaba de guardia. Entonces El Gurka bordeó una tarima con telón rojo de pañolenci que estaba casi al lado de la barra y llegó hasta una de las puertas del otro rincón. Golpeó suave con los nudillos. Cuando se abrió la puerta, hundió la cabeza pegándola al marco, como si quisiera escuchar la madera. Después dijo algo que no llegué a entender y se vino otra vez al lado mío. “Pasá con ella así hablás tranquilo”, fue su última frase antes de guiñarme el ojo y desaparecer por la entrada del salón. Cómo te doy letra, ¿eh?... Pero yo esperé en la barra. Claro, por eso la puta salió y se acercó al toque… Ojo, no tan veterana... Nos quedamos ahí parados, tomando otra cerveza… En fin, lo importante es que don Tudor había pasado con ella varias veces. Le decía Helena, me contó. Siempre les decía Helena, a todas. Y hablaba raro, también me dijo. ¿Quién habrá sido esa Helena que buscaba, Ruso?... No sé. Nadie sabe. Sí, obviamente que se lo pregunté. Me contestó que nunca había trabajado ninguna Helena, que además ese era un nombre de vieja, muy malo para una puta y que ella era Marilú. Igual, es lo de menos, no suma mucho el nombre… ¿Creés que sí? ¿Que las llamara Helena contradice lo del suicidio?... Vos estás loco... Es cierto que los que buscaban a Helena no deseaban morir. Exacto, aunque palmaban en la búsqueda, no querían morir hasta conquistarla. Pero eso en la mitología griega, Ruso. Y un puterío de Ciudadela no es precisamente la Hélade… Sí, unos dicen en joda lo del viagra, pero… ¿Entonces qué…? ¿Que estás seguro que un tipo así no se suicida…? ¿No te parece agarrado de los pelos...? Pará, pará… ¿Cómo?... No, ninguna otra inscripción. Igual me fijo si hay algo más en el cuaderno... Pará, tranquilo... Sí, ya busco... Acá tengo, te repaso... Están las fechas, nada más, algunas subrayadas… A ver, me fijo mejor. ¿Atrás, decís?... A ver

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atrás... Sí, Ruso, hay algo. Pará, carajo, ya va... Es algo con letra muy chica. Sí, castellano... Te leo: Enterré mi tierra en esta tierra. Que sea como las migas de pan, jardín de gorriones. Y esperá que abajo hay otra cosa, escrita más chica todavía. A ver... Parece una receta... Aguantá. Sí, una receta, Ruso… De pan…. No la había visto, qué pelotudo... En la parte de adentro de la contratapa. Ahora te leo... ¿Qué cosa?... Sí, atrás… Atrás está el jardín, en el fondo donde antes estaba el escusado, ya te dije. Ahora es un yuyal, claro... ¿Cómo? ¿Ponerme a buscar ahí?... ¿Que las obras que faltan están enterradas en el fondo?... Sería una locura... Está bien, pero… Bueno, entonces me fijo y después te llamo. Sí, ¿qué?... Ah, la receta... Proporción bolsa 50 kilos harina; 1 kilo sal; 350 gramos azúcar; 1,5 a 2 kilos levadura (frío), 500 gramos (calor); agua; amasar mezcla, tapar bien al calorcito hasta levar; cortar y poner en horno 180 grados. Listo, no hay más... ¿Viste que excedía la calidad de las pinturas? Ya sé, por más narración que se haga, lo primero es la obra. Pero ahora no te la des vos de filósofo, Ruso... ¿Entonces para qué las quiero conservar?... Quizás porque no tengo motivos para no hacerlo. Pero bueno, después te llamo, voy a revisar el jardín...

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Oda al conurbano Diego Flores Claudio Magri / Tinta sobre papel

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as cumbias que marcan a cadencia de los pasos y se mezclan con el humo de malezas y yuyales, mientras los vecinos, que siempre son Pereyras o González, carajean por el tufo que se impregna en la ropa que se tiende día a día. Por allí lindos recovecos nocturnos donde jóvenes sedientos y carentes copulan sin titubeos, apretándose los labios y los sexos. Las calles, llenas de tierra y peronismo, valen cada uno de los días. Donde en cada noche en confusas esquinas hay reuniones de consorcios imaginarias donde se cuestiona el universo y se brinda con la vida. Los tipos que de apellido tienen un comercio y un cartel de para siempre: hoy no se fía. Las viejas transeúntes con uniforme de batón que buscan una belleza añorada en espejos que solo devuelven pigmentos alelados mientras sacuden las monedas que se come el verdulero. Los cines abandonados donde ya hace tiempo se proyectaron primicias tardías. La familia de chorizos siempre mostrando el cuero y cicatrices. Los Hijos de “El” abogado, extrañamente rosados con el chaleco verde que no encajaba con el color ruin de las veredas. Las mitologías y rituales, los secretos escondidos, el Roca siempre llegando en un ratito. Los domingos petrificados. Las avenidas con dominio de tracción a sangre, el camión de baratijas con cantar acoplado, la pobreza, los guachitos pululando arrebatos la suerte esquiva, cada uno de sus muertos. Todo ese compendio fundó mi percepción obvia, entonces. ¿Cómo no quererte mi querido imperio ocre? Si me diste la canchita de tus calles, los amigos, los mates y las reposeras.

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Mi primera sidra, las pibitas que ya me olvidaron. Los sueños que todavía tejo hasta que me despiertan los silbidos de Alfredito que me llama para que salgamos a patear veredas. La única forma de pasar los días.

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Gato con botas Germán Amato Julián Bernatene / Pastel sobre papel

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i película favorita de todos los tiempos es el Gato con Botas. Ojo, una versión que se filmó en un descampado de los ochenta en los Altos de Merlo, enfrente a un almacén, en el barrio más humilde y arbolado. Memoria uno. Mesa de la cocina, mamá dibuja con lápices la carátula para primer grado en el cuaderno araña. La veo concentrada en cada color que elige, y mientras pinta, habla sobre algo que no tiene que ver con el dibujo, no me acuerdo qué dice, pero sí que la voz de ella es hipnótica –casi mantra. En este cruce marca un pulso afuera de los renglones, que se intensifica si canta, a media voz. No hay televisión, todavía. Suena la radio am, es de noche –mis hermanas duermen. La canción no sé, puedo inventar ahora que es una de Nicola Di Bari. Y cualquier cosa que pase en la cocina es enhebrada por el ruido de la heladera verde ubicada a centímetros de la mesa donde estamos con mamá –una naranja cortada al medio comida a cucharita. Los platos en la pileta, sin lavar. Es difícil, para mí, separar sonidos –gustos y toques– de las imágenes que ayudan a narrar con la intensidad justa, apoyándose en letras y gestos que exceden y complementan, y también, liberan en las palabras un poco de la energía que guardan como cápsulas de poder. Porque eso creo que son. Memoria cinco. A los catorce invento un personaje, Cazador Nocturno. Hago toda una saga de historietas que funciona tipo protagonista de las cosas que me gustaría hacer y no me animo. Entonces él habla fluido y se besa con las chicas que me gustan –por lo menos los esbozos y desdibujos de esas chicas–, hace justicia pero no a lo superhéroe, una justicia más directa y por momentos bastante injusta, divertida, con el espíritu triunfalista que desde el año pasado embarga cada rincón por la hazaña en México. Quise ponerle la cara del mejor –copié varias fotos y todo–, pero a nadie de los que le mostré el personaje le encontró parecido con el dueño de la mano de dios. (Ni el fútbol ni los retratos son lo mío, lo descubrí a esa edad.) Acá entra Alfredo. Él también dibuja y es casi el único, en ese entonces, con quien puedo compartir de verdad el planeta de las historietas íntimas desde que terminó la primaria y dejamos de vernos con Juan Ángel –porque se mudó a Caballito con la familia y por mi propia distracción metabólica. Alfred no vive cerca de casa y no va al colegio conmigo ni nada, sin embargo cada vez que nos cruzamos es nuestra oportunidad. Secretamente dibujo para él, para el próximo encuentro, que nunca sé cuándo será. Porque mis historietas no las leía nadie, no las publicaba en ningún lado, y a mis amigos de aquella época –ni hablar de los siete samuráis, únicamente interesados en las armas de la noche y en los mecanismos de la hombría infalible– poco y nada podía abrirles de los ritos dibujantes. Cosa que no pasaba –ni pasa– con Alfredo, y no importaba si era un encuentro casual en la Avenida de Merlo (con sus autos en cuarenta y cinco grados) y que por horas estuviéramos parados en medio del río de gente charlando y empapándonos en qué andábamos desde la última vez que nos vimos, como si no existiera otra cosa. Y acá pregunto si existe algo más importante que esa rítmica abierta en ciertos barrios. La música, ya sabemos, no es solamente, las melodías nacidas con instrumentos “oficiales”, sino todo lo que tenga ritmo, posibilidad de expansión y contracción, silencios, repeticiones. Algo parecido pero con otros materiales y mecanismos pasa en el dibujo y la pasión.

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Por eso, una de cal y otra de flema: Alfredo cae a casa a mostrarme su última historieta. Cuando la saca, la leo en silencio de principio a fin, subiendo el volumen de rabia. Era un cover de una de las historias de “mi” Cazador nocturno, reelaborando cada escena y con el hilo más claro. No sé si lo que me daba bronca era que hubiera usado “mi” relato o que sus dibujos fueran mil veces mejores que los míos. Ahora puedo comprender su gesto, entonces simplemente le escupí un reproche digno del amarrete de los tres fantasmas del Cuento de Navidad. Con él nos conocemos desde la primaria y a partir de los diez años bailamos en los recreos y empezamos a dibujar este break dance que, por suerte y elección, todavía continúa. La amistad no es una moda. A lo sumo se parece más a la locura, o libertad subversiva, de no creerte dueño de nada y entregar, con paciencia, hasta el último alfiler que sostiene nuestra ropa. Memoria uno y medio. Desde muy chico –gracias a Función Privada que veíamos en la tele de mi abuela– empecé a narrar la película de la semana a compañeros de la primaria que no tenían habilitado el horario de protección al menor o directamente el televisor. Cada vez que aparecía en el relato, hubiera o no pasado realmente en la película, una teta parlante o concha inesperada, explotaba la algarabía del público. En la secundaria el ritual se volvió más íntimo: a la vuelta del colegio, dibujar obsesiones hasta la merienda –escuchando música–, y después salir con amigos del barrio en bicicleta o a los baldíos –una pelota en la mochila–, a cocinarnos en el fuego lento de la charla hasta la noche y que los grillos, padres y bichos de luz nos hicieran shhh. Con el tiempo y de grande fui percibiendo puentes entre estas manifestaciones. No descubrí la pólvora. Pero sí que había en mí, una inclinación a tejer energías contrapuestas: un manchón de tinta china rimaba perfecto con el silbido que le hacía de segunda voz a la canción de la radio, el cuento manuscrito que intentaba convertir en historieta se me aparecía antes del lápiz, en fogonazos recorriendo la arquitectura del barrio (por entonces en plenas formación y casas bajas). Así fui fabricando mi propia pólvora. Nunca intenté un plan programático de investigación en lenguajes cruzados, sale a fuerza de prueba y error, sin darme cuenta de lo que hago –ahí están mis debilidades también. A veces garpa no ser tan consciente de ciertos mecanismos, así vamos libres de especulación y Maquiavelo. Memoria dos. Historietas. Con mi mejor amigo de la primaria coleccionamos el Tony porque trae una aventura que nos encanta, Mark. Con mutantes, paisajes apocalípticos y un amigo semi-infectado que lucha contra su mutantez, poniéndose un brazo de fierro. Tanta es la influencia de Juan Ángel, este amigo, que me pongo a dibujar mis propias aventuras sobre Mark. Pero mezclando la historia con los lagartos aliens de V invasión extraterrestre y con una película titulada The Warriors.

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Tal es mi constancia de dibujo, que en la adolescencia supongo que voy a seguir eso, dibujante de historietas. Con mis papeles manchados voy varias veces a la revista Fierro de Venezuela al 800 y Juan Lima, su editor gráfico, me recibe cada vez con respeto y atención de maestro. El tiempo en el conurbano todavía no está tomado por el imperio de la utilidad. No es del todo el tiempo operativo de los noventas que va a contaminar encuentros y dinámicas vinculares de tanta gente de capital hasta la actualidad. Síndrome de la metrópoli. Sin embargo, Juan siempre habla con pausas, pregunta de dónde vengo, ceba mate mientras mira mis dibujos y me convida tramas, títulos de historietas imperdibles y tortitas negras. Me hace sentir que no hice un viaje

Nunca me propuse un plan programático de investigación en lenguajes cruzados, sale a fuerza de prueba y error, sin darme cuenta de lo que estoy haciendo.

de treinta kilómetros –tren y colectivo– y ver que es posible estar inmune a la bacteria del acelere capitalino. Memoria Cuatro. Julián. Aparece en mi vida en el Club Remanso, Parque San Martín. Era hermano de Poli, un monstruo del dibujo, que viene al colegio con perfectas reproducciones de Robotech y mazingeradas muy logradas a rottring y lápiz de color, con el que nos hicimos semi-amigos en la etapa previa a los siete samuráis. Una vez que fuimos al club en el arranque del verano cuando terminó primer año, Poli cayó con su hermanito de nueve, cara de mexicano (meses atrás había sido el mundial) con bigote pelo de durazno. Ninguno de los “grandes” le dábamos pelota, pero su actitud altiva me llamó la atención y me acerqué a charlar, al filo de la cancha de paleta frontón. Y ante mi pregunta de ¿y vos qué hacés? Él sacó un cuaderno subrayando al dármelo: yo, invento personajes. Y en las páginas desplegaba un racimo de cuerpos, caras increíbles, y con ellas, el primer encuentro de nuestra eternidad llena de agujeros negros. Aunque hoy en día parece mi hermano mayor o un tío piola, tiene cuatro años menos. Por lo tanto cuando entra al secundario, se suma y define el clan de los tres chiflados –que fundamos con Alfredo– para dominar el mundo a fuerza de tinta china. Hicimos un fanzine de ocho páginas llamado Engendro. Tuvo un solo número apoteótico –que causó la ira de Remón, el cura del colegio capaz de tirarle un borrador a quien lo contrariara–, todos los personajes femeninos tenían cabeza de pija, y los varones, cara de teta. Por supuesto las historietas eran anónimas y podíamos intervenir

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los dibujos de los demás. Julián fue mi refugio cuando explotó la ilusión de los siete samuráis y el fin del secundario. Y me salvó la vida varias veces. Él para ayudar a su familia, trabajaba en la fotocopiadora de Don Beto a media cuadra de la escuela y cuando empecé la facultad, iba a hacer la tarea ahí, así charlábamos por horas. Eso también hizo, que él fuera el encargado de imprimir el primer ejemplar de mi primer libro, Antiprincipito, mezcla de historieta y novela –que hice para llevárselo y dejarlo de incógnito en la ventana a la mujer de la que, enamorado sin retorno, me había inspirado a escribirlo. Para esta época, él decide hacerse pintor. Habrá sido para diferenciarse de su hermano, por completo cautivado por la ilustración. Y los momentos que pasamos en el altillo de la casita de sus padres en una calle cortada de Padua, se volvieron claves en nuestra revolución de Tres Chiflados a colores. La dinámica descubierta con Alfredo siguió creciendo. Memoria siete. Me costaba dibujar mujeres. (Me pregunto si eso tendrá que ver con que de chico les tenía miedo: cuando venían amigas de mis tíos, salía corriendo a esconderme abajo de la cama de mis abuelos.) Gran dilema y ausencia que tardé edades y esfuerzos en subsanar, en paralelo a ir explorando el cuerpo y compartiéndolo. Flor de borrador nos tiran por la cabeza. Hasta que reconozco a Silvana. Estuvo toda la secundaria, sentada en el banco de atrás. Pero recién nos encontramos de frente cuando terminó ese ciclo. Alto desafío de la vida la mujer amiga. No el camuflaje para llegar a “otra cosa”, o sea, coger o etcétera. Mejor que la cuestión sea lo que es y esté donde está. La amistad posta también es un despliegue del cuerpo gozoso. Si yo aprendí a abrirme y a dibujar más profundo mis deseos, a realizar con valentía mis gestos, inscribirlos con fuerza y claridad en el aire que respiro –que me disculpen Juan, Alfredo, Julián, los siete samuráis, el tío abuelo y demás amigos actuales– terminó siendo por Silvana como puntapié inicial de un cosmos femenino que se me abrió gracias a ella. En cada tarde, noche, desayuno o madrugada se nos fue haciendo presente la potencia de la arquitectura secreta. Silvana quería que yo sea un tipo simple. Y yo solamente quería –esto parece una canción de Fito Páez– pasar tiempo juntos, porque era la única manera en que me sentía simple.

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Sus ojos grandes, sus dientes separados de adelante, un cuerpo felino y hermoso como sus manos, síntesis de todo lo que hay en Silvana, una capacidad de escuchar pero también, de hacer que en el silencio la sangre se transforme. Que yo nunca pude lograr recíprocamente hasta que se enoja y empieza a exigirme que la escuche. Que el principio está ahí, que oiga de verdad, que deje de hacerme la paja con mis propias imágenes, por más lindas que fueran, no me iban a llevar a ningún lugar si no se tocaban con las imágenes de otros. Que eso es escuchar, tocar donde las manos no acceden. Entonces despierto. Como en el cuento de la bella durmiente, pero al revés. Memoria seis. Veintiséis años, a un flaco canoso de mi edad –con el que nos veni-

mos saludando desde los catorce– y que sé que es músico, me resulta llamativo cruzarlo por tercera vez consecutiva en menos de hora y media, freno y le digo: Tengo una idea. Y le cuento algo que venía rondándome desde semanas atrás. Estos son los milagros del tempo de un barrio. Es Mariano, tiene un ojo marrón y otro casi verde y un estudio con un millón de instrumentos distintos y desconocidos para mí. Es junio de 1999 y momento de volver a jugarse. Nos juntamos a tomar unos mates y durante seis meses, desarrollamos la primera historieta musical, Moustro. Es un proyecto semilla, deforme y hermoso laboratorio, que va a marcar la cancha a quienes participamos. La primera edición del libro vino en cajita y con casete. ¿Qué son las historietas musicales? La voluntad de construir puentes. Un aprendizaje de la escucha de la música total –que no es sólo un programa de los ochenta. La exploración de eso que pasa mientras dibujo o escribo una secuencia y digo: acá va este sonido del viento, o una sensación completamente inesperada como Silvana tocándome el hombro en clase con un chiste, o Alfredo en el recreo poniendo a Michel Jackson en el grabador y sacándome a bailar o Julián limpiando pinceles en trementina diciendo buen día con cara de dormido en nuestro trabajo de tres chiflados… hasta que repose o se agite y se imprima lo más sincero que puedo dar –limitaciones incluidas. Esta frase se dice así y que haga el rulo mental quien escuche –que es la única o la mejor forma de ver, actual. Como el cine pero con la cualidad, que ofrecen la palabra y el cuerpo en voz alta, de dejar la imagen al libre albedrío de quien la reciba. Antes del teatro. Sin imposición. Una experiencia con los tiempos, ritmos y formas de tejer vínculos que ofrenda el conurbano, más allá de las pantallas y el marketing que cae sobre este distrito de la imaginación, como estar frente al fuego, y que espontáneamente alguien tome la voz para tocarnos y transportarnos a otro lugar del universo. Memoria tres. Juan Ángel me cuenta sobre un dibujito animado increíble, en el descampado enfrente de su casa en los Altos de Merlo. Nos despeina el viento de los árboles. Hay sol, pero estamos a la sombra de un álamo plateado arriba de un ciruelo ya sin frutas con las ramas perfectas para sentarse. La mamá tiene almacén en ese barrio –de los más humildes del partido– y podemos comer sin restricción tréboles y vainillas mientras juntamos flechitas (un yuyo con puntas que al tirárselas a alguien, se quedan incrustadas en la ropa) para hacer guerra de la remera insoportable –así se pone la tela cuando te ensartan demasiado con aquel pasto. El dibujito que cuenta Juan Ángel es el Gato con Botas –ojo, de los ochenta. El gato tiene un látigo y salta de árbol en árbol como Tarzán. Mi amigo vuelve cada imagen que relata, tan vívida, impacta de tal manera –en ese preciso momento, creo, decido hacerme dibujante–, que cuando me pregunten, y por años será así, digo que ésa es mi película favorita. Nunca aclaro que no la vi. La busqué por años en los videoclubes y después en internet. No la encontré. Cuando nos volvimos a cruzar con Juan después de los treinta y cinco, un día tomando un exprimido de limón, le pregunté si se acordaba quién había dirigido esa

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versión del Gato con Botas que me contara en el descampado arriba del ciruelo. Se rió sacudiendo el pelo lacio y oscuro, cerrando los ojitos. Recién ahí me enteré que no existía la versión fílmica. O sí, en mi mente, y la había dirigido él. PD: Juan Ángel confesó que hizo una mezcla de Indiana Jones con la secuencia que después le cortaron a Bambi, le metió algo de Sandokán en uno de esos libros amarillos Robin Hood y la parte más porno de la música en la Novicia Rebelde.

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