Cuentos y Poemas BIBLIOTECA
V CONCURSO LITERARIO
6º Concurso Literario
BIBLIOTECAS UNIVERSIDAD ADOLFO IBÁÑEZ
CUENTOS Y POEMAS Este es un libro recopilatorio de cuentos, poemas y relatos escritos por alumnos, funcionarios y profesores de la universidad, quienes a través de sus historias, nos invitan a descubrir lugares, personajes y versos llenos de vida y en donde los límites, sólo están dados por lo inagotable de la imaginación.
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Cuentos y Poemas 6º Concurso Literario
BIBLIOTECAS
2016
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@ 2016 Bibliotecas Universidad Adolfo Ibáñez @ 2016 Corregido por Susana Farías y Alejandra Salinas Diseño de cubierta y diagramación: Carlos Escárate Díaz
Diciembre 2016 Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual.
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Prólogo Todos tenemos una necesidad imperiosa de expresar nuestras sensaciones y percepciones de los infinitos estímulos que experimentamos a diario, ya sea a través del lenguaje verbal y no verbal, o bien, de las múltiples maneras que nuestra creatividad lo permita. El arte, desde su sentido original, ha buscado recrear la realidad mediada por la materia, imagen o sonido, desde un sentido estético; situando al artista como un constructor de vida y sentido. La literatura, por su parte, ha ido plasmando la sensibilidad humana a través de la proyección de los distintos imaginarios colectivos, cuya trascendencia nos ha permitido conocer el pensamiento del hombre a lo largo de toda la historia, y así comprender su percepción de mundo. Ahora bien, si nos situamos en el consciente imaginario de un escritor y su proceso de creación, podríamos develar las distintas rutas por las que transitan las ideas que terminan convirtiéndose en la inspiración de aquellos relatos que han marcado nuestra memoria literaria. Continuando con el afán por comprender qué es lo que impulsa la acción de escribir, pensemos en nuestra necesidad básica y cotidiana de comunicarnos; ahora, imaginemos que nuestra comunicación debe representar todo aquello que percibimos y que no alcanzamos a proyectar en el lenguaje, a esto agreguemos la absoluta libertad de imaginar cuánto queramos crear, finalmente, hagamos el ejercicio
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de encadenar palabras que proyecten todo lo mencionado anteriormente. Si por un instante, se sintieron indagando las mil ideas contenidas en nuestro pensamiento, entonces, ahora podemos sentir el desafío de querer plasmar estas ideas en la escritura. Sin duda alguna, que existe una infinidad de razones que motivan el oficio de un escritor, Julio Cortázar comentó en una de sus últimas clases de literatura que “Siempre he escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar por la ventana.” 1 Por otro lado, cuando el escritor Osvaldo Ferrari le preguntó a Borges sobre cómo se produce el proceso de escritura, su respuesta fue muy iluminadora ya devela la quinta esencia de su creación, al decir: “Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea.“ 2 Este sentido azaroso y revelador, es el que hoy nos incita a dar rienda suelta a la escritura, fundamento que sustenta la activa participación que hoy en día tienen los distintos concurso literarios. Tal es el caso, del 6° Concurso Literario de cuentos y poesía UAI, donde participaron alumnos, profesores y funcionarios de la universidad, quienes se atrevieron a crear estos mundos imaginarios a través del arte de la escritura. A continuación, ofreceré una mirada general sobre la estética del cuento y poema ganador: En primer lugar, en el cuento “El bosque” escrito por el estudiante Maximiliano Osorio García, se trazan variadas representaciones de nuestro imaginario con respecto a la hospitalidad que brinda la naturaleza: “Lo que más le gustaba era la pureza de ese aire, lleno de las exquisitas fragancias naturales que la falda de la montaña tenía
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para ofrecerle. El olor penetrante del coihue se mezclaba con el del ciprés y con un leve toque de los fragantes helechos, a lo que se sumaba el tenue aroma de la humedad de las rocas, resaltado por los musgos frondosos que crecían en las cortezas. Olor a vida…” 3 Y es precisamente, esa vida que se contrapone con el ruido asfixiante de la ciudad; antítesis que fundamenta el argumento del relato y la fatalidad presente en el protagonista. Este cuento transita entre el naturalismo de Quiroga presente en lo inhóspito de los distintos escenarios, y el romanticismo clásico de Bécquer visto en la proyección en la naturaleza como mímesis de los sentimientos más profundos de este hombre que busca refugio en el bosque para sus últimos días de vida. Finalmente, el ritmo de esta narración se sincroniza con la sonoridad de sus descripciones, convirtiendo así al lector en un testigo más: “A medida que se alejaba para encontrarse con su reciente esposa, oyó el cambio en el sonido, el cambio que ponía punto final a tres años de incertidumbre, el cambio que hace apretar los dientes y cerrar fuertemente los ojos para derramar más lágrimas, el cambio que indica la culminación, el cambio en el cardiograma, de una frecuencia breve e intermitente al de un pitido agudo y permanente.”4 En segundo lugar, el poema ganador “A ti” de la estudiante Ana Martin García, nos hace deambular por variadas sensaciones cotidianas, que al final de la obra nos sorprende con esta complicidad que se desarrolla entre la voz lírica y el lector. ¿Cuántas veces no nos hablamos a nosotros mismos, a través del espejo? Ahora vuelvo a preguntar ¿Cuántas veces evitamos mirarnos a nosotros mismos a través de nuestro reflejo? La respuesta la podemos hallar solo en nuestros encuentros conscientes con ese “alter ego”, cual verso de este poema, cito: “Todos los días te miro y te lo pido /Quiéreme /Y tú me sonríes con descaro/Insaciable/Descontenta/Encerrada en el espejo”. 5 La mirada existencialista contenida en estos versos, me hace
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recordar la poesía de Pizarnik, quien, desde la desolación de sus letras, nos llamaba a mirarnos sin pudor alguno, así como lo hace este poema. La creatividad con que se plantea este encuentro con ese “otro yo” nos maravilla desde el principio de los versos, ya que nos provoca, nos cuestiona, nos invita a una catarsis vista en la cotidianidad del simple gesto de mirarnos, sin máscaras, develando nuestra propia existencia. Por todo lo anterior, resulta ilustrativo mencionar a Nicanor Parra cuando en su “Manifiesto” anunciaba que “los poetas bajaron del Olimpo”6 , donde nos señala que el poeta es un hombre como todos, al igual que un albañil que construye puertas y ventanas; aquí nos interpela y nos invita a la libre creación que nace del sentimiento más puro e intrínseco. Además agrega “Para nuestros mayores/la poesía fue un objeto de lujo/pero para nosotros/es una artículo de primera necesidad/no podemos vivir sin poesía” 7, y finaliza su poema reiterando el verso “Los poetas bajaron del Olimpo”; para que no olvidemos que el arte de escribir está en las manos y en el corazón de todos. Alejandra Salinas Flores Licenciada en Letras, mención en lingüística y literatura hispánicas, PUC. Bibliotecas Universidad Adolfo Ibáñez _________________________________________________ 1 Julio Cortázar, Clases de Literatura. Berkeley,1980 (Alfaguara, Santiago, 2013), 19. 2 Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari. Diálogos I. (Siglo XXI, México, 2005), 39. 3 Bibliotecas Universidad Adolfo Ibáñez, Concurso Literario de cuentos y poemas (Santiago,2016) 17, http://www.uai.cl/images/sitio/biblioteca/2016/ebook-cuentos-y-poemas-biblioteca-uai-2016.pdf 4 Bibliotecas Universidad Adolfo Ibáñez, Concurso Literario de cuentos y poemas (Santiago,2016) 22, http://www.uai.cl/images/sitio/biblioteca/2016/ebook-cuentos-y-poemas-biblioteca-uai-2016.pdf 5 Bibliotecas Universidad Adolfo Ibáñez, Concurso Literario de cuentos y poemas (Santiago,2016) 33, http://www.uai.cl/images/sitio/biblioteca/2016/ebook-cuentos-y-poemas-biblioteca-uai-2016.pdf 6 Nicanor Parra, Obras completas & algo +, “Manifiesto” (Galaxia Gutenberg, 2006), 146 7 Ibid, 146
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Capítulo I 9
Cuentos y poemas premiados CUENTOS EL BOSQUE Osorio, Maximiliano ................................................................... 17 JUEGO DE NIÑOS Macari, Guido ............................................................................. 25
POEMAS A TI Martin, Ana ................................................................................. 33 El indecible valle Silva, Victoria .............................................................................. 35
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Capítulo II Cuentos seleccionados CONFESIONES DE UNA TERMITA PREOCUPADA Valdivieso, José Tomás ................................................................ 38 DEUDA PENDIENTE Gutierrez, Julio ............................................................................ 38 EL ASALTANTE ENCUBIERTO Gallardo, Felipe ........................................................................... 42 EL DESAYUNO Martin, Ana ................................................................................. 45 EL NEGOCIO FAMILIAR Urib, Trinidad ............................................................................. 49 EL RUIDO DE AFUERA Correa, Sebastian ........................................................................ 50 EL ÚLTIMO LADRIDO Peña, Valentina ........................................................................... 51 ELECCIÓN BIZARRA Endara, Gabriela ......................................................................... 51 EN REVERSA Hannig, Sascha ............................................................................ 56 GEN-C Tagle, Claudio .............................................................................. 62
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LA DEUDA Chace, Sebastián ......................................................................... 68 LA FORTUNA DEL EMPERADOR Fuentes, Nicolás ........................................................................... 71 LA SILUETA Collao, Alfonso ............................................................................ 73 LA VITRINA Bravo, Pía .................................................................................... 75 MAMÁ FUE AL SUPERMERCADO Moroso, Nicolás ........................................................................... 76 MATÍAS (UN PARQUE EN EL CIELO) Vargas, Rosa Inés ........................................................................ 79 MEMORIAS DE UN AYER Salas, José Ignacio ....................................................................... 82 NO PIERDAS LA FE Sivori, Arturo ............................................................................... 88 PACIFICO OLVIDO ETERNO Marín, Gonzalo ........................................................................... 94 SURREAL Aldana, Javiera ......................................................................... 100 TRAVESÍA Suzarte, Mirko .......................................................................... 105 VÉRTIGO EN EL ANDAR Prain, Michelle........................................................................... 108
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Y SIN EMBARGO CRECIÓ Arancibia, Guillermo ................................................................ 113
Capítulo III Poemas seleccionados DESEOS INFINITOS: LA SONRISA MÁS SINCERA DEL MUNDO Villa, Diego ................................................................................ 118 DULCES MENTIRAS Espejo, Martín ........................................................................... 121 EIGHT WAYS OF LOOKING AT AN HOURGLASS Osorio, Maximiliano ................................................................ 122 EL CHIQUILLO Aimone, Xavier ......................................................................... 126 ES CIERTO Díaz, Alberto ............................................................................. 128 LA SONORIDAD DE LA PUTEADA Moreno, Camila ........................................................................ 129 MARÍA, DE LA CIUDAD DE LAS ESTRELLAS Varas, Mario .............................................................................. 131
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NO TE OLVIDES Jeldres, Pablo ............................................................................. 132 PERDIDA Murillo, Camila ........................................................................ 133 PROMESA ES PROMESA Endara, Gabriela ....................................................................... 135 UNA VENTANA AL MUNDO Toro, Felipe ................................................................................ 141 VERBORREA VISCERAL Elgueta, Franco ......................................................................... 143
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Primer Capítulo Cuentos y Poemas Premiados
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Primer Lugar Cuentos
Maximiliano Osorio García El bosque Alumno de Ingeniería Comercial Viña del Mar
Mención Honrosa Cuentos Guido Macari Marimón Juego de niños Alumno de Periodismo Santiago
Primer Lugar Poesía Ana Martin García A ti Alumna de Intercambio Viña del Mar
Mención Honrosa Poesía Victoria Silva Mack El indecible valle Alumna de Psicología Santiago
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El bosque
Osorio, Maximiliano Con los ojos cerrados, aspiró profundamente el helado aire montés de aquella mañana. Dejó que le inundara despacio los pulmones antes de soltarlo en un largo suspiro que transmutó en vapor al contacto con la intemperie. Lo que más le gustaba era la pureza de ese aire, lleno de las exquisitas fragancias naturales que la falda de la montaña tenía para ofrecerle. El olor penetrante del coihue se mezclaba con el del ciprés y con un leve toque de los fragantes helechos, a lo que se sumaba el tenue aroma de la humedad de las rocas, resaltado por los musgos frondosos que crecían en las cortezas. Olor a vida. Sus dedos acariciaban dulcemente la caña que, desde hacía poco menos de una hora, aún no salía de su letargo, sobresaltada por algún desprevenido pez que había confundido la mortífera trampa con algo de alimento, presa no del ingenio del hombre, sino de su propia naturaleza rutinaria. A la distancia se oyó el canto de un pájaro y una brisa suave meció el bote, provocando un sordo quejido de la madera. Salvo aquella breve interrupción, todo siguió igual de calmo. “¿Aunque no es este mismo viento, viento que acaricia y renueva, parte misma de la paz que todo lo abraza?” Siempre había sentido una extraña fascinación por el bosque. Cuando entró a trabajar en una gran empresa, se prometió que apenas lograra juntar el dinero necesario, se marcharía de la ciudad y compraría una cabaña en el sur, desconectándose de la aplastante civilización, nutriéndose del catálogo que la naturaleza le ofrecía. En un seminario conoció a una cautivante joven con quien años más tarde se casó. La hizo partícipe de su proyecto y juntos lograron darle una nueva perspectiva al futuro: la de una familia. Pero quiso el travieso e impredecible destino que ella abandonara el mundo terreno al dar a luz a su hijo. Se halló de pronto solo y con un niño al que mantener por
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un lado y con su proyecto del bosque por el otro. El reciente fallecimiento de su esposa lo impulsó a elegir sin miramientos a su hijo, por lo que abandonó su sueño de trasladarse a los bosques sureños. Con los párpados aún abajo, sonrió al comparar lo que sus sentidos captaban ahora, una sensación de frescura y calmo orden, con el caos de la ciudad en la que había residido hacía apenas tres años. Sentado en la banca, algo amodorrado por el vaivén del bote, se convencía una vez más de que había sido eso, el olor denso de la fritura de los restaurantes de comida rápida, el humo fétido de los autobuses y los tubos de escape, la amarga fragancia de las fábricas, el ruido de los autos y sus incesantes bocinas, el coro de voces en conversaciones superfluas, el constante pitido de las máquinas de fax y de las computadoras, los ladridos de los perros, los llantos de los niños que hacían un berrinche por no poder tener el último modelo de una videoconsola, por la negativa de la madre ante la petición de una barra de chocolate… En fin, todo aquello había contribuido a que se pusiera malo y hubiese tenido que acabar en el hospital para reponerse. Había empezado como una migraña común, nada que una aspirina no pudiese arreglar. Pero cuando se levantó de su sillón para ir en busca de una taza de té y el mundo se oscureció y giró sobre su eje como un torbellino, arrastrándolo consigo hasta el piso de madera brillante que tanto se esmeraba en mantener siempre lustroso, fue que se dio cuenta de que había algo más. Por suerte su hijo se hallaba con él en ese momento y logró trasladarlo hasta el hospital en donde lo sometieron a una serie de extenuantes exámenes. Por fin, se le asignó una habitación y se lo dejó descansar. Pero el diagnóstico no era de lo más alentador. No era entendido en materias médicas, por lo que no comprendió cabalmente lo que el doctor le había dicho, pero sí logró captar que algo estaba mal en su cerebro. Y sus conocimientos bastaban para saber que eso no era bueno.
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De allí en adelante, las cosas empeoraron. Constantemente lo aquejaban agudas jaquecas y más de una vez tuvo episodios de violenta convulsión en los que varios médicos debían intervenir para estabilizarlo. Su hijo venía a visitarlo, lo ponía al día respecto a su vida, conversaba un rato con él sobre las noticias del mundo y luego se retiraba para hablar con el doctor. Conforme pasaban los días, se sentía cada vez más inquieto. Los ataques y los medicamentos lo extenuaban al punto de que dormía casi la mayor parte del día. Las veces que estaba despierto, se encontraba con las deprimentes paredes blancas de su habitación que parecían engullirlo en sus aristas, sofocándolo. Solo las visitas de su hijo lo ayudaban a distraerse. Las conversaciones habían evolucionado hasta el punto en que se limitaban casi exclusivamente a hablar de los viejos tiempos, recordando anécdotas y especulando sobre algunas posibilidades que no fueron. Porque es esa la sustancia de que se compone el pasado, los recuerdos de lo que fue y las conjeturas de lo que podría haber sido. Fue en estas conversaciones donde, como una idea primero, una fantasía que lo mantenía con la mete ocupada, desconectándolo por unos breves momentos de la realidad, comenzó a volver el fantasma de ese bosque mágico que había abandonado por su hijo hacía ya tantos años. Pero con cada día que pasaba, en que se encontraba mirando nuevamente los lúgubres muros blancos, la semilla del anhelo comenzó a germinar. Los días se convirtieron en meses. Las visitas de su hijo eran menos frecuentes y tendían a ser monótonas y breves. Rutinarias. Había llegado a un punto muerto en la situación que le había cambiado el mundo, una suerte de equilibrio en esta semivida que llevaba en el hospital. Un día volvió a sufrir un episodio, más agresivo que los anteriores. Tuvieron que conectarlo a una máquina para estabilizarlo. Esa noche soñó con su esposa. Era tan solo una imagen de ella sonriéndole, acariciada levemente por los rayos del sol que iluminaban una de sus mejillas. Al día siguiente, lo comprendió. “Voy a morir.
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Estos ataques, las máquinas, las drogas… no hay salida. ¿Cuánto más podré resistir? Estoy muy cansado, he luchado tanto. Es el final del camino. Moriré aquí, en esta cama apestosa, rodeado de estas cuatro paredes… A menos…” El ataque y el sueño habían sido el ingrediente final de lo que se había estado cocinando en su interior. Era eso, o continuar este statu quo miserable. La elección era obvia. Un par de días después, envidiando a los sujetos de las películas que lo hacían parecer tan fácil, se quitó todas las agujas que lo ataban a la cama, desconectó la máquina, juntó su ropa y, sin más, se largó. Bastaron unas cuantas horas para que su hijo comenzara a llamarlo. -Papá, no hagas esto. No puedes irte así. -Lo siento – respondió él. – Pero no moriré allí. Toda mi vida he soñado con el bosque. Y si este es el final, pues entonces es allí en donde tiene que ocurrir. Estaba en su casa, con un bolso listo con lo imprescindible. Antes de salir, notó la fotografía de su esposa en la mesita de la entrada. Sonrió sin saber bien por qué y se marchó para no volver. Hacía ya tres años de aquello. Había encontrado una cómoda cabaña de madera a las orillas de un lago que daba a un bosque por un lado y a una enorme mole montañosa al otro. Desde entonces, su vida había sido lo que siempre había soñado: una perpetua conexión con la naturaleza en un ambiente de armonía y tranquilidad. Se levantaba con los primeros rayos del sol y se dedicaba toda la mañana a pescar en el lago o a recolectar frutos y setas en el bosque. Por las tardes cortaba leña que almacenaba en un cobertizo a un lado de la casa o se dedicaba a leer mirando el atardecer. A veces, asimismo, le gustaba caminar por la montaña por el puro gusto de hacerlo, deleitándose con la colorida flora silvestre y observando silenciosamente a alguna araña que, ajena a su presencia, se enfrascaba en armar una telaraña entre dos ramas, abstraída en cada detalle, tejiendo con esa minuciosidad cirujana que
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caracterizaba no solo al trabajo de esa araña, sino a toda la naturaleza que lo rodeaba. Era en momentos como ese, o cuando por las noches observaba las titilantes estrellas que salpicaban el firmamento, o cuando veía algún brote tierno de alguna planta surgir desde el cadáver en descomposición de un caído ciprés, que se terminaba por convencer de la existencia de un Algo superior, el Gran Tejido del macrocosmos cuya seda conectaba cada cosa de ese mágico e inmortal bosque, uniéndolo con cada llama de vida que perteneciera sus dominios. Y agradecía su posibilidad de estar allí, viviendo en perpetuo presente. Se sentía en una burbuja, una fortaleza que lo aislaba de la ciudad y del tiempo mismo, atravesada únicamente por esporádicas llamadas de su hijo. Era siempre lo mismo, los “por favor vuelve”, “no puedes irte”, “te necesito aquí”, “tienes que volver” y sigue y sigue. Entendía el dolor de su hijo por su huida repentina. ¿Pero cómo podía volver ahora? Había soñado con esos momentos durante su vida entera y ahora, con la muerte acercándose inexorable, se sentía más vivo que nunca. Su hijo era ya un profesional exitoso y poco o nada podía hacer él. Estaba comprometido con una bella muchacha y se había mudado a un pequeño apartamento a las afueras de la ciudad. Y él había estado allí, a modo de desenlace de su rol paternal. “Desearía poder haber estado más tiempo, quizás conocer a mis futuros nietos. Pero estoy muriendo. Y pese a ello, estoy en paz. Hubiese querido compartir este sueño contigo, pero no tenemos control sobre las cosas que fueron. No te preocupes por mí. Te amo hijo.” “Te amo, papá.” Se incorporó bruscamente, saliendo del ensueño en el que había caído. Se obligó a levantar los párpados que cada vez le pesaban más y miró a su alrededor, pero solo vio el conocido paisaje del bosque. “¡Qué extraño! Juraría que…” Esa última frase salida de sus meditaciones se había oído muy cercano. Muy real. “Creo que no habrá pesca por hoy. Debo de haber dormido muy poco
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y el sueño me está afectando.” Retiró la caña de su posición y la dejó a un lado. Pensó en volver, pero luego se percató de que allí se estaba muy cómodo. Miró una vez más hacia la montaña que se alzaba imponente, un silencioso guardián custodiando el precioso tesoro que era el bosque. Por su cima, despuntaban los rayos del sol. Era una vista hermosa. Le dedicó un par de segundos más antes de acomodarse en la banca y cerrar los ojos, aspirando nuevamente el enriquecido aire natural, sonriendo mientras el bote se desplazaba silenciosamente por el agua. -Te amo, papá. El joven se inclinó hacia adelante y besó por última vez la frente de su padre, mojándola un poco con las lágrimas aún frescas. Se incorporó y lo observó. Estaba sereno y con sus ojos cerrados, sumido como siempre en su sueño interminable. Pero ahora parecía distinto; parecía feliz. El doctor lo miró, apoyando una mano sobre su hombro. El joven asintió levemente, si apartar la mirada del letargo de su padre. La presión de la mano en su hombro se desvaneció y supo entonces que ya estaba hecho. Mientras el doctor comenzaba a manipular el teclado de la máquina, el joven se dio la vuelta y salió de la habitación. A medida que se alejaba para encontrarse con su reciente esposa, oyó el cambio en el sonido, el cambio que ponía punto final a tres años de incertidumbre, el cambio que hace apretar los dientes y cerrar fuertemente los ojos para derramar más lágrimas, el cambio que indica la culminación, el cambio en el cardiograma, de una frecuencia breve e intermitente al de un pitido agudo y permanente.
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“El bosque”, ilustración de Constanza Navarrete (Taller de ilustración Biblioteca UAI)
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Juego de niños Macari, Guido
“Juego de niños”, ilustración de Constanza Navarrete (Taller de ilustración Biblioteca UAI) No pasa muy seguido, pero cuando mi hermana me pide que cuide a Simón, suelo inventarle algo para evitar hacerle ese favor. Siempre le contesto el teléfono en todo caso; prefiero decirle una mentirita blanca a ignorarla totalmente. En todo caso, no es que yo tenga mala voluntad. La cuestión es que ese niño agota a cualquiera. Y, de hecho, esa también es la razón de que a veces solidarice con ella; cuando me pilla desprevenido le digo que sí. Según creo, a mí no me cargan los niños, incluso muchos me generan simpatía. El problema, insisto, es Simón. No es mi tipo, por así decirlo (sin el afán de sonar ambiguo). Se mueve
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mucho, y siempre —sin excepción— me dice que está aburrido; más aún que el departamento que estoy arrendando no está hecho para su entretención y además es enano, muy apto para claustrofobiarse. Más difícil se me hizo todo ahora que no está Giselle para darme ideas o, de frentón, pasar ella el tiempo con el cabro niño. Si yo fuera un descorazonado, si tuviera tv cable (por los canales infantiles, claro) y si él pudiera quedarse quieto por más de quince minutos le dejaría la tele encendida hasta el último segundo posible. Solo Simón y el control remoto. Sólo será por un rato, me dijo mi hermana. Le había surgido un problema en su oficina y no tenía con quien dejar a Simón. El sólo por un rato me dio fuerza para aceptar. Pasaría por mi casa en media hora o menos. Era sábado y ya no era hora para almorzar. Para esperar, me puse a ver tele. Dejé una película de guerra que ya había visto un par de veces. Tato —el gato de Giselle que ella aún no viene a buscar— se puso al lado mío en el sofá. Al rato, Tato se fue a esconder debajo del sillón de mi pieza. Siempre es así cuando llega Simón; desaparece hasta que se va. Sonó el timbre. Al abrir la puerta me encuentro con mi hermana y su hijo. Apenas la miro, me sonrío con apuro y le dio un empujoncito a Simón para que entrara. Gracias, hermanito, eres el más lindo; me dijo. Iba apurada, y llevaba dos carpetas bajo el brazo. Quedé solo frente al niño, que tenía el pelo muy húmedo y algo peinado; era fácil imaginar vapor brotándole de la cabeza. Parecía recién bañado, aunque quizá eso no era probable, por la que era hora. Le pedí que pasara, por favor. Le pregunté cómo estaba; y sin mirarme asintió con la cabeza, en respuesta. Siempre le pregunto cuántos años tiene; esa no fue la excepción. Tiene cinco años. No me mostró su edad con los dedos; quizá ya estaba grande para eso, y la memoria ya le permitía recordar lo mucho que repito la pregunta.
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Siempre que viene al departamento es lo mismo; debe pasar un tiempo para que agarre confianza. Supuse que sin Giselle para regalonearlo más demoraría en acomodarse. Se sentó en el sofá, al mirar la película que se me había quedado puesta. Tenía las piernas muy apretadas entre sí, como si hubiera querido hacer pipí. Le pregunté si quería algo para tomar. No, me hizo con la cabeza. Le pregunté, también, si quería cambiar de canal. No, me dijo, despacio. Evitaba mis ojos. Simón, le dije, ¿qué querí hacer? Levantó la vista para verme. Apuntó a la pantalla. Quería ver la película. Sentí alivio, al menos quedarme unos minutos para estar ahí, tranquilo. Fui a buscar una cerveza al refrigerador. Volví. Me senté al lado de Simón pero a cierta distancia. Apoyé la lata en el brazo del sillón. Eché la cabeza para atrás para descansarla contra la pared. Le dije el nombre de la película. Trato de girar la vista hacia mí, pero se detuvo. Le di un sorbo a la lata. El aire que entraba por la ventana me relajaba los párpados. Creí que los dos, hasta cierto punto, nos evitábamos. Me dio sueño y traté de no quedarme dormido. Podría estar aburrido, pensé. Busqué, en mi cabeza, ideas. No dejaba de mirar la pantalla; o estaba muy interesado en la película o quería evitar cualquier interacción conmigo. Como ya conocía la trama, sabía que en un par de minutos empezarían a disparar; se me ocurrió un juego. Esperé un poco. Puse la lata vacía en la mesita de centro. Giré el cuerpo hacia Simón. Le pedí que pusiera sus manos en forma de pistola. Me las mostro como si hubiera querido mostrarme que estaban limpias. No sabía cómo hacerlo. Le expliqué de la manera más fácil; con el ejemplo. Le dije que se fijara en mis dedos, y así lo hizo. Practicaba mientras observaba. Luego, le di las instrucciones del juego. “Solo nos queda entrar a matar nazis”, dijo uno de los protagonistas antes de la batalla. Algo, muy parecido a un tanque, disparó. Cambió la toma; apareció un soldado apuntando. Dispara, le dije justo cuando
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apareció un enemigo cayendo al suelo por el un tiro. —Le achuntaste, se murió —lo felicité. Y busqué algo más que decir—: Tienes que apuntar bien para poder ganar. Sonrió sin confianza. Esperé un momento similar al anterior: un nazi, solo en la pantalla, cayendo por un disparo. En la película, había una cuantas tomas así. Le volví a dar la señal. Ese soldado, claro, también cayó al suelo. Las imágenes no eran tan explicitas, aquellos momentos de muerte no se mostraban tan de cerca; lo que me dio tranquilidad. Simón se rio. No dejaba de apuntar a la pantalla, que le iluminaba los ojos. El juego lo obligaba a estar constantemente atento y sentado en noventa grados, con sus pies que ni se acercaban al piso. Le decía que disparara y él lo hacía apenas terminaba de darle “la orden”. Acompañaba sus tiros con un ¡pium! muy poco creíble. No sabía si entendía muy bien lo que hacía, pero ya tenía cinco años. Por un momento, pensé en que la película estaba por terminar; me concentré en, si en una de esas, sonaba el timbre. Debíamos llevar como una hora ahí. Simón a cada rato daba saltitos con su cuerpo, que yo los entendí como síntomas de entretención. Yo, con los piernas apoyadas en la mesa de centro, descansaba de la situación; solo entreviendo para dar la señal. Hasta tuve tiempo para pensar en otras cosas; me acordé de Giselle (¿qué idea habría tenido para entretenerlo?), también quise saber dónde andaría Tato, estaría escondido su-mi gato. En un final quizás algo simple, dos oficiales —enemigos entre ellos, pero aliados por obligación— se dieron la mano en señal de triunfo. Esa imagen empezó a oscurecerse hasta desaparecer. Aparecieron los créditos. Cuando le dije que había ganado, parte de la cara se le puso colorada; quedando lleno de algo como un orgullo afiebrado. Después de que una voz anunciara en la tele cual era la siguiente película, Simón hizo unos cuantos “disparos” a distintas partes, seguramente como forma de celebración; se veía contento.
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Aprovechando ese tiempo, me levanté, despacio, para abrir un poco más la ventana y las cortinas. Ahí, algo encandilado, busqué a alguien que estuviera haciendo algo en su balcón, por ejemplo, colgando ropa. Al volver vi a Simón cargado en su brazo del sofá, jugando con los dedos, chocando los de una mano con la otra, como si hubiera tenido pegamento en las manos. Quise saber si le había gustado el juego, pero preferí dejarlo en lo suyo. Cuando volvía a sentarme, en una acción que pareció muy preparada, giró un poco el cuello para mirarme a los ojos. Me preguntó qué era matar. No supe responderle. Se me vino a la cabeza la palabra matar; pensé en un cuchillo levantado y a punto de apuñalar. Pensé en unas sábanas llenas de una sangre medio seca. Era una palabra difícil. Eso sí, quizá él ya estaba grande para no saber qué era matar, qué era la muerte. (¿Cómo a su edad no sabía nada de eso?). Matar y morir. Dos palabras que, unidas en una misma frase, se me hicieron feísimas… Quizá exageré. Entrampado por una simple pregunta. En serio. Acorralado, imaginando qué habría dicho mi hermana si nos hubiera estaba observando. Existían pocas palabras posibles. Tenía algunas en mente, revueltas. Podía usar a san Pedro en las puertas de un cielo, un cementerio lleno de sol. Estúpido. Yo no podía aturdirme por algo así. Pero supongo que me convencí de que, igual, nunca es buen momento para aprender esas cosas, que ocurren por una acumulación de coincidencias. No me quitaba los ojos de encima; como burlándose, vigilaba las palabras que no alcanzaban a salir de mis labios. Miré por la ventana, buscando algo de luz. —Es cuando alguien le quita la vida a otro —le dije sin ninguna pausa. Puso una cara que no deja de llamarme la atención. Apreté un poco las muelas, y el brazo del sofá. Creí escuchar que me llamaban por celular; pero al afinar el oído me di cuenta que no.
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—¿Disparar puede matar? —me preguntó, modulando exageradamente cada letra. —A veces. No siempre. Apenas estuve seguro de que no iba hablarme nada más, le pregunté si quería tomar algo. Quería jugo. Así que fui a la cocina para hacer un jugo. Por si era mañoso, tomé un jugo en polvo de durazno. No tenía ningún jarro, pero sí una botella plástica de litro y medio. Cuando terminé de revolver y de echarlo a un vaso, descansé un poco con los brazos apoyados en el mesón. Me dio las gracias cuando le pasé el jugo. Yo buscaba cosas para hacer. Había un zancudo enorme chocando, en vuelo, con una de las esquinas de la sala de estar. Nunca puedo ignorarlos, no como a otros bichos. Al empezar a buscar el insecticida, escuché el timbre. Le hice el quite a la mesa de centro y llegué rápido para abrir. Mi hermana me abrazó, fuerte y rápido. Se asomó por el pasillo; con la mano le hizo a Simón para que fuera donde ella. Aproveché esos segundos en los que Simón se negaba a pararse. Tomé el insecticida, que estaba al lado del mueble de la tele, para roseárselo al bicho del techo. Al darme la vuelta para acompañarlos a la puerta, vi que Simón miraba, sin ninguna expresión particular, al cada vez más aturdido zancudo. Como en el tenis, yo turnaba la vista entre los dos: niño, bicho... Eso hasta que este último término por caer mientras agotaba sus últimos aletazos. Como ella siempre anda apurada, le dijo a su hijo que le diera gracias al tío, y luego lo guió de la mano hasta la salida. Simón me hizo chao moviendo la mano, con algo de vergüenza creo. Al vuelo, mi hermana me dio mil gracias y quiso saber cómo se había portado su hijo. Le respondí que bien, y cerró la puerta. Y repensé su pregunta: sí, según yo, todo anduvo mejor que nunca. Fui a apagar la tele. Vi el vaso a medio tomar de Simón con su boca marcada. Me hubiera gustado saber si lo había hecho bien
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como tío en esa oportunidad; ya no estaba Giselle para darme una opinión. Tato, como era de esperar, se asomó por la puerta de mi pieza. Giró la cabeza para todos lados, sin tomarse mucho tiempo. Ya seguro, cuando caminaba hacia el sofá, se dio cuenta del cuerpo del zancudo en la esquina. Cambió de idea y fue hasta el bicho. Solo lo olió, y de lejos nomás. Fui a buscar la escoba y la pala, para barrer los restos de zancudo. Ya sin el niño, todo había quedado bastante limpio como para dejar pasar ese detalle. Pasó un rato. Oscurecía. Y escuché que sonaba mi celular. Era mi hermana. Creí que era para volverme a dar las gracias. Pero apenas se preocupó de saludarme. Me preguntó si sabía por qué Simón no dejaba de jugar a dispararle y decirle que ya debía estar muerta. Al principio no hice la relación, pero terminé por entender de qué me hablaba. Le hablé de la película y le conté sobre el juego que le había enseñado a mi sobrino; entremedio, también traté de distraerla recalcándole lo bien que se había portado su hijo. “Casi como me hubieras traído otro niño disfrazado, no sabía que podía ser así tan tranquilo”. Terminé por recomendarle que, cuando Simón hiciera con su boca el ¡pum! del balazo, ella le dijera “no me achuntaste”. Así él no podría descubrir que sus disparos son inofensivos. Igual no dejó de escucharse poco convencida, preocupada incluso. Le pedí que se relajara, que solo se trataba de un juego. Pero no se aliviaba mucho. Me comentó que, según ella, él no tendría por qué entender de esas cosas. Nos despedimos y colgó. Quedé solo, con todas sus aprensiones dándome vueltas. Recordé la cara de Simón cuando supo —supongo— qué significaba matar. Las cejas se levantaron, arrugándole un poco su frente como por primera vez. Casi sonrió: se le abrió un poco la boca, similar a cuando entiendes un chiste después de varios intentos. También me acordé de sus ojos puestos en el zancudo mientras este caía, asfixiado, rozando las paredes.
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Podría haber esperado a que se fuera Simón para tirar el insecticida. Pero no me di cuenta… Más encima, dicen que esos zancudos grandotes no pican, ni chupan sangre por lo tanto. Busqué algo qué hacer, en vez de quedarme sentado mirando cómo me pasaba el teléfono de una mano a otra. Encendí la tele después de al fin poder encontrar el control remoto entre los cojines del sofá. Busqué entre los canales nacionales alguno que —ojalá— no diera noticias puras tragedias policiales. Antes de echarme y apoyar los pies en la mesita de centro, encendí una luz para que no hubiera tanto contraste entre el departamento y el brillo de la tele. Así, en una de esas, conseguía quedarme dormido.
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A ti
Martin, Ana Todos los días al levantarme te lo pido Quiéreme Me visto como tú me pides Sonrío amable y sin prejuicios Te digo lo que quieres oír Actúo como me enseñaste Todos los días al llegar a casa por la tarde te lo pido Quiéreme Trabajo en lo que tú escogiste Y mantengo las amistades convenidas Mi casa es siempre tu casa Sigo fiel al contrato que firmamos el primer día Todos los días al acostarme te lo pido Quiéreme Me meto en la cama contigo Nunca te cuento mentiras Jamás me guardo ningún secreto Siempre me fío de lo que consideras correcto Todos los días te miro y te lo pido Quiéreme Y tú me sonríes con descaro Insaciable Descontenta Encerrada en el espejo
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“A ti”, ilustración de Rosa Inés Vargas (Taller de ilustración Biblioteca UAI) 34
El indecible valle Silva, Victoria
“Y mi libertad es tan quimérica como el canto de los pájaros nocturnos” ÓSIP MANDELSHTÁM En la penumbra El indecible Valle Me sitia con sus negros muros. Escucho la yerta respiración del pueblo Y sus plañidos que se desvanecen enfermos. La nieva saluda humildemente Y despuebla la certeza de lo que es real. Suave chirría la ventana Que lejos abrió mi padre muerto. Extática contemplo El misterio Y mis pies desean hundirse en el tímido temblar del río.
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“El indecible valle”, ilustración de Gonzalo Vidal (Taller de ilustración Biblioteca UAI) 36
Segundo Capítulo Cuentos Seleccionados
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Confesiones de una termita preocupada Valdivieso, José Tomás
En el festejo de su décimo cumpledias nuestra madre le permitió salir a morder cosas fuera de la colonia. Pero desde entonces he notado a Mobb muy diferente, he escuchado que se la pasa todo el día en la biblioteca y siempre que llega nos dice que ha comido mucho. Pero yo sé la verdad, ha aprendido a leer, ¡esta transformandose en persona!.
Deuda pendiente Gutiérrez, Julio
Cruzó el patio indiferente de todo el ruido de los estudiantes que fumaban y charlaban al sol. Iba al trote, campante, dueño de cada centímetro de ese espacio al que nadie más prestaba atención. No se detuvo hasta llegar a la jardinera; buscó un matorral que ya le era más familiar y se recostó sin bajar la cabeza. Sus ojos enormes, esa expresión reconcentrada y expectante y, sobre todo, la ausencia de una de sus orejas me recordó al Negro, el perro del quiosco del colegio.
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Un día entró sin que nadie lo notara y se instaló en un costado del armatoste de aluminio en que se vendían dulces, bebidas y helados; se apostó cerca de la puerta siempre abierta y, como era tan manso, nadie hizo nada al respecto. Después de un tiempo, el Director ordenó que lo dejaran tranquilo. Al perro le faltaba una oreja, lo que le daba un aspecto un tanto lastimoso. Era de color pardo pero aún así el quiosquero lo había bautizado como Negro. Lo aguachó y podría decirse que hasta lo domesticó. Los niños le daban restos de colaciones y lo acariciaban. El hombre del quiosco miraba desde la abertura en que se acumulaban los ansiosos estudiantes, chillando al unísono clamando por alfajores, papas fritas o calugones. Cuentan que uno del tercero medio le dio un trozo de chocman, le tocó la cabeza y le dijo algo en el oído que le faltaba. Dicen que le ofreció una de esas golosinas por cada 6,3 en Física -no necesitaba más en su promedio para llegar al 4,0. Los exámenes pasaron, el año terminó y, antes de salir de vacaciones, el de tercero medio pagó su deuda y compró una decena de esos dulces a Sergio, el quiosquero. Era evidente que había un pacto entre los dos. El perro se aseguraba alimento y refugio y Sergio siempre lograba exceder su meta mensual de ventas. Los apoderados y las autoridades del colegio sabían, por supuesto, del perro. Pero por más que lo intentaban, jamás podían hallarlo por los patios cuando salían en su busca. Los perros callejeros son así: tienen ese raro instinto que les permite desaparecer cuando perciben la proximidad de quien los quiere arrancar de su precario nicho o simplemente aniquilarlos. Y acaso ese mismo instinto lo trajo al colegio: unos decían que había excavado un hueco bajo la pared del patio de los preescolares, atraído por los gritos de los niños o el olor de las colaciones. Los más decían que sólo llegó como cualquier perro llega a cualquier quiosco o carro de sopaipillas. El punto es que ya corría el rumor del perro sin oreja del colegio que hacía favores a cambio de cosas del quiosco. Era un
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mercado salvaje y sin orden; los estudiantes llegaban, confiaban su desesperación a la oreja ausente y luego pagaban su deuda más aliviados que satisfechos. Incluso Monti -que era igual al Señor Burns de Los Simpson- fue a la fiesta de graduación con la Celeste, a quien todos (unos pocos en secreto) queríamos invitar. En esa misma fiesta, celebrada en el gimnasio que había sido acondicionado para esos efectos, entendí las infinitas posibilidades que ese animal ofrecía. Fue una de esas revelaciones casi místicas que uno tiene sobre todo en la adolescencia, borracho hasta casi llegar a la inconsciencia pero a la vez poseído por un éxtasis, una energía y poder imparables. Unos bailaban Ska, otros destrozaban el baño, otros se iban a rincones oscuros con sus parejas mientras yo, sentado en la mesa, contemplaba entre las brumas de la madrugada y de mi visión alcoholizada al perro sin oreja, que desde la puerta del gimnasio me miraba reconcentrado, expectante y como hambriento de las palabras que iba a depositar en esa hendidura terciada por una cicatriz, como una gruta de ermitaño en mitad del desierto de tedio y descontento; un oasis de ambiciones poblado de parásitos y mugre. Balbucí mi petición. Fijé el pago aunque la lengua ya no obedecía, y luego nos marchamos cada uno por su lado. Yo me desplomé delante del arco de fútbol de la multicancha. Fue la última vez que vi al perro de una sola oreja. Como buen callejero, desapareció súbitamente, dejando atrás al quiosquero y a muchos escolares ávios de pedirle objetos, triunfos, rescates y amores vanos e imposibles. Yo también dejé todo eso atrás, hasta el punto de olvidar estas cosas que ahora cuento. Pero entonces, a mi regreso del doctorado, semanas después de haberme instalado como profesor de planta de la Universidad, lo vi atravesando el patio, al trote y con ese aire de dominio discreto de todo callejero. Estaba claro que era el Negro. A diferencia de mi, él no había envejecido un ápice. Su porte augusto e indiferente elegancia
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permanecieron intactos. Sus ojos redondos y pardos no habían perdido esa extraña e inquietante humanidad que rezumaban más de diez años atrás. Me miró. Alzó su única oreja y el resto de músculo que quedaba de la otra tembló grotescamente. Recordé mi enorme deuda y corrí a encerrarme en mi oficina. El perro me miraba desde la ventana esperándome, esperando algo de mí que no iba a darle; no ahora, que por fin estaba aquí, después de pasar por tantas cosas. La tarde caía, los alumnos vaciaban el patio y los profesores abandonaban sus despachos. Entre las difusas luminarias del patio que en vano trataban de cortar la noche, ese perro me esperaba pacientemente, con su única oreja levantada y entreabriendo el hocico, como en ademán de ladrido o el ensayo de un mordisco. Estaba claro que esa noche cobraría la deuda.
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El asaltante encubierto Gallardo, Felipe
Y me bajé del tren, como cada día lunes. El trabajo se hace cada vez más pesado y mis ganas de volver a mi casa, se hacen más fuertes. Pero, ¿Por qué volver?. No hay nadie esperándome, ni siquiera un perro que ondule su cola suavemente en señal de alegría de mi regreso. Es de noche. Las calles se sienten aliviadas y se entiende, nadie transita sobre ellas .El camino a casa se hace monótono y mis pies son dos máquinas que hacen repetitivamente el mismo acto. Las ganas de hacer cosas distintas, de caminar hacia otro lado, de liberar este acto condenado de caminar en línea recta, se apaciguan tan pronto me doy cuenta que ninguna parte de mi cuerpo quiere hacer algo. Mi mente es lo único que me mantiene con vida y logra imaginar una circunstancia en donde mi cuerpo no tenga el control. Es como la ceniza encendida de una fogata que nunca logró mostrar la belleza del brillo de la llama. Se escuchan pasos cerca. Más adelante, por la avenida que intersecta mi calle, aparece una silueta de un hombre, delgada y frágil. Dobla en la calle por la que transito y camina en la misma dirección mía. Visualizo cada uno de sus pasos, mientras observo cada detalle de su existencia. Lleva un abrigo ligero de color negro, unos zapatos destartalados seguramente de tanto caminar. En su muñeca, un reloj color plata atrae mi atención. Es bello, con suaves terminaciones que por la lejanía no puedo distinguir si son de oro. De repente, mi cuerpo nuevamente toma el control. Los latidos de mi corazón se empiezan a acelerar mientras mi paso se vuelve más rápido. En este proceso, mis ojos no quitan la mirada del reloj plateado del hombre quién al parecer, acelera su paso también. A medida que avanzo, una idea perturbadora empieza a tomar fuerza en mi cabeza .Quiero asaltar al hombre.
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Las ganas de hacer algo distinto al parecer empiezan a conmocionar mis pensamientos. El reloj del hombre se vuelve aún más atractivo y lentamente mi atención se vuelca hacia el resto de sus pertenencias. Su maletín café adquiere una tonalidad única y brillante. Sus zapatos destartalados se vuelven joyas al compararlos con los míos, mientras a su vez calculo su posible valor de venta. De repente, recordé que en mi lonchera de almuerzo traía un cuchillo con el suficiente filo para espantar cualquier ánima. Sacarlo, tomaría cuestión de segundos. Mi cuerpo empieza a subir la temperatura y a liberar sensaciones únicas, mientras cada vez aceleraba más mi paso tras el hombre, quién por su lado, parecía empezar a percatarse que lo seguía. Sus pasos suaves y ligereza de andar hipnotizaban mis ojos mientras al parecer, su existencia se tornaba cada vez más expuesta y débil. El reloj reluciente parecía clamar por alejarse de aquel hombre, tomando una posición cercana casi a su palma. Miles de pensamientos inundaban mi cabeza, cuestionándome el próximo asalto que le haría al hombre. No poseo problemas económicos que me induzcan a asaltar a alguien, ni tampoco problemas de ningún tipo. Lo único que tengo es una aburrida vida. ¡Eso era!. Por supuesto. Las ganas de encender la llama de la vida cambiando cosas, lanzándome a realizar algo que nunca había hecho, sin cuestionarme, ni siquiera, asuntos éticos. Mientras me regodeaba en el cuestionamiento de la acción y el cómo cambiaría mi vida, me di cuenta. Pero ya era demasiado tarde. Había llegado al lugar donde estaba él parado, como esperándome por años. Con una velocidad y delicadeza impresionante, pone un cuchillo mucho más esplendoroso y grande que mi cuchillo de almuerzo en mi cuello. Sus ojos denotaban seguridad y calma mientras sus labios lentamente se acomodaban para decir: -Entrégame todo y rápido-.Pronunció con un gran vozarrón. Mi cuerpo que antes parecía lleno de vida, estaba paralizado.
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Mis ojos buscaban una salida, un lugar donde no me pueda alcanzar, pero lamentablemente, no sabía dónde estaba. Sus pasos habían seducido mi vista y sentido de ubicación llevándome a un callejón donde estaba completamente atrapado. No hay dudas, era un profesional. Espió cada uno de mis pasos y atrajo hacia él, como una mosca cayendo en la red de una araña. Mi camino y mi ilusión de ser un asaltante se desmoronaban tan velozmente como entregaba mis cosas al verdadero ladrón. Lo que más me dolió no fueron las cosas materiales que le tuve que entregar .No .Claro que no. Lo que más me dolió fue que se llevara la última ceniza encendida de la fogata que alguna vez fue mi vida.
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El desayuno Martin, Ana
Unto el pan con la mermelada de tomate de mamá. La taza de leche está tan fría que me corta los dientes, pero me gusta su frescor en la garganta. Me recuerda a las olas que, de repente, congelan mis tobillos por no haberlas mirado. Me recuerda a los veranos en la playa. Ya nunca vamos allí, mamá dice que ya no la gusta, que total, conservo el recuerdo. A mamá ya no le gusta nada. Por eso tomo leche fría. Encima de la mesa hay tres pastelitos de chocolate: eso significa que es domingo. El panadero siempre trae pastelitos de chocolate a mamá los domingos. Ella dice que lo hace porque quiere fidelizar sus clientes. Pero yo sé que solo quiere fidelizar a mamá: siempre tres pastelitos, a pesar de que sabe que estamos solos, mamá y yo. Quiere que lo invitemos a pasar. Pero mamá siempre hace como que no lo entiende. Siempre solos, mamá y yo. Entonces se sienta en la mesa y me extiende una revista desgastada. No es realmente una revista, sino un folleto publicitario. -Mira, este es el ataúd que te había elegido-me dice con dulzuramira, dime qué te parece. La imagen en blanco y negro muestra un sobrio ataúd blanco de madera de pino. En la página hay, por lo menos, cuatro ataúdes más, por lo que la comparación se hace inevitable. Pienso: ¿qué está haciendo mamá? ¿cumplió con los augurios y se volvió loca, así, de repente? -Dime mi hijito, ¿te gusta? Me costó mucho decidirme, pero pensé que podríamos pintarlo de colores. Siempre te gustaron las paredes de colores, ¿no es así mi hijito? Tomo un pastelito de chocolate. Lo muerdo y un líquido espeso mancha mi boca, ¡qué sorpresa! Pastelitos de chocolate rellenos de chocolate. Sin duda hoy venía a por todas, pobre panadero.
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Mamá me mira exigente. Sus ojos reclaman unas palabras que complazcan. Pero, cielo santo, ¿qué puedo decir? ¿Por qué mamá querría enterrarme? Mojo el pastelito en la taza de leche fría con cuidado de que no se caiga hasta el fondo. Sería un fastidio tener que levantarme a por una cucharilla. Mamá mete la mano derecha en la manga izquierda con cuidado. Tiene que desabrochar un par de botones del puño para hacer eso. Lleva esa blusa negra tan desgastada. Los botones hace tiempo que dejaron de ser todos iguales. Los cuellos están roídos. Le veo ponerse esa blusa casi todos los días (también le gusta llevar un jersey de cuello alto gris). Ni siquiera abre el armario: tiene las dos prendas colgadas de una percha sujetas a un prendedor de la pared. Las lava en el baño cada noche y las deja secar allí. Antes mamá siempre llevaba vestidos de colores y flores y rayas. Ahora dice que eso ya no importa. Hay pocas cosas que le importan ahora. -Dime algo mi hijito. Todo este tiempo pensaba que ojalá pudieras darme tu opinión. Era una tarea muy compleja, ¿cómo iba a saber lo que te gustaría? Pero ahora puedes decírmelo mi hijito, dime algo. Ahora jugaba con su medalla, nerviosa, pasándola de un dedo a otro, volteándola, moviéndola alrededor del cuello deprisa. Una vuelta, dos vueltas… Pero no sé qué decir. La mermelada de tomate de mamá está exquisita- pienso al morder la tostada. Siempre se le dieron bien. Antes solía sembrar diferentes árboles en el jardín para que tuviéramos muchas frutas. Y hacía mermelada de todos los sabores. Ahora solo queda la de tomate. Supongo que porque es mi favorita, o porque sólo los tomates han resistido los continuos olvidos de atención en el jardín. Quién sabe. Está exquisita, eso sí. Mamá empieza a impacientarse más y más. Me toma la mano y me pide que la mire. Sus ojos centellean cristalinos. ¿Qué es lo que le pasa a esta mujer? Los papeles de la funeraria siguen encima de la mesa. Ella baja la mirada hacia el ataúd blanco y
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vuelve a mirarme: -Estuve tan preocupada este tiempo. Pero ya está, ya está. Ahora estás aquí. Estás bien, ¿verdad?, estás bien. ¿te has enfadado por lo del ataúd? Sí, tal vez tengas razón, la calidad de la madera no era la mejor, es cierto. Mis pupilas se dilatan levemente. ¿Ahora estoy aquí? Pero a qué se refiere. ¿Dónde he estado? ¿Qué ha pasado? ¿De verdad iba a morir? ¿Por qué no puedo hablar? Veo cómo los ojos de mamá se van deshaciendo muy lentamente. Veo el agua arremolinarse y caer muy despacio por su rostro. Mamá mira hacia la puerta de la calle. Pero sé que nadie va a venir. Rara vez viene alguien. Tampoco creo que ella esté pensando en salir. Antes la puerta trasera estaba siempre abierta, siempre entornada. Mamá iba y venía rápido y parecía no poder estarse nunca quieta. La gente entraba y salía del mismo modo. Siempre había un plato más en la mesa, sólo por si acaso. Ahora apenas sale. Sólo cuando es estrictamente necesario y nunca varias veces por día. La puerta está cerrada con llave. Recuerdo que ayer soñé que estaba cubierto de sangre. No había nada a mi alrededor: tan sólo silencio y sangre. Sentía su dulce brotar y una sensación de serenidad y paz me envolvía. Mamá zarandea ahora mis hombros, con fuerza. No sé en qué instante ha adoptado esa expresión, pero está furiosa y llora desconsoladamente y grita: -Dime mi hijito, dime, ¿te acuerdas? Dios mío, sí, la culpa fue mía, ¡siempre fue mía! - está en cólera. No consigo entender nada. Pero ella se levanta y grita y llora y de repente empieza a moverse rápido por la casa y saca viejas fotos cubiertas de polvo y las limpia y las pone de nuevo en las paredes mientras grita: ¡Toda la culpa fue mía, mi hijito! Y se arranca la camisa negra y la deja caer al suelo hecha jirones, y abre la puerta del jardín arrojando a éste la llave. Siento pánico. Un pánico que me envuelve y hace que sienta las piernas, las manos, el pecho.
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Y mamá sigue gritando y sacando fotografías de los cajones, y sábanas de colores, y vestidos. - ¡La culpa fue mía, mi hijito! Parece que los ojos van a salírsele de las órbitas. Viene directa hacía mí y posa las manos sobre la mesa en un golpe. - ¡Mira! - grita con todas sus fuerzas y desliza una foto de papá en mis manos. Mientras la miro siento una mezcla de dolor y placer. Una punzada atraviesa mi cerebro- no puede ser, no puede ser verdad. Mamá ha comenzado un diálogo consigo misma en voz alta. No puedo entender lo que dice, pero sé que habla de papá. Y besa las fotos y besa mis manos. Otra punzada en la cabeza. Yo no hice eso- pienso- no puede ser. Entonces mamá toma mi rostro con sus manos y me mira fijamente: -No tengas miedo mi hijito, todo está bien: la muerte sólo duele en los cuerpos que se quedan. Otra punzada hace que me suba la manga izquierda muy despacio con la mano derecha. No dejo de mirar a mamá, pero atisbo a ver las vendas rodeando mi muñeca. No puede ser. Dejo caer la mano en peso muerto sobre la mesa. La leche se derrama sobre el catálogo de ataúdes. Me acuerdo de todo. Me acuerdo. Miro a mamá que me sostiene las manos. No lleva blusa. El aire entra por la puerta trasera. La luz refleja en el suelo los colores de las ropas esparcidas. Las paredes han dejado de estar desnudas y frías. Siento el éxtasis de ésta felicidad. Miro a mamá y sonrío. Yo no quería morirme. Quería que mamá me hablara de la muerte.
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El negocio familiar Urib, Trinidad
Pedro Gallardo era el actual administrador del orgullo de la tradición familiar. Consistía en una pequeña “Ojalatería” emplazada en el medio del barrio histórico de su ciudad. No hablo de una hojalatería, esos aburridos galpones llenos de latas. No, hablo de una asombrosa tienda, llena de las más dulces aspiraciones, un lugar mágico donde las personas podían ir a depositar sus esperanzas y sus deseos más profundos. Si alguien entraba, Pedro se acercaba velozmente y le preguntaba en que le podía ayudar. –Ojalá me fuese bien en la entrevista de trabajo de mañana- y Pedro corría a encender la máquina estrella que preparaba y embotellaba el producto. Pedro se sentía completo cuando veía a sus clientes salir con una sonrisa en el rostro, una chispa de esperanza en su mirar y una llama de valor en el corazón. Lo mejor venía cuando el cliente volvía a entregar el pago. Podían hacerlo con un recuerdo feliz o una enseñanza. El primero ponía a Pedro contento, y le gustaba de vez en cuando sentarse y mirar todos los que había acumulado a lo largo de los años para recordar las alegrías del mundo. Pero era el segundo el que era aún más valioso. Su producto le había entregado coraje para intentar lo imposible, y aunque su cliente hubiese fallado, él sabía que una importante lección se camuflaba tras el intento. Sabía que no todos lo notaban de inmediato, pero tenía la certeza que llegaría el momento en que entenderían que la esencia y la hermosura de la vida se basa en la imperfección de la misma. Es imposible que todo pase tal como lo queremos, pero si no intentamos algo, nada sucede - les decía cuando llegaban - nada bueno, nada malo, nada nuevo ni nada extraordinario.
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El ruido de afuera Correa, Sebastián
Si piensas en un pez se te vendrá a la mente un acertijo. Uno que florece sin distinciones. Uno sin paradigmas ni cuestionamientos. ¿puedes descifrarlo sin escuchar el ruido de afuera? La respuesta inmediata es que es trivial y fácil. Uno mas del montón… Pero al utilizar tu mente para atrapar al pez este se moverá sin clemencia. A pesar de que no se mueva mucho, no podrás atraparlo. Es ese ruido de afuera que te tiene cegado. Siéntate y escucha. El pez se mueve. Repite su trayectoria. Entonces predices su movimiento y haces que el ruido de afuera sea tu compañero, tu guía. Con tu mente creas una caña y el ruido de afuera se hace tu hilo de pescar. El pez sigue ahí pero no logras atraparlo. Si piensas en atrapar un pez se te vendrá a la mente un acertijo. Uno que no se descifra.
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El último ladrido Peña, Valentina
Dos perros callejeros se encontraban conversando como de costumbre. -¿Qué pasa que las personas corren alteradas y se empujan unas con otras? Parece que estuvieran escapando de algo. -Tranquilo, es lo mismo de siempre, la única diferencia es que hoy todo está en llamas.
Elección bizarra Endara, Gabriela
Es curioso como las sombras resaltan estando aún en la oscuridad, en la fría y desolada oscuridad. Ella conocía aquellas sombras, no eran de esas que te acompañaban al andar, eran la encarnación de sus más oscuros demonios, esos que siempre se burlaban de ella, de su humillante vida y de su inseguridad. Aquellos que nunca la dejaban en paz. Odiaba ese sitio, aunque pareciera que el destino estaba determinado a mantenerla ahí, sentada en medio de sus inseguridades y sus miedos. Hubo un tiempo en el que La Felicidad acostumbraba a tocar su puerta y ella solía seguirle fingiendo ser feliz, aunque sea por un instante, pero por una u otra razón, siempre volvía a aquel oscuro lugar, aparentemente era algo inevitable. Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el toqueteo de la puerta, ella reconoció aquel sonido y supo enseguida de quién se trataba. Antes, habría
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considerado abrir la puerta. Pero no. Ya no. Hace dos años había aprendido la lección, con tan sólo recordar aquel día se le creaba un nudo en la garganta, sin duda había regresado más lastimada de lo que antes estaba. Le costaba creer el daño que podía hacer una persona, el precio que había que pagar por un pequeño momento de felicidad…desde aquel entonces ni siquiera se molestaba en atender la puerta. Los demonios ni se inmutaban ante tal toqueteo. La conocían muy bien, más de lo que a ella le gustaba aceptar, sabían que era lo suficientemente cobarde como para atreverse a salir de esa nostálgica situación en la que se encontraba. La puerta volvió a sonar, cosa que le tomó desprevenida, comúnmente la Felicidad captaba la indirecta y no regresaba hasta algunas semanas después. Sin embargo, tardó poco tiempo en notar que aquel ruido era distinto y recordó que así sonaba la Oportunidad. No recordaba la última vez que había venido a visitarla, por lo que escucharla ahora era algo desconcertante. El golpeteo seguía insistiendo, algo dentro de ella comenzaba a despertar por lo que consideró pararse y abrir la puerta, en verdad lo consideró. Cuando finalmente se decidió, el ruido cesó. Se dijo a si misma que la próxima vez que tocara le abriría. Pero no volvió. Escuchaba los mormullos de los demonios, más que palabras eran risas, se estaban burlando de ella ¿y por qué no? Odiaba estar ahí, mas no hacía nada para salir. Realmente lo estaba arruinado, vaya novedad, parecía que a eso había venido al mundo, arruinar todo, bajó la vista mientras intentaba en vano no llorar. Ahora se odiaba más de lo que lo hacía cinco minutos atrás. Sus lágrimas ya habían invadido su rostro, cerró los ojos con todas sus fuerzas deseando acabar con todo de una vez por todas. Inmediatamente a su lado apareció un cuchillo afilado, ella lo vio con curiosidad, como si en él estuvieran las
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indicaciones de que hacer a continuación, lo tomó entre sus manos y con su dedo empezó a sentir el filo de aquella arma mortal. Aquello que estaba viviendo, ¿se le podía llamar vida?, vivía en el constante miedo, en la oscuridad, rodeada de demonios, era el mismísimo infierno. No. Ella no estaba viviendo, sino existiendo, y hasta eso lo hacía mal. ¿Qué debía hacer ahora? Finalmente, tras batallar internamente logró tomar una decisión. Aquella determinación ganó la atención de los demonios, quienes la miraban expectantes, sedientos de su sangre, ansiosos de declarar victoria a aquella pelea en la que ella pocas veces se defendía. Con impotencia seco sus mejillas, aun con la respiración entrecortada y las manos temblorosas, subió el cuchillo a la altura de su cuello, lo acercó lentamente hasta que el frío de éste le rozaba la piel. Cerró los ojos y empezó a contar. -Uno-pero no había quien la detuviera. -Dos-quizás esto sea lo correcto. Tal vez sea tiempo de ceder. -Tre…El ruido de alguien golpeando-más bien aporreando-la puerta, la interrumpió. Se quedó inmóvil, eso era precisamente lo que esperaba, aún así, no fue capaz de abrir la puerta, no supo el porqué, simplemente no pudo. -Dos-Susurró ella, acobardándose, diciéndose que esto era lo mejor. Pero nuevamente fue interrumpida, ya que la puerta se abrió acompañada de un ensordecedor sonido, la luz que invadió el lugar causó un repentino contraste que llamó tanto su atención, como la de los demonios. Logró divisar un ser atravesando por el umbral, debido a su pelo corto y muñecas marcadas supo que se trataba de la persona que veía-más bien evitaba -todos los días frente al espejo.
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Pero había algo en su rostro que simplemente no calzaba, tenía algo en la cara que la original no, era... ¿una mueca? ¿una sonrisa quizás? No. imposible. Ella solía ocupar la sonrisa como disfraz día a día y claramente esa no era una de ell… un recuerdo fugaz de hace dos años le llegó a la mente, era cierto, esa no era una sonrisa como las que ella ocupaba para enmascarar su infelicidad, era de esas sonrisas puras y sinceras, que ya había empezado a olvidar. Debido a los murmullos asustados de los demonios, supo que se trataba de la Resiliencia. A medida que ésta se dirigía hacia ella, un haz de luz la acompañaba, dándole color a todo lo que tocaba a su paso, derritiendo a algunos demonios, a los cuales ella nunca había visto tan asustados. La Resiliencia posó sus ojos en el arma que la chica aún sostenía sobre su cuello, con una inexplicable tranquilidad la miró a los ojos. Fue una mirada tan profunda que quien viera, pensaría que le estaba viendo el alma. Los ojos del espectro volvieron al arma y se desplazaron lentamente hacia su propia mano que ahora estaba amigablemente extendida. Ahora se encontraba totalmente perdida, anonadada, sin palabras ¿Qué se supone que debía hacer ahora?, ¿qué podría ofrecerle este nuevo ser que no le haya ofrecido la felicidad? ¿no estaba decidida a terminar con su vida y terminar con todo este sufrimiento hace unos segundos atrás? en aquel instante una frase invadió su cabeza, se escuchaba: “Hay que ser un cobarde muy valiente para quitarse la vida” escuchó mientras el cuchillo parecía más brillante de lo normal y lo tomaba con más fuerza, aunque de pronto otra frase se apoderó de su mente “Pero finalmente es más valiente quien decide enfrentarse a ella” recordó. Eso la había dejado más confundida que antes, tenía miedo y no podía ocultarlo, y no, no era ese tipo de miedo con el que vivía constantemente. Ahora finalmente sentía que su destino estaba en sus manos, frente a ella estaba una salida o una entrada a la vida, pero la vida le había golpeado tantas veces a
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pesar de haber sido valiente, que se encontraba débil y no sabía que pensar. ¿valía ser valiente una vez más? Quizás la valentía estaba a una oportunidad o tal vez a un simple movimiento. Sus ojos se humedecieron nuevamente mientras su corazón se aceleraba cada vez más y sostenía aún con más fuerza al cuchillo, finalmente había tomado una decisión. Decidió ser valiente. Se escuchó el estrepito del cuchillo al caer seguido del fuerte portazo unos segundos después. No hubo victoria aquel día, al menos no para todos los presentes.
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En reversa
Hannig, Sascha Día 8 Caminaba al borde de la vereda con su traje recién sacado de la tintorería y unas flores lilas en un cono de papel en sus manos. “Me espera”, pensó sonriendo. Sus dedos temblaban sosteniendo el regalo. Su cabello, cobrizo, destellaba con los leves rayos del sol. No miraba más que al horizonte. No sentía el aroma a primavera húmeda, ni veía a los perros que se ponían a pelear por las sobras de los basureros de la pizzería, ni a los niños que corrían por la avenida seguidos, con mirada preocupada, por sus padres. Ni el avión en el cielo que acarreaba una cinta publicitaria de Redbull, ni menos aún los desniveles de las baldosas con los que tropezaba cada diez segundos. “No voy a llegar tarde” se repitió, apretó su bolsillo y sintió la billetera dentro, recordó la foto de ellos dos que siempre traía, y que se había mojado hace unos meses porque había caído en la lavadora. Al levantar la vista vio el edificio blanco, sintió aquel olor metálico que tanto le desagradaba y supo que había llegado al hospital clínico. “Señor Hernández”, dijo la secretaria al verlo, “casi en la hora límite. De nuevo.” “Puedo llegar a la hora que quiera” respondió abruptamente, su cara se tornó seria. Bernardo hizo una mueca de rabia con el labio inferior, dio media vuelta y se encaminó a la habitación 204. Ahí estaba ella, con la cabeza cubierta en vendas y los rastros de las operaciones. “Señor Hernández” escuchó a sus espaldas, dio un salto hacia adelante y miró hacia atrás. El doctor lo miraba con una mueca de preocupación y las líneas de su cara marcadas. “Sí doctor, dígame”.
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Día 4 Aquella tarde llegó a la hora al hospital, sus manos estaban frías y húmedas. Ni siquiera miró a la enfermera al entrar al ascensor. Ensimismado, caminó a la habitación y la abrió con fuerza. Su madre estaba ahí, con el rostro hacia el cielo y los ojos cerrados. El continuo tintineo del marcador de latidos le provocaba un sabor seco y amargo en la garganta. “Hola Mamá”, dijo sonriendo “aún estás aquí”. Cerró los ojos y se acercó a la mujer. Las flores, ya marchitas junto a una foto de su familia la acompañaban. Y el parte del doctor que había dejado a un lado estaba cubierto de un montón de papeles. Bernardo recordó el día que tomaron la fotografía. Él no aparecía en ella. Ese día (como muchos) había decidido encerrarse en su habitación, escaparse por la ventana y evitar de cualquier manera estar cerca de sus hermanos. Recordaba que tenía 14 años y estaba enojado con la vida. Lo único que quería era que lo dejaran tranquilo y poder irse de su casa cuando pudiera. De hecho, a veces desaparecía por días y se iba a quedar donde sus amigos mintiéndole a sus madres y a sus hermanos. “No importa” dijo entonces, y así dijo durante años y años. Ahora estaba solo, todos a su alrededor parecían ser conocidos lejanos. No tenía amigos, y los que había tenido ya tenían vidas en las que no encajaba o estaban peor que él. Esa foto solo le recordaba una más de sus malas decisiones. Recordó el día en el que, estando trabajando en una oficina de correos, recibió el llamado de su hermana “mamá está en coma” dijo con aquella voz plana pero femenina. Bernardo revivió ese momento: como su mundo se volvió negro, sus recuerdos: nublosos, sus rencores: insignificantes. Ahora habían pasado dos meses del accidente, pero casi seis meses desde la última vez que había hablado con ella. Una lágrima culposa descendió de su mejilla al recordar cual fue la última conversación. “Disculpe”, escuchó una voz desde la entrada. Envestido de su túnica negra y su banda burdeo, el Sacerdote Johnson lo miraba
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con aquellos ojos celestes que cuando era pequeño siempre le habían dado desconfianza, “su familia me envía a…” “No de nuevo” cortó Bernardo y se levantó de la silla en la que acompañaba a su madre “no quiero que se acerque a ella. Se lo dije ayer, se lo dije el viernes, se lo dije hace ya once años” gruñó empujándolo con el cuerpo fuera de la habitación “no lo quiero cerca”, finalizó y se encerró en la habitación. Él y el latido del corazón. Día 3 Un dedo. La mujer había movido un dedo, y Bernardo corrió al hospital. “Una oportunidad”, pensó. No se preocupó siquiera de quitarse la pijama, sino que se puso una chaqueta y unas zapatillas deportivas para correr por las 14 cuadras que separaban el centro médico del tercer piso de su edificio, donde se ubicaba su departamento de soltero. En el camino se empapó los pies cruzando un parque en regadío, se le calló una vieja llave del locker del gimnasio desde el bolsillo de su chaqueta y pudo ver como las luces de la calle se apagaban recibiendo a la mañana. “Puede que no signifique nada”, le dijo el doctor cuando ya estaba quitándose los calcetines mojados, “igual, no hay señales de que haya sido así”. “Pero algo tuvo que cambiar” respondió Bernardo. Todos le habían dicho que su madre solo se sostenía viva por las máquinas, que no tenía contacto alguno con el mundo real después de aquel accidente, que aún dejaba su huella en las quemaduras eléctricas del brazo de la mujer. El joven miró la habitación un segundo y pensó que probablemente su madre lo odiaría si pudiera verlo. El color blanco la deprimía, puesto que había trabajado toda su vida como decoradora de interiores. Además la televisión siempre estaba encendida y ella odiaba el ruido fuerte. La cortina siempre estaba entreabierta y ella consideraba que había que mantenerlas bien acopladas porque eran un accesorio más en
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la casa. Una vez había rayado una pared de su casa en invierno con crayones verde musgo, porque su mamá no lo había dejado ir a jugar. Cuando ella lo descubrió lo castigó pintando con un pincel diminuto todas las imperfecciones de la pared, incluso las que él no había hecho. No recordaba haber aprendido nada con eso. Al menos eso era lo que creía, porque las pocas veces que visitaba su antigua casa todo le parecía incómodamente perfecto. Como las muñecas de porcelana en las vitrinas de las jugueterías antiguas. A su llegada lo siguieron su hermana y su tío Gustavo, ambos silenciosos, se dirigieron al doctor y conversaron con él sin mirar a Bernardo, quien tenía los ojos fijos en la puerta. “Tú sabes que esto no cambia nada”, le dijo su hermana Virginia. Sus labios delgados modulaban suavemente cada palabra de manera tranquila, pero sus ojos, grandes y pardos, parpadeaban constantemente rodeados de venas enrojecidas. “Vamos a llamar al cura”, agregó su tío, aquel hombre alto y robusto que no dejaba espacio al debate, “y no te hagas ahora al que le importa”. “No ese cura” respondió Bernardo sin mirar a los ojos a su familia. “Entiendo que hayas tenido problemas con él en el pasado, pero tú tampoco eras un niño ejemplar” le dijo Gustavo, “te hicieron falta un par de cachetadas a la antigua”. “No eran cachetadas” dijo Bernardo apretando los puños. “Justificas tu vida en tus problemas Bernardo, es hora de que madures y tomes decisiones correctas” “No entiendo cuando pasé a ser el centro del problema” dijo Bernardo más gastado. “Me da tanta rabia que te preocupes ahora” finalizó su hermana con los ojos impregnados en lágrimas “la dejaste sola todo el tiempo, preocupada. Nosotros siempre teníamos que saber dónde estabas, vete por favor” Sus hermanos siempre hacían lo mismo. Cuando su madre tuvo el accidente, él fue el último en llegar al hospital. Fue tres
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días después, cuando su hermana lo llamó con un nudo en la garganta y la noticia. Su madre había tenido un accidente tratando de guardar unos adornos de navidad en el entretecho. Había caído de la escalera de cabeza sobre la esquina de un mueble. Bernardo tembló al recordar que ella lo había llamado hace dos semanas para pedirle ayuda, pues el árbol llevaba ya un mes extra en la sala y él le había prometido que iba a volver a hacerlo. Bernardo acumuló veintiocho llamadas perdidas de su madre hasta el accidente. Día 1. “Nunca había pasado tanto tiempo contigo”, reflexionó el joven, sentado en la misma habitación, ya con las flores en la basura y la foto que guardaba en la billetera ubicada superpuesta sobre el marco familiar, era realmente la única foto que tenía con ella. “Y no sé qué más decirte”, finalizó y dejó sobre la cama una pila de hojas escritas. Había marcado el lápiz tan fuerte que los relieves se habían traspasado entre las páginas dejando ver, desde la distancia, disculpas y recuerdos. Las flores estaban nuevamente frescas, lilas. Emanaban una fragancia alegre que ocultaba el olor metálico del hospital. Sin embargo, el pasillo estaba silencioso, y la luz del sol no iluminaba con la misma energía que acostumbraba. “Es el único que quiso entrar”, dijo el doctor acercándose al joven, “¿está seguro?”. Bernardo simplemente alzó la vista con los ojos cristalizados y una sonrisa “sí” respondió y le dio la mano a su madre. Ocho días atrás el doctor había sido claro: “evaluamos con su familia que lo mejor para su madre desconectarla, hay muerte cerebral inminente y aunque la esperanza nunca se pierde, nadie está dispuesto a seguir pagando el tratamiento”. Sin un trabajo estable, el candidato para pagar no era él en absoluto. “Cómo me gustaría volver atrás mamá, pero es imposible ir en reversa, no se puede”, le dijo a la mujer. El doctor se acercó, sostuvo su brazo y suavemente lo alejó de la camilla. La
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respiración entrecortada de la mujer se volvió un silbido suave escabulléndose por la ventana, por primera vez, el joven quiso escuchar el marcapasos tintinear.
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Gen-C
Tagle, Claudio I Recuerdo perfectamente el momento en que me di cuenta que mi padre tenía razón. Eran ya más de 10 veces en los últimos años, que me había dicho que debía llevar un registro de mis constantes equivocaciones y hasta me regaló un cuaderno para hacerlo y a pesar que al principio pensé que mis “errores” no eran nada del otro mundo, ya ésta vez sentí que había colmado mi cuota para ésta y unas tres vidas más, así que decidí seguir su consejo... pero a mi manera. Obviamente lo primero que hice fue botar el cuaderno en el basurero de una plaza, ya que si iba a hacer el esfuerzo de registrar mi lado oscuro, debía asegurarme de que nunca jamás alguien pudiera leerlo. Después de evaluar varias opciones, me pareció mucho más seguro utilizar un archivo word con clave. A continuación dediqué varios días a pensar un nombre, que no llamara demasiado la atención y finalmente bauticé mi archivo como Gen-C (que no es otra cosa que “grandes estupideces no contadas”). Comenzar fue mucho más difícil que lo que pensé, ya que no sabía cómo determinar en qué momento lo que alguien consideraría una travesura, pasaba a ser un error digno de examinar. Me incline para hacer más objetivo el tema, utilizar como límite inferior el comienzo de lo que dicen es la “edad del pavo” en la que uno se cree un emperador, pero en la que uno actúa como un mendigo emocional, culpando al resto de su propia miseria. El día de mi cumpleaños número trece no sentí nada en especial como para pensar que ese día debía hacerme responsable de mis actos y si no era responsable de ellos, ¿por qué pensar que podrían haber sido parte de mis equivocaciones? Finalmente decidí que nunca haber intentado hablar con la hermosa rubia que se sentó más de una vez a mi
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lado en el bus cuando iba a clases, era el primer acto del cual me arrepentía y en base a ese criterio comencé a escribir hacia adelante. Al cabo de unas dos semanas, ya había escrito cerca de 20 hojas, que para mí era mucho, aunque solo me había detenido en cuatro o cinco situaciones. Pasé largas horas masticando en mi cabeza el último traspié y a pesar de que fue lo que me impulsó a comenzar mi registro, el solo hecho de tratar de ordenar las ideas, ponerle alguna etiqueta y asumir mi culpa se volvió una misión imposible, en la que cada día me encontraba más y más lejos de hacer un avance. Lo positivo fue que para rehuir escribir sobre el presente, estruje el pasado y al poco andar me convertí en un experto en juzgar todo lo que había hecho, aunque ya a esas alturas la rubia del bus era una pequeña gota de lluvia en comparación a un temporal de malas decisiones. Finalmente un día me armé de valor y decidí escribir sobre mi más terrible error, segundos antes de sentarme, caí en la cuenta que si bien seguía fallando, la gran sombra sobre la que no había logrado escribir, volvía todo relativo e inocente, por lo que respire profundo, encendí la computadora, ingrese la clave y descubrí con horror que el contenido de mi archivo había sido reemplazado por sólo una frase - Eres un tarado -. II Nera definitivamente me recordaba a la mujer que en algún momento pensé era mi gran amor, pero ella nunca lo supo. Las conversaciones y encuentros se fueron dando sin ninguna señal, que indicara que la química que existía era un reflejo de alguien más, sólo flotaba entre nosotros una frágil burbuja que en cualquier segundo se podía desvanecer sin dejar más rastro que dolor. La vida que Nera había experimentado hasta conocerme, fue más bien tranquila, como un bote que se desliza suavemente por el agua disfrutando del paisaje. Los principales problemas que había tenido eran básicamente cambios de marea, que tal
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como aparecían después retornaban a la tranquilidad. Nera nunca pensó estar preparada para soportar una tormenta y por eso no supo verla hasta que ya no había mucho que hacer. Cuando la tormenta pasó, no se dio cuenta, le tomó mucho tiempo volver a descubrir lo que antes consideraba su vida normal, el dolor era un ancla que no la dejaba salir a flote, pero tampoco la dejaba ahogarse tal como habría deseado en ese momento. Yo definitivamente había sido un estúpido por lo que le hice, ¿pero qué sentido tenía decírselo? Si todo fue intencional o todo lo hice sin darme cuenta, no cambiaba mucho el resultado, ella ya no era la misma y quizás lo único rescatable y positivo de todo ello era darse cuenta por primera vez que su bote tenía un par de remos, por lo que en vez de dejar que el viento la llevara a la deriva, podía elegir un rumbo e intentar dirigirse hacia él. Obviamente el único rumbo que podía tomar era alejarse de mí. Si el error no lo hubiera cometido con Nera, sino que con otra persona, ¿el sentimiento de culpa sería el mismo?, dediqué varios días a hacer hipótesis sobre esa pregunta, la causa y el resultado habrían sido los mismos, pero el proceso no. ¿Cuánto pesaría el proceso en la cantidad de culpa?, no tengo idea, pero me gustaría creer que habría sido menos. III Al igual que un débil rayo de luz empieza a dispersar las sombras de una habitación oscura, después de lo que pasó, comencé a percibir como se encadenaban recuerdos, momentos y palabras en un tatuaje mental que no quería ver y no podía borrar. Seguí escribiendo con la misma sensación de cuando bebí whisky por primera vez, se sentía horrible, pero al insistir lentamente comienza a parecer bueno, aunque en el fondo sigue siendo el mismo brebaje. Pedir perdón no era una opción, ya que a pesar de saber que fue mi culpa, no lograba definir exactamente cuál fue mi error. Cada vez me esforzaba más en poder definirlo y solo se volvía
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más borroso, era como si tuviera que elegir entre expresarlo en palabras, más bien pensamientos o recordarlo en imágenes, pero las letras no tenían sustancia o las imágenes no tenían significado. Tratar de juntar ambas cosas se había vuelto un método infalible para generar jaquecas. Decidí optar por una, por lo que las palabras tomaron la delantera y una a una trataron de situar una explicación lógica en un trozo de tiempo, aunque no lograron hacerme sentir mejor. Tras varios meses, un día igual de confuso que los anteriores, comencé a ver entre aquellas letras un flash, que lentamente fue tomando forma y logró volverse una imagen nítida. Al fin entendí mi error, pero ya no era mi equivocación, el “yo” que lo había cometido ya no existía y al poner ese nuevo filtro el recuerdo tenía otro brillo, que hasta casi lo hacía parecer un acierto. Efectivamente había sido un tarado, yo mismo lo debo haber escrito en un lapsus de claridad, pero se siente distinto entendiendo la razón. A veces pienso que imaginé todo y al culparla por un crimen imaginario, que además justificaba mi hermetismo con ella en los últimos meses, quizás fue la forma que encontró mi inconsciente para alejarla. Sin embargo si fue así ¿por qué nunca he logrado volver a escribir como lo hice en ese tiempo? La idea de que quizás ya hice lo más importante que podría haber hecho en mi vida, me consume y me inmoviliza. IV Yo estaba absolutamente tranquilo, pero unos seis meses antes de arruinarlo todo y luego de 3 días de tener mi pantalla en blanco intentando escribir un cuento (en ese momento de mi vida soñaba con ser escritor), vi en la pared una mancha verde. Me acerqué y descubrí con sorpresa que era una especie de insecto, como una “chinita gigante” pero hecha de distintos tonos verdes (al menos distinguí tres). Más extraño que sus matices, fue que me habló, en realidad era una especie de zumbido que por alguna razón sonaba como pensamientos
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hablados en mi cabeza. Estos mensajes se mezclaron con mis propios pensamientos que vagaron desde “¿estaré loco?” a “las musas no existen y menos serían un insecto”. Finalmente cedí a su lógica y decidí probar. Al cabo de 3 horas de productiva escritura, decidí aceptar a mi Musa Insecto Verde, por lo que la llamé Miv (ahora que lo pienso no es un nombre muy creativo, pero en casa de herrero cuchillo de palo). Con la ayuda de Miv empecé a escribir regularmente todos los días, pero cuando veía a Nera me angustiaba porque si le contaba sobre mi musa, me creería loco y si me llegaba a creer se enojaría por buscar a un insecto como Musa y no a ella. Para no mentir me alejé un poco, pero mis esfuerzos fueron en vano, ya que Nera tenía llave de mi apartamento. Cuando el borrador de mi libro estuvo terminado, se lo pasé a Nera para que lo leyera. No me pregunten como, pero ella supo que alguien más me había influenciado. No me lo preguntó directamente pero lo noté en sus gestos y miradas. La dedicatoria decía “a mi musa” y eso también se volvió sospechoso, aunque mi editor no hizo preguntas. En pocos meses escribí alrededor de treinta cuentos, que fluyeron desde partes de mí que jamás había visto, pero que brotaban fácilmente con solo conversar con Miv. La parte más importante de su trabajo como Musa era “no juzgar”, toda idea podía ser contada o “dibujada con palabras”, como le gustaba a ella decir, si logramos aceptarla y darle su espacio para explorar el mundo y crecer. IV El día que encontré muerta a Miv, no sé si había estado Nera, pero inmediatamente sospeché que se habían encontrado, conocido y peleado. Ya no era verde, su piel se había vuelto azulada como un moscardón cualquiera, pero no tuve duda de que fuera ella. Nunca había visto a Nera matar a un insecto, pero a lo único que atine esa noche, fue a mostrarle los restos de Miv, echarle la culpa y hablarle como si ella entendiera todo
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usando solo unas pocas frases explicativas. Muchas historias necesitan tiempo, una preparación un momento adecuado, en este caso todo fue mal elegido. Nera no lloró, ni gritó pero en su postura y mirada pude ver un gran dolor, algo se partió y tomó una nueva forma desde el dolor, el juicio y la frustración. A Nera nunca más la vi, jamás me sentiré nuevamente inspirado y mi archivo Gen-C ya no tiene ese nombre.
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La deuda
Chace, Sebastián SSe levantaba tarde, para qué levantarse temprano cuando los niños hace tiempo que han dejado la casa, y con ellos el ruido y el barullo de las mañanas de colegio. Se calzaba las silenciosas pantuflas y caminaba por el silente piso hasta la escalera de parco roble, que sin embargo nunca fallaba en quejarse de su menguante peso. Por suerte que lo hacía, si no, quizás hasta se olvidaba que seguía vivo. Y que debía moverse, siempre moverse. Porque la deuda solo seguía creciendo, y él estaba cada vez más pobre. Tomaba su café frío, una maña que nunca logró quitarse, que adquirió creciendo con una sensibilidad sobre desarrollada hacia el calor. Y un afecto al frío, imposible no mencionar a su más longevo amigo, que hacía tiempo que lo saludaba todos los días desde debajo de las seis mantas con que se tapaba todos los días. Pero todos los amigos se convierten en una molesta cuando los sobre extienden su estadía en tu vida, pasando de ser golondrinas viajeras a ese mueble molesto contra el que siempre chocas de noche. El sol había salido que rato, pero ya apenas lo veía, su mirada se había quedado en los viajes que había hecho, que habían seguido la lógica inversa. En vez de llevarse un poquito de cada lugar en sus ojos y memoria, había dejado un poco de ellos en cada playa y montaña, cada monumento por el que sus manos habían pasado. Pero sentía el calor quemando su piel, a juzgar por el ardor debían ser alrededor de las doce del día. Un momento igual de bueno que cualquier otro para levantarse. El trabajo esperaba. Desenredarse de las sábanas, deslizarse en las pantuflas, bajar la escalera sentado en la baranda (No sabía ocupar los escalones sino en una dirección), saludar de un beso a su viejo amigo y buscar la billetera.
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Ah, porque sin ella él no era nada. La abría, revisaba que las fotos estuvieran en su lugar, aunque nunca nadie tomaba su billetera y siempre estaba donde la había dejado. Y partía, aunque solo después de haber realizado su ya bien sabida coreografía de golpearse todos los bolsillos de su ropa. Rítmicamente, todos los bolsillos le iban anunciando con notas secas y enjutas como sus manos que contenido llevaban. Alternadamente, algunas veces le anunciaban que aún iba con el pijama. Y finalmente, luego de un ritual que enorgullecería al más ortodoxo seguidor con su rigurosidad y al más obsesivo compulsivo por la perfección y simplicidad en sus pasos, abría la puerta lo justo para salir, se deslizaba y echaba a andar a la floristería. Necesitaba algo con que ayudarse de pagar lo que debía hace tantos años. Esta vez fueron rosas. Y llegaba finalmente, luego de caminar por el parque, a la banca en que tantas veces habría estado cerca de pagar su deuda completamente. Que irónico que nunca se diera cuenta de ello. Pensaba que la vida era dinero, felicidad, acción y movimiento. Gastó tanto, acrecentó tanto su deuda. Ahora se veía imposible de pagar. Pero esta cuenta solo le llegó con el correr de los años, cuando se dio cuenta que debía pagar. Y que había pagado la cuenta equivocada durante años. Nunca nadie había gastado un peso en su presencia. Sus amigos comían por su cuenta con él (Y no eran amigos por interés, ya que se había ocupado de eso), jamás una cita había pagado su entrada al cine y los dulces y pequeños placeres siempre abundaron entre él y sus queridos. Ahora no sabía por que se había esforzado tanto en poner cosas entre ellos. Y ahora iba todos los días y se sentaba a su lado, y le hablaba. Le hablaba de quien era él, desde que comenzó su uso de razón, y ella le contestaba desde el pasado, mostrándole amorosamente la boleta de todo lo que ella ya había dado hace años.
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Las rosas iban en la fría mano de piedra, blanca y mortecina como la de él, el opuesto a la de ella. Y se entregaba, palabra a palabra su alma se convertía en la moneda con que trataba de pagar lo que debía. Los árboles eran testigos mudos, como cuando el público ve al actor principal arrojarse del balcón, avanzado cada vez más rápido, porque detenerse ahora sería morir. Y él no podía morir, no aún. No con esa deuda. Su madre le había enseñado a siempre pagar sus deudas a tiempo. Pero era lento, sus palabras ya no salían a la velocidad de antaño. Y ya no eran escuchadas como antes, el viento corría a robarlas a menudo. ¿Donde estaba la policía cuando eso ocurría? Ahora ya no importaba, se quedaba a su lado hablándole hasta que llegaba su viejo amigo a recordarle que debía volver a casa, que la noche muerde los talones y que no espera nadie. Y volvía casa, planeando en el camino las flores del día siguiente, en qué decir, en cómo pagar, como entregar, como dar. Diamélos, su flor favorita eran los diamelos, no le gustaba el frío y siempre se quejaba de él. Y siempre pagó en adelantado su deuda. Y reía con sus chistes, sus historias bajo los árboles y se preocupaba por todo el sol que tomaba mientras le hablaba. Hasta que llegó el día en que fue a buscarla una última vez, con su última cuota lista. Y allí la encontró.
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La fortuna del emperador Fuentes, Nicolás
El joven inicia su viaje, inexperto cual loco, ingenuo en el mundo como muchos. Viajando de lugar en lugar, caminando mucho, dejando el tiempo pasar. Ganando sabiduría que puede que se tardará en llegar. Para luego convertirse en lo que nunca pensó jamás. Como un mago de una sacerdotisa se enamoro, la cual principiante como él, fue reciproca su emoción. Juntos su juventud pasaron. Con sus conocimientos y poderes consiguieron gobernar algo simple como una nación, o complicado como un hogar sin mucha emoción. De su unión nació el amor, puesto que los amantes Nunca más encontrarían separación A pesar de que el carro traiga malas noticias Nada podrá contra la fuerza de su unión. Creyéndose invencibles un nuevo viaje comenzaron Y ahora como ermitaños, juntos caminaron a lo que el sentido de la rueda les deparó. Juzgándose a sí mismos por las cartas ya jugadas, sin nada más que reflexionar, Se encontraron frente al colgado, quien les indicaba un cambio de perspectiva antes de continuar. Al no hacerle caso, la emperatriz encontró su final, Cuando conoció a la dama vestida de negro por mera casualidad, Dejando desamparado al emperador, que sin su amada. Sentía que su viaje había llegado a su final. Resignado ante esta situación, el ya anciano gobernador Esperaba la visita de una vieja amiga, que con un simple beso, con su emperatriz lo reuniría.
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Mientras que su templanza se disminuía con el pasar del tiempo Sus demonios lo incitaban a su estertor apresurar. La espera parecía llegar a su final Puesto que la torre de apoco se empezaba a derrumbar. El emperador tranquilo, una amarga experiencia revivió Observando aquella estrella que esperaba algún día volver a encontrar tras pasar el sol. La luna lo acompaño como un fiel reloj. Anunciando la cuenta regresiva para su esperado final, Hasta que de pronto vio lo que tanto anhelaba. La dama de negro acompañada de los rayos del sol. Cuando la torre al fin se destruyó, Y todo a su alrededor se desmoronó, Su mundo al fin se aclaró. Dándose cuenta, que el loco que fue hace mucho tiempo murió. Ya realizado con paz aceptó, que todo su viaje termino Las veintitrés cartas ya tiradas estaban y aunque sin su amada Logro su travesía terminar, para que su vieja amiga de negro, Con su mundo lo hiciera unificar.
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La silueta
Collao, Alfonso “Todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad.” Recuerdo haber leído en el instante previo al suceso. Me encontraba en la sala de estar con mi libro en mano y una taza de café sobre la mesilla central, ceremonia mediante la cual acostumbraba a telonear al ocaso en las agónicas tardes del día domingo. Absorto en el relato, no fui capaz de percibir la llegada de la noche hasta que, de reojo, nota una extraña sombra en movimiento a mi costado izquierdo, que parecía escurrirse hacia mi habitación. Procedí a soltar el libro de inmediato para seguirla, pues siempre me mostré escéptico ante este tipo de apariciones y, en lugar de intimidarme, inspiró en mí una profunda curiosidad. Hipnotizado por la euforia del momento, me dirigí rápidamente a mi cuarto, que se encontraba levemente iluminado por la escasa luz de la luna permitida por el edificio de enfrente y, fue en ese preciso instante que pude contemplarla. Era la silueta de una mujer dándome la espalda, sentada sobre el barandal de mi balcón meciendo sus pies con total tranquilidad, pese a encontrarse a doce pisos de altura. Sin pensarlo dos veces, decidí acercarme a toda velocidad para alejarla del peligro al que se hallaba expuesta, no obstante, cuando estuve a punto de rodear su cintura y forcejear hacia atrás, se lanzó hacia el vacío a través de un pequeño impulso realizado con sus manos, tras lo cual, de manera involuntaria y como si mi inconsciente hubiese deseado mantenerla a salvo a cualquier costo, salté junto a ella sin ninguna consideración previa. Logre tocar su mano casi al instante, la cual (y para dejarme aún más atónito) pude sentir desmaterializarse, dejando en el aire estela con su forma y un eco que susurraba: “vive.” Pese a lo insólito y maravilloso que pueda sonar todo lo anterior, mi anatomía se encontraba cayendo doce pisos abajo,
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y su única reacción fue cerrar los ojos para gritar de manera desesperada. Sin embargo, caía y caía, y no paraba de hacerlo, cuando luego de invadirme la sensación de que el preludio de mi muerte sería eterno, un súbito impacto reactivó mi mirada. Me encontraba sentado sobre mi cama, con las piernas extendidas y sudando como pocas veces a las 4.00 am, así confirmaría mi reloj unos segundos más tarde. Normalmente me hubiese esforzado buscando alguna respuesta ligada a la razón, o me habría levantado para asegurarme que todo estuviese en orden, pero me sentía extenuado y realmente quería dormir.
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La vitrina Bravo, Pía
La silueta masculina enciende un cigarrillo. El velo cansado que se apoya contra el vidrio es lo único que separa al extraño apoyado en el dintel de la ventana, y a aquella mujer al otro lado de la calle del cuarto piso, de aquel universo paralelo. Es como si fuera otra dimensión. Y siempre es así. A la misma hora, ella enciende la luz del comedor y se sienta metódicamente en la mesita redonda de madera mirando al exterior. Lleva sus lecturas y, en las palabras, se regocija por horas que parecen semanas, mientras los últimos destellos del día se desvanecen invisibles a sus ojos. Ahora, ella es solo ella y nadie más, rodeada por la obscuridad profunda y eternamente finita. Embriagada en silencio, recuerda esos días en los que no había cuestionamientos ni silencios largos. Infancia... Prefiere no pensar. Prefiere mirar por la ventana hacia la nada, hundirse lentamente en la penumbra e imaginar que está en el espacio exterior, mirando lo imposible, la infranqueable oscuridad que le habla de algo más grande que ella y sus problemas. Sumergida en la lobreguez del cosmos, se siente liviana y contenta, pues mientras su cuerpo se desliza hacia lo desconocido, ella sabe que alcanzará lo infinito. Cerrar y abrir los ojos ya es lo mismo. Pasa el tiempo cual fluido, y la soledad se transforma en adicción. Ella es danza y la ausencia de gravedad en su cabello, poesía. Perpetua, se contornea y se disuelve, hasta que, repentinamente, una estrella. La primera y más bella de la noche. Lucero enceguecedor que nace, dentro de la calígine monstruosa, y la trae de vuelta de lo profundo. Resplandor cálido que le sonríe, y la acompaña cada noche, a la misma hora, desde el otro lado de la calle. Astro incandescente atrapado en tabaco… Ya no se siente sola. Y ella baila para él.
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Mamá fue al supermercado Moroso, Nicolás
Esa mañana abrieron la puerta y se encontró cara a cara con él: el hombre qué más temía y odiaba en el mundo. Dio media vuelta y rápidamente corrió escalera abajo, donde estaba su familia. -¿Por qué nos hace esto? –preguntó despacio y con la voz temblorosa a su madre. -Porque así es la vida. Siempre ha sido así y probablemente siga siendo igual. Aterrado por la inesperada visita, volvió a esa jaula de madera. Podía entrar y salir gracias a su tamaño. Terminó escondiéndose esperando que lo peor pasara. Sonaban las pisadas en los escalones, cada uno crujía de manera diferente. El hombre se acercaba con precaución, no porque temiera de algo, sino por la poca luz que había. Mientras tanto, los olores de afuera empezaban a mezclarse con los del interior. La temperatura del lugar aumentaba gracias al aire caliente que entraba por la puerta. El ambiente lentamente se preparaba para empezar con la “ruleta rusa”. Finalmente, llegó donde estaban todos. La pequeña criatura, aterrada, se encontraba detrás de toda la manada. Sus ojos, llenos de lágrimas, permanecían cerrados, pero sus oídos escuchaban el chillido agudo y escalofriante que rompía el silencio. Sabía lo que estaba ocurriendo; era lo común de cada lunes en la madrugada. Sonaban una y otra vez los golpes impactando en esa piel gruesa. El resto intentaba oponerse a la tortura, pero el hombre hacía caso omiso; como si no los entendiera. Era una desesperanzada lucha por sobrevivir, pero los gritos iban perdiendo potencia con cada azote recibido. Entre tanto, el hombre llamaba a su ayudante que estaba afuera de la sala, afilando un largo cuchillo. De pronto, el ruido terminó; los gritos de agonía y desesperación habían acabado.
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Ya no valía la pena intentar frenar al monstruo bípedo. Un escalofriante silencio llenó la sala por unos segundos, hasta que volvió a crujir la madera de los escalones. El hombre y su ayudante dejaron la habitación. Lo único que quedaba era el sonido de la sangre que goteaba de la escalera. Todos los lunes era lo mismo; después de presenciar la masacre, todos quedaban en silencio, impactados. Pasaron casi diez minutos para que el primero reaccionara. En ese momento todos se alborotaron, lloraban de desesperación, ya no soportaban el estrés. Se movían por todos lados intentando encontrar una salida, pero eso no duraba mucho tiempo. Terminaban por aceptar una vez más la realidad y se sentaban a esperar que les trajeran la comida. El pobre lechón, que no dejaba de temblar, se levantó para buscar a su familia. Empezó a caminar, lentamente, con las patas endebles. Su respiración estaba volviendo a la normalidad y sus lágrimas ya estaban prácticamente secas. Siguió caminando, esperando encontrar a su familia, pero lo único que veía eran miradas de desolación. El ánimo de todos se había desplomado. Algunos realmente habían perdido las ganas de vivir, mientras que otros aún seguían teniendo fe. Después de un rato, encontró a su hermano. El pequeño, feliz y esperanzado, preguntó dónde estaba su madre… la respuesta no era lo que él esperaba. Rompió en llanto. Subió y bajó las escaleras. Chocaba contra las paredes y contra el resto. Creó tal desorden que todos empezaron a chillar y a moverse. Las barreras de madera que contenían a los demás cedieron, creando un revuelco aún más grande. Con todo el ruido provocado, el hombre volvió a la sala para ver que ocurría. Abrió la puerta y vio al pequeño lechón enfrente de él, mientras que debajo de las escaleras estaba todo destruido por el desorden. El hombre se quedó mirando a la pequeña criatura directo a los
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ojos. Comprendió el odio que tenía el animal, así que decidió frenarlo. Tomó una escopeta y apunto justo en su frente. No bastó nada más para calmar al resto de la piara. Agarró al cerdito de una pata, lo tiró a la misma bolsa que estaba la madre y dijo con tono empoderado “¡Procésenlos rápido o sino la carne se descompone!”
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Matías (un parque en el cielo) Vargas, Rosa
El pequeño Matías corría por el bosque, llenando sus pulmones de aire y girando y girando, miraba la copa de los árboles por donde se filtraba el sol a raudales y hacía cantar a los pájaros que saltaban de rama en rama. Alcanzó un rellano cubierto de verde pasto y hojas doradas y naranja y en una carcajada se lanzó de espaldas con los brazos y las piernas lanzadas a los lados. Era el paraíso. Desde allí observó las nubes, que en gorditas espumas de algodón se arremolinaban. Con un brazo en el cuello como almohada, estiró el otro hacia el cielo y con un dedito señaló una y ésta, separándose del grupo, empezó a tomar la forma de una ovejita, regordeta y juguetona que se puso a saltar en el cielo justo sobre su cabeza. La quedó mirando sorprendido y luego observó su dedito. Lanzándolo nuevamente al cielo, apuntó a otro trocito de nube y, oh, sorpresa, también se separó del grupo y empezó a tomar la forma de una blanca e inflada foquita que contoneándose y deslizándose feliz se acercó a la ovejita y empezó a dar vueltas con ella. Se sentó de un golpe, siempre mirando hacia el cielo, y esta vez, lentamente volvió a dejarse caer de espaldas, sin dejar de mirar estas dos nubecitas juguetonas. Volvió a levantar su dedito índice y señaló otro trocito de nube, y esta vez su asombro se transformó en alegría incontenida… este trocito empezó a tomar la forma de una pequeña ballenita cabezona que se impulsaba con fuerza hacia la ovejita y la foquita. Cuando se acercó a ellas, tomó su lugar en el juego y Matías podía ver cómo se divertían. Nunca llegó a creer que una oveja y una foca, y menos una ballena, pudieran jugar juntas ¡y lo que era aún más increíble, sonreír! ¡Pero ellas no sólo estaban sonriendo, estaban riendo! Achicó los ojos y, oh, fue como si se hubiera puesto unos prismáticos, porque se acercaron a él y las pudo ver tan claramente que él empezó a reír con ellas. Y al escuchar su
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propia risa, sin darse cuenta, sus oídos se afinaron y pudo notar que ¡las escuchaba reír a ellas también! Pero entonces, dentro de toda esta magia, él se empezó a elevar, acostado como estaba y riendo aún más fuerte, se fue acercando a estas nubecitas risueñas y ellas, de pronto, detuvieron su alborozada ronda, abriendo tamaños ojos al descubrirlo. En un momento pareció que el tiempo se había detenido. Lo observaron y se empezaron a acercar a él, primero cautelosas, luego curiosas, y como si hubieran sido unos perritos regalones, se abalanzaron sobre lanzando risotadas alegres y formando un montoncito con él. La risa no paraba y fueron rodando y rodando como una pelota feliz por el aire. Otras espumitas de cielo, al ver tanta alegría y diversión, se les unieron en diferentes formas: un pequeño elefantito blanco, una marmota peludamente esponjosa y una paloma que no necesitaba batir las alas porque como era nube, flotaba sola. El cielo se llenó de risa y movimiento. El cielo estaba vivo y era un parque de diversiones. Pero todo el tiempo había estado mirando hacia arriba. De pronto miró hacia abajo y se dio cuenta de que estaba ¡volando! y como si todo el peso de su cuerpo hubiera regresado empezó a caer como una piedra. Las nubecitas consternadas se arremolinaron juntas y unas se ubicaron bajo él formando un suave colchoncito, mientras otras formaron unas manos que tomaron su carita y le hicieron elevar sus asustados ojitos al cielo nuevamente. En el momento en que levantó su mirada a lo alto, su caída se detuvo y volvió a elevarse. Por lo tanto, debía mantener su pequeño rostro hacia el cielo para no caer. Jugaron mucho, mucho rato, y Matías no recordaba haber sido tan feliz. Tenía tantos, tantos amigos tan alegres y divertidos. El sol, que los había estado observando todo el tiempo, demoró todo lo que pudo en guardarse porque no quería que tanta alegría acabara, pero debía hacerlo. Empezó a bajar lento, muy lento, muy lento para que Matías
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fijara la vista en él y junto con él bajara a la tierra sin caer de golpe. Cuando el pequeño apoyó su segundo pie en la tierra, el sol se durmió y Matías regresó a su camita de inválido. El sol se había dormido en su ventana y los monitos, que con tanto amor su mamá le había recortado y pegado en el techo de su pieza, aún seguían ahí: la ovejita, la foquita, la ballenita, el elefantito, la marmota peludamente esponjosa y la paloma, que no necesitaba batir sus alas porque estaba pegada al techo.
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Memorias de un ayer Salas, José
Aún recuerdo esa bella pero triste foto que publiqué en mi muro hace tres años. Es duro ver que aun habiendo pasado tanto, sigo recordándote como si hubiera sido ayer. Te extraño. Mis ojos, mis oídos, mis manos, mis labios, todo mi ser extraña al alma que solía despertar junto a mí cada mañana. Despierto todos los días en mi apartamento y siento la brisa marina de la bella ciudad en que vivo. Me gusta asomarme a sentir cómo las cálidas y diminutas lágrimas de Poseidón chocan contra mi mejilla, ver el amanecer, sonreírle a nuestro guardián estelar, pensando que en algún lugar del mundo… algún lugar de este universo… estarás tú para consolarme y animarme. Soy firme creyente del cristianismo, sé que cada acción que hacemos tiene una repercusión en el cielo, pero también creo en el conocido dicho de “el mundo es redondo” y cada cosa buena que haga, se me devolverá con el tiempo… y que cada cosa mala también se me devolverá. Hoy me despierto, voy a peinarme a mi sucio espejo del baño del apartamento, elijo mi ropa del armario y me visto sin ningún ánimo de nada. Hoy se cumplen tres años desde aquella foto… hoy se cumplen tres años desde aquel minuto en que me di cuenta de la verdad: te había perdido y ya no podré recuperarte jamás. Camino a la cocina, cada centímetro que avanzo solo me recuerda a ti, a tu aroma, a tu figura. Quisiera no recordarte tan seguido, no puedo seguir adelante ni salir del hoyo, pero me haces tanta falta. Cada instante que respiro es un instante de agonía sin ti, sin tus abrazos y besos. Alguien toca la puerta, no quiero que me vean llorar. No quiero que me vean en este estado. Mejor me seco las lágrimas. Tengo que demostrarle al mundo que estoy bien. Es mi mamá. Le
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abro la puerta y le saludo de beso en la mejilla —Hola mi bebé, ¿cómo estás? —me pregunta, pese a saber ya la respuesta—. —Bien mamá, ¿y tu? —le respondo casi por inercia, pero en mi rostro se nota la pena que expelo por cada poro de mi piel—. —Vine a acompañarte y a prepararte un muy rico almuerzo. —Mamá, no quiero. —Ya po’h, yo sé que echabai’ de menos mi comida. —Ya bueno. ¿Qué va’i a preparar? —Tu favorita: comida china. —Mamá… esa era su comida favorita. Tú sabía’i eso. —Mira, se que es duro dejar atrás a un ser amado, más aún a alguien quien te quería tanto. Pero la vida continúa. Yo sé que debe de recordarte, sea a donde sea que ande. —Mamá, no lo empeorí’h por fa, ya harta pena me da el que se cumplan ya tres años desde que se fue, no me lo haga’i más difícil. —Está bien —me responde, dándose cuenta de que acaba de cometer un error al hacerme recordar tanto—. Voy a la cocina ‘ntonceh, has tus cosa’h mientras tanto. —Ok. Ya nada es lo mismo en su ausencia. Cuando tengo pena, intento recordar su imagen, ver las series que tanto nos gustaba ver juntos, tocar tu guitarra (a quien llamabas “rosa del inframundo”, por sus colores púrpura oscuro y negro) y cantar “The End of this Chapter” de Sonata Arctica, tu favorita. Solías decirme que le encantaba mi voz. Hoy ya no puedo cantar con toda esa pasión y esa intensidad, porque rompo en llanto. Me mojé la cara, creo que necesitaba refrescarme (otra vez). Es bonito el amanecer desde el balcón de mi departamento. Son aún las 11 de la mañana, pero el océano me llama a que me bañe en sus costas, como queriendo que limpie mis heridas en la arena y en el mar. —¡Mamá! Voy a salir a caminar a la playa un rato —le grito desde mi pieza, mientras me coloco unas hawaianas blancas
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con dibujos floreados—. —¡Bueno, te llamo por teléfono cuando esté listo el almuerzo! Tomo las llaves y mientras bajo las escaleras, recuerdo otra vez cómo era que solías subirte en mi espalda para que te cargara. Siempre pesaste menos de lo que deberías, por lo que era fácil llevarte… fácil y lindo. Tus piernas entre mis brazos, tu pecho en mis hombros, tus brazos en mi cuello y tu cabeza encima de mi pelo desordenado con el viento aún se sentían… aún los anhelaba. Cruzar la calle no fue la gran cosa, no transitan demasiados autos por aquí (al menos a esta hora), pero los que pasan de noche, casi siempre son de esos que adorabas: BMW, Mercedes Benz, Porsche, incluso una vez vimos un Lamborghini corriendo delante de un Ferrari. Solías decirme cuanto querías correr con ellos en un Dodge Charger R/T del año 1969 color naranjo con franjas negras. Nunca entendí tu fascinación por los autos, pero no niego que me la lograste contagiar. Hoy vi estacionado autos cualquiera, pero destacaba uno de tus favoritos: un Ford Mustang Shelby Cobra GT 500 del año 1967 color rojo y franjas blancas. Estaba estacionado al costado de un grifo, y le estaban colocando una multa. Inevitable fue imaginar como hubieras alegado contra aquel individuo que rompió con las reglas del tránsito. Siempre tuviste una conducta vial intachable. Noé era la gatita del vecino. Era… hasta que la atropellaron. Fue una gatita negra con patitas blancas, era dócil, amigable y muy juguetona. Adorabamos jugar con ella, pero murió hace unos cinco años. Al otro lado de la vereda, al frente del departamento, está la pequeña animita que le construyó el vecino. Pasé a verla y le encendí una velita que encontré en mi casa. El viento la apagó rápido, por lo que la encendí otra vez y la dejé un poco más adentro, sin embargo, se volvió a apagar. Al tocar la playa con mis pies, sentí la escurridiza pero suave arena. Caminé a la orilla del mar y tan solo me eché en la arena. El agua toca mis dedos. Está fría, pero me relaja. Por suerte no hay nadie en la playa, salvo algunas pocas personas
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por aquí y por allá. Extraño caminar de la mano contigo. Las lágrimas corren por mis mejillas mientras observo al manto celeste cubierto de blanco algodón. El cielo y el entorno están felices, radiantes, pero nadie puede ver la terrible tormenta que tengo en mi cabeza; nadie puede ver ese huracán de recuerdos que consume mi mente. Esta aplastante adversidad, esta desgraciada realidad… esta distopía personal… ya es demasiado difícil de llevar. A lo lejos escucho un celular: Separate Ways de Journey comienza a sonar —aún no sé por qué tengo esa canción como tono de llamada: nunca quise tomar caminos separados contigo—. Es mi mamá y me dice que el almuerzo está listo. No puedo creer que haya estado una hora y media recordándote, amor mío. Cruzo la calle y entro al edificio. Subo hasta mi apartamento en el piso 12 y toco la puerta. Mi mamá me abre y veo a una silueta familiar detrás de ella: mi suegra está allí, y detrás su marido — ya me sorprendía ver a mi mamá cargando tantas cosas cuando llegó—. Desearía que mi papá estuviera aquí, pero sé que es imposible: ellos dos se odian. —Siéntate donde querái’, mamá. —Yo me siento aquí, ustedes siéntense acá y yo al lado tuyo — me dice mamá, mientras le señala los puestos a mis suegros—. —Tío… yo —balbuceé—. —Sé que te afecta mucho esta situación. A todos nos tomó por sorpresa lo que pasó hace tres años, pero sabes que tienes mi apoyo completo para… —Sí, lo sé, pero no quiero hablar de eso a la hora de la comida —le interrumpí—. Me trae mucho dolor recordar todo lo que pasó, y quisiera disfrutar la comida. Hace mucho no los veo a todos juntos en la misma mesa. —Concuerdo contigo —me responde mi suegra—. Recemos un padrenuestro y oremos por nuestro bebé, para que esté bien dondequiera que ande.
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La comida transcurrió silenciosa, todos estábamos tristes, pero yo definitivamente andaba muchísimo peor… y sigo así de mal. Creo que lo mejor es que salga a tomar aire otra vez. —Mamá, tía, tío, voy a ir a dar una vuelta al puentecito donde dejamos el candado. —Está bien. Avísame cualquier cosa —me dijo mamá—. —Ok, ningún problema. —¿Te llevo? —me pregunta mi suegro—. —Por fa —replico casi automáticamente—. De camino me puse a pensar acerca si realmente debía seguir considerándolos mis suegros o si son mis ex suegros. Es mejor no torturarme con eso. Por suerte el camino se hizo corto, mi —ex—suegro me dio varios consejos y me hizo sentir un poco mejor. No obstante, creo que nadie puede sacarme del hoyo en el que estoy y que yo personalmente quise entrar. —Ya po’h, te dejo aquí. Avísame cualquier cosa a mi o a tu mamá. Estaré atento. —Gracias —le contesto antes de cerrar la puerta de su camioneta—. Camino tan solo unos cuantos metros y llego al puente donde antaño dejé contigo un candado simbolizando nuestro inquebrantable e inseparable amor. Adivina qué. Sí, aún está allí. Ni toda la humedad ni los años han borrado ese corazón que dice “N&A” rayados con un clavo en la parte trasera del candado. ¿Alguien me extrañaría si me lanzo al vacío? Sería una muerte lenta, debido al río que pasa por aquí y existe la posibilidad de que sobreviva. No creo que sea lo que tu hubieras querido: querrías que me levantara, que siguiera adelante, peleando, luchando, persiguiendo mis sueños y siendo la persona que solía ser cuando aún estabas aquí conmigo. Desde lejos escucho a unas sirenas de unas patrullas y se dirigen hacia acá. No creo que me arresten por amor hacia ti, pero feliz iría a la cárcel por ti, aunque igual es imposible que lo hagan; no estoy cometiendo delito alguno. Veo a un auto igual al que le colocaron la multa. Va corriendo rápido, pero
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creo que ya entiendo por qué; escapan de las patrullas. No se si el conductor logre sortear la curva que precede al puente con tanta facilidad. Al menos no con ese auto. No lo logró, todo ocurrió tan rápido que aún no puedo entender qué es lo que sucedió, pero no logro deducir por qué estoy boca arriba, si hace unos instantes estaba de pie observando la persecución… hasta que intento moverme. No puedo, no siento mis pies, mis dos brazos se sienten extraño y apenas puedo ver, todo está borroso. Ya lo entiendo. Me han atropellado. A lo lejos escucho a los paramédicos subirme a la ambulancia y partir al hospital. Solo los escucho trabajar, intentar mantenerme con vida. Es inútil, ya no tengo la voluntad de vivir. Mamá, papá, tío, tía: los extrañaré. Es el fin de este capítulo. Ya es hora. Exhalo mi último respiro, pero me siento con tranquilidad, sé que voy camino al cielo a reencontrarme contigo, amor. Después de tres años… al fin podré volver a ver tu rostro y estar contigo.
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No pierdas la fe Sivori, Arturo
Comprendí desde el primer instante que se trataba de mí, todo daba señal para entender que de mí se estaban burlando, sus gestos, sus caras desfiguradas, sus estúpidos acentos de gangoso y sus molestosos (y esto es lo que más me molestaba) barcos de papel remojados en parafina, que se deshacían por completo y luego se esmeraban en quemar todos los pedazos de barco molido juntos. La verdad es que a mí no me afectaban del todo las burlas que me hacían cuando les bajaba las ganas de fastidiar a alguien (casi todos los días) y eso les molestaba aún más, pero lo que realmente nunca fui capaz de soportar eran aquellas veces que hacían sus burlas mientras estaba junto a Paula, eso me llenaba de ira y de ganas de matarlos a todos de una vez, pero me había preocupado de que no se dieran cuenta de que me molestaba y hacía como si no les daba importancia, porque sabía que si se daban cuenta lo harían más seguido e incluso harían burlas más pesadas aún, no me extrañaría que comenzaran a molestarla a ella y eso sería algo que yo jamás podría soportar. Desde chico he sabido llevar mis temperamentos y no deprimirme por las burlas de los demás, estoy convencido de que lo hacen porque no tienen sueños verdaderos para esforzarse por cumplirlos y dedicar su vida a esas cosas importantes que a uno le traen alegría y esperanzas de continuar, de hecho estoy seguro de que me tienen envidia, por tener un sueño de vida verdadero y por estar tan motivado a alcanzarlo, creo que ellos no se han dado el tiempo para ellos mismos y me dan todo su tiempo a mí, molestándome. Recuerdo perfectamente ese día cuando comencé a soñar de verdad, creo que tenía 11 años y estábamos jugando a las carreras de barcos con Tomás en el río que pasa por el centro del puerto y termina bordeando la caleta en donde se juntan
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los lobos de mar, pelicanos y gaviotas a recibir las sobras de pescado que todo el pueblo les comparte. Sentados en el jardín de mi casa armábamos los barcos de madera con restos de trupán que nos regalaba el padre de Tomás, inspirados en las historietas que me llegaron cuando mi abuelo murió, estoy seguro de que él soñaba con lo mismo que yo. Ese día Paula nos acompañaba, siempre llegaba a jugar con nosotros y le gustaba mirar las carreras, ella hacía la decoración para las partidas y la meta, también era ayudante en el diseño de los barcos. Tenía unas ideas muy interesantes, siempre me sirvió poner atención a sus opiniones, lograba ver aquello que nunca pude observar, la debilidad latente del contrincante. Ya estábamos por salir del jardín hacia el río para iniciar la competencia, cuando de pronto mi padre aparece por detrás de la huerta para mirar los barcos que habíamos armado. Él ya había visto nuestra colección de naves desde que comenzamos con las carreras y ese día quedo particularmente asombrado por el ejemplar que yo había armado, con un ojo cerrado y el otro como lupa lo estudió lentamente dándole vueltas algunos minutos hasta que logré quitárselo, me miró lleno de felicidad y me dijo al oído “No pierdas nunca la fe en ti, tus barcos son los mejores”. La verdad, en ese momento no supe a qué se refería particularmente, fuimos hacia el punto de partida y dimos inicio a la carrera que tanto nos esperaba ese día. Durante los años que siguieron, las carreras se fueron acabando, me entretenía armando mis propios barcos y observando lo rápido que bajaban por el río. Me fui enamorando cada vez más de estos cuerpos de madera, era sin duda el mejor diseñador de navíos del puerto, pero no barcos para jugar sino que de travesía. Mis sueños y mi vida estaban puestos en ellos, diseñados y rediseñados un montón de veces para sacar lo mejor de cada uno, cada ejemplar me identificaba, cada ensamble y cada enchapado estaba pensado y comprobado, cada uno era mi propio sueño. Todos en el puerto coincidían en que yo tenía los mejores e
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incomparables diseños y muchas veces se acercaron a mi casa dispuestos a pagarlo todo para animarme a que venda los planos de los botes, pero nunca me decidí a venderlos, nunca los míos de verdad, nunca vendería mis sueños. Bajo la presión, me animé un tiempo a rediseñar los botes de pesca del puerto completo, pero nunca me inspiré emocionalmente, después de todo, eran sólo botes de pesca y serían usados únicamente para eso. Todo ese tiempo me entretuve diseñando y diseñando barcos, hasta el día del Bang. Ese día estaba conversando en el muelle con Paula y Tomás, quien estaba sentado en el flotador del borde de uno de los botes, mientras Paulita y yo estábamos sentados en las tablas con los pies dentro del agua. En una de las profundas conversaciones que solíamos tener, mis dos amigos comenzaron lentamente a introducirme en una conversación que me incomodó muchísimo, rodeándome de preguntas y de autocuestionamientos de mis creaciones y de todo aquello a lo que dedicaba mi tiempo, hacia donde iba con eso, que en un pueblo de pescadores no tenían importancia mis diseños, que buscara otras cosas que hacer, por mi propio bien, y por el bien de mi futuro. Yo no quise continuar con este mal rato, pero ellos continuaron como si se hubiesen puesto de acuerdo en refregar todas mis emociones y mis sueños, todo con lo que siempre me había identificado, mis mejores amigos, los que siempre me apoyaron y me acompañaron en mis pasiones, me estaban descuajando desde lo más profundo de mis raíces, no sabían el daño que me estaban haciendo, nunca me lo espere de ellos, nunca había sentido tanta pena, tanto dolor, hasta que no pude aguantar más, mi rostro se volvió morado y me paré de un salto, no quería que continuaran, no soportaba más sus críticas, les pedí que no me volvieran a hablar nunca más, no fueran a mi casa, les grité: vayan a remojar barcos en parafina si también lo desean. Los días siguientes al Bang me mantuve encerrado en mi
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pieza, observando mi antigua colección de barcos de trupán y los planos de mis barcos, rollos de papel apretados dentro de enormes baúles, unos simples y bonitos, otros detallistas y ligeros, algunos utópicos y otros clásicos, barcos enormes y botes pequeños, pero al fin y al cabo para mí todos eran perfectos. Una de esas mañanas desorbitadas de pena, traje a mi cabeza el recuerdo de esa frase que me dijo mi padre al oído una vez “No pierdas nunca la fe en ti, tus barcos son los mejores”, de un golpe me largué a llorar, como si hubiesen encendido un botón para nunca detenerme, nunca lo había hecho de esa manera, como si me perdiera dentro del espacio donde nada reconozco y lo único que hago es llorar, sin sentimientos, sin ideas de ningún tipo, no hay pensamientos ni impulsos, solo llorar. Cuando logré salir de ese espacio irreconocible, sentí que estaba en mi cuerpo nuevamente, incluso más fuerte y decidido, bajé las escaleras de mi casa hacia la puerta principal y salí corriendo hacia abajo por la avenida oeste a toda velocidad, gritando de alegría “¡yo se los demostraré! ¡Mis barcos son los mejores!” y entré de un salto al mar, gritando, frío y espeso, mis huesos congelados y la piel pálida, pero renovador y lleno de energía, sentía con toda mi convicción de que él sería mi mejor compañero, que él sería quien mejor reconociera y disfrutara mis barcos, él sería mi mayor sueño. Desde ese día comencé a estudiar todos los barcos que había creado y todos sus planos detenidamente, incluso los de trupan. Encontré fallas y encontré fortalezas, acompañe varias veces a los pescadores del puerto a laborar, observe cómo se desempeñaban las tablas en el mar, con peso, mojadas, algunas desgastadas y otras más nuevas, me estaba preparando para hacer el trabajo más grande de mi vida, mi mejor ejemplar, el único que me identificaría hasta el final de los tiempos, el que interpretase todos mis sentimientos, todas mis pasiones, todo mi conocimiento y toda mi locura, sería mi último barco, sería el barco perfecto.
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Fueron cinco los años que me demoré en terminar la nave, todos los días trabajados sin descansar, un modelo con millonadas de piezas minúsculas hechas a mano, cada una a medida y con encaje perfecto, las velas cosidas con hilo delgado y fuerte, por las mejores costureras, no dejé ningún detalle por muy costoso que fuese conseguirlo, la mejor madera del bosque y los mejores retoques, me di todo el tiempo requerido de instalar las comodidades necesarias para pasar mi vida ahí, estaba decidido a partir mi viaje para siempre. El día había llegado, por fin podría subirme a la nave y dejar el mundo atrás, sentía que lo dejaba todo, pero que se venía todo, una mejor vida, un mejor lugar para vivir, muchas historias y anécdotas con las que siempre había soñado, pasando por todos los puertos del mundo, conociendo mujeres de todas las culturas, barcos que nunca he imaginado, diseños con más locura que los míos, incluso, quien sabe, quizás hasta más perfectos. Nunca pensé que tanta gente se reuniría para verme zarpar, estaban mis padres, mis antiguos compañeros de escuela, esos idiotas que siempre se burlaron pero ahora no lo hacían, sino más bien me gritaban y deseaban suerte, saltaban, lloraban, no los reconocía, estaba Tomás y Paula, estaban todos. Dejándome llevar por el viento, en pocos minutos ya estaba mar adentro y había perdido de vista la tierra, la nave era realmente veloz, estable y potente. Llegaría a mi primer destino mucho más rápido que cualquier otra embarcación, llegando la noche ya había recorrido el doble de los kilómetros que recorre el buque marino del puerto, yo solo impulsado por el viento. Pasaron largos y solitarios días, estaba enamorado del mar y de mi hogar, las redes atadas a él me dejaban más peces de los que necesitaba, el sistema de filtración de agua funcionaba perfectamente, y calculaba que dentro de una semana ya estaría al otro lado del planeta, conociendo lo que siempre he soñado. No recuerdo muy bien como sucedió, fue de un golpe, rápido y fuerte, me despertó con un cabezazo hacia el velador que estaba a mi lado y el agua entraba por todos lados, yo estaba seguro
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de que mi nave aguantaría cualquier tipo de temporal por más fuerte y aterrador que fuese, eso me mantenía tranquilo, sabía que no había posibilidad de que la nave se rompiera, estaba perfectamente estructurada. Claro, la nave, pero yo no. De un segundo a otro una ola entró fuerte, veloz, sin aviso, directo hacia mí, empujándome con tal fuerza que me sacó del bote, así es, en milésimas de segundos ya estaba flotando en el mar en la mitad de la noche y veía a mi barco desde el agua, desde abajo, mi perfecto barco, avanzando rápidamente hacia lo lejos, no había posibilidad de alcanzarlo.
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Pacífico olvido eterno Marín, Gonzalo
Gran brisa de verano que se sentía a la distancia, tan revitalizadora, y tan agradable para mi anciana piel. Todo parecía indicar que el clima en Talca por fin estaría perfecto para seguir jardineando en aquella rosaleda que mi esposa tanto adora. Sacando raíces por aquí, echando el abono por acá, plantando una que otra bonita rosa, etc. Y sin darme cuenta ya era hora de almorzar. Mi viejita linda me preparo un estupendo caldillo de congrio para reponer mis energías y continuar laburando el jardín. Si bien, ella quería que me tomara un pequeño descanso antes de seguir, no podía dejar de imaginar en esos ojitos, un tanto achinados, de tanta felicidad que me va a poner cuando sepa lo que he preparado en el jardín. No podía perder el tiempo, debía continuar. Pero mientras más tiempo pasaba en el jardín, más tiempo me llegaba el recuerdo de mis hijos y el tiempo que pasábamos jardineando esos suelos. Me pregunto qué será de ellos y de mis nietos, quizás que tan grandes estén ahora. Siento que hubiera pasado mucho tiempo desde la última vez que los vi, por lo menos los que viven lejos de Talca. Ya el sol iba posándose por la cordillera, y la Irma ya me tenía preparado el té con canela que tanto me gusta. Le ofrecí servirle un café, pero luego recordé que el café le afecta mucho su pobre colon. Si bien no pude terminar el jardín, sabía que para mañana lo tendría listo. Pero ahora lo único que me interesa saber es que ha pasado en el ámbito deportivo. Como esas noticias las pasan bastante tarde, mi viejita linda se despidió de mí para ir a dormir. Reclinado en mi sillón con una comodidad absoluta, fui enterándome que las noticias estaban cada vez peor en el fútbol nacional. Es obvio que nuestra selección jamás trascendería en el fútbol mundial. Ojalá pudiera ver a Chile levantar una miserable copa alguna vez. Una vez terminadas
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las noticias deportivas, decidí irme a dormir, ya que mañana temprano debía terminar los detalles del jardín. Que ansias de ver la expresión de mi esposa. 6 de la mañana en punto. Me levanté para ir por mi diario, y acompañarlo con una buena taza de café. Aproveché de hacer unos cuantos crucigramas, ya que no tenía grandes planes para hoy. Prendí el televisor, me quedé un buen rato ahí y fui recordando lentamente, mientras mis ojos se fueron cerrando, la época en la que fui suboficial mayor. Aquellos tiempos parecían tan cercanos. Repentinamente la Irma me despierta para saber si quería almorzar ahora o no. Tan tierna ella. Durante el almuerzo conversamos algunas cosas cotidianas, nada fuera de lo común. Y me fijo que hay una taza de café sobre la mesa. Pero, si la Irma no puede tomar café. Aun así, no le presté mucha atención. Sin embargo, terminada ya la cena, mi viejita me pregunta: - ¿Cuándo estará listo el jardín? ¿Qué iba a saber yo? El jardinero debe encargarse de todo eso. Ahora que lo pienso, ¿porque no habrá venido hoy día? Que extraño… Ya el día estaba llegando a su fin y no encontraba nada que hacer, bastante monótono el día en mi opinión. Así que decidí irme a dormir, pero noto que la taza de café seguía sobre la mesa. Que olvidadiza es esta mujer, por Dios. Aparte del desperdicio de un buen café. (…) Notaba que cada día, la Irma tenía que ir de forma más recurrente a Santiago a hacerse exámenes médicos. Y yo, debía quedarme cuidando la casa. Si bien, teníamos una nana que nos ayudaba con los quehaceres de la casa; mi nieto, Francisco, también venía a visitarme, para ayudar y revisar si necesitaba alguna que otra cosa. Siempre es agradable que mi familia esté junto a mí. Durante la hora de almuerzo, nos quedamos conversando un montón de temas, y se me ocurrió preguntarle
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si quería acompañarme al Estadio Nacional a ver el partido de Chile, ya que tan solo quedaba a unos cuantos minutos caminando de aquí y tenía muchas ganas de ver a mi selección. Jamás comprendí que fue lo que le pareció tan chistoso de mi invitación. Aun así, me puse la bandera en la espalda y salí a la calle. (…) ¿Qué demonios sucede aquí? ¿Por qué no estoy en mi casa? Es como… como si estuviera en un hospital. Pero si no me ha pasado nada, y me siento perfectam… ¿Qué es esto en mi frente? Duele una barbaridad. Es como si me hubiera pegado con la gaveta de la cocina, pero más duro que de lo habitual. Además, estoy amarrado a la silla. ¿Qué sucedió aquí? A lo lejos podía escuchar a unas enfermeras hablar sobre un hombre que le dio un cabezazo a otra de las enfermeras que quería tranquilizarlo ¡Que horrible! Ojalá se encuentre bien. Pero, ¿cuál habría sido su razón de su agresividad? Poco a poco, me fui enterando que entré aquí por una bronquitis. Que mal anda mi memoria, pero no puedo recordar nada. ¿Y la Irma donde estará? (…) ¿Qué lugar es este? ¿Por qué no me han llevado a mi casa? Mis piernas no estaban del todo bien en el último tiempo, pero por suerte, mis hijos me ayudaron a entrar. Al llegar me recibe una señorita vestida como enfermera. No podía creer que me hayan trasladado a un hospital distinto, si me encuentro bien. Pero este lugar tenía un aspecto más similar a una casa que a un recinto médico. Si esto es un hospital, parece mucho más acogedor que cualquier otro que haya visitado en mi vida. Talvez mi esposa esté aquí dentro, ya que veo a un montón de personas como de nuestra edad. Habrá que investigar de qué trata todo esto. (…) ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que llegué aquí? He pasado tantos malos ratos con estas enfermeras que me retienen aquí.
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Solo quiero irme a casa con la Irma. Afortunadamente, ya tengo un amigo aquí dentro. Su nombre es Julio, y siempre me ha ayudado con la comida, acompañado en las caminatas por el jardín del lugar y con una agradable conversación entre ambos. Lo que más me ha llamado la atención el último tiempo, es el hecho de haber recibido visitas de tantos extraños, por lo menos, no tenían la apariencia de ser doctores. Pero me saludaban y preguntaban por mí como si fuera pariente de ellos. Si hubiera tenido hijos con la Irma, talvez nos hubieran visitado con el mismo cariño que esta gente lo hace conmigo. A veces, venían niñitos con ellos a acompañarme. Para mi sorpresa, ellos conocían a la Irma. Siempre que les preguntaba por ella y me contaban que tenía que ir de urgencia a Santiago a hacerse chequeos médicos, pero que me mandaba muchos saludos. Al estar con ellos, siento una gran felicidad, que solo es comparable con el hecho de tener a mis familiares cerca. (…) Otro día más en este extraño lugar. Era parte de la rutina de todos los días el ayudarme a hacer todo; levantarme, ir al baño, comer, incluso dar un pequeño paseo por el lugar. Mis piernas cada día empeoran, pero debe ser pasajero. Y cuando supere estos extraños síntomas, me levantaré de esta horrible silla de ruedas e iré a trabajar en el jardín de mi Irma. La extraño tanto. Pero este día tenía algo fuera de lo común. Había una cantidad de globos repartidos por el lugar, mucha comida, incluso, los demás ancianos estaban con gorros de cumpleaños. Sin entender nada, me llevaron al vestíbulo y ahí estaba esa familia que siempre me venía a ver. Me causaba tanta felicidad verlos, pero por sobre todo, a esos niños que me recordaban a mis nietos. No podía negarles lo feliz que me hacia el poder verlos, aunque ya era muy difícil poder comunicarme con ellos debido al deterioro de mi voz. Pero ya pasará… y tiene que pasar. Pero en cuanto a esta fiesta, el cumpleañero resulte ser yo ¿Quién lo diría? Sentado en la cabecera de la mesa, comimos
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torta, conversamos un poco. Y me parecía extraño que se me haya olvidado el día de mi propio cumpleaños. Talvez, el tiempo aquí dentro avanza de una forma bastante extraña con respecto a mi casa. Ojala esta hubiera sido la última vez que viera a Don Julio, y que de regalo de cumpleaños, me llevaran a mi casa. (…) ¿Qué es este lugar? ¿Por qué no estoy en mi casa con mi esposa? Hoy conocí a una agradable persona llamada Julio. Me trataba de una forma tan especial, como si ya nos conociéramos de antes. Me hacía compañía, me conversaba un montón de historias que le sucedieron en el pasado, y me ayudaba a darme la comida ya que mi Parkinson estaba peor que nunca. (…) La Irma vino a visitarme anoche. Por fin la pude ver, después de tanto tiempo. Me dijo que me extrañaba mucho y que iríamos de paseo un día de estos. Yo estaba muy emocionado con esa noticia, ya que solo quiero poder levantarme de esta silla e irme a casa. Pero, me dijo que tomaría tiempo, y que solo debía tener paciencia. ¿Por qué no me había venido a ver antes? “Reinaldo murió semanas después de haber tenido ese sueño, y su esposa ya había fallecido hace un año y medio atrás ¿Coincidencia? Lo cierto es que para su funeral, Don Julio asistió de forma extraordinaria, ya que los ancianos del hogar no tienen permiso para salir de aquel recinto; el cuerpo de Reinaldo fue escoltado por una decena de patrullas de carabineros hacia el Parque de las rosas, donde también se le rindieron los respectivos honores por sus años de servicio. Su labor como suboficial mayor de Carabineros jamás será olvidado por sus excompañeros, pero su labor como padre fue mucho más trascendental. Si no fuera por él, su familia hubiese pasado hambre en las épocas previas y durante la dictadura. Si no se hubiera sacado la cresta por sus hijos, ellos jamás habrían tenido la educación y los recursos para independizarse y
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formar sus propias familias. El Alzheimer lo fue transformando y deteriorando poco a poco a ese hombre, que para mi madre, fue un hombre poderoso que era capaz de hacer cualquier cosa; “Un súper papá”, en otras palabras. Todos recordamos al abuelo y padre, Reinaldo Antonio Garrido Cáceres, como un hombre trabajador, y esta historia va dedicada a ese abuelo mío que quería, y quiero mucho, previo a su muerte, pero que después, a ese cariño se le añadió una admiración total a su trabajo duro y estricta disciplina. Ahora es nuestro turno, la nueva generación, de continuar y seguir contando historias tan inspiradoras como esta y dejar una huella en las próximas generaciones. Donde sea que estés ahora abuelo mío, sé que nos miras con ojos de orgullo… y de verdad, te extraño mucho.”
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Surreal
Aldana, Javiera Estoy cansada de tanto correr, no puedo más. Escucho un susurro. –Más rápido, más rápido, no te detengas-. Algo me dificulta correr, mis pies se vuelven más pesados, escucho gritos y llantos a lo lejos. Me detengo al borde de un precipicio, y escucho otra vez la voz. –No te detengas- esta vez, siniestra, el miedo me paraliza, siento un empujón y me encuentro cayendo por la oscuridad. Justo cuando pienso que voy llegando al fondo del abismo, despierto en mi cama, aún paralizada, con sudor frío en mi cuerpo y una sensación de seguir cayendo al vacío. Es increíble como los sueños pueden parecer tan reales hasta volverte loca, ¿es eso lo que me está pasando? La mayoría de las personas estarían buscando en internet que significó dicho sueño o pesadilla, si fue una premonición, etc., pfff, abran los ojos y lidien con el mundo real, no esperen a cerrarlos para buscar respuestas. Ya no me pregunto qué significan esas horribles pesadillas que no me dan respiro ni una noche desde pequeña. Solo trato de acostumbrarme a vivir con ellas. Inmersa en mis pensamientos, recuerdo la hora agendada con el doctor Calvin, veo el reloj y me quedan 10 minutos para llegar. ¡Diablos! Me visto rápidamente, cojo mi abrigo y corro, me acuerdo de la pesadilla, y me río para mis adentros, que irónico. En tiempo récord llego a la consulta, despeinada, y con el peor atuendo que podría haber escogido. Que bien- pienso- vístete y péinate como loca para venir a la consulta del psiquiatra, eso ayudará. –Ejem- salgo de mis pensamientos, doy la vuelta y veo a una secretaria regordeta tras el escritorio mirándome con su cara de nada. –El doctor Inuenda te está esperando, pasa-. Yo solo
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asiento con la cabeza, me dirijo a la oficina, abro la puerta y me encuentro con el doctor de la misma manera que me lo encuentro 3 veces a la semana desde mi niñez; con su bata blanca impecable, su camisa a cuadrille mal combinada con sus corbatas alegres llenas de colores y diseños estrafalarios, con sus gafas que le hacen zoom a sus ojos como si fuera una broma, con su café en la mano y su gran sonrisa. Ugh, demasiado alegre para mi gusto, que ganas de arrancarle esa corbata, tal vez así se borraría su sonrisa. –Bueno, comencemos- dice de manera entusiasta. Me mira de arriba hacia abajo, y se detiene en mis ojos. -Creo que no tuviste una buena noche. Esas ojeras no me engañan, ¿sigues teniendo esas pesadillas? -¿Cuáles?- digo, haciéndome la tonta. Me planta una mirada sospechosa y continúa -las pesadillas de siempre, en las que corres sin saber porque ni de qué, etc.- Me acuerdo y me da un escalofrío. Excelente, lo escondí muy bien, gracias cuerpo. –Si quieres que terminen debes dejar que te ayude-. -¿Qué es lo que tengo que hacer esta vez?– digo en un suspiro. -Mira, tenemos que encontrar la raíz del problema para comenzar otro tratamiento, así que, esta vez haremos algo distinto- toma una pausa y pronuncia –hipnosis-. Comienzo a temblar mientras me recorre el pánico. -Estaré a tu lado tomando tu mano todo el tiempo, no estarás sola-. Me tranquilizo y asiento con mi cabeza. Me hace una seña que me recueste –cierra los ojos, tranquila, pon tu mente en blanco-. Veo que tiene una grabadora y cierro mis ojos. Escucho su voz que dice que siga el tic tac del reloj y que me deje llevar. –Rebeca, cuando estés en el lugar, parecerá real, pero recuerda que no lo es, necesito que me narres lo que ves y mantén tu respiración constante-. Le digo que sí, y comienzo a sentirme mareada. Tic tac tic tac tic tac… -¡CORRE!- escucho en un grito de mujer, entonces comienzo a correr lo más rápido que pueda sin mirar atrás, pero ahora
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todo está más claro, veo el suelo y estoy descalza en el barro que es lo que no me permite acelerar la velocidad de mi trote. Me detengo, con el corazón en la garganta observo un cielo gris y mis sucios pies. De pronto siento una presencia detrás de mí. Me armo de valor y me doy vuelta. Es una mujer descalza, con un camisón de noche blanco como el color de su piel y el pelo oscuro empapado sobre la cara, no veo sus ojos. Repentinamente, habla en un susurro. –No deberías estar aquí- me muestra sus muñecas y veo que están cortadas, pero no recientemente, como si fueran heridas viejas. No entiendo nada. -¿Pero qué es este lugar?- le pregunto. Se acerca a mi oído. –Este es el lugar para los que no encontraron escapatoriaagarra mi brazo muy fuerte, y me grita –¡Dile que no pude superarlo, dile que no es su culpa!-¿a qué te refieres?- le digo con dolor en mi brazo y se queda unos segundos en silencio. -303 303 303 303 303 303- luego grita - ¡REBECA CORRE!desvaneciéndose en la oscuridad. Me paralizo como una estatua. ¿Cómo diablos sabía mi nombre? ¿Qué significa el numero 303? ¿Es ella la que siempre me ha gritado que corra? ¡NO! Recuerda que no es real, no es real, no es real... Abro los ojos y me encuentro en la oficina otra vez, el doctor me está mirando pasmado, pálido como si hubiera visto un fantasma. -¿Qué sucedió?– Mira tu brazo-. Bajo la mirada. Veo la marca de unos dedos en mi brazo. Imposible, no es real. Nos quedamos unos minutos en silencio. –Háblame de la mujer que encontraste, solo dijiste que era una mujer-. La recuerdo en mi mente, su presencia sombría y la describo temblando con un dolor punzante en mi brazo. –Lo más perturbador, fue lo que dijo, además de dejarme con muchas preguntas- le digo. -¿y qué… qué dijo?- tomo aire y le cuento lo dicho por la
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misteriosa mujer. Para terminar le presento mi idea de que ella es la que me dice siempre que corra desde pequeña. Pasan muchos minutos sin que nadie hable, el doctor se agarra la cabeza entre las manos, veo una lágrima correr por su cara. –Mi hijo murió atropellado hace 10 años, y mi esposa se suicidó meses después porque no soportó el dolor, se cortó las muñecas luego de ducharse en la noche. Su número favorito era el 303. En recuerdo a ella lo puse como número de mi oficina. Esto es imposible…Cuando termina de pronunciar esas palabras yo solo estoy en shock, claro que es imposible. No puedo mover ni un músculo de mi cuerpo, solo mis ojos, y los muevo hasta caer en el doctor, que sigue pálido. Después de muchos minutos, o tal vez segundos, que para mí parecieron horas, rompe el silencio. –Creo que no son sueños Rebeca-No. Esto fue toda una coincidencia, tal vez usted me contó y lo soñé. –Yo nunca se lo he contado a alguien, escucha- y pone a andar la grabadora. Solo se escuchan gritos de muchas personas a lo lejos, llantos, no está mi voz ni la de él. Se parece a lo que siempre escucho en mis pesadillas. Me enfurezco. -¡Usted está loco! ¡Se está contagiando de sus pacientes! ¡Son solo pesadillas usted lo dijo! ¡No venga a relacionar sus problemas pasados o a intentar asustarme con sus grabadoras falsas!- Comienzo a caminar, cierro de un portazo la oficina, y veo el número 303 en la puerta. Mientras me alejo escucho el llanto del doctor a mis espaldas. Camino a mi departamento, no puedo parar de pensar en todo. “Son solo pesadillas, horribles sí, pero a cualquiera le puede pasar. La marca de mi brazo me la tiene que haber hecho él para asustarme y para que me tomara en serio el tratamiento, o tal vez me lo hice soñando. Sí. Eso fue”. Más calmada, entro a mi departamento y me recuesto muy cansada. –No te duermas- dice mi cabeza- No te duermas… Siento frío en mis pies. El barro otra vez. Esto no me puede
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estar pasando de nuevo. ¡¿Cómo despierto?! ¡Quiero salir de aquí! Veo a mí alrededor y todo está más oscuro que la última vez, estoy en el borde del precipicio de siempre. Pero algo se siente diferente. Hay un silencio sepulcral. -Idiota- escucho en un susurro. Me doy vuelta. No hay nadie. Siento unas manos heladas y fuertes en mis tobillos, otras envuelven mi cabeza, trato de gritar y una mano gris tapa mi boca. Me tiran hacia el abismo, trato de moverme o gritar pero me tienen inmóvil, solo caigo al vacío. -Te dije que corrieras
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Travesía
Suzarte, Mirko Era posible que nadie supiera que lo había hecho, pero aun así quería intentarlo. Al principio él también pensó que era una locura, una idea descabellada por la que todos lo miraron medio escépticos cuando se las dijo, y ahora que ya habían transcurrido varias semanas, empezó a creer que la seguridad con la que había anunciado su proyecto no era más que el orgullo propio de querer demostrarle a todos lo contrario. Estaba exhausto. Estaba exhausto y su determinación había decaído con los días. No iba a conseguir nada: si quedaba a medio camino, nadie lo sabría, y si llegaba al final, no le iban a creer. Cuando partió, se convenció de que sería algo rápido; estaba seguro de que la experiencia sería tan fantástica que el tiempo pasaría sin que se diera cuenta. Y, en parte, no se había equivocado. Uno a uno, los primeros días fueron transcurriendo ágilmente; todo parecía nuevo y sin descubrir, aunque sabía que otros habían estado por ahí antes. A diestra y siniestra encontraba algún rastro perdido, una que otra señal de alguien que había pasado: una huella, una hoja rota. Pero por muy solo que estuviera, se dio cuenta de que eso no le importaba. Lo que estaba haciendo solamente podía hacerlo así, y si en algún instante la inquietud lo tentó a regresar y dejarlo todo, las cosas que fue encontrando lo absorbieron hasta que la ruta se hizo sencilla y la soledad más apacible. En un cuaderno anotó las cosas que lo maravillaban y las ideas que de repente le venían a la cabeza. Quizás alguien las necesitara después, talvez alguien las tomaría agradecido, guiándose por ellas para seguir adelante en alguna otra travesía. A esa altura ya no quedaba rastro de nadie. Con el pasar de los días, los indicios que veía de tanto en tanto se habían hecho más irregulares, hasta que ya le costó mucho reconocer si por
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donde iba era o no un paraje desconocido a los ojos del mundo. Al final entendió que había ido más allá y que nadie había llegado a esos páramos. Y, en cierto sentido, ese era el único hecho que lo motivaba: saber que mientras más se adentraba y mientras más días pasaban, más atrás quedaban todos los que hasta entonces lo habían intentado. Sin embargo, el tiempo había empezado a pesarle. Le ardían los ojos y la columna le crujía de maneras extrañas cuando se estiraba después de largas jornadas. Ni con la penosa rutina que había diseñado pudo mantener el ritmo diario. “Tres horas en la mañana y tres horas en la tarde, paso a paso; lentamente y aunque me tome años”, se había dicho semanas antes, cuando la idea entera todavía lo entusiasmaba. Pero en ese momento en que la luz de la tarde empezaba a decaer, le costaba más concentrarse en el objetivo, no veía bien y sentía la necesidad urgente de echarse de espaldas a descansar. El miedo empezó a acecharlo. Cierto día se giró para ver parte de lo avanzado y descubrió que había pasado un punto de no retorno. Si volvía, fracasaba como los demás; si continuaba, ¿triunfaba? La idea del abandono y de haber perdido quizás las más valiosas semanas de su vida en ese proyecto lo comenzó a angustiar. Le costaba conciliar el sueño y, cuando por fin lo hacía, después de una interminable jornada, tenía la sensación de que algún fragmento de su cabeza seguía transmitiendo en una sintonía desconocida, por lo que nunca sentía que dormía de verdad. Hasta entonces, en el pequeño cuaderno que traía consigo había llevado la cuenta de los días. Se sorprendió al ver que llevaba meses sin claudicar; nadie iba a creerlo cuando se apareciera frente a todos finalmente. “¡Imposible! ¿Cómo lo has hecho?”, sonrió al pensar en las cosas que le dirían y al imaginar sus caras de desconcierto al verlo de vuelta entre ellos, en una pieza. El orgullo es una fuerza poderosa, se reconoció una noche, en silencio. Decidió seguir adelante. No iba a echarse a morir después de todo aquello: a esas alturas seguro era un
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pionero; no podía abandonar su objetivo. En los días que vinieron se internó en lugares más complejos y fue encontrándose con mayor cantidad de cosas extrañas, las que anotó prolijamente en su cuaderno. Había recuperado la rutina con la que había partido y trató de olvidarse de los dolores que tenía. Saber que estaba a solo unos días de cumplir su objetivo le había renovado las ganas de continuar. Estaba anotando algo cuando volvió a mirar lo que tenía en frente y entonces sus ojos se clavaron en un punto. Una sensación de pavor lo recorrió desde lo más profundo. Se quedó inmóvil, sin creer lo que veía. Ahí, en medio de todo, una huella; tan clara y nítida como el reflejo de su cara en un espejo. Sintió un escalofrío y empezó a mirar hacia todas partes con desconcierto. Semanas enteras sin ninguna señal y entonces eso frente a sus narices. Y no era una ilusión; mientras más miraba la huella, más se convencía de lo real que era, como si la hubiesen puesto allí para burlarse de él. Se acercó temblando y pudo ver el trazo perfecto de dos dedos en el borde; las huellas digitales estaban delineadas con su orden característico, en un color negro medio desteñido e indeleble. Sintió la irá subir hasta su cabeza ¡¿Quién había llegado hasta allí?! ¡¿Quién había osado alcanzar esa hoja antes que él?! Al cabo de unos segundos se echó atrás con resignación, con el sabor amargo de la derrota en su garganta. Ya no escuchó aplausos ni admiración, sino todo lo contrario. Arrojó su cuaderno y todas las anotaciones que en él había volaron por el lugar, esparciéndose en desorden, y entonces, con una fuerza desmedida, empujó hacia atrás la mesa que tenía adelante, tambaleándose entera. Se puso de pie bruscamente, sin importarle nada. Por un corto instante dio un último vistazo a esa huella maldita que se aferraba al borde de la página y, presa nuevamente de la rabia, dio un manotazo limpio que cerró en seco el libro que lo había traicionado. Luego se dio vuelta y salió de la habitación.
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Vértigo en el andar Prain, Michelle
Two roads diverged in a wood, and I I took the one less traveled by, And that has made all the difference. Robert Frost Mientras dejaba mi infancia se me reveló una certeza: por cada minuto que vivo, uno antes muero. Entonces iba como pasajero, y veía venir hacia mí una fila de automóviles, con diferente frecuencia, desde el horizonte hacia nosotros. Venían por su propio carril, desde el futuro, a nuestro encuentro, pero sólo en un instante coincidiríamos a la misma altura del camino, cuando ya irremediablemente quedarían atrás, sólo en mi recuerdo, en mi pasado. No había vuelta. La tragedia y la belleza de ese presente radicalmente fugaz me cautivó por siempre. Ya no soy pasajero, ni estoy junto a mis padres. Ahora, en la mitad de la vida, soy quien conduzco. Y aunque vivo días plenos, satisfechos por cosechas, por mis vástagos y sus primeros pasos, por los antepasados, sintiendo la fuerza perpetua de las generaciones, aún aparecen días en blanco por delante, días de esperanza abierta con sus dones, invitándome hacia el horizonte, horas aguardando ser escritas, por venir. Pero es también en este sitio luminoso y fascinante donde se manifiesta el zumbido que sube desde el abismo y me envuelve. *** En medio de la inmensidad del bosque, no sé si aún sigo entrando o ya empiezo a salir de él. El cielo se cierra por encima, sobre mí. ¿Quién tomará mi mano en esta selva oscura? ¿Dónde el espectro de Virgilio se hará carne para guiar mis pasos por esta niebla, por este torrente gris y brillante, siniestro
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y pulcro, doloroso y sublime? ¿Quién? En el susurro del bosque, el aroma del coihue, las olas del agua dulce austral, el fuego volcánico late a cada suspiro, agazapado bajo la superficie apacible y sospechosa. Quién. El zumbido lo invade todo, con lenta violencia. Las araucarias estaban ahí hace ya miles de años, y seguirán ahí después de nuestro paso. ¿Nos recordarán siquiera como sombras, como polvo vano? Anduvimos entre ellos con sentido de trascendencia, envueltos en una pasión que parecía eterna. Pero el viento siguió y seguirá soplando, de generación en generación, enrojeciendo esas brasas que hieren la piel y las entrañas, revelándose la fuerza del cosmos que convierte la materia en polvo y el polvo en silencio. En este vértigo la belleza se manifiesta en su intensidad sublime pero desgarradora a la vez, tan solo ante la posibilidad radical de ser o no ser. En medio de esta selva, sólo el vértigo y mi alma. *** Encontrar el roble sagrado, yacer a su sombra, en la liminalidad, en el pórtico entre lo que fue y lo que será, entre el más acá y el más allá. Tomar mi bastón y como Eneas cargar con Anquises y guiar a Ascanio, mirando al pasado y al futuro, en busca de señales de eternidad, para ponerme de pie y emprender rumbo, saliendo de la selva devoradora hacia el bosque sagrado, hacia la luz del santuario natural. Quise morir ahogada en el fango oscuro, en las tribulaciones de esa selva agobiante, sin poder respirar, consumida por la humedad monzónica, por la angustia, por esa soledad cósmica donde no hay estrellas o no se ven bajo los meandros de niebla. Hoy me levanto en este valle para andar en el bosque de las revelaciones, siguiendo las señales de la Cruz del Sur. Seguiré el andar del puma, a paso sigiloso y oculto al amenazante ojo humano; seré la leona solitaria que cuida sus cachorros en cada paso, y bebe de los prístinos manantiales cordilleranos bajo un claro de luna. No renunciaré. Nature! Nature! I am your bride! Take me!
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*** Tiresias salió a mi encuentro. Esa figura misteriosa, luz esférica e inaprehensible, de contornos difusos pero de voz diáfana. Tomó mi mano, que ya conocía de antaño, y cesó el miedo. Silencio. En la ausencia de toda brisa, la verdad se manifestó; la claridad apareció en su gesto, en su palabra. En el principio era el Verbo. Nada temas en la belleza sublime del amor. Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe. Espejos de la selva oscura, ¡llevadme a conocer cara a cara! Pero los senderos se bifurcan frente a mí, y cuando busco nuevamente su mano, Tiresias me ha abandonado. Silencio, sólo se oye el aullido del lobo en el silencio de la estepa, a lo lejos, y vuelve la niebla sin asombro. The road not taken. Desde lo alto del monte, ante el abismo de la inmensidad, en el bosque amarillo, otoñal, vislumbro los dos caminos. Two roads diverged in a yellow wood, And sorry I could not travel both And be one traveler... El vértigo me paraliza en su intensidad, pero canta el chucao y muestra el rumbo, oculto y discreto, a mi lado. *** Where shall we go tomorrow? *** Se han acercado los colibríes a esta tierra. En medio del frío otoñal emprendo los pasos a tientas, cuando el espectro de Dedalus aparece en mi camino. Con una sonrisa tierna, de reencuentro, me ofrece su báculo de fresno, el que lo acompaña desde Dublín. ¿Es fresno o roble? ¿Es Dedalus o es Orlando? Con él cruzó el océano hacia el Sur. También me cobija, pero con su capa verde, y señala hacia adelante. Luminosa irrumpe en el bosque Clío, uniendo el devenir, flotando suavemente en silencio, recogiendo cada una de las huellas tras su andar. Clío, ojos de agua -como las corrientes de Heráclito-, ojos de agua profunda que me cautivan y sumergen en ellos, en el abismo
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de los tiempos. Su voz se confunde con el canto de las sirenas, entre las que diviso a las tres hermanas jugando con su prístina gota de agua sobre las hojas submarinas, invitándome al fondo de ese acantilado azulado, antes de ser las Moiras del existir en el oleaje del mar. *** Tras asomarme a la muerte, me encuentro nuevamente en marcha, a salvo del ahogo con la belleza revelada. Camino sobre el hilo de mi destino cruzando por lo alto el valle. Equilibrista en la cuerda floja, confiada del báculo del poeta, temo la realidad de la mera ilusión. Entre temblores observo el Leteo, allá abajo, y las antiguas sombras andando entre seductoras siluetas de tritones y cantos de sirenas. Espero alcanzar la otra orilla siguiendo mis propios pasos, a pesar del andar perecedero y del desdén de Caronte. En el destierro del desierto buscaré la luz salvífica, epifánica, para volar no con alas de cera, sino para hacer descender la belleza a través de los dones regalados. *** Ya no diviso la selva oscura al mirar atrás sobre mis hombros. He evadido las corrientes acuáticas y su vorágine, cruzado el abismo por lo alto, caminando sobre el hilo de Ariadna que se halla cerca del laberinto, evitando la gran caída, el vacío. He hallado abandonada la obra del maestro, sus ruinas, y he ingresado a ella. Asechan los fantasmas y retorna el vértigo profundo que no renuncia a su presa, pero me sobrepongo para comenzar el ascenso, el escape, elevándome sobre los muros legendarios de antaño. Las palabras de Ícaro advirtieron: no volar muy próximo al suelo ni muy cerca del sol, sino planear por el curso medio. Qué hacer con esa pasión desenfrenada, apolínea, debió preguntarse su hijo Dédalo, al sucumbir frente a la seducción de la luz, al ascender sin límite hacia su propia muerte áurea, al precipitarse, consciente de la desobediencia pero habiendo abrazado el sol. They were never wrong, the old
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masters. *** Dónde quedarán sus huellas. Dónde. ¿Desaparecerán en el fondo del mar? Bucearé confiada en el abismo, en su búsqueda, en su rescate, sin perecer, para que Ícaro no muera solo, para que no desaparezca en el olvido. Construiré un memorial. ¿Las olas borrarán las huellas de ese naufragio metafísico? El pelícano se precipita, en picada, con todo su peso, pero vuelve a la superficie, y su pericia se convierte en vida, para sí y para los polluelos que así alimenta, aunque su galante pecho se manche de sangre. Reflota y emprende vuelo majestuoso, con su prole, con su manada, con su colonia, guiándose por las costas, donde mágicamente se tocan los fondos marinos y los desiertos terrestres, floreciendo el sacrificio, componiendo bellas sinfonías el choque del viento en las rocas del mar, que se esculpen a través de los siglos, de generación en generación, convirtiéndose en obra, plasmándose en arte.
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Y sin embargo creció... Arancibia, Guillermo
Era de noche y viajábamos de San Pedro de Atacama a Calama, como de costumbre desde el atardecer entraba la tupida camanchaca, mezcla de nubes e intensa niebla, nuestro destino era el Puerto de Iquique donde íbamos por razones de servicio. El vehículo doble tracción se quejaba al imprimirle mayor potencia en las arenosas gradientes, pero las pendientes las tomaba con facilidad. El conductor, el experimentado Luis Leiva, profundo conocedor del altiplano oteaba el esquivo horizonte y yo me sentía seguro de ser su pasajero una vez más ya que en dos años trabajando con él, habíamos recorrido más de un millar de kilómetros entre el nivel del mar y las montañas que rodean los salares fronterizos. Al acercarnos a Calama algunas luces que nos esperaban nos guiñaban tras los pimientos, nos acercábamos a la estación del ferrocarril a Bolivia. Al evadir una cerrada curva enfrentamos la barrera del cruce del tren, se destacaba solamente una silueta femenina con un bulto en brazos, envuelto en un aguayo. Antes de decirle a Luis se detuviera, lo hizo y bajo, cerciorándose no venia tren se acerco a la mujer, aprecié entablaban diálogo, regresó y me mostró una criatura que le había entregado la mujer diciendo… mire mi teniente, la mujer lo iba a lanzar al tren, le dije no lo hiciera y me lo regalara, lo hizo y aquí esta. El padre del niño no quiso reconocerlo y menos darle dinero o alimentos y ella no tiene para alimentarlo ni sustentarlo. Le alumbre con una linterna el rostro y el pequeño crio abrió sus ojillos brillantes típico cholito altiplánico, regresamos a casa y Luis le entrego el crio a su mujer Daniela la cual lo recibió con ternura y sorpresa depositándolo en un tibio lecho asumiendo el rol de madre adoptiva. Luis era de dotación de la tenencia de carabineros de San Pedro y por ello debía recorrer los pueblos interiores hasta los hitos
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fronterizos, por lo cual tenía in mente a futuro llevar al niño cuando creciera. Al día siguiente, fuimos con Luis a narrar lo sucedido al párroco, el famoso cura Gustavo Lepaige para ungir con los santos oleos al bebé, lógico pedimos él fuera el padrino a lo que accedió gustoso, por supuesto, se le llamo Gustavo Daniel nombres de padrino y madrina. El niño fue creciendo y comenzó sus estudios básicos en la escuela parroquial, lo que finalizo con éxito habilitándosele para su educación media para ingresar en un colegio de los Salesianos de la zona, consiguiendo de esta forma adentrarse en menesteres técnicos y de agricultura lugareña que impartían los colegios de Don Bosco. Allí aprendió los cultivos de verduras y forrajes que con fruición crecían en pica, matilla y canchones, además en otros oasis que eran bañados por plateados riachuelos que bajaban cantando desde los eternos glaciares. LUIS, llevo a GUSTAVO A CONOCER BIEN EL ALTIPLANOY CONOCIO EN DETALLE EL SALAR DE ATACAMA Y VILLORRIOS ADYACENTES,TALES COMO TOCONAO,PEINE, SOCAIRE Y LOS PASOS FRONTERIZOS DESDE EL HITO TRIPARTITO HASTA GUAYTIQUINA DISFRUTO OBSERVANDO LOS FLAMENCOSY GANSOS SILVESTRES ADEMAS DE MUCHOS GUAYATOS Y PARINAS,COMO TAMBIEN LOS GEISSER DESDE EL TATIO AL SUR Gustavo fue creciendo y aprendió a cultivar la tierra y adentrarse en la crianza de camélidos, los que luego comercializaba en el vecindario o en las pulperías de las salitreras, como también iba a la estación del tren Longino que venia del sur lo esperaba en Pozo Almonte donde se hizo conocido trabando amistad con chicas sureñas u otras que concurrían a la llegada o paso del tren según itinerario. Luis y su madre adoptiva, lo visitaban con frecuencia. A poco de estudiar se inscribió para su servicio militar, siendo llamado como conscripto a la base aérea, Los Cóndores
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de la fuerza aérea de Chile, ubicada en el alto de Iquique. En el cuartel Gustavo se ganó el aprecio y distinción de sus compañeros y oficiales, y con mucha voluntad ocupaba su tiempo en misiones que se le encomendaban limpiando y desalinizando las aeronaves. Uno de sus jefes, el teniente Armando Ruiz que valoraba la actitud positiva de Gustavo, le dijo un día interrumpiendo la labor del conscripto, Gustavo: quieres volar? -Miró a su jefe y respondió: me encantaría, pero no tengo alas mi teniente… No importa, pero este avión tiene, súbete, agregó el oficial indicándole que hacer. Mientras, Ruiz se asía a la escalinata de un fabuloso bombardero B26, reliquia de la segunda guerra mundial y reacondicionado para seguir volando en nuestro país. El oficial se ubicó al mando e hizo la secuencia de rigor en el tablero para poner los motores en marcha uno a uno, mientras Gustavo temblaba, mezcla de nervios, orgullo y emoción, se afianzaron los cinturones de seguridad, se miraron y sonrieron. Ruiz rompió el silencio y le dijo a su acompañante: nuestra misión será navegar por la costa para ubicar un avión de carga boliviano que aterrizó de emergencia por fallas de combustible. Volaron rumbo a Cerro Moreno y ambos oteaban allá abajo la costa y sus rompientes playeras luego de pasar por sobre la ciudad de Antofagasta y admirar la típica portada. Siguieron rumbo sur a no mucha altura, lo que les permitía ver en detalle, las pequeñas radas y roquerías hasta que Ruiz dijo: - mira abajo en la playa, esa es Caleta Cobre y está el avión que buscamos… Allá, entre arenas y rocas se destacaba la aeronave, casi intacta. Por la radio del B26 se escuchaba mucha estática pero de improviso se hizo oír la voz que seguro provenía de la nave siniestrada, la que pese a su emergencia se veía posada en tierra y los tripulantes nos informaban estaban haciendo señas que estaban con vida, los tres ilesos. Eran las 17:30 hs. cuando se hicieron las comunicaciones del caso y se informaba a las
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patrullas terrestres, como llegar al sitio del suceso y rescatar a los tripulantes sanos y salvos. Gustavo miraba sorprendido e intercambiaba ideas con Ruiz acerca de las rutas terrestres que debían seguir las patrullas para llegar al lugar del hecho. Regresaron a Cerro Moreno, Gustavo manifestó su deseo de ayudar yendo al lugar donde se encontraba la nave accidentada junto a las patrullas que irían al rescate. Con esta tremenda experiencia, Gustavo se entusiasmó para postular a la escuela de especialidades de la Fuerza Aérea de Chile, lo cual pudo concretar con una óptima postulación. Habiendo quedado aceptado como alumno en la escuela de especialidades, antes de partir a la capital, quiso visitar algunos de los pueblos de la precordillera. En uno de esos días, decidió ir a hacer trueque llevando semillas y pertrechos comprados en el tren, a un villorrio llamado Inacaliri el cual era muy importante por estar muy cerca del Rio Siloli, fuente de agua pura para abastecer las villas adyacentes y el ferrocarril a Bolivia. Entre los andenes cultivados pacían llamos y alpacas cuidados por una mujer lugareña vestida a la usanza geográfica, Gustavo se acercó a ella para ofrecer sus semillas y trocarlas por orégano. Luego de un breve saludo e intercambio de experiencias, algo nació entre ellos que les hizo entrar en confidencias, saliendo a la palestra el nombre de un conocido común que resulto ser el carabinero Luis Leiva, sin entrar en mayores detalles ella se dio cuenta que este joven se parecía mucho a un hombre que había conocido años atrás, con quien tuvo cierta relación amorosa, por lo que el muchacho que tenía frente a ella le hiso recordar la noche brumosa en se deshizo del fruto de sus entrañas, entregándoselo al carabinero Luis Leiva que por casualidad conoció esa noche. Por lo tanto Gustavo era nada más y nada menos que su hijo biológico, aquel que tanto extraño y se arrepentía día a día del hecho de haber dejado años atrás aquella criatura, que con dolor típico de madre, tuvo que entregarlo a mejor suerte, en manos de alguien que pudiese ayudarlo a crecer…
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Tercer Capítulo Poemas Seleccionados
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Deseos infinitos: la sonrisa más sincera del mundo Villa, Diego
Quiero caminar por senderos infinitos de resplandeciente hielo que se funde reflejando mil colores inventados. Quiero música hipnotizantemente atronadora que transforme el silencio en esencia de sonidos imposibles. Quiero pensamientos que duelan con lacerante placer. Que inunden mis entrañas sueños inalcanzables construidos sobre distorsionados reflejos Imagen de una realidad que excede los cinco sentidos. Enséñame a distinguir los mil verdes que pintan las junglas. Muéstrame el idioma de los pájaros Y la danza de las abejas. Quiero caminar por senderos infinitos de brillantes nubes almidonadas intangibles para los pies humanos. Quiero la definición visual de belleza en forma de reflejo en el globo ocular.
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Quiero navegar un océano eterno con la brújula de la desorientación como guía. Quiero preguntas cósmicas perturbando mi cabeza. Respuestas inalcanzables impulsantes del ansia de ver. Enséñame a fundirme con los violines en un tango que desmienta la gravedad. Muéstrame como leer las cicatrices de los árboles y como entender lo que sueñan las estrellas. Quiero desafiar al mundo como el pez que decidió volar alzándose entre las olas. Quiero que tu aliento impulse mi vuelo y recorramos cielos violetas que aun nadie ha explorado. Que dibujemos mapas ilegibles inundados de islas que nadie pisará jamás. Paraísos inventados de tangible ficción. Banquetes de frutas prohibidas. Días que ni han existido ni existirán, pues lo que ya fue se funde desvaneciéndose con una desdibujada imagen de lo que será. Presente como única verdad sincera Quiero sentir las risas, oler la alegría, dibujar la dulzura y bailar al ritmo salvaje del calor del mediodía. Que la luz se funda al atravesar mis retinas y esparza por mi garganta el salado regusto solar del agua que beben los peces. Quiero ahogarme con el oxígeno
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paralizada por el placer de respirar. Describir el sabor de la lluvia y retratar la perfección con fotogramas de realidad. Quiero mirar a la muerte con una sonrisa esculpida por el placer de saber que he vivido.
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Dulces mentiras Espejo, Martín
Me gustan tus mentiras en las mañanas Endulzan el amargor de mi café tostado de noche Amaina la tormenta de mis ojos al abrirlos Apacigua la blanquesa del sueño. Mentiras dulces y espesas Como miel que corre entre las venas Como adicto corro detrás de ellas Tus mentiras sabrosas de sorpresas. Mentiras que visten de collares y sombreros rotos Que nadie ha de fijar Solo viven de las mentiras Que has de plantar. La mentira de abajo De aquí y de allá De donde salga siempre sabrá igual Dulce Como la sequedad. Enfermo por buscarlas Encontrarlas Y devorarlas sin piedad Solo te pido más Más mentiras de miel Menos verdad de cristal.
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Eight ways of looking at an hourglass Osorio, Maximiliano I Still Here I am, Staring at Tiny grains of sand Falling down inside an hourglass, Funny image of Chaotic Tangled Time. II Minding my own business I hit the glass with my Head. Then I was afraid, For I briefly thought I was inside an hourglass Again. III Recovering From initial disturbance I Shook my head, not able To tell if I had dreamt
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Or not That weird hourglass Whose grains of Sand (and, thus, Time Itself), went upsideDown. IV I threw myself to the ground. But By the time I reached The floor, the hourglass had Already shattered into A thousand mirrors. V One By One The Grains Flow Down. And I Flow With Them In Perpetual Fall.
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VI Quietly I Stared at her long Golden hair, her fragile Shoulders, shivering under a black coat. Her delicate legs, Flowing into An hourglass waist, She lost herself To the growing night. “This is it.” I remember Bitterly saying to Myself. VII Looking at His fading figure, I Smile at the old man, As I watch him Walk away. What a vision it is, A mortal creature, succumbing To inexorable Life. I feel water in my Eyes. Imperceptibly, I pour some more Sand into his hourglass.
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VIII It is known that everything begins where it ends. Nature flows like the inside of an hourglass. Existence’s a synonym of Time, after all We dance at the compass of sand. Falling into a golden hill Running, endlessly We are Running, endlessly Falling into a golden hill We dance at the compass of sand. Existence’s a synonym of Time, after all Nature flows like the inside of an hourglass. It is known that everything begins where it ends.
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El chiquillo Aimone, Xavier
Siempre recordaré día a día al joven de aquellas pinturas, que pintaba con pasión y un tanto de desdicha, él quería como persona, ser un gesto noble, una estrella fugaz, una antorcha que diera un poco de amabilidad, dar su vida para ser recordado, dar un tiempo a este mundo para sanarlo, cuidarlo e incluso poder tocarlo (o algo más). El sabía si es que por un segundo podía, apreciar la entidad del mundo, su donación valdría la pena, solo pedía un segundo de lo que la humanidad no podía entender. Era su ilusión, su función muy pronto su ilustración, es entonces cuando emprende su camino, siempre mirando su objetivo, encontrándolo cada vez más bonito, idealizándolo, haciendo uso de sus sentimientos para motivarlo, liberándose de la razón, haciendo de sus días una droga letal. Siempre pensé que él estaba en un bosque sombrío, perdido por su distorsión del tangible objetivo, en donde poco a poco estaba creando ladrillos que obstaculizarían realizar su nube de noche, creador de su castillo o mejor dicho de su ¡imperio imaginario!. Pero ahora entiendo que yo soy el ambulante empedernido, después de tanto tiempo descubrir,
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que ¡no estaba descubriendo el tiempo!, que no tenía visón, que no tenía ambición, que no tenía ningún ladrillo que me ayudara a construir mi castillo, que este muchacho con menos soles que yo solo quiso ayudarme en mi camino compartiendo ideas de un extraordinario poderío… Recuerdo como si fuera ayer, el momento en que reprobé a este chiquillo de mi academia de bellas artes, creo que fue la mejor decisión que he hecho, porque lo ayude sin querer y sin que el supiera, a comenzar su verdadero camino, el camino que toda Alemania quería que siguiera y anhelaba el camino de Adolf Hitler.
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Es cierto
Díaz, Alberto Es cierto, Me estoy poniendo viejo. Mantengo una relación inversamente proporcional a la primavera, La que al llegar el día 18, Me dice que soy un poco más viejo. 3 por 1 es 3 me dicen, Y a mi qué CTM! Si no recuerdo nombres Ni pretéritos pluscuanperfectos, Es cierto, Me estoy poniendo viejo. Olvidé de a poco los trazos, Y viviré lento el resto de mis pasos. Borré recuerdos y Atesoré algunos momentos, Esos que probablemente olvidaré al Terminar de escribir estos lamentos. Es cierto, Me estoy poniendo viejo.
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La sonoridad de la puteada Moreno, Camila
Dos horas en micro dos horas de lectura diaria en un diálogo con algún escritor hoy viajo con un loco me da risa lo que hay en su cabeza dice: “la sonoridad de la puteada, de la frase hecha, es magistral. Hablar esa lengua es situar ahora su tiempo. ¡Viejo culeado, conchetumadre!” es Zurita quien me habla en el The Clinic. Un hombre mira mis piernas va sentado lejos pero me mira me hace gestos muerde sus labios de manera grotesca y asquerosa me avergüenzo y me escondo dentro de mi abrigo me escondo dentro de mí escondo mis piernas el hombre modula algo “rica” leo en su asquerosa boca. Decido bajarme paso a su lado y lo escucho decir: “Cosita rica…” antes de que termine le digo: “Viejo culiao asqueroso conchetumadre! ¡deja de mirarme! ¡deja de hablarme! ¿Acaso no te das cuenta de que me das asco weón?!” el hombre mira ahora por la ventana toco el timbre
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todos me miran ya no me escondo mientras bajo de la micro escucho a unas mujeres susurrar: “La weona loca” Agradezco a Zurita su compañía
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María, de la ciudad de las estrellas Varas, Mario
María, te encontré un día Bailando bajo un manto de estrellas En donde tú eras protagonista Y la más bella de todas ellas María, tú de acá no eres Ni tampoco de ningún otro lado Tú vives donde los sentidos no sienten Y donde el sol nunca ha llegado Naciste de una idea De un idealista condenado A enamorarse de una estrella Que nunca sostendrá su mano
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No te olvides
Navia, Juan Pablo La primavera Está en la vuelta de la esquina, Furtiva y asechando A los débiles de espíritu suicida. Hermosa aporía No me di cuenta Cuando dejaste de venir a casa. Las canas acusaron tu ausencia Y el ladrido del perro Se tornó silente. Los gatos ya no hacen el amor En el tejado añoso y sempiterno No soy Penélope, Pero a veces te lloro Y en la distancia te extraño Como el cascabel que tintinea En algún rincón de la habitación, Cuando los desvelos Se tornan tan consuetudinarios Como la voz callada De tu adiós.
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Obsesiones Jeldres, Pablo
Se agota el espesor de la tierra, una especie de barro que nubla la vista. Sensaciones de claridad marchitan de su espíritu, buscando el silencio adecuado para entrar en escena. Pero no se cansa, busca una y otra vez el significado, el porqué de su queja, ¿tanto se exige a sí mismo? Su mente está podrida, de ella brota el espesor de una llama, cúmulos de rocíos de agua estancada que salen y recorren cada regocijo de su mente, pero él persiste, persigue el racionamiento necesario para por sí mismo dar respuesta a dicha neblina. ¿Cómo pretende el agua estancada dar cúmulos de claridad? Todo está aquí, en mí. El universo le juega una mala pasada, todas aquellas emociones bondadosas se disipan ante la mínima intención de llevarlas a la práctica, y de una posible claridad brotan una diversidad de interrogantes y cuestionamientos que exigen del resto una conducta más amable, como si la amargura de sus ser se estancara por derroches de agua fría y cristalina
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que devienen del buen actuar del resto. Nada cambia, el problema está en mí, mientras la mente lo aqueja con situaciones ficticias de las cuales no ha sido y no espera ser nunca participe. De repente, volviendo en sí, percibe a una oruga que descendía suavemente por su pierna, sintió tranquilidad y ternura, y sin resquemores comenzó a jugar con ella, haciéndola pasar por diferentes hojas que botadas en el suelo eran tomadas para dar forma a un camino hipotético que hacían a la oruga encorvarse y estirarse una y otra vez, la naturaleza le daba una buena pasada, todo era cuestión de perspectiva
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Perdida
Murillo, Camila No sé en qué momento me perdí. De repente sin querer, me solté la mano y me dejé ir hasta que me perdí de vista. No me dejé volver. Me erradiqué. Me desterré a mí misma de mí ser y me condené a vivir en las lejanías de una tierra desconocida donde nadie nunca pudiera encontrarme. Donde no cantaban los pájaros Y no brillaban las luciérnagas. Me ahogué. Me callé. Y ya no me encuentro. Emprendí la búsqueda de mi alma un día soleado en que mi corazón solo veía sombras. Distinguí una lágrima recorrer mi mejilla, y ya no era una lágrima insípida. Era una gota que me suplicaba encontrarme y salvarme de la oscuridad. Y partí en mi búsqueda, Pero los pájaros no cantan Y las luciérnagas no alumbran, Y debo estar en una tierra desconocida donde nadie nunca podría encontrarme, Una tierra cuyo paradero olvidé. Olvidé el camino, Olvidé cuán lejos estaba y cuál era la estrella que seguir.
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Hasta me olvidé de mí, De mi aspecto, De mi olor, De mi esencia. No me encuentro y busco desesperada una luz que me guíe. Pero los pájaros no cantan, Y las luciérnagas no alumbran Y debo estar en una tierra desconocida donde nadie nunca podría encontrarme. Mi ritmo cardíaco aumenta, Mi respiración se acelera. Como cuando corría por la pradera con el pelo salvaje huyendo del viento, Libre. Pero ya no hay viento, y me amarran las horas. Queda poco tiempo Debo encontrarme. Me desespero y grito, Y me llamo, Y me grito, Y me tapo los ojos con una mano y me golpeo el brazo con la otra, esperando despertar de alguna pesadilla, Esperando… Me detengo a escuchar. Y me escucho. Por primera vez me escucho. Escucho el aire entrando por mis pulmones recorriendo mi ser. Escucho mi sangre bajando a los pies, Subiendo a la cabeza, Bajando.
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Subiendo. Me encontré abrazando mis rodillas, Jadeante, Exhausta, Destruida, Sola. No me reconocí. Vi una muchacha cuyo cabello mimetizaba con la tierra, Cuyos ojos no inspiraban nada, sólo dolor, Las lágrimas rodaban incesantes por las mejillas de esa pobre alma, Como si no hubiera nada anormal en todo, Como si no hubiera nada normal en nada. Me abracé y no pude perdonarme. Abracé a mi peor enemiga, y no pude olvidarme del odio. Pero me abracé, Y dejé que el amor que aún quedaba en mis entrañas se fuera con esa que me destruyó. Y me lloré, Y me sequé las lágrimas. Los pájaros no cantan, Las luciérnagas no alumbran, Y debo estar en una tierra desconocida donde nadie nunca podría encontrarme, Pero me tengo. Ya no estoy sola, Me tengo. Me abrazo. Me respiro. Me siento, siento el odio y lo acaricio,
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Siento el dolor y lo consuelo, Ya no estoy sola, Hay heridas en mi alma, Hay conexiones inconexas, Hay orificios en mi mente, Hay lágrimas en mis mejillas, Pero ya no estoy sola, Me encontré. Conmigo puedo empezar por buscar el camino.
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Promesa en promesa Endara, Gabriela
Promesa es promesa Escribiste para que todo el mundo lo viera Promesa es promesa Volví a leer mientras recordaba tu ausencia Me pregunté si tus promesas eran promesas mientras estuvieran en vigencia Si después de un tiempo expiraban Si después de un tiempo perdían importancia Me pregunté si promesa era promesa dependiendo de a quién se lo prometieras Si sólo a los que te importaban Y a los que no, qué más daba Me pregunté si quizás habías prometido demasiado Que habías perdido la noción de aquellos a quienes tu palabra primero les habías dado Quizás habías olvidado lo que algún día prometiste Quizás por eso, nunca volviste Puede que al hacer la promesa nunca pensaste en quebrarla Quizás nunca pensaste que se convertiría tan solo en palabras Pero entonces dime ¿Dónde están los hechos con los que pensabas corroborarlas? Porque aún escucho el eco de ese “Volveré, lo prometo,” Porque aquí entre líneas confieso, que todavía te espero Quizás no con el mismo fin, quizás nada vuelva a ser igual Pero si una promesa es una promesa La que me hiciste a mi ¿también la cumplirás?
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¿Debería esperar algo o sólo resignarme a olvidar? ¿Será que tu promesa esta tan lejos de ser cumplida como la distancia que nos separa hoy en la realidad?
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Una ventana al mundo Toro, Felipe
Siempre llamó mi atención, quizá de formas que no imaginé hasta ahora. Su sonrisa era como un claro atardecer, fértil en virtuosidad y gracia. Cada destello de luz que emana de sus dientes, puedo recogerlo con la sensibilidad propia de un niño que al perder el camino, con los sentidos alerta, busca desconsolado un estímulo que merme su abandono. ¿Quién no ha sido abandonado si no es el ser que quedó esperando una iluminación desde un sitio del que jamás hubo siquiera una sombra? Ni el invierno, frío y hostil, puede penetrar en esos cabellos brillantes, metáfora perfecta del orden apolíneo inserto en las estructuras terrestres bajo la forma de fibonacci. Hasta la rutina parece algo nuevo cuando, de lejos, su humilde tono resuena en los pasillos, rodeando el ambiente con pedazos inertes de su alma, adheridos al mundo tanto como voluntad como representación. ¡Oh alma sublime, dime cómo es que puedes traspasar una y otra vez el velo de maya! ¡Quién sino tú es capaz de desentrañar la objetividad al mundo! Algo tan horrible como audaz, tan platónico como real, tan absurdo y con tanto sentido. El más perfecto equilibrio entre ambigüedades. El sol se ha escondido; no aparecerá más.
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Estuviste años esperando el amanecer, pero ahora sabes que el mundo es de madrugada y la iluminación es una ilusión llamada voluntad.
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Verborrea visceral Elgueta, Franco
Todo lo que soy un conjunto de cosas un respiro trivial espacio vacío triple abismo sideral Mi mente un portal, mi cuerpo un canal la vida un enigma frenesí mortal. Absorto en cavilaciones apago mi pensamiento y en mi propio descubrimiento emergen mis emociones, conquista metafísica de las entrañas de mi ser. Un instante de luz en el ocaso, una cápsula temporal vivir en mi conciencia la pérdida física y esencial difusa máscara del noúmeno abismal. Distorsión y violencia existencia~ oculta su demencia bajo un cielo inefable, un falso espejo que no comprende la realidad tatuada en el reflejo de mi rostro.
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Mientras más lo pienso lo encuentro más denso nada es lo que es ni esto que lees, ni eso que ves mira tus pies palabras sin letras diluvio al revés.
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BIBLIOTECA UN LUGAR PARA APRENDER
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