Cortázar, cosmopolita y argentinísimo

las y mundos paralelos que se escapan por el agujero del tiempo. Por el falso costum- brismo que denuncia la irrealidad de los dramas familiares. Y, sobre todo ...
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OPINIÓN | 25

| Miércoles 12 de febrero de 2014

centenario. Desvalorizado por una parte de la crítica y algunos escritores de las nuevas generaciones, el autor de Rayuela, de

cuyo nacimiento se cumple un siglo en agosto, dejó una obra que permanece en el cuadro de honor de nuestra narrativa

Cortázar, cosmopolita y argentinísimo Luis Gregorich —PARA LA NACIoN—

A

unque falte más de medio año para el centenario del nacimiento de Julio Cortázar (el día es el 26 de agosto), ya esta amable superstición ha empezado a celebrarse, sea en forma de sinceros homenajes o de apenas disimuladas reticencias. Incluso una convocatoria en París compartida entre el gobierno francés y nuestra benemérita Secretaría de Cultura ha dado lugar, hace algunos días, a justificadas pero inútiles críticas acerca del excluyente criterio político usado para elegir a los viajeros. No nos interesa perder tiempo con las miserias de nuestros administradores culturales; sólo diremos que han pasado por alto una oportunidad más, sencilla y accesible, para mostrar, o al menos para fingir, una vocación pluralista. ¿De qué se trata? ¿De ensalzar la figura y la obra del que muchos consideran uno de los mayores escritores argentinos, o de atender las grietas y el desgaste que, según otros, el tiempo transcurrido causó a sus textos? ¿Se lee, hoy, a Cortázar? Y en todo caso, ¿cómo está formado su universo de lectores? ¿Puede decirse que ejerce influencia en las nuevas generaciones de escritores? Por último, ¿cómo se forman los sistemas de prestigio que construyen la escena literaria de un país como la Argentina? Personalmente tengo el privilegio de haber participado, hace 45 años, en uno de los primeros libros colectivos dedicados a la obra cortazariana: La vuelta a Cortázar en nueve ensayos (Carlos Pérez Editor, Buenos Aires, 1968), compilado por Néstor Tirri y Sara Vinocur, y con trabajos, además, de Graciela Maturo, Noé Jitrik, Alejandra Pizarnik, Guillermo Ara, Alain Bosquet, y otros. La entusiasta aceptación de Cortázar estaba en su apogeo: ya se habían publicado sus primeros (y mejores) libros de cuentos (Bestiario, Las armas secretas, Final del juego y Todos los fuegos el fuego) y sus dos más reconocidas novelas (Los premios y Rayuela). Muchos de los jóvenes que entonces leíamos a Cortázar teníamos la sensación de estar intimando con un escritor que, tan hábil como Borges para los dictados de la literatura fantástica, nos liberaba en cierto modo del cepo borgiano, rígido e hiperintelectual, y nos acercaba a un mundo en que el humor, lo coloquial, lo familiar y la experimentación verbal resonaban con una felicidad impropia para la severa narrativa argentina. La tradición inglesa se veía

suplantada por el vanguardismo francés; Jarry y los surrealistas competían con Robert Louis Stevenson. Afirmé en mi ensayo “Julio Cortázar y la posibilidad de la literatura”, incluido en la mencionada compilación: “… los cuentos y novelas de Cortázar, empeñados, en sus más altas expresiones, en atacar el arte de escribir con una escritura compleja y nada ingenua, lanzados al asedio de las retóricas tradicionales… (mientras) liberan, a través del sesgo de técnicas muchas veces brillantes, una serie de significaciones ligadas al mundo en que vivimos y más todavía al sistema semántico en crisis del que forman parte”. ¿Ingenuidad, inexperiencia? ¿Encontraba en Cortázar lo que un escritor joven entendía y deseaba escuchar, es decir, cierta disponibilidad para los juegos verbales, los trucos argumentales fáciles de imitar, y las grandes palabras sobre la pasión y el destino? Exactamente eso es lo que sostiene una parte de la crítica, gradualmente fortalecida después de la muerte del escritor. La desvalorización se difundió en algunas de nuestras cátedras universitarias de literatura argentina, convertidas, desde fines de los 80, en dadoras y segadoras de prestigio. También escritores de generaciones más recientes mostraron con énfasis su desinterés por Cortázar, sometiéndolo a discutibles comparaciones. Tal es el caso de César Aira, un talentoso cultor de parodias e invenciones narrativas, escaso en lectores nacionales, pero que goza de la estima de muchos colegas jóvenes y de críticos de aquí y de otras partes del mundo. Según el conocido juicio de Aira, Cortázar no es más que “un Borges de segunda categoría”, apto para adolescentes que se inician en la literatura, y que significa poco en la evolución de nuestras letras. Tampoco Aira comulga con los cuentos de Cortázar, algunos de los cuales considera “auténticamente deplorables”, deteniéndose con especial fastidio en “El perseguidor”, una nouvelle inspirada en la vida del saxofonista Charlie Parker. Como contrapartida, deliberada o no, Aira escribió “Cecil Taylor”, una más breve mezcla de ensayo y relato biográfico acerca de otro músico de jazz, un admirable pianista experto en la improvisación disonante y ajeno a toda normativa. Vale la pena releer los dos textos. Ninguno de los dos anula al otro. Hasta puede ser que compitan por el mismo trofeo: la titularidad de la vanguardia. Convence tanto –o tan poco– el mito del artista romántico que plantea Cortázar en su identificación con Parker, como el victorioso fracaso del arte experimental presentado por Aira.

Es probable que entre los escritores jóvenes predomine y resulte más atractiva esta última actitud, pero a cambio de eso (intuimos que) Cortázar no parece haber perdido el favor del lector menos especializado. Rechazamos de plano la comparación con Borges, apenas una frase ingeniosa. Los lazos entre los dos escritores son más

profundos, así como sus diferencias. Entre éstas, se ha destacado la brecha política que los separaba, y que no debe ser sobreestimada. Borges, conservador en política, no lo fue para nada en literatura. Como se sabe, Cortázar, para entonces expatriado voluntario en Francia, adhirió en los tempranos 60 del siglo pasado a los postulados de la revolución cubana –como

lo hicimos tantos otros, aunque algunos hayamos matizado esas convicciones a lo largo del tiempo– y procuró a su manera defender esa causa, sobre todo en el fervor y los combates ideológicos de simposios internacionales en que se encontraban escritores e intelectuales. Hay una pregunta casi obvia; ¿en qué medida esa militancia, con la que Cortázar quiso superar o enriquecer su previa y excluyente consagración a la literatura, gravitó en su obra? Podemos contestar que no en una medida directa, si se exceptúan casos anecdóticos como el cuento “Reunión”, publicado en 1966, en que el escritor da la voz al “Che” Guevara, pero sí más insidiosamente, en muchos de los textos de su etapa final. El último Cortázar no es ciertamente el mejor Cortázar, acechado por la amenaza de la politización, y un tono plañidero que ya había asomado en las páginas menos felices de Rayuela. Todos estos reparos menores no nos impiden, según nuestro criterio, situar a la obra de Julio Cortázar, próximos al umbral de su centenario, en el cuadro de honor de nuestra narrativa. Si Borges es el abanderado en esa ceremonia, los inevitables escoltas serán Arlt, Marechal, Bioy Casares y, de modo muy especial, Cortázar. Igualmente dos cuentistas: Silvina ocampo y Blaisten, y dos novelistas: Puig y Saer. Cada adicto al género puede armar el sistema a su gusto. ¿Por qué Cortázar sigue siendo uno de los protagonistas del sistema? Por ese oído afinado para la música de nuestra lengua rioplatense. Por la construcción de fábulas y mundos paralelos que se escapan por el agujero del tiempo. Por el falso costumbrismo que denuncia la irrealidad de los dramas familiares. Y, sobre todo, porque podemos seguir leyendo sin fatiga cuentos como “Bestiario”, “Casa tomada”, “Las puertas del cielo”, “Los venenos”, “La noche boca arriba”, “Las babas del diablo”, “Todos los fuegos el fuego”, “La autopista del sur”, “La salud de los enfermos” y “El otro cielo”. Y porque nos permite disfrutar del riesgo y de la curiosidad frente a Rayuela, que sigue siendo la novela experimental argentina por excelencia, a pesar de sus intercaladas blanduras. Estuvo lejos y estuvo cerca. Recuerdo su traducción de Edgar Allan Poe. Recuerdo las tres películas que Manuel Antín filmó a partir de sus cuentos (La cifra impar, Circe y Continuidad de los parques) y la que Michelangelo Antonioni dedujo libremente de “Las babas del diablo” (Blow Up). Recuerdo, en las entrevistas, el tono de su voz y el acento francés. Recuerdo su obra, cosmopolita y argentinísima. © LA NACION

El secuestro de la ESMA Norma Morandini

E

l monumento a los judíos asesinados en Europa debió esperar que pasaran sesenta años del fin de la guerra para ser construido. Topografía del Terror, el mayor centro de documentación sobre el nazismo, reconstruido como museo sobre los terrenos donde funcionaron la Gestapo y las SS en Berlín, fue inaugurado en 2010, veinte años después de la unificación de Alemania. En la Argentina, en menos de cuatro meses se elaboró un proyecto museográfico para que el próximo 24 de marzo el edificio de la ex Escuela de Mecánica de la Armada, la ESMA, se llene de luces y sonidos, tabiques y mucho vidrio para evocar las torturas, los nacimientos de las presas cautivas, reconstruir la “capucha” y la “pecera”, ese simulacro de redacción montado para las ambiciones políticas del almirante Massera, quien quería ser el nuevo Perón de la Argentina. Un proyecto que pertenece a la Presidencia de la Nación, a la Secretaría de Derechos Humanos y a la Universidad de San Martín, y cuyo sustento legal es un convenio de abril de año pasado por el que ya se anticiparon 500.000 pesos a la universidad.

—PARA LA NACIoN—

Llama la atención en ese convenio la cláusula que establece que “las partes se avendrán a las pautas de seguridad y confidencialidad propias de la seguridad presidencial, manteniendo el decoro y la reserva necesarias sobre toda información que por su naturaleza o contenido reviste clasificación de seguridad y llegue a su conocimiento directa o indirectamente con motivo de la ejecución de este convenio dentro del ámbito de la Presidencia de la Nación”. ¿Qué hay tan secreto que proteja a los funcionarios a perpetuidad? Si de lo que se trata en toda reconstrucción del pasado es de que la luz pública saque de la oscuridad lo que en la Argentina fue clandestino y secreto. ¿o será que la confidencialidad incluye el sospechoso acuerdo entre el gobierno de la Nación y el de la ciudad de Buenos Aires por el que la Ciudad se desentiende de los Sitios de Memoria del Terrorismo de Estado, donde funcionaron los centros clandestinos, que hasta ahora estaban bajo la custodia legal del Instituto Espacio para la Memoria? El IEM, disuelto de hecho, fue creado en 2002 como un ente público, autárqui-

co, autónomo y plural, integrado por una docena de organizaciones y figuras comprometidas en la defensa de los derechos humanos, como el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel. Si resulta saludable y necesaria toda luz pública que saque de la oscuridad lo que en la Argentina fue clandestino y secreto, el mayor contrasentido es que los gobiernos de la democracia sigan actuando de manera autoritaria y de espaldas a la ciudadanía. En nuestro país, la represión fue clandestina. Un rasgo oculto que contamina la política y distorsiona la democracia, ya que los gobernantes eluden la obligación de la transparencia y la información. Como si se tratara del traspaso del subte o la estatua de Colón, de manera inconsulta, casi en secreto, el gobierno de la ciudad se desentiende de lo que les pertenece a los porteños como tragedia y geografía. La ESMA fue el más tenebroso campo de detención clandestina de Buenos Aires, cuyo edificio le fue restituido en 2004 y ahora lo devuelve para que el gobierno nacional relance con un espectáculo electrónico su desmentida “política de derechos huma-

nos”, desde que designó al general Milani al frente del Ejército. El próximo 24 de marzo se cumplirán diez años desde que la ESMA fue desalojada. El imponente edificio de la Avenida del Libertador se vació de las lecciones de muerte para llenarlo de Memoria. No para “incomodar a los cómodos” o “sacudir a los indiferentes”, como propone el proyecto de museo, sino para aprender a vivir en paz. La resignificación de un lugar de muerte es que enseñe a vivir en democracia, con respeto y tolerancia. Los museos deben servir para aprender del pasado. No para reeditar los enfrentamientos que llenaron de muertos nuestro país. La historia como aprendizaje, no como venganza. Lidiar con el pasado no es sencillo para ninguna sociedad. Sin embargo, la catastrófica historia de Europa en el siglo XX legó al mundo la universalidad de los derechos humanos como el antídoto a aplicar. En Alemania, la construcción de los monumentos que recuerdan el nazismo no está exenta de polémicas. Sin embargo, códigos de ética orientan la reconstrucción del pasado con claves muy precisas para

evitar los golpes bajos, eludir la injerencia de la política y, sobre todo, para impedir que la historia no se utilice para adoctrinar mal a las nuevas generaciones. Porque, tal como advirtió Hermann Broch en ese ataque a la sociedad alemana que antecedió al nazismo, Los inocentes, de todos los sufrimientos que los seres humanos somos capaces de provocarnos, la guerra no es el peor mal, es sólo el más absurdo, ya que el primer legado de la violencia es la insensatez. Y cuánta insensatez hay cuando el sufrimiento de tantos argentinos se vive como desinterés, moneda de cambio o propaganda política. Al final, el mayor contrasentido entre nosotros es que se invoca a los derechos humanos y se ignora que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos. El edificio de la ESMA podrá intercambiarse como una moneda entre los gobiernos de la ciudad y la Nación, pero lo que allí sucedió pertenece al legado trágico de nuestro país. Sólo por eso debería evitarse hacer del terror un espectáculo. © LA NACION Escritora y senadora nacional por Córdoba

libros en agenda

Un detective cubano, tras el enigma de un Rembrandt Silvia Hopenhayn —PARA LA NACIoN—

Q

uizá muchos conozcan a El hombre que amaba los perros, de Leonardo Padura y no tantos a Mario Conde, protagonista de varias de sus novelas policiales. Conde estudió psicología, quería ser escritor, pero terminó como teniente con resaca en una estación policial de La Habana. Así estuvo durante algunas novelas (Pasado perfecto, Vientos de cuaresma, Máscaras) hasta que se dedicó a lo que realmente le gustaba –los libros– pero no como hubiese deseado: para ganarse la vida, salió a la calle a vender viejos ejemplares. Así lo encontramos en La cola de la serpiente o en Adiós, Hemingway, y ahora en la última novela que protagoni-

za –quizá la más ambiciosa– Herejes (todas publicadas por Tusquets). Padura considera a su personaje nieto de Marlowe, de Raymond Chandler, e hijo de Pepe Carvahlo, el detective de Manuel Vázquez Montalbán. Como el sibarita español, Conde mete las narices en las cacerolas de cocina cubana: tamal en cazuela, ajiaco a la marinera, pavo relleno con congrí, quimbombo con carne de puerco, ensalada de rábano, etc. Claro que el sabor no alcanza para mitigar la amargura propia de los destinos violentados de las novelas de Padura. Herejes es una trama más ambiciosa, quizá contagiada por el ímpetu histórico e investigativo de El hombre que amaba los perros.

Se trata de un episodio real ligado al robo de obras de arte en época del nazismo. Es la historia de una extraña pintura de Rembrandt (con el retrato de Cristo) que perteneció a una familia polaca en el siglo XVII y que sus herederos, intentando escapar de la Segunda Guerra Mundial en el barco Saint Louis con destino a Cuba, la trasladaron para sobornar a quien hiciera falta en la desesperada fuga. Ya la posesión original es extraña: un Cristo pintado en 1648 en manos de una familia judía. A principios del siglo XXI, Elías Kaminsky, heredero de esta desconocida herejía, busca a Conde para averiguar quién posee el cuadro, que finalmente había llegado

a Cuba sin sus abuelos, deportados a un campo de concentración en Holanda. La historia alterna circunstancias: desde la crueldad de los remotos Kaminsky, donde cosacos ebrios perseguían sádicamente a hebreos polacos, hasta nuestros tiempos, entre emos y friquis. Según Padura, “la historia, la realidad y la novela funcionan con motores diferentes”. Sin embargo, él consigue enlazar sus funcionamientos con detonadores propios del género. En este caso bastará con una carta, una foto y un vaso de ron. Y en pocas páginas Conde (y el lector) estará sumergido en esta herética historia. Las mujeres y la música también forman parte del clima del cubano.

Aquí no estará Karina, la aficionada al jazz de Vientos de Cuaresma. Esta vez, la oscura Yadine propone frases de Kurt Cobain, a las que el investigador se somete, sin comprenderlas demasiado, considerándose un “Neanderthal aferrado al sonido puro de Los Beatles”. Cómo no serlo si, según su mejor amigo –un veterano paralítico de la Guerra de Angola–, Conde es un “recordador de mierda” o mejor, un “cabrón recordador”. Esto se explica en La cola de la serpiente: “Su memoria reservaba un sector limpio y bien iluminado para los lastres más duraderos de las lecturas en las cuales se había enfrascado en los últimos veinte años”. Conde también es un hereje… de la realidad. © LA NACION