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ENFOQUES
I
Domingo 20 de febrero de 2011
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| Humor |
Burki / 24 heures, de Suiza La imagen de Silvio Berlusconi, en caída libre
Cameron Cardow / The Ottawa Citizen, de Canadá –OK, ahora estoy aburrida... fijate en la grilla de programación si hay más revueltas populares...
Steve Sack / The Minneapolis Star-Tribune, de Minnesota, EE.UU. –Están demandando libertad. ¿Les disparo? –Sentite libre.
La dos
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| Perspectivas |
| Sin palabras por Alfredo Sábat |
| Entre paréntesis |
La kalesita choca contra los EE.UU.
Indignados, contra todo y porque sí
CLAUDIO A. JACQUELIN
LUISA CORRADINI
“¿Viste que los kirchneristas tienen vocación de mecánicos de calesita?” Así, sin preámbulo y como si se tratara de una obviedad, me recibió un amigo el mismo día en que me reincoporé a la redacción después de 15 días de vacaciones. Casi me desmayo, pero mi amigo, un ansioso de manual, ni siquiera me dejó llegar al suelo y continuó con su extraña teoría: “Sí, ya no hay ninguna duda, a los K no les gusta gobernar y tampoco les gusta tanto el poder, como todos piensan. Lo que les gusta es chocar la calesita para poder arreglarla”. En ese momento pensé que, a la ansiedad, mi interlocutor había sumado alguna otra grave patología, por lo que decidí no interrumpirlo y escuchar la argumentación con la que pretendía defender su tesis. “Es obvio, si no, cómo se explica que cada vez que las cosas empiezan a irle más o menos bien al Gobierno se les dé por romper todo. Después de la muerte de Néstor las encuestas iban pum para arriba, aunque con un leve descenso, pero nada para preocuparse; a pesar de la inflación, las vacaciones fueron una fiesta; los opositores siguieron haciéndole la fiesta al Gobierno, y cuando el verano empezó a languidecer y podía llegar la depresión posvacacional, volvió el fútbol y empezó el torneo Néstor Kirchner, con candombe K incluido. ¿Qué más podían pedir? Pero no se contentaron, y desataron el conflicto con EE.UU., ¿decime si eso no es chocar la calesita?” Mi amigo había encaminado su argumentación y no estaba dispuesto a detenerse ni yo en condiciones de pararlo: “Es cierto que Obama hizo que Cristina se sintiera un poco despechada al no dedicarle ni siquiera una escala técnica después de visitar a la otra, la brasuca, y terminar abrazándose con el derechista Piñera, en Chile. Aunque no era para tanto; al fin y al cabo, nosotros también les hemos hecho de las nuestras y veníamos zafando. Pero Timerman se puso peor que chico al que le afanaron la sortija y rompió todo, hasta el caballito blanco de madera que era el preferido de sus hijas cuando iban a la plaza en Brooklyn. Empezó con que los yanquis querían enseñarles a torturar a los policías de Macri, y con lo del avión que venía para entrenar a la policía de Cristina terminó sugiriendo que los gringos, a los que tanto admiraba, podían estar planeando un atentado terrorista contra la Argentina. Y eso que el tipo es el Canciller, mirá si fuera uno de los barrabravas de la nueva agrupación K, que entrenan Zanini y Braga Menéndez”. Si bien la tesis de los mecánicos de calesitas había sonado disparatada al principio, cada vez se defendía mejor, y yo no pude ocultarlo, lo que envalentonó a mi amigo: “Es así, viejo, en vez de estar preocupados, ahora celebran el choque y sus ideólogos hasta los alientan a seguir a los piñazos. No hay dudas, lo que les gusta a los kirchneristas es ponerse a arreglar la calesita, en vez de hacerla andar de una vez por todas y por un largo tiempo con normalidad”. Debo admitir que estoy a punto de comprar la teoría de la calesita, sobre todo porque acabo de comprobar que la vuelta a la realidad nacional me está mareando.
PARIS Desde hace un tiempo, la indignación está de moda. Se ha transformado en virtud mediática cardinal, en brújula política de los tiempos inciertos y en la encarnación misma del humanismo ciudadano. Así lo demuestra el éxito obtenido en Francia (un millón de ejemplares vendidos) por ¡Indígnese!, un pequeño libro de apenas 24 páginas, escrito por Stéphane Hessel. Resistente y deportado durante la II Guerra Mundial, ex embajador gaullista y después simpatizante socialista, Hessel apela en su opúsculo a la “insurrección pacífica”. El público ha respondido con auténtica fascinación y uno debería preguntarse la razón. ¿Acaso la indignación es el recurso de quien no tiene tiempo para pensar? En este “mundo de inmediatez”, como dice el filósofo Gilles Finchelstein, la indignación es mucho más cómoda que la reflexión. También podría ser lo propio de la impotencia. El resultado de la incapacidad de hacerse cargo de la realidad para tratar de modificarla. Por ende, todo es motivo de indignación. Indigna la riqueza, obligatoriamente insolente; las finanzas, definitivamente criminales; la globalización, necesariamente inhumana; la prensa, absolutamente inmoral; los Estados Unidos, indudablemente expoliadores, y los autócratas árabes, aun cuando hace 15 días nadie en el planeta se preocupaba por ellos. El problema es que la indignación no deja espacio para hacerse preguntas. Es un sentimiento que dispensa de reflexionar, de evaluar, de sopesar. Dudar es como pactar con el diablo para el indignado. La indignación no es de derecha ni de izquierda. Está más allá de los partidos y más acá de la razón. Es una suerte de antirreflexión que consigue el prodigioso efecto de abolir toda contradicción procedente del exterior e ignorar para sí misma el principio de no contradicción. Así, algunos se indignarán contra los ciudadanos inmorales que envían su dinero al exterior, pero les parece normal evadir impuestos en su propio país. En todas partes, los padres se indignan de los lamentables resultados del sistema escolar, del que salen cada año miles y miles de jóvenes sin formación profesional y sin esperanza de empleo, pero también se indignan –delante del propio vástago– cada vez que los profesores o los responsables pedagógicos demuestran un rigor considerado excesivo con nuestros adorados querubines. La gente se indigna contra China, “que nos invade con sus productos”, pero también contra la “tentación proteccionista”, que puede conducir a la guerra. Contra la deuda pública y contra el rigor presupuestario. Contra los déficits y contra la reducción del número de empleados públicos. Contra los piquetes y contra la policía en las calles. Indignémonos, pues. Contra todo y todo lo contrario. Contra la verdad y contra la mentira. Contra el mal y contra su remedio. Contra la cobardía y contra el coraje. Contra el respeto y contra la transgresión… Tal vez llegue el momento en que consigamos indignarnos contra la indignación. Ese día alguno habrá recordado la célebre frase de Nietzche, que solía afirmar: “Nadie miente tanto como un hombre indignado”.
LA NACION
CORRESPONSAL EN FRANCIA
© LA NACION
| Prisma |
Conocerás al hombre de tus sueños ENRIQUE VALIENTE NOAILLES PARA LA NACION
“Conocerás al hombre de tus sueños” de Woody Allen, no hace mucho en cartel, produce el mismo singular gozo que casi todas sus películas, que nunca carecen de su sello de inteligencia, humor y profundidad. En ella, a continuación de alguna película anterior, asoma un Woody Allen que a medida que envejece muestra cierto desengaño con la supuesta superioridad de la lucidez, con la ventaja que supondría una inteligencia que reniega de las soluciones fáciles para la vida. El cineasta se muestra decepcionado con el desencanto que produce la mera inteligencia del mundo, y se pregunta si en un mundo definido por el sonido y la furia de Macbeth no viven mejores vidas aquellas personas que optan por una ilusión, aun siendo evidente el engaño que esta supone. Sin llegar a una revalorización abierta de la candidez, o más directamente, de la estupidez, se pone en tela de juicio la superioridad del escepticismo frente a otras formas de digestión de la vida. Así, la película es una reflexión sobre el engaño y la lucidez, y sobre cuál de las dos es más
eficaz a la hora de vivir. Y la sospecha que subyace es que, en la vida, la ilusión es un remedio más eficaz que cualquier medicamento. Menos Prozac y más ilusión, sería una síntesis posible. Woody Allen no es el tipo de escéptico que se fatigaría en combatir las creencias ajenas, sino que es aquel que carece de una propia. Y si mantiene un total escepticismo frente a la verdad, ya no lo mantiene tanto frente a los efectos que ella tiene. En alguna entrevista Allen recuerda a Nietzsche: “Si mirás la vida muy de cerca, es insoportable”. Lo que el hombre busca en la vida básicamente es una palanca que sostenga su mundo. ¿Cuán relevante es que esa palanca sea verdadera o falsa, si cumple su función? ¿Qué importancia tiene la verdad última de una creencia, si en definitiva tiene eficacia para la vida? ¿Habremos de condenar a los placebos por suplir la misión de un medicamento? Así, de todas las vidas relativamente malogradas de esta película, aflora como una sobreviviente Helena, que consulta a una fabuladora profesional que oficia de vidente, pero que finalmente, gracias a creer en los disparates que ésta le anuncia,
termina fabricándose un destino acorde con lo que su creencia añoraba. “Recuerdo que estuve en TV con el predicador Billy Graham y él me decía: ‘Si tenés razón y yo estoy equivocado, si realmente la vida no tiene sentido y Dios no existe, de cualquier modo mi vida fue mejor que la tuya’”, dice Woody Allen, citando una variante de la apuesta de Pascal. Lo relevante para Allen no es la sustancia de aquello en lo que se cree, cosa siempre indemostrable, sino los efectos que produce la intensidad de la creencia misma. Entonces, ¿es la lucidez una forma de la dicha o una forma de la desgracia? ¿Para qué sirve todo lo que la inteligencia desenmascara y desprecia? ¿Hace más feliz nuestras vidas? No hay salida a esta pregunta, que de todas maneras acaso sea irrelevante, porque la lucidez, al igual que la ilusión, no se elige. A la larga, no cree quien quiere, sino quien puede. Lo propio de la ilusión es la renuncia a un desdoblamiento escéptico y reflexivo. Y si es cierto que no hay nada más maravilloso que el sueño, la pregunta que resta es: ¿se puede soñar sabiendo que se sueña? Twitter: @evnoailles
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