Bailes, cigarros, caza y apuestas en el frente

6 may. 2007 - en el Ejército, y aunque las dejaban momentáneamente ... los aliados brasileños y uruguayos, quienes ... devenido general en jefe del Ejército.
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Enfoques

Domingo 6 de mayo de 2007

LA NACION/Sección 7/Página 5

[ LIBROS / ADELANTO ]

Desafíos de una nueva época En Guerra y paz en el siglo XXI (Crítica), Eric Hobsbawm analiza algunos de los hechos que definen el comienzo del tercer milenio: los conflictos armados, el imperialismo, la naturaleza amenazada, las perspectivas de la democracia liberal y la cuestión del terrorismo l siglo XX ha constituido el período más extraordinario de la historia de la humanidad, ya que en él se han dado, juntos, catástrofes humanas carentes de todo paralelismo, fundamentales progresos materiales, y un incremento sin precedentes de nuestra capacidad para transformar, y tal vez destruir, la faz de la tierra –sin olvidar el hecho de que hayamos penetrado incluso en su espacio exterior–. ¿Cómo habremos de pensar esa pasada “edad de los extremos” o las perspectivas futuras de la nueva era que ha surgido de la antigua? [...] En esta colección de estudios, principalmente centrados en torno a temas políticos, he optado por centrarme en cinco grupos de cuestiones que hoy precisan de una reflexión clara e informada: la cuestión general de la guerra y la paz en el siglo XXI, el pasado y el futuro de los imperios del mundo, la naturaleza, el cambiante contexto del nacionalismo, las perspectivas de la democracia liberal, y la cuestión de la violencia y el terrorismo políticos. [...] Los artículos aquí reunidos, en su mayor parte conferencias leídas ante públicos diversos, tratan de exponer y de explicar la situación en que hoy se encuentra el mundo, o grandes porciones de él. Tal vez contribuyan a definir los problemas a que nos enfrentamos al inicio del siglo XXI, pero no sugieren un programa ni una

E

solución práctica. Han sido escritos entre el año 2000 y el 2006, y reflejan por tanto las preocupaciones internacionales específicas de ese período, un período dominado por la decisión que en 2001 llevó al gobierno estadounidense a imponer una hegemonía mundial unilateral, a denunciar los convenios internacionales hasta entonces aceptados, a reservarse el derecho a declarar guerras de agresión o a emprender siempre que lo considerara oportuno otro tipo de operaciones militares, así como a poner efectivamente en práctica esas decisiones. Dado el desastre de la guerra de Irak, no resulta ya necesario demostrar que este proyecto andaba falto de realismo, con lo que la pregunta de si hubiéramos deseado alcanzar o no el éxito en esa empresa pertenece por entero al ámbito académico. No obstante, debería ser evidente, y los lectores deberían tenerlo así presente, que estos artículos han sido escritos por un autor que se muestra profundamente crítico con dicho proyecto. Esto se debe en parte a la solidez y al carácter inquebrantable de las convicciones políticas del autor, entre las que se cuenta la hostilidad con el imperialismo –ya sea el de las grandes potencias que pretenden estar haciendo un favor a sus víctimas al conquistarlas o el de los hombres blancos que asumen automáticamente que ellos mismos y sus disposiciones son superiores a las que puedan determinar gentes con otro color de piel–. Y en parte se debe también a que sospecho, en términos racionalmente justificables, que la patología ocupacional de los estados y los gobernantes que no

conciben límites para su poder o su éxito es la megalomanía. La mayor parte de los argumentos y mentiras con que políticos estadounidenses y británicos, abogados –pagados o no–, retóricos, publicistas e ideólogos aficionados han justificado las acciones de Estados Unidos desde el año 2001 no pueden ya detenernos. Sin embargo, se ha planteado una cuestión menos vergonzosa, si no en relación con la guerra de Irak, sí al menos en referencia a la afirmación general de que en una época de barbarie, violencia y desorden global crecientes, las intervenciones armadas transfronterizas destinadas a salvaguardar o a establecer los derechos humanos resultan legítimas y a veces necesarias. Para algunos, esto implica que es deseable la existencia de una hegemonía imperial mundial, y más concretamente la de una hegemonía ejercida por la única potencia capaz de imponerla: los Estados Unidos de América. Esta propuesta, a la que podría darse el nombre de imperialismo de los derechos humanos, pasó a formar parte del debate público en el transcurso de los conflictos de los Balcanes surgidos como consecuencia de la desintegración de la Yugoslavia comunista, de manera especial en Bosnia, conflictos que parecían sugerir que única mente una fuerza armada externa podría poner fin a una interminable matanza recíproca y que sólo Estados Unidos tenía la capacidad y la determinación de emplear tal fuerza. [...] Al margen de esto, el argumento humanitario en favor de la intervención armada en los asuntos de los estados descansa en tres presupuestos: que en el mundo contemporáneo existe la posibilidad de que

surjan situaciones intolerables –por lo general matanzas, o incluso genocidios– que la exijan; que no es posible hallar otras formas de hacer frente a tales situaciones; y que los beneficios derivados de proceder de este modo son patentemente superiores a los costes. Todos estos presupuestos se encuentran justificados en ocasiones, aunque, como prueba el debate sobre Irak e Irán, rara vez exista concordancia universal respecto a qué sea exactamente una “situación intolerable”. [...] Las guerras libradas en Afganistán e Irak desde el año 2001 han sido operaciones militares estadounidenses emprendidas por razones distintas de las humanitarias, pese a haber sido justificadas ante la opinión pública humanitaria con el fundamento de que iban a eliminar algunos regímenes indeseables. De no haber sido por el ll-S, ni siquiera Estados Unidos habría considerado que la situación de uno u otro país exigiera una invasión inmediata. Si la intervención en Afganistán fue aceptada por los demás estados sobre la base de los obso1etos argumentos “realistas”, la invasión de Irak fue condenada de forma prácticamente universal. Aunque los regímenes de los talibán y de Sadam Hussein fueron derrocados de forma rápida, ninguna de las dos guerras se ha saldado con una victoria, y desde luego ninguna ha alcanzado los objetivos anunciados al principio: el establecimiento de regímenes democráticos en sintonía con los valores de Occidente y capaces de convertirse en faro para otras sociedades aún no democratizadas de la región. Ambas contien-

das, aunque especialmente la catastrófica guerra de Irak, se han revelado largas y capaces de provocar una destrucción masiva y sangrienta, sin contar con que no sólo siguen activas en el momento en que escribo estas líneas, sino que no hay perspectivas de que vayan a concluir. En todos estos casos, la intervención armada ha partido de unos estados extranjeros dotados de un poderío militar y unos recursos muy superiores. Ninguna de estas actuaciones ha generado hasta el momento soluciones estables. En todos los países concernidos se mantienen tanto la ocupación militar como la supervisión política extranjeras. En el mejor de los casos –aunque evidentemente no en Afganistán e Irak–, la intervención ha puesto fin a unas guerras sangrientas y conseguido una especie de paz, pero los resultados positivos, como sucede en los Balcanes, son decepcionantes. En el peor de los casos –Irak–, nadie se atrevería a negar en serio que la situación del pueblo cuya liberación fue la excusa oficial para poder emprender la guerra es peor que antes. [...]

EFE

[ HISTORIA ]

Bailes, cigarros, caza y apuestas en el frente Por Miguel Angel De Marco Durante la extensa guerra del Paraguay, los períodos de inacción militar daban lugar a guitarreadas, concursos de cantores y otros entretenimientos que rompían la monotonía y la férrea disciplina castrense en los campamentos La prolongada permanencia en los campamentos, antes y después de las batallas, a través de una guerra tan larga y cruenta como la del Paraguay (1865-1870), golpeó por igual a los veteranos cubiertos de servicios y a los jóvenes que empuñaban por primera vez un arma. Aquellas ciudades de carpas blancas, donde imperaba un rígido sistema de disciplina al que muchos no estaban acostumbrados, eran el forzado hábitat de gente disímil en hábitos y procedencias. Convocados al servicio, habían marchado al frente conspicuos representantes del nacionalismo y el autonomismo, grupos cívicos enfrentados en Buenos Aires y en las provincias, quienes generalmente recibían puestos de mando y contaban con simpatizantes entre los oficiales y soldados. Mitristas y alsinistas sostenían sus disputas, pese a una orden general que prohibía toda manifestación política en el Ejército, y aunque las dejaban momentáneamente de lado en vísperas del combate, no las olvidaban a la hora del mate y la guitarra. En más de un improvisado baile, en los que participaban las mujeres de tropa y cuando faltaban éstas danzaban los soldados entre sí, cualquier rima burlona hacía desenvainar bayonetas y espadas. Los cantores porteños no sólo improvisaban picantes décimas sobre sus respectivos caudillos, sino que se mofaban con crueldad de las tonadas y costumbres de los reclutas provincianos. Estos no se quedaban atrás y los desafiaban a mostrar que eran tan corajudos con la lengua como con las armas. Sin embargo, a

La caza de yacarés, divertimento de algunos soldados

medida que las privaciones y el fuego de los combates demostraban que eran pocos los que no tenían agallas, fueron suavizándose los enconos de vieja data. Un elemento indispensable para el bienestar de los altos jefes como de los soldados rasos eran los cigarros. Grandes fumadores, no concebían una conversación o una comida –abundante o parca, según las circunstancias– que no fuese rematada por el consumo de puros de buena calidad o simples tagarninas. El propio presidente y generalísimo de los ejércitos de la Argentina, Brasil y Uruguay, Bartolomé Mitre, que conservó hasta sus últimos años ese inveterado vicio, recibía cantidad de cajones de habanos o de lanuses (por el apellido de uno de los proveedores que los suministraba) enviados desde Buenos Aires u obsequiados por sus propios camaradas de armas. Fumaban todos, sin pensar ni remotamente en el daño que, como sabemos ahora, podían sufrir sus pulmones. Pero echar humo podía paliar mas

no calmar el aburrimiento. Los jefes, algunos viejos oficiales de línea duros de entendederas y semianalfabetos que no habían logrado comandos, y unos pocos suboficiales veteranos, transitaban por la edad madura y su necesidad de diversión se hallaba mermada. Mas los oficiales de Buenos Aires y las provincias y esos mocetones incansables de las tropas de línea y de la Guardia Nacional necesitaban canalizar sus energías engrilladas por la disciplina castrense. Lucio V. Mansilla, tenaz en su propósito de entretener a sus hombres, organizaba reuniones en torno al fogón, con guitarreadas, relaciones y adivinanzas. Y cuando esto no era suficiente, recurría a platos fuertes como el que solía brindar en el campamento de Tuyutí cuando se subía al merlón de la batería, daba la espalda al enemigo, abría sus piernas, formaba una curva con el cuerpo y, según él mismo, “mirando al frente por entre aquellas, me quedaba un instante contemplando los objetos al revés. Es un curioso efecto para

la visual”. Las circenses piruetas del jefe del 12 de Infantería fueron para muchos la demostración de valor temerario, pero no faltó quien las considerara payasadas indignas de un comandante. Otros oficiales, como Dominguito Sarmiento, ensayaban obras teatrales o se trenzaban en furibundos torneos de sable y espada. Además, corrían carreras mientras la tropa apostaba los estrujados billetes de papel moneda que recibía muy de tanto en tanto cuando llegaba chirriante la carreta del comisario pagador. Eran famosos los desafíos entre el ayudante Jacobo Varela, corresponsal también de La Tribuna que dirigían sus hermanos Héctor y Mariano, y el “inglesito” teniente Ignacio H. Fotheringham. Los bailes alcanzaban animación. Los batallones de línea y de Guardia Nacional rivalizaban en la organización de tales fiestas al aire libre, en carpas de regular tamaño o en ranchos de junco. Solían invitar a los aliados brasileños y uruguayos, quienes concurrían con sus mujeres. Algunas veces, las visitas terminaban en formidables “trifulcas”, producto de las rivalidades y el alcohol. Otro modo de entretenerse y de agenciarse, además, de alguna variante para el monótono menú cotidiano, era salir a cazar perdices, quebrantando, por cierto, las tajantes órdenes vigentes que disponían, incluso, el inmediato arresto de los infractores. La caza de víboras y yacarés constituía otro entretenimiento del gusto de algunos. “Ya se sabe que en la guerra del Paraguay, cuando había plata todo

el mundo jugaba”. Tal afirmación de Nicanor Sagasta –quien murió casi centenario y fue el último guerrero del Paraguay del que se tienen noticias– pinta con lacónico realismo el gusto por los naipes, la taba y todo cuanto significara apostar, que caracterizaba a la mayoría de los jefes, oficiales y soldados aliados y que se veía agudizado en los períodos de inacción. En su carpa o rancho, Mitre mantenía largas partidas de cartas con los generales Gelly y Obes, Paunero, su hermano Emilio y otros oficiales superiores. A su vez, Gelly, devenido general en jefe del Ejército Argentino tras el definitivo regreso de Don Bartolo, combatía el ocio en una mesa de mus en la que participaban algunos antiguos compañeros del sitio de Montevideo. Pero estas aficiones se circunscribían al recato de los alojamientos privados. En cambio, otros convertían los juegos en ocasión de litigios y reyertas en las que solían quedar

involucrados los aliados brasileños. Gelly y Obes procuraba disuadir a chicotazo limpio a los soldados para que no jugasen por dinero, pero, por cierto, tal medida carecía de eficacia. Había soldados tramposos y oficiales tahúres. En el 5 de línea, un capitán era famoso por su habilidad para el monte: “los ojos como dos hogueras que atizó la codicia: un tipo de paisano de aquellos tiempos”, y en el 3 de Oro, un cabo de apellido Vera era aceptado por jefes superiores en sus mesas, dados el eficaz salvoconducto de su bolsa repleta de libras esterlinas y la atractiva fama de lince que tenía. A fines de 1869, la guerra estaba prácticamente concluida y regresó la mayor parte de los batallones y regimientos argentinos. Se apagaron los fogones de los campamentos y, donde reinó la angustia matizada por fugaces alegrías, quedaron los rescoldos de una tremenda lucha que enfrentó a cuatro pueblos hermanos. © LA NACION