2007 - Capitulo JA Huertas

que ver con la idea de algunos psicoanalistas americanos (Hartmann, 1958; Rapaport, 1959), referida ...... Abascal, E.; M. Jiménez y M. Martín (eds.). Emoción y ...
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Las teorías de la Motivación desde el ámbito de lo cognitivo y lo social Juan Antonio Huertas Universidad Autónoma de Madrid. 1.- Introducción Cuando me ofrecieron elaborar un capítulo sobre teorías de la motivación, junto con el orgullo porque contaran conmigo, me surgieron varios problemas. Además del que siempre me entra al dudar de mis competencias para el cometido, me plantee el problema de qué contar. Ahora que he terminado de construirlo, puedo escribir la introducción, e intentar justificar lo hecho. Si me hubiese limitado a hacer una descripción de las teorías generales de la motivación, habría ocurrido una de estas dos posibilidades: que me hubiese dedicado a un capítulo tan interminable que nunca se publicara, o que hubiese sido un texto esquemático de casi mera denominación de teorías, una especie de menú largo y estrecho. He optado por la alternativa que creo más sensata, que es la de presentar las grandes teorías que hoy día están vigentes y que gozan de mucha vitalidad en el campo de la Psicología académica, por lo menos las que yo creo que reúnen esas condiciones. Me he dejado dos grupos de teorías de profunda tradición en los estudios sobre la motivación humana: las que provienen del ámbito de la Psicología Conductual y las que surgen de los grandes postulados del Psicoanálisis. Aunque, como digo, no podía exponer sus ideas en este espacio con un mínimo de rigor, creo que es necesario recordar al lector que ahí están esas teorías, cuyos contenidos le pueden resultar de interés. Dicen que el ser humano cuenta, entre sus virtudes, con la de ser un animal teórico, que, desde que nace, se dedica a construir teorías sobre todo lo que le rodea, y, especialmente, sobre los demás y sobre sí mismo. Precisamente, gracias a este vicio teórico, podemos conocer y tener la sensación de controlar nuestras vidas. Esta tendencia se hace absolutamente necesaria cuando queremos conocer aspectos tan globales y difusos como son todos los que atañen a lo que da energía y dirección a la acción humana, a la motivación. La motivación no es otra cosa que una teoría, o un conjunto de teorías, que intentan describir y, si es posible, explicar todos los procesos implicados en nuestras cosas del querer. En este capítulo, el lector paciente encontrará cinco grandes tradiciones actuales sobre la motivación, que surgen del gran marco dominante del ámbito sociocognitivo: la motivación para la competencia personal, las teorías de metas, la teoría atribucional, la teoría de la motivación intrínseca o autodeterminada y las teorías sobre la autorregulación. En todas ellas, hemos seguido una estrategia levemente historicista, no solamente por enmarcar los orígenes de cada tradición, sino también por señalar someramente las bases filosóficas sobre la que se sustenta. Porque, en el fondo, cada gran teoría psicológica apela a una manera de concebir al ser humano. También apreciará el lector cierta compatibilidad entre las teorías expuestas. Se quiera o no, se trata de perspectivas de entender el mismo objeto, la motivación, bajo un mismo gran marco filosófico, y que da como resultado visiones que tienen que ser complementarias. De manera que, cuando se quieren aplicar esos conocimientos al ámbito de la intervención psicológica, es posible recurrir a conceptos diferentes de más de una tradición. Termino ya de justificar lo que viene a continuación. Ahora es su turno, léalo, júzguelo y ¡ojalá! le sea útil. Vale 2.- Primera tradición: De la necesidad por el logro, a la motivación por ser competente En el mundo anglosajón de principios de siglo XX, la psicología de la motivación tuvo que defenderse de una de sus epidemias más devastadoras y recurrentes: la tendencia hacia el nominalismo a la hora de delimitar los diferentes motivos humanos. Habían aparecido interminables listas de instintos y motivos (alguna con hasta 6.000 instintos distintos), establecidas bajo el presupuesto de que el origen de todas las propensiones humanas tiene que surgir, necesariamente, de una serie de instintos heredados, emparentados con los que otros animales mostraban. Henry Murray (1938) fue uno de los autores que intentó poner remedio a esos desmanes de listas sin constatación empírica. Quiso crear una clasificación de motivos humanos contrastados empíricamente, y así dar con el menor número de motivos que mejor explicasen la conducta humana. En esa lista depurada de motivos, destacaba uno por la unanimidad que había obtenido de los expertos encargados de establecerla. Se le denominó motivo de logro, y se consideraba como la tendencia a esforzarse para conseguir algo difícil, para superar los obstáculos de forma independiente (Huertas, 1997).

Al poco de terminar la II Guerra Mundial, Atkinson y McClelland, (ver McClelland, Atkinson, Clark, & Lowell, 1953 ) continuadores de esas ideas, realizaron una serie de investigaciones sobre la motivación humana, que tuvieron una repercusión enorme, y significaron una de las primeras grandes teorías para conocer los motivos sociales humanos. Se centraron sobre todo en ese motivo de logro, al que consideraron como la propensión a ser eficaz y a conseguir un resultado con un cierto nivel de excelencia. Esa tendencia básica se conseguía detectar y medir teniendo en cuenta dos factores principales: Por una parte, lo que denominaban necesidad de logro, que se deducía del resultado de un test proyectivo, desarrollado precisamente por Murray, el T.A.T. (Test de Apercepción Temática), que, a partir de unas narraciones personales escritas para dar sentido a unas imágenes ambiguas, revelaba aspectos encubiertos y profundos de la motivación y la personalidad del individuo, como puede ser el gusto por el logro. Por otra parte, lo que procedía de las expectativas de éxito que tenían los sujetos; dichas expectativas tenían que ver directamente con la probabilidad de éxito en una actividad típica. De manera que, si a una persona se le da bien una determinada materia, existe una alta probabilidad de que ese buen resultado continúe en el futuro. Estamos en la década de los años 50, bajo el dominio de las principales teorías del neoconductismo, y, dentro de ese marco, merece reseñar lo bien que pervivieron estas teorías que usaban términos tan mentalistas como el de las expectativas. Por esa misma época, en los Estados Unidos, un autor exiliado de Alemania y heredero de la tradición gestaltista, Kurt Lewin, estaba formulado su teoría psicológica, en la que ocupaban un lugar importante los conceptos motivacionales, entre los que destacaba su idea acerca del nivel de aspiración (Frank, 1941; Lewin, Dembo, Festinger y Sears, 1944). Este concepto tenía ver con las expectativas de éxito que cada persona se forma; que se configura a partir del significado que le damos a esos éxitos, y las diversas circunstancias sociales que lo caracterizan. En sus estudios, demostraron que las ganas que tenemos de continuar en una tarea, así como la dedicación que pensamos poner en un futuro a esa actividad, dependen directamente de las sensaciones, o expectativas, de éxito o de fracaso que tengamos. De este modo, cuanto mayor es la sensación de que hacemos bien esa labor, más ganas tenemos de continuar y de avanzar en sus propuestas. En el caso contrario, ante el fracaso, nuestras aspiraciones siempre disminuyen. Es decir, el éxito genera expectativas de éxito, y del fracaso es difícil que se aprenda. Esta línea de trabajo comprobó a su vez que, cuando la meta o el objetivo de una tarea lo sentimos impuesto, no es propio, se produce un desajuste entre la dificultad percibida de la tarea y el sentimiento de competencia. Solemos radicalizar nuestra visión de la dificultad del trabajo: o es muy fácil, o es más difícil de lo que pensaríamos si la tarea no nos fuese impuesta. De alguna forma, las dos teorías mencionadas incluían el papel del conocimiento o del significado a la hora de explicar la motivación. Nuestro comportamiento ya no se debe sólo a los estímulos externos, como simplemente mantenía el conductismo, tiene mucho que ver con nuestros recuerdos y nuestro saber. Cuando estamos motivados, en parte se debe a nuestros conocimientos sobre nuestra propia eficacia. Precisamente, ese camino lo siguió y profundizó un autor fronterizo entre los modelos conductuales y cognitivos, como fue Albert Bandura, con su teoría sobre la auoteficacia. En general, desde la teoría de Bandura (1982, 1987), la autoeficacia tiene que ver con los juicios que realizan las personas sobre sus propias capacidades para lograr organizar y ejecutar las acciones necesarias con las que alcanzar los resultados que pretenden. La autoeficacia incluye la ejecución y organización de cursos de acción, por lo que presenta una perspectiva situacional de la competencia, ya que incluye, no sólo el conocimiento, sino también los juicios sobre las estrategias, así como los modos de regulación necesarios para desarrollar una tarea. En paralelo a la visión de autoeficacia de Bandura, resurge la idea de necesidad de competencia, de buscar interacciones eficaces con su entorno, tal como ya había formulado White en 1959. En la postura de White (1959), se concebía la necesidad de competencia como una suerte de necesidad natural del ser humano, y no como la sensación de autoeficacia que provenía de la experiencia del sujeto. Como necesidad que era, la sensación de competencia se manifestaba desde el principio de la vida, en las primeras conductas de exploración. El niño necesita conocer su entorno como el mejor medio de acomodarse a él y de crecer psicológicamente. Dicha necesidad se consideraba como algo global, y era la vida misma la que llevaba a que se manifestase en tendencias concretas, como, por ejemplo, la preferencia de formarse en el área artística y no en un área matemática. La formulación de White no fue mucho más allá que la idea general aquí expresada. De alguna manera, fue Harter (1978) quien desarrolló y concretó el modelo de White. Básicamente, se centró en especificar el papel de los agentes de socialización, para canalizar esa tendencia natural a dominar y ser eficaces con el entorno. Los adultos que rodean al niño canalizan esas tendencia hacia la competencia, llevándoles a posiciones que puede ser más o menos

intrínsecas, dependiendo de si enseñan o no al niño a ser autónomo y a disfrutar con los logros personales, o a ser dependiente y conformista. Los niños aprenden de sus cuidadores cómo aprender, qué buscar y cómo seguir desarrollándose en cada asunto. Por otra parte, Harter organizó el concepto de competencia en tres grandes áreas diferenciadas: (a) la competencia física (por ejemplo, sus capacidades deportivas), (b) la competencia cognitiva (por ejemplo, sus dominios en una disciplina) y (c) la competencia social (el grupo de amigos que le aguantan a uno). Esta especificación la alejaba de concebir la competencia como una simple percepción globalizada, al estilo de Bandura. Hoy día, están apareciendo propuestas muy serias por parte de los grandes autores norteamericanos en el estudio de la motivación, para reconducir la vieja denominación de motivación de logro a la más genérica de competencia, que, además, intenta integrar más áreas de la psicología que la propiamente motivacional, como por ejemplo la relacionada con la salud (Elliot y Dweck, 2005). Parece que la vieja idea del logro va quedando anticuada, por referirse a una concepción demasiado individualista y competitiva del ser humano, que no se aviene bien a la diversidad y los valores predominantes en el mundo actual. Precisamente, en la actualidad, contamos con otros desarrollos interesantes que hablan de la importancia de la cooperación, la orientación a la tarea, la interdependencia para el desarrollo del ser humano. Por lo tanto, no se puede considerar que sólo el hecho de ser eficaz sea el motivo directriz de muchos escenarios humanos importantes para la psicología, como es el del ámbito de la educación, el de la salud, el de la familia, e incluso el del mundo laboral. Estos autores (ver Elliot y Dweck, 2005) consideran que el término competencia se refiere a un concepto más profundo y general que el concepto de logro. Se trata de una idea más versátil, en casi todas las actividades de la vida diaria puede encontrarse esta tendencia directriz de ser capaz. Está en las pequeñas cosas de la vida, y en los grandes propósitos. Desde lavarse bien los dientes, hasta saber expresarse bien en público, o ser un buen profesional; también aparece en escenarios no tan típicamente sujetos al éxito o al fracaso, como cuando uno aspira alguna vez, nada más y nada menos, que a tener las ideas claras sobre un asunto. En cualquier caso, la sensación sobre la propia competencia es uno de los determinantes típicos de la motivación y de la persistencia en una tarea (ver Bandura, 1997). En general, después de décadas de estudios al respecto (ver Pintrich y Shunk, 2002), se puede afirmar que la alta sensación de competencia está relacionada con buenos resultados en tareas académicas y con una alta motivación. Así, los que se sienten más competentes suelen mostrar más motivación intrínseca (Gottfried, 1985, 1990); o suelen encontrar desafío e interés en tareas difíciles (Harter, 1981). De forma antagónica pasa cuando uno siente que es baja su capacidad en una actividad que disminuye la motivación y el nivel de desafío. En general, una baja competencia correlaciona además con una baja estima social y con menores expectativas de éxito personal, y suele corresponderse con la idea que tienen los demás hacia él (Bryan y Bryan, 1983). Según los defensores de esta visión de las capacidades, el concepto de competencia tiene además la virtud de enlazar mejor con dos aspectos centrales en la psicología actual: el papel de lo afectivo y las formas para conseguir un mayor bienestar personal. Conseguir un cierto nivel de competencia viene asociado con emociones positivas, optimismo y demás circunstancias saludables. Así, se ha podido comprobar que las personas con una sensación de competencia más baja, suelen digerir peor los fracasos, caen más rápidamente en un sentimiento de desesperanza (están preocupados, no saben qué hacer) y, consecuentemente, ponen más en riesgo su autoestima (Covington 2000). Desde sus primeras formulaciones, el concepto de capacidad o competencia ha facilitado su estudio desde una perspectiva genética, lo que le da la posibilidad de añadir una perspectiva más amplia. La sensación de competencia varía con la edad y las circunstancias sociales asociadas e ella. El término de competencia se aviene también a un estudio más transcultural del fenómeno, a conocer cómo cada sociedad o cultura genera las condiciones específicas de lo que se considera una persona capaz y adaptada. En definitiva, la competencia es una necesidad psicológica que tiene un impacto profundo en el comportamiento cotidiano, tanto en la vertiente afectiva, como en la cognitiva, dependiendo de la edad y la cultura. De este modo, se estudia el impacto de los agentes de socialización y del contexto, de variables culturales más generales, como el género, la cultura o las circunstancias socioeconómicas, en la tendencia a la competencia. El tiempo nos dirá si esta perspectiva se encuentra tan atada al modo actual de concebir lo psicológico, integrador y, en cierta medida, ecléctico, y es capaz de producir teorías y aplicaciones motivacionales que hagan avanzar más nuestro conocimiento sobre la motivación humana.

3.- Segunda tradición: De los propósitos e intenciones a la teoría de metas En los orígenes de la Psicología como disciplina universitaria, en el siglo XIX, decía Brentano (1874) que lo propiamente psicológico no era la estructura de la conciencia, sino la intención, definida como el acto de dirigirse a un objeto. Los seres humanos tienen claramente intenciones o propósitos, conocen los objetos que quieren, y eso es lo que les distingue del resto de los animales, mucho más que su funcionamiento perceptivo o memorístico, que en algo puede parecerse al que caracteriza a nuestros parientes animales más cercanos. Así pues, el ser humano tiene de genuino que todo lo que hace está gobernado por una intención: como quiero, puedo. Esta idea propositiva está en todas las teorías clásicas de la motivación Así, desde el psicoanálisis, se postula que le objetivo final del ser humano es la individuación, ser una persona competente y madura, sabiendo conducir los conflictos de deseos de las pulsiones y los que plantean la obligaciones morales del Superyo. El conductismo, por otra parte, saca la fuerza de la motivación, la guía de las intenciones, fuera del control del sujeto, ubicándola en los impulsos biológicos y en las contingencias externas, placenteras o desagradables. Una de las características distintivas de la Psicología Cognitiva desde su aparición fue el valor y el énfasis que daba al conocimiento, a los planes y a las metas que guiaban nuestra acción. Recordemos el libro pionero de Miller, Gallanter y Pribram (1960), que tenía precisamente el título de Planes y Estructura de la Conducta. Nuestro comportamiento ya no está sujeto sólo a los estímulos externos, como mantenía simplemente el conductismo; más bien, tiene mucho que ver con la forma que tenemos de plantearnos nuestros objetivos y metas, en virtud de nuestro conocimiento previo. Lo quiero alcanzar, tiene que ver con lo que sé que me gusta o me interesa. Bajo este postulado, en las últimas décadas, se ha consolidado con mucha fuerza una teoría para explicar la motivación: la teoría de metas (Dweck, 1991; Eccles y Wigfield, 2002; Elliot, 2005; Meece, Anderman y Anderman, 2006). Entonces, como principio básico de estas teorías, se asume que los seres humanos suelen organizar sus actividades dirigiéndolas hacia determinados objetivos (Ford, 1992). Para movernos, necesitamos ir hacia algo, el objeto directo de nuestra motivación, que es un verbo transitivo: son los diversos propósitos o metas que nos fijamos. Los objetivos que nos planteemos pueden variar en amplitud, concreción, lejanía, etc., pero, lo que la literatura de motivación afirma es que las metas más eficaces y motivantes son las que tienen un carácter específico, a corto plazo, y provocan cierto desafío asumible (Locke 1991). Tipos De Metas Generales Muchas de estas teorías de metas han elaborado grandes listas de objetivos que intentan abarcar los grandes propósitos humanos en su vida cotidiana. Uno de los mejores ejemplos de estas taxonomías de metas es la propuesta que establece Ford (1992). Para su elaboración, se han tenido en cuenta diferentes estudios empíricos en distintos escenarios profesionales. De alguna manera, la propuesta de Ford intenta sintetizar la mayoría de los modelos anteriores de metas en uno más global y comprensivo. Para empezar, considera que las metas son propósitos o deseos, que incluyen actos motores, cognitivos y afectivos para su consecución. Propone, entonces, 24 categorías generales de metas, que luego cada persona actualiza y adapta, dependiendo de cada situación concreta. Además, asume la posibilidad frecuente de que la mayoría de las actividades puedan estar guiadas por más de una meta, por un conglomerado múltiple de propósitos de diversa índole, -un asunto, éste, que está, como veremos más adelante, muy en el candelero. Organizan estas categorías de metas en tres grandes grupos. Las metas personales, que incluyen las de carácter afectivo: ser feliz, encontrarse físicamente bien, estar tranquilo, etc; las de carácter cognitivo: explorar, crear, conocer y comprender; y las de organización subjetiva: las que nos dan unicidad como persona, trascendencia. El segundo grupo son las metas relacionales con el ambiente, que incluyen asertividad: ser uno mismo, autónomo; y metas prosociales: colaboración y responsabilidad social. Finalmente, está el grupo de metas de la tarea, las que procuran el progreso personal: perfeccionarse en una actividad, mejorar y obtener beneficios. De alguna forma, en estos años han aparecido listas amplias de metas humanas, dejando muchas veces esta perspectiva teórica en una simple recolección descriptiva de objetivos. Parecía necesario establecer criterios para agrupar las metas y para permitir su análisis y explicación. Ésa ha sido nuestra aspiración en trabajos previos (Montero, 1997; Huertas y Montero, 2003). Concretamente, proponemos una organización articulada de las posibles metas existentes, siguiendo las ideas básicas de los modelos socioculturales de Luria y de Vygotski, en los que se defiende la existencia de sistemas funcionales como modos de organización, que incluyen el papel de la historia

evolutiva, la de cada individuo y la de la sociedad. Estos sistemas son tres: los basados en mecanismos operantes, los basados en mecanismos sociales y los basados en la autorregulación. Las metas basadas en operantes. Se dan en todos los animales, por lo menos en los vertebrados. Se incluyen básicamente las metas de búsqueda de recompensas y evitación de castigos. Estos procesos motivacionales se regulan mediante un sistema que se basa en la homeostasis, la búsqueda del equilibrio, que es, quizás, el sistema de regulación más primitivo en la historia de las especies. El sistema basado en los mecanismos sociales. El ser humano es un animal social, encuentra en los demás el apoyo y los modelos a seguir. Presenta un funcionamiento que puede ser semejante al que tienen otros animales gregarios. En los demás encontramos nuestras fuentes de socialización y buena parte de nuestros objetivos de vida. En este sentido, nos interesa la búsqueda de la valoración y la evitación del rechazo de los demás. Hay otro conjunto de metas basadas en mecanismos sociales que están tomando fuerza recientemente en los estudios sobre motivación. Nos referimos a las metas prosociales (Wentzel, 1994), tales como ayudar a los otros, colaborar con ellos y compartir roles, que también se integrarían en este sistema basado en mecanismos sociales. El sistema funcional basado en la autorregulación. Surge con la aparición de uno de nuestros últimos hitos como especie: el dominio del lenguaje y la aparición de la conciencia reflexiva. En estos sistemas basados en la autorregulación, se establecen dos grupos: las metas relacionadas con el yo -que incluyen la búsqueda de juicios positivos y la evitación de los negativos- y las metas relacionadas con la tarea -el aprendizaje y la autonomía. Las primeras metas, las que se encuentran relacionadas con el yo, están sujetas a los mecanismos de comparación social, lo que interesa es quedar bien y evitar hacer el ridículo, que son fines a los que se supedita cualquier proceso. La idea es conseguir ser el mejor con los mínimos riesgos y esfuerzos inútiles. A todos se nos ocurren ejemplos claros de esta orientación a meta. Las siguientes metas, las que se encuentran centradas en la tarea, tienen ver con nuestros objetivos de aprendizaje en cualquier dominio de la vida. Durante las dos últimas décadas, la investigación más fructífera se ha centrado en lo que comúnmente se ha denominado también metas de logro, aunque nos parece que este tipo de investigaciones queda mejor ubicado en el ámbito del último tipo de metas de autorregulación que acabamos de mencionar. A mediados de los años 70, en torno a la Universidad de Illinois, un grupo de jóvenes investigadores (entre ellos estaban Ames, Dweck, Maeh, Nicholls, etc.) empezaron a trabajar en los patrones motivacionales de logro. Se establecieron dos grandes grupos de metas. Por un lado, las metas que tienen como objetivo dominar nuevas tareas. Entre estas metas, se incluyen las que acabamos de analizar, referidas al aprendizaje de nuevas habilidades, el deseo de ser autónomo, de incrementar la propia competencia y de progresar personalmente, etc. Por otro lado, estarían aquellas metas relacionadas con la obtención de juicios positivos de competencia, metas centradas en el yo, como, por ejemplo, competir, obtener resultados, etc. (Dweck y Elliot, 1983; Nicholls, 1984; Maehr y Midgley, 1991; Ames, 1992). Esa dicotomía de metas cumplió un papel decisivo a la hora de discriminar patrones motivacionales diferentes dentro de la misma aspiración de logro, en el ámbito de la consecución eficaz de resultados. Las personas orientadas a la tarea o al aprendizaje seguían formas de comportamiento más intrínseco, y las orientadas a la ejecución o al yo seguían modos más relacionados con intereses extrínsecos a la tarea. La aplicación de estos conceptos caló mucho en el campo educativo y el de la empresa (ambos entornos típicamente de logro). En la década de los 90 (Elliot y Dweck, 2005), las investigaciones fueron profundizando en estos dos patrones de metas. El siguiente paso fue incorporar una distinción clásica en motivación: la idea de que motivación hace referencia, tanto a las tendencias de aproximación (querer conseguir algo), como a las de evitación (rechazar algo). Si añadimos este segundo factor (aproximaciónevitación) a las dos metas anteriores, tendríamos cuatro patrones de metas. Este hecho posibilitó que se tuviera en cuenta el patrón de evitación de las orientaciones al resultado y el patrón de evitación de las orientaciones a la tarea. El que tuvo rápidamente apoyatura empírica fue el primer patrón, que se denominó genéricamente orientación a la evitación, o miedo al fracaso (Elliot y Covington, 2001). Hace referencia a aquellos individuos que se plantean evitar a toda costa los juicios negativos sobre su propia competencia. Menos éxito ha tenido el segundo de estos dos nuevos patrones, las tendencias de evitación dentro de la orientación hacia la tarea. Hace referencia a aquellas personas obsesionadas con saber y dominar, de manera que ya no lo hacen por progresar personalmente, sino por acumular destrezas y no parecer incompetente. Este perfil no se ha encontrado de forma clara y definida en muchas investigaciones (Elliot y McGregor, 2001), a pesar de que esa figura de obsesión por el conocimiento se corresponda con algún estereotipo de nuestra sociedad.

En la actualidad, las teorías de metas están sufriendo una evolución a más, que les lleva a plantear patrones de metas mucho más complejos o multifacéticos (Elliot, 2005). Se está argumentando que, en la mayoría de las situaciones, los individuos no tenemos que optar según un propósito o meta simple; generalmente, lo hacemos siguiendo una combinación de más de una meta (Agudo y AlonsoTapia, 2005; Alonso-Tapia y Pardo, 2006). Por ejemplo, en una situación académica, los estudiantes se pueden mover dentro de ella según un patrón combinado de orientación al resultado y al aprendizaje, que, dicho sea de paso, puede resultar el más recomendable (yo me enfrento a tal materia, porque me gusta, y, a la vez, también haré lo que creo que el profesor quiere, y cómo lo quiere). En este sentido, muchos estudios han demostrado que la calidad de una actividad se predice mejor cuando se tiene en cuenta una combinación de patrones de metas que cuando se considera una sola (Valle, Cabanach, Núñez, González-Pienda, Rodríguez, & Piñero, 2003; Alonso-Tapia, 2005). De hecho, es esa combinación de patrones de metas la que caracteriza a los estudiantes que obtienen mejores resultados académicos. Esta versión de patrones motivacionales, que incluyen el efecto combinado de múltiples metas, está teniendo, como decimos, cada vez más aceptación (Boekaerts, de Koning, y Vedder, 2006). Se corresponde con los modos cotidianos de plantearse una actividad compleja o de larga duración. Pensemos que un buen profesor de Psicología suele indicar en su materia que el dominio de la misma, no sólo significa adquirir conocimientos o destrezas por parte del alumno, también le va a permitir aplicarlos en su profesión, ayudando a otras personas, a la vez que, de paso, consigue los créditos necesarios para completar el título académico. Cada uno de esos propósitos remite a un patrón distinto, pero, sin ningún género de duda, la combinación que cada estudiante asuma le llevará a importantes matices en su motivación. En esta misma visión multifacética, se incluyen los trabajos que estudian la incidencia diferencial de estas combinaciones de patrones según sea el género o la cultura de las personas, y que están proporcionando interesantes conocimientos sobre las diferencias individuales, más allá de los simples estereotipos (Plaut y Markus, 2005). Por ejemplo, algunos estudios recientes que hemos realizado (Alonso-Tapia, Huertas y Ruiz, 2007) están dibujando el perfil de una mujer muy centrada en ser eficaz, pero que rechaza la competición y las manifestaciones públicas de su eficacia. Finalmente, también se están desarrollando trabajos en los que se intenta relacionar los patrones de metas con otros constructos motivacionales típicos, como los modos de autorregulación, los estilos atribucionales, la sensación de competencia, las expectativas, etc. La ya vieja idea de las orientación a metas, de Ames (1982), suele ser el referente que agrupa esas constelaciones de procesos motivacionales. Las investigaciones que tienen en cuenta ese conjunto de procesos están también obteniendo resultados muy interesantes (Ames y Archer, 1988; Kuhl y Fuhrmann, 1998), y son una base sólida para integrar todos los procesos implicados en la motivación. 4.- Tercera tradición: De la racionalidad a la atribución De todos es conocida la idea de que el ser humano es un animal racional. La idea cartesiana que argumenta que, precisamente, esa res cogitans es lo que nos hace superiores en el mundo. La aplicación de nuestra razón nos lleva, entre otras cosas, a tener una capacidad superior de saber evaluar e intentar explicar por qué nos pasa lo que nos pasa. A finales de la década de los 50 del siglo pasado, de entre las grietas del conductismo, la idea de Heider (1958), que propone que uno de los procesos fundamentales de nuestra mente es el de realizar atribuciones y comprender las causas de su propia conducta y las de las demás personas, comienza a ganar fuerza en la psicología social y de la personalidad de aquella época (Kelley y Michela, 1980). Esta tendencia a dar explicaciones sobre los sucesos proporcionaría a los sujetos control y comprensión sobre los acontecimientos que vive. Una de las teorías de la atribución de más predicamento en el campo motivacional es la Weiner (1992), quien defiende la idea de que lo que determina la motivación, no es un conjunto de necesidades o de factores relacionados con impulsos o deseos, sino el tipo de explicaciones causales que hacemos después de cada resultado. El proceso se inicia una vez que el sujeto es consciente de la obtención de un resultado. Si éste es positivo y esperado, se genera una sensación de reafirmación sobre el camino seguido, y un sentimiento de felicidad. Ocurre justo lo contrario cuando obtenemos un resultado negativo o inesperado: nos invade una sensación de tristeza o de sorpresa, y pensamos que algo tiene que cambiar. En ese estado emocional, emprendemos el camino para buscar las causas. Las explicaciones que podemos encontrar son muchas: desde la capacidad personal y el trabajo, hasta el biorritmo o la astrología. Las explicaciones concretas pueden ser infinitas, pero distintos estudios han establecido tres principales dimensiones generales para organizar estas explicaciones:

El lugar de causalidad, dependiendo de si la causa concreta se origina en el interior del sujeto o procede de los acontecimientos exteriores que le rodean. El grado de estabilidad, según sea la persistencia y modificabilidad de la causa; claramente, sus dos polos serían el de estabilidad o consistencia y el de inestabilidad o de cambio fácil. El grado de control, referido a si el sujeto se percibe capaz para modificar sus consecuencias y efectos. En función de esta variable, habrá causas controlables por la persona y otras que no lo sean. Una vez que la persona ha establecido una causa, este hecho desencadena dos procesos en paralelo: uno más cognitivo y otro emocional. En cuanto a las consecuencias cognitivas de una atribución, están relacionadas con las expectativas de éxito en acciones futuras similares. Así, la evidencia permite demostrar que los resultados atribuidos a causas estables proporcionan más probabilidad de éxito en el futuro que los resultados atribuidos a causas inestables: hacemos con más seguridad aquello que atribuimos a nuestra capacidad que lo que atribuimos al azar, por ejemplo. En cuanto a las consecuencias emocionales, están vinculadas al tipo de atribución realizada. Aunque el modelo establece una emoción característica para cada tipo de atribución, se entiende que el grado en el que se manifieste la emoción dependerá de circunstancias personales, situacionales y culturales de cada momento. Así, por ejemplo, las atribuciones a causas internas provocan emociones de orgullo, si se ha obtenido éxito, y tristeza y pérdida de autoestima, si se ha fallado. Según la teoría atribucional, la repetición de nuestra experiencia en determinadas situaciones, junto con los estereotipos y normas que nos transmiten los demás, acaban generando patrones o estilos de atribución característicos en cada uno: formas típicas de explicarnos nuestros éxitos y fracasos. Solemos mostrar estilos egóticos, cuando atribuimos nuestros éxitos a causas estables e internas y nuestros fracasos a causas externas e incontrolables: soy genial, y la culpa es del otro. Las personas que viven una materia de forma muy ansiosa, con miedo al fracaso, suelen mostrar un patrón similar al de la indefensión aprendida, justo el contrario al patrón egótico: he obtenido el éxito por casualidad, y el fracaso es inherente a mí mismo. Del mismo modo, se predice cuáles serán los estilos más adaptativos para explicar un resultado, o los que nos activan mejor hacia la eficacia. Se basarían éstos en la costumbre a atribuir el éxito a causas internas, variables y controlables (como la dedicación a la tarea o el esfuerzo), y el fracaso a las mismas dimensiones (es decir, a la ausencia de esfuerzo). La metáfora que guía esta teoría sostiene que las personas somos jueces de las cosas importantes de la vida. Esta metáfora jurídica es más clara en los últimos trabajos de Weiner (Weiner, 2000, 2003), y la explicita así en sus textos. Considera que los principales escenarios de la vida llegan a ser para el sujeto una suerte de tribunal, en donde o él u otros tienen que emitir sentencia, y eso lo hacen recurriendo a las dimensiones atribucionales que antes hemos visto. Las fuentes de donde surgen estos juicios atribucionales están en los demás y en nosotros mismos. Los demás nos trasmiten normas y explicaciones estereotipadas sobre esos escenarios, sobre sus consecuencias, en términos de éxito o de fracaso. Algunas de dichas normas poseen un nivel alto de consenso, consistencia y discriminación, lo que nos permite importar sentencias morales directamente en algunos casos (recuérdese el consenso que se establece en una escuela sobre cómo actúa y evalúa un determinado profesor poco popular). Nuestras competencias personales también son la fuente de nuestros juicios atributivos. Así, éstos también dependen de nuestras habilidades a la hora de hacer inferencias causales, de nuestros sesgos particulares y de nuestra experiencia pasada. Es decir, nuestro mecanismo racional para enjuiciar y explicar la realidad no funciona como el de una máquina lógica, tiene sus inconsistencias o sesgos. Por ejemplo, nuestros juicios ante situaciones y resultados parecidos varían simplemente por pequeños cambios en la situación en la que ocurren. Un mismo resultado negativo no lo consideramos exactamente igual un día que otro. Muchas veces, nuestras atribuciones varían según sea nuestra posición de participantes en una determinada situación o sólo de observadores de la misma, de tal manera que, en el primer caso, hay una tendencia a realizar atribuciones basándonos en las características de la situación, y, en el segundo caso, basándonos en los rasgos personales de los implicados en ella. No enjuiciamos igual un mal resultado de un amigo que el nuestro propio, por ejemplo. Es frecuente que maticemos nuestras atribuciones de manera que afecten lo menor posible a la autoestima: responsabilizarse de los éxitos y no responsabilizarse de los fracasos. (Clark y Peterson, 1986; Ross y Nisbett, 1991; Weiner, 1992).

5.- Cuarta tradición: A vueltas con el libre albedrío. La motivación intrínseca Es fácil asumir que el canon actual de ser humano adaptado y feliz perfila a una persona que es curiosa, tiene vitalidad y se siente agente de la mayoría de cosas que hace en la vida, o al menos de las más importantes. Idealmente, es probable que todos aspiremos a controlar nuestras vidas; mejor dicho, lo que ocurre en ellas, a ir perfeccionando en los dominios que más nos interesan y a aplicar esos talentos ganados de forma eficaz y responsable. Éste es, precisamente, el propósito general que organiza las teorías sobre la autodeterminación o la motivación intrínseca, que aquí vamos a resumir. A los espíritus cainitas, tan propios de mentalidades latinas como las nuestras, los cánones nos parecen modelos demasiado perfectos. Por eso, entendemos mejor el valor de estos postulados cuando sufrimos su contraparte, que, en este caso, sería cuando nuestra vida empieza a ser un desastre, hecho que ocurre en los momentos en los que nos vemos como marionetas de los demás, cuando nos sentimos alienados, atrapados por rutinas impuestas, sórdidamente esclavos de nuestras obligaciones. Está claro que estas ideas no son nuevas. Una de las grandes controversias en las filosofías occidentales siempre ha tenido que ver con el papel que el libre albedrío cumple en nuestras vidas, de qué modo somos agentes o pacientes ante lo que nos rodea, si tendemos a ser activos o indolentes, etc. 5.1.- Antecedentes En la psicología moderna, todavía seguimos a vueltas con el libre albedrío. Este principio se convierte en un elemento básico de ciertos modelos psicológicos que suponen que la acción está bajo el dominio de estados intencionales. En estos modelos, se defiende que la acción, más que dirigida sólo por una suerte desangelada de estímulos externos, está sobre todo basada en determinantes personales, como las creencias, los deseos o los compromisos morales. Ese concepto ha sido concretado de distintas formas, como agencialidad, causalidad personal, autodeterminación, creencias de control, etc. Veamos algunos aspectos de esa pequeña historia. El constructo de motivación intrínseca surge como un conglomerado de tradiciones muy distintas. Históricamente, aparece como tal en dos trabajos de White (1959, 1960), el segundo de ellos presentado en el II Symposium de Motivación de Nebraska (1959/1960), bajo el término que ya hemos reseñado de effectance motivation, o motivación de competencia. Describe la tendencia a mantener una relación efectiva con el ambiente, que se considera una necesidad adaptativa vital para el ser humano. Esta perspectiva que abre White, posee orígenes teóricos diversos. Por un lado, tiene que ver con la idea de algunos psicoanalistas americanos (Hartmann, 1958; Rapaport, 1959), referida a la existencia de una energía independiente del yo. Pero, sus fuentes también se encuentran en una tradición teórica distinta, que tiene en el análisis de necesidades de Murray de 1938 un momento histórico clave, sobre todo en aquellas necesidades que no están guiadas por el impulso, como la tendencia a la autonomía. Posteriormente, estas necesidades encuentran un acomodo distinto dentro de la perspectiva humanista, por ejemplo en lo que Godlstein (1939) y Maslow (1943) llamaron necesidades innatas de auto-actualización. En todo caso, la figura de White sirve de síntesis de estas tres corrientes, y de una más, una cuarta, que es la que abre la posibilidad de buscar apoyos empíricos a esta forma de concebir la motivación humana (Huertas, 1997). Nos queremos referir a algunos trabajos de aprendizaje con animales que se salen del rígido marco del drive (ver. Butler, 1954; Montgomery, 1953). El trabajo más señero es el de Harlow (1950), en el que se demuestra una disminución en la motivación de los monos para completar rompecabezas después de haber recibido un refuerzo. El estudio de este curioso efecto demoledor del refuerzo en cierto tipo de conductas es el campo en el que se inicia la experimentación de los grandes autores de esta corriente, por ejemplo, De Charms (1968), Leeper, Greene y Nisbett (1973) y Deci (1971). Como decíamos, desde este marco se defiende que lo básico que organiza y determina el comportamiento voluntario humano reside en una necesidad que tiene que ver con la agencialidad. Cada uno de los autores más señalados de este modelo se referirá a esta necesidad con un término distinto, aunque de significación parecida. Así, De Charms (1968) lo denominará causalidad personal; White (1959) hablará de necesidad de competencia; Rotter enfatizará la importancia de la sensación de control. Por último, Deci y Ryan (2000) se referirán a la autodeterminación y a la competencia como componentes principales de la motivación intrínseca, siendo estos autores quienes actualmente continúan conformado una línea teórica y empírica muy potente.

Por lo que se refiere al concepto de lugar de causalidad, fue Heider (1958) uno de los primeros en formular el papel primordial que tiene para un individuo sentirse causa u origen de lo que le pasa. En poco tiempo, este término se fue extendiendo a otras teorías. Autores como Bandura, Seligman o Rotter, por ejemplo, lo adjetivaron de maneras diversas, pero siempre con un contenido común: la tendencia humana a preferir ser agente de sus actos. Este concepto tuvo su máximo desarrollo con el trabajo de DeCharms (1968). La principal variación que introduce este último autor con su concepto de causalidad personal es el énfasis que marca en la importancia de la experiencia personal real de sentirse uno mismo agente de la acción que, según él, es algo más que simplemente creer que se tiene control sobre esa acción. Trasladaba la causalidad personal a una especie de principio general básico para estudiar la motivación. No era un motivo específico, significaba que cada uno prefiere escoger su medio para obtener un objetivo, fin o meta. Era, por lo tanto, un adjetivo que servía para calificar cualquier experiencia humana. Una especie de organización central para dar valor a cualquier comportamiento. Tradicionalmente, DeCharms considera que los diferentes grados posibles de causalidad personal se pueden organizar en un continuo con dos polos extremos: • El ORIGEN: en donde se encontrarían las acciones más genuinamente autodeterminadas, libres de ser percibidas como impuestas. Se supone que, cuando alguien realiza un comportamiento guiado por causas internas, esa actividad tendrá, en principio, una carga afectiva satisfactoria, se es más optimista, confiado, se acepta mejor el riesgo y se realiza con más gana y eficacia cualquier actividad. • El PEÓN: en el extremo contrario estarían las acciones que se consideran sujetas a la merced de fuerzas externas, aquellas que el sujeto se siente forzado a realizar. En la medida en la que pensemos que lo que hacemos está determinado y controlado por causas ajenas a nosotros, esas acciones comportan afectos negativos, se está a la defensiva, indeciso, se evita el riesgo, se está, en definitiva, desmotivado (DeCharms, 1976). Casi por las mismas fechas, un autor más cercano al campo clínico, nuestro conocido White (1959), defendía la idea de que existe otra tendencia o necesidad básica en todos los seres humanos, que era la de sentirse competente y tener la propensión de intentar interactuar de modo eficaz con el entorno. Como recordará el lector, ya hemos mencionado las ideas de White y de Harter al principio del capítulo, cuando introducíamos la deriva de los estudios de motivación de logro hacia el más genérico de competencia. Esta última autora, Harter, incluía en su obra la mención a otro componente básico que afectaba a la motivación intrínseca: el concepto de lugar de control. Se trata de un concepto más antiguo en la psicología reciente que el de sensación de causalidad, que realzó claramente Rotter (1966). Se concibe el lugar de control como la creencia del grado en que puedo manejar autónomamente mis acciones en una actividad concreta. La sensación de controlar o no el curso de los acontecimientos que nos llevan al éxito o al fracaso (Rotter, 1966). En la medida en la que el lugar de control dependa de mí, mejor será mi aprendizaje y motivación; y, en la medida en la que considere que está controlado por otros, peor lo será. En la formulación original, ese constructo estaba muy relacionado con las leyes asociativas del aprendizaje y se vinculaba claramente con la ley de causalidad: las asociaciones de comportamientos propios con sus resultados eran más fuertes que las asociaciones o aprendizajes de resultados obtenidos con comportamientos ajenos a mí. Desde su origen, la potencia de este constructo se ha revelado como importante. Así, se ha profundizado en su significado fundamentalmente a través de dos vías. Por un lado, remarcando el componente situacional de dicho constructo. De esta forma, el lugar de control depende, como su propio nombre indica, del lugar, del contexto, es decir, uno puede tener sensación de control en una materia y en otra no, por cómo esté organizada la docencia. Por otro lado, desde las teorías de la atribución de los años 80, se ha venido separando claramente la noción de causalidad de la de sentimiento de control. Es decir, se vio la conveniencia de tener en cuenta de forma separada los efectos que producía sentirse causa de lo que me ocurre, y sentir que tengo el control. Lo primero siempre se ordena en una dimensión de interno o externo a mí, y lo segundo en una dimensión relacionada con la autonomía, si controlo o no. Yo puedo controlar una situación que me viene impuesta desde fuera y, por el contrario, puedo generar una situación poco controlable. En diversos estudios, principalmente desde el campo de la clínica psicológica, se ha defendido que uno de los factores que facilitan el ajuste y la estabilidad mental es el de la ilusión o creencia de control. En último extremo, lo que se defiende es que tal ilusión de control no es un sesgo de pensamiento más, no es un error de apreciación, es una tendencia muy básica y de carácter adaptativo que permite al sujeto ejecutar de forma satisfactoria la mayoría de las acciones humanas.

Así, por ejemplo, se ha visto que las ilusiones positivas de control promueven un estado de ánimo más positivo, que favorece las relaciones sociales, o el trabajo creativo, eficaz y productivo. En esta línea, la creencia en ciertas capacidades de control y de agencialidad amortigua la experiencia de estrés y sus efectos. Cuando uno cree que puede controlar algo de la situación estresante se desenvuelve mejor. Por el contrario, la pérdida de control inclina la balanza a favor del desajuste, la desorganización, y parece que hasta predispone a la enfermedad y la muerte. Parece que en el proceso de tratamiento psicológico para la recuperación de cierta estabilidad emocional y psíquica en las personas que han sufrido algún acontecimiento dramático (violación, accidentes, catástrofes naturales, etc.) juega un papel importante la recuperación de sensaciones positivas de control de las acciones de la persona. 5.2.- La necesidad de autodeterminación De alguna forma, las teorías sobre la autodeterminación o la motivación intrínseca del grupo de Deci y Ryan recogen y sintetizan los tres conceptos de causalidad, competencia y control que acabamos de mencionar. La distinción entre lo intrínseco o autorregulado y lo extrínsecamente regulado o controlado por la situación ha calado en la literatura actual sobre motivación, fundamentalmente por dos razones. La primera razón es porque sirve como criterio para organizar las acciones en donde está implicada la motivación personal. Es muy fácil abordar el estudio de una actividad clasificándola en un lugar dentro del continuo que va desde la autorregulación de la acción hasta la regulación externa de la misma. Pero, la segunda razón es aún más relevante para explicar el éxito científico de esta distinción: parece que existe evidencia suficiente que demuestra que el proceso motivacional implicado, el tipo de meta buscado, la claridad de la acción y la forma de planificación de la misma, difieren considerablemente cuando se considera una acción regulada por intereses propios y cuando ésta se encuentra controlada por factores externos. El proceso psicológico implicado no es lo mismo cuando buscamos hacer lo que nos da la gana que cuando actuamos por alguna orden o imposición externa. Estas teorías parten del supuesto de que el sentimiento de autodeterminación es fundamental para la vida psíquica (véase Ryan y Deci, 2000). Incluso, se llega a considerar que la autodeterminación es una necesidad psicológica que cumple la misión fundamental de impulsar al ser humano a dominar su entorno, a buscar experiencias asimilables, a ejercitar sus capacidades y a aprender, en suma. Esta tendencia se mantiene de forma sistemática, incluso cuando de la misma no se obtiene beneficio concreto alguno (Harter, 1978; Deci y Ryan 2000). De este modo, cuando uno se siente autodeterminado, inmediatamente se generan sentimientos positivos, relacionados con el interés y el placer. De hecho, se defiende que la autodeterminación representa la fuerza principal que nos empuja a la felicidad y que da vitalidad a nuestra vida (Csikszentmihslyi y Rathunde, 1993, Deci y Ryan 2000). Por lo tanto, se considera que la autodeterminación es una necesidad, ya que se puede entender que este principio ordena todo el comportamiento humano; por lo tanto, es de carácter universal y esencial para la salud y el bienestar. Se entiende como necesidad natural en el sentido de que es aplicable a todas las personas, independientemente de su género o condición sociocultural. Tiene la peculiaridad de no tratarse de una necesidad de déficit, como los conceptos conductistas de impulso, o el más lejano de pulsión freudiana. No aparece cuando algo falta o se desequilibra, ocurre casi siempre que se dan las condiciones propicias, del mismo modo que, en otro ámbito, mantenía Piaget que ocurría en el proceso de asimilación de esquemas. En otras palabras, la autodeterminación psicológica forma parte del diseño adaptativo del ser humano, pues le lleva a implicarse en las tareas para ejercitar sus capacidades, para aprender, para conectarlo con sus grupos de referencia. Como cualquier otra necesidad humana, necesita vehicularse, orientarse y desarrollarse dentro del entorno social y cultural, que también es intrínseco a la especie humana. El papel del entorno cultural y social es entonces decisivo: su función es determinante para el desarrollo de la sensación de autonomía, competencia y apoyo social, que, como ahora veremos, son los pilares básicos de la autodeterminación. Autonomía En este componente principal de la motivación intrínseca, los autores sintetizan las aportaciones procedentes del concepto de lugar de causalidad y de lugar de control, que ya habíamos mencionado anteriormente. Una persona se siente con autonomía cuando se percibe como origen, como causa, y tiene bastante control sobre lo que está haciendo o tiene que hacer. En la medida en la que sea mayor la autonomía, mejor será la motivación y el interés intrínseco de la actividad.

De las investigaciones sobre el precio oculto del premio, que mencionábamos antes, se deducía que, cuando las recompensas son de naturaleza tangible y directiva o por presión social, se socava la motivación intrínseca. Este hecho se explica fundamentalmente porque en esas situaciones no hay autonomía para el sujeto, porque conducen a un locus externo de causalidad. En contraste, las recompensas sociales y afectivas, y las oportunidades de gobernarse a sí mismo, fomentan la motivación intrínseca por la misma razón. Por ejemplo, cuando un estudiante se siente en un ambiente educativo muy controlador, pierde capacidad e iniciativa y baja su aprendizaje, sobre todo si este aprendizaje es complejo y requiere de algún nivel de cambio conceptual (Amabile, 1996; Utman 1997; Deci y Ryan 2000). Por contra, Ryan y Cornell (1989) encontraron que los estudiantes que conseguían desarrollar en su labor una mayor autonomía y control se divertían más en la escuela y eran más optimistas y eficaces en sus tareas académicas. Sentimientos de competencia. Como ya hemos podido ver en otros apartados de este capítulo, la idea que tengamos de nuestra propia habilidad, la percepción que nos hacemos de nuestra competencia es un componente motivacional de primer orden. Está claro que la percepción de competencia aumenta la motivación intrínseca, y que, al contrario, la percepción de incompetencia la reduce (Deci y Ryan, 1985; Vallerand y Reid, 1984). La idea que tengamos sobre nuestras propias capacidades influye en las tareas que elegimos, las metas que nos proponemos, la planificación, el esfuerzo y la persistencia de las acciones encaminadas a la consecución de dicha meta. En cualquier caso, nos estamos refiriendo a la sensación de tener percepciones de competencia, más que a la competencia en sí, porque diversos experimentos han puesto de manifiesto que, cuando al sujeto se le daban informaciones falsas y positivas sobre sus capacidades, los efectos sobre la motivación intrínseca eran similares a los que ocurren cuando ponían en marcha capacidades reales (ver Reeve, Olson y Cole, 1985; Harackiewiwicz, 1979). Como siempre, tan importante como valer es creerse válido, siempre y cuando los demás no nos digan lo contrario. Desde esta corriente, el papel que se otorga a la sensación de competencia es secundario sobre el de autodeterminación (Deci y Ryan, 1985). La percepción de competencia es un factor motivacional importante, pero está supeditado a la sensación de autodeterminación. Así, cuando un sujeto se cree capaz de una determinada tarea, pero tiene que realizarla bajo presiones, amenazas o promesas, comienza su ejecución y sus ganas se ven notablemente mermadas. Apoyo Social. Desde este conjunto de teorías de la motivación intrínseca, se ha otorgado un papel importante al entorno o al clima afectivo en el que se desenvuelve el sujeto. Los entornos sociales que proporcionan seguridad y apoyo facilitan claramente la motivación intrínseca, y no es una circunstancia tan sólo supeditada a la infancia, pues ocurre a lo largo de toda la vida. Por ejemplo, algunos autores (Ryan y Grolnick, 1986; Deci y Ryan, 2000) observaron que los estudiantes que tenían profesores fríos, que no les mostraban aprecio y que solían ignorarles, mostraban un menor nivel de motivación. La idea de la importancia del apoyo social procede de las teorías clásicas del apego (Bowlby, 1979), que mantenían que las conductas de exploración se manifestaban más claramente en entornos seguros y ante la presencia de la madre. Estos autores amplían a todo el ciclo vital la relevancia del apoyo social, a la par que en muchos trabajos se aprecia la importancia del clima emocional para la motivación en entornos laborales o de aprendizaje. Esto no quiere decir que sólo se dé la motivación intrínseca cuando uno está en compañía de otros, basta con que la situación individual la consideremos segura y agradable, y sobre todo que tengamos cierta certeza de que en caso de apuro podemos contar con al apoyo de alguien. El principal objetivo de las investigaciones sobre la teoría de la autodeterminación ha sido el bienestar de los individuos, independientemente de si son estudiantes en sus aulas, pacientes en sus clínicas, deportistas en el campo de juego o empleados en sus puestos de trabajo. Si los contextos en los que estas personas están implicadas son sensibles a las necesidades psicológicas básicas de autodeterminación, competencia y apoyo social, entonces las personas se moverán en ellos de forma activa, centrada e integrada. Por el contrario, si el entorno ejerce un control excesivo, retos desajustados con nuestra competencia, y genera climas de desprotección de las personas implicadas, solo cabe esperar desajustes, falta de iniciativas y de responsabilidad y, en casos extremos, ansiedad y psicopatologías. En estos últimos años, esta teoría se ha extendido hacia la aplicación profesional con algún éxito. Así, hay numerosas aplicaciones al campo educativo, laboral, al de la salud e incluso al deportivo. Por ejemplo, en los ámbitos relacionados con la salud, se ha visto que las condiciones que

garantizan la motivación intrínseca son los factores críticos para asegurar la adhesión al tratamiento por parte del paciente. Así ocurre en enfermos crónicos y en pacientes con trastornos en la conducta alimentaria (Williams, Rodin, Ryan, Grolnick y Deci, 1998; Saldaña 2003). Hay estudios en los que se demuestra que la motivación intrínseca parece ser un buen predictor de la mejora del control de la glucosa en pacientes con diabetes (Williams, Freedman y Deci, 1998), o de una mayor asistencia y permanencia de los pacientes en programas de desintoxicación (Ryan, Plant y O’Malley, 1995). En el campo deportivo, se sabía que las condiciones que propician la autodeterminación servían para mantener el interés para hacer ejercicio físico (Chatzisarantis, Biddle y Meek, 1997): hay que tener mucho interés para ir al gimnasio con regularidad. Más recientemente, se ha visto la eficacia de estos modelos en la motivación de los deportistas de élite. Así, se ha podido comprobar que los que obtienen mejores resultados parece que son aquellos que, no sólo se mueven por las recompensas económicas, sino que, además, se plantean metas de superación personal y planifican personalmente sus entrenamientos. Saben tomar indicadores del entorno para conseguir retroalimentaciones sobre sus niveles de competencia, piden que sus entrenadores les informen claramente de sus rendimientos, por ejemplo. Además, vinculan su salario y su nivel de reconocimiento económico a sus competencias, a sus resultados deportivos. Por último, los buenos deportistas profesionales necesitan contar con un claro apoyo social de las personas cercanas o de su público, al que incluso demandan que lo manifieste en los momentos importantes de la competición (Frederick y Ryan, 1995; Escudero, Balagué y García-Mas, 2002). Aunque resulte muy llamativo y exagerado, el equipo de Ryan también extiende las ventajas de un sistema autodeterminado a las mejoras en la actividad política (Koestner, Losier, Vallerand y Carducci, 1996), al activismo medioambiental (Green-Demers, Pelletier y Menard, 1997), e incluso en el plano de la calidad en las relaciones íntimas (Blais, Sabourin, Boucher y Vallerand, 1990). En cualquier caso, es cierto que esta tradición teórica se está expandiendo con notable eficacia. 6.- Quinta tradición: De la voluntad filosófica a la volición y autorregulación psicológica. Vamos ahora a hablar de la voluntad, un concepto que, aunque parece de pronto demasiado etéreo, en su uso cotidiano, por lo menos, no lo es tanto. William James (1890) utilizaba un suceso cotidiano para ejemplificar lo que era un acto de voluntad. Recordemos lo que nos pasa a primera hora de la mañana de cualquier día laborable cuando tenemos que levantarnos de la cama. ¿Cómo lo conseguimos, si tenemos un montón de razones para no hacerlo? A veces, basta con una decisión tajante parecida a un ahora no te líes. Esta idea, ni es un argumento en contra de las múltiples razones favorables al hoy no me levanto yo, tan sólo es una interrupción que paraliza los otros pensamientos, y produce de forma inmediata su efecto motor. Desde los orígenes del pensamiento occidental, se ha recurrido a esta instancia de la voluntad, asignándole el papel de guía de las acciones humanas. El concepto mítico de thymos colocaba la voluntad como un órgano independiente de la psyke, susceptible de ser controlado también por los dioses, que tendrían así el poder de intervenir y nublar el entendimiento de los mortales (Lehaey, 1980). Esa idea tan ocurrente ha quedado en el trasfondo ocasional del significado de voluntad, de manera que de vez en cuando nos llegan sus resonancias cuando nos sentimos manipulados. En cualquier caso, la visión más extendida de la voluntad desde Platón a Descartes la configura como el órgano rector que controla los deseos internos, las pasiones y los apetitos, y que consigue armonizarlos racionalmente. Las funciones de la voluntad eran entonces las de elegir y tomar decisiones. De aquí surge el concepto de voluntad que seguimos manejando de forma más o menos intuitiva actualmente. Así, hablamos de fuerza de voluntad, para representar ese acto de filtrar y dar camino correcto a las fuerzas impulsivas y desbocadas de nuestros apetitos, o las contradicciones de nuestra razón. La voluntad sirve para elegir, luchar, resistirse o bloquear. En este sentido, es oportuno recordar el experimento de Mischel y colaboradores (Mischel, Shoda y Rodriguez, 1989), en el que se daba a elegir a unos niños cuándo podían optar a un premio: si lo querían inmediatamente, recibirían una galleta, si esperaban media hora, tendrían dos. La mayoría prefirieron curiosamente la segunda opción, y, mientras tanto, para aliviar la espera, todos desarrollaron acciones placenteras alternativas como cantar, jugar, etc. Cuanto más, mejor, y, mientras tanto, no hay que sufrir. La primera Psicología experimental alemana siguió teniendo entre sus conceptos centrales los procesos volitivos. En la psicología wundtiana, por ejemplo, se atribuía a la voluntad las funciones clásicas de controlar el funcionamiento de otros procesos, como la sensación, la percepción, la atención, y la formación de asociaciones mentales. Servía fundamentalmente para traducir las intenciones a actos, para matizar y ayudar a trasladar algunos de nuestros pensamientos a acciones reales, o para impedir que otros se lleven a la práctica. Dentro del mismo ámbito de la psicología de

la conciencia, Ach (1910) se refería a esos propósitos que nos permiten traducir las metas en acciones en términos de tendencias determinantes. Cuando, por ejemplo, cambiamos de una tarea a otra, aunque sea más sencilla que la anterior, los primeros momentos de ejecución de la nueva actividad son difíciles, porque todavía estamos sujetos a la anterior tendencia determinante. Cuando tenemos que ejecutar una actividad compleja, nuestro resultado depende, no sólo de la propia actividad, sino también de la tendencia que nos evoque o tengamos presente en ese momento. A su manera, la psicología actual ha vuelto a retomar las viejas funciones de la voluntad. Estos últimos años, los estudios teóricos y empíricos del papel de la conciencia, o de los procesos volitivos o de autorregulación, como se les suele denominar, han constituido una de las líneas más pujantes en el estudio de la motivación. Los procesos de autorregulación se entienden como procesos mediadores entre nuestros motivos y la consecución de nuestras metas, que nos regulen y nos orienten a pasos eficaces para alcanzar lo deseado. Kuhl (1987, 1994, 2000) remarca que, en muchas ocasiones, lo que ocurre cuando fracasamos, cuando no podemos, no es que no queramos, es que no sabemos buscar las soluciones que nos lleven al éxito. Vamos a detenernos en dos visiones, que pueden ser consideradas como complementarias, del papel de los procesos de autorregulación en la motivación. Por un lado, el enfoque más canónico dentro de la Psicología Cognitiva norteamericana, y que enlaza directamente con los trabajos pioneros de metacognición de Flavell, Zimmerman y otros. El punto de vista de Pintrich puede servir para resumir esta postura. Por otro lado, la visión que el mencionado Kuhl mantiene de la volición, que añade un carácter más dinámico, complejo y global a los procesos de autorregulación. Un carácter que rezuma de la vieja tradición de la psicología centroeuropea. Desde el punto de vista de Pintrich, tres son las funciones principales de los procesos de autorregulación (Pintrich y Linnernbrink, 2000): La regulación estratégica de ciertos procesos cognitivos. Es decir, saber cómo poner en funcionamiento nuestros recursos cognitivos en virtud de las demandas del entorno. Por ejemplo, ser capaz de resolver un problema complejo (como cuando un ordenador se nos declara en error fatal), necesita conjugar de forma pertinente nuestros recursos atencionales, codificar la información relevante, evitar distracciones, optimizar las decisiones a tomar, razonar y probar distintas estrategias de solución conocidas. La planificación, o saber armonizar y secuenciar todos los procesos mentales que se han de poner en marcha. Una de las primeras estrategias de planificación consiste en saber establecer metas oportunas, específicas y desafiantes, como ya hemos visto antes. Pero, nuestra motivación y aprendizaje, no sólo viven de buenos propósitos, también necesitan que sepamos cómo acceder y organizar los conocimientos que ya poseemos, relacionándolos, además, con los nuevos que vamos adquiriendo. Esa necesidad de regular nuestra memoria nos obliga, a su vez, a desarrollar estrategias adecuadas de planificación y de uso de metaconocimientos, de nuestra sabiduría, en suma. Los procesos de control cognitivo de la acción, que son los encargados de fijar nuestras experiencias dentro de un marco personal más global y reflexivo. Nos referimos a todos los procesos de control cognitivo que tienen que ver con el conjunto de evaluaciones y valoraciones conscientes de nuestra actividad. Necesitamos auto-observarnos y monitorizar nuestras actividades, comparándonos y evaluándonos respecto a determinados estándares, para, finalmente, interpretar si lo que llevamos hecho nos resulta conveniente o no. Tomar conciencia de que a lo largo de una experiencia se obtienen conocimientos relevantes, que se pueden extrapolar, es básico para que éstos se interioricen con un mínimo de durabilidad. En resumidas cuentas, los procesos de control consciente son los que nos permiten, no sólo modificar nuestros conceptos, sino también generalizarlos a dominios semejantes. El punto de vista de Khul es mucho más ambicioso e integrador que el que acabamos de ver. Para él, la autorregulación, no sólo tiene que ver con lo que podríamos denominar la regulación de los macrosistemas cognitivos, sistemas conscientes que vendrían a cubrir las tres funciones anteriores. También hay autorregulación de microprocesos subcognitivos, relacionados con el control de la energía, fundamentalmente estrategias inconscientes, no representacionales y de carácter afectivo. De este modo, Kuhl se coloca dentro del modelo actual, que empieza a considerar los procesos afectivos como procesos psicológicos potentes y distintos a los cognitivos. En este sentido, Kuhl mantiene que las teorías clásicas de la motivación menosprecian los mecanismos afectivos, sobre todo los subcognitivos, los que no están mediados por procesos cognitivos. Cree que el concepto de motivación tiene una connotación dinámica, de energía, que no se ha sabido aprovechar en las teorías cognitivas. Para conseguirlo, hay que partir de la existencia de relaciones bidireccionales entre lo afectivo y lo cognitivo, no quedarse en que uno afecta al otro sin más. Dar importancia al modo de pensar, pero también al sentir y al actuar. Las teorías de metas

sobrevaloran, por ejemplo, el papel de las creencias en los mecanismos motivacionales, llevando a pensar que uno sufre una falta de motivación y miedo al fracaso porque mantiene creencias pesimistas sobre los propósitos que puede alcanzar. Desde el punto de vista de Kuhl, el verdadero origen de ese problema motivacional se puede explicar, además, por otras razones más básicas, como son las deficiencias en el modo de regular los pensamientos, o en el modo de sentir. Para ello, propone crear una arquitectura funcional de todo el aparato psíquico, constituida por sistemas mutuamente autorregulados. De un tiempo a esta parte, este autor viene realizando una labor inmensa, intentando relacionar entre sí distintos resultados empíricos procedentes de campos de estudio como la memoria, el pensamiento, las emociones y la neurociencia. A nuestro parecer, los modelos que finalmente propone son demasiado complejos y ambiciosos, pero su propósito es, sin duda, encomiable. Veamos rápidamente por dónde van los tiros de su especulación. Plantea cuatro macrosistemas motivacionales principales, organizados según dos criterios: nivel de inferencia (alto, bajo) y el tipo de sistema (conductual o recuerdo experiencial)

Mucha inferencia o reflexión Poca inferencia o reflexión

Experiencial Recuerdos o conocimientos RIY (Representación Implícita del Yo) RO (Reconocimiento de Objetos)

Conductual Control de las acciones MI (Mantenimiento de Intenciones) CIM (Control Intuitivo del movimiento)

Los dos sistemas que controlan procesos de poca inferencia o reflexión son, por un lado, los RO (reconocimiento de objetos), son los procesos encargados de tener conciencia de la existencia y función de los objetos que me rodean, ¿qué tengo?; por otro lado, en el plano de la acción, estaría el sistema CIM (control intuitivo del movimiento), son los procesos que nos llevan a actuar de una determinada manera, que son globales, secuenciales, automatizados y a veces impulsivos, que en ocasiones conviene inhibir para planificar y supervisar la acción: ¿qué hacer?, ¿qué estoy haciendo? Los sistemas que tienen que ver con procesos de mucha inferencia o reflexión son, por el lado más representacional y experiencial, los RIY (Representación implícita del Yo), que son representaciones holísticas del contexto interno y externo del sujeto. Aquí están todos los conocimientos que tengo sobre mí mismo, mis necesidades, valores, sensaciones corporales, mis capacidades y el equivalente del entorno social que me rodea. Finalmente, la vertiente que regula nuestras acciones de manera reflexiva es el sistema MI (mantenimiento de intenciones), los procesos de supervisión de los propósitos que se pretenden conseguir, ¿qué quiero?, ¿qué intención me guía? También se incluyen aquí las rutinas de comportamiento necesarias para conseguir esas intenciones. Es un sistema intencional, analítico, secuencial y muy vulnerable a las emociones. Veamos el funcionamiento de estos sistemas con el ejemplo de una actividad compleja, como puede ser escribir estas páginas. El sistema de reconocimiento de objetos (RO) me permite tener en cuenta rápidamente los materiales que me resultan útiles (el teclado, los libros, mis apuntes, la pantalla, etc.). El sistema de control intuitivo del movimiento (CIM) regula las secuencias de acciones implicadas en mi torpe escritura en el ordenador. El sistema de representación del yo (RIY) es el encargado de controlar mis conocimientos sobre el tema, sobre mi competencia como comunicador, etc. El sistema que supervisa mis propósitos (MI) es el que monitoriza si consigo o no explicar adecuadamente la teoría de este autor alemán, que ya podría ser más sencilla (queda claro lo vulnerable que se está aquí a los afectos). Estos cuatro sistemas están en interacción dinámica, creando flujos de energía que se activan e inhiben mutuamente, y que, al final, explican las acciones que llevamos a cabo. De esta manera, Kuhl pretende dibujar cómo los afectos inciden en la cognición, y viceversa. Por ejemplo, el cambio energético que significa pasar de tener afectos negativos sobre una actividad a que éstos sean positivos, influye en la relación MI-CIM. Cuando mejoran sus afectos, el sujeto pasa de pensar casi obsesivamente en cómo conseguir lo que persigue a empezar realizar acciones pertinentes. Ese mismo cambio de afectos positivos influye en la relación RIY-RO, haciendo que se intensifique la representación de uno mismo (RIY), y que se inhiba el acceso a información no deseada (RO). Veamos un ejemplo de la otra dirección, de cómo lo cognitivo afecta a lo afectivo. Una focalización excesiva del sujeto en sus intenciones (MI) puede hacer disminuir la experiencia de bienestar, hasta el punto de inhibir la acción. En el otro sentido, el aumento del afecto positivo puede lograrse consiguiendo que aumente la relevancia de una meta (RO) en relación con lo que uno quiere (RIY), favoreciendo la intensidad de la intención. Desde las visiones clásicas de de la motivación de logro, se conoce el efecto facilitador de las tareas moderadamente difíciles para actuar con diligencia. Desde el punto de vista de Kuhl, esto se

explica por el hecho de que, al ser moderadamente difíciles, son las tareas que proporcionan mayor información sobre las propias capacidades, dan referencia sobre lo deseable y lo posible y permiten conseguir unos afectos positivos en la medida que se avanza y se progresa. Se consigue, por lo tanto, una autorregulación óptima de lo cognitivo y afectivo. En cambio, si la tarea es difícil, aumenta la posibilidad de fracaso, y los afectos negativos interfieren en la autorregulación. En definitiva, esperamos haber podido ilustrar cómo, para Kuhl, la motivación no consiste simplemente en representarse una determinada meta, que depende de unos flujos de energía entre sistemas afectivos y cognitivos en constante movimiento. El autor y su grupo de investigación sigue trabajando en la actualidad en el ambicioso proyecto de dar contenido a esta macroestructura (Kuhl, 2000), incluyendo en su modelo resultados de los descubrimientos últimos del funcionamiento del cerebro humano. Con este grupo de teorías sobre la volición, terminamos también el capítulo, y, con él se cumple también nuestra voluntad, al menos la expresada al principio de intentar mostrar una panorámica de las tradiciones actuales sobre la motivación humana. Nos queda sólo el deseo de que, usted lector, vuelva a recurrir a esta información en muchas ocasiones más. Referencias bibliográficas Ach (1910). Uber den Willensakt und das Temperament. Leipzig, Germany: Quelle & Meyer. Alonso Tapia, J. (2005). Motivar en la escuela, motivar en la familia. Madrid. España. Alonso Tapia, J., & Pardo A. (2006). Assessment of Learning Environment Motivational Quality from the Point of View of Secondary and High School Learners. Learning and Instruction, Vol. 16, Nº 4, p295-309. Alonso-Tapia, J., Huertas, J. A., y Ruiz, M. A. (2007). Sistemas de motivos y de orientaciones a metas relacionadas con el aprendizaje. Evidencia empírica a partir del cuestionario de motivación para el aprendizaje y expectativas (MAPEX). V simposio de la Asociación de Motivación y Emoción. San Sebastián. Amabile, T. M. (1996). Creativity in context. Westview Press. Ames, C. (1992). Classrooms: Goals, Structures, and Student Motivation. Journal of Educational Psychology, 84, 3, pp. 261-271. Ames, C. & Archer, J. (1988). Achievement goals in the classroom: Student´s learning strategies and motivation processes. Journal of Educational Psychology, 80, 260-267. Anderman & Anderman (2006). Classroom goal structure, student motivation and academic achievement. Annual Review of Psychology. Vol. 57 pp.487-503 (Volume publication date January 2006). Bandura, A. (1982). Self-efficacy mechanism in human agency. American Psychologist, 37, 122-147. Bandura, A. (1987). Pensamiento y acción. Martínez Roca. Barcelona. Bandura. A. (1997). Self-efficacy: The exercise of control. New York. Freeman. Blais, M.R. ; Sabourin, S.; Boucher, C. Vallerand, R.J. (1990). Toward a motivational model of couple happiness. Journal of Personality and Social Psychology. 59, 1021-1031. Brentano, F. (1874). La psicología desde un punto de vista empírico. Traducción al castellano de 1926. Madrid Revista de Occidente. Boekaerts, M.; E. de Koning, y P. Vedder. (2006). Goal-Directed Behavior and Contextual Factors in the Classroom: An Innovative Approach to the Study of Multiple Goals. Educational Psychologist. Vol. 41. (1): 33-51, Bowlby, J. (1979). The Making & Breaking of Affectional Bonds. Routledge.

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