Petchaburi, 2 de junio de 1767. ¡Querido Alphonse! Perdona mi tardanza en escribirte, amigo mío, pero he debido de demorarme aún un poco más dadas las muchas y muy urgentes cuestiones que requerían mi inmediata atención. Como ya sabrás, el país está actualmente sumido en la anarquía y, dado lo perentorio de nuestra situación, precisábamos urgentemente de refugio y seguridad, cuestiones estas que no me han sido fáciles de procurar dado el caso reinante, y que están reñidas con la serenidad y el tiempo que requiere sentarse a escribir a un buen amigo. Nuestros negocios me reclamaban también urgentemente, convalecientes tras tantos meses de incertidumbres y avatares. Y también estaba la corona, exigiéndome con su habitual premura unos informes que, sin duda alguna, ya van camino a las cortes de Madrid y de París. Sin embargo, querido Alphonse, sabrás perdonarme pues, ¿qué son unas pocas semanas más de espera después de todo un año de forzado silencio y de preocupaciones nacidas de la más cruel incertidumbre? Llegué hace solo diez días a Petchaburi, y me llenó de júbilo comprobar que la ciudad sigue intacta. Créeme, no muchas pueden presumir de ello en este país, y no puede inspirarme más que alivio el caminar por una urbe con sus calles impolutas y sus gentes caminando afanadas sin el temor y la miseria pintadas en sus rostros. En un par de días más, y si todo va bien, embarcaré en un bajel portugués rumbo a Malaca. Al menos, tras dos años de paz desde la gran guerra, nuestros primos portugueses no recelan ya tanto de los españoles, y a Dios le doy gracias, pues son casi los únicos que siguen navegando por el golfo. Aún no sé si volveré a Manila, Alphonse, ya te lo haré saber, lo decidiré allí, en Malaca, cuando me sienta, por fin, completamente a salvo, y disponga de más tiempo para pensar y reflexionar. Aunque parece que el sur está algo más calmado, sigue siendo a todo punto desaconsejable quedarse en Siam. Tras la caída de la capital bandas de ladrones y criminales siembran por doquier el terror. La familia real al completo ha sido tomada como rehén, incluido el efímero rey Ekkathat, sin duda el último rey de Ayutthaya, y ahora mismo viajan todos
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camino a la corte del belicoso Hsinbyushin. El vacío de poder resultante se acrecienta en tanto que los birmanos no parecen persistir en su otrora imparable conquista: un ejército chino ha invadido sus tierras al norte, y al retirar al grueso de sus efectivos para hacerle frente han dejado en los presidios capturados un número tan ínfimo de tropas que apenas sí pueden controlar el territorio recién ocupado. El siempre frágil estado Krung Tai se ha colapsado, y un sinfín de señores mun nai, generales y monjes, imponen por doquier su propia ley. De entre todos sobresale el general Phraya Taksin, el gobernador de Taak, quien, según he oído, ha declarado Thonburi como la nueva capital de lo que queda del país. Me consta que conoces esta ciudad, Alphonse, pues es el lugar del que tus compatriotas fueron expulsados por los tai hace apenas un siglo, cuando nuestras dos naciones, lejos de estar hermanadas, no se dedicaban a otra cosa más que a combatir a lo largo y ancho del globo. ¡Es horrible de ver, oh querido amigo, los polvorientos caminos de Siam llenos de mujeres tristes, hombres humillados, ancianos desvalidos y niños zarrapastrosos y sucios caminando con sus escasos enseres hacia ninguna parte! Allá por donde pasaron los birmanos quedó un siniestro reguero de pueblos quemados, familias aterradas, mujeres violadas y hombres enrolados a la fuerza o desaparecidos. Apenas dejaron animales o cultivos, todo se lo comieron las huestes invasoras, y lo poco que pudiera quedar ya lo han saqueado, de nuevo, los miles de desahuciados de estómagos vacíos en triste y lenta marcha forzada hacia el sur. De cuando en cuando, en pequeños bosquecillos, en los lados del camino, o entre los arrozales, se ven montones de cadáveres llenos de moscas, cadáveres de campesinos, hinchados por el agobiante calor que reina en este país, y que revelan ya a distancia su presencia con su característico y penetrante hedor dulzón. Todos aquellos desdichados que, al contrario que los malaventurados habitantes de Ayutthaya, no han sido conducidos en masa al país vecino, vagan sin rumbo por los campos. ¿A dónde ir, si cada ciudad es ahora una isla donde cada cual impone su autoridad arbitrariamente? Mi corazón se estremece al pensar que, dentro de poco, la estación de lluvias golpeará a todos estos miserables, y al saber, por propia experiencia, que
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saqueadores y bandidos, en muchos casos desertores y renegados sin nada que perder, huidos de los numerosos ejércitos que han asolado esta tierra, acechan como lobos hambrientos a estas pobres gentes entre las palmeras de la densa jungla que perennemente flanquea los campos y las carreteras del país. Espero que la pacífica serenidad que siempre he observado en este pueblo, y que parece que reciben de su adoración al Buda, les ayude a superar este difícil trance. Reflexionando acerca de esta admirable serenidad de la gente tai no puedo hacer otra cosa que contemplar aún más fascinado a Narissara. Se trata de la joven esposa del difunto Hong Xian, mi querido Alphonse. Está conmigo ahora, la tengo delante de mí, la veo a través de la ventana, en la azotea de la casa modesta en donde nos hospedamos por el momento. Está tranquila y relajada. Era huérfana, ahora además es viuda, no le queda nada en el mundo y, sin embargo, ahí está, con la mirada perdida más allá de los muros de la baranda de la casa en la que nos hospedamos, su vista fijada melancólicamente en un mar que nunca antes había visto. Te contaré primero lo que nos ha acontecido desde mi última misiva: Ya te describí cómo partimos de Ratchaburi a finales de octubre de hará casi dos años, a marchas forzadas dadas las alarmantes noticias de que un segundo ejército birmano avanzaba desde el oeste, desde la disputada costa de Tenasserim. Por entonces, era difícil saber a dónde se dirigían realmente los invasores, pero el diablo del general Maha Nawrahta, una especie de Rey Federico a lo birmano, se las arregló muy pronto para desbaratar las numerosas defensas de los tai y subir hacia el norte, hacia la capital, pisándonos los talones, mientras que el otro ejército birmano, el que había cruzado la frontera septentrional en agosto, bajaba lenta pero inexorablemente hacia el sur, lidiando con las lluvias, las montañas y la fuerte resistencia con que se toparon en Bang Rachan, después, eso sí, de haber ocupado casi sin contratiempos Sukhothai, nada más y nada menos que la antigua capital del país. Llegamos a la bulliciosa y exuberante ciudad de Ayutthaya a principios de diciembre. Desde allí es desde donde te escribí mi segunda misiva, cuando todavía estaba abierta la ruta
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hacia el sur. Ya te la he descrito alguna vez, pero es una pena pensar que ni yo ni nadie volverá a gozar nunca jamás de aquella maravillosa y próspera ciudad que en su día viajeros como el holandés Jan van Vliet o tu compatriota Abbé de Choisy compararan con París: rodeada toda ella por los ríos Chao Phraya y Nam Pasak, que se juntan precisamente en ese mismo lugar, era una inmensa isla ovalada, amurallada y llena de canales y anchas y rectas avenidas a cuya vera se alzaban las sencillas pero acogedoras casas de los tai, casas siempre frescas, casi siempre hechas de madera de teca, de formas rectilíneas, pisos elevados alzados sobre pilotes, y techos a dos aguas empinados y elegantes con largos aleros salientes. Por encima del batiburrillo oscuro y pardo de las viviendas se erguían los imponentes tejados de templos y palacios, más empinados aún, de vivos tonos rojos o naranjas, engalanados con multitud de coloridos diseños, y coronados con largas agujas y afilados ornamentos dorados semejantes a cuernos en sus también profusamente embellecidos vértices y aleros. Las altas paredes de aquellas construcciones, de tonos claros, a menudo estaban rodeadas de esbeltas columnas, e impresionaban con sus frontones decorados con multicolores dibujos, relieves, empedrados y ornamentos y figuras bañadas en oro. A toda aquella majestuosidad dorada y vertical, de formas puntiagudas y estilizadas, se añadían las también picudas y doradas estupas, creando todo aquello un bosque de agujas áureas que reflejaban la luz del sol alzándose por encima de los muros y los tchos de leña de las chozas, y cuyo resplandor podía verse siempre desde varias millas a la redonda. Por sus calles caminaban a cualquier hora cientos de miles de habitantes, gente fibrosa y de piel tostada, más bien bajitos, no muy velludos, de pelo negro y liso, mejillas anchas, frentes despejadas, cara redondeada y ojos rasgados de color pardo o negro. Se afanaban con los mil y un negocios que había en la ciudad, y gustaban de llevar prendas sencillas, frescas y coloridas, y de embellecer sus casas con flores y plantas. Por doquier se veían y olían los productos más exóticos que hallarse pueda en esta parte del mundo, y todo vecino poseía una embarcación, pues vivían siempre cerca del agua, sintiéndose, de hecho, espiritualmente muy cercanos a este elemento. Convivían con camboyanos, malayos, chinos,
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vietnamitas, indios, japoneses, persas, portugueses, españoles, holandeses y franceses, muchos de los cuales habíanse aposentado en los barrios extramuros del sur, construyendo en sus vecindarios sus propias casas, negocios, almacenes y templos. Los hombres eran afables, los niños eran risueños, y las mujeres, Alphonse, eran seres alegres y gráciles, de líneas armoniosas y de una sensualidad dulce y delicada aunque intensa, que te regalaban sus cautivadoras y cálidas sonrisas con pasmosa facilidad. Narissara es un claro ejemplo de esto, con su boca carnosa y pequeña, sus blancos dientes y sus ojos felinos. La veo ahora de perfil, llevando su pha nung, su vestido entallado y largo, dejando al descubierto sus brazos, su hombro derecho y su cuello de muñeca de porcelana. Desde que todo sucediera lleva un vestido pardo y sencillo, y su largo y liso pelo flota suelto y descuidado, pero no por ello deja de parecerme una suerte de estatua hermosísima, más humana, sin embargo, que cualquier otra mujer que jamás haya conocido cuando fija en mi sus ovalados e intrigantes ojos. Al llegar nos hicimos eco de las alarmantes noticias que circulaban por las calles: se decía que más de cuarenta mil enemigos convergían sobre la capital en un movimiento de pinza. Gracias a eso, cierto es, no hubo ningún problema a la hora de que los chinos del difunto Hong Xian, bien relacionados con la corte, nos compraran nuestro codiciado cargamento de armas, ni faltó tampoco gente para formar y armar otra caravana de vuelta hacia el sur, cargada como de costumbre con pieles de ciervo, arroz, sal, pescado y aguardiente de caña, con mucha gente bien dispuesta a abandonar aquella ciudad amenazada, y con el bueno de Bernard al frente, a quien confiamos el dinero sobrante de las ventas así como varias cartas para ti. Laurent y yo nos quedamos, como te expliqué, porque en un principio no parecía muy probable que nadie pudiera jamás tomar la gran capital, y creímos, siguiendo el parecer de Monsieur Maréchal, que a río revuelto ganancia de pescadores, y que bien podríamos seguir haciendo pingües negocios surtiendo de armas a los tan necesitados tai. Bernard, de hecho, partió con instrucciones de tenerlo todo listo para un próximo envío que, por desgracia, y como sabes, nunca jamás llegó a producirse.
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Apenas dos semanas después de nuestra llegada, y justo tras hacer partir a Bernard hacia el sur, un aluvión de campesinos y soldados fugitivos anunció la inminente llegada de Maha Nawrahta al frente de la mitad del ejército birmano. El caudillo acababa de destrozar a todo un ejército siamés hacía bien poco, y llegaba incluso antes que su colega, el general Thihapate, quien, lento pero seguro, continuaba descendiendo por el río Nam Pasak con la otra mitad del ejército y trescientos barcos de guerra. La ansiedad caló entonces en los corazones de todos: Mucha gente abandonaba o se refugiaba en la ciudad, se hacía acopio de armas, de pólvora y de víveres, y cientos de barcos se artillaron y pertrecharon para la guerra. Los extranjeros abandonaban sus barrios extramuros, bien para refugiarse en el interior, hospedándose en casas de amigos o familiares, o bien para escapar de la ciudad. La tensión y la alarma se adivinaban en la cara de todos, y los templos se hallaban más llenos que nunca, con sus monjes, humildes e imperturbables hombrecillos de cabeza rasurada vestidos con mantos naranjas, recitando día y noche sus inacabables y perennes letanías. En aquellos días tan agitados de la Navidad de 1765 fue cuando conocí a Narissara. Su marido, el gran potentado Hong Xian, un hombre barrigudo y flácido, sagaz, melifluo, de ojos pequeños y codiciosos y rostro hierático, reconocido unánimemente como uno de los más ricos comerciantes de la ciudad, tuvo a bien ofrecer una cena en su suntuosa casa en honor de todos los portugueses. A esa cena estuvimos nosotros también invitados, además de por haber sido sus socios en la reciente y lucrativa venta de armas, también por haber aceptado en nuestra caravana a dos misioneros lusitanos, los padres Aloisio y Martinho, quienes viajaron con nosotros desde el sur para unirse a su parroquia en la capital del reino. No era solo que los chinos, la comunidad forastera más numerosa, poderosa e influyente de Ayutthaya, hicieran a menudo de intermediarios con la corte; o que los portugueses, los primeros en establecer relaciones con Siam desde el viaje de Duarte Fernandes en 1511, fuesen otra de las comunidades extranjeras más reputadas. Sucede que el propio Hong Xian estaba emparentado con ellos gracias a su esposa, pues Narissara, para mi eterna sorpresa, era hijastra de un
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mercader lusitano de ilustre memoria. Adoptada y educada por su padrastro al morir su madre, una mujer thai de buena familia, y en una jugada en la que, sin duda, nada se dejó al azar, fue desposada en su día con su boyante marido chino, y cuál no sería mi asombro, imagínate Alphonse, al serme presentada aquella criatura tan fascinante y comprobar, para mi desdicha, que se trataba de la mujer del ínclito Hong Xian y, para mi regocijo, que sin tener ella ni pizca de sangre lusa podía, no obstante, mantener fluidas conversaciones conmigo en la lengua de nuestros vecinos peninsulares. Muy pronto, sin embargo, llegaron los birmanos desde el sur. Habían fijado sus ojos en aquella ciudad desde que cruzaran las fronteras, y nada más llegar procedieron a rodear y a aislar la villa sin dilación ni pérdida de tiempo. A mediados de enero, y antes de que los dos ejércitos ocupantes se hubieran unido, la guarnición de la ciudad intentó una salida. Fue aquella la ocasión perfecta para haber desbaratado a su adversario, para haber destruido a uno de los dos ejércitos atacantes dejando al otro en una situación de inferioridad tal que se habría forzado, sin duda alguna, a retirarse de nuevo hacia el montañoso y selvático septentrión. Pero, aún estando en superioridad numérica, y aún incluso habiéndose aprovechado del factor sorpresa, la tropa atacante se movió tan torpemente que se vio primero bloqueada e inmovilizada, luego sorprendentemente derrotada, y luego acosada de tal modo que no pudo evitar perder a toda su vanguardia antes de que el resto de la asustada masa de combatientes pudiese volver a cruzar las puertas y refugiarse de nuevo dentro de la ciudad. Yo mismo contemplé aquella triste batalla como malamente pude encaramado a las murallas, y observé, entre los gritos y gemidos de dolor de muchas de las espectadoras que me rodeaban, a las abigarradas y experimentadas tropas birmanas aniquilar sin miramientos a cientos de soldados siameses que corrían en retirada a orillas del río. Tras aquel desatino, y ante la llegada inminente y entonces completamente irremisible del resto del ejército y la escuadra enemigas, la perspectiva de un duro asedio tornose, por fin, real e inevitable. En la corte, los generales confiaban en poder aguantar sin problemas un sitio
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prolongado hasta que las periódicas inundaciones anuales de la llanura central del país pusieran en tal aprieto a los atacantes que éstos fueran fácilmente barridos por los ejércitos de socorro que, entre tanto, confiaban en poder levantar a sus espaldas. En la calle, sin embargo, la reciente derrota extramuros y el inminente asedio cayeron como un jarro de agua fría entre la población, y muchos de los que todavía no habían huido, especialmente los extranjeros que se habían quedado a la espera de acontecimientos, desaparecieron aprovechando que el cerco aún no se había cerrado del todo. Nosotros, por nuestra parte, no íbamos a ser menos, pues nada ganábamos ya con quedarnos dentro de una ciudad sitiada, y empezamos a preparar nuestra partida cuando, aún ignoro cómo, fuimos reclamados por la corte en lo referente a nuestro proyectado nuevo envío de armas. Lo que pasó después te lo contábamos en aquella última carta que conseguimos enviarle a Bernard justo antes de que se cortaran las comunicaciones hacia el sur: tras diversas reuniones y negociaciones, y tras habérsenos dado un jugoso adelanto, se acordó que nuestro grupo, acompañado de varios portugueses y diversos potentados tai, burlara el todavía débil cerco birmano y, valiéndose de una ruta conocida por los lusos, se acercara hasta Aranyaprathet, al este del país, para recibir desde Rayong armas que sirvieran a los siameses a levantar ese nuevo ejército del que tanto precisaban. Por mi parte, y debido a que se trató de una negociación a muchas bandas mediada por el omnipresente y todopoderoso Hong Xian, aproveché nuestras frecuentes visitas a su casa para entablar amistad con Narissara. Sabe Dios que siempre me conduje con corrección, no lo dudes amigo, ni me culpes tampoco por querer pasar ratos con ella, mas entonces ya pude ver que ni ella era feliz ni a él parecía preocuparle mucho su esposa. De hecho, y como comprobamos más adelante, Alphonse, lo único que le preocupaba a aquel hombre sinuoso era salvar su abultada bolsa y su flojo pellejo. A partir de entonces no ha habido manera humana de enviarte misiva alguna hasta hoy, lo juro por mi buen nombre, y es por ello que las únicas noticias que te han llegado en todo este tiempo han sido los confusos informes del bueno de Bernard, quien sudando sangre se dedicó a
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compilar las incompletas y, a menudo, contradictorias noticias que intermitentemente le llegaban de nosotros. ¡Lo siento, mas no pudo ser de otro modo! Ya te contaré nuestras andanzas con mayor detalle amigo, pues no fueron pocas, pero baste decir que los campesinos jemeres aprovecharon la ocasión para alzarse en armas, sumiendo el este de Siam en un nuevo campo de batalla que dio al traste con nuestra misión, y que nos obligó a andar y desandar caminos, subir y bajar montañas, escondernos, correr de ciudad en ciudad e, incluso, sufrir nuestro propio asedio. Por suerte, a principios de 1767, conseguimos escapar de aquel desastre y, ya sin la compañía de los siameses, y jugándonosla una vez más, recurrimos a nuestra neutralidad extranjera para dirigirnos de nuevo a Ayutthaya: Pretendíamos hacer piña con los portugueses para intentar sacar de allí a Monsieur Maréchal y, de paso, ver si se podía comerciar algo con alguno de los dos bandos en liza. Mientras tanto, todo un año había pasado ya, y la ciudad a la que, se supone, debíamos haber socorrido, vivía una situación desesperada: una vez hubieron juntado sus ejércitos del norte con los del sur, y tras una serie de asaltos tan sangrientos como improductivos a las murallas, los invasores decidieron rendirla por hambre. Cuando llegaron las anheladas inundaciones de verano la llanura, como de costumbre, se convirtió en un pantano, y los birmanos hubieron de abandonar sus obras de asedio y apiñarse miserablemente en las pocas lenguas de tierra que no fueron cubiertas por las aguas. Los siameses desataron entonces una suerte de guerra naval en la que, al parecer, llevaron cierta ventaja, pero que, finalmente, resultó tan valiente como inútil. Una vez se retiraron las aguas, y para desesperación, sin duda, de los flamantes generales del rey, ni sus maltratados adversarios levantaron el sitio, ni llegó ningún gran ejército a socorrerlos. Es más, los birmanos levantaron baterías incluso más altas que la misma muralla, y empezaron a hacer blanco a voluntad sobre cualquier punto del trazado urbano. Tan desesperada era la situación que la familia real intentó infructuosamente negociar una paz honrosa y, al no conseguirlo, protagonizó un desesperado y vergonzoso intento de fuga que tampoco llegó a buen puerto ni ayudó, precisamente, a levantar la moral de los cercados.
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Era finales de febrero de 1767 cuando llegamos de nuevo a las proximidades de aquella ciudad próxima a su agonía final. Los asediadores se dedicaban a minar las murallas oliendo ya el botín y determinados a no dejar que una nueva estación de lluvias les obligara a revivir las penalidades del año anterior. Un asedio, sin embargo, no es nunca tan impermeable como parece, pues un ejército tampoco lo es, y tras mucho repartir dinero dentro y fuera de las murallas pudimos contactar con nuestros amigos y organizar un rescate. Te ahorraré los detalles de cómo, tras un mes de tejemanejes y sobornos, y mientras negociábamos formalmente una venta de armas para los birmanos, llegamos a un entendimiento con un grupo de oficiales. Tan solo te diré que ayudó mucho el que los invasores hubiesen hecho levas recientemente entre los propios campesinos siameses. Mi historia podría acabar, pues, así: aprovechando la confusión del día de abril en que los atacantes derribaron amplios tramos de la muralla e irrumpieron finalmente en la ciudad, tres pequeñas embarcaciones, amparadas en la oscuridad de la noche, se colaron en la urbe por otro punto del perímetro más tranquilo. A bordo, junto con varios soldados sobornados, íbamos algunos europeos, entre ellos Laurent y yo, a fin de vigilar que todo saliera bien. Tras cruzar el río y penetrar sigilosamente en la ciudad a través de una pequeña puerta, nos encontramos en un punto previamente convenido con un nutrido grupo de personas, entre las que había varios misioneros y ciudadanos portugueses y franceses, Monsieur Maréchal, varias mujeres tai y algunos niños mestizos. Después de los efusivos saludos y abrazos, y de comprobar los estragos que habían hecho en ellos los muchos meses de hambre y privaciones, embarcamos todos, dejando atrás la matanza y la tormenta de fuego que acababan de desatarse sobre la infeliz ciudad, y cruzamos de nuevo al campo birmano para, tras una breve jornada de descanso, encaminarnos por fin al sur, hacia Petchaburi, en un viaje en el que aprovechamos para ponernos al día unos con otros, y que concluimos sin demasiadas complicaciones al cabo de un mes en esta ciudad desde la que te estoy escribiendo ahora.
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Sin embargo, aún hay algo que quiero contarte: imagina, querido Alphonse, mi indescriptible sorpresa cuando, tras tantos meses de azarosas desventuras, tras la tensión de cruzar las aguas en la oscuridad, tras la ansiedad que me causaban el griterío de la lucha y la carnicería que acababan de desatarse por doquier, tras la alegría y el alivio de encontrarme con tantos amigos y conocidos, y la pena de observar su lamentable estado, imagina, en fin, cómo debí de sentirme al hallar, entre todos aquellos fugitivos, a la hermosa Narissara, a quien tanto me apenó decir adiós, y a quien yo había dado ya completamente por perdida. Al principio creí haberme equivocado: Estaba oscuro, había un gran revuelo, las sombras se movían frenéticamente por causa de los incendios que ya se desataban por toda la ciudad, y algo había en su expresión además que yo no conocía y que me tenía confundido. Estupefacto, me acerqué, pensando que mi imaginación me había jugado sin duda una mala pasada, y no estuve realmente seguro de lo que veía hasta que ella misma me reconoció. Estaba, como todos, más delgada y demacrada, pero había algo más, algo entre frágil y ausente en sus ojos que me tenía desconcertado. Ella, por su parte, me sonrió en cuanto me vio, al principio con asombro, y luego como sonreiría una niña, con sinceridad y ternura. Hasta me abrazó, Alphonse, cosa que las mujeres de esta tierra no acostumbran a hacer nunca con hombres en público. Pero me quedé perplejo al comprobar que no decía ni una palabra. Pensé que se trataba de los horrores del momento. ¡Debías haber estado allí, Alphonse, para ver cómo las llamas se alzaban en la noche alumbrando fantasmagóricamente las fachadas de los edificios, creando un espectáculo grotesco de sombras e iluminando los feroces rostros de los guerreros birmanos que se lanzaban como chacales a la carnicería! ¡Deberías haber estado allí para escuchar los gritos de miles y miles de personas huyendo, para sentir dentro de tu cabeza aquel horrendo clamor, aquel espantoso y desgarrador rugido de miedo y desesperación que acompañó a la destrucción de una de las más grandiosas ciudades de Asia! Pero no era solo eso: una vez hubimos cruzado el río, descansado, partido, e incluso dejado muy atrás la hecatombe final que se vivió en aquella ciudad, ella siguió sin pronunciar
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palabra. Yo no la forcé a hablar, y tuvo que ser el padre Martinho el que me pusiera al día, contándome la historia de sus propias desdichas, que sumadas a las del asedio no resultaban pocas ciertamente: Sucedió al parecer que, como a todo el mundo, a Hong Xian también le entró prisa por irse cuando el sitio se cernió irremisiblemente sobre la ciudad. Como súbdito del Imperio del Medio, en guerra con Burma desde hacía ya dos años, su temor se acrecentaba al pensar en las más que probables represalias que sufrirían los de su raza a manos de los sitiadores, así que, al igual que hicieran casi todos los chinos de la ciudad, organizó presuroso la partida, solo que de una forma un tanto peculiar: Consumido por la codicia, primeramente esperó hasta el último momento para irse, obsesionado por salvar la mayor cantidad de riquezas posible y, cuando por fin lo hizo, mi querido Alphonse, ¡dejó abandonada miserablemente a su mujer en aquella ciudad condenada! Nadie sabía porqué había actuado así, me dijo el cura, ni nadie pudo nunca preguntárselo pues, una vez puso en práctica su fuga, jamás se le volvió a ver. Ante mi visible preocupación e indignación, y sabiendo o intuyendo quizás mi simpatía por ella, Padre Martinho simplemente me conminó a ser bueno y paciente con la desdichada, y a excusar aquel mutismo que ya duraba un año pues, tras haberla protegido, ya que se vio de repente sola y arruinada, les había ayudado mucho a él y a sus hermanos en su tarea de asistir y cuidar a heridos y enfermos durante todo el sitio, comportándose, eso me dijo él, como lo haría una cristiana ejemplar. Y lo creo, pues sabe Dios que gentes no adoctrinadas en la fe del Señor pueden ser, a veces, perfectamente comparables a los más prístinos cristianos en cuanto a piedad se refiere. Una perfecta cristiana muda, en este caso. ¡Pero la historia no acaba aquí, mi querido amigo! Llevábamos ya varias jornadas de viaje hacia el sur cuando paramos una tarde a la sombra de unas palmeras para protegernos del calor y beber y refrescarnos en un arroyuelo cercano. Había, en aquel lugar, una pequeña pagoda destruida por los birmanos, calcinada y parcialmente derruida, con sus serenos budas despojados de todos sus ornamentos y decapitados, como seguramente habrá sucedido con los
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miles de ellos que adornaban las avenidas de la antigua capital. Cada cual buscaba eludir como mejor podía los inmisericordes rayos de sol, y yo me había aventurado en el interior del destartalado edificio acompañado por Narissara quien, a pesar de seguir sin decir una sola palabra, solía buscar siempre y constantemente mi compañía. A la fresca sombra de las desnudas y ennegrecidas pareces de aquel otrora lugar santo se respiraba una atmósfera tranquila y hasta melancólica, y quizás por eso, o porque la tensión se iba desvaneciendo del ambiente a medida que viajábamos hacia el sur, la viuda rompió su mutismo, y allí dentro, a solas conmigo, habló por fin. Un torrente de palabras salió de sus dulces labios en su candoroso portugués, a veces en medio de un sollozo, a veces en un suspiro, y a veces en un tono tan frío que producía escalofríos. Al principio me alegré de volver a escuchar su voz, pero lo que me dijo, Alphonse, me dejó anonadado, tanto que no sé si debería confiártelo, aunque quiero que entiendas porqué voy a llevarla conmigo a Malaca, porqué siento que debo protegerla, y porqué sé, y te lo he dicho repetidamente, que es viuda Alphonse, y que me consta que lo es. Empezó pidiéndome perdón, a mí y a los misioneros dijo, por no habernos dirigido la palabra a pesar de habernos portado tan bien con ella. Me aseguró, casi llorando, que no hablaba porque se sentía triste e impura y que, ya que me había ofrecido a llevarla conmigo a Malaca, debía contarme al menos la razón de su mutismo porque lo consideraba justo, aunque le daba miedo hacerlo, pues temía que la repudiase en cuanto supiese de su oscuro secreto. A continuación, y sin dejarme responder, casi como si hubiese decidido liberarse de aquel insufrible peso al coste que fuera, me explicó que ignoraba por qué su marido la había abandonado pues, aunque no se profesaban demasiado amor, ella había sido para él una buena y digna esposa. Quizás, me dijo, él ya estaba planeando empezar de nuevo en otra parte, y puede que viera en su mujer siamesa un estorbo más que una ayuda dadas las circunstancias. Como fuere, ella sabía que estaba a punto de partir, decía, y pensaba que iba a llevarla con él,
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pero la engañó en el último momento y se marchó en mitad de la noche, dejándola sola en su enorme casa sin dinero y prácticamente sin recursos. ¡Pero lo más sorprendente de todo es que volvió, y esto es lo que nadie sabía! En medio de la desesperación, me siguió contando, y cuando ya llevaba horas llorando su miserable suerte por las estancias vacías de su gran hacienda, Hong Xian irrumpió de repente en su casa, de madrugada, empapado, solo, casi desnudo y con una herida abierta y aún sangrante en la sien. ¡Había esperado tanto aquel miserable que los birmanos habían interceptado la barca en la que huía, y lo había perdido todo, todo y a todos lo que con él iban, todo salvo su propia y miserable vida! Hasta entonces Narissara me miraba como implorando compresión, como buscando afecto, pero llegados a este punto, Alphonse, adoptó un tono duro y monocorde, con sus rasgados y oscuros ojos tan entrecerrados que apenas sí dibujaban dos finas líneas horizontales en su delicado rostro. Y entonces me contó, de un modo algo confuso, cómo su marido, entre asustado y colérico, ni siquiera la miró a la cara, no haciendo más que lamentarse obsesivamente por haber perdido su fortuna y casi también su vida. Ella se sentía furiosa y humillada, decía, y en su mente obnubilada no podía dejar de repetir “me has abandonado”, “me has abandonado”, gritándoselo varias veces, pero él la seguía ignorando, revolviendo la casa en busca de ropa y de dinero. No recuerda, me dijo, cuánto tiempo estuvieron así, él ignorándola y ella recriminándole su miserable traición sin ser escuchada, solo sabía que, en un determinado momento, pensó “estabas muerto para mí, y así has de seguir estándolo”. No recuerda cuando aferró aquel cuchillo, pero sí recuerda clavarlo en el cuello de su marido, y quedarse mirándolo agonizar en el suelo de su vacía casona hasta que murió. Luego recuerda haber arrastrado su cuerpo a la bodega, limpiar la sangre, cambiarse de ropa, lavarse, coger el poco dinero y joyas que le quedaban y, como en un extraño sueño, marcharse de aquella casa para no volver jamás, rumbo a la misión portuguesa, la única familia que le quedaba en toda la
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ciudad. Y dicho esto suspiró, cerró los ojos, los abrió, me miró con una mirada dolorida pero firme, volvió a callar y salió al exterior. Y eso es, amigo mío. ¡La tragedia dentro de la tragedia! No sé muy bien qué va a pasar ahora pero, de momento, iremos juntos a Malaca. Se le nota mejor desde aquella confesión, se ríe más y hasta habla, aunque poco y tímidamente, como avergonzada, con prudencia. Creo que teme haberme asustado, puede que incluso espere que yo también la abandone antes de embarcarme. Yo, no obstante, no he vuelto a sacar el tema. Quizás pienses que estoy loco pero, y a pesar de todo lo que me contó entonces, confío tanto en ella que sería capaz de dormir tranquilamente a su lado poniendo, antes de acostarme, un cuchillo entre sus manos. Te escribiré muy pronto para contarte más historias Alphonse, y para que sigas al tanto de nuestros negocios. Alégrate de que, al final todo haya salido bien, deléitate con estas historias de Siam, no temas ya más por mí, y bebe un poco de vino a mi salud, a la mía y a la de la infeliz ciudad de Ayutthaya, en donde yace el cuerpo del infausto Hong Xian al que, al igual que a la infeliz ciudad, ya nunca nadie volverá a ver jamás.
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