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a) La dolorosa experiencia de nuestros límites. “Somos los miopes que vemos y analizamos todo con nuestra nariz apoyada en la pared sin un palmo de perspectiva, y la pared se llama el tiempo. No disponemos de suficientes elementos ni de perspectiva de tiempo para ponderar la realidad proporcional y equitativamente.[…] Siempre tenemos que recordar esto: lo esencial es invisible. Y como vivimos mirando a la superficie, no sabemos nada de lo esencial...” Ignacio Larrañaga, Muéstrame tu rostro, Madrid, 1979, p. 134s.
1) La conciencia de lo finito “Soy un tronco que siente y sufre”. Giacomo Leopardi, Cantos, Dedicatoria. “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, y más la piedra dura, porque ésta ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente...” Rubén Darío, Lo fatal. “…Mi vida es un desierto entre dos guerras…” Héctor Viel Temperley, Pabellón Británico.
El hombre de las modernas sociedades super–industrializadas, adiestrado desde la cuna para competitividad y el menosprecio de toda huella de gratuidad, puede a duras penas admitir (y aun concebir) que existan restricciones innatas que coarten su avance exitoso. Pero aunque tal vez no sea co de ello, o acaso hasta quiera negarlo, tarde o temprano terminará imponiéndosele la evidencia incontra sus propios límites; unos límites siempre multiformes y omnipresentes:
Por un lado, nos encontramos anclados en un tiempo y espacio determinados; al nacer fuimos arroj existencia en este aquí y este ahora –sin haberlos elegido– y, a partir de ese momento, nuestra vida constreñida con ese acotado marco espacio–temporal. Nos han sido dadas una historia, una cultura, una una nación; si eventualmente emigramos a otro entorno geográfico, tarde o temprano, volveremos a atados a un espacio cotidiano con sus propias circunstancias.
Naturalmente, respecto de la finitud temporal no hay éxodo posible...; inexorablemente el tiempo transcurriendo, y, con la potencia disgregadora de la entropía, terminará por relegarnos en el olvido. Y, a este conocimiento, no podemos renunciar a nuestra condición de homo viator (es decir, de hombre cam ora como vagabundos, ora como peregrinos. Estamos forzados a proyectarnos continuamente hacia el fu poder detener el tiempo para organizar mejor nuestros recursos, divisar mejor nuestra meta o, simp tomar un respiro de la vertiginosa marcha de los sucesos diarios.
Es difícil encontrar un pensador que haya transcripto de modo más vibrante y conmovedor la experien finitud humana que Blas Pascal (†1662). Este matemático y filósofo francés remarca la perplejidad de que se descubre perdido entre los tiempos y espacios infinitos: “Cuando considero la pequeña duraci vida, absorbida en la eternidad que le precede y que le sigue, el pequeño espacio que lleno y aun el abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran, me espanto y me aso
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verme aquí y no ahí, pues no hay razón para que yo esté aquí y no ahí, ahora y no entonces”1. La pe descubre, abrumada, en un inestable equilibrio entre la nada y el todo: “¿Qué es un hombre en la na Una nada con respecto al infinito, un todo con respecto a la nada, un medio entre nada y todo. Infin distante de comprender los extremos, para él el fin y el principio de las cosas están insuperablemente es en un secreto impenetrable, y es igualmente incapaz de ver la nada de donde ha sido extraído y el infini está sumido”2.
Pero la finitud no sólo es una cuestión de asombro filosófico que aparece ante una contemplación de la incomparablemente pequeñas y grandes... Nos sale también al cruce bajo la forma de una per insatisfacción personal. Sucede que nuestras acciones habituales rara vez nos conforman del todo. Se trate de realizaciones laborales, científicas o artísticas, o de la simple y central cuestión de nuestra rela los demás, es común que nos reprochemos no haber hecho las cosas mejor, sea por omisión, de exageración. Y si obtenemos algún logro que nos satisfaga, nos vemos amenazados por la eventualid pérdida o el desinterés.
Late en el fondo la sospecha de que nuestros actos no nos encaminan hacia donde quisiéramos, aun cu acertemos a concebir cabalmente cuál es la meta que anhelamos. Tal como expresa acertadamente milanés Clemente Rebora: “Cualquier cosa digas o hagas hay un grito dentro: ¡no es por esto, no es por e
Emmanuel Lévinas, a cuyo pensamiento volveremos luego, habla del “deseo de lo Invisible”. “No hay viaj cambio de clima o del paisaje que pueda satisfacer” este deseo. Este “otro” anhelado no es “como el como, la tierra en que yo habito, el paisaje que contemplo”. De hecho, “puedo ‘alimentarme’ de estas re y, en gran medida satisfacerme”, pero “el deseo metafísico tiende hacia algo completamente distinto absolutamente otro”4. Más allá del hambre y la sed saciadas, este movimiento metafísico “desea al otro de las satisfacciones, allí donde no es posible ningún gesto corporal para atenuar la aspiración”. La permanece, pues, con “un deseo sin satisfacción que, precisamente, entiende la lejanía, la alteri exterioridad del otro”5.
Lejos del deber ser que nos demanda nuestra necesidad de complementarnos con los demás, es corriente toparnos con la incomprensión, la indiferencia, la ingratitud o el trato interesado por par demás –¡y también por parte propia, si somos lo suficientemente objetivos!–. Por eso, comp desconsolados y escépticos que, lejos de ser una experiencia cotidiana, un encuentro verdadero con otra suele aparecer a nuestros ojos como un inusual milagro.
Amén de haber sido un tema abordado recurrentemente por grandes escritores, tanto creyentes com Dostoyesvski (†1881), Charles Péguy (†1914), George Bernanos (†1948), o ateos como Albert Camus Stanislaw Lem (†2006) o José Saramago (†2010), por mencionar sólo algunos, ha habido una notable tra pensadores que hoy llamaríamos “existencialistas” que ofrecieron conmovedores testimonios ac desasosiego y la zozobra ante esta situación humana. Recordemos, por ejemplo, las poéticas palabra Agustín de Hipona (†430) con las que abre sus “Confesiones”, que nos recuerdan que la persona hu esencialmente un ser sin reposo posible: “Nos creaste Señor para Ti y nuestro corazón andará siempre mientras no descanse en Ti”6. Pascal, por su parte, vuelve a conmovernos con una evocadora imagen: “.. por el deseo de hallar un asiento firme y una última base constante sobre la cual edificar una torre que se
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Pascal, B., Pensamientos, B 205, Buenos Aires, 2001. Ibid., B 72 a. 3 Rebora, C., Sacos de tierra en los ojos, v. 13. Cit. en Guissani, L., Op. Cit, p. 182. 4 Lévinas, E., Totality and Infinity, Dordrecht, 1991, p. 33. 5 Ibid., p. 34. 6 San Agustín, Confesiones, Libro I, Cap. I. 2
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infinito, pero todo nuestro fundamento cruje y la tierra se abre hasta los abismos...”7. Sören Kierkegaard filósofo y poeta de la desesperación, suspira: “Mi alma está tan pesada que ningún pensamiento puede ningún aletazo puede elevarla por los aires. Si se mueve, se arrastra a ras del suelo, igual que vuelan lo cuando barruntan tormenta. Sobre mi ser íntimo se incuba un abatimiento, una angustia que sosp temblor de tierra”8. Y don Miguel de Unamuno (†1936) exclama visceralmente: “¡Contradicción!, ¡natur Como que sólo vivimos de contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia, y la tragedia es lucha, sin victoria ni esperanza de ella; es contradicción”9.
Efectivamente: a pesar de sus diversas tonalidades, todos estos autores claman ante la paradójica incon entre lo deseado y lo conseguido. Hemos citado al comienzo al gran poeta italiano Giacomo Leopardi († confesarse como un “tronco que siente y sufre”, se lamentaba amargamente por el contrasentido que entre la necesidad de trascenderse y la incapacidad experimentada para poder hacerlo.
Dado que esta contradicción no consiste en una experiencia puntual a ser dejada atrás en una nueva et vida, sino que forma parte de nuestra misma condición humana, aparece casi inevitablemente una existencial. El teólogo húngaro Ladislaus Boros (†1981) la ha descripto con gran penetración: el ser hu siente “expuesto a fuerzas extrañas, a las que teme”, suponiéndose amenazado “hasta en la última dime su ser. Lo amenazante no es una parte del mundo presente”, algo que pueda apuntarse en concreto, parece provenir de todos los sitios a la vez10. Tras cada desazón “asciende de lo profundo del ser hum ‘sin fondo’ e inexplicable, algo paralizante y aniquilador”. Es imposible ponerle un nombre a esta co pero hace que la entera existencia se desmorone11.
Con todo, es en la inevitabilidad de la muerte donde se refuta incontrovertiblemente la pretensión pr del hombre de hoy. Ésa es la razón por la que se ha convertido en un tema tabú que habrá que mi ocultar; es de mal gusto hablar de la muerte en los círculos familiares, y si ocurre el fallecimiento d persona cercana se preferirán los velatorios fuera del hogar, donde a menudo se tratará de desdram situación con sarcasmos u ocurrencias que mitiguen el dolor. Y, sin embargo, esta realidad desen contundentemente cuán infranqueable es el muro de la finitud. Es el límite último y fatal, arreba proyectos y sueños, aniquilador de nuestro mismo ser; es la situación donde la persona se descu desamparada; nadie puede compartir su experiencia ni acompañarlo. El gran Agustín, antes de su co lloraba así la muerte de un amigo: “El dolor ensombreció mi corazón y cuanto veían mis ojos tenía el sa muerte. Mi patria era mi suplicio, la casa paterna era una inmensa desolación y todo cuanto había t comunión con él era para mí un tormento inenarrable. Por todas partes lo buscaban mis ojos, pero n verlo; todo me parecía aborrecible porque en nada estaba él”12. Sartre, desde su pesimismo existencial, s que, a la postre, la muerte es “la revelación de la absurdidad de toda espera”13.
Así pues, en medio de escasos oasis de concreciones parciales y efímeras, la finitud comporta para el hom considerable carga de frustración y sufrimiento. Además, muestra una faz de absurdo que escanda inteligencia. Se pregunta en vano acerca de su significado y de su eventual reversibilidad. Y cuando ve q asunto que no puede ser domesticado por la razón, no le resta sino admitir su condición de misterio irred términos comprensibles, y, más aún, irresoluble14.
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Pascal, B., Op. Cit., B 72 a. Kierkegaard, S., Diapsalmata, Buenos Aires, 1977, p. 33 9 Unamuno, M. de, El sentido trágico de la vida, Madrid, 1983, p. 69 10 Boros, L., Encontrar a Dios en el hombre, Salamanca, 1980, p. 121. 11 Ibid., p. 122. 12 San Agustín, Op. Cit., Libro IV, Cap. 4, 3. 13 Cf. Sartre, J. P., El Ser y la Nada, p. 654; Cf. p. 666. 14 Gevaert, J., Op. Cit, p. 269s. 8
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b) Nuestra mirada racional es siempre miope. “Dios permanece siempre más allá de nuestra comprensión” Santo Tomás, Comentario a las Sentencias, I, 2, 1, 3 ad 2. “Si comprendes, no es Dios” San Agustín, Sermones 117, 3, 5.
1) Dos actitudes básicas que ocluyen la fe en Dios
Obviamente, tanto la razón como los sentidos son aspectos esenciales para el proceso del conocer realidad conocida alguna que no haya sido antes registrada de algún modo por los sentidos y desentraña inteligencia15. No obstante, y he aquí el punto capital, nos encontramos ahora con la pretensión de re uno u otro como criterio excluyente.
Con frecuencia, racionalismo y empirismo se han enfrentado entre sí a lo largo de la historia, como d opuestos que reclamaban una absoluta exclusividad16. Sucede que parten de criterios radicalmente div racionalismo nace de la idea a priori que tengo sobre el mundo externo, mientras que el empi fundamenta en lo que puedo reconocer mediante mis sentidos. Asimismo, el racionalismo, a la par que a la importancia de la conciencia que piensa al mundo, minimiza la gravitación de lo material y corpóreo; lado, el empirismo, mientras que absolutiza la importancia de la experiencia tangible, desvaloriza la con de la conciencia17. No obstante, existe un importante factor que hermana a ambos: Afirma Joseph Gevae parte siempre de un “individuo cerrado y aislado de los demás y orientado primordialmente hacia el mun
No es inocua esta actitud para el ser humano. Por este camino, se produce un “vaciamiento del yo, redu a una especie de fantasma privado de densidad humana y existencial”18. Como corolario, ni uno reconocen la existencia de una realidad objetiva más allá de las capacidades humanas. Por eso, b suposición, se torna inaccesible la fe en un Absoluto meta–empírico y meta–racional.
Claro está que estas mentalidades no se dan nunca en estado puro. A pesar de que, como vimos, p supuestos diferentes, al estar encarnadas en seres humanos concretos, admiten entrecruzamientos, diversos, y, a menudo, contradicciones. No obstante, creemos que es una distinción útil a la hora de captar rasgos distintivos que nos permitan delinear mejor las cosmovisiones en juego. a. La mentalidad racionalista: Lo preconcebido por mi mente es la única realidad
El racionalismo nació aproximadamente en la misma época que su doctrina consanguínea, el idealism versión más extrema, puede caracterizarse esta postura como la pretensión de priorizar mi conciencia a exterioridad, de modo que pueda elaborar sin “interferencias” un preconcepto de la realidad. Es importante es el “a priori” que poseo subjetivamente del mundo, antes de lo que en verdad existe “al Frecuentemente, como desenlace casi inevitable, si idea y realidad divergen, entonces someto ésta a aqu
Esta preconcepción se torna aún más restrictiva si se basa en una representación enunciable en científicos. Se reduce así la complejidad inabarcable de lo real a la idea (siempre parcial) que nuestra int alcanza a concebir19. 15
Cf. Santo Tomás, Suma Teológica, I q 84 a 4 ad 1. Cf. Caffarena, J. y Mardones, J., Ateísmo moderno; increencia o indiferencia religiosa, México, 1999, p. 23s. 17 Cf. Gevaert, J., Op. Cit., p. 32. 18 Cf. Ibid., p. 33. 19 Bollini, C., El acontecimiento de Dios, p. 34s. 16
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Juan Pablo II describe así esta visión: “…la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre e como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verda transciende. [… ] En lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razó doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para at alcanzar la verdad del ser”20.
La persona que se identifica con esta mentalidad ha amueblado ya enteramente su esquema intelectua ideas prefabricadas, logrando así que la realidad, tal como él la concibe, transite sólo sobre este esce mirada será necesariamente sesgada, pues nunca podrá incluir en sus conceptos la rica totalidad de lo e Sus juicios serán en general inflexibles y sus acciones carecerán de la sabiduría que brinda la atenta escu realidad. Detrás suele esconderse una profunda soberbia intelectual.
Ahora bien, no pensemos que estas opiniones son patrimonio exclusivo del mundo académico. Dad racionalista tiende a considerar su razón como autosuficiente, accede a los demás de modo indirecto y a captando sólo sujetos encerrados en su propia interioridad21. Consecuentemente, desparecerá de las de este yo que todo lo abarca la percepción de la propia finitud, como así también la trascendencia Queda eclipsado todo lo que se relacione con la conflictividad cotidiana, como el sufrimiento, el trabajo22.
De la mano de la forma más idealista de esta filosofía (es decir, aquella en la que nos desvin completamente de la realidad misma, abrazando ciegamente la idea que a priori tenemos acerca de ell el fenómeno de las ideologías totalitarias. Su encarnación histórica en movimientos como el nazis stalinismo muestran de un modo pavoroso hasta qué extremo puede llegarse a partir de esta absolutiz pensamiento: en estos sistemas la prioridad fue la realización de una idea preconcebida por parte de un todopoderoso, en desmedro de la existencia objetiva de las personas, cuya dignidad fue pisoteada, y s segadas. El ser humano es sacrificable en nombre de la totalidad, representada por el Estado, el pa programa o el líder.
Sin llegar a tales extremos, también hallamos ejemplos en la vida cotidiana: antes de conocer a una determinada, ya hemos elaborado una veredicto acerca de ella; al entablar contacto, doy primacía abso que ya opinaba de antemano de ella, de modo que ningún rasgo de su ser concreto puede llegar a mod prejuicio. Puedo avanzar aún otro paso, y, en nombre del bien del otro, pretender configurar a éste imagen que poseía yo de él. Es factible que suponga que amar a un otro consista en conducirlo hacia m subjetiva de su deber ser; es decir, que pretenda cambiarlo para que responda a mis expectativas, en intentar abrirme en una humilde atención a su realidad de persona libre y con existencia propia.
El Ingreso de la componente atea en mi horizonte resultará una culminación natural. Una cos preconcebida del mundo que no abra los ojos ante lo que la realidad me manifieste, rechazará la id Absoluto que, per se, cae siempre fuera de toda representación racional finita. En otras palabras: ¿cóm creer en Dios si sólo considero existente lo que puedo concebir, postular y clasificar?
Inevitablemente, rechazaremos la idea de Dios, por no figurar en nuestra representación primordial de Por contraste, los creyentes serán para mí gente que se ha dejado sugestionar por una image perteneciente a su propia mente, una interferencia espuria de lo que tendría que haber sido un punto recto y racional. En este sentido, afirma el psiquiatra Ignace Lepp que si bien “prácticamente todos creen que su incredulidad está fundada en la razón”, sin embargo, el racionalista extrema esta confia
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Juan Pablo II, Encíclica Fides et Ratio, n. 5. Cf. Gevaert, J., Op. Cit., p. 34. 22 Ibid., p. 35. 21
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proclama ateo porque cree haber llegado a la certeza intelectual de la falsedad de la religión, de religiones”23. b. La mentalidad empirista: Lo experimentado por mis sentidos es la única realidad
Así como la actitud anterior era hija del idealismo y el racionalismo, se puede rastrear aquí la patern empirismo. Esta filosofía concede una total preeminencia a la experiencia sensible en el proceso de co punto que en su versión extrema (que se transforma entonces en materialismo puro), se considera v sólo lo que puede registrarse con los sentidos o con el instrumental científico. Sólo son importantes lo inmediatamente presentes a mis sentidos, y toda realidad meta–empírica es, pues, rechazada.
Si esta misma mirada se vuelca sobre sí misma, procurando una auto–percepción, nuestra vida in pensamiento creativo, el arte, las libres opciones, las relaciones humanas) será considerada del mismo m cualquier otra operación material. Como consecuencia, el yo quedará reducido (como en la antropo Hume) a un haz de impresiones, percepciones e ideas, un emergente orgánico sin autonomía ni entidad p Así como caracterizábamos al racionalista como altanero, podríamos también aquí aventurar una gener afirmando que el empirista suele ser el típico escéptico.
También de esta mirada nace un sistema político injusto, a saber, una ideología puramente capitalista, q el valor de las personas exclusivamente en base a su rendimiento cuantificable y a su aporte a la econom Por ende, se fomenta, más allá del sano desarrollo para la autosuperación personal, un instinto individ hiper-competitivo. El hombre entrenado en este tipo de sociedades tiende a menospreciar a los más de tachándolos de “inútiles”, y mira al resto de sus semejantes como oponentes en la batalla en p prosperidad económica y el reconocimiento social.
Obviamente, el ateísmo será una convicción consecuente para quien desdeñe todo principio espir impugnará la idea de Dios, al no existir la posibilidad de una verificación experimental inmediata a los sen cita el significativo comentario del filósofo Norwood Hanson acerca de las condiciones que podrían creer en Dios, a saber, “una aparatosa teofanía en medio de un gigantesco cataclismo”25.
En la vida cotidiana también nos encontramos aquí con hombres y mujeres que aspiran a construi excluyendo cualquier interrogante por un sentido último acerca del “por qué” o el “para qué”, pues, palpable, es una cuestión ilusoria. Su entera existencia suele agotarse en el mero plano de sus inter laborales o mercantiles. Es común que recurran a la expresión: “si no lo veo, no lo creo”. Bajo esta pr mismo ser humano terminará despojándose de dimensiones como la libertad, el amor, los valores exclusivamente cabrán objetos cuantificables y cotizables26. –o–
Ahora bien, sin duda una cosa es el calmado escepticismo con el que se contempla el entorno y o diferente, es la desgarradora experiencia del mal. Y, sin embargo, a pesar de la gran distancia que separ estados, también la segunda cae a menudo en los confines del empirismo. Nos explicaremos:
Las frecuentes vivencias de injusticia, traición, abandono, indiferencia, explotación, enfermedad y deg son los modos posibles en que el mal entra en nuestra existencia, suscitando una multitud de “porq respuesta. El motivo, en efecto, se muestra elusivo; el único “argumento” que se nos aparece es nuestr padecimiento, contra el cual nuestra razón se quiebra y desbarata una y otra vez.
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Lepp, I., Psicoanálisis del ateísmo moderno, Buenos Aires, 1963, p. 117. Cf. Gevaert, J., Op. Cit., p. 35s. Caffarena, J. y Mardones, J., Op. Cit., p. 32s. 26 Bollini, C., Op. Cit., p. 36s. 24 25
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Así, para quien sufre, su angustia puede llegar a convertirse en lo último, la frontera más allá de la c capaz de confiar en instancia alguna. En pocas palabras, también aquí se rechaza (ahora de modo vi existencia de Dios, al ser imposible conciliarla con su experiencia. Concretamente: para una madre que perder a su hijo o un joven al que le fue diagnosticada una enfermedad terminal, carece de importan argumento o consuelo; lo único y lo final es su agónica tristeza que llena toda idea o sentimient traspasado es el centro del universo…
Por esto, aunque nuestra opción metodológica no procura culminar en una teodicea explícita, opta incluir este caso de rechazo de Dios –tal vez el más comprensible de todos– como actitud arquetíp ensayar, en el siguiente capítulo, un discernimiento desde la fe.
La conjunción de estas filosofías ha permitido la eclosión de dos mentalidades (racionalismo y empiris han llegado a ser habituales en la cultura presente. Aunque son disímiles entre sí, tienen sin embargo e el rechazo de Dios en nombre de unas capacidades humanas que se califican como tribunal último ace totalidad de lo existente.
Referimos recién una multitud de aristas del conmocionante descubrimiento de la finitud en nuestra alcanzamos a aprehender completamente todo un mundo de sucesos humanos: el acontecimiento del situaciones del perdón y el sacrificio por el otro; la colisión contra el mal en las formas de injusticia, odio, enfermedad o tragedias naturales; la infatigable acción de la esperanza; la perspectiva final de nuestr total y definitiva, etc. Detengámonos ahora en las no menos turbadoras limitaciones en el conocimi comprensión a la hora de afrontar aquello que es externo al yo.
Comencemos por una perspectiva cósmica: Hoy sabemos que nuestro planeta gira alrededor de u humilde tamaño (comparado con la dimensión de otros soles), perdido en los suburbios de una galaxia de 100.000 millones de estrellas, entre incontables galaxias similares, expandiéndose en un universo que en miles de millones de años–luz. En escalas temporales, también el ser humano se encuentra e magnitudes inconcebibles: El universo ha comenzado hace unos 14.000 millones de años mediante un “B cuyas condiciones iniciales deben medirse con cifras infinitesimales27. Se prevé una pervivencia del co períodos de tiempo que se computan al menos con 34 cifras28. Así pues, estos valores pierden en un pu significación para el intelecto humano. Viviendo en un entorno cotidiano donde solemos manejar magn tamaños y duraciones de, a lo sumo, dos o tres dígitos, ¿qué decir entonces cuando tratamos de proporciones espaciales, temporales y energéticas de 10, 20 y hasta 40 cifras?
Son, en verdad, legión las ideas que no alcanzamos a concebir o explicar plenamente. Además inaprensible extensión de las escalas de tiempos y espacios cósmicos, existen otros datos científicos para los valores formidablemente pequeños de los parámetros en el plano subatómico; las paradojas de la te relatividad especial; la no validez de la lógica cotidiana en los fenómenos cuánticos; el mecanism emergencia del pensamiento a partir de la actividad del cerebro; la aparición de las expresiones ar espirituales en el contexto de la evolución desde los homínidos, etc.
Mas, de entre todas las cuestiones que no acertamos a comprender cabalmente es, tal vez, el misterio d nuestra existencia la que más nos conmueve y afecta. Bien sabemos que cuando el dolor nos golpea con 27
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El Big Bang aconteció a los 10 segundos del instante cero (es decir ¡42 ceros y un 1 luego del punto decimal!), cuando e universo era de unos 10–33 cm y la temperatura era de 1032 grados K (esto es: ¡un 1 seguido de 32 ceros!). 28 Ver las escalas temporales de algunos sucesos futuros: A los 20.000 millones de años: El Sol se convierte en una Gigante Roj se vaporiza en la atmósfera extendida del Sol; 1.000 billones de años: Comienza la declinación de las galaxias con la mu 34 estrellas de la última generación; 10 años: Decaimiento del protón, mínimo plazo estimado.
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poder, no hay discurso racional alguno que pueda apaciguar nuestra zozobrante inteligencia. Ad entonces cuán marcada es nuestra incapacidad para siquiera intuir algún despunte de justificación qu libre de contradicciones.
En vista de la vastedad de estas limitaciones intelectuales, podríamos desconfiar de la posibilidad de cuestión fundamental alguna. Y es que somos hijos de una mentalidad cientificista que ha correlaci conocimiento y la explicación científica, cual si la segunda fuera una culminación natural del Naturalmente, si pretendemos esclarecer los fenómenos del universo físico, la racionalidad científica es n y hasta excluyente. Ni el método fenomenológico, que involucra la subjetividad humana, ni el metafísic en pos de los primeros principios del ser, son en absoluto adecuados para responder a las reglas epistem de las ciencias exactas y naturales. No obstante, y he aquí la clave de la idea que desarrollaremos posteri más allá del horizonte de lo medible y lo verificable, existen realidades que somos capaces de conocer m comprender científicamente. Es ahora cuando se aplica con todo vigor la miopía con la que titulamos este
Al habitante de los grandes núcleos urbanos no le es sencillo percatarse de estas limitaciones naturales que éste suele adquirir fuertes hábitos a la hora de dispensar su mirada sobre el mundo; parafras tradicional aforismo de los árboles tapando el bosque, podría hablarse aquí de una “aceptación mimétic árboles como únicos habitantes de su universo. No espera toparse con otra cosa pues está acostumbr ver nada sino árboles. No hay pues descubrimiento de novedad alguna en un mundo que se acepta de a como rutinario. El individuo se encuentra condicionado culturalmente para no leer sino meras re horizontales a sí mismo o sus esquemas: el hombre sólo le habla al hombre de sí mismo.
En las antípodas de este hábito adquirido, el ámbito en el que propondremos adentrarnos juntos en las s páginas, amigo lector, posee una amplitud que nuestra limitada percepción no es capaz de abarcar. Se tr realidad divina, que escapa a cualquier intento de sistematización o monopolio racionalistas.
Tanto la cita de Santo Tomás como la de San Agustín, que encabezan este inciso, indican cómo Dio esencialmente todo intento humano de comprenderlo. No puede ser de otro modo, pues se trata de una finita que emprende la apertura ante el Absoluto Infinito. Precisamente, existe una leyenda atribuida al Hipona que ilustra bellamente las restricciones de tal empresa: Se encontraba Agustín caminando a orilla playa, reflexionando sobre cómo concebir a la Trinidad, cuando encontró a un niño que trataba de ll agua una excavación que había hecho en la arena. A pesar que el pozo ya desbordaba, el niño se empe seguir arrojando agua en el pozo. Agustín lo interrogó acerca de su extraño comportamiento. “Quiero va el agua del mar en este pozo”, fue su respuesta. “¡Pero eso es imposible!” exclamó el santo. “No más i de lo que es para ti explicar el misterio de la Santísima Trinidad”, rebatió el pequeño, que, de in desapareció.
Urge, pues, un gradual distanciamiento de esta totalidad cerrada sobre sí misma. Comenzaremos repara existencia de un dinamismo infinito dentro de la misma existencia humana. c) ¿Es la finitud lo último?
1) La batalla entre lo finito y lo infinito “Bajo el denso azul del cielo un ave marina vuela; nunca descansa, porque todas las imágenes llevan escrito: ‘más allá’”. E. Montale, ‘La agave en el escollo’, en Huesos de sepia,
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Madrid, 1975, p. 101. “Mandato hacia lo lejano... Hacia sí desde sí... Estela de su sombra: El hombre es flecha de su arco”. Mujica, H., Flecha en la niebla, Madrid, 1997, 1ª, III, 1.
Examinamos juntos cómo el ser humano está cercado y acechado por la finitud, tanto en el terreno e como cognitivo. El pensamiento pascaliano lo ha percibido con profundidad, destacando cuán inalcanza ubicarse a sus anchas en el tiempo y el espacio concedidos; conocerse cabalmente tanto a sí mismo co origen y destino; vivir en una justicia, verdad y felicidad inquebrantables29. Dentro de él estalla un c comprobar cuán insalvable es la desproporción entre sus aspiraciones y el cumplimiento de las mismas.
No obstante, es el mismo Pascal quien abre una esperanza en el horizonte: existe una oportun trascendencia, pues “el hombre sobrepasa infinitamente al hombre”30. Sólo podrá el hombre desentr paradoja que él constituye para sí mismo si cultiva una actitud de humildad y de sinceridad31.
Es así que, si encaramos una búsqueda honesta y atenta, habremos de descubrir que si sufrimos por límites es porque estamos llamados a ir más allá de ellos. El término “angustia”, cuyo impacto e delineamos más arriba, proviene del latín “angustus” que significa “estrecho”; vale decir, estar angus sentirnos acorralados, estrangulados. Nos constriñe lo finito porque lo padecemos como una barrera intercepta el paso. Si nos quedáramos inánimes, escépticos ante toda esperanza, no experimen frustración alguna pues, al no avanzar, al no querer ir más allá, no chocaríamos contra ningún muro restr
Estos amargos encontronazos provienen, pues, de una inquieta nostalgia de lo infinito, que imparablemente en pos de nuestra auto–trascendencia advierte “la grandeza de la existencia” y, a la p profunda incapacidad para realizar esta grandeza”. Sentimos “la ‘necesidad del nacimiento’ del absol existencia finita”32. En medio de su finitud, anhelamos vivir esencialmente una existencia “supra–finita”, tendiendo incansablemente a lo absoluto33. A la postre –ya retomaremos este hecho– nuestro ser es para la infinitud, y, por eso, ningún logro temporal puede satisfacernos.
Tal vez sea útil el siguiente ejemplo: cuando a un perro le es negado un trozo de carne, su entero fenoménico se puebla por ese “no” como deseo frustrado, hasta tanto fije su atención en otro objeto y episodio. El hombre, en cambio, experimenta a la par el deseo de trascender esa negación particu esfuerza para entrever detrás un “sí” más abarcador y profundo. El filósofo marxista Ernst Bloch (†1977 del “principio esperanza”34, como necesidad constitutivamente humana de adherirse a una esperanza últ aunque no específicamente creyente, busca por cierto la trascendencia. Similarmente, se le atribuyen a François Rabelais (†1553), de turbulenta relación con la Iglesia, las siguientes palabras póstumas: “ búsqueda del gran quizás”.
Luego de haber presentado en el inciso anterior la finitud, ha entrado ahora en escena la idea de lo infini bien, ¿qué queremos propiamente significar con este término?
La mirada del hombre contemporáneo tiende a reparar sólo en las inter–conexiones en su propio nivel ho esto es, relaciones tácticas entre sus semejantes; reglas de juego para el desempeño exitoso en las urbes; regularidad de las leyes para predecir fenómenos de la naturaleza; interacción de las grande 29
Cf. Latourelle, R., El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Salamanca, 1984, p. 96. Pascal, B., Op. Cit, B. 434. 31 Cf. Latourelle, R., Op. Cit., p. 95. 32 Boros, L. Op. Cit., p. 62. 33 Ibid., p. 63. 34 Bloch, E., El principio esperanza, 3 tomos, Madrid, 2004–2007. 30
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internacionales políticas y económicas; etc. En este contexto le será arduo a tal individuo concebir un que comporte un salto cualitativo respecto del conjunto de sus percepciones y actividades mund obstante, de esto se trata precisamente lo infinito.
Aun con toda su carga de asombro pascaliano, no aludimos a una realidad físicamente infinita (tal extensión inabarcable del cosmos) ni matemáticamente infinita (por caso, la sucesión sin fin de los naturales). Pretendemos apuntar, en cambio, a la búsqueda, con frecuencia innominada, cualitativamente mejor en comparación con los bienes inmediatos, que no consiguen saciarlo; algo esta la fragilidad de su ser; algo incondicional ante la fugacidad de sus esperanzas; algo definitivo ante la pre de sus logros. En palabras de Juan Pablo II: “… el hombre busca un absoluto que sea capaz de dar res sentido a toda su búsqueda. Algo que sea último y fundamento de todo lo demás. En otras palabras, b explicación definitiva, un valor supremo, más allá del cual no haya ni pueda haber interrogantes o i posteriores”35.
En este inciso nos referiremos al descubrimiento, frecuentemente ambiguo y conflictivo, de lo infin Absoluto), como fuerza que actúa interiormente en la existencia humana. En el siguiente, emplearemos a artículo personal: el infinito, para mostrar que este impulso inmanente remite y se abre a la presencia mismo.
Para percibir estas perspectivas, más allá del ajetreo cotidiano, nos será fructífero recurrir a Abraham (†1972), un filósofo hebreo por quien Pablo VI había mostrado admiración. Este pensador hablaba de radical” como condición para trascender la mera finitud. Éste es un “estado de inadaptación a las palab ideas”, como “condición previa para una auténtica percepción de lo que es”. Mientras que mediante pretendemos adecuar el mundo a nuestros conceptos, a través del asombro invertimos la dirección de relación con lo real, y en una humilde actitud de escucha, intentamos “adaptar nuestras mentes al mun eso, “el asombro, antes que la duda, es la raíz del conocimiento”36. El asombro radical “tiene un alca amplio que cualquier otro acto del hombre”, dado que, mientras que éste esta enfocado a una parc realidad, “el estupor radical concierne a la realidad entera”37.
Mas, para adquirir esta sensibilidad, hay que desarrollar previamente una “voluntad de asombro”. consideraba tan crítica esta predisposición que aseguraba que “lo que nos falta no es voluntad de cr voluntad de asombro”38.
Analicemos un poco más detenidamente esta dimensión, ahora con la ayuda del filósofo alemán Bernha (†1983), que reflexionó como pocos acerca de la tensión existencial entre lo finito y lo infinito.
Resumidamente, afirma Welte que en la estructura de la existencia humana se despliega una suerte de c juego entre finitud e infinitud. La finitud abre la cuestión del “para qué” del ser humano, para desembo horizonte más amplio y, a la postre, inabarcable de lo infinito. Existe, por un lado, una tendencia bá impulsa al ser humano más allá de todo límite, pero, por el otro, una contradicción frente a la propia fi esta tensión bipolar, nuestro filósofo nos enseña cómo aparece ante el ser humano, como alterna desesperación, un acto de fe. No se trata de la fe en Dios, sino una aceptación tanto del hecho de la finit de la infinitud pugnando en su existencia. Ante su indigencia, el hombre percibe esta infinitud como un p le garantiza acceder a ese sentido que le resulta inalcanzable por sus propios medios39. Ya veremos lue
35
FR 27. Heschel, A., El hombre no está solo, Buenos Aires, 1982, p. 11. 37 Ibid., p. 13. 38 Ibid., p. 38. 39 Ibid., p. 290. 36
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en última instancia, se accede aquí a una profunda experiencia religiosa, donde lo temporal va en p eterno, pues es precisamente lo eterno el centro de esa experiencia temporal40.
Asimismo, y vuelvo aquí a lo que había delineado algunos párrafos antes, este paradojal conflicto presup “en la existencia vive y pugna un elemento que de por sí apunta más allá del encuentro con el límite y qu apuntar lo impugna”. Sin esta magnitud no habría choque alguno41.
Tal como acota Kasper, “sólo en el horizonte de lo infinito podemos concebir lo finito como finito; es dec la luz de lo incondicionado y absoluto podemos concebir lo condicionado como condicionado”42.
En este “allende todo lo nombrable” se anuncia el misterio de “aquello que soporta y decide todo ser, e oculto, el origen callado, el fundamento incondicional”. Es el misterio fundamental que responde a la “¿Por qué existe algo en general y no, más bien, nada?”43.
A modo de balance provisional puede concluirse lo siguiente: un individuo instalado en la cos autosuficiente del no creyente (sea de raíz racionalista o empirista), en algún momento, habrá de to embargo con el hecho incontrastable de su finitud. Por consiguiente, se despertará en él una angustia vi fragilidad e insuficiencia de sus logros y relaciones. Si posee la suficiente honestidad, percibirá conjuntam tensa paradoja, una sed insaciable por trascender tales límites. Esta aspiración alude a la acción de u innominado, ante cuyo vislumbre caducan las categorías que empleamos para pensar los objetos de mundo cotidiano. Aceptar este hecho hace estallar los racionalismos –que pretenden acaparar la totalid real en sus representaciones mentales–, y los empirismos –que no aceptan otros hechos que los reg inmediatamente–.
Sin embargo, a pesar de la imposibilidad de domesticar esta presencia punzante, es razonable confiar en situación de fracaso no es lo último, pues la misma experiencia de angustia lleva de suyo (al c amargamente con la estrechez de sus límites) a la esperanza de su superación. De este modo, la angust definitivo sólo en caso de que el hombre no se abra a este Absoluto44. Efectivamente, reconocer este di innato permite formular un acto de confianza en el poder liberador de lo infinito como aquello que escapar del círculo sin salida de su inmanencia. Ya iremos desgranando esta idea en las próximas página pronto, cabe apuntar que este acto no es aún la fe explícita y sobrenatural en Dios, pero com ensanchamiento de la propia cosmovisión, que es condición de posibilidad para aquélla.
A partir del camino abierto aquí, transitaremos juntos por algunas ramificaciones más concretas, pon atención tanto en los modos que despliega lo infinito en nosotros como en las fuerzas contrapuestas, fru de las resistencias que le oponemos como de nuestros límites naturales. d) Romper las fronteras.
1) Rebasando la encrucijada entre lo finito y lo infinito
“... más allá, o más exactamente a través del mundo que nos rodea y nos integra, hay otra realidad, infinitamente m concreta que aquella a la que damos generalmente crédito, y que es la última realidad, frente a la cual no hay más preguntas.”
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Ibid., p. 296. Ibid., p. 28. 42 Kasper, W., Op. Cit., p. 123. 43 Ibid., p. 97. 44 Cf. Latourelle, R., Op. Cit., p. 93. 41
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André Frossard, Dios en preguntas, Buenos Aires, 1991, p. 23.
“... El hombre es un mendigo insaciable, pues lo que le corresponde es algo que no coincide consigo mismo, que no dar a sí mismo, que no puede medir, que el hombre no sabe poseer”. Luigi Guissani, El Sentido Religioso, Madrid, 1987, p. 74s.
Propondremos la posibilidad concreta de una ruptura radical respecto de la cosmovisión cerrada creyente. Queremos presentar así la tesis fundamental: al cultivar la disposición para profundizar la mira la totalidad de lo real, termina obrándose en nosotros un quiebre de fronteras, que nos franquea el ac posibilidad de la fe en Dios.
Para esto, haremos entrar en escena “El” Infinito. Aunque lo concebiremos aún de un modo abstrac tratará ya de lo infinito, es decir, ese impulso innato que brota de la interioridad humana en el conflicto infinitud; presentaremos ahora un Infinito radicalmente diferente, a saber, aquel dinamismo (cuy permanece todavía innominada) que abre con vigor una brecha en los estrechos criterios del racionalis empirismo, liberando así al hombre de su auto–confinación. Dado que la negación de Dios por parte posturas, tal como vimos, implica una limitación de la capacidad de la experiencia humana45, se imp “crítica radical de todos los absolutos humanos” como condición necesaria para acceder al único verdadero46.
Según hemos examinado, racionalismo y empirismo dictaminan respectivamente que lo pensado y lo son la realidad última. Es un rasgo común de los ateísmos afirmar que el mundo es el ser absoluto, admite otra realidad posible47. Así pues, como se pregunta C. Tresmontant, la cuestión decisiva es si “ que el mundo puede ser pensado como suficiente, cerrado sobre si mismo, ontológicamente independie si, por ende, podemos prescindir de todo principio que trascienda lo mundano y humano.
Pero ya hemos aclarado que no encararemos esta cuestión apelando, de momento, a una reflexión m Pondremos asimismo entre paréntesis las críticas epistemológicas y filosóficas a las que ambas filos pasibles. Situándonos en la perspectiva de la cosmovisión del no–creyente que adhiere a estas co pretendemos caracterizar su convicción como poco permeable a lo real.
El mundo tal como se nos manifiesta a los sentidos e, incluso, a la razón, no es el último linde de la real sin entrar en el ámbito de la fe, existen hechos que van más allá de lo percibible o concebible mediante matemática, tanto dentro del ámbito de las expresiones artísticas y de los descubrimientos científico claro está, en las cotidianas experiencias vitales del amor, el perdón, las libres opciones, la lucha por lo éticos, la rebelión contra la injusticia, y tantos otros eventos que tejen la trama misma de nuestra existe como comenta Hans Küng, “la matematización, cuantificación y formalización no son suficientes para mundo de lo cualitativo y fenómenos específicamente humanos como la sonrisa, el humor, la música, e sufrimiento, el amor y la fe en todas sus dimensiones [...] No hay una sola racionalidad, la c matemática”49. Por eso, las personas ateas no deberían rechazar per se la idea misma de una realida empírica y trans–matemática.
Conocer y demostrar son dos actos intelectuales de diferente orden, pero si los comparamos en su (siempre considerando el demostrar en su acepción científica), habrá que admitir que el primero es m penetrante que el segundo. La demostración persigue detectar la estructura matemática o física subya 45
Cf. Lacroix, J., El sentido del ateísmo moderno, Barcelona, 1968, p. 63. Ibid., p. 66. 47 Cf. Tresmontant, C., Los problemas del ateísmo, p. 319. 48 Ibid., p. 321. 49 Küng, H., Op. Cit., p. 179. 46
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un suceso u objeto dado, mientras que el conocimiento pone en juego la intuición y la libertad, exced pura razón abstracta, a fin de procurar alcanzar su esencia misma. Conocer es, pues, “un proc polifacético, globalmente humano, que no significa sólo abstracción conceptual, sino que tiene una d personal y presupone siempre la experiencia”. Supone una “relativa independencia respecto del objeto c está ligado directamente a la libertad”50. Su razón de ser no es extraer una estructura lógico–matem mundo, sino, de modo más generoso y abarcador, el intento de la conciencia de “enunciar e interp experiencia de la realidad”51. En este dinamismo, experiencia, pensamiento y apertura son tres m interrelacionados del único conocimiento humano52.
Ahora bien, basados en esta noción no excluyente de conocer, puede reformularse un concebir de cará complexivo que el demostrar. Se trata de un acto humano para el que estamos capacitados naturalment si bien es siempre finito, no se topa con las limitaciones invalidantes de la demostración en las ciencias Luigi Guissani (†2005), de cuya bella obra “El sentido religioso” extrajimos las estrofas de Rebora y de citadas en apartados anteriores, al presentar una serie de posturas “irrazonables” acerca del inte último53, aclara que aplica tal calificativo a “cualquier postura que pretenda explicar un fenómeno de una que no resulte adecuada a todos los factores implicados”54. Es decir, resultará sesgada y poco razon perspectiva que no tenga en cuenta que un acto de discernimiento y comprensión no puede reducirse a una tesis expresable en términos lógicos; ni a un presentir de carácter estético y sin objeto definido; auto–afirmación de ciertas pre–concepciones; ni a la búsqueda de un fundamento empírico y observabl escepticismo radical respecto de toda capacidad cognitiva. Antes bien, “cuanto más se adentra uno en e de responder a nuestras preguntas más percibe su poder y más descubre la propia desproporció respuesta total”55.
Proponemos al lector, entonces, concluir que, para no soterrar el dinamismo innato del ser humano para y concebir un ámbito que lo trasciende, habrá que desistir de aplicar una racionalidad restrictiva, para fiabilidad de los saberes se mide en clave de verificación experimental o demostración matemát contario, de mantenernos en este registro cerrado, nuestra mirada, por cierto, permanecerá inamovib limitada. a. Nuestra inteligencia desea trascender lo evidente “Dios es la respuesta a la pregunta latente en todas las preguntas [...] y constituye una respuesta que abarca y trasciende toda otra respuesta”. Walter Kasper, El Dios de Jesucristo, p. 15.
“...Dios llama al hombre a pensamientos más altos y a una búsqueda más humilde de la verdad”... Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, n. 21
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Kasper, W., Op. Cit., p. 125. Gevaert, J., Op. Cit., p. 160. 52 Cf. Id. 53 Ver nota al pie en I,1. 54 Guissani, L., Op. Cit., p. 76. La cursiva es nuestra. Algo parecido aseguraba Martin Buber, al considerar que “la fe no es un s aposentado en el alma humana, sino un adentramiento en la realidad, un adentramiento en toda la realidad, sin reducci cortapisas” (Buber, M, El Eclipse de Dios, Buenos Aires, 1094, p. 9; Cf. 56s.). 55 Guissani, L., Op. Cit., p. 64. 51
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Hemos estado acentuando hasta aquí el hecho de que las limitaciones humanas se tornan invalidan pretende establecer una visión integral del universo fundada sólo en la razón lógico–matemática percepción sensible. Ahora viraremos un poco de este enfoque, y comenzaremos a reparar en las cap que poseemos para emprender la apertura y la aceptación del Absoluto.
Quisiéramos primeramente mostrar que “la razón está equipada para la aventura metafísica” o, al me “no está definitivamente encerrada en la esfera de lo empírico”56. De este modo, tendremos el camino li finalmente, encarar juntos esa “ruptura de fronteras”, bajo cuya consigna transita el entero 3er Capítulo.
Proponemos, ciertamente, un aventurarse de la inteligencia, un adentrarse en un ámbito que les es extr filosofías racionalista y empirista, desde cuyas bases se edifican las convicciones ateas. En la sugerente :ĞĂŶ' ƵŝƩ ŽŶ;ΏϭϵϵϵͿ“Mi Testamento Filosófico”, redactada en forma de diálogos imaginarios, Pascal le a nuestro autor acerca de la razón por la que cree él en Dios. “Creo [...] ¡Porque me cuesta creer en él! [. fuese fácil, estaría al alcance de la mano. No sería trascendente y no sería Dios. Pero si Dios es Dios, desproporción entre él y nosotros. No es de extrañar que, para verlo, tengamos que ponernos de puntil la punta del espíritu”57. Tal es, pues, la tarea: incursionar en aquello que no se nos ofrece como una evide satisfaga inmediatamente nuestro pensar y verificar.
Sin embargo, el hecho de que el objeto de nuestra búsqueda no se exhiba como pronto a ser cap asimilado por nuestro yo, no implica de suyo que sea extraño a nuestras facultades. Por el contrario, San
En suma, hemos procurado argumentar cuán limitado se ve nuestro pensamiento para aprehender lo caso de atenernos exclusivamente al mundo de lo evidente. Y sin embargo, en un salto de nivel, re también en que poseemos una capacidad de rebasar esta esfera, según admitamos en nuestro co dinamismo innato que nos refiere y orienta hacia el Absoluto; dicho más explícitamente: hacia Dios. b. El corazón nos arrastra más allá “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que en ti no descanse”. San Agustín, Confesiones, Prólogo
Esta tensión para la auto–trascendencia no es exclusiva facultad de nuestro intelecto. También la acción abre la pregunta por un sentido cualitativamente superior a nuestra cotidianidad: Cada mañana, cua levantamos y enfrentamos con nuestro obrar las complejidades del nuevo día, estamos implíc postulando la confianza de un sentido que justifique nuestros afanes.
El pensador francés Maurice Blondel (†1949) se planteó especialmente este tema en su famosa obra “ (1893). Considera este filósofo que la acción no es un simple hecho más en nuestra vida, sino una neces obligación imposible de soslayar. Hasta la renuncia a toda acción o el suicidio son actos concretos58. B propone analizar la dinámica de la acción, presente en cada circunstancia de nuestra existencia, a fin de su insuficiencia natural para darnos la anhelada realización (las tres primeras partes de la obra), y postu necesidad de la apertura a un don sobrenatural (cuarta parte), y la necesidad de tomar en serio la id revelación tal como lo propone el cristianismo (quinta y última parte)59.
En este actuar el hombre descubre una inadecuación o desproporción permanente entre su deseo (“volonté voulante”, voluntad queriente) y sus realizaciones concretas e inmediatas, fruto de su espontáneo (“volonté voulue”, voluntad querida). Así pues, surge, incontestable, la insuficiencia de su ac 56
De Finance, J., “La prueba de la existencia de Dios frente al ateísmo” en Girardi, G. (director), Op. Cit., p. 204. Guitton, J., Mi testamento filosófico, Madrid, 1998, p. 27. Cf. Latourelle, R., Op. Cit., p. 211. 59 Cf. Ibid., p. 214. 57 58
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satisfacer este conflicto. Esta exigencia de su voluntad, advierte, “es a la vez necesaria e impracticable. H forma brutal las conclusiones del determinismo de la acción humana”60. En vano procura la persona a totalmente a sí misma, en vista de esta tendencia de auto–superarse, continuamente frustrada pero imp ser acallada. Se trata, no sólo de una falta de concreción de hecho, sino de una suerte de “inacab natural, que constituye una brecha abierta en la trama misma de su existencia61.
El hombre descubre, angustiado, que la solución “parece necesaria y sin embargo inaccesible”62. Así acción humana se encuentra en este punto límite en una situación de crisis, consciente de ser in generarse a sí misma como “algo totalmente autosuficiente y escapar así de la necesidad del quer persona se ve compelida a participar de este combate existencial, sin poder renunciar ni escapar: “…No detenerme, ni retroceder, ni avanzar solo…”64. Se encuentra inmersa en esta dialéctica entre lo indispen inaccesible, entre lo necesario y lo imposible, que impulsa sus pasos65.
Podemos entonces intentar, de modo desesperado, fabricarnos un dios a nuestra medida. Al querer c dominar lo infinito, cual objeto finito, convertimos lo infinito en finito y lo finito en infinito66. Es ésta un supersticiosa e idolátrica que desemboca en un callejón sin salida.
No obstante, existe una alternativa, apunta Blondel: debemos aceptar que nuestras acciones por sí m pueden satisfacer nuestro deseo; sólo cabe mantener una apertura hacia el Infinito, confiando en el even del Absoluto. Es esta misma acción, entonces, la que nos lleva a abrirnos a la hipótesis de este don sob que sale libremente al encuentro de nuestra indigencia67. Se trata de reconocer, a partir del mismo desp nuestra existencia, que hay un abismo que separa la voluntad querida de la voluntad queriente, un infinito que es preciso salvar, y que sólo puede ser salvado por un Otro68. c. La conversión de horizontes “Señor –le dije–, clavo la rodilla y la frente, pero, ¿cómo salir de la noche doliente?” Y respondió: “En su noche toda mañana estriba: de todo laberinto se sale por arriba” Leopoldo Marechal, Laberinto de Amor
Hubo una pléyade de autores que designaron esta apertura de brechas con diversas exp “descubrimiento”, “ampliación de experiencia”, “nuevo horizonte de significación”69, “rotación de “ruptura de evidencias”71, etc. De todas estas denominaciones, consideramos esencial el concepto de “co de horizontes” acuñado por el filósofo y teólogo canadiense Bernard Lonergan (†1984).
Como pocos pensadores, Lonergan puso de manifiesto el hecho de que en todos los actos inten (experiencia, inteligencia, juicio y decisión) está presente un movimiento de auto–trascendencia que co 60
Ibid., p. 319. (Cit en Latourelle, R., Op. Cit., p. 220). Cf. Latourelle, R., Op. Cit., p. 201. 62 Blondel, M., Op. Cit., p. 322. (Cit. Latourelle, R., Op. Cit., p. 221). 63 Cf. Blanchette, O., Op. Cit., p. 72. 64 Blondel, M., Op. Cit., p. 339. (Cit en Latourelle, R., Op. Cit., p. 222). 65 Cf. Latourelle, R., Op. Cit., p. 231. 66 Ibid., p. 219; Leonard, A., Op. Cit., 212. 67 Cf. Leonard, A., Op. Cit., p. 213. 68 Cf. Blanchette, O., Op. Cit., p. 73. 69 De Finance, J., Op. Cit., p. 209. 70 Dartigues, A., Op. Cit., p. 96. 71 Vide, V., Op. Cit., p. 80s. 61
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conocimiento del Absoluto: se trata de una exigencia de inteligibilidad ilimitada y de un bien infinito72. A capaz de bloquearlo, todo ser humano posee un deseo infinito de conocer, pues ha nacido como un co en potencia. Este deseo de saber, correctamente desarrollado, no descansará jamás; esto imp permanente tensión para superar el estado actual de los propios conocimientos y creencias, y conocer más cabalmente73.
Nos conciernen particularmente los conceptos que Lonergan desarrolló sobre la idea de los horizon transformación. En una conferencia intitulada precisamente “Horizontes”74, nuestro pensador ca comienza así la definición de los mismos: “Literalmente, el horizonte es la línea donde aparentem encuentran la tierra y el cielo. Es la frontera del campo de visión de uno. Y, conforme uno se mueve, esta retrocede por el frente y se cierra por detrás de suerte que, para diferentes puntos de vista, hay d horizontes”. Análogamente, podemos aplicar esta imagen al alcance limitado de nuestros conocim intereses75.
Lonergan refiere aquí a un necesario cambio de paradigmas en alguna de estas dimensiones fundamentales (pensamiento, voluntad o confianza creyente), que propicie en nosotros una nueva m considerar nuestro entorno. Surgirá así una contemplación más atenta y humilde de la realidad, que, dejarse arrastrar fácilmente por las oposiciones dialécticas irreconciliables que considerábamos recién, sopesar la “totalidad de los factores”, según la expresión de Guissani. En suma, lo que nuestro pensado “conversión de horizontes” constituye la clave para posibilitar nuestra auto–trascendencia.
Debemos partir de “una decisión completamente consciente sobre el propio horizonte, la propia persp propia visión del mundo”. A través de esta opción deliberada, seleccionamos el contexto “en el que las tienen su significado, en el que los sistemas se compaginan”76. Ahora bien, en la medida en que perman dentro de un ámbito cerrado, excluiremos lo trascendente como insignificante o irracional, pues antemano fuera de nuestro marco de lo cognoscible y realizable.
Hemos venido procurando en los últimos capítulos reforzar la convicción de cuán estrecho es este esce vista de la ostensible limitación de nuestras capacidades perceptivas y cognitivas. Lo que proponemos amigo lector, con ayuda de Lonergan, es hacerle consciente de la necesidad de un cambio de paradigma poder afrontar lo real en su rica totalidad. Sea que nos encontremos pre–instalados culturalmente horizonte o lo hayamos elegido conscientemente, se hace necesaria una reelección de horizontes que ampliar nuestra mirada.
Acaba de entrar en escena “El” Infinito; aparece aún como un concepto abstracto, pero ahora su matiz completo positivo: lejos de consistir en un simple elemento que entra en el juego inmanente de existencia, oponiéndose con igual fuerza a nuestra condición finita, mostrará su faz de realidad trasce meta–humana, como fuerza que cimenta nuestra esperanza.
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Cf. Mondin, B., Op. Cit., p. 218; p. 203. Cf. Walczak, M., Bernard Lonergan's Philosophy of Knowing, p. 151s. 74 Lonergan, B., Horizontes, conferencia en el Thomas More Institute de Montreal el 21/3/1968. Texto elect http://www.lasalle.org.ar/sap/lonergan/Horizontes.htm. 75 Ibid., n. 6. 76 Ibid., p. 268. 73