Diario Secreto Claudio Ferrufino-Coqueugniot
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Iba a gran velocidad. Vi el camión delante, y por el retrovisor observé al idiota que se me pegaba. Aguanté. Mi vagoneta es grande, el de atrás no ve nada. Enfrente había un trailer. En el instante último, me tiro a la izquierda, de golpe, y, tal como imaginé, el que me sigue se estrella. Horrísono. Parecía un fuerte trueno de lluvia. Sin embargo, no hubo explosión, solo ruido por el carro que se sumía en la carrocería haciendo bola del chofer. Algo salió disparado. Se puso a rodar. Rodó hasta rebotar en la pared de un restaurante toscano donde me había detenido: su cabeza. Me miraba; movía los labios. No te confieses, hijo de puta, que fraile no soy, le decía en mente. Sonreía, o era mueca de muerte la de aquella sanguinolenta masa. Ya ves, por manejar haciéndote el macho. Me acomodé, puse la radio, The Talking Heads. Me dio hambre y enfilé hacia el supermercado. En el Starbucks pedí dos cafés y llamé a la esposa: Buenos días, te amo. Antes de pagar, tomé del mostrador un danish de razzleberry. Su color emulaba el de los coágulos colgantes. Cómo es la vida, la naturaleza sabia, que
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presta color similar a dos asuntos tan distintos. El danish tenía un delicioso dejo de limón. Miré. A dos cuadras, el revuelo aumentaba: carros de policía, bomberos, sirenas, luces. Me pareció escuchar gritos, lamentos. Aumenté el volumen del aparato que se quedó encendido, hora de la propaganda, con esta pasta sus dientes brillan, bese a su amor. Una gota de berry cae en mi pantalón. Puta, me he manchado, pero qué sabroso está, debí haberme comprado dos. Es mayo y continúa nevando. Colinas a lo lejos. Ya que hace frío, me adhiero a Onán y reviso las pornstars del momento para decidir con quién duermo. Janine, dicen la más bella que lució coño en el ecran. Pero hoy no me apetece su rubia cabellera ni la vulva rosa. Rubia también, pero con aire de vicio falto en la Lindemulder, Ciera Sage excita mi imaginación. En realidad, jugando con el ordenador, creo un dúplex donde Ciera y Austin Kincaid se empalan en la irracionalidad del pene. Hago el rito de preparar un papel higiénico doblado con cuidado, sacar pantalón y calzoncillo (dejar la polera de repartir pizza para no resfriarme) y correrme una paja como Dios manda, si es que manda. Después me lavo las manos, levanto la tapa del basurero y mezclo el desecho con restos de comida, papeles, mandamientos de apremio y multas. Nunca fui muy respetuoso de la ley, menos de los uniformes. Contrariamente a las mujeres, que orinan delgado por los entorchados y los bonetes, me alejo de aquello, o aquellos, que representen cualquier autoridad. No pago multas. ¿Por qué tendría que pagarlas? http://www.bajalibros.com/Diario-secreto-eBook-13523?bs=BookSamples-9789995483210
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No me malinterpreten. Luego de un orgasmo suave y solitario sobre el papel de baño (miraba a Austin al momento), retomo el libro que comencé anoche, en el proceso plácido de cagar. Literatura testimonial, por Lydia Cacho, periodista mexicana que les ajustó los huevos a los pederastas de Cancún, al gobernador indio de Puebla con cara de lagarto, y que vio que la justicia es la servilleta con que los poderosos se limpian la boca. Algo logró. Si yo fuese jurista, y mejor, verdugo, ya verían éstos el azote de Dios. Déjenmelos por media hora y los perros faltarán de voz para gritar, ojos para mostrar su horror. Media hora y tendrán que lavar con baldes la sangre del piso. Será porque soy un dios azteca reencarnado, la madre tierra de Tamtok, nutriéndose de las decapitadas; me gusta ver chapoteando en centímetros de sangre la infidelidad de los cabrones. Raro ¿no?, porque no soy religioso, pero me urge hablar de divinidad. Si los niños son tan buenos, tan puros. A veces, claro, en un mundo de excepciones no se puede generalizar. Recuerdo aquel infante que sus padres dejaron en un banco para ir a comprarse un emparedado. Chico, me pidieron, míralo ¿ya?, volvemos ahorita. Berreaba, era un maldito verraco a quien condené, en mente, a ejecución. Los padres tardaban. No se perdieron de vista, pero la fila por la comida los retrasaba. Me puse nervioso. Era insoportable. Un señor pasó y tiró al piso una colilla encendida que recogí. La hundí en la barriguita del monstruo, hasta apagarla. Motivo para gritar, le di, y corrí, corrí porque supuse me perseguían para azotarme. Dulces niños.
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Preparo la cena, la preparaba, quiero decir, luego que ocurrió lo del choque. Llegó Olinda, mi mujer; la recibí con pechugas de pollo rellenas en ajo y culantro, con un suave oporto de Tarija, y con un sexo afiebrado que se calmó cuando penetré su delicada cueva de rocío. Las pechugas se quemaron; los vecinos, espantados, pensaron que se incendiaba la casa. Se incendia, se incendia. Salí a la puerta y expliqué que no pasaba, aunque pasaba, nada, que olvidamos la comida en el horno. Mientras lo decía, cerraba con parsimonia la bragueta y me olía las manos. Aromas de comino y cópula creaban ideas de exóticos platos acompañados de culo. Cocina y matrimonio son sagrados. Recibo un par de llamadas. Una vieja amante rumana me telefonea. Vieja porque es putísimamente anciana, no antigua compañera. Amor, me dice en su español ajeno; amor, amor, te extraño. Tengo que decir yo también por norma cortés, pero, en verdad, carajo me es su recuerdo. Tenía un clítoris bien proporcionado, como un langostino gigante de la bahía de Jagua. Hay hombres que dicen que las lesbianas cultivan unos largos para penetrarse de masculino. No, simple hago una referencia biológica, igual hablara de mi miembro y dijese de seis pulgadas, normal, pero dispara como esos atronadores cañones de Navarone. Me gusta el cine, ya ven la referencia. No escribo para enterrarme con mis textos, porque no voy a enterrarme. A mí no me comerán los gusanos, ningún insecto engordará en mi sonrisa.
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