DESCARTES Un gentilhombre en tiempos de crisis

No puedo ver en René Descartes al padre de algo llamado filosofía .... Pero la anticipo en síntesis panorámica: Descartes es un gentilhombre francés en.
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DESCARTES Un gentilhombre en tiempos de crisis

"Me parece que no se requiere más que dos cosas para que uno esté siempre dispuesto a juzgar bien: una es el conocimiento de la verdad, y otra la costumbre que nos hace recordar este conocimiento y consentirlo cada vez que la ocasión lo pide. Pero, ya que sólo Dios lo sabe perfectamente todo, es menester que nos contentemos con saber las cosas más útiles para nosotros. Entre las cuales, la primera y principal es que hay un Dios, de quien todo depende, cuyas perfecciones son infinitas, cuyo poder es inmenso, cuyos decretos son infalibles: en efecto, eso nos enseña a tomar a bien todo lo que nos acontece, como cosas que Dios nos envió adrede. Y, puesto que el verdadero objeto del amor es la perfección, cuando elevamos nuestro espíritu para considerar a Dios tal como es, nos hallamos naturalmente tan inclinados a amarle que, incluso, encontramos motivos de alegría en nuestras aflicciones, al pensar que, si las recibimos, es porque su voluntad se ejecuta. La segunda cosa que hace falta conocer es la naturaleza de nuestra alma, en cuanto subsiste sin el cuerpo y es mucho más noble que él, y capaz de gozar de una infinidad de contentos que no se encuentran en esta vida, pues esto nos impide temer a la muerte, y nos desprende de tal modo de las cosas del mundo que no miramos más que con desprecio a todo cuanto está en poder de la fortuna. Una vez reconocidas así la bondad de Dios, la inmortalidad de nuestras almas y la magnitud del universo, queda todavía una verdad cuyo conocimiento me parece muy útil. Hela aquí: cada uno de nosotros es una persona separada de los demás, y cuyos intereses son, por consiguiente, distintos de los del resto del mundo, de cierto modo; pero, sin embargo, uno debe pensar que no podría subsistir solo, y que es, de hecho, una de las partes del universo, y, más especialmente, una de las partes de esta tierra, una de las partes de este Estado, de esta sociedad, de esta familia, a que está unido por su casa, su juramento, su nacimiento. Y siempre debemos preferir los intereses del todo de que formamos parte a los de nuestra persona particular; pero con medida y discreción, ya que se equivocaría quien se expusiera a un gran mal tan sólo para procurar un bien pequeño a sus parientes o a su país, y si un hombre vale más por sí solo que todos los demás de su ciudad, no obraría con razón al querer perderse para salvarla. Pero, si lo refiriéramos todo a nosotros, no temeríamos perjudicar mucho a los demás hombres, con tal de creer conseguir con ello alguna pequeña comodidad, y no tendríamos ninguna amistad verdadera, ni tampoco felicidad alguna, ni, en general, ninguna virtud. Mientras que, al considerarnos como una parte de la sociedad, nos complacemos en hacer bien a todo el mundo, incluso, no tememos exponer nuestra vida en servicio del prójimo cuando se presenta la ocasión; hasta quisiéramos perder el alma, si fuese posible, para salvar a los demás. De modo que esta consideración es la fuente y el origen de las acciones más heroicas de los hombres. Pues en cuanto a los que se exponen a la muerte por vanidad, porque esperan ser alabados, o por torpeza, porque no temen al peligro, creo que son más dignos de lástima que de estimación. Pero cuando alguien se expone a la muerte porque cree que es su deber, o bien, cuando soporta otro mal en beneficio ajeno, tal vez no reflexiona en que obra así porque debe más al público del cual forma parte que a sí mismo en particular; sin embargo, lo hace precisamente en virtud de esta consideración, que está confusamente en su pensamiento. Y estamos inclinados naturalmente a abrigar dicha consideración cuando conocemos y amamos a Dios como se debe; pues entonces, al abandonarnos por completo a su voluntad, nos despojamos de nuestros intereses propios y no tenemos otra pasión que la de obrar para complacerle, en lo cual encontramos satisfacciones de espíritu y contentos que valen sin comparación más que todas las pequeñas alegrías pasajeras que dependen de los sentidos." (de la Carta CDIII, A Elisabeth de Bohemia, Egmond, 15 de septiembre de 1645)

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Prólogo Quienquiera que hoy visite París, y busque la más antigua iglesia en pie en la ciudad del Sena, será enviado a Saint Germain des Prés. Encontrará, en la margen izquierda, lo que queda de las antiguas edificaciones. Ciertamente, sus partes supérstites más antiguas, pertenecen a los siglos X y XI, precediendo así en más de cien años a la gloriosa catedral de Nuestra Señora que mandara edificar a mediados del XII el obispo Mauricio de Sully. El origen de Saint Germain nos remonta al siglo VI. Depués del sitio de Zaragoza, acontecido en el marco del enfrentamiento entre visigodos y francos, el rey Childeberto I, hijo de Clodoveo, retornó a París llevando consigo dos objetos sagrados: una cruz toledana de oro y la túnica del santo diácono y mártir cesaraugustano Vicente. Para cobijarlas mandó edificar una iglesia, que recibió el doble título de Santa Cruz y San Vicente. Y fue, desde su origen, aneja a una abadía, cuyos monjes vivirán bajo la regla de san Benito. Corría el año del Señor 555. Era entonces obispo de París el santo varón Germán. Fue él quien aconsejó al rey en el asunto. Tras su muerte, y habiendo crecido y consolidándose su fama de santidad, sus reliquias fueron trasladadas a dicha iglesia en 756, y a partir de allí pasó a llamarse de San Germán. Popularmente, luego, de San Germán de los Campos. La fábrica primitiva sucumbió a los embates de los normandos, durante el siglo IX, de modo que en el X se iniciaron los trabajos para construir una nueva casa eclesial y abacial. Los trabajos se realizaron entre 990 y 1021. Y la casa prosperó, fecunda en frutos de vida cristiana, a lo largo de los siglos, hasta que la revolución francesa acabó con la comunidad monástica y con la mayor parte de las edificaciones sagradas. Pero subsistió una parte. Y, parte de esa parte, un bello campanario románico, que es el que hoy día le traza el perfil a la iglesia en el aire de París. Iglesia que es la parroquia del mismo título. Iglesia parroquial de Saint Germain des Prés. En ella se celebra todos los domingos, y todos los días, el misterio del Señor Jesucristo crucificado, muerto y resucitado. En ella la Sagrada Liturgia renueva de continuo el Misterio sacramental, sembrando sus frutos de vida eterna. Y entre sus muros, puede el viajero encontrar, en la capilla del Sagrado Corazón, segunda a diestra después de la Sacristía, una tumba. En ella reposan los restos de un gentilhombre del siglo XVII que se dedicó a la filosofía. Su nombre: René Descartes, sieur du Perron. ¿Cómo llegaron allí sus restos? Era invierno en Suecia. En medio de las rocas y los hielos. El 11 de febrero del año de Gracia de 1650, a las cuatro de la mañana, en la ciudad de Estocolmo, rindió su alma a su Creador un gentilhombre francés. La reina sueca lo había solicitado junto a sí como filósofo. Para que le diera lecciones y animara intelectualmente su corte. El caballero era René Descartes, sieur du Perron.

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Había visto la luz terrena en La Haye de la Touraine, de familia oriunda del Poitou, el 31 de marzo de 1596, y recibido la Luz de la Gracia bautismal el 3 de abril siguiente, en la iglesia parroquial de San Jorge, en su villa natal, por ministerio del señor cura, Padre Grison. Fueron sus padrinos su tío materno René Brochard, sieur des Fontaines, que ejercía como Juez-magistrado en Poitiers, y Michel Ferrand, Lugarteniente general de Châtelleraut; y su madrina Jean Proust, Madame Sain, esposa del Controlador de Tasas real, en la misma Châtelleraut. Los datos constan en una copia de la partida de bautismo que él llevaba siempre consigo y que se halló a su muerte entre sus papeles. El gentilhombre era católico. La reina quiso que se lo sepultara en la iglesia de la Isla de los Caballeros, que lo fuera otrora del convento franciscano de la ciudad, y que seguía siendo panteón de la familia real sueca y de las principales del reino; y se ofreció a costear un suntuoso funeral. Ambas cosas fueron gentil pero firmemente rechazadas por el embajador francés, M. Belin, por razones generales y particulares, entre estas últimas principalmente la voluntad del filósofo. Sus restos fueron así sepultados en el cementerio de Barnhuusz, que lo era para los extranjeros, o, más exactamente, los no luteranos, anejo al Hospital de Huérfanos. Pudieron celebrarse, por expresa permisión de la reina, los ritos exequiales católicos. Allí reposaron sus restos mortales hasta el año 1666, en que, por iniciativa de un grupo de admiradores, y con intervención de la autoridad del rey de Francia, fueron trasladados a París. Tras un viaje a través de Jutlandia, la Baja Germania, Holanda y Flandes, arribaron a la ciudad, donde fueron primero depositados provisoriamente en la iglesia parroquial de San Pablo, y, concluidos los trámites y obtenido el beneplácito de los Padres de Santa Genoveva, fueron trasladados en solemne procesión hasta la venerable abadía. Allí se celebraron vísperas de difuntos y los ritos de sepelio, que presidió, revestido de pontifical, el Rvdo. Padre François Blanchard, Abad de Santa Genoveva del Monte y Superior General de la Congregación de Canónigos Regulares de Francia. Por mandato del rey, fue suspendido a último momento el discurso que a guisa de oración fúnebre había compuesto y hubiera pronunciado el R. P. l'Allemant, Canciller de la Universidad de París. Quizá haya sido la condición de tal del orador lo que impulsó a los que tenían cautelas y reparos ante el pensamiento cartesiano, a procurar la medida de la Corte. Que no hubiera tenido lugar de haberse seguido el parecer de Clerselier, quien, prudentemente, había aconsejado se reservase la alocución para otro momento y ámbito, menos oficioso y solemne. Esto aconteció en junio de 1667. Así la noble abadía, cuya sombra tutelar veló desde la montaña durante siglos el tenaz esfuerzo de la inteligencia cristiana entretejido a sus pies por generaciones y generaciones de estudiosos, acogió en su seno a este hombre que había dedicado su vida al servicio de la Cristiandad por medio de la filosofía. Los restos de Descartes reposaron en el sagrado de Santa Genoveva hasta el año 1793, en que, por decreto de la Convención, en conformidad con un trámite iniciado en 1791 ante la Asamblea Nacional, recibieron el dudoso honor de ser trasladados al Panteón de los manes de Francia, en los jardines del Elíseo. Allí quedaron hasta el año 1819. Entonces, en el contexto de la legítima monarquía restaurada, fueron devueltos a lugar sagrado, como corresponde a los restos de un bautizado que vivió y murió en el seno de la Santa Madre Iglesia. Se trató en este caso de otro lugar sumamente venerable de París: la iglesia de la antigua abadía de Saint Germain des Près. Mejor dicho, lo que quedaba de ella, después de la devastación revolucionaria.

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Allí fueron depositados en ilustrísima compañía, pues ocuparon un lugar escoltado por los sepulcros de dos célebres benedictinos franceses, beneméritos de las letras: Jean Mabillon y Bernard de Montfaucon. Es allí, en San Germán, en las proximidades del barrio que la presencia plurisecular de estudiantes y maestros ha hecho nombrar, por la lengua entonces común de los estudios, "latino", que reposan hoy día los restos del gentilhombre filósofo. *************** La temática central de este curso sobre el siglo XVII francés está en la cuestión de la ruptura con la tradición cristiana, y, en particular, en la pérdida de la centralidad de la Fe. Se trata, pues, de apreciar cómo se abre la brecha entre Fe y razón, estableciéndose así las bases del camino que trazará el racionalismo del siglo XVIII. Podría parecer que ninguna figura fuese más adecuada para ello que René Descartes, el "padre de la filosofía moderna", el padre del "racionalismo" filosófico, y del giro a la subjetividad propio del pensamiento moderno en general. J. Maritain, en una obra titulada Trois reformateurs pone a la figura de Descartes junto con las de Lutero y Rousseau como uno de los causantes de la ruptura moderna con la verdad católica. Se trataría de un trío de "reformadores" en el sentido revolucionario, herético y desviante que esa palabra entraña cuando se la asocia con la pseudoreforma protestante. Uno, el reformador de las ideas religiosas; otro, el filosófico; el tercero, el político. E. Gilson, por su parte, que ha contribuido a profundizar históricamente en el pensamiento de Descartes de una manera novedosa e impresionante con su magnífica obra sobre el influjo de la escolástica en el pensamiento cartesiano, sostiene también una visión según la cual Descartes puede aparecer como el padre de la filosofía moderna, y como un filósofo al que, ciertamente, no puede calificarse de filósofo cristiano. Debo decir, para empezar, que esta visión no me convence. No me parece verdadera. No puedo ver en René Descartes al padre de algo llamado filosofía moderna, por dos razones. La primera, que Descartes no me parece ser el padre de ninguna filosofía, pues su pensamiento filosófico es, según mi percepción, claramente epigonal y, sobre todo, componedor; en parte un sistema de filosofía, y en parte un amañamiento de ideas para acomodarse a una situación crítica; elaborado, eso sí, a modo de filósofo, y con muchos elementos auténticamente filosóficos. La segunda, que no admito la existencia de algo llamado "filosofía moderna", es decir, no creo en la existencia de la criatura cuya paternidad pretende endilgársele al gentilhombre: creo, en cambio, que es necesario salir de ese equívoco historiográfico, engendrante de despistes, errores y desfiguraciones de la realidad. La segunda afirmación implica una vasta temática que no puedo desarrollar aquí, pero sí debo dar algunas indicaciones. En primer lugar, hay sí una física nueva, con antecedentes remotos, y que se plasma entre los siglos XVII y XVIII por obra fundamentalmente de Galileo y Newton. Sólo la figura del primero es relevante historiográficamente para el caso Descartes. Pero ese ciencia físico-matemática, ubicada epistemológicamente en su propio alcance, si bien añade un cierto tipo de saber al conjunto de la filosofía, en modo alguno implica una transformación esencial de la misma: no hay a partir de allí "otra filosofía" esencialmente distinta. Sí hay, en cambio, intentos desviados por plegar el todo de la filosofía a las exigencias de una

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ideología que absolutiza, por diversas razones, tal saber físico matematizante. Un caso tal es ya el del propio Galileo. Descartes también participa de lo mismo. Pero ninguno de estos dos autores configura el fictum ideológico "filosofía moderna" en el sentido en que prevalecerá a partir del siglo XVIII, por obra del Iluminismo y de sus secuelas, incluido el romanticismo en cuanto reacción antitética, mas solidaria en los principios. Filosofía connota a partir de allí conocimiento “racional”. Y “racional” implica el rechazo de cualquier fuente de conocimiento que trascienda a la razón humana. Es decir que los nobles nombres de "filósofo" y "filosofía" pasan a designar, según el ritmo general de degradación y perversión semántica del pensamiento iluminista, al racionalista ilustrado y a su obscura ideología. Racionalismo quiere decir aquí: rechazo de la Fe cristiana; rechazo del orden sobrenatural; rechazo de todo lo trascedente respecto del mundo fenoménico. Quiere decir inmanentismo, secularismo, fenomenismo. Esa ideología de rechazo de la Fe y de idolatría de la Razón ha elaborado sistemas de pensamiento. Baste mencionar a Hume, Kant, Hegel, Marx, Comte, Nietzsche. Pero llamar a eso filosofía es incurrir en equívoco. Y sabemos que los equívocos deben ser evitados. Tal afirmación puede resultar chocante a la inercia del hábito. Pero me veo en la obligación de hacerla. Ninguno de esos hombres fue un filósofo, ni ha contribuido a la ciencia filosófica. Son ideólogos del gnosticismo modernista, pero no filósofos. Lo que ellos llaman "filosofía moderna" no es filosofía. No es posible aceptar la definición de la filosofía como ciencia de las primeras causas y principios de todas las cosas, y llamar luego filósofo al que construye ideologemas destructivos y corruptores de todas las verdades fundamentales de la ciencia filosófica. Eso es un antifilósofo, no un filósofo. Esos autores pertenecen a una tradición, que es la del gnosticismo: son gnósticos racionalistas, ya sean empiristas, criticistas o idealistas, espiritualistas o materialistas, fenomenistas o histórico-dialecticistas. Gnósticos y anticristianos. Identificar su pensamiento con la filosofía es incurrir en el error que la preclara mente de los Padres de la Iglesia evitó ya en el siglo II: ni san Justino, ni san Ireneo, ni Clemente de Alejandría aceptan que los gnósticos sean los auténticos filósofos. Son pseudofilósofos, y lo que proponen una pseudognosis. Esa es exactamente la posición de los Hume, Kant y compañía. Los mismos Padres nos han enseñado, y de ellos deriva toda la tradición católica en la materia, a apreciar debidamente a la filosofía, definida como ciencia del ser y de la verdad, ciencia de las cosas divinas y humanas en cuanto la razón humana puede conocer sus primeros principios. Ciencia, y por tanto, conocimiento verdadero. Ciencia racionalmente adquirida, y, por tanto, inferior jerárquica de la sabiduría de la Fe; y, también en consecuencia, tipo de conocimiento mezclado de errores, arduo, falible, respecto del cual el cristiano cuenta con las verdades de Fe como criterio de corrección y de iluminación, al menos negativo. Auténtica ciencia (contra todo escepticismo filosófico), pero nunca la sabiduría suprema: eso no puede ubicarse para el cristiano sino en la esfera de la Fe, de la Verdad revelada; y, si por modo de ciencia, corresponde, por tanto, a la Sacra Doctrina, a la Teología. Volviendo a Descartes, la pregunta clave, desde aquí, es: ¿podemos incluirlo en la serie de gnósticos modernistas antes mencionados? La respuesta desde la visión historiográfica más corriente sería que sí, y nada menos que como padre, o como uno de los fundadores de tal pensamiento, identificado bajo el nombre equívoco de "filosofía moderna". Mi opinión es que no. Empiezo antes de proseguir por descartar posibles interpretaciones erróneas de lo que acabo de sostener. No quiero decir que el pensamiento de Descartes carezca de vínculo

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alguno con las elaboraciones ideológicas del gnosticismo ilustrado y romántico. No quiero decir que el pensamiento de Descartes esté exento de graves errores. Sí, en cambio, quiero decir que no es uno de los gnósticos iluministas. Que su pensamiento puede entenderse como afín a la mente ilustrada solamente despojándolo de sí mismo, de su propio espíritu, y transmutándolo alquímicamente en algo otro. Lo cual es posible desde la magia gnósticista de Hegel, por ejemplo, pero no desde la sobriedad realista de la inteligencia humana. Elementos presenta el pensamiento cartesiano que los ilustrados aprovecharon para "convertirlo" en uno de ellos. Así su antiescolasticismo; así su ideología de "reforma" de la filosofía. Sostengo que en ambos aspectos Descartes es un humanista, que hereda líneas de tensión renacimentales, pero no un ilustrado. Y la diferencia es radical. También la apropiación ilustrada del Renacimiento y del humanismo es un fraude historiográfico de primera línea. Quizá el más problemático de todos esos elementos sea el que podría llamarse "filosofismo" de Descartes. Si realmente Descartes viera en la filosofía la Sabiduría sin más, poniéndola por encima de la Teología, Descartes sería un preilustrado. Ahora bien, me detendré luego a considerar este punto, pero anticipo que mi conclusión es negativa: no hay tal filosofismo radical en la mente de René Descartes, tal cual la conocemos por sus obras. Pero si Descartes no es el "padre de la filosofía moderna", ¿quién es? Es claro que no puedo contentarme con negar. Más aún: si niego es en rigor porque hay una percepción en mi mente a la que repugna tal imagen. La respuesta es lo que trataré de bosquejar, y nada más , en lo que sigue. Pero la anticipo en síntesis panorámica: Descartes es un gentilhombre francés en tiempos de crisis. Empiezo por caracterizarlo como un gentilhombre, no como un filósofo: Descartes no fue un filósofo académicamente, no fue un hombre de actividad docente universitaria ni escolar, ni siquiera fue un hombre de vastos estudios filosóficos. Si comparamos su pericia filosófica con la de los grandes escolásticos de su tiempo (un Juan de santo Tomás o un Francisco Suárez, por ejemplo), nos vemos inclinados a caracterizarlo como un aficionado a la filosofía. Y eso es lo que fue. Más que un filósofo, un gentilhombre aficionado a la filosofía. No superficialmente, puesto que hizo de la reflexión filosófica una vida, asumiéndola como una vocación. Pero precisamente una vocación de humanista, de gentilhombre. Comparte a este respecto con todas las figuras clásicas del humanismo renacimental su carácter de pensador cortesano o de círculo: el círculo de Mersenne en París, los vínculos con las princesas Elisabeth de Bohemia y Cristina de Suecia. Pero eso de un modo que lo asemeja a otros literatos de Francia o de la Europa de la época: con un marcado acento eremítico en su modo de vivir: es un humanista, pero insociable, aislacionista, que busca "retiro" y "paz". Pero esto nos lleva a lo segundo: es un gentilhombre del siglo XVII. Es un caballero humanista, pero en los tiempos en que Europa empieza a bajar los brazos ante el cisma y a aceptarlo como un hecho irreductible; en que el hombre europeo empieza a experimentar cierta náusea indefinible ante un mundo ya incapaz de ser una sola Cristiandad, pero que todavía se empeña por seguir siéndolo. Un mundo lleno de angustia, agonía y confusión. Un mundo lleno de vacío. El mundo del Barroco. Descartes es ciertamente un hombre, y, más aún, un pensador del Barroco. No es correcto pensar en él asociándolo a los perfiles del neoclacisismo paganizante, tal como la imagen de un Descartes "cartesiano", dibujado en la cuadrícula de un sistema de coordenadas, nos lo haría figurar. Incluso su afán por reducir las cosas a unidad y claridad se da en él en virtud del escape del vacío, del "horror vacui". Su

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pensamiento es de claroscuros, su imagen de la realidad es la de un torbellino amenazante y desconfiable, sus pareceres suelen ser matizados y finos, su mente busca certezas básicas, pero también abre campo a las sutilezas de la opinión. Su interioridad es refugio ante el exterior amenazante; su claridad y distinción lo son frente a un mundo que parece sumergirse en las sombras. Pero, al mismo tiempo, él no renuncia a militar en la realidad, ni se aparta de la superior luz de la Fe, que le procura un vigoroso sentido del misterio. En medio de la crisis general, ni renuncia a la unidad de Fe y razón, ni renuncia a la compatibilidad del gesto ascético y cuasi eremítico con la participación activa en la sociedad, combatiendo en el puesto que, como mílite, teniéndolo en conciencia por el suyo, no está dispuesto a abandonar. Su moralidad, fuertemente estoica, pero trascendida por la espiritualidad cristiana, es también un factor típicamente barroco, pues se tiñe de una inquietud profunda, que asoma en el reiterado y enfático anhelo de paz. En medio de esa crisis su gesto es ambiguo y complejo: con claridades de apego a la verdad y con sombras de vacuedad que lo ensimisman en una suerte de falaz reposo en lo que no puede darlo: la tranquilidad de esta vida. Es un contraste y una pugna en su propio perfil: se adentra en su yo para calmarse del desasosiego que el mundo le produce, pero exalta la grandeza del mundo físico frente al hombre; busca la paz y la soledad, pero no en el campo, y eso porque el campeón del yo no quiere ser reconocido y tener que soportar la crudeza de ser él mismo entre sus vecinos: quiere, en cambio, el trajinar de la ciudad, como universo de comodidades donde pasar totalmente desapercibido y quedar sumergido en un confortable anonimato. Trata con los hombres, pero epistolarmente: compañía, pero a distancia. Tráfago urbano con cómodo anonimato, frecuentación epistolar, pero desde el aislamiento. Es precisamente su condición de humanista cristiano lo que está aquí en crisis: la atmósfera de la Cristiandad se ha hecho tan rara, tan difícilmente respirable, que hay que procurarse aire tan sólo para subsistir. La empresa del gentilhombre parece reducirse a eso: subsistir. No ya vivir conforme a la gloria de los hijos de Dios: sólo subsistir. La razón se debate en él por subsistir, por no perecer anegada por las tinieblas del escepticismo y del fideísmo. La moral se debate por no perecer, por no sucumbir ante un determinismo materialista o un necesitarismo predestinacionista negador del libre arbitrio, como el que marca a todo el protestantismo ambiente. La convivencia de Fe y razón pugna en él por subsistir, en medio de la marea que ya avanza de ateísmo libertino racionalista, por un lado, y el fideísmo irracionalista protestante, por el otro: o razón sin Fe, o Fe sin razón. La imagen de la edificación de una casa precaria, hasta que se alcance la seguridad de la certeza, es como un símbolo de su empresa. No en el sentido de que carezca de certezas alguna vez, sino en cuanto, en medio de un temporal de desazones insanables, en medio de una Cristiandad que no logra superar su cisma, en medio de un mundo en que las cosas de la Fe ya no se pueden tratar sino mediante permanentes cautelas y recaudos, según a quién uno se esté dirigiendo, y en el cual, al mismo tiempo, ni siquiera se puede ya hablar desde la Fe sin más, porque el interlocutor puede hallarse fuera de ella, en medio, en fin, de la crisis, el gentilhombre, con un gesto precario y ambiguo, que no alcanza a ser plenamente el de un caballero cabal, aunque conserva, como patinados, los esplendores de su nobleza, se esfuerza por salvar algo mínimo, que permita sobrellevar el temporal de este mundo, hasta que escampe, hasta que llegue la calma de la vida venidera: la empresa como tal ya no es entusiasmante, sino que adquiere la figura de un duro y desagradable deber. Vivir en Europa se ha convertido para el gentilhombre en una penosa tarea de paso, no en una Pascua exaltante.

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Pero ese mismo penoso tránsito es objeto de nostalgia y de aquerenciamiento: como si el gentilhombre mirara a un hijo que pudiendo haber sido otra cosa mejor, no lo es. Hay un morboso apego a lo terreno, no porque se lo sobrestime, que no, sino porque no puede dejarse de sentir nostalgia de lo que pudiendo ser, no es. La figura de Descartes se perfila así en el claroscuro de la paradoja, en medio de la crisis que él no pone, sino que padece. Trae del pasado su nobleza francesa, su catolicismo acendrado, su humanismo antiescolástico. Pero todo ello se pone en juego en un contexto desolador y fatigante: el del cisma, abismo y duelo que no cesa. La consideración de su figura es sumamente relevante en el contexto de este curso. Si me propongo presentar una visión distinta de Descartes, no dejaré, empero de considerar su participación y su definición en el horizonte de esa crisis del siglo XVII. Ello sin dejar de advertir que lo haré desde una perspectiva general que no es la más corriente en la materia, pero a la que debo atenerme, porque es la que me parece más conforme a la verdad. Desde esta perspectiva la significación de la figura de Descartes para nuestro tema cambia. No se trata ya de mostrar cómo la catástrofe empieza en él, sino de mostrar hasta qué punto la ideología ilustrada ha transmutado la conciencia europea, distorsionando radicalmente la percepción de la historia. La falaz imagen de Descartes "padre de la filosofía moderna" está asociada a dos ficciones ideológicas: la de la "filosofía moderna" y la de la "edad moderna" misma o "modernidad". Estas ficciones están incrustadas en nuestra cultura, constituyendo un mal mucho más grave que el que cualquiera de los errores filosóficos de Descartes puede causar en quienquiera se acerque a su obra. Es este complejo ideológico perverso y falaz lo que hay que combatir, y frente a él, Descartes es nuestro aliado, no nuestro enemigo. El gentilhombre del siglo XVII vivía todavía en la Cristiandad. Y sentía y pensaba en ella, según ella. El mismo término "moderno" sonaba para él de modo semejante a lo que podía sonar a un Bernardo de Chartres en el siglo XII o a un Petrarca en el XIV. Se trata de la modernidad interna a la Cristiandad. No de la modernidad ilustrada. Lo dramático de la obra de Descartes es su ubicación en un tiempo de crisis. Crisis cuya determinación ulterior traería nuevos males y nuevas heridas, abriendo sobre la sajadura del cisma la disociación más radical y feroz de la apostasía sistematizada y constituida en ideología y actitud cultural. Más aún, en eje de un nuevo ideal de civilización. Es en esa atmósfera viciosa y mendaz que se forja la imagen de Decartes padre de la filosofía moderna. Fundamental es para esa forja y para su decurso ulterior la obra de Hegel. El gnóstico alemán es el primero que lo trata como tal. De él tal visión pasa a la historiografía filosófica alemana vulgar, y, a su través, a la europea en general. Los autores católicos que encuentran en tal calificativo una razón para la condena radical de su obra, como Maritain, no controvierten la visión de los racionalistas al respecto. Sólo la aceptan y la revierten de signo valorativo.

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Yo la encuentro tan inaceptable a ella en particular como a los cuadros ideológicos generales que son su matriz. En una Europa enferma, Descartes no es la salud integra. No es la sólida luz intelectual de la sabiduría teológica y filosófica de la Escuela, que persiste entonces en Juan de santo Tomás o en J. B. Gonet, o en la sutileza y erudición admirables de F. Suárez. No es la fuerza viviente de la Caridad transformante que brilla en san Francisco de Sales o en san Vicente de Paul. Ni es la lumbre apasionada de la mística que refulge en san Juan Bautista de la Concepción o en la Venerable María de la Encarnación. No es, ciertamente, el esplendente rostro de la santidad participada. Es claro que no. Pero tampoco es la enfermedad. Tampoco es él mismo el cáncer devorador que después fragua en la ideología gnóstica del iluminismo; ni es el cáncer ya presente entonces de las varias formas de la herejía. Es, a mi parecer, un gentilhombre en la constante ambigüedad de lo noble y lo débil. Es un cristiano fiel, luchando por sobrevivir. Es quizá por eso, por la densa, frágil y desvalida humanidad que alienta en él, que, al contemplarlo con ojos cristianos, se experimenta la necesidad de salvarlo. La necesidad de no ser impiadoso, como si sus debilidades pudieran ser, fácilmente, las nuestras. De no transigir con sus errores, pero sin pasar más allá de lo que de la medida de la humanidad tenemos derecho a exigir, so pena de caer en una infatuación aberrante. Porque una cosa es dar gracias por las maravillas del Señor, anhelándolas con todo el corazón; y otra, muy otra, pensar que tenemos derecho a ellas. I.

Datos biográficos y bibliográficos

De la biografía sólo quiero destacar los rasgos fundamentales. Nuestro caballero, ya lo hemos dicho, nació en La Haye, Touraine, de familias arraigadas en el Poitou. A partir del segundo matrimonio de su padre, la familia se establecerá en la Bretaña, de donde procederán los Descartes posteriores. La madre del gentilhombre, Jeanne Brochard, hija de René Brochard, lugarteniente general del presidio de Poitiers, natural de la misma capital (el abuelo materno, cuyo nombre de pila llevó el filósofo) y de Jeanne Sain, oriunda de Châtellerault, había casado en 1589 con Joachim Des Cartes, consejero francés del parlamento de Bretaña, que sesionaba en Rennes, oriundo de Châtellerault, hijo de Pierre Des Cartes, médico, y de Claude Ferrand, hija de un médico de la misma villa. Ambos abuelos, así el paterno como el materno, reciben en los documentos el título de "ecuyer" (es decir, "escudero", que equivale aproximadamente al castellano hidalgo, y que caracteriza a alguien como perteneciente a la pequeña nobleza). La madre murió de sobreparto cuando René contaba poco más de un año, en mayo de 1597, dejando tres hijos supérstites de los cinco que había alumbrado: el futuro filósofo, su hermano Pierre y su hermana Jeanne (ambos mayores que él). La atención y crianza de los niños corrió a cargo de la abuela materna. Y con ella permaneció en La Haye René, aun después del segundo matrimonio de su padre, contraído alrededor del 1600, casi seguramente hasta su entrada en el colegio. ¿Cómo no vincular la infancia de ese René, despojado prematuramente del calor materno, y criado por su abuela, y el hombre grave siempre y siempre acongojado que fue luego?

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El ingreso al Colegio jesuita de La Flèche se produjo en 1604, y allí residirá el joven René hasta el 1612, esto es desde los siete hasta los dieciséis años. Nunca se encarecerá suficientemente el valor formativo de tales años para el gentilhombre. No sólo en lo intelectual, sino también en lo moral y afectivo, en lo religioso y espiritual. La Flèche, villa del Anjou, contaba con un colegio real fundado por Enrique IV para la Compañía de Jesús, y que abrió sus puertas en enero de 1604. Nuestro autor ingresó allí para Pascuas del mismo año. Se trató del primer gran colegio jesuítico en Francia, abierto antes que el homólogo de París, el célebre Colegio de Clermont, que se inauguró en 1619. Los cursos empezaban por la Gramática latina (clases sexta, quinta y cuarta); luego la Poesía y la Elocuencia (clases tercera y segunda) y la Retórica (primera clase). Así nuestro gentilhombre hubo de familiarizarse con los autores clásicos latinos, principalmente Ovidio, Virgilio, Horacio, Ausonio, Séneca, Cicerón. Y con la lengua latina, que escribió y habló con corrección. A la literatura latina pertenecen, de hecho, sus dos obras mayores: las Meditationes de prima philosophia (con todas las respuestas a las objeciones, formuladas también en la lengua de la Escuela, que era la común de la cultura superior de la Cristiandad toda) y los Principia philosophiae. Los tres últimos años del colegio constituían el curso filosófico. En el primer año, la Lógica y la Ética; en el segundo la Física y las Matemáticas; en el tercero la Metafísica. La enseñanza filosófica en la Compañía era de clara tradición escolástica, tomando por guía a santo Tomás, pero con autores propios que, en muchos casos, desplegaron amplia originalidad. Los que de entre ellos estuvieron presentes a través de sus textos, probablemente, en el La Flèche de Descartes, fueron Toledo y Fonseca, expositores de Aristóteles. Casi ciertamente no Suárez, cuya obra era demasiado novedosa para usarse como texto, cosa que no ocurrió en la Compañía sino más tarde. La formación intelectual era sólo una de las dimensiones de la educación en La Flèche. Estaban también los juegos (jeu de paume), la esgrima y el baile. Y, por supuesto, la intensa formación cristiana, según la espiritualidad de la Compañía. Doctrina, ejercicios de piedad, sacramentos, constituían la trama cotidiana de la actividad toda de los colegiales. Además, todo ello se desenvolvía en un ambiente de vivo entusiasmo cultural, en que reinaban celebraciones de solemnidades religiosas y de acontecimientos fastos para el reino o para la Cristiandad, en ocasiones amenizados con representaciones escénicas. Es mi opinión que la forma mentis de Descartes es primariamente jesuítica, y esto no sólo en su bagaje conceptual o científico, sino, más profundamente aún, en su estructura espiritual y en las grandes directrices de su pensamiento. Volveremos sobre esto. Salió el joven René del Colegio en 1612. Los años siguientes son de búsqueda, podríamos decir de peregrinaje espiritual. Cómo y cuándo exactamente había prendido en él el aguijón mordiente de la ciencia, no podemos decirlo exactamente, pero ha sido ciertamente en su período de formación entre los jesuitas, cuyos colegios han sido siempre eficaces para suscitar tales entusiasmos en quienquiera estuviese naturalmente dotado para ello. Y ese aguijón trabajará en él durante los siguientes años de fermentación vital, hasta que se encuentre con su vocación de filósofo. Hasta ese acontecimiento decisivo, correspondiente al año 1620, transcurren como episodios principales sus estudios jurídicos y su vida militar.

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Los primeros se sitúan entre 1615 y 1616, en Poitiers, donde es admitido en esos años a los exámenes de bachillerato y licenciatura en Derecho. Entre fines de 1618 y abril de 1619 se ubica la primera estancia de Descartes en Holanda, como voluntario adherido al ejército, en su condición de gentilhombre, y, por lo tanto, a sus costas, y con al menos un valet propio para su atención personal. La finalidad de tal enganche era la adquisición de una formación militar. En ese momento, además, los ejércitos de Holanda se encontraban en situación de aliados de Francia, por la común oposición a España y Austria, es decir, a los Habsburgo. Estos representaban el eje de la Catolicidad europea. Pero Francia diseña una política en la cual el interés del reino se pone por encima del de la Cristiandad: vemos aquí emerger una fractura oprobiosa, con la forma de la soberbia egolátrica y apostática del nacionalismo, pues Francia se prefiere a sí misma por encima de todo: si ella no puede liderar la Catolicidad, no importa la Catolicidad, y dará lo mismo aliarse con los calvinistas que con el Turco, con tal de que Francia prevalezca. Finalmente prevalecerá, precisamente, para llevar a Europa entera, a través de su envenenada revolución y de la barbarie napoleónica, brutal, despótica e impía, a la civilización de la apostasía sistematizada. Esta digresión atiende a abrir el camino a una explicación de por qué Francia es el único de los países católicos generadores de la mentalidad ilustrada, junto con la Alemania luteranizada y dividida y la Inglaterra anglicana. Lo cual tiene que ver, fundamentalmente, con un itinerario histórico-espiritual, en el que la figura clave de interpretación no es Descartes, ni filósofo alguno, sino el cardenal de Richelieu, que llevó esa actitud a sistema político y cultural. En su maligna concepción de la relación de Francia con la Cristiandad se centra el drama y la tragedia de la Francia del siglo XVII. Esa actitud de Richelieu no prevaleció, empero, sin dignísimas oposiciones, cuyo paradigma en el plano político fue el señor de Marillac, testigo, y con su sangre, de una Francia para la cual la Fe y la Cristiandad valían más que los intereses temporales particulares de Francia. Es decir la única Francia que honra a Francia. Tras su primera temporada en Holanda, Descartes emprende un itinerario que lo lleva a Dinamarca, primero, y luego a Polonia y Hungría, para llegar finalmente a Austria y Bohemia. Todo ello en el 1620. Entre los años 1620 y 1621 Descartes se incorpora a la armada del duque de Baviera, católico, y reciente aliado de Francia. Visita en ese período otras regiones de la Europa central, sin que se pueda precisar con certeza su recorrido, como tampoco en qué acciones militares tuvo participación. El episodio que él mismo destaca de ese período como principal es el del descubrimiento de su vocación filosófica, al servicio de las ciencias, o sea, del saber de orden racional. La noción de vocación se puede aplicar aquí en un sentido riguroso, pues el gentilhombre mismo se detiene a relatarnos que el 10 de noviembre de 1619 tuvo una sucesión de tres sueños que lo pusieron en la senda de la renovación de la ciencia, apareciéndole ésta como la tarea que Dios le exige y que da sentido y justificación a su existencia. Estos sueños han sido objeto de comentarios en extremo suspicaces y maliciosos por parte de Maritain, que los presenta como una visión preternatural demoníaca. El parecer de este ilustre autor en esta materia me parece absolutamente inaceptable, por objetivamente infundado, por imprudente y por malévolo. Yo prefiero atenerme a la presentación que de ellos hace el propio Descartes, que se limita a destacar su vivacidad, y los considera un don de Dios, por el cual hace voto de peregrinar, en acción de gracias, al santuario de Nuestra Señora de Loreto. Voto que, Deo dante, cumplió cabalmente. No hay necesidad alguna de sostener que los sueños sean sobrenaturalmente infusos, ni siquiera Descartes parece pensar eso determinadamente.

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Pero su mente es, en la materia, ciertamente menos racionalista que la de nosotros, hombres de un siglo impío y vanidoso, en tiempos de la cultura postilustrada. El gentilhombre es en la materia antiguo, y piensa en los sueños como algo que, en general, saca al hombre de la corriente de los acontecimientos terrenos, y lo pone en relación con lo celestial, o, al menos, con lo invisible en general. Pero incluso desde una consideración psicológica el hecho no se presta a la feroz interpretación maritainiana. Se trata de los sueños de un hombre joven, con la exaltación pasional no sólo propia de la edad, sino de un hombre en busca de un rumbo definitivo para su vida, el cual cree haber hallado. Basta confrontar el episodio con los dos contextos mencionados de la visión general de los antiguos sobre los sueños y de su contextura psicológica propia, para separarlos de la malicia demonizante. Pero además está la substancia de lo sueños: nada aparece en ellos, tal como Descartes los describe, que huela a sugestión demoníaca, más que si uno ha previamente suscripto la interpretación racionalista del pensamiento cartesiano. Esa es la que Maritain tiene arraigada en su mente sin discusión, y puesta ella como premisa, no cabe ver, en el origen de la obra cartesiana, puesto que se trataría de un mal nefasto, sino el influjo del maligno. Ahora bien: ni la interpretación racionalista de Descartes ni el juicio valorativo a ella anejo me parecen verdaderos. Entre 1622 y 1623 Descartes se encuentra en Francia, ocupado por diversos asuntos de familia. Entre septiembre del 23 y 1625 se ubica su viaje a Italia. Pasando por Basilea e Innsbruck, y atravesando el Brenero, desemboca finalmente en Venecia. Desde allí se dirige a Loreto a fin de cumplir con su voto. Hecho lo cual se encamina a Roma. El retorno se verifica por la Toscana y el Piamonte. Entre el 26 y el 28 el gentilhombre se establece en París. Es aquí que su vocación adquirirá un perfil definido. Diversos contrafuertes espirituales apuntalan la obra de tal determinación. En primer lugar el encuentro con el ambiente de los libertinos, que producirá en él una enérgica reacción. Es el término al que hay que oponerse denodadamente. Por otro el antiaristotelismo, encarnado en Gassendi. Este pensador posee un doble rasgo con el que Descartes converge: el entusiasmo por la ciencia nueva físico-matemática y su modelo mecanicista de explicación de los fenómenos físicos, y el rechazo de la física aristotélica. Pero Descartes asumirá estas directrices desde una posición de renovación filosófica, que, en mi opinión le viene de su matriz jesuítica. Frente a la tesitura renacimental de Gassendi, que pretende restaurar el atomismo antiguo para el orden físico, Descartes es un “moderno”: se trata de proponer no una restauración, sino una “vía nueva”, superior a las antiguas. Estas dos actitudes se nos hacen fácilmente comprensibles en confrontación con la célebre disputa entre “antiguos” y “modernos” que agitó a los dramaturgos del siglo XVII francés. Un tercer puntal se nos ofrece con la figura del P. Mersenne, fraile mínimo que encarna la apologética católica frente a ateos y libertinos, desde un espíritu de amplio y vigoroso entusiasmo por las ciencias naturales y matemáticas, en cuyo espíritu se ve un aliado altamente estimable para la causa de la verdad. Descartes fue un asiduo de su activo círculo. Finalmente, la relación con el P. Gibieuf, del Oratorio del C. Berulle. La relación de Descartes con el Oratorio no es ni amplia ni profunda. Se restringe, básicamente, a su contacto con dicho P. Gibieuf. La espiritualidad propia del Oratorio no parece haber influido particularmente en el gentilhombre, que fue siempre, medularmente, un discípulo

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de los jesuítas. Son más bien los oratorianos los que, en busca de una vía filosófica nueva, afín a su espiritualidad, y fácilmente entroncable con sus proyectos de renovación teológica, ponen la mirada en Descartes. Y lo entusiasman y acicatean para que lleve adelante una empresa de renovación filosófica. Este panorama, que no hemos más que bosquejado, entraña graves resonancias. Me limito a destacar lo siguiente: es un panorama de ideas y fermentos intelectuales y espirituales enteramente incomprensible desde la mentalidad del racionalismo ilustrado del XVIII, desde la que habitualmente se instaura la interpretación del cartesianismo. Pero también incomprensible desde la dialéctica de oposición “filosofía moderna” (de raíz cartesiana)-filosofía escolástica, tal como se vislumbra en el siglo XVIII, pero como, sobre todo, queda establecida desde el neoescolasticismo del XIX, al menos en su corriente principal. Para la intelectualidad francesa del siglo XVII, la tradición escolástica está fuertemente presente, y tiene su bastión en la Sorbona, sede de los teólogos. Descartes tiene una relación vital con esta tradición, porque, nada más y nada menos, en ella ha sido formado. Pero claramente ha asumido una tesitura renovadora, a partir del entusiasmo con la nueva ciencia natural físico-matemática. Esto lo pone fuera de la “Escuela” en cuanto antiaristotélico, pero nunca estará fuera de la Escuela en cuanto a los principios fundamentales en la relación entre Fe y razón, en cuanto a la concepción de la filosofía misma, y en cuanto al talante metódico y sistemático de su desarrollo. Su carácter de novador lo asocia a otras tendencias semejantes. Pero no a cualquiera. De los cuatro contrafuertes que hemos mencionado, hay uno que es estrictamente negativo. Descartes es un opositor de los libertinos. Es un enemigo del escepticismo, del descreimiento, del ateísmo, del inmoralismo. Los herederos ilustrados de esta laya percibirán claramente en Descartes al enemigo. Así, por ejemplo, el siniestro personaje cuyo alias fue Voltaire. Es crucial aquí instalarse en la línea divisoria. Como constituye un despropósito monumental hacer de santo Tomás en el siglo XIII un filosofista, cuando él forma cerrada fila junto con san Buenaventura y su maestro san Alberto contra el averroísmo latino y sus principios deletéreos; así también constituye un despropósito hacer de Descartes un escéptico racionalista, cuando él forma cerrada fila junto con Mersenne, Gibieuf y los teólogos de la Sorbona, contra el ateísmo y el inmoralismo materialista de los libertinos. En esa fila, milita, ciertamente en posición singular. Comparte con los de la Sorbona el talante sistemático y riguroso de la intelectualidad escolástica, su aire y su estilo. Con los otros, como Mersenne, Gibieuf o Gassendi, el ideal de abrir una vía filosófica nueva, afín a la renovación de las ciencias físicas y matemáticas, y afín a la espiritualidad del siglo. Esto último, consciente en los Oratorianos, en Descartes es tan sólo una realidad vivida, sentida. Nunca un proyecto conscientemente asumido. Las disidencias entre ellos, no pueden hacernos olvidar la alineación principal: Descartes combatió por nosotros, no por el enemigo. Antes de proseguir con la biografía me parece atinado hacer una digresión crítica. ¿Por qué el entusiasmo por la física matematizada? La pregunta procura descelar sapiencialmente el trasfondo de tal tendencia. La respuesta más común en la materia es la que comparten ilustrados del XVIII (y con ellos todos sus seguidores positivistas ulteriores) y antipositivistas de los siglos XIXXX: se trata de un tipo de conocimiento orientado básicamente al dominio de la naturaleza,

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saber calculador que garantiza racionalmente el dominio de los fenómenos naturales, en orden al progreso material de la sociedad. Los positivistas asumen con harta complacencia esta interpretación, que es la suya, y solidaria con su modo inmanentista y pragmatista de entender la “ciencia”. Los antipositivistas, al modo de Bergson o de Heidegger, hacen suya tal interpretación y asumen ante ella una actitud de severa repulsa por tal tendencia físicomatematizante, considerándola como esencialmente ligada a tal tipo de conocimiento. Su crítica del pragmatismo que reduce la ciencia a conocimiento utilitario de fenómenos, degradándola hacia la ceguera y el sinsentido de una técnica sin espíritu, es de gran valor y orientada en la verdad. Son en ello herederos de uno de los más nobles aspectos de la tradición romántica. Pero también de sus límites ideológicos intrínsecos. Permanecen desorientados y confundidos en el deslinde de los planos, géneros y grados del saber. Se tragan la concepción fenomenista de ciencia, aunque para denegarle valor y buscar otros horizontes sapienciales, esto último en un gesto de auténtica salud mental, que los coloca siempre por encima de toda la tradición ilustrada y positivista. Pero esta concepción del espíritu de la ciencia físico-matemática no sólo es inaceptable como adecuada desde una recta filosofía (ya que no se basa en lo esencial, sino en una interpretación deformante de ese tipo de ciencia), sino que ya resulta problemática en la perspectiva de los hechos históricos, pues no corresponde a la mente de los hombres que en el siglo XVII se entusiasmaron por ella. En efecto, ya se trate de Galileo o de Descartes, ellos ven en la ciencia físico matemática principal y fundamentalmente un saber teorético, un conocimiento de la verdad, un saber en sentido clásico y propio, que permite contemplar el ser de las cosas. Para ellos se trata del orden inteligible puesto por Dios en el mundo material, plasmado en su entraña misma, sellado en su ser, y que, al ser contemplado por nuestras inteligencias, se transforma en un fundamento para el reconocimiento del obrar de Dios, y para su alabanza. De allí su relevancia apologética y espiritual. Más aún. La contemplación de un orden inteligible en las cosas materiales remite al espíritu humano a la consideración de la causalidad ejemplar divina. Esta visión permite deslindar el entusiasmo del que hablábamos del de los ilustrados que, a partir del siglo XVIII, se apropiarán ideológicamente de un saber que ni han fundado ni les pertenece, pero que esclavizarán, siempre en el plano falaz pero culturalmente eficiente de la ideología, al servicio de sus extravíos espirituales. En los cristianos del siglo XVII, por otra parte, tal saber físico-matemático aparece como un sólido baluarte intelectual, para conservar la sobriedad de la razón ciencial frente a los extravíos esoteristas de una pseudomística panteizante y mágico-gnóstica, y de un vaciamiento de la inteligibilidad de la naturaleza, concebida como reino de la destrucción absoluta y de la corrupción insanable, en la pseudodogmática luterana. Importa destacar, en tal contexto, que la actitud de infatuación sacrílega que involucra la pretensión por parte del hombre de dominar absolutamente la naturaleza, va asociada entre los siglos XVI y XVII no a la física matemática sino a la física gnósticomágica que se vincula a la corriente de Paracelso y Giordano Bruno: es allí donde confluyen el animismo panteísta y la alquimia de sesgo demoníaco. Es el tipo de conocimiento que encarna la figura del Doctor Fausto. Frente a este conocimiento de dominación está la theoría de raigambre griega, que encarnan, en materia de filosofía natural, tanto la física aristotélica como la física nueva, matematizante. Sólo la apropiación ideológica que la Ilustración hará de esta última, la anudará al espíritu perverso de dominación fáustica. Adviértase de paso, que cualquier pretensión de teoría propiamente dicha sobre la naturaleza es algo demoníaco desde la visión herética protestante: aquí se abre un abismo por el que se cuela toda la dialéctica de oposición radical ciencia-fe, que es una realidad sólo

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en la tradición de la herejía y de su cultura, y, que desde ella, ha infectado a todo el occidente. Pero no es eso en sus orígenes, ni en su misma esencia. Se trata de un conocimiento parcial, racional, humano, imperfecto, pero posible, real, con cierta claridad y precisión, que le permite al espíritu humano captar en la naturaleza algo afín a la razón como presente en su ser mismo, y por tanto, comunicar con ella en cuanto al ser y al conocimiento, en la unidad compleja de las creaturas de Dios. No es este lugar para extendernos más sobre tal tema. Pero quería dejar aquí constancia de la problemática. Esta estancia en París completa la maduración intelectual de Descartes. Su vida a partir de aquí quedará consagrada a una tarea principal y excluyente: poner por escrito su sistema de filosofía. A tal tarea supeditó toda su vida: su uso del tiempo, el lugar de su residencia, probablemente su estado de vida. El lugar elegido fue Holanda. Allí residió Descartes entre 1628 y 1649. Las ciudades o villas donde tuvo domicilio fueron varias: entre otras, Franeker, Amsterdam, Deventer, Utrecht, Leyde, Egmont. Franeker y Deventer fueron las residencias principales en los primeros años; Leyde, en la época intermedia (entre el 36 y el 42); Egmont, su morada estable entre el 43 y el 49. La razón primera que Descartes constantemente alega para la elección de Holanda es la búsqueda de retiro y soledad para dedicarse sin sobresaltos a su labor. Eso le era imposible en Francia, donde las preocupaciones familiares, las agitaciones políticas y la complejidad y tensión de la vida intelectual le resultaban adversas. Pensó también en Italia, por la que incluso expresa preferencia como lugar para la vida intelectual. Pero la descarta por razón del clima. Holanda le ofrece además la ventaja de su condición de aliada de Francia, a más de la relativa facilidad para desplazarse a su país en caso de necesidad, como de hecho lo hizo en tres ocasiones (en los años 1644, 1647 y 1648). Antes de reseñar su producción literaria que es el fruto de esta etapa holandesa, algunas someras referencias para caracterizar su vida. Se trató de la vida de un hombre consagrado a la ciencia filosófica, en diálogo con diversas personalidades. Varias fueron sus amistades intelectuales: I. Beeckman, médico, así como también Plempius y Elichman; los matemáticos Golius y Schooten; incluso teólogos protestantes como Heereboord y Heydanus. Más íntima y personal fue su amistad con el médico católico, Cornelius van Hogelande, hombre pleno de bondadosa caridad, que dedicó a Descartes un opúsculo sobre Dios y la inmortalidad del alma que se publicó en 1646. Otra amistad importante fue la cultivada con el secretario del príncipe de Orange, C. Huygens, padre del ilustre matemático y físico del mismo nombre. Y, en el mismo plano de las relaciones sociales, más frecuente aún fue su trato con el secretario de la embajada de Francia, residente en La Haya, M. Brasset, a cuyo hogar acudía para las celebraciones propias de un súbdito leal de su Rey. Un episodio personal de su vida en esta etapa holandesa fue el nacimiento de una hija natural suya, que fue en el año 1635. Su bautismo consta registrado en la parroquia reformada de Deventer, adonde fue llevada por su madre, de nombre Helena, y de la que poco o nada sabemos más que el nombre. Descartes reconoció a la niña, que llevó el nombre de Francine, y se ocupó de su manutención hasta que la niña murió en 1640. En cuanto a la religión, Descartes vivió siempre como fiel católico, en una Holanda políticamente dominada por el calvinismo, donde la minoría católica tenía la condición de

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tolerada, y relativamente, pues en muchas ciudades el culto permitido era en sitio privado, jamás públicamente. Residió establemente sólo en ciudades que tuvieran sacerdotes católicos autorizados residentes, instalándose finalmente en una de las provincias con mayor abundancia de católicos, al elegir Egmont. En ocasiones intervino en polémicas relativas al culto, como la suscitada por la prohibición del establecimiento de una cofradía de Nuestra Señora en Bois-le-Duc; nuestro filósofo toma partido claramente oponiéndose a la prohibición. Tales actitudes le valen el ser identificado como “papista”, “jesuita”, “alumno y amigo de los jesuitas”: todas injurias capitales en labios de los calvinistas holandeses. Pasemos a la reseña de las obras del filósofo. Van en orden de publicación: 1. Discours de la méthode, pour bien conduire la raison et chercher la verité dans les sciences (1637); fue editada junto con los opúsculos que ejemplifican la aplicación del método: Dioptrique. Météores. Géometrie. La traducción latina del Discours apareció en 1644, labor de E. de Courcelle, revisada por el propio Descartes; salvedad hecha de la Geometría, que apareció en traducción latina de Schooten recién en 1649. 2. Meditationes de prima philosophia (1641); la primera edición contiene a más de las Meditationes las Objectiones, de las primeras a las sextas, con sus respectivas respuestas; las séptimas y sus respuestas se añadieron en la segunda edición, de 1642. 3. Principia philosophiae (1644); la traducción francesa de Picot apareció en 1647. 4. Les passions de l’ame (1649); la traducción latina es de 1650. 5. Le monde ou traité de la lumiere (post., 1664); segunda edición, más completa, 1677. 6. Traité de l’homme et de la formation du foetus (post., 1664). 7. Epitres (publicadas entre 1657 y 1667) 8. Las Regulae ad directionem ingenii, y la Inquisitio veritatis per lumen naturale, aparecieron por primera vez en la edición de las Opera posthuma de 1701. La edición que se cita corrientemente es la de Adam y Tannery, en once volúmenes, publicada en París entre 1897 y 1909, y reimpresa con el añadido de notas complementarias de diversos autores a partir de 1963. Las notas de Adam y Tannery son de notable erudición, pero de una mentalidad tan sesgadamente racionalista que resultan frecuentemente deplorables, y totalmente desfigurantes del sentido del pensamiento cartesiano. Ajustándonos al hilo de la biografía surge con nitidez que son cuatro las obras publicadas en vida del autor: dos en francés, el Discurso y el Tratado, y dos en latín, las Meditaciones y los Principios. La cuestión de la lengua está lejos de ser trivial. Por el contrario, salta a la vista para cualquiera que conozca las obras, la diversidad de textura compositiva entra las dos francesas y las dos latinas. Las francesas son tratados redactados a modo de ensayos, en tono humanístico, y con fin de divulgación. Las dos latinas poseen una trabazón sistemática más rigurosa, su estilo es escolástico, y poseen el carácter de tratados científicos, es decir, de obras destinadas a ser leídas por los peritos. Ellas son, además, las que proponen con amplitud y claridad los fundamentos de todo el sistema, mientras las obras francesas los suponen, y en modo alguno se detienen a considerarlos. Quien desee entender a Descartes, por tanto, debe saber latín: el gentilhombre sigue siendo un escritor latino, y su lengua filosófica principal es la de la Escuela.

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Lo que he dicho acerca de los fundamentos se verifica al comprobar que las obras francesas son escritos de “aplicación”: el Discurso es un manual de uso correcto de la razón en la esfera del conocimiento por modo de ciencia, en el orden natural, es decir del correcto uso teórico de la razón natural; el Tratado es un manual para poder discernir las pasiones y aplicar tal conocimiento en la vida moral, en la medida de lo posible. En tales obras Descartes aparece más que como filósofo, como un médico o director de almas en busca de reparación racional, es decir en busca de aprender a usar rectamente su razón y gobernar racionalmente sus pasiones: el carácter pedagógico salta a la vista, y se corrobora en la abundante correspondencia con la princesa Elisabeth de Bohemia. Sólo las obras latinas nos presentan a un escritor que podemos llamar propiamente filósofo, es decir, preocupado por exponer los fundamentos teoréticos del saber de orden natural, en el orden de los primeros principios y causas de todas las cosas. Se perfila así una figura de filósofo peculiar, de corte a la vez humanista y escolástico: preocupado por dar instrucciones provechosas que guíen la conducta, ya sea de los hombres consagrados a la ciencia, en particular, ya sea de todos los hombres, en general; y, por otro, un pensador especulativo, que procura elaborar una vía sistemática nueva a la filosofía. Los tratados póstumos, en especial el del hombre, revela otra de sus principales preocupaciones prácticas, que es la reforma del arte médica, en base a una física renovada, que fundamenta una antropología física renovada. De las dos obras teoréticas, compuestas en latín, la una está consagrada a abrir camino a las dos verdades que él mismo considera fundamentales: la existencia de Dios, Causa primera de todas las cosas, y la inmortalidad del alma humana, de naturaleza espiritual e irreductible al cuerpo. Y la otra se empeña por mostrar la unidad, coherencia e integridad del sistema, destacando, en estilo escolar, sus principios, definiciones primeras y tesis capitales. La publicación de sus obras empeñó a Descartes en diversas polémicas, algunas desarrolladas en sano clima de respeto intelectual, como las que lleva adelante, en general, con los objetores franceses de sus meditaciones, y otras más enconadas y envenenadas, como la que le planta el teólogo calvinista holandés Voetius, que lo acusa persistentemente de racionalista y de enemigo de la fe, pero desde una mentalidad claramente herética. La persecución de Voetius tornará hostil a Descartes el ambiente holandés, sobre todo a nivel de los teólogos protestantes, que son, en el marco perverso planteado por los heresiarcas de la pseudorreforma, a modo de definidores de la fe, usurpando el oficio del Magisterio eclesial viviente y legítimo, en la unidad de la Tradición apostólica y de la Sagrada Escritura. Otro hecho destacable del período holandés es la relación epistolar entre Descartes y la princesa Elisabeth de Bohemia. Por iniciativa de ella, ansiosa de recibir instrucción del filósofo, y que encontró en él un interlocutor conforme a sus expectativas, la correspondencia se mantuvo, constante, entre los años 1642 y 1647. La princesa, de confesión calvinista, había nacido en Heidelberg en 1618, hija del elector palatino Federico V, que, elegido rey de Bohemia, fue coronado como tal el 4 de noviembre de 1619; fue apodado “rey de un invierno”, pues perdió la corona como consecuencia de la batalla de la Montaña Blanca, en que los ejércitos católicos derrotaron a los protestantes, el 8 de septiembre de 1620. La vida de esta princesa transcurrió fundamentalmente en Alemania, con temporadas de residencia en los Países Bajos. Es realmente atrayente el mundo que de por sí nos abre la correspondencia entre la princesa calvinista y el gentilhombre filósofo católico. Se trata de una relación humana realmente singular, en la que podemos considerar diversos respectos: la diferencia de religión, la diferencia de edades, la diferencia de condición social, la diferencia de formación cultural y de mentalidad: todos aspectos que se van dejando notar a través de los

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contenidos mismos del epistolario. Pero lo más atractivo, quizá, es el poder asistir al intercambio de ideas, al auténtico diálogo intelectual, primariamente filosófico, entre estas dos criaturas: diálogo verdaderamente centrado en la pasión por la verdad, esforzado en pos de su conocimiento, y entre un varón y una mujer. Eso por sí solo constituye un caso extraordinario en los anales de la historia de la filosofía, y, en cualquier caso, un espectáculo admirable y conmovedor. Sobre todo por la caballerosa franqueza y la delicada, noble llaneza que constituyen la atmósfera moral y espiritual de esta relación epistolar. En esta correspondencia vemos a Descartes en funciones de instructor de príncipe (de princesa, en su caso). La temática que atraviesa las cartas es muy variada. Desfilan por ellas cuestiones metafísicas, físicas, antropológicas, médicas, morales, políticas, y se rozan también cuestiones teológicas, que el filósofo, siempre consciente de sus límites y del alcance restringido de su saber, sólo toca brevemente, remitiéndolas a la sabiduría de los competentes. También aparecen roces en materia de Fe, y allí encontramos a nuestro filósofo, como de costumbre, siempre dispuesto a no dejarle olvidar a la princesa, calvinista, que él es católico, y que su Fe es la que ha sido la de toda Europa hasta el desastroso cisma. El último episodio de la vida terrena de Descartes lo constituye su viaje a Suecia. Viaje que será al morir. La reina Cristina lo llama a su corte como filósofo. Quiere gozar de sus instrucciones en la materia. O al menos de su presencia temporaria en la corte. El rey Gustavo Adolfo, su padre, había puesto al reino sueco en el primer plano militar y político de Europa; ella procura, a su turno, otorgarle esplendor cultural, haciendo de su corte un centro de saber y de arte. Se trataba de una soberana amante del estudio; según algunos de los nobles de su palacio, excesivamente para la buena marcha de los asuntos de gobierno. Descartes es un elemento en este marco. El nexo de Descartes con la reina fue establecido por el residente (lo fue a partir de 1644, y, desde 1649, embajador) del rey de Francia en Estocolmo, Pierre Chanut; Descartes lo había conocido en su viaje a Francia de 1644, en casa de Clerselier, cuya hermana era la esposa de Chanut. Fue él quien finalmente convenció al filósofo, hasta el último momento reticente, en virtud de varias razones nada despreciables, de acudir a Estocolmo. La estancia del gentilhombre en aquella ciudad se prolongó entre octubre de 1649, fecha de su arribo, hasta el 11 de febrero de 1650, día en que, a las cuatro de la mañana, se produjo su tránsito mortal, consecuencia de una pneumonía que lo terminó en nueve días.

II.

Las imágenes de Descartes

Me parece conveniente que nuestra andadura se centre en una consideración de las diversas imágenes que de Descartes se ha forjado la tradición intelectual. La tarea de recorrerlas sumariamente nos permitirá alcanzar doble fruto: por un lado, cobrar conciencia de la contextura ideológica de tales imágenes, en orden a posibilitar un discernimiento lúcido de la valía que a cada una le quepa; por otro, perfilar más nítidamente nuestra propia imagen, destacando su relación con las otras, desde la comparación y contraste de los principios, perspectivas y datos que las inspiran.

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1)La imagen de sí mismo

"Por lo demás, aunque la vanidad, por la cual uno se forma mejor opinión de sí mismo que la que merece, sea un vicio de las almas débiles y bajas, esto no significa que las más fuertes y generosas deban menospreciarse a sí mismas; pero tenemos que hacernos justicia a nosotros mismos, reconociendo nuestras perfecciones tanto como nuestros defectos; y si el decoro impide que las publiquemos, no impide por eso que las sintamos" (de la Carta CDVII, A Elisabeth de Bohemia, Egmond, 6 de octubre de 1645). Uno de los terrenos en que más fácilmente podemos errar es el de la representación de nosotros mismos. La primera imagen distorsiva de Descartes es, según creo, la que él nos ha legado de sí mismo, como refundador de la filosofía, o restaurador de una filosofía sana, en desprecio de la tradición de la Escuela. Este elemento de su imagen de sí consta de algunos componentes que vale la pena analizar. Uno es el tema de su vocación a la filosofía. El gentilhombre se encontraba embarcado en la vida de la milicia, y francamente desilusionado de ella. No es eso de extrañar en el contexto de una Europa entretejida de actitudes políticas equívocas, entre las cuales la de Francia era la más tortuosa y perniciosa de todas: a saber, la actitud del nacionalismo absoluto, que pone a la nación por encima de todo, inclusive de Dios y de la Fe; los soldados franceses, siendo leales súbditos de su rey, combatirían así por la causa católica, por la protestante, o serían aliados del Turco: lo que conviniese a los intereses y a la grandeza de Francia. Ciertamente será el cardenal de Richelieu quien hará de esta línea de conducta un sistema orgánico y una política consistente, sobre la cabeza cortada del señor de Marillac; todo lo consistente que puede ser la inconsistencia radical; y puede serlo mucho. El gentilhombre llamado Renato se encontraba en Baviera. Al calor de una estufa. Es típico que aun en esta circunstancia crucial lo encontremos buscando reparo y abrigo. Se trata de un joven que no sufre el mundo: no sufre el frío, ni la miseria, ni la incomodidad. Lo devora un anhelo incoercible de regalo: como a un enfermo a quien las fuerzas no le dan para más. Y como su cuerpo desgastado, expresión de un alma dolorida y desconcertada, así su mente busca también un abrigo, un reducto de paz que lo concierte en medio del desconcierto que lo envuelve y lo despedaza. Como muchos otros hijos de Adán, Renato lo hallará en la filosofía. Se me ocurre pensar en otros ejempos ilustres: Cicerón, rodeado por la crisis final de la libera res publica; Boecio, encarcelado por la paranoia de un rey germánico con delirio persecutorio, en medio del derrumbe del antiguo orden imperial. Consolatio philosophiae. Es en este noble tema humanístico que cabe insertar el tema de la vocación de Descartes. Pero no adecuadamente. Porque Descartes experimenta un llamado a consagrar a la filosofía su vida entera, y no sólo para su personal consuelo, sino para beneficio de todos los hombres. Permítaseme señalar aquí otro correlato, que me parece muy sugestivo: la estructura de este tema es jesuítica, ignaciana. Como en el caso del santo de Loyola, se trata de un gentilhombre; y envuelto en el combate; y que hace un alto en el curso de la refriega: el uno forzado por la herida que ha recibido en el cuerpo; el otro forzado por la enfermedad que le consume el espíritu, por un desasosiego devorador que necesita reparación; ambos reciben, a fuer de mílites, un llamado a combatir, y ambos lo acatan: el uno consagra su

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vida a la milicia de la Fe en vida religiosa y sacerdotal a la vez; el otro dedica su vida, y, adviértase, su vida entera, a la filosofía; en ambos casos, además, se sienten llamados a constituir algo nuevo: el de Loyola no entra en orden alguna establecida, sino que funda su propia Compañía; el de La Haye no se adhiere a ninguna escuela preexistente, sino que se empeña en formular su propio sistema de la filosofía. Este paralelismo, que por sí solo podría constituir el objeto de un trabajo de investigación nada infructuoso, me parece relevante no sólo por sugestivo, sino también por equilibrante. Nos deja perfilar la estructura espiritual del tema cartesiano en el horizonte de la espiritualidad ignaciana, jesuítica. Esto podrá tener resonancias valorativas diversas, según el receptor. Pero a mí me parece un hecho que la actitud de Descartes se deja columbrar más adecuadamente si se la considera a la luz de la forma mentis de quienes han sido sus maestros más influyentes; no sólo en el terreno de la conceptualidad filosófica, pues todo, o casi todo lo que el joven Renato sabe entonces de filosofía (y es la mayor parte de lo que sabrá el resto de su vida), lo ha aprendido de sus profesores de La Flèche ; no sólo la conceptualidad de la Escuela según el trasiego jesuítico y el esquema de su ratio studiorum, sino también los conocimientos nuevos de la física y las matemáticas, con ese ánimo afanoso de estar siempre a la altura de todas las novedades de conocimiento que caracterizó a la Compañía desde sus inicios en el terreno pedagógico y cultural; que también, digo, en el terreno de la estructura espiritual innovante, reformadora, convirtiente: esto es en Descartes jesuítico. La vocación se enlaza así con el elemento de la reforma. Descartes se pretende reformador del universo de las ciencias. Pero su noción de reforma se encuadra en la línea ignaciana, y, más ampliamente, católica. El contexto de reforma, y la noción misma, nos remiten a un horizonte que abarca el arco de los siglos XV y XVI, y en el cual Descartes ocupa una posición no inicial, sino terminal, epigonal. Reforma de la Iglesia in capite et in membris, descarrilada en las herejías del siglo XVI, pero que en el ámbito mismo de la catolicidad adquirió diversidad de formulaciones y perfiles: reforma de las letras latinas en los humanistas italianos, reforma de la vida política en los utopistas, reforma de la cultura teológica y espiritual en Erasmo de Rotterdam y en los humanistas ingleses; reforma de la disciplina eclesiástica y de la vida religiosa en la España del XV y en las directrices tridentinas del XVI. Reforma que se complica con la temática del humanismo y con la problemática de la vinculación entre humanismo y Escolástica. Problemática que se resuelve de diversos modos en distintos contextos. Así, mientras la España salmantina y complutense supera victoriosamente la antítesis, asumiendo las riquezas y honduras humanísticas en la sabiduría teológica de la Escuela y en las riquezas de una mística esplendorosa que trasiega tanto los rigores conceptuales de la escolástica cuanto las esencias de un humanismo depurado, la Francia parisiense no alcanza otro tanto, sino que zozobra entre una escolástica cerrada, una oleada de agustinismos amputados y un humanismo escolar y pedantesco, y los arrestos apologéticos que se levantan ante ateos y libertinos, por un lado, y jansenistas, por el otro; sólo dos creaciones emergen con nitidez preclara: la espiritualidad del amor cristiano en el círculo berulliano, afectada, empero, de cierta inestabilidad doctrinal, de cierto "barroquismo" difícil de definir; y, ahora sí con el sello de la santidad, la obra magna de san Francisco de Sales, en la que se imbrican un humanismo de nobilísimo cuño con la perfilada solidez escolástica de la doctrina, y el fervor apologético y apostólico con la sobria ebriedad de la mística viviente. Pero el de Sales pertenece al orbe espiritual de la Saboya borgoñona, y su obra, lingüísticamente francesa, no es típicamente francesa en su contextura cultural, al menos para el siglo XVII. Situar a Descartes en este panorama no es fácil. Pero sólo en él cabe ubicarlo. Desgarrar su figura de este mundo es condenarse a no entenderlo en absoluto. Su obra es una empresa de reforma humanística y apologética a la vez. Humanística por filosófica, y,

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más precisamente, dentro del humanismo jesuítico, del cual presenta todos los rasgos típicos: privilegio de lo racional sobre lo afectivo, de la filosofía y las ciencias sobre la poesía; humanismo, por tanto, conexo con el universo escolástico, en cuanto a sus hábitos de sistematicidad y rigor, característicos del saber por modo de ciencia. En todo eso Renato fue siempre un discípulo de La Flèche. Pero también humanismo antiescolástico: Descartes bebe este espíritu en los círculos parisinos, y lo decanta en su propia experiencia y condición de gentilhombre, preocupado sobre todo por alcanzar cierto modus vivendi. Por aquí conecta Descartes con dos vertientes: el humanismo clásico, inspirado en el mundo antiguo, sobre todo, a los efectos de nuestro personaje, del pensamiento estoico (piénsese en las figuras de Montaigne y de Du Vair como prototipos de esta especie de humanismo); el humanismo crístico agustiniano del círculo del Oratorio (no, en cambio, el pseudoagustinismo luteranizante de los jansenistas del círculo de Port Royal, que, además, es históricamente posterior). Mas si Descartes se piensa a sí mismo como reformador de la filosofía en sentido humanístico cristiano, no podemos dejar de señalar dos desfiguraciones que él mismo tiende a diseñar: una, la de su rechazo total de la escolástica, de la que sigue, en cambio siendo deudor y, en muchos aspectos, representante; otra, la de su reforma, que no es, con mucho, algo tan exitoso o bien logrado como él se lo imagina. Esta imagen está ligada directamente a la de un Descartes "padre de la filosofía moderna" o "nueva". En definitiva, un Descartes novador. Pero si bien es cierto que él ha pergeñado un modo propio de acceso al filosofar y ha intentado una sistemática original, ni eso está desarraigado en sus componentes o elementos de la tradición de la Escuela, ni el hecho mismo de la novación y originalidad lo arranca de tal tradición, que no es posible reducir a un número clauso de sistemas indefinidamente recurrentes, pues, a más de los grandes sistemas clásicos, la integran un gran número de sistemas menores; y ambas series se encuentran siempre abiertas a nuevas adiciones. Dos aclaraciones resultan pertinentes desde aquí. Una, la que hace a la definición de Escolástica, problema arduo que no puede resolverse ni por una caracterización meramente formal que prescindiese de referencia a determinadas doctrinas, ni por un determinismo especificativo que redujese la Escuela a una sola de sus ramas vitales; hase de recurrir, por tanto, a una caracterización doctrinal, pero suficientemente amplia, centrada en ciertos principios básicos de orden teológico y filosófico. Otra, la cuestión del exclusivismo filosófico de Descartes: una objeción fuerte contra su pertenencia a la Escolástica la constituye el señalamiento del carácter no teológico, sino meramente filosófico de su obra, siendo una característica propia de la Escuela la síntesis orgánica de Teología y filosofía, culminada en la sacra Doctrina, que es la suprema sabiduría. Desde estas dos advertencias podemos matizar la cuestión cartesiana. Con relación a la primera, Descartes es un pensador que respeta principios básicos de la síntesis escolástica, sobre todo en al esfera de la relación entre Fe y razón, que posee un carácter capital y constituyente. Con relación a lo segundo han de tenerse en cuenta, al menos, los siguientes puntos: 1) Descartes, siendo un laico, no está, en el contexto del siglo XVII, en posición de hacer profesión de teólogo; más aún, tal cosa lo hubiera constituido en fuertemente sospechoso de herejía, o, en todo caso, en irrespetuoso de la disciplina eclesiástica; 2) su sistema es filosófico, pero en modo alguno inconexo con la Teología: dos vías claras de vinculación pueden señalarse: la de la apologética y la de la consideración de los misterios de la Fe como criterios de verdad regulativos, que trazan un claro límite a la consideración racional, límite perfeccionante, al menos, por vía de negación del error; puede indagarse una tercera, a saber, la del influjo positivo de ciertas verdades de Fe en la contextura del

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sistema; y yo pienso que este tercer modo de vinculación también puede ser atribuido a Descartes. El carácter de sitema original innovador, a su vez, como reforma cumplida del saber, tiene que ver con una doble crisis a la que Descartes trata de poner el cuerpo: crisis del escepticismo ateizante y crisis de la física aristotélica ante la física matemática galileana. Su actitud aquí se configura por la construcción de una metafísica interiorista de sesgo apologético, contra el ateísmo; y por la construcción de una composición con la física galileana, aceptada en su novedad de orientación, aunque por motivos complejos, de modo tal que rechazando la física aristotélica y haciendo lugar a la "física nueva" (este es su carácter de novador, en todo caso no de propia y exclusiva iniciativa, sino inserto en un movimiento general), pero sin que esta física pueda desembocar en el materialismo y en el ateísmo, sino que sea plenamente compatible con una metafísica espiritualista y, además, aprovechable desde la moral. La física, de hecho, le interesa a Descartes sólo en cuanto a su ubicación, de modo tal que no dañe a las verdades fundamentales sobre Dios y el alma, y sea, a la vez, aprovechable desde la filosofía moral, que es el otro polo de interés de Descartes, aunque el más incompletamente elaborado. No se trata, pues, ni de un afán innovativo modernista, ni de un empeño reformista que, de hecho, barra con la tradición intelectual cristiana. Insisto en que presentar a Descartes bajo cualquiera de estos dos sesgos me parece un error. El intento reformista de Descartes no puede ser puesto en el mismo plano que los de Lutero y Rousseau, que es lo que hace, a mi entender con notoria injusticia, Maritain en Tres reformadores. Su elaboración filosófica, por otra parte, reúne dos dimensiones distinguibles. Una consiste en la formulación de una verdad, que en él dimana de su condición de cristiano, precisamente, y de su convicción de tal: aun cuando el universo material se desmorone en torno nuestro, no debemos desesperar, porque somos, en nuestra alma, más que la materia, y por encima de ellas dos, está Dios mismo, el Ser perfectísimo. Vale más salvar el alma para Dios, que todo el mundo. Llevada esta verdad espiritual al terreno de la crisis cultural que lo envuelve, Descartes la traduce así: vale más que perezca la física aristotélica, que comprometer por ella la causa filosófica de la inmortalidad del alma y de la existencia de Dios. Le urge, por tanto, ante lo que percibe como ruina de la cosmología de Aristóteles y los escolásticos, construir una morada filosófica para las verdades primarias que se necesita salvar, desligándolas de la causa de aquella: la existencia de Dios y la espiritualidad e inmortalidad del alma. Una seria laguna o densa niebla puede percibirse aquí en el planteo que la mente de Descartes admite: no hay allí discrimen entre la ontología derivada del realismo físico de Aristóteles y su cosmología. La ausencia de tal discrimen, empero, no lo afecta sólo a él, sino a multitud de personas, y mucho más sabias que él. Quiero insinuar que lo que se le puede disculpar en tal contexto cultural a un filósofo y teólogo de la envergadura de Juan de santo Tomás, a fortiori habrá de disculparse en nuestro gentilhombre. Descartes se vale implícitamente de principios ontológicos del realismo intelectual en su esquema filosófico, pero rechazando la cosmología de Aristóteles. Poinsot los sostiene a ambos sin concesión, como si fueran necesariamente ligados en absoluto. Pero hay un núcleo de verdad filosófica en la perspectiva cartesiana: la vía del recurso a la interioridad intelectual como ámbito de realidad que permite un acceso hacia la captación de realidad más alta, la de Dios, aunque se prescinda para ello de un esquema cosmológico concreto. Advierto que las pruebas de la existencia de Dios tal como las formula santo Tomás, implican una instancia de trascendencia con respecto a los esquemas cosmológicos, por vía de la abstracción metafísica, si bien no siguen el camino de la reflexión por la interioridad, que, en cambio, sí han seguido san Agustín y san Anselmo, de diversos modos: no es una prosapia innoble, por cierto.

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Tal vía de interioridad seguirá teniendo vigor filosófico en la reacción contra el sensismo que encabeza Maine de Biran en la Francia de principios del siglo XIX abriendo camino al espiritualismo francés del siglo XIX, de uno de cuyos parciales seguidores, Bergson, recibe, por ejemplo, Maritain, el primer impulso intelectual que le permite trascender el positivismo materialista y racionalista de su formación inicial. Y lo tendrá siempre, porque expresa una profunda verdad: la realidad del espíritu puede salir a flote por encima del ocaso de la materia, porque no depende onto-lógicamente de ella con dependencia absoluta, ni para existir, ni para ser reconocida. 2)Descartes, el racionalista "Podría parecer extraño que haya más sentencias graves en los escritos de los poetas que en los de los filósofos. La razón de esto es que los poetas escriben llevados por el entusiasmo y la fuerza de la imaginación: hay en nosotros semillas de ciencia como chispas en el pedernal, que los filósofos extraen por medio de la razón y los poetas arrancan por la imaginación, y así ellas brillan más" (Cogitationes privatae, A. T. X,217). Esta imagen es la más divulgada. Han contribuido a forjarla varios autores y corrientes. Voy a discernir tres instancias. Mas no sin antes aclarar que el término racionalista, aplicado a Descartes, posee dos significados distintos: uno filosófico, que hace referencia al énfasis unilateral de Descartes en el conocimiento intelectual, en desmedro del sensorial; otro, el ideológico, que nos remite a la mente iluminista, que hace de Descartes un campeón de la sóla razón contra el "obscurantismo" de la Fe cristiana, un avanzado de las "luces" dieciochescas. Este segundo significado puede adquirir antitéticas connotaciones estimativas, según sea asumido por un inmanentista racionalista neokantiano como Cassirer o por un católico como Maritain. En muchos autores vemos vincularse, además, los dos significados, de manera que el primero aparece como un factor causante del segundo, o, al menos, conducente al mismo, como condición próxima. Pasemos a las tres instancias anunciadas. 2.1.

El Descartes de Pascal "No soy de aquellos que estiman que las lágrimas y la tristeza no pertenecen más que a las mujeres, y que, para mostrarse hombre valeroso, uno deba empeñarse en presentar siempre un rostro tranquilo. Sufrí hace poco la pérdida de dos personas muy allegadas a mí, y experimenté que quienes querían prohibirme la tristeza, la exacerbaban, mientras que me sentía aliviado por la bondad de aquellos a quienes veía conmovidos por mi pena" (de la Carta CCXXVI, A Pollot, Leyden, enero de 1641).

Es harto significativo que el primer autor de relieve en presentar una imagen fundamentalmente negativa de Descartes sea Pascal. Nos topamos aquí con una antítesis que ha sido elaborada en la literatura del siglo XX, especialmente por autores católicos: Descartes, el racionalista, frente a Pascal, el hombre de la Fe. Se trata de otro lugar común que me resulta indigerible. No puedo dejar de ver en él un despropósito de magnas proporciones. Aun después de transitar obras tan empeñosas en bosquejar una imagen luminosa de Pascal como la del genial Sciacca. Porque cuando vuelvo al propio Pascal me encuentro con otra cosa. Y una que no me agrada en absoluto.

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Pascal es el hombre de la fe, pero de la fe "obscurantista", subjetiva y pseudomística. Pascal es el hombre del "esprit de finesse", pero es mucho más geométrico que Descartes: su antítesis entre geometría y fineza se debe a que la geometría le resulta demasiado fácil, más de lo que lo es en realidad, y a que su fineza es pura sensitividad de salón, y enfermiza: o se localiza entre los encajes de la sala de danzas o entre los encajes de su soledad ensimismada. Pascal es el hombre del corazón, pero de un corazón tan frío, que no se calienta ni en la disputa: yo personalmente no puedo sentir simpatía por un hombre que ni al calor de la batalla cobra vuelo. El Pascal de las Provinciales es tan frío e inhumano en su rigorismo patético como en su brutal y calculada destreza para ironizar contra el adversario. Pero, a más de la cuestión psicológica, está la doctrinal. Convertir a Pascal en campeón del catolicismo o de la Cristiandad es una aberración. Pascal es confuso y heretizante en toda la línea. Si hay alguno de los dos franceses próximo a la herejía, no es el caballero de Touraine, sino el burgués de Clermont. Su noción de Fe está tan próxima de la luterana que su aproximación al jansenismo no resulta en absoluto sorprendente. La antítesis sistemáticamente machacada: Dios de la Fe-Dios de los filósofos, es un invento maligno. Pascal no habla de genio maligno, pero lo tiene encima. Esa antítesis sí que está a las puertas de la resolución perversa de la crisis del siglo XVII: la antítesis excluyente de Fe y razón tiene en Pascal un adalid, no en Descartes. La visión pascaliana del hombre también es luterana: su rigorismo moral no deriva de un apasionado amor por la santidad, en la que no cree, sino de un apasionado desprecio de la miseria humana. Descartes es un hombre frágil, que peca, se arrepiente, se hace cargo de las consecuencias de sus faltas, se confiesa, permanece adherido al bien, y se apega hasta la muerte a la Fe de su nodriza. Pascal es el moralista cáustico que, como ha sabido "perderse" en las finezas de los salones de baile y en las luces superficiales de la geometría, vuelto de ellas se revuelve contra toda laxitud, quizá porque una demasiado grande lo afrenta desde dentro. Y eso lo hace desde "su" Fe: una fe que se da como "obscuridad" y como "experiencia". Fe irracionalista y subjetivista, que preludia la religiosidad de los románticos. He sido demasiado negativo, a sabiendas y voluntariamente. Porque me fastidia la imagen de un Pascal próximo a la santidad, y próximo a la sabiduría. No fue, en mi opinión, ninguna de las dos cosas. Y si se cargan las tintas hasta hacer de Descartes un precursor del racionalismo iluminista, más facil y más fundado en razón objetiva es cargarlas para hacer de Pascal un precursor del romanticismo pietista, subjetivista e irracionalista. El que cree que es allí, en las tinieblas del subjetivismo sentimentalista, bosquejadas por Pascal y maduradas en las penumbras vacilantes de los bosques germánicos, llenos de los ecos de la voz destemplada de ese grosero fraile apóstata que se llamó Martín Lutero, donde ha de encontrar la recta apologética católica, yerra de medio a medio. Cede a la presión de la antítesis forzada entre ilustración y romanticismo, y se sumerge en la selva de errores y de pseudoprincipios que les son comunes. Ciertos autores católicos del mundo de lengua alemana tienen para ello, quizá, una excusa histórico-cultural. Nosotros, hispanos, no. Pascal, desde su visión fideísta y jansenista, es el primer gran forjador de una imagen de Descartes "racionalista", representante del puro "esprit géometrique".

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Pero es ya un síntoma: la imagen de Descartes racionalista no se forja a la luz de los principios de la fe católica, sino desde la deformante perspectiva de una mente desequilibrada, precisamente en la cuestión nodal de la crisis que se desenvuelve. Mientras Descartes permenece adherido substancialmente a los principios católicos en la relación entre Fe y razón, Pascal desbarra hacia el fideísmo. Que luego los iluministas coincidan en la visión de Pascal, con estimación opuesta, nada tiene de extraño: el uno y los otros miran desde el mismo error, desde la misma antítesis excluyente. O filosofía sin Fe, o Fe sin filosofía. Claramente Pascal es, en el terreno filosófico, mucho más insatisfactorio que Descartes. Su visión de la razón oscila entre una inteligencia plegada a la abstracción matemática y una inteligencia que medita sobre la experiencia interior sobrenatural. Entre la matemática y la mística, sólo el intermedio de una apologética mal bosquejada, que enfila hacia el tradicionalismo o hacia el historicismo sentimental, pero en la cual no hay lazo alguno para que la inteligencia muerda en lo metafísico. La abolición de la metafísica, rasgo propio del nominalismo culminado en el protestantismo, hacia atrás, y del racionalismo ilustrado, hacia delante, está mucho más claramente presente en Pascal que en Descartes, cuya metafísica adolece de fallos y lagunas, pero es una metafísica auténticamente filosófica. 2.2.

El Descartes del racionalismo inmanentista

La primera tradición de pensamiento en que recala la visión de un Descartes racionalista es, precisamente, la del racionalismo inmanentista modernista, a partir de la Ilustración. Descartes, que históricamente es un adversario de los ateos y libertinos, un adversario de los prerracionalistas deístas del siglo XVII, será reivindicado como modelo por los ilustrados. A partir de allí se forja una imagen ideologizada de Descartes como campeón de la racionalidad pura, y, "padre de la filosofía moderna". Descartes, hombre de Fe y defensor de la Fe, se transforma en virtud de la alquimia gnóstica de los ilustrados (o sea de los tenebrosos más conspicuos de la historia cultural europea) en su precursor. Varios textos capitales jalonan el itinerario de esta imagen, cuyos elementos fundamentales son: 1)mediante la duda radical, Descartes ha introducido el método de la razón pura, ajena a todo "prejuicio", y, sobre todo, ha libertado a la razón de la tiranía de la Fe; 2)mediante el modelo matemático de racionalidad, Descartes ha libertado a la razón de las obscuridades de la metafísica, llevándola a su destino propio, o sea, ocuparse de las cosas terrenas, de lo temporal e inmanente, y según el espíritu propio de la ciencia moderna (físico-matemática); 3)como físico ha establecido el mecanicismo, libertando a la filosofia de las causas formales y finales de la física aristotélica, y adhiriéndose a la novedad galileana. El rasgo 1 es una falsificación completa: Descartes es un metafísico y un hombre de Fe a la vez. Ajeno, por ende, a la raíz y presupuesto del esquema mental iluminista y racionalista: para el gentilhombre ni la Fe exlcuye la razón, ni la razón la Fe. El odio de lo sobrenatural propio de los ilustrados es algo que ellos proyectan en Descartes, distorsionando todo su pensamiento radicalmente. El tema de la duda como método, se inscribe en la tradición de la retórica clásica con el fin de asentar un punto, a fortiori, aun concedida por hipótesis una condición desfavorable. El rasgo 2 recoge un elemento de la noción de racionalidad propia de Descartes, pero lo descentra; Descartes no niega la metafísica, sólo la restringe "ascéticamente"; tampoco la matemática, al final, lo satisface: su desconfianza por la sola razón es de talante nominalista, aunque no ockhamiano. Es cierto pragmatismo moral y espiritual el que lleva a Descartes a no considerar conveniente el dedicar demasiado tiempo a la metafísica. Se oye resonar aquí una temática de la devotio moderna y del ascetismo jesuítico. No se trata, en

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cambio de un reduccionismo matematicista, que sí se halla en la mente neopitagorizante de Galileo, siendo la raíz de sus graves extravíos filosóficos. Descartes, precisamente, distingue la metafísica de la física, no las confunde, y las ordena debidamente. Si adopta el esquema galileano es desde la distinción de la res extensa y la res cogitans, impidiendo así todo reduccionismo de la metafísica a la física matematizante, que se da en la ontología pitagórica de Galileo, que aplasta los grados de abstracción sobre el matemático, degradando la metafísica y elevando la física, pero a costa de suprimirla en lo suyo propio. En cuanto al modelo matemático de racionalidad, no significa en Descartes una supresión ni del claroscuro de la inteligencia ni de la especificidad de la inteligencia metafísica, que se ve, por el contrario, destacada desde la línea de la interioridad mental, según una modalidad específicamente cartesiana, cuyas relaciones con la interioridad agustiniana son muy interesantes y dignas de estudio; no lo son menos, a mi entender, las relaciones con la interioridad mental según la tradición ignaciana, jesuítica. Cabe finalmente contrastarla con otra: la interioridad metafísico-intencional del avicenismo, trasegada por la escolástica en múltiples variantes (Enrique de Gante, Juan Duns Escoto). El rasgo 3 señala un dato incontrovertible, pero que, descoyuntado del sistema de pensamiento, adquiere un valor enteramente diverso. De hecho, este rasgo es tal que por él Desartes puede ser considerado, en el terreno de la física, entre los filósofos nuevos por los escolásticos de los siglos XVII y XVIII. Pero sin que ello implique, en modo alguno, el racionalismo inmanentista. Partiendo de este núcleo, la tradición racionalista ha intentado dar con el espíritu, con la médula del pensamiento cartesiano, sugiriéndose como tales: 1)el giro hacia la subjetividad y hacia la razón pura como expresiones del antropocentrismo moderno, aquí connotados, a su vez, como liberación del hombre de la falsa trascendencia; 2)el giro hacia el problema gnoseológico como central, y la anteposición del problema del conocer al del ser, abriéndose así la vía del metodologismo y del idealismo modernos; 3)la intención de construir un sistema meramente racional que funde toda la civilización, lo que equivale a leer a Descartes en clave abiertamente iluminista, centrando tal intención en el problema de la paz de Europa: la paz y la unidad conseguidas por la sola razón, relegando la Fe, y sustituyéndola. Las tres interpretaciones hacen de Descartes un ilustrado avant la lettre, pero de cierto ninguna de las tres tendencias pueden atribuirse históricamente al filósofo: no es antropocéntrico, sino humanista cristiano; no es gnoseologista, sino metafísico de la interioridad, pero realista; no es un pacifista a ultranza imbuido del ideal inmanentista y secularista: es un gentilhombre del siglo XVII, desencantado de guerras sin lealtad ni heroísmo, y encerrado en una realidad mezquina que hace dar a Cervantes el grito del Quijote, a Quevedo las recias voces de su senequismo cristiano, a Calderón las de su meditación teológico-metafísica sobre el teatro del mundo y la oniricidad del mundo presente, temas estos últimos, y, en cierta medida todos ellos, que resuenan en los versos inspirados del cisne de Straford. Descartes puede ser un hombre anheloso de paz, pero su paz es todavía la paz cristiana: en la Fe, en la verdad de la Fe y de la vida conforme a la Fe. Descartes no sueña con una civilización de la sola razón que haga la dicha humana en la tierra: sólo busca en la filosofía un ejercicio de inteligencia que le permita transitar en relativa paz este mundo de sombras hacia la patria del Cielo. La sugerencia del Descartes pacifista, presentada sobre todo por Cassirer, se choca con la nítida concepción cristiana de la política del gentilhombre francés, radicalmente incompatible con el ideal gnóstico del iluminismo. Más aún: yo diría que no son las presuntas guerras de religión, presentes en la mente fraudulenta de los ilustrados lo que fastidió a Descartes, sino, precisamente, las guerras sin religión que le tocó vivir, en las que la causa de la Fe había sido subalternada a los intereses nacionales de Francia, de la "nación" y de su esplendor (como, en la ideología ilustrada lo serán a la "civilización" y a la "causa de la libertad y los derechos del hombre y

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del ciudadano"), de modo que la Francia católica podía quedar aliada con los protestantes o con el Turco, si en ello iba ventaja para la nación. Pero además las interpretaciones racionalistas chocan con un obstáculo tan evidente en las declaraciones reiteradas del propio Descartes, que se han visto obligados sus sustentadores a pergeñar la hipótesis de la "máscara", para poder así seguir presentando a Descartes como uno de los suyos: sus reiteradas profesiones de Fe católica no son sino una mascarada a la que se ha visto obligado, él, un "adelantado", un "precursor", por la inferioridad mezquina de sus contemporáneos, que, de haberse él manifestado abiertamente según su mente, lo habría perseguido, torturado y quemado. En esa doctrina de la máscara, montada toda ella sobre la cita del larvatus prodeo, no se sabe que admirar más: si el desparpajo para violentar o la imbecilidad para mentirse. Por otra parte, el héroe queda hecho una piltrafa despreciable: un fantoche cobarde y mentiroso, que, en una degradación ya francamente patológica, se miente hasta a sí mismo en la correspondencia privada y en los actos capitales de su existencia. No quiero abandonar esta somera aproximación sin una indicación de orden personal: mi primer encuentro con Descartes fue desde una mentalidad en la cual lo percibía como padre de la filosofía moderna, y entendía, a su vez, modernidad desde las categorías de la Ilustración, llevadas al extremo del racionalismo inmanentista y ateo. Pero a medida que mi lectura de Descartes progresaba no podía dejar de percibir un abismo entre tal mentalidad y el autor al que oía mentalmente: se trataba de un hombre que hablaba de Dios, del alma inmortal, y de los misterios de la Fe católica como un creyente. Pero entonces, un hombre “racional” y “filósofo moderno”, ¿podía ser un creyente católico? Este hecho derrumbaba todo el esquema: ni Descartes era un racionalista, ni la “modernidad” era ese país de la incredulidad y el ateísmo que yo creía que era. Ese descubrimiento de un fraude historiográfico de tal dimensión, inserto en la entraña misma de la enseñanza vulgar, fue para mí de gran importancia personal, pero, además, constituye un horizonte insoslayable de mi aproximación a Descartes. Conste, a fuer de honestidad, como motivo que me lleva a tener para con él una deuda de gratitud: el haberme despertado de la ilusión y del fraude de la "modernidad", simplemente siendo un gentilhombre católico del siglo XVII, y dejando espontánea constancia de ello en sus obras. 2.3.

El Descartes racionalista en la tradición del pensamiento católico

La apreciación de Descartes como racionalista y padre de la filosofía moderna en el pensamiento católico es subalterna de la imagen forjada por la ilustración, pero invertida de signo valorativo. Podría alegarse la existencia de críticas anteriores por parte católica, así como la inclusión de la sobras cartesianas en el Index. Pero son dos cosas que no han de confundirse en absoluto. La obra escrita por Descartes, como la de todo autor católico que incida en materias filosóficas y de repercusión dogmática y teológica, estuvo sujeta desde el inicio al juicio supremo, tanto doctrinal como prudencial, de la santa madre Iglesia. Y éste se ejerció cabalmente. Pero hasta allí se trata, como en todas las objeciones y disputas habidas entre Descartes y sus interlocutores católicos mientras vivió, de disputa según los principios intrínsecos a la intelectualidad cristiana. Bien otra cosa es la reputación de Descartes como el padre de la modernidad ideológica. Esto implica aceptar la idea misma de modernidad como factum histórico, aceptar que Descartes tiene a tal edad o época histórica como uno de sus padres o fundadores

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ideológicos, y aceptar el esquema de interpretación histórica general implícito en tales afirmaciones. Las más conspicuas interpretaciones por parte católica en este sentido, que suceden a las primeras ideologizadas que tiñen a Descartes con la acusación de "racionalismo" desde otra perspectiva (a saber la de Pascal y los calvinistas holandeses, que lo ven desde el fideísmo), pertenecen al siglo XX. No casualmente, se trata de autores franceses. Que cargan sobre sí una determinada historia y consciencia cultural. Me limitaré a dos, que considero los más notables. Primero J. Maritain. La visión de Maritain es plenamente coincidente con la perspectiva histórica de los iluministas y racionalistas: Descartes es el revolucionario, que, trastornando todo el orden de la filosofía y de la inteligencia, instaló los errores y fraudes envenenados de los que dimana todo el extravío de la filosofía moderna. Es el padre de la modernidad filosófica, el padre del idealismo (el pensar separado del ser), del racionalismo (la razón separada de la Fe), del antropocentrismo (el hombre sin Dios). Cambia, obviamente, esto es, se invierte, la actitud valorativa: el que para los ilustrados y su progenie es héroe de la ciencia y de la razón modernas, para Maritain es el nefasto fautor de una reforma extraviante y radicalmente perversa. La imagen de Maritain se carga de tintas con la añadidura de tres motivos propios: 1)Descartes ha trastornado el ideal del saber mediante la idea de una ciencia única, tirando por la borda la pluralidad de los saberes con sus grados de perfección esencial; es el unificacionismo de la ciencia, matriz de todo el extravió del hombre moderno, y degeneración radical del cartesianismo; 2)ese error arraiga en el angelismo del pensamiento cartesiano: Descartes ha concebido a la inteligencia humana según el modelo angélico: ciencia única, intuitiva y clara, sacada toda ella de la interioridad del puro espíritu, del cogito que es el yo; 3)este angelismo no es sólo una transposición indebida: es el síntoma de la radical perversidad cartesiana; a este respecto Maritain introduce el tema del sueño de Descartes como sugestión diabólica: es el ángel de las tinieblas el que ha plasmado en la mente cartesiana este extravío maligno; el caballero Renato no ha hecho más que secundarlo. El otro elemento estructural de la visión de Maritain es la constante confrontación de las sentencias cartesianas con las de santo Tomás, que representa en la oposición la sabiduría y la ciencia cristiana. Esta contraposición se hace primordialmente entre filosofía tomista y filosofía cartesiana, lo cual entraña un enfoque ciertamente discutible. Debo decir que no comparto el Descartes de Maritain. Su análisis me resulta sesgado y tortuoso, y sus juicios, generalmente, injustos e imprudentes. Lamentablemente su retórica es muy convincente. Y su asociación esencial entre rechazo de Descartes como la abominación de la desolación en el lugar santo y la rectitud de la mente filosófica en general, y tomista en particular; más aún, su asociación entre interpretación demonizante de Descartes y ortodoxia católica es una barbarie, inadmisible, a mi entender, en sano criterio católico. Como Descartes es un íncubo, engendrado entre la doncella filosofía y el maligno, cualquiera que no lo condene es un traidor a la Fe y a la virtud cristianas. Pero se trata de una condena que no es obra de ninguna autoridad eclesiástica, sino de Monsieur Maritain. No pienso adherirme a ella, pues me parece falaz en extremo. Probablemente Martitain tenía necesidad de exorcizarse un demonio intelectual que llevaba consigo, y vino a darle el nombre de Descartes y a identificarlo con el gentilhombre de La Haye que llevó tal apellido y vivió en el siglo XVII, y escribió sobre filosofía y matemáticas. Pase. Valga para su persona y para su Francia. Pero pase de mí el embeleco. Ni mi inteligencia ni mi voluntad me dejan tragarlo.

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No encuentro en Descartes lo que Maritain. Empiezo señalando la desmesura que me aleja de su visión. Descartes no es un hereje. Jamás lo fue. Pues bien, Maritain lo sitúa, motu proprio, en el mismo plano que a Lutero y a Rousseau: el reformador religioso, el reformador filosófico, el reformador de la concepción política. Yo prefiero atenerme a verlo como un buen católico, que según consta lo fue siempre, y hasta su lecho de muerte. La idea de reforma, por otra parte, puede entenderse católicamente, y ya llevo dicho que el ideal de reforma es, en Descartes, según mi parecer, de tal cuño. No se trata del ideal herético y cismático, revolucionario radical, de los otros dos, que asienta en el sustrato de ideologemas propios del protestantismo, luterano o calvinista, del todo ajenos a la mente y al espíritu de Descartes. Pero bajo esa equiparación hay un germen de obscuridad: ¿cómo es posible equiparar a un hombre que comete errores filosóficos, y, eventualmente teológicos _que es del todo legítimo señalar, e incluso obligatorio, para quien pueda y se interese por la pureza de la Fe__, con un hereje? Curiosamente, debo responder, sólo si se equipara la importancia y valor de la filosofía al de la Fe misma. ¿No hay aquí un muy curioso y terrible filosofismo en la tesitura maritainiana? Hacer de la filosofía la madre de todos los errores, incluso los de la Fe, fue un exceso en que, ya en el siglo II, incurrió el destemplado Taciano (gran biblista, por otro lado), pero implica una grave falta de percepción de la posibilidad de extraviarse la razón teológica por sí misma, y de extraviarse por motivos especulativos o prácticos, pero suyos, o, antes, de la condición humana en general, pero no específicamente de la filosofía. Una sana filosofía es condición necesaria de una sana Teología y de una sana cultura cristianamente elaborada. Mas no suficiente. No es necesaria, en cambio, para la Fe sin más: un creyente sincero puede sostener en su mente algún error filosófico, e incluso teológico, de lo que ni los más ilustres Padres y Doctores se han visto enteramente libres, como que la inerrancia es de Dios solo, y no del hombre; y la infalibilidad, de los maestros de la Fe en la sucesión y tradición apostólica, por especial don divino, pero ni de los teólogos ni de los filósofos, por cristianos y santos que sean. Hacer de un autor, teólogo o filósofo, que en lo substancial no se ha apartado nunca de la Fe, el padre de todos los errores intelectuales, y a través de ellos, de todos los extravíos doctrinales, religiosos y morales de la historia, entraña al menos doble error: 1)un naturalismo impertinente, que desprecia la luz de la Fe y la fuerza de la Gracia como fuente de vida verdadera; 2)un racionalismo larvado, que reduce la ortodoxia a cierto sistema racionalmente elaborado, y, por tanto, en el fondo, a algo humano. ¿Cómo puede estar la garantía de la Fe íntegra en un sistema filosófico _error más grave todavía_, o aún teológico, y no en la sana ortodoxia eclesialmente constituida en la comunión creyente y laudante del Cuerpo de Cristo? Insisto en que esa misma comunión puede, y debe, en pos de la integridad de la misma Doctrina de la Fe, establecer principios y mostrar la conexión vital de las verdades, exaltando la sanidad y fecundidad para la ortodoxia de las enseñanzas de ciertos autores, como es el caso de santo Tomás, y, en general, de los Doctores de la Iglesia. Pero esto no significa identificar la Doctrina con un sistema filosófico particular, ni, mucho menos, poner en él la integridad de la misma. La perspectiva inaceptablemente filosofista que vengo de señalar, puede advertirse, y en ambos casos entrañando grave injusticia, en dos casos muy notables: Sertillanges sobre el beato Juan Duns Escoto, y Maritain sobre Descartes. El primer caso es muy ilustrativo: Escoto, esencialista y voluntarista, viene a ser el padre del nominalismo, y, a su través, del protestantismo luterano, y, a su través, del racionalismo moderno. Por una genealogía fantástica que no se le hubiera ocurrido ni a Rabelais, el bienaventurado fraile escosés, gran metafísco y gran teólogo cristiano, de entre

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los más grandes que hayan existido, y fecundo en buena doctrina teológica y filosófica, al punto de ser recomendado durante siglos por los Romanos Pontífices como fuente de sólida y sana formación para los miembros de la Orden Seráfica (¿es legítimo citar los elogios y recomendaciones de los Papas sólo cuando se trata de unos y no de otros?; es un caso de curiosa cojera en el criterio de autoridad), viene a ser casi como el demonio, padre de los herejes habidos y por haber (claro que sólo desde el siglo XIV). Tal tipo de visión sólo puede basarse en una enorme falta de ecuanimidad y de delicadeza intelectual, que son, ambas, necesarias, para justipreciar, distinguir, precisar y evitar groseras simplificaciones que, si retórica o ideológicamente atractivas, no dejan de ser repugnantes al más elemental sentido de la razonabilidad y de la eclesialidad. El caso de Descartes es distinto, pero análogo. No se dan en él ni la recomendación magisterial ni la grandeza objetiva como teólogo, y como metafísco de primera línea. Pero, en cambio, se da su pertenencia vital a la tradición católica y al contexto de la cultura católica francesa del siglo XVII. Más una fecundidad histórico-filosófica ulterior, en que su obra ha dado frutos de buena doctrina, y ha fungido como muralla frente al enemigo. Esto basta, a mi parecer, para no encarnizarse con ella impiadosamente, lo que sólo se justifica en el caso del error mismo. Pero hay otra cosa. Los esquemas del tipo de "Descartes, padre de la filosofía moderna", "Escoto, padre del voluntarismo y el antiintelectualismo", poseen el defecto de probar demasiado, porque aplican modos de razonar viciosos. Al empeñarse por mostrar la genealogía, cometen desaguisados exegéticos flagrantes, que exagerando un aspecto de la doctrina del autor primero, la fuerzan a aparecer como precursora inmediata de otra doctrina, radicalmente distinta y, además, divergente. Ese mismo esquema, que superficializa, caricaturiza y exagera el papel de una doctrina determinada, puede aplicarse a cualquier autor, y con resultados, muchas veces, catastróficos. Así hay quienes ven en santo Tomás un precursor de Kant, o un precursor de la fenomenología husserliana; o un precursor del antropocentrismo moderno, porque al exaltar la consistencia de la naturaleza física, bajo el influjo de Aristóteles, abre camino a una visión naturalista; y otrosí en el terreno de la concepción política, en la que sería el primer postulador de un régimen de corte democrático, en virtud de su exaltación de la ley natural y de la mayor perfección relativa del régimen moderado. Entonces resulta el Aquinate un precursor del naturalismo ilustrado-romántico, del idealismo criticista, o del democratismo liberal moderno. El despropósito es manifiesto, y raya en el dislate. Pero el procedimiento de los "vuelos panorámicos" irresponsables y superficiales lo permite. Esta crítica que hago no significa en modo alguno que nunca sea posible trazar líneas de pensamiento, tradiciones que atraviesan los siglos y se ramifican y arraigan a su través. Digo que esto ha de hacerse con ajustado rigor, ciñendo la inteligencia a los hechos históricos, y sin manipular vanamente los datos a nivel de la esfera de las ideas. Doy un ejemplo. Maritain responsabiliza a Descartes de separar el pensar del ser, por donde viene a ser padre del fenomenismo y el idealismo modernos. Pero Descartes no hace tal cosa en modo alguno. Su enfoque interiorista lo hace partir de las ideas como contenidos del pensamiento, y de la certeza intuitiva de la propia existencia del yo pensante. Pero distingue siempre en las ideas su ser formal y su ser objetivo, así como aplica el principio realista de causalidad en la esfera abierta por el contenido objetivo. Eso es realismo ontológico, y no tiene nada de idealismo ni de fenomenismo. Hay sí una relativización fenomenista de los datos sensibles propios, pero no de la cosa corpórea como tal. Lo más que se puede decir con justeza es que el enfoque interiorista y la desconfianza por los datos sensibles vulnera la integridad de un sano realismo. Podría

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decirse que es un realismo herido, pero no muerto. Entre ambos conceptos hay una diferencia esencial. La que media, por ejemplo, entre decir que el pecado original ha corrompido esencialmente o ha herido, corrompido accidentalmente, la naturaleza humana. Y esa diferencia es la que hay entre la herejía y la verdad de la Fe. No hay derecho, en el terreno de las ideas, a la manipulación ligera que pasa por alto las distinciones. El arte de distinguir, y con fineza, es, precisamente, una de las grandes enseñanzas metodológicas de la tradición de la Escuela. Nadie, mínimamente honesto intelectualmente, y avezado a la disputa escolástica y su exigente rigor conceptual, tiene derecho a convertir por arte de birlibirloque a Duns en un voluntarista absoluto o en un precursor del nominalismo (él, cuya escuela fue la adversaria más decidida del nominalismo entre los siglos XIV y XV), o a Descartes en un fenomenista radical o en un idealista. Y siendo esto así, las genealogías fantásticas han de relegarse a donde pertenecen: al mundo del disparate. Antes de dejar a Maritain debo hacer otras dos observaciones que me parecen pertinentes. Primero, que el pensamiento de Descartes está tan entramado en la tradición escolástica, por más que él no lo sepa o no lo quiera, que la saña con que se lo trata puede en ocasiones alcanzar fácilmente a la misma. Salvo que uno pretenda reducir ésta a la sola obra de santo Tomás. Es un reduccionismo en el que no estoy dispuesto a consentir en modo alguno. El contraste sistemático que hace Maritain entre las sentencias de Descartes y las del Aquinate (que, en el terreno del pensar es como poner en competencia una perdiz con un águila, o una casita de refugio con una catedral, lo que, además de ser impertinente, es de mal gusto), es un camino didácticamente apto para destacar ciertas verdades, y en cuanto tal me parece muy bien. Pero si se quiere comprender la mente de Descartes y situarlo en una perspectiva históricamente objetiva, es un procedimiento inadmisible. Bastará no digo ya acudir a las distintas tradiciones escolásticas, sino estudiar un poco en profundidad las mismas variantes de la tradición tomista y su contextura histórica en el siglo XVII, para advertir un panorama más matizado y complejo, que las rudas antítesis de Maritain ni siquiera dejan adivinar. Cierto que algunas sentencias de Descartes saben a nominalismo, y presentan tal tendencia; pero ¿no pasa lo mismo con algunas sentencias de Francisco de Vitoria o del ilustre cardenal Cayetano, siendo éste el primer tratadista sistemático de la analogía, y talento metafísico de primera línea? Pero lo cierto es que ni Vitoria, ni Cayetano, ni Descartes fueron nominalistas. En el mundo intelectual las sutilezas no son un lujo vano: son una necesidad primordial, como el agua para la vida orgánica. Lo segundo que deseo observar es una paradoja terrible. Maritain hace de Descartes el demonizado responsable de la decadencia intelectual del Occidente. El fautor ideológico de la modernidad filosófica. Uno puede apreciar ciertamente, en el proyecto del Descartes reformador, una suerte de necesidad de establecer una filosofía nueva (una "vía filosófica nueva", según el modo de hablar del siglo XVII, más ponderado que el nuestro), que se adecue a las instancias de un saber físico renovado. Su edificación intelectual, ya lo hemos dicho, concede a la posición galileana y mecanicista el universo físico, pero reserva la esfera de la res cogitans para una metafísica realista de la interioridad pensante, abierta a la trascendencia, afirmativa de la existencia de Dios y de la independencia óntica radical del ser espiritual respecto de la materia. Se puede, es legítimo, acusar a Descartes en esto de procurar una componenda inestable y, por tanto, próximamente expuesta al derrumbe. También de incoherencia y de falta de integridad sistemática, generadora de disociaciones en la perspectiva intelectual. Ahora bien: esto mismo se ha señalado contra el propio Maritain, y a mi parecer con justísima causa, respecto a su ideal de la "nueva cristiandad", pieza clave de su pensamiento sobre la política y la cultura. Entre nosotros lo ha hecho, con maestría tomista

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indudable, el P. Meinvielle. Ha hecho más: no sólo ha mostrado que la concepción política maritainiana procura una componenda entre la concepción tomista y la ideología moderna de la revolución francesa y sus resultados históricos, ya fácticos, ya ideológicos (y es claro que es así: Maritain tiene una visión de la revolución francesa desde un democratismo modernista incompatible con los principios teológicos de cualquier concepción política cristiana), sino que para ello ha distorsionado una de las áreas capitales del pensamiento tomasiano, a saber, la que hace al concepto de persona y su aplicación al hombre, individual y comunitariamente, y en su relación con el concepto de bien común (Meinvielle centra la crítica en la "separación" operada por Maritain entre individuo y persona, implicante del personalismo subjetivista y antropocentrista moderno). Supongamos que uno admite la crítica (yo personalmente la admito en lo substancial). ¿Nos habilita eso acaso para tratar a Maritain como un pseudofilósofo perteneciente al campo del pensamiento inmanentista y de la apostasía anticristiana de la Europa moderna? ¿O para convertirlo en un símbolo del extravío y padre de la perdición? No, ciertamente que no. Pero eso mismo es lo que hace Maritain con Descartes. Necesario es, en el estudio de un autor, reconocer sus errores y refutarlos debidamente. Lo exige el amor por la verdad. Hay que hacerlo con Descartes, que en filosofía tiene unos cuantos, y también con Maritain, que los tiene menos, aunque el señalado previamente no de poca gravedad. Pero ese mismo amor por la verdad, por el bien, por la belleza, exige que no afeemos nuestro discernimiento con juicios injustos, ni caricaturas desmesuradas, ni catalogaciones impertinentes. A la verdad se la debe servir con la moderación de la prudencia, que es participación de ella en el orden práctico-práctico. Y, sobre todo, con caridad, que es vínculo de perfección. Ella es la que no nos deja abandonar a un autor y su pensamiento a la sombra de las tinieblas, sino cuando no hay lugar para otra cosa. Seguramente Maritain ha visto en Descartes un caso tal. Pero yo no lo veo. Veo en Descartes un filósofo, que respeta los primeros principios substancialmente, y que enseña algunas verdades primordiales que el filósofo está llamado a reconocer y transmitir. Y aquí me permito un breve excursus. Una verdad filosófica no necesariamente es asequible por un solo camino. Puede alcanzarse desde distintas perspectivas. Y, segundo, ningún sistema filosófico determinado, por sólido e íntegro que sea (el de santo Tomás, por ejemplo eminente), agota la verdad filosóficamente cognoscible, ni tampoco es perfecto (la filosofía es siempre perfectible, nos recuerda el propio Maritain criticando a Descartes), ni tampoco agota todas las perspectivas posibles desde las que una verdad puede ser atingida. En este marco cabe la legítima pluralidad de los sistemas filosóficos (no de la ciencia filosófica, que es siempre una) y de las espiritualidades filosóficas. Y en el ámbito de la recta filosofía, creo que hay un lugar, pequeño y modesto, para lo que de sano hay en el sistema cartesiano, como actitud de ascesis filosófica y como muralla defensiva frente a cualquier reduccionismo materialista. Muralla que resguarda un camino hacia la verdad fundamental de la existencia de Dios, y las verdades de la espiritualidad e inmortalidad del alma humana. Puede pensarse que es poco, y lo concedo. Pero nunca que sea antifilosofía o puro error y extravío ideológico. El segundo autor que cumple considerar aquí es Gilson. El gran historiador de la filosofía posee, con su habitual fineza y erudición formidable, una imagen mucho más matizada de Descartes. Su obra sobre los elementos escolásticos en el pensamiento cartesiano es un monumento en su género.

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No sólo nos muestra con ajustada precisión la gran cantidad de elementos recogidos por Descartes de la tradición precedente, sino que, y por ello mismo, nos enseña a no entender a Descartes desde la imagen que el mismo declara de sí: el puede presumir que todo lo que dice ha salido de su mente, pero nosotros sabemos que no. Más aún: Gilson declara la forma mental general que el propio sistema cartesiano posee como acuñado en la matriz de una mente cristiana. Un sistema que se centra en la existencia del sujeto pensante y de Dios como ser perfectísimo, saliendo desde allí a la certeza de la existencia del mundo físico, es un reflejo de una actitud de estimación preferente por lo espiritual y personal, que no puede explicarse históricamente sino como espontaneidad surgida de la mente cristiana de su ambiente cultural, presente vigorosamente en él mismo. Mas, no obstante todo ello, Gilson sostiene dos tesis que consolidan una imagen básicamente negativa de Descartes: 1) Descartes no es un filósofo cristiano; 2) Descartes es el padre de la filosofía moderna. No condivido ninguna de las dos. En cuanto a la primera, baste recordar la ardua problematicidad de la noción de filosofía cristiana, así como la discutible definición gilsoniana del concepto. Pero me parece que, aun admitiendo la definición de Gilson, no resulta claro que se le pueda negar a Descartes tal título. Eso sólo resulta claro si, como hace Gilson, se reduce materialmente la filosofía cristiana a un sistema determinado: el del Aquinate según la interpretación de Gilson, que, si muy vigorosa y bien perfilada, dista de ser, en mi opinión, enteramente satisfactoria, como que relega a las sombras aspectos sumamente importantes de la mente metafísica del Angélico, centrando todo exclusiva y obsesivamente en la cuestión del acto de ser y la esencia. El saber filosófico, uno en cuanto ciencia con unidad trascendental y analógica, tiene una unicidad formal que no puede reducirse, insisto, a un sistema determinado. Y prescindo aquí del calificativo de cristiano (haciendo notar que tal calificativo, dado a la filosofía en su significado de saber de orden natural, no se encuentra en toda la tradición, incluido desde luego santo Tomás, hasta el siglo XV, en que empieza a aparecer, aunque en rigor no se usa hasta el XVII). Gilson tiene la tendencia a reducirlo no sólo a un sistema, sino a su peculiar y opinable (opinabilidad que no podía escapar a una mente tan fina como la suya) interpretación del mismo. En su obra El ser y los filósofos presenta una recorrida por la historia de la filosofía en la cual parece limitarse a mostrar cómo todo sistema, excepto el de santo Tomás, es un error desde su mismo punto de partida. Esto es un exceso de desmesura, desequilibrado y patológico. Yo me esfuerzo por ser un discípulo consecuente del Aquinate, en cuanto enseña recta y sabiamente, que es casi todo lo que enseña (no necesariamente todo), pero ello siendo, como él, discípulo de la íntegra tradición de la Iglesia, de las riquezas extraordinarias y variadas de la Patrística y de la Escuela, y seleccionando, según la sabia prudencia ecléctica de los mismos Padres, lo mejor, sin excluir más que el error y el extravío, se encuentren donde se encuentren. El exclusivismo apasionado de escuela, el sectarismo, ni es tradicional, ni es eclesial, ni es católico. Los sólidos principios que transmite el Aquinate, por otra parte, y a los que se adhiere fielmente, no son sólo suyos: son los de la íntegra Tradición en lo substancial, irreductibles, por tanto, a las sentencias precisivas propias y exclusivas de Tomás y de su Escuela. Doctor communis se lo llama en la Iglesia. El sólido realismo metafísico del ser, las esencias y las causas, la profunda doctrina de la analogía, el ejemplarismo metafísico-teológico, la integración de lo ontológico, lo lógico y lo gnoseológico en perspectiva realista trascendente: todos tesoros de sana ciencia filosófica a los que no podemos dejar de adherirnos con la mente y el corazón, porque son la verdad. Tomás los ha enseñado preclaramente, pero no él solo, mas deudor de muchos y compañero de otros tantos.

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La posición de Descartes en la enseñanza de esas verdades es, con mucho, menor y más pobre: pero no es nula. Y si la calificación de cristiano para el filósofo quiere significar la integración vital del saber filosófico y de la disciplina mental y moral del filósofo en la Fe y la vida cristianas, ¿por qué negar tal título a Descartes? Yo creo que puede incluso reconocerse un influjo no meramente negativo, que sí lo hay, indudablemente (pues el gentilhombre está dispuesto siempre a renunciar a una doctrina si se le demuestra que es incompatible con la Fe), sino incluso positivo, en la modalización de ciertas doctrinas auténticamente filosóficas. El propio Gilson es consciente del talante interiorista del planteo cartesiano. Ahora bien: se trata de una tendencia a la interioridad personal como ámbito en que puede encontrarse la verdad, no subjetiva, sino objetivamente: se trata de una metafísica de interioridad, no idéntica a la agustiniana, pero semejante a ella. En esto puede advertirse el influjo, según mi opinión, sobre todo, no de san Agustín, sino de san Ignacio de Loyola, y, con él, de toda una tradición de la espiritualidad cristiana, la de la llamada devotio moderna (¡por fin vengo a parar en que Descartes ha sido un moderno!; pero, ¡hélas!, debo desilusionar al lector: padre de ninguna modernidad, sino bisnieto de los "modernos" del siglo XIV). Dos rasgos de la devotio moderna, en cuya mentalidad se ha formado en La Flèche, atraviesan y forjan el pensamiento de Descartes: el interiorismo subjetivo-objetivo, realista y espiritualista; y el metodismo ascético. Y ambos rasgos se implantan en él con impronta jesuítica: es decir con un acendrado espíritu de rigor y sobriedad racionales, de terquedad voluntariosa y de reformismo integrista. El giro a lo interior que se monta sobre la retórica antiescéptica de concesión de las dudas hiperbólicas, no es en modo alguno lo que interpreta el idealismo posterior desde su tortuosa mente subjetivista e inmanentista: es, en cambio, el señalamiento de un infrangible y sólido reducto, que el hacha de la duda no puede abatir, ni la mordacidad del escepticismo corroer. La inteligencia podrá ser corrida del horizonte de lo material, pero no puede ser expulsada del reino del espíritu. Puede presentarse esto como uno de los grandes y capitales errores cartesianos: admitir la duda sobre lo evidente, en este caso la existencia del mundo externo. De donde vendrían el fenomenismo y el idealismo posteriores. Esta acusación pasa por alto tres cosas: 1) el carácter retórico de la duda; metódico, pero no con una metodicidad filosófica, como si la duda fuese para Descartes el método propio de la filosofía: nada más errado que semejante interpretación; se trata de un método retórico en este caso, y si se quiere con algo de ejercitación intelectual, es decir, retórico y ascético-intelectual a la vez; se trata de conceder al adversario lo máximo que se pueda, para llevarlo por reducción y sorpresa a la indefendibilidad de su posición; se trata también de despojarse de todo lo prescindible, para topar con lo único necesario; tomar la duda cartesiana como método "constructivo" de la verdad es erróneo: se trata de un camino para encontrar las verdades primeras sin las cuales ninguna puede subsistir, pero que, a la vez, son ellas mismas indubitables; es claro que, para el filósofo, nunca han sido las únicas verdades; 2) pero hay algo más: se pasa por alto que la evidencia del mundo sensible no es del mismo orden que las evidencias que Descartes señala; puede decirse que inferir la certeza de la existencia de los cuerpos de la verdad de la existencia de Dios es un grave error filosófico; pero ¿lo es absolutamente?; no, sino relativamente. Para una mente ateizada la evidencia del mundo externo es puramente fenoménica, como lo demuestra toda la historia del pensamiento humano; a los cristianos puede resultarnos muy claro que el mundo físico es una realidad propiamente dicha, en sentido metafísico, porque eso lo bebemos con la verdad primaria de la creación del mundo por Dios; pero la auténtica realidad trascendente, en sentido metafísico, del mundo externo, es claro que supone mucho más que la evidencia perceptual, cosa que señala Agustín en el Contra Academicos: es

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evidente a los sentidos que percibo como existente tal cosa, pero no que de hecho exista; esto último implica admitir el alcance metafísico de la inteligencia y, consecuentemente la capacidad de emitir con certeza un juicio existencial plenamente realista; para una mente ateizada, insisto, el realismo está muy lejos de ser espontáneo: es un tour de force casi imposible; hay una dependencia de fondo del realismo físico pleno respecto a la trascendencia metafísica, es decir a la verdad de la existencia de Dios y del espíritu humano; el interiorismo expresa esto: el agustiniano con una perspectiva de verdad mucho más íntegra y plena que el cartesiano; pero este lo hace a su modo: si no partimos de aceptar que somos seres espirituales y que hay un Dios infinitamente perfecto que es causa de todo lo que existe, la realidad del mundo físico resulta quizá afirmable, pero endeble e insignificante: es algo que carece de certeza metafísica y que carece de sentido; uno puede enfatizar lo que hay de error en la marcha mental del gentilhombre, pero sin olvidarse de enfatizar parejamente, por lo menos, cuanto hay de verdad en ella; 3) la tercera cosa que se olvida en esa crítica es que la interioridad cartesiana es una interioridad metafísicamente arraigada: en ella se hace presente la verdad en sentido propio y realista; las ideas son término de conocimiento en que no se confunde lo formal y lo objetivo: formalmente son el sujeto, pero por su contenido son el objeto y remiten a él; y lo hacen según el principio realista de causalidad, tanto hacia la realidad de Dios, como hacia la realidad del mundo externo, garantizada fundante y radicalmente por la veracidad divina. Aquí asoma, y no hago más que señalarlo de pasada, un tema caro a todo el pensamiento de la Cristiandad latina: el mundo como revelación de Dios, como teofanía; si lo es, ¿por qué no habría de ser objeto de cierta fe?; racional y humana, pero fe, en cuanto certeza condicionada por la veracidad divina; pero racional, porque basada en ella en cuanto conocida naturalmente como perfección propia del Ser perfectísimo; se trata de un tema a desbrozar, pero en el que se hace patente el arraigo cristiano del pensamiento cartesiano. La interioridad humana no es, pues, en Descartes, un absoluto: es plenamente relativa: al ser objetivo que la trasciende, a la totalidad de las cosas existentes realmente relacionadas con el sujeto que es una "cosa que piensa", una res cogitans (él mismo es una realidad, siempre, no un polo de subjetividad pura, como en toda la tradición idealista); y al mismo tiempo es substancial: es captada como un ente en sí realmente subsistente (no como una función constitutiva o productiva, como en toda la tradición fenomenista); a este respecto se puede criticar el problema de la coherencia de tales aserciones con la perspectiva de la duda instalada (pero este es un problema segundo, que surge admitido el realismo de Descartes). Puestas estas precisiones viene a cuento recordar el ambiente del Barroco en que se incardina el pensamiento del gentilhombre: no olvidemos que se trata de un contemporáneo del autor de Hamlet, del autor de La vida es sueño, del padre del Quijote, del pintor de los terribles óleos del Hospital de la Caridad de Sevilla, de los múltiples pintores de vanidades: para aquellos hombres todos, el mundo físico no aparece ni como a los ojos de Platón ni como a los de Aristóteles; se trata de un mundo real (plenamente real y lleno de riquezas: nunca se encarecerá suficientemente el señalar la robusta raigambre de este siglo en la mentalidad cristiana tradicional, lo que lo hace muy distinto del actual, trasegado por las ideologías de la descristianización en un alto grado), pero inconsistente, evanescente, frágil y engañoso, traidor y mendaz, lleno de miseria y de opresión, incapaz de lo grande, lo noble y lo sublime, sofocador de corazones y de ánimos levantados, a los que estrecha hacia la exasperación, la locura o la angustia reconcentrada. Sólo la fuerza de la Gracia sostiene en aquellos hombres el resto para afirmar la luz de la verdad por encima y al través de tales tinieblas de desolación. Pero su contemplación de la vanidad del mundo, que los oprime o hacia la afirmación tajante de lo imperecedero desde el recio menosprecio del mundo, o a una sumersión infamante en el sinsentido (esto último es lo que elegirá al inmanentismo ilustrado, encubriendo con oropeles ideológicos la inmunda vacuedad de su elección desesperada), les da una orientación existencial profunda. Este trasfondo tiene

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varias dimensiones: la meditación cristiana de la vanidad de lo carnal y perecedero; la meditación de la obscuridad del pecado, desgarrada por las notas de la herejía que hacen a la ortodoxia abrirse, por contraste, entre optimismos y pesimismos, esforzándose a su vez con denuedo, al soplo nunca faltante del Espíritu, por conservar el equilibrio; la experiencia del desgarramiento de la Cristiandad y la nostalgia de la unidad perdida. Configúrase así un horizonte omipresente de duelo y gravedad. Los elementos fundamentales de este trasfondo permanecen entre nosotros, decantados y transformados por los acontecimientos de los siglos subsecuentes. Pero es claro que, en los inicios del siglo XXI, puede sernos saludable la voz del gentilhombre que, ante tal angustia de pérdida y evanescencia, recuerda nuestras almas, despierta el seso, a la memoria del alma inmortal y del Dios perfectísimo, como verdades sólidas más allá de toda duda, y fundantes de toda certeza última: porque en su tiempo, como en el nuestro, tal voz suena con albricias de buena nueva. La tesitura del pensamiento cartesiano es apologética y ascética, y si olvidamos eso, nos condenamos a no entenderlo. Una palabra en particular sobre el metodismo ascético de Descartes. Suele hablarse del énfasis en el método como de algo propio de la filosofía moderna. Esto me parece de supina ignorancia. Supone olvidar la hondura y delicadeza magníficas con que los antiguos y los escolásticos han atendido las cuestiones de procedimiento. Más próximamente, supone olvidar que el método teológico, en el contexto de los siglos XVI y XVII, en la tradición de la Escuela, resulta objeto explícito de madura consideración. Aquí, como en general, el ideologema "filosofía moderna" sólo resulta digerible desde una vasta ignorancia o desde un desprecio formal por los hechos históricos. El método en Descartes es sumamente importante: pero se trata de una herencia jesuítica, se trata del metodismo ascético de la devotio moderna. No tiene nada que ver, en cambio, con el gnoseologismo fenomenista. El método es en Descartes el camino para despejar el panorama de la mente en pos de la verdad. Tema clásico ciertamente. Creo que ganamos en comprensión si partimos de un paralelo con los ejercicios ignacianos. Los mismos títulos cartesianos nos lo sugieren: se habla en ellos de reglas, de meditaciones, de método. La filosofía aparece como una ejercitación, como una ascesis intelectual. Hay que meditar en pos de un término práctico, pero para ello hay que servirse de reglas y hay que respetar un método. Esto es espiritualidad ignaciana pura, llevada, y en principio legítimamente (en cuanto la filosofía es también cierto obrar, regulable por la voluntad), al terreno del filosofar. Tal metodismo conlleva bienes propios, pero en el terreno filosófico, como en el espiritual, también graves peligros y ocasiones próximas de desviación. Los más graves: la primacía del método sobre el fin, la idolatría del método (cual si éste bastara por sí solo), la tendencia homogeneizante (puesto el método en primer plano, puede perderse fácilmente de vista que cada objeto reclama el suyo propio, como en la espiritualidad lo reclama cada persona, y cada estado de vida y cada momento y las distintas virtudes, pues es claro que no todas se adquieren por iguales medios). El método se salva en cuanto se lo aplica moderadamente a su fin específico. Pero he señalado que los dos aspectos ya tratados se dan en él con notas propias del jesuitismo. Creo que son bien claras. Primero, la austeridad racional, que puede llegar a disecante racionalismo, ayuno de vibración cordial y de elevación poética.

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Segundo, la terquedad voluntariosa, no sólo en el defender las posiciones establecidas, sino incrustada como en la médula de su actitud espiritual y mental: todo parece lograrse a fuerza de voluntad, como si los torrentes de la luz y del agua de vida jamás fluyeran. Aun la misma doctrina cartesiana del juicio está plasmada según este voluntarismo. Tercero, el integrismo reformista: como los jesuitas en el Paraguay, o en la India o en la China, o en Europa misma, en el terreno de la cultura (baste pensar en Molina y Suárez en el ámbito teológico y metafísico), Descartes quiere hacerlo todo radicalmente en conformidad con cierta determinación asumida: la resolución resultante de los ejercicios debe llevarse a cabo a rajatabla, a brazo partido. Hay algo de utopismo en la espiritualidad jesuítica, y Descartes es un representante de eso. Es, por otro lado, el utopismo de los siglos XVI y XVII, en el contexto del reformismo eclesial. El radicalismo reformista es uno de los vicios más graves de la obra cartesiana: lo comparte con Erasmo, Vives, el Cardenal Cusano. Es el desequilibrado y rengo reformismo del humanismo antiescolástico. Pero en él tiene impronta jesuítica: es un reformismo severamente, ascéticamente racional, y voluntarioso en su afán de unidad sistemática. Otra vertiente que puede recorrerse para situar el pensamiento cartesiano en su horizonte propio es el de sus contactos con la tradición del agustinismo francés del XVII. Pero yo veo por ese lado más contrastes que similitudes. Salvo, quizá, por cierta tendencia a la reconcentrada introspección que parece darles cierto aire de familia. Es, de todas maneras, un tema que se puede transitar, y por múltiples sendas. Pero, para resumir, quede dicho que, si hacemos el esfuerzo de aquilatar la dirección apologética del cartesianismo, inserta en la línea trazada y sugerida por el P. Mersenne, almus pater de un círculo de personas y de ideas con el que Descartes estuvo fuertemente vinculado, y en el contexto de la escolástica y el humanismo cristiano, entendidos con suficiente amplitud historiográfica, resula difícil quitar a Descartes el carácter de filósofo cristiano, y de mantener la tesis de Gilson sobre su condición de filósofo moderno, en el único sentido, tortuoso e ideologizado, en que tal expresión se maneja en la literatura más corriente. Sus errores, ciertamente, no son ciencia filosófica, pues no son ciencia alguna. Pero no me parece que no haya nada de ciencia filosófica en su sistema; e, incluso, aprecio en él cierta perspectiva propia salvable y potencialmente fecunda, dentro de sus estrechos límites de aplicación. De hecho, esa fecundidad histórica se despliega, en el siglo XVII, sobre todo a través del ocasionalismo espiritualista de Malebranche; y, más de cerca en su inspiración cartesiana, a través de la línea que, partiendo de Maine de Biran, en la transición entre el XVIII y el XIX, se despliega como espiritualismo francés a lo largo del XIX, hasta influir, en el tránsito entre el XIX y el XX en autores como Bergson, Ollé Laprune y M. Blondel, en el cual desemboca la línea del empirismo espiritualista, realismo ontológico y gnoselógico que, partiendo de la experiencia interior, de la certeza de la interioridad, llega a abrirse a la trascendencia. No digo que haya aquí un despliegue suficiente ni acabadamente satisfactorio de la ciencia filosófica. De hecho, no pienso que así sea. Pero sí una tradición complementaria y, en sus límites valiosa, sobre todo desde la perspectiva del interés apologético de la filosofía: este motivo, como raíz primaria, se conserva, no casualmente, en toda esta tradición, en confrontación con los ateos y deístas del siglo XVII, con los empiristas y sensistas fenomenistas del XVIII y con el positivismo del XIX . Lo que en esta corriente, ya sea en Descartes, ya sea en Blondel, me resulta inaceptable, es la pretensión de constituir con sus aportes toda la filosofía, así como su polémica antiesocolástica y su pretensión sustitutiva de la tradición de la Escuela. Es ésta,

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en cambio, la que nos da, en sus corrientes centrales, la más alta ciencia y sabiduría de orden natural, siempre en íntima e indisoluble unión con la suprema sabiduría de la Fe y la sacra Teología, que los siglos hayan decantado bajo el cielo. Descartes es rescatable, siempre y cuando no se acepte su pretensión de representar la ciencia filosófica misma. Pretensión pedantesca, desmesurada y, en cierta medida, ridícula.

3) Descartes, filósofo cristiano "nuevo" o "moderno" en la tradición del pensamiento católico La visión de Descartes que encarnan Maritain y Gilson no es, ciertamente, la única que existe en la tradición intelectual católica, aunque sea la más corriente, y casi la única vulgarizada en nuestro medio cultural. Hay otra, constituida por eminentes autores, que presenta a Descartes como un filósofo cristiano, pero "nuevo" o "moderno", en un sentido de estos términos que hay que aclarar. Aquí no tiene el término "moderno" (no, al menos, necesariamente, ni primariamente) la connotación ideológica que sí posee en la corriente ya analizada, en la que resulta inseparable de una imagen de la historia que me parece inadmisible en los principios e incompatible con los hechos. "Moderno" viene a decir aquí: propio de los últimos siglos (noción ciertamente relativa y vaga), y, en el contexto de la historia de la cultura y del pensamiento, tres cosas: que no adhiere a ninguna de las corrientes tradicionales de la Escuela (ya por esto mismo los nominales del siglo XIV se llaman "moderni"); que posee un carácter novador, reformista, frente a esas mismas tradiciones; que atiende a cierta problemática nueva, dando respuesta original a la misma (así la problemática introducida por la física matematizada). En este sentido, también un filósofo como el venerable Padre Rosmini, en mi opinión la mente filosófica original más poderosa y elevada del siglo XIX, y más, de los últimos trescientos años (de hecho, para encontrar una mente tan vigorosa y original en el terreno metafísico, forjada en la tradición de la Escuela y atenida a los principios fundamentales del saber filosófico clásico, hay que remontarse, en mi opinión, a Francisco Suárez), puede ser llamado filósofo cristiano moderno, o, para evitar la sobrecargada y viciosa tensión connotativa del término, de los últimos siglos. No me parece que Descartes tenga la envergadura intelectual del P. Rosmini. Ni de lejos. Pero estoy aludiendo a una categoría historiográfica razonable, en la que caben el uno y el otro. Dos instancias recorreremos a este respecto: la primera, Descartes visto por sus contemporáneos; la segunda, autores católicos posteriores. 3.1. Descartes, filósofo cristiano, a los ojos de sus coetáneos El primer testimonio hemos de recogerlo de sus contemporáneos, muchos de ellos hombres de gran saber y entendimiento preclaro, unido a una sólida y jamás discutida piedad cristiana. A diferencia de lo que ocurre con la tesis anterior, la del Descartes racionalista, ésta que proponemos como acertada cuenta con el aval de la mayoría de los testigos directos. El P. Mersenne, el P. Gassendi, los doctores de la Sorbona, los padres agustinos de Santa Genoveva, Bossuet, Fenelon, Chanut, el admirador y amigo: todos ellos ven en el gentilhombre un filósofo católico, con el que se discute como tal, alegando principios racionales y verdades de Fe católica, cuya presencia en la discusión jamás le parece extraña

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a Descartes. Por el contrario, está profundamente interesado, con interés vital e imprescriptible, en mostrar la coherencia de sus tesis filosóficas con las verdades de la Fe, admitiendo así implícitamente, al menos, las verdades de Fe como criterio de discernimiento superior en torno a la verdad. Cuando uno recorre las objeciones a las Meditaciones y las respuestas a las mismas no puede dejar de experimentar un vasto azoramiento, si es que uno previamente ha sucumbido a la imagen de la modernidad inmanentista y del Descartes moderno en tal sentido. Pues no se trata de un artificioso esfuerzo de cosmética o pastelería: se trata, al menos esa es mi percepción, de un creyente sincero, empeñándose por salvar sus enseñanzas filosóficas de toda mancha y tacha de error contrario a su Fe. Aun los Padres de la Compañía, que, como antiguos profesores que, a la vez se sienten autorizados a corregir y exigidos moralmente a hacerlo por su responsabilidad en la formación del alumno, son sus más rudos contradictores dialécticos, conservan siempre por él la consideración que se debe al hermano en la Fe, y reclaman de él lo que se exige de un católico en materia intelectual. Pero un testimonio convergente de gran valía es el que puede extraerse de la propia conducta del filósofo: viviendo durante muchos años entre herejes, hugonotes en Francia, calvinistas en Holanda, luteranos en Suecia, de toda clase en su juvenil experiencia militar, jamás se apartó de la Fe de su nodriza, como él dice con acento de estremecedor humanismo cristiano (¿por qué no apreciar estos rasgos de su profunda cordialidad, que destellan siempre, desde luego, al través del empaque duro y pudoroso de un gentilhombre francés?; ellos nos hacen ver un hombre cabal, muy distinto del monstruo racionalista de la máscara, dibujado con trazos geométricos sobre un sistema de coordenadas por la mente perversa de los iluministas: ese dibujo no es Renato Des Cartes, sino ellos mismos proyectados sobre su retrato). Una relación hay que me interesa destacar aquí: la del filósofo con la princesa Elisabeth de Bohemia. Se trata de una princesa calvinista. Descartes, el gentilhombre del XVII, no tiene empacho en dialogar con ella epistolarmente, respondiendo a sus requisitorias intelectuales puntualmente. Se trata de un diálogo sumamente interesante, en que se despliegan cuestiones teológicas y filosóficas, aunque el gentilhombre, como siempre, trata de no rebasar los límites de su competencia. Por sí solo constituye un tema para desarrollar ampliamente. Pero aquí sólo quiero decir lo siguiente. Dialogando con una princesa, él, que no es más que un gentilhombre, jamás pierde su dignidad de tal, y, cuando su condición de católico es de algún modo soslayada u olvidada por la interlocutora, él es quien se la hace recordar con una alteza y galanura admirables. Así, por ejemplo, cuando la princesa se lamenta del caso de su hermano, que se ha convertido a la Fe católica, pero según ella sin interior convicción, tan sólo por casarse con una católica, Descartes no sólo le hace recordar que está hablando con un católico, y es, por tanto, una falta de delicadeza, al menos, en ella, el lamentarse ante él de tan grato acontecimiento como al conversión del hermano a la Verdad, sino que además aprovecha para dos cosas. Una, darle una breve lección sobre los misterios de la conversión, que la princesa, con mente protestante, reduce a la convicción subjetiva individual; la otra, recordarle que esa Fe a la que su hermano ha vuelto era en la generación de sus abuelos la de toda Europa; y que son ellos, en todo caso, los que tendrían que ser puestos en cuestión, por haberse apartado de la fe común de Europa, y, aun en sus propios días, de la mayor parte de la Cristiandad. ¿Quién puede negar que el gentilhombre católico sabía portarse como tal? Y, con esa sobriedad y caballerosidad pudorosa tan francesa que vive en él, lo hace en privado, en personal correspondencia.

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La conducta de la propia princesa Elisabeth, por otra parte, a diferencia de la de los pseudoteólogos de Holanda que combaten a Descartes como racionalista, atestigua que, a la mente de una princesa calvinista, el caballero Descartes, siendo católico (lo que significaría para ella en principio un punto en contra), puede ser visto, confiadamente, como un filósofo y un cristiano a la vez. 3.2. Descartes, filósofo cristiano "moderno", en la tradición católica de los siglos XVIII-XX La antedicha perspectiva prevaleció en una amplia franja de la tradición católica posterior. Y ello a pesar de ciertos elementos contrarios, sobre todo dos: la inclusión de obras de Descartes en el Index y el surgimiento del fantasma del Descartes racionalista. Los manuales de filosofía en la Escuela, durante el siglo XVIII, siguen tratándolo como un filósofo más, sin complejos de ninguna índole, cuyas tesis se citan en el lugar problemático oportuno, ya sea para avalarlas (raramente), ya sea para refutarlas (lo más frecuente). Estos áridos y secos manuales de la Escuela contienen una visión mucho más profunda y ajustada a verdad, por equilibrada y lúcida, que las posteriores elucubraciones de una presunta sabiduría historiográfica que encontramos en algunos neoescolásticos. Ellos tratran a Descartes como un filósofo más, al que se le corrigen errores, pero todavía hablando desde la tradición y en ella. Quiero hacer particular hincapié en dos líneas. Por un lado los filósofos cristianos originales, entre ellos eminentemente, Rosmini, y los que se afilian a la corriente del espiritualismo francés, como Boutroux o Blondel. El primero constituye un caso sumamente interesante. Desplegar toda la problemática de su relación con Descartes implica un tratado de envergadura que excede esta esquemática presentación, centrada en Descartes mismo. Pero se trata de figuras emparentadas por un rasgo singular: el marginamiento debido a la tacha impuesta por la autoridad eclesiástica: el Index para Descartes, el decreto sobre las cuarenta y dos tesis en el caso de Rosmini. La relación intelectual de Rosmini a Descartes es compleja. Me ciño a señalar que:1) Rosmini ve en Descartes graves errores filosóficos que destaca con nitidez, y en una línea de crítica que hace recordar mucho a lo mejor de la maritainiana; lo hace responsable de un racionalismo filosófico teórico implícito, pero con el que él mismo no ha sido coherente en modo alguno; acusación formulada con la finura conceptual que caracteriza de ordinario al Roveretano; 2) su enfoque de Descartes, desde el punto de vista sistemático, está centrado en la problemática del origen de las ideas, con la impostación que tal cuestión registra en Rosmini, plenamente metafísica en su alcance, como en Descartes, lo que los une, y los separa del inmanentismo todo, empirista o idealista; 3) históricamente hablando, Rosmini ve a Descartes como filósofo moderno, en un sentido mixto de la expresión: no el descriptivo que propongo, ni el cargado de la ideología ilustrada, sino uno que muerde de un lado y otro (exponer cabalmente esto implica realizar una exposición de la comprensión que el Roveretano formula de su propia situación histórico-filosófica, lo que no cabe hacer aquí); 4) trascendiendo los marcos historiográficos restrictivos, el Roveretano ve a Descartes, como a todos los pensadores que cita, en relación directa con la verdad como criterio objetivo, relegando a un segundo plano cualquier consideración histórica, lo que le permite citarlo como representante de cierto tipo de racionalismo, en un contexto en que cita también a Platón o a Pedro Abelardo; en este último rasgo no hace sino reflejar la virtud intelectual adquirida en la Escuela de ceñirse a la materia, a la cosa misma, en pos de la determinación objetiva del problema. En la tradición del espiritualismo francés se ha forjado una visión más positiva de Cartesio. Y se han señalado algunos aspectos por otras vías desconocidos de su doctrina. A este respecto es ejemplar el estudio de Boutroux sobre el ejemplarismo y la contingencia

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de la creatura en Descartes, que pone de relieve una faceta íntimamente teologal, y de raigambre escolástica, del pensamiento cartesiano (esto antes de los estudios de Gilson y en el contexto cultural de la Francia inficionada de ilustración y de positivismo hasta el tuétano). La crítica de esta corriente en torno a Descartes se centra fundamentalmente, desde Maine de Biran, en la reducción del interiorismo cartesiano a la esfera de lo intelectual, mientras que esa línea histórica, desde el autor recién mencionado hasta Blondel, enfatizará la dimensión volitiva y práctica de la interioridad. Se trata de una crítica en sentido opuesto, básicamente, a las escolásticas y a la de Rosmini: éstos critican, por contraparte, las tendencias voluntaristas, de raigambre nominal, del gentilhombre. La otra gran línea que debo mencionar es la de la tradición escolástica misma. Dentro de la misma poseen un particular interés los escolásticos españoles. Ellos representan una tradición initerrumpida, ajena a los complejos ideológicos que la autojustificación histórica y cultural ha implantado en países como Alemania y Francia, hipotecados a la "modernidad". Dos nombres destaco. El primero, el P. Balmes. Este ilustre pensador nos hace ver un Descartes objeto de respeto y alta estimación, a quien corrige y a quien elogia bajo distintos respectos, pero distinguiéndolo esencialmente de los grandes fautores del extravío posterior, que son, para Balmes, los idealistas alemanes. El otro es una figura posterior, harto venerable: el Cardenal fray Ceferino González y Díaz Tuñón, obispo que fue de Córdoba y arzobispo de Toledo. Este fraile dominico, emparentado con santo Tomás no sólo por su filiación intelectual en la escuela tomista, sino como hermano suyo de hábito, encarna esa grandeza intelectual propia de la escolástica tradicional, sin complejos neoescolásticos, sin preocupaciones artificiosamente apologéticas, sin sectarismos cerriles ni pretensiones de ortodoxia más allá de las de la santa Fe. Desde esa actitud de inteligencia amplia, centrada en la Teología como sabiduría suma y como culmen de la cultura cristiana, deja espacio para las riquezas y variedades de las perspectivas filosóficas particulares, y no le pide a la filosofía más de lo que puede dar, por lo que, en consecuencia, no la acusa de más de lo que se le puede razonablemente imputar. El neoescolásticismo, en cambio, el francés sobre todo, y el alemán no a la zaga, se han caracterizado por un afán exagerado por garantizar la autonomía del saber filosófico, rehuyendo el agnosticismo o el escepticismo filosóficos del inmanentismo. Esto ha llevado, en mi opinión, a dos errores: 1) por el énfasis en destacar que la filosofía no es sólo búsqueda, sino también ciencia, se ha caído en simplificar excesivamente el terreno del filosofar, reduciendo la Filosofía a un sistema filosófico particular: la estrategia es prácticamente eficaz, teoréticamente falaz; y el sacrificio de la verdad a la utilidad no es conforme a los principios de la sabiduría católica; la Filosofía es una ciencia, ciertamente, contra todo escepticismo filosófico; pero la filosofía no se confunde con los múltiples (necesariamente, según la narturaleza de la inteligencia humana) sistemas particulares, perspectivas específicas de acceso a las verdades filosóficas; 2) por el afán de dialogar y refutar a un adversario negador del orden sobrentaural en el terreno posible de la filosofía, se ha caído en la exageración de su autonomía y en la unilateralización, paradójicamente filosofista, de la importancia y el alcance histórico real de la filosofía; así, un esquema historiográfico que hace aparecer a los errores filosóficos de Duns Escoto o de Descartes como responsables de todas las herejías y extravíos posteriores, recae en la deformante perspectiva de un Taciano, que acusaba a la filosofía de ser la madre de todas las herejías, como si la especulación teológica no pudiera de suyo engendrarlas, y más en el fondo de ambas, las actitudes del espíritu ante Quien es la Verdad; la distorsión más grave en tal tesitura es que resulta preterido el papel culturalmente central de los motivos religiosos y teológicos en la generación del pensamiento inmanentista moderno, perdiéndose con ello la

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posibilidad de captar las raíces más profundas y densas de sus problemáticas y de sus extravíos. Pero además se generan errores concomitantes, que decantan como lugares comunes no considerados explícitamente, cuya validez se da fácil y corrientemente por supuesta. Así el error que hemos señalado desde el comienzo de hablar de una filosofía moderna, como si las ideologías del extravío inmanentista pudieran legítimamente llamarse filosofía. Así el desenfoque historiográfico que arma toda una genealogía de pensadores cuyo padre común viene a ser Cartesio. Yo no creo en modo alguno que él sea el generador de Hume y de Kant, padres de las dos líneas fundamentales de la pseudognosis ilustrada "filosofista", el fenomenismo empirista y el fenomenismo criticista, que, a través de la crisis cultural de la antítesis iluminismo-romanticismo desembocan en el idealismo y el maerialismo histórico, representantes de la segunda forma básica de tal ideología gnóstica, a saber, la histórico-dialecticista, espiritualista o materialista. Esta cuádruple bestia infernal tiene su raíz en la crisis final del cisma europeo cristiano, y perdurará cuanto perdure él con vida: es la expresión ideológica de la apostasía, que renuncia a la Fe para ganar el mundo, que pretende salvaguardar la unidad de Europa, la paz y el progreso de la civilización, poniendo como solo fundamento la razón humana convertida en becerro de oro; razón necesariamente secular, encerrada en los límites de la temporalidad, de la inmanencia mundana, porque debe impedirse que desemboque en la trascendencia como principio, por donde se revertiría al hombre a la centralidad de la cuestión de la Fe. Postular que este misterio de apostasía, feroz y terrible, deriva del error cartesiano de hacer de las ideas, no de las cosas, el objeto del entendimiento, es a mi parecer un error. Y un error que en nada contribuye a asumir las raíces y el núcleo del conflicto de los últimos siglos. Pretender que tal conflicto es fundamentalmente filosófico, es distorsionar el sentido del término filosofía, fomentando el equívoco, y caer ya en un implícito filosofismo, que asume el desvío racionalizante y naturalista de la Ilustración como horizonte de juego. El conflicto tiene una dimensión filosófica, porque la naturaleza humana la requiere formalmente. Pero no es ni fundamental ni centralmente filosófico. Pretender que el error filosófico cartesiano, lo que hacen autores tanto racionalistas cuanto católicos, es la raíz del antropocentrismo subjetivista que va a parar al idealismo y al constructivismo antropogónico y cosmogónico, implica doble error: 1) distorsiona exegéticamente la mente cartesiana, porque para Descartes las ideas tienen un ser formal y un ser objetivo, y el ser objetivo está abierto a la trascendencia óntico-real, y a esta, a su vez, respecto del ser mundano y transmundano; pretender que, por su procedimiento interiorista, que parte, ciertamente, de la reducción metódica a la interioridad de la mente con sus cogitaciones, es tanto como pretender que Aristóteles o el mismo santo Tomás, por poner en la experiencia sensible el punto de partida de toda conceptualidad, son responsables de los desvíos empiristas, fisicistas y materialistas que se dan en la historia de la filosofía; dislate que se puede leer ciertamente en letra impresa, y circula no sólo en una, sino en varias literaturas; no se puede juzgar adecuadamente la posición total de un sistema filosófico particular sino por su totalidad, y atendiendo a las verdades fundamentales que enseña; ceñirse a los caminos, absolutizándolos y considerándolos reductivamente como el todo, es incurrir en un error que no es el del autor, sino el del exégeta; 2) el subjetivismo de las pseudognosis inmanentistas modernas, ilustradas y románticas, tiene su médula conceptual en la separación entre inteligencia y ser (en esto dice verdad Martitain), pero eso halla su primera fomulación no en Descartes (ni en Malebranche o Leibniz, que siguen siendo pensadores metafísicos en sentido clásico, aun con todos sus errores y opiniones endebles), sino en el fenomenismo: es la transformación del objeto en fenómeno lo que

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corta radicalmente la relación entre inteligencia y ser, que, en Descartes permanece real y viva, aun en el punto de partida, que es la captación de un acto de ser, el del sujeto cogitante, precisamente, en sentido plenamente realista, y hasta diríamos, con paradoja irritante (para los gilsonianos, sobre todo), de talante existencial; es en Hume que la razón queda reducida a facultad de juzgar combinando ideas que no son sino fruto de impresiones (el solo objeto es el sensible y el ser carece de objetividad, porque la inteligencia ha sido suprimida como facultad de captación de objeto): y el antecedente histórico más claro y próximo de esta mentalidad no es el cartesianismo, sino el nominalismo, incrustado a su vez en la mentalidad luterana de modo radical; pero de nuevo, no me atreveré a decir que Ockham es padre de Hume: el desdichado fraile franciscano caía en el error de achicar los alcances de la razón para exaltar la necesidad y la importancia de la Fe; error nefasto, ciertamente, y oportunamente rechazado por la Iglesia con autoridad magisterial; pero media una gran distancia espiritual entre el antimetaficismo fideísta del fraile, y el antimetaficismo y antiteologismo racionalista e inmanentista del escritor escosés; ni tan siquiera puede identificarse, a su vez, el error de los nominales todos con el de Ockham (el nominalismo occamiano es una especie de nominalismo), ni, mucho menos con el de Lutero, porque en el hereje y cismático fraile sajón la antítesis Fe-razón como excluyente se radicaliza en virtud de motivos pseudoteológicos, sobre todo los que hacen a su concepción del pecado original y sus consecuencias, y a la relación de la naturaleza con la Gracia; es legítimo señalar las dimensiones del tema y su itinerario, recorriendo la línea de la antítesis de exclusión Fe-razón, y su relación con las tendencias antimetafísicas y antiteológicas, pero nunca es legítimo confundir; es esta curva tensa y dramática de la cuestión de la relación Fe-razón la que debe ocupar el centro de la consideración para situar el origen del extravío inamnentista: con lo que se advierte su carácter primordialmente religioso y su caladura teologal; por otra parte la disociación serinteligencia se va profundizando, del fenomenismo, con una subjetividad puramente sensible en cuanto cognoscente y que ajusta sus juicios o según la experiencia sensible o según su subjetiva utilidad, a la subjetividad constitutiva que forma el mundo de los fenómenos, en el kantismo (el hombre viene a ocupar allí ya el lugar de demiurgo gnóstico de la naturaleza y de demiurgo práctico de la ley moral); pasando luego, en el idealismo alemán a la absolutidad autoconstituyente de la Idea o de la estructura de producción material de la vida, en que ya no hay distancia entre subjetividad y objetividad, la primera ha absorbido la segunda como momento de su despliegue de sí, en el seno de la última obscuridad irracional que conlleva el asumir, con gesto gnóstico demonizado, la contradicción como principio, esto es la supresión ideológica de la distinción de ser y no ser, de verdad y falsedad, de bien y mal; que hace poible, a su vez, la reversión materialista (en el nivel antrópico economicista) que absorbe la subjetividad en la objetividad, es decir la pseudo- subjetividad de la conciencia en la pseudo-objetividad de la materia, que es sujeto dialéctico-constructivo de la historia (es decir, una materia que actúa como pensamiento que se piensa); en el dialecticismo la subjetivización llega al máximo, advertido que supone el pesudoprincipio de que debe haber identidad real plena entre cognoscente y conocido para que haya conocimiento: todo conocimiento es autoconocimiento, que no es otra cosa que autoconstrucción; es decir: sólo en sí mismo halla el sujeto humano el fundamento de su seguridad; el hombre fundado sobre sí mismo, olvidando y despreciando a su Señor y Creador: esa es la figura espiritual del inmanentismo. ¿Es eso Descartes? La línea del interiorismo del cogito podría considerarse como una formulación liminar de lo mismo. Mi opinión es que no lo es, y que sólo visto el asunto superficialmente se puede pensar que lo sea.

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Es cierto que, en la perspectiva cartesiana, la evidencia del cogito aparece como primera, pero se trata precisamente de un orden de evidencias, y, como ya he señalado, en el contexto retórico-dialéctico de concesión a la duda (supongamos que dudamos de...). El segundo rasgo señalado es vigorosamente relevante. Pero supongamos, a nuestro turno, que no se diera. Aun así, el orden de evidencias no puede entenderse como un principio delimitante de la esfera de cognoscibilidad, que es de lo que se trata en la gnosis inmanentista. Trazar perspectivas generales es siempre incitante para la inteligencia. Pero ha de evitarse que incluyan errores y confusiones invalidantes, a lo cual tales perspectivas pueden ser proclives. Nada más ajeno a la mente cartesiana que poner al sujeto humano como fundamento de toda certeza. Ese fundamento es siempre en él, clásicamente, la patencia del ser, su evidencia a la perspicacia captante de la inteligencia. Confundir esa cuestión con la del orden de las evidencias no es filosóficamente admisible. Descartes, precisamente, no lo hace. Nada más lejano a su talante que sentirse él mismo, o a la frágil condición humana, sustento o fuente de lo real. El refugio de la interioridad cogitante lo es ante un mundo hostil y confuso, vasto y con presagios de vacuedad, con síntomas de disolución y ruina. Pero no es gesto antropocéntrico. La mente cartesiana es reciamente teísta. Y realista, en sentido clásico. Es por ello que, a pesar de sus errores filosóficos, que no son pocos ni de poca monta, es aun un filósofo. Mejor, según la tesis completa, un gentilhombre que filosofa en tiempos de crisis. 3.3. La imagen de Descartes según mi parecer Aquí no haré más que tratar de reunir en síntesis lo que vengo diciendo a lo largo del texto, en un esfuerzo por perfilar últimamente la figura histórica de René Descartes en el marco del siglo XVII. Empiezo por hacer hincapié en lo que no puedo aceptar de la imagen del Descartes racionalista: 1º) No acepto la inclusión de Descartes entre los forjadores de una modernidad ideológica que le es substancialmente ajena, y que es la de la Ilustración apostática. Esto porque Descartes piensa una filosofía al seno de la Cristiandad, piensa rectamente la relación entre Fe y razón, según los principios de la Fe católica, y en modo alguno plantea una antítesis de exclusión, ni tan siquiera una mera yuxtaposición, ni la sustitución de la Teología por la filosofía. Porque, además, no piensa en el hombre de modo inmanentista, sino en perspectiva teologal, es decir desde la Fe cristiana y desde una metafísica que se eleva a Dios como Ser perfectísimo, Causa primera y providente, que gobierna soberanamente todo y es el fin de todo el universo. Ahora bien, la antítesis excluyente Fe-razón, resuelta por la sola razón, y la mentalidad secularista antropocéntrica y antropolátrica son esenciales al iluminismo. Ergo... 2º) No acepto la paternidad de Descartes sobre la llamada "filosofía moderna", lo cual es el nombre de un fictum ideológico que tampoco admito. Hay una filosofía propia de los siglos XV-XVII, que contiene innovaciones respecto a la tradición precedente, y que puede ser llamada moderna, con nombre poco significativo; en su contexto, Descartes es padre de cierta tradición, que contiene un círculo de cartesianos estrictos (como Clerselier), un círculo de pensadores fuertemente influidos por él (Geulincx, Malebranche), y un círculo más amplio de influjo difuso, pero relevante (Leibniz, por ejemplo). Existe también una corriente o tradición, que, a partir del influjo cartesiano, retomado por P.-F. Maine de

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Biran, da origen al espiritualismo francés, o empirismo de la experiencia íntima o interior; corriente fecunda en su lucha con el empirismo sensista y el positivismo, que da buenos frutos en Lachelier, Boutroux, Ollé-Laprune, Bergson, Blondel. Pero no ha de llamarse filosofía moderna al conjunto de los sistemas de pensamiento del extravío apostático de la Ilustración, que hecha sus raíces en el rechazo de la Fe cristiana, y en la posición de la razón, convertida en objeto de idolatría, como fundamento único y excluyente de la unidad entre los hombres, la paz, el orden civil y el progreso de la civilización. Descartes no es un preilustrado ni un ilustrado, y sólo puede ser considerado como tal ex post facto, y distorsionando su pensamiento según la semántica degradada y corrompida de la mente iluminista. Lo cual es ceder, a su vez, a la inercia de la interpretación modernista de la historia. No puedo admitir, por tanto, como juicio sensato, el poner a Descartes en paridad con Lutero y Rousseau, como hace Maritain en Trois reformateurs. Lo cual implica, además, formular una condena de herejía al margen de la autoridad apostólica El fictum "filosofía moderna" para hablar de la ideología gnosticista de la ilustración y del romanticismo implica un equívoco que no debe dejarse pasar. Y si se trata de la ideología como tal, Descartes ni es un gnóstico ni es un racionalista en el sentido radical o ideológico, que es el que compete aplicar aquí. Ergo... 3º) No acepto la manipulación de los elementos del sistema cartesiano desde un esquema de reduccionismo ideológico, que fuerza los términos y las expresiones para llevarlos siempre a un sentido desmesurado y perverso. Maritain, en Le songe de Descartes, formula una serie de interesantísimos e iluminantes análisis de principios, rechazando diversas separaciones: se vuelve contra la separación entre el ser y la inteligencia, entre la Fe y la razón, entre el cuerpo y el alma. Me declaro substancialmente de acuerdo con todo ello en el plano objetivo. Pero no puedo aceptar que tales separaciones se presenten como rasgos de la cultura moderna sin más (pueden serlo de la mentalidad inmanentista de los últimos siglos, que no son ningún absoluto llamado "edad moderna"), ni, mucho menos, que se presenten como introducidas en ella por el pensamiento de Descartes. Primero, porque ninguna filosofía tiene tal poder de penetración mental y social, y Descartes fue un filósofo. Las ideologías que responden a resortes fundamentalmente afectivos y espirituales, que sintonizan con actitudes radicales del corazón humano, y que se difunden a nivel popular por diversas vías, son los que pueden modelar la opinión pública y los hábitos sociales. No las filosofías, y menos los sistemas filosóficos, al modo del cartesiano. ¿Podría alguien decir, por ejemplo, que la sociedad griega del siglo IV fue platónica o aristotélica? ¿Que el influjo de los diálogos platónicos tuvo la culpa de un desprecio griego por lo corporal o que el influjo de Aristóteles repercutió en los hábitos en torno al esclavismo? ¿Dirá alguien que por santo Tomás de Aquino la política del siglo XIV tendió en Europa hacia formas de gobierno monárquicas templadas, con la moderación de la república? ¿O que la metafísica escotista hizo que las conciencias se tornaran esencialistas? Se me disculpará, pero hallo en semejante modo de pensar una carga tal de insensatez y de racionalismo social y moral, que no encuentro en ello sino un magno despropósito. No se da así el influjo de los sistemas filosóficos. Yerra por falta de realismo el que razona así. Maritain parece creer, y en ello no tiene un ápice de tomista, que los sistemas filosóficos modelan la realidad social. Es un pensamiento desmesurado y desviado. No están aquí en paridad, de nuevo, Descartes con Lutero o Rousseau.

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Y sencillamente porque el primero era un predicador popular (como si hoy dijéramos el dueño de una red de medios de comunicación social, o, al menos, un periodista "prestigioso" y convincente), y de una retórica popular, chabacana, grosera y virulenta, como suele ser la que más cautiva a las multitudes. Y que, además, recibió el aval político de los príncipes para difundirse ampliamente, y para adquirir entidad jurídicopolítica. Eso sí que es un medio de plasmación social: el discurso de audiencia masiva, con prestigio de palabra autorizada, y la sanción legal, pues leyes hacen costumbres, o, al menos, las fomentan. En cuanto a Rousseau, fue también un publicista, en el contexto de una cultura en que ya se había instalado el prurito de la novedad y el afán de dar curso a las ideas nuevas, como modos de conducta propios del hombre culto e ilustrado. Sus obras son todas en lengua vugar, y de corte literario ad populum. Descartes, en cambio, fue un filósofo del siglo XVII. Escribió en francés, pero su producción más importante es en latín, la lengua de los eruditos. Pero, más que eso, su discurso no es literario, sino académico. Su formación jesuítica no le consiente otra cosa. Escribe al modo de un hombre de cátedra, aunque nunca la ejerciera sino literariamente. Basta internarse un poco en las meditaciones, y más aún en las objeciones y respuestas a las objeciones, para darse cuenta que eso no puede ser una doctrina de difusión popular. Atribuirle nada menos que, por ejemplo, las costumbres de la medicina moderna en relación al cuerpo humano, es de una ligereza apabullante. Decartes fue un mecanicista, y ese es uno de sus errores graves en materia de filosofía natural. Pero ni es el responsable de hacer del mecanicismo una mentalidad popular, ni de influir en la medicina de modo directo (¿tiene Maritain alguna idea de cómo han tratado al cuerpo humano los médicos del siglo XII o los del siglo V, o los del siglo I antes de Cristo?). Maritain pasa aquí por alto dos cosas: la primera que, aunque Descartes habla del cuerpo como una substancia (debiera saber Maritain que lo mismo hace la mayor parte de la tradición cristiana, para la que alma y cuerpo son substancialmente distintos, y son substancias, aunque incompletas en el orden de la naturaleza, porque sólo alma y cuerpo son el hombre), en modo alguno dice que se lo pueda ni pensar adecuadamente, ni tratar como una máquina, prescindiendo de la dignidad humana; 2)más grave todavía, pasa por alto que el modo de tratar al cuerpo es una cuestión práctica, que no queda en modo alguno ni tratada ni resuelta cuando se dice que son esencialmente tal o cual cosa, aunque en ello pueda ir algo implícito; pero saltar sin más de un plano al otro, sin las debidas consideraciones, es un procedimiento intelectualmente inadmisible, se le aplique a Descartes, a santo Tomás, o a quien sea. Y pongo un contraejemplo: santo Tomás sostiene la doctrina de la animación progresiva del embrión, que no es, según él, desde su origen, propiamente una substancia de naturaleza racional; acusarlo, por ello, de propiciar o justificar el aborto es un despropósito monumental, pero que nuestros oídos han percibido muchas veces; pues bien, se trata de una acusación errónea por procedimiento, análoga a la que hace Maritain contra Descartes. Porque tal acusación desconoce el todo de la doctrina (o sea, desprende y unilateraliza simplificadoramente), y salta sin consideración del plano teorético al práctico, sin aplicar los principios debidos. Pero además, desconoce Maritain en su aserto la materia a la que se aplica la discusión, y, sobre todo, la dimensión íntima de su contextura moral. Los hombres tendemos a cometer actos desordenados principalmente por razones que nada tienen que ver con una sistemática filosófica o teológica, sea la que sea. En el caso que nos ocupa, los médicos tienden y han tendido a lo largo de toda la historia de la medicina a tratar al cuerpo de modo irreverente, porque su oficio se los pide en cierta medida (piénsese tan sólo en lo que tiene que hacer un cirujano por oficio). Y, más profundamente, quizá, porque llegan a concebir un cierto tedio y odio ante esa carne rebelde que siempre termina venciéndolos, porque va a parar al sepulcro por más que ellos se empeñen. Y eso no tiene nada que ver

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con el cartesianismo ni con dualismo alguno. Son, simplemente, gajes del oficio: del de ser médico y del de ser hombre. Subsanables desde la luz de la Verdad indeficiente, y nada más que desde ella. ¿Es pensable que los médicos del siglo XVI, por ser aristotélicos en su concepción del cuerpo humano, lo trataran con mayor reverencia que los del XVII, por estar estos bajo el influjo del cartesianismo? La sola pregunta me resulta tan descabellada, tan sin seso, que no me parece valga la pena detenerse a meditar demasiado. Pero es claro, y esto sí vale la pena decirlo, que lo que constituye una actitud determinada ante el cuerpo, ante el hombre entero (y Descartes nunca dice que el hombre sea sólo cuerpo o sólo alma) es la Fe cristiana. El cristiano sí tiene una luz y una vida que le hacen contemplar en sí mismo y en el otro una creatura de Dios, hecha a su imagen y destinada a la beatitud eterna, redimida y llamada a la santidad por la virtud del sacrificio pascual del Verbo encarnado. Pensar que la definición aristotélica del alma y del cuerpo lleva a los hombres a ser más respetuosos con el cuerpo que la cartesiana es un disparate. Porque si se trata de eso Aristóteles jamás enseña expresamente que el hombre sea otra cosa que una substancia corpórea, distinta y superior, pero tal; y ni siquiera enseñó nunca que esté llamado a un fin que trascienda lo temporal, ni que su alma sea inmortal. Eso lo enseñó a su modo Platón, y con énfasis, pero no Aristóteles. Eso lo enseña santo Tomás, porque es un teólogo cristiano, pero no Aristóteles. Hablando objetivamente, la mente de Descartes es más próxima a la de santo Tomás que la de Aristóteles, por la sencilla razón de que ambos pensaron en cristiano. Aquí hay una cuestión muy grave de desenfoque: ni la mente de santo Tomás, aun en el plano meramente filosófico, es reductible a la de Aristóteles, en modo alguno, ni la mente de santo Tomás es reductible al plano filosófico. Santo Tomás jamás hubiera dado un paso de llamarse a los filósofos al frente, porque él fue siempre y se supo siempre un teólogo. Toda la impostación del tema es en Maritain excesivamente racionalista en el orden práctico, teñida de ese optimismo racionalizante que suele atribuirse, no sé si con razón, a Sócrates. Pareciera que con sólo enseñar la antropología según Aristóteles obtendremos que los hombres se comporten rectamente en relación a su cuerpo y el de los demás. Pero para eso ha sido menester que el Verbo encarnado muriera en la Cruz, que es algo más que aprender nociones de recta filosofía. Esta puede ser una conveniente ciencia, necesaria a veces y bajo ciertos respectos, pero no suficiente para transformar la vida humana y para rectificar las acciones de los hombres. Hombres conozco que, profesándose con sinceridad materialistas, tienen para consigo y el prójimo actos de respeto que suponen otras sentencias, por la sencilla razón de que han sido educados por padres cristianos y han adquirido hábitos que ninguna ideología ha sido bastante para arrancarles; y cristianos que, a pesar del bautismo, por no haber actualizado nunca sus energías vivíficas, sus luces y sus fuerzas actuantes, o porque han acogido en su alma el trasgo de alguna negra experiencia que los tara, tratan su cuerpo o el de los otros como si fueran discípulos de Voltaire. La realidad, y en particular la del comportamiento humano, es siempre más compleja y sutil que lo que el laboratorio de conceptos deja entrever, según reza la sabia sentencia que Shakespeare pone en boca de Hamlet (there are more things, Horatio,....). Por eso el filósofo nunca debe alejarse de la experiencia de la vida. El propio Descartes, con toda su carga de racionalismo gnoseológico, enseña que no basta que tengamos verdades en la mente, sino que es necesario el hábito bueno para que obremos bien. Maritain también lo sabe. ¿Por qué, pues, le exige a la filosofía de Descartes lo que no se debe exigir de filosofía alguna? Es por esto que las manipulaciones de conceptos que hace Maritain con laudable finalidad didáctica me parecen objetiva y científicamente insostenibles. Y el fin práctico no justifica jamás el error, ni hace que deje de serlo. Pero ya que he entrado en la cuestión del dualismo cartesiano del cuerpo y el alma, quiero detenerme un punto en ello.

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La acusación más frecuente, y que Maritain enfatiza, es que Descartes ha "separado" alma y cuerpo, disociando al hombre en un dualismo aberrante. Se trata de una acusación injustísima. Es indubitable que los conceptos desde los que santo Tomás enfoca el ser del hombre (que no son, digámoslo de paso, los mismos de Aristóteles; éste jamás hubiera aceptado que se dijese del alma espiritual del hombre que es una substancia, incompleta en el orden de la naturaleza), son mucho más conformes con la realidad completa. Ni duda cabe de la ventaja que entraña la concepción de santo Tomás del compuesto humano como unidad, que no unión. Pero con esto último ya entramos en cuestión disputada en la Escuela, y de resolución nada fácil. Léanse, por ejemplo, las largas páginas que Suárez dedica al tema, defendiendo la tesis de la necesidad de admitir un tercer principio, el modo de unión, para explicar la composición de la forma y la materia en el hombre. Pero acusar a Descartes, sin más, de un dualismo insano, es viciar desde el vamos la cuestión de un grave desprecio por la verdad. Hay un dualismo necesario en la antropología: el de las esencias que se componen en el hombre. Y ese dualismo es verdadero y sano. La naturaleza humana es una misteriosa concurrencia de lo espiritual y lo corpóreo. Y digo misteriosa, porque lo es. Asombrosa y abismante. Hoy día, en que el modernismo instalado en sede bíblica quiere hacernos creer que hablar del alma es una antigualla injertada por el hábito inercial de los Padres y de los escolásticos de hablar como los paganos, o que es una “hipoteca platónica”, o una infiltración del “dualismo platónico” en la mente cristiana (todos tópico fáciles para la tradición protestante de biblismo antirracional); y que, en cambio, la Escritura desconoce tal dualismo, y que nunca habla de alma, sino de vida, y que en consecuencia no hay razón para que como cristianos creamos que existe el alma, ni que somos otra cosa que carne, con todas las consecuencias que ello tiene en el plano de la escatología; cuando hoy día, digo, nos topamos con esto, la acusación de dualismo lanzada contra Descartes me aparece como un ideolegema asociable al dicterio que el inmanentismo reduccionista lanza contra la Fe viva. Descartes, en cambio, enseña, cristianamente, que el alma humana es espiritual, esencialmente irreductible al cuerpo, de otra naturaleza que él en su consistencia substancial, y substancia en cuanto capaz de subsistir en sí. Y también enseña que el hombre es el todo de alma y cuerpo: jamás lo reduce a una de las dimensiones, ni a la espiritual, ni a la corporal; destaca sí, siempre, la superioridad relativa del espíritu, y con toda razón y justicia. Si no viera en el hombre una unidad de naturaleza ni siquiera se le plantearía el problema de cómo se unen alma y cuerpo. Su fallos más serios están en la definición de substancia, y en la concepción del cuerpo desde el sólo mecanicismo. Pero la enfatización de la dualidad tiene en él, según mi parecer, una clara motivación apologética. De lo que se trata es de rescatar al alma de cualquier intento de reducirla al mecanismo de lo corpóreo. Se trata de una motivación noble, antimaterialista. Y eso es una sana orientación, en la línea de una sano dualismo. Y es precisamente en esa línea que ha dado fruto históricamente. Pero quiero decir algo más. Por la Fe sabemos que el ser del hombre no halla cabal explicación sino en la Revelación, porque es una ser abarcado por la realidad del Misterio, por las raíces y las consecuencias reales que lo instauran en la dimensión del orden sobrenatural. Y aun cuando no lo supiéramos por al Fe, de lo que ningún cristiano que tercie en al cuestión puede excusarse, la experiencia de nuestra realidad y la reflexión sobre la misma nos deja entrever la misteriosidad aguda y estremecedora de la condición y del ser del hombre. Testigos la filosofía y la literatura clásicas, de Grecia y de Roma.

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Desde aquí la pretensión de que un sistema filosófico resuelva la cuestión del hombre, y se pueda considerar como acabadamente satisfactorio en la conceptuación de su entidad, aparece como un despropósito. Y como un síntoma de filosofismo. Basta para ello remontarse a los dos más grandes filósofos de la Grecia: el de Atenas destacó para siempre la irreductibilidad del hombre al ser material y temporal, exaltando la verdad de su ser intelectual y trascendente respecto del mundo entero de lo que nace y perece: es el filósofo del alma espiritual e inmortal; pero ello lo ha enseñado con mezcla de errores, y graves. Su discípulo, el de Estagira, ha destacado para siempre, desde su perspectiva psicológico-ontológica, la unidad substancial del hombre como viviente: es el filósofo de la integridad de la naturaleza humana completa; pero tampoco ha enseñado esto sin sombras de grave error. Mientras en Platón aparecen las notas obscuras del alma preexistente y de la transmigración, en Aristóteles se hace presente una densa sombra de inmanentismo y de biologismo que no dejan ver nada más allá de lo temporal. La sabiduría divinamente formada de los Padres, y la de los escolásticos a la zaga de su huella, han corregido desde la Luz inalterable de la Palabra indeficiente los errores del uno y del otro, y ahondando en la reflexión teológica y filosófica, pero siempre desde el plano último de la Teología, han perfeccionado todas las nociones en torno a la naturaleza humana. Pero ninguno de ellos ha agotado la conceptuación del ser del hombre, ni lo ha pretendido. Ninguno de ellos diría que la misteriosa realidad del hombre, creado a imagen y semejanza del Dios Trino, elevado, caído y redimido, puede ser agotada en la visión de sólo un sistema teológico particular, ni mucho menos de una particular filosofía. Pretender eso es la pedantería absurda de Descartes, de la que algunos neoescolásticos posteriores parecen haberse contagiado. No así la Tradición de Padres y Doctores, cuya auténtica sabiduría les ha impedido siempre tan vana presunción. Una antropología filosófica que no recogiera la tensión real y profunda que en nuestro ser existe entre lo corpóreo y lo espiritual no sería ni realista ni profunda. Y la de Descartes, en cuanto asume la verdad de la dualidad esencial de estas dimensiones distintas, y aun antagónicas, de nuestra realidad, no cae en esa superficialidad. Las antropologías ateizantes de nuestro siglo, con su regodeo imbécil en la chatura de lo mundano, aun cuando quieren ser profundas, no alcanzan más que a ser retorcidas. La antropología que no lanza la mirada más allá del tiempo es una soberana pavada, aunque se envuelva en los oropeles de la meditación y de la pasión, de la exaltación romántica o de la angustia existencialista. Ante ello el "dualismo" cartesiano sigue siendo una muestra de la sensatez y de la salud mental que aun en tiempos de crisis conservaba la Cristiandad del siglo XVII en aquel gentilhombre que filosofaba. 4º) Tampoco acepto, en particular, la acusación que se levanta contra Descartes sosteniendo que separa el ser del pensar. Esa terrible separación no le es imputable razonablemente. Descartes comete el error de reducir la evidencia a evidencia intelectual interior. Esto es correcto, y en ello hay un grave error. Pero no es correcto decir que Descartes hace de los conceptos o ideas el objeto terminativo de la inteligencia, dejando a ésta encerrada en sí misma, y aislada de la realidad. Las ideas, en Descartes, tienen siempre un doble ser: el formal y el objetivo; y, si según su ser formal son algo del entendimiento, según su ser objetivo remiten a la cosa, y según un principio realista de causalidad que Descartes aplica, aunque no explicita. Pero si lo aplica, lo admite.

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Las dos primeras certezas que la inteligencia adquiere en el camino de la reducción al cogito son en sentido plenamente realista, y, en modo alguno, idealista ni solipsista, y trascienden formalmente el pensamiento de una conciencia encerrada en sí misma con sus representaciones. La primera de todas las evidencias que la duda hiperbólica no puede demoler según el esquema cartesiano, es una evidencia existencial real, a saber, la de la existencia del propio yo subsistente y pensante: cogito, sum (ego). La segunda de las evidencias, ya término de un discurso, o sea, mediata, es la de la existencia de Dios. La idea de Dios es tal que reclama que reconozcamos la existencia real de su objeto, pues no podría darse si ese objeto no existiera. Las argumentaciones cartesianas en la materia pueden ser descartadas como erróneas, pero si algo atestiguan es que, para Descartes, no hay separación entre el ser y la inteligencia, sino que las vincula la objetividad de las ideas. La acusación de Maritain y de varios otros autores en este sentido carece, en mi opinión, de fundamento objetivo. Desconoce, por otra parte, que Descartes habla aquí de un modo corriente en la Escuela. Lo más que se podrá decir es que la retórica, el modo de hablar de Descartes, puede eventualmente inducir una concepción solipsista o subjetivista, pero esa es una acusación menor. Los efectos eventuales de nuestros modos de hablar no son absolutamente predecibles, y, por tanto, no se nos pueden imputar más que sus consecuencias necesarias. Descartes no es un filósofo del fenomenismo, cuya raíz, en la historia del pensamiento, hay que buscarla en la tradición nominalista, que es la que tiende a separar el ser de la inteligencia. De hecho, tanto Hume como Kant, los dos padres del fenomenismo ilustrado, son radicalmente nominalistas, pues reducen el conocimiento a percepción sensible, y suprimen el objeto inteligible. Que es la raíz de la separación de entender y ser. Descartes es ajeno a esto. No sólo no reduce el conocer a conocimiento sensible, sino que para él el conocimiento, como captación de objeto, por excelencia, es el intelectual (en lo cual tiene razón, porque ubi maior est, minor silet). Y el objeto de la inteligencia no son para Descartes las ideas. Estas lo son a modo de medio, pero no a modo de término objetivo. Sólo se reduce el objeto a la idea cuando esta es ficticia. Pero ni en las adventicias ni en las innatas pasa tal cosa. Si otros autores hacen de todas las ideas ficta, no es error de Descartes. Si otros autores reducen en sentido sensista toda idea a idea adventicia, tampoco; pero si fuese cartesiano, no diría, en tal caso, que sólo conocemos fenómenos, sino el ser de las cosas sensibles en cuanto es posible para nosotros (en este terreno el error más grave de Descartes le viene no de su gnoseología sino de su filosofía natural, porque para él la idea de extensión nos da la esencia del cuerpo, lo cual es un error manifiesto; pero es una idea adventicia, que captamos por intelección a partir de las cosas sentidas). En fin, Descartes es un filósofo fundamentalmente realista. La acusación contraria no es, en mi opinión, sustentable. Son realistas su noción de conocer, su noción de entender, su noción de idea o concepto (que llame ideas a los conceptos o verbos mentales no es algo exclusivo de él, y no hay razón para hacer consideraciones a partir de tal uso, como si implicara una concepción determinada del concepto como productivo o factivo: ese es el sentido clásico del término idea, pero no es así como lo usa Descartes, ni como lo usan muchos otros autores de su tiempo). Por otra parte, interpretar la mente cartesiana no desde su totalidad, sino exagerando los alcances de un procedimiento retórico-metodológico no es intelectualmente serio ni honesto. Uno puede decirle a alguien que, si persevera por cierto camino se extraviará. Pero no imputarle el extravío cuando sabe que no ha sucumbido a él a pesar de haberse valido de tal procedimiento. No se le puede imputar a alguien el exceso de coherencia cuando no ha incurrido en él. No se le puede imputar a Descartes que su mente

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sea más realista que su retórica de reducción del adversario a la evidencia. Eso es un mérito, no una falta. Acusarlo de no sucumbir a una estrategia retórica es como acusar a alguien de no creerse que es realmente el personaje que ha representado en el escenario. Pero claro está que no es razonable acusar a alguien de no ser un orate. Partiendo de esta plataforma, que diseña mi disidencia con la imagen del Descartes de Maritain (la más profundamente pensada, sin duda, de todas las del tipo que representa), procedo a bosquejar sintéticamente la que considero más ajustada a la historicidad del personaje. Lo haré distinguiendo sus contextos vitales e intelectuales, sus contenidos fundamentales, su espiritualidad o su talante y orientación vitales.

III.

Contextos vitales e intelectuales y problemática del pensamiento cartesiano

Una manera de desfigurar radicalmente el pensamiento cartesiano es olvidarse de sus contextos de origen. La tesis que sostengo en este aspecto es que a Descartes no se lo comprende adecuadamente relacionándolo con lo que siguió en la historia, sino con lo que lo precedió. Paradójicamente, la figura del que es tenido por "padre de la filosofía moderna" mira mucho más al pasado que al futuro.

1) Contextos triple:

El contexto intelectual al que hay que atender fundamentalmente es, a mi entender,

a) El humanismo filosófico de los siglos XV-XVII : este es el contexto que permite ubicar básicamente su empresa filosófica, basada en la idea típica de darle a la filosofía simplicidad y dimensión práctico-humana. El motivo negativo que recoge de aquí es el antiescolasticismo. En ninguno de los dos aspectos cabe advertir rastro alguno de desprecio por la Fe cristiana. El proyecto de abrir nueva vía a la filosofía, alternativa y meliorativa de la antigua, se inscribe en el marco de la clásica disputa sobre los antiguos y los modernos. Uno de los argumentos típicos de los modernistas en este disputa es, precisamente, que los modernos pueden mejorar a los antiguos notablemente por cuanto los beneficia la luz de la Fe y el conocimiento de sus verdades, que los antiguos paganos no poseían. Es claro que a los modernos les falta el sentido de la tradición y el respeto por los paradigmas, pero no necesariamente, como a los anticuistas puede afectarlos un sectarismo fijista y un espíritu de servil repetición, pero no necesariamente. El tópico se ventiló en la Francia del siglo XVII sobre todo en relación con la poesía y el teatro, pero es un marco cultural de referencia, de alcance universal. Pero este contexto del humanismo, que, en Descartes hay que llevar al terreno del humanismo filosófico francés del XVII, cuyo representante más conspicuo es él, seguido en la segunda mitad del siglo por Malebranche, y que es lo que lo afilia al círculo del P.

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Mersenne, se da en él en su fase más tardía, acuciada por problemáticas ajenas al siglo XV. Máxime, la problemática religiosa del cisma protestante, de nuevo con su precisa impostación francesa. Esto nos lleva al segundo contexto intelectual básico.

b) El reformismo católico: Descartes es un reformista católico.

De nuevo nos encontranos al final de una curva histórico-cultural que abarca los siglos XV-XVII. El espíritu de reforma, que a nosotros nos resuena inevitablemente con remezones de herejía, no tiene en modo alguno tal carácter ni en su origen ni en su desarrollo católico. Se trata de asumir la tarea de retornarle a algo su forma original y propia, la que exige su esencia y postula su fin. Ese algo, en el movimiento del siglo XV, es nada menos que la Iglesia, in capite et in membris. En tal marco se inscriben, a su vez, proyectos de reforma cultural: humanística, dialéctica, pedagógica, filosófica, teológica. Recuerdo espontáneamente, y a guisa de ejemplos, los nombres de L. Valla, G. Savonarola, N. Zabarella, J. L. Vives, Erasmo de Rotterdam, Tomás More. En Francia, G. Budé, J. Lefèvre d'Étaples. La figura de este último me parece de sumo interés. No sé si se ha investigado cabalmente un parangón entre su mente y la cartesiana. Creo que sería una tarea iluminadora. Señalo que Lefèvre representa en el siglo XV francés, en el terreno filosófico, un reformismo aristotélico. Adviértase que no es legítimo en el arco de los siglos XV-XVII identificar escolástica con aristotelismo. Hay aristotelismos heretizantes, como el averroizante de Padua, cuyo máximo exponente fue Pomponazzi. Hay aristotelismos humanistas y antiescolásticos: este es el caso del Estapulense. El autor rechaza a la Escuela y "su" aristotelismo, abogando por un aristotelismo apegado fielmente a los textos del Estagirita, despojado de las procupaciones sutilezas y complicaciones que los escolásticos le han adicionado, empañando su claridad y sencillez. El Aristóteles de Descartes, ¿cuál es? Cuando se califica a Descartes, rectamente, de adversario de los Peripatéticos, no hay que entender sin más con ello que sea un adversario de la Escuela. Y, mucho menos, del pensamiento católico. Desde aquí es fácil advertir el despropósito intelectual e historiográfico que hay en contemplar a Descartes desde las preocupaciones de un pensamiento "aristotélico-tomista" tan ajeno a él como a su contexto cultural, y propio del tránsito entre los siglos XIX y XX. Desde allí es imposible entender nada, y, por tanto, emitir juicio de evaluación alguno ceñido a la cosa. Pero el contexto de reforma nos lleva, a su vez, al terreno específicamente religioso, al interior de la tradición católica.

c) El jesuitismo y la tradición de la devotio moderna : Dos dimensiones de

arraigo encuentra la mente cartesiana en dicha esfera: una próximo, la espiritualidad jesuítica; otra remota y a su través, aunque quizá no exclusivamente: la devotio moderna. De la devotio moderna encontramos en Desartes el interiorismo subjetivo, el pragmatismo religioso, la valoración del conocer en función del obrar y del orden de la vida. Así se malentiende su prevención frente a la reflexión metafísica si se la interpreta en relación con el antimetaficismo ilustrado. Nada tiene que ver con él. Es, en cambio, el propio de la devotio moderna. El Kempis dice que incluso de nada vale la especulación teológica (no ya sólo la metafísica), si no somos capaces de hacer un sencillo acto de contrición. Es también la prevención antiespeculativa del nominalismo francés del siglo XIV, cuyo máximo representante fue el canciller Gerson: comparte Descartes con ese movimiento de ideas el aprecio por una metafísica de carácter teologal, y la severa

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limitación de su alcance en función práctica. Tales tendencias deben ser ponderadas, criticadas, refutadas en sus elementos de extravío, pero no se trata aquí de Iluminismo, sino de otra cosa, en absoluto. Descartes y la devotio moderna: he aquí otro tema para desbrozar, y de múltiples recodos. Ahora bien: sí ha sido estudiado el tema de la relación entre la devotio moderna y el fundador de la Compañía de Jesús. Y si Gilson se ha esmerado por mostrar cuántos elementos de la filosofía escolástica han pasado a Descartes a través de sus profesores jesuitas de La Flèche, no sé que haya sido suficientemente apreciada e investigada en consecuencia, la presencia de la forma espiritual jesuítica, ignaciana en particular, en Descartes y en su empresa intelectual. No se trata aquí de trasiego de elementos filosóficos. Se trata de algo más profundo. De una forma mentis, de un sello que, a modo de carácter espiritual, funda el ritmo y la andadura del movimiento intelectual. También de ideas y de principios explicitables en el plano intelectual, pero no sólo de ello. La tesis que yo sugiero es la siguiente: la impostación filosófica cartesiana remeda el movimiento espiritual de los ejercicios ignacianos, proyectándolo en el terreno de una reforma de la filosofía. El tema de la vocación a ocuparse de ello, es un eco de la meditación de dos banderas. Descartes se hallaba sirviendo a señor temporal, bajo bandera literalmente; y su vocación, la que interiormente se le despierta, le orienta al Eterno Señor, al que ha de servir por la reflexión filosófica, puesta al servicio de la Cristiandad: de la defensa de la verdad católica y del aumento del bien entre los hombres. No hay aquí idolatría filosofista: Descartes nunca absolutizó a la filosofía, al modo iluminista. (Es una de las cosas que Pascal, desde su obtusa mente fideísta, jamás entiende.) La vuelta a la interioridad, ¿no es en lo que los ejercicios enteros consisten? Ejercicio de potencias, imaginación, inteligencia, voluntad: todo el esfuerzo de los ejercicios ignacianos es cogitante, representativo, interior. Es allí, en el plano de la interioridad subjetiva en que todos los objetos se hacen presentes, que se decide todo, que se resuelve la determinación y la elección. Allí donde se dirime lo real auténtico y se aquilata la dimensión y alcance de cada cosa. Pero hay mucho más que este ritmo general de la empresa. Hay principios articulantes del todo que son radicalmente ignacianos. Cuando Descartes dice que las dos verdades que más importa conocer son la existencia de Dios y la inmortalidad del alma (y es algo que dijo siempre y en diversas ocasiones), ¿podemos dejar de oír la resonancia en su espíritu del comienzo mismo de la primera semana? (¡cuán hondo deben haber resonado las palabras ignacianas _conocidas directa o indirectamente_en el alma del joven gentilhombre!): "El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, cuanto para ello le impiden: Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío y no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y, por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados" . No sólo la concentración en los dos seres, Dios y el alma inmortal, sino incluso la siguiente temática de la indiferencia tiene repercusión en la mente cartesiana. Pues la puesta entre paréntesis del mundo físico todo, ¿no puede verse acaso como una traslación al plano del juicio intelectual de la reducción moral a la indiferencia que postula el santo de Loyola? ¿Hay más artificiosidad en la reducción cartesiana que en la

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ignaciana? ¿Quién puede desear lo mismo honor que deshonor, sino en un sentido reductivo y artificioso? ¿Quién puede pensar que las sentencias matemáticas o los juicios de percepción son intelectualmente indiferentes, siempre dudables, sino por una pareja ficción y artificio? Aquí entra, además, el ejercicio como postulación desde la voluntad que sujeta el movimiento natural a su dominio despótico, trazando un espacio de valoración arbitraria, es decir, libre: si reduzco el juicio a la duda, soy libre de decidir qué juzgar, si reduzco la voluntad a la indiferencia, soy libre de decidir qué querer. Confieso que ninguna de las dos reducciones me atrae. Porque tal espiritualidad me resulta enteramente ajena. Pero no soy quién para rechazarla, cuando la Iglesia la ha aprobado y aun recomendado durante siglos. Toda la empresa cartesiana puede entenderse desde aquí como ejercicio espiritual filosófico: de allí sus límites, su impostación propia y su orientación primariamente práctica. "Porque así como el pasear, caminar y correr son exercicios corporales, por la mesma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las affecciones desordenadas, y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima, se llaman exercicios espirituales". Aquí habrá de trasponerse el esquema a la filosofía y su doble fin de encontrar las verdades más provechosas para el hombre y señalar algunas reglas de bien vivir conforme a la razón iluminada por estas verdades: eso es el pensamiento cartesiano. Un pensamiento de talante filosófico, pero inscripto en al tensión de la ejercitación espiritual ignaciana. El problema básico de exégesis que cabe plantear aquí, y que sólo señalo, es si el cartesianismo sólo remeda el molde, trasponiéndolo, o, en cambio, más cabalmente, es inserible en su itinerario como momento parcial, a su nivel. Otra línea de fuerza que articula la mente de Descartes con matriz jesuítica la encontramos en la 17ª regla para el sentido verdadero..., que se traduce además en una orientación general de la teología jesuítica, a partir de Molina y de Suárez: "Asimismo no debemos hablar tan largo instando tanto en la gracia, que se engendre veneno, para quitar la libertad. De manera que de la fe y gracia se puede hablar cuanto sea posible mediante el auxilio divino, para maior alabanza de la su divina majestad, mas no por tal suerte ni por tales modos, mayormente en nuestros tiempos tan periculosos, que las obras y líbero arbitrio resciban detrimento alguno o por nihilo se tengan". Esto lo señala san Ignacio a los predicadores. Y Descartes habla en terreno filosófico. Todo lo que en él se advierte de tendencia a exaltar la parte del libre arbitrio humano, siempre salvos los fueros de la Fe, creo que se puede interpretar rectamente desde su formación jesuítica. Ello es clarísimo y explícito cuando se trata de problemas teológicos, como los que toca en la correspondencia con la princesa Elisabeth de Bohemia, que es una calvinista. El último aspecto altamente relevante que deseo señalar, y sin ánimo de ser exhaustivo en esta exploración de la temática, es el del metodologismo cartesiano. La primacía del método suele señalarse como rasgo de la "filosofía moderna", surgido de las exigencias de la “sola razón”. Gran sandez. Descartes es metologista, es regularista, pero lo es por hábito mental jesuítico. Cualquiera que conozca el texto de los ejercicios ignacianos sabe que, en su mayor parte, no es otra cosa que la proposición de un método y de unas reglas. Todo está metodizado: hay modos de orar, modos de representar, modos de hacer el examen de conciencia; reglas para ordenarse en el comer, reglas para en alguna manera sentir y conocer las varias mociones que en el ánima se causan, o sea, para discernir espíritus, reglas para sentir con la Iglesia. Y todo el conjunto de las cuatro semanas no es otra cosa que un precisamente pautado método de ejercitación espiritual. Si la causa de la salvación del alma puede recibir beneficio de tal tratamiento metodizante, ¿cómo no habría de recibirlo la filosofía?.

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Ya he mencionado previamente el talante jesuítico del pensamiento cartesiano, manifestado en varias notas: su pasión por las ciencias y su tendencia racional y razonadora; su reformismo de tipo utopista; su voluntarismo racional; su radicalismo en la prosecución de su empresa. 2) Instancias problemáticas Falta apreciar las instancias problemáticas en que su mente se inserta, y que son, a mi entender, básicamente tres.

a) La nueva física El primer trasfondo a que la mente de Descartes va a responder es el que plantea la nueva física. Se trata de una filosofía natural matematizante. Se trata de un sistema cosmológico mecanicista. Las dos cosas pueden ser objeto de entusiasmo, desde la perspectiva del gentilhombre. Las matemáticas permiten poner orden en el caos del mundo físico, tornarlo inteligible, conjurando así su amenazante tenebrosidad. Esto supone un horizonte previo de inserción: la naturaleza no es para Descartes una morada, sino un mundo extraño y hostil, amenazante y obscuro, que aplasta al alma y devora la vida. Esta percepción de la naturaleza es la de su siglo. Es la de los grandes literatos del XVII. Piénsese en Calderón, en Cervantes, en Quevedo, en Molière mismo, en Shakespeare: la naturaleza no es en ellos un hogar, ni tan siquiera transitorio; es un teatro confuso, un piélago de tempestades en que el hombre naufraga y del que necesita emerger, un vendaval que azota y fuerza al encierro, un combate perpetuo que fatiga y engendra tedio al hombre; es el escenario en que la carne ha de cargar con sus taras y sus dolores, para ir envejeciendo ruinosamente, si es que alcanza la edad, y finalmente para disolverse en polvo y ceniza. Es también la mirada de los pintores tenebristas, en los que la luz y las tinieblas pugnan sin cederse lugar, pero de manera que la luz no hace sino hacer aparecer la densidad de una carne avocada irremisiblemente a la descomposición, de una carne demasiado concentrada en sí misma para dejarse levantar por el espíritu. Es la mirada de los pintores de vanidades, obsesionados, pero sobriamente, racionalmente, por destacar la fugacidad y caducidad de todo lo terreno, la vanidad de la pompa y de las glorias del mundo. En toda esta mirada hay un núcleo cristiano: es la mirada del Eclesiatés, es la mirada del Nuevo Testamento todo diciendo que la figura de este mundo pasa. Pero también está gravitando en su trasfondo la experiencia de la ruina de lo más caro y preciado: la unidad de la Cristiandad, que se ha perdido. Es una familia desgarrada. Es una familia dividida. Es una casa en que se ven forzados a convivir los que eran hermanos como extraños entre sí en lo más vivo y hondo: en su Fe, en su religión, en su doctrina. Se trata de una experiencia desgarradora, brutal, lacerante, pavorosa. Suele hacerse alusión a lo duro de las guerras de religión. Lo duro no eran las guerras: era lo que las motivaba.

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La guerra siempre es dura. Pero en la Europa del siglo XVII la paz no lo era menos. Era la paz en la división, en el cisma, en el tormento de la escisión irremontable. Si no se ve a Descartes en este contexto, no se lo entiende en absoluto. Si su perfil no se recorta en el marco de este desgarramiento vital, no se puede entender ni uno solo de sus gestos. La literatura racionalista de los siglos XVIII al XX ha sido absolutamente impotente para ver esto. Adolece para ello de una incapacidad invencible. Y esperable. Pero la contemplación católica de la historia del período no ha hecho suficiente hincapié en la materia. Y debe hacerlo. Pensar que Descartes se entusiasma por la física mecanicista porque piensa en el progreso material de la civilización al modo ilustrado es una grosera confusión. Es lo único que puede pasar por el magín de un positivista. Pero es lo que no pasaba por la mente del gentilhombre. El mecanicismo lo satisface porque le permite poner inteligibilidad en ese mundo tan gigantesco y oprimente, que lo afronta como un sinsentido, vacío de hogariedad. Porque el mundo ya no habla con las luces del resplandor creatural. No porque él no sea un creyente. Sino porque el mundo es una casa de duelo. Ante la mirada desgarrada por la pérdida el mundo se fuga (magníficamente expresa esta experiencia el tango Sus ojos se cerraron). Se pierde en una lejanía insoportable y nebulosa, como si no existiera en verdad, como si fuera un escenario desvencijado pronto a desmoronarse. Hay que devolverle claridad y orden a ese mundo, e incluso consistencia, pero de manera que no sea una amenaza, sino algo confiable y predecible. Descartes no cree en modo alguno que lo sea del todo. Basta con que lo sea para cierta medida posible del obrar humano. El interés de Descartes en la física es moral. Es espiritual. Aprecia la explicación matemática porque su claridad le devuelve al mundo cierta afinidad con el espíritu, en contraste con la ajenidad en que lo encuentra yacente. Aprecia la explicación mecánica porque le permite prever en cierta medida, parcial, precaria, pero moralmente suficiente, los acontecimientos naturales, abarcándolos en cierta intelección. Descartes no piensa en máquinas, en aplicación tecnológica de la física. Pascal sí pensó en eso. A Descartes le interesa explicar los meteoros: tener ante el rayo y la tempestad un atisbo de gesto humano, que permita recoger tales eventos en la esfera del espíritu. Descartes prefiere la física matemática por su capacidad explicativa, intelectiva. No por sus posibles aplicaciones técnicas. Su punto de vista no es poiético, sino práctico: se trata de dotar al hombre de una sensatez y un equilibrio racionales frente a la opacidad del mundo físico. Se trata de un refugio. No de otra cosa.

b) La apologética

Pero ni tan siquiera el sentido que la física tiene en la mente cartesiana puede columbrarse sino desde el trasfondo de la apologética. En esto mi tesis es diametralmente opuesta a las de los racionalistas y a la de Maritain. Según los unos y el otro, las declaraciones apologéticas de Descartes han de situarse en la esfera del disimulo, de la cautela cobarde, del engaño sistemático con que trata de

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ponerse a cubierto, con su racionalismo radical, de lo perjuicios que pudieran sobrevenirle en el orden público. Tal hipótesis de la mascarada no sólo me repugna, sino que me parece forzada, artificiosa, e incoherente con los datos objetivos. Los racionalistas no pueden ver otra cosa, porque para hacer de Descartes uno de los suyos, tienen que violentarlo al extremo, haciéndolo aparecer, necesariamente, como un monstruo fraudulento. Maritain asume tal imagen para denostar al personaje. Lo que rechaza es, en mi opinión, algo que sólo existe en su mente y en la de los racionalistas. El Descartes histórico no se parece en absoluto a ese monigote que estos autores pergeñan. El pensamiento de Descartes es central y radicalmente apologético. Todo él es una elaboración que procura defender ciertas verdades fundamentales. Y esto puede apreciarse si se parte de la duda, precisamente. Duda metódica y retórica, que no real. ¿Cuál es su alcance? Lo primero que Descartes deja fuera del campo de lo dudable son las verdades de la Fe. Podemos someter a duda los conocimientos racionales, pero no la Fe. Con esto Descartes está expresando la verdad fundamental siguiente: la Palabra de Dios es infalible, nuestros propios hallazgos racionales son falibles. Si empezamos por aquí, que es por donde Descartes empieza, nos hallamos con una situación más próxima al fideísmo que al racionalismo. Primera sorpresa. Pero Decartes no es fideísta. Porque si bien admite la dubitabilidad de los conocimientos racionales, no admite que todos sean susceptibles de duda: hay verdades racionalmente cognoscibles de las que no cabe dudar. Todo el procedimiento de la duda hiperbólica se endereza a destacar esas verdades que ninguna duda puede morder. ¿Y cuáles son? En primer lugar, que yo, como pensante, existo. Segundo, que existe Dios. La primera es objeto de una evidencia reflexiva. La segunda de una demostración segura. Se trata de la dos verdades primarias de que no cabe dudar. Ambas son verdades existenciales. En la mente cartesiana, pues, a más de la certeza de la Fe, tenemos la certeza de nuestra propia existencia y de la de Dios. Luego aparecen, fundadas en ellas, otras certezas. La de la existencia real del mundo físico, en primer lugar. De nuevo otra verdad existencial A ese mundo podemos conocerlo por sensación y por razón. Pero el alcance de nuestra razón respecto de su esencia es limitado y precario. Debe tenerse en cuenta cómo Descartes relativiza nuestro conocimiento de las esencias, y lo hace metafísicamente, por su doctrina contingentista de las ideas ejemplares libremente queridas por Dios. Muy lejos está Descartes del mecanicismo neopitagorizante de Galileo o de Newton. La esencia de los cuerpos reside para él en el ser extenso, pero eso sólo desde el alcance de nuestra razón y en relación con lo que nos aparece claro y distinto. Puede recriminarse justamente a Descartes aquí un doble error: el confundir una propiedad con la esencia, y el relativizar nuestro conocimiento doblemente: por la precariedad de lo que llamamos esencial, en cuanto no necesario, sino afectado de cierta

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contingencia; y en cuanto los sentidos nos presentan un imagen confusa de lo extenso, en cuanto nos lo da según cualidades que no aparecen como objetivamente inteligibles. Pero esta crítica legítima no puede identificarse con la otra, claramente ilegítima, que hace de Descartes un mecanicista determinista, responsable del materialismo posterior. Si hay algo que Descartes no fue es un materialista. Por el contrario todo su sistema está calculado para evitar la consecuencia materialista. El mecanismo, al modo en que él lo piensa (y que no es ni el de los materialistas ilustrados, ni tan siquiera el de Newton), reina en lo corpóreo (¿y quién puede negar que hay cierta dimensión mecánica en la realidad de los cuerpos?), pero la substancia pensante es radical y esencialmente distinta de la corpórea, e irreductible a ella. El interiorismo metafísico de Descartes pone de relieve, precisamente, que nuestro conocimiento más primario respecto de nosotros mismos es que somos esencialmente otra cosa que los cuerpos. Somos espíritus, somos substancias pensantes, y ese ser es en nosotros el de nuestra alma inmortal, incorruptible, que no es de la naturaleza de los cuerpos. Las verdades que más importa conocer son, según Descartes, en el orden racional, esas dos: que existe Dios, y que nuestra alma es inmortal. Esto no es ni ficisismo, ni mecanicismo, ni materialismo. Uno puede dudar de la integridad de los fundamentos filosóficos con que Descartes defiende esas verdades y puede rechazar los argumentos con que las asienta. Lo que no cabe rectamente hacer es no reconocer que su intención fundamental es asentarlas como indubitables y primordiales. Para eso hay que partir de un prejuicio infundado, de un parti pris que es: "Descartes es un racionalista y el padre de la filosofía moderna". Es curioso cómo, para ciertos autores (pienso en el caso de Pascal o de Kierkegaard) son muchos los que se empeñan en destacar su importancia como pensadores cristianos, mientras cuando se trata de Descartes todo lo que se hace es procurar mostrar cómo causó la ruina de la Cristiandad intelectual con su pensamiento racionalista. No puedo aceptar esa cojera intelectual. Lenidad para con los fideístas y virulencia crítica para con Descartes, que no es racionalista en el terreno que más importa aquí, es decir, respecto a la Fe sobrenatural. Más aún. No sólo no es racionalista en el sentido ilustrado, sino que ni tan siquiera lo es en un sentido especialmente filosófico, a saber, que reduzca todo conocimiento o todo saber a saber racional. Descartes reconoce a los sentidos como fuentes de conocimiento. Las ideas adventicias, de hecho, necesarias como son para nuestra vida, las adquirimos por medio de los sentidos. En este sentido no puede identificarse su tesitura con la de Leibniz que sí es mucho más radicalmente racionalista (en sentido gnoseológico). Tampoco es Descartes racionalista epistemológico, pues reconoce como fuente de saber la intuición genial, y la imaginación poética. Uno puede decir que su énfasis está puesto en el conocimiento racional, por modo de ciencia. Y es verdad. No es correcto, en cambio, decir que a tal saber reduzca él todo saber humano. Primero, desde luego, porque por encima del saber racional permanece el de la Fe católica. Segundo, porque aún en el plano natural, reconoce otros modos de saber. El saber poético, por vía de intuición imaginaria. El saber intuitivo por inspiración genial (¿natural o sobrenatural?).

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El saber por experiencia emocional, o sea simpatético, como cierto saber por connaturalidad. Reducir a Descartes a la razón científica es desconocerlo. La impostación apologética de toda su andadura intelectual es manifiesta en cuanto se atiende al triple término fundamental contra el que se opone: 1º) El fideísmo protestante, frente al cual asienta nítidamente la compatibilidad de Fe y razón, como momento de la relación positiva Gracia-naturaleza, y que él desarrolla al poner los fundamentos racionales de la Fe, mediante la demostración filosófica de la existencia de Dios, de la espiritualidad e inmortalidad del alma, y de la irreductibilidad del alma respecto al ser corpóreo. Para no reconocer en eso un esfuerzo apologético hay que moverse desde la plataforma del fideísmo irracionalista, incompatible con la Fe católica. 2º) El escepticismo ateizante y hedonista de los "librepensadores": frente a él asienta Descartes la refutación del escepticismo y la fundamentalidad que la verdad de la existencia de Dios tiene en el orden del saber intelectual; y como garantía de toda certeza hacia el conocimiento de las esencias de las cosas; y por la doctrina de la inmortalidad del alma y de la consistencia de la felicidad en la virtud, corazón de toda la moral cartesiana. 3º) El materialismo fisicista, frente al cual se preocupa por establecer prolijamente la dualidad irreductible de las substancias pensante y extensa, es decir del ser espiritual y el ser corpóreo. Y ello como una evidencia primaria, por la vía de la interioridad intelectualrefleja. Estos tres frentes nos permiten advertir la contextura básica, el entramado constitutivo y estructurante del pensamiento cartesiano. Si algo se le puede reprochar desde este punto de vista es el enderezarlo todo con excesiva voluntariedad al fin apologético, apresurando instancias y quizá, en ocasiones, forzando perspectivas. Pero de lo que no cabe dudar es de la sincera e íntegra contextura apologéticocatólica del pensar cartesiano. Uno puede rechazar las específicas argumentaciones y denunciar errores de principio. Pero no distorsionar radicalmente el espíritu y actitud del pensamiento, quitándole su nervio vital y suponiéndole otro, radicalmente antagónico con su orientación deliberada. Como uno puede denunciar el nominalismo de base y el reduccionismo experimental-subjetivo del pensamiento de Kierkegaard, pero nunca hacerlo aparecer como un pensador anticristiano. El gentilhombre católico René Des Cartes, cuyo pensamiento refleja su triple formación de filósofo, jurista y militar, que hizo de su vida un combatir intelectual de orden filosófico en defensa de la causa de la Fe, tuvo la desdicha de morir dos años después de la firma de la paz de Westfalia: Europa empezaba a renunciar a sí misma (cosa en la que él no ha tenido ni arte ni parte), abriendo la vía de la flagrante apostasía ilustrada. Que los ideólogos de la misma le tomen a préstamo expresiones o conceptos no lo hace a él su padre. Que Kant use nociones de la Escuela, y maneje su terminología en gran medida (recibida mediante el trasiego de la escolástica protestante wolfiana), no quiere decir que los grandes escolásticos sean sus padres, ni nada que se le parezca. Ni la gnosis cabalística pseudofilosófica de Spinoza, ni el empirismo escéptico de Hume, ni el racionalismo anticristiano de la Ilustración, ni el subjetivismo idealista de los románticos alemanes son hijos legítimos del pensamiento cartesiano. No tienen con él más relación que la que pueden tener con cualquier otro sistema filosófico o de elementos filosóficos del que tomen terminología prestada. Como no se puede hacer de Sartre un hijo legítimo de Kierkegaard, cuando toda la orientación de su pensamiento es de un inmanentismo racionalista, materialista y ateo

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radicalmente ajeno al espíritu del danés, porque tome de él ciertos motivos o elementos del pensamiento existencial. Otra cosa es que uno juzgue que en el pensamiento de Kierkegaard, afectado en su raíz por una orientación nominalista, no hay elementos y principios filosóficos suficientes para refutar adecuadamente un pensamiento como el sartriano. Pero eso es harina de otro costal. Tres son pues los contrafuertes de la apologética cartesiana: rechazo del fideísmo, rechazo del escepticismo, rechazo del materialismo. Es una curiosa paradoja que se lo considere fundador del pensamiento moderno por introducir tales errores, cuando se trata precisamente de un opugnador denodado de los mismos. Otra cosa es que uno juzgue insuficiente su apologética. Puede encarecerse, así, que su rechazo del fideísmo va acompañado de un cierto talante pietista y pragmatista, del cuño de la "devotio moderna", que neutraliza o amengua su efecto. O que su rechazo del escepticismo y de la duda universal se hace mediante un giro metódica y retóricamente tan exasperado que puede resultar contraproducente para el poco advertido. O que su rechazo del materialismo va acompañado de una física matematizante, que en gran medida, al menos (aunque no tan radicalmente como la crítica de Leibniz lo pretende), cae en el olvido de la dimensión metafísica u ontológica de la ciencia física, lo que tiende a producir una mirada excesivamente materializante sobre el mundo de los cuerpos. Todas esas críticas son válidas, pero una vez que se ha puesto al gentilhombre en su lugar. Es decir en el de pensador cristiano, apologeta de la Fe católica desde el terreno de la reflexión filosófica. Y en modo alguno en el de racionalista o prerracionalista. Por otra parte, si bien su apologética tiene deficiencias (por otra parte, ¿hay alguna filosofía, o alguna apologética que no las tenga?), no me parece legítimo reducirla a negatividad. Contiene elementos harto valiosos de verdad, capaces de dar fruto sano, y que de hecho lo han dado a lo largo de los siglos. Ya he dicho que veo el pensamiento cartesiano como una cierta variante en la línea perenne de la metafísica realista de la interioridad. Y desde allí ha sido fecundo y lo será siempre. Precisamente su peculiar fuerza apologética está en su carácter fronterizo: se sitúa en la línea deslindante de la verdad y el error, y desde la confrontación con la agudeza punzante de la pica destructiva de la duda y del apasionamiento y la ceguera materialistas, mirándolas a la cara y como dándoles cabida en el propio pensamiento (que no en el propio espíritu o mente: el entrenamiento lógico formal de la escuela jesuítica jamás le consiente a Descartes confundir una proposición con una tesis), los rechaza con la fuerza invencible e inmortal de la certeza, de la luz del ser inteligido que se hace patente a la mente. Esta positividad metafísica trascendente distingue a Descartes esencialmente de todos los inmanentismos ideológicos de la modernidad, y hace intolerable el que se lo confunda con los escepticismos criticistas o con los constructivismos idealistas, talante, el uno o el otro, del gnosticismo historicista-inmanentista en sus variantes todas.

b) La reforma de la filosofía La tercera instancia problemática que configura la mente cartesiana es la de la necesidad de una reforma de la filosofía. Este problema es tal que si no se lo sitúa en sus propios términos conlleva una potencialidad distorsiva enorme.

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Esta instancia es la que termina de perfilar el mismo sentido de su apologética. Descartes se inscribe en la línea del humanismo reformista. Reforma no quiere decir en él revolución. Se ha pretendido endilgarle como defecto o rémora todos sus elementos tradicionales. Esto es absurdo. Supone real la pretensión de construir desde la nada. Y esto no lo pretende jamás. Aun su declaración de que, de no haber aprendido nada de filosofía, hubiera elaborado el mismo sistema de pensamiento, se malentiende si se interpreta como declaración de originalidad. Es, en cambio, declaración de objetividad: quiere decir que la mente humana, sea cual sea su formación, está destinada por su misma esencia a reconocer la verdad. Y esto porque la realidad es una sola, y es ella la que determina el pensar. Es una declaración de realismo. Tampoco quiere decir que el aprendizaje sea de nula utilidad: fue siempre un hombre sinceramente agradecido y reconocido para con sus maestros. La reforma entraña como cuestiones fundamentales las de su motivo y su fin. El motivo reiteradamente denunciado por Descartes es el de la confusión y variedad de opiniones, el de un estado de grave obscurecimiento de las disciplinas filosóficas. Pero tales denuncias deben situarse en su contexto complejo y paradojal: por un lado repiten las ya tradicionales acusaciones del humanismo contra la escolástica; pero por otro se orientan a construir una nueva escuela, no contentándose jamás con un mero programa de reformas. Descartes recoge la línea humanista, pero a la vez se propone dotar a la tradición del pensamiento cristiano, a la Teología, centralmente, de un nuevo instrumento filosófico, más ajustado a las exigencias de la razón y de la Fe. Se trata aquí, y es en este único sentido que cabe afirmar modernidad en Descartes, de una instancia dentro del amplio espectro de la disputa cultural entre antiguos y modernos, tópico que ha recurrido variadamente a lo largo de los siglos cristianos. En su correspondencia con los Padres de la Compañía insiste Descartes constantemente en las bondades de su sistema, y en su superioridad comparativa respecto del aristotelismo, centrando la cuestión, precisamente, en su correspondencia con los datos de la Fe. El mismo proyecto reformista, como ideal, estaba ya planteado dentro de la propia tradición jesuítica. No es, pues, una reforma desprendida de los dos motivos problemáticos anteriores, sino, al contrario, estrechamente ligada a ellos. Pero, ¿para qué la reforma? Podemos decir: para formular una filosofía sistemática más capaz de defender las verdades de la Fe y de profundizarlas teológicamente. Y es una respuesta básicamente correcta. Cabe añadir, sin embargo, que hay otra finalidad que se cruza en el espíritu cartesiano: la de procurar al hombre, en concreto, de una ascesis intelectual filosófica que puede enderezarlo en un camino sapiencial, o contribuir a ello. Siempre en unión con la Fe católica. Señalamos así el motivo ejercitatorio. Ni en una ni en otra finalidad la filosofía aparece absolutizada o convertida por fictum ideológico en la suprema sabiduría. Se trata de un saber humano y adquirido, cuyas limitaciones no destruyen su esencial nobleza y relativa necesidad.

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En esta doble perspectiva es que, a mi entender, ha de situarse el reformismo cartesiano: vertiente del servicio a la Teología, vertiente del servicio a la vida humana intelectual. Ambas se instauran sobre el soporte de una actitud humanista y católica. De nuevo, también aquí, se trata de un ideal de reforma que puede, y debe, ser corregido: tiene notorios matices de desequilibrio. Lo que uno más extraña es la falta de pasión teológica. Pero en Descartes no hay siquiera pasión filosófica. La filosofía es ejercida como tarea, como misión, diríase. Pero sin arrebato amoroso. Se trata de un ideal hasta cierto punto naturalista, como en tantos autores del renacimiento. Baste recordar al Erasmo del Enchiridion. O al Tomás More de Utopia. El ejemplo de More nos deja ver hasta qué punto un hombre de Fe hondísima, a quien le tocaría dar testimonio de ella con la vida, se expresa de un modo que nos deja perplejos, fríos y hasta dubitativos respecto de su cristianismo. Pero eso es no entender la impostación literaria, el género transitado, las formas expresivas de una cultura en la que no hace falta dar pruebas de cristianismo a cada paso, porque es la cultura de la Cristiandad. Descartes escribe como filósofo. Y según la disciplina a la vez humanista y escolástica que ha aprendido en La Flèche. Mas si bien todo ello hay que ponerlo en cuenta a su favor, nos queda la impresión de cierta falta de pasión, insisto, por los misterios de la Fe. De falta de mirada teológica. De esto no cabe duda. Y es la falta más gravosa de Descartes. Se me ocurre decir, no para su descargo, pero sí para una valoración prudente y ecuánime, que hoy día la falta de mirada teológica afecta no sólo a muchos cristianos, sino a muchos que hacen las veces de teólogos, lo que Descartes jamás pretendió ni osó pretender. Pero, volviendo al asunto, hay un descargo más profundo: la falta no es absoluta. Y ello doblemente: primero, cuando le toca considerar algún punto en que la filosofía no es capaz, acude a las sentencias de los teólogos, y se detiene en consideraciones propiamente teológicas; segundo, cuando se trata de la aplicación de sus propios filosofemas a cuestiones de tal carácter. Y hay otro argumento apologético: Descartes, en su condición de laico católico en el siglo XVII, se encuentra prácticamente inhibido de asumir el papel de teólogo. Y esto no sólo por la desconfianza que esto podía acarrear en un ambiente marcado, comprensiblemente, por la agudísima prevención ante la herejía, sino también por la repugnancia que en ambiente católico causaba, y el propio Descartes parece participar de ello, la actitud protestante de "ilustración religiosa", mezcla de trivialidad, superficialidad, populacherismo intelectual y desprecio farisaico por la cultura humanística y por la arduidad de la ciencia teológica. Ahora bien: el gentilhombre no incurre en esta materia, tampoco, en una actitud absolutamente desequilibrada. Por el contrario, sabe moverse, con prudencia, en temas teológicos, sin olvidar sus limitaciones y la remisión de los mismos al fundamento de la Fe. No cae en un desprecio de la cultura religiosa, ni cae en un filosofismo absoluto. Se mueve, en general, como un cristiano tradicional. Eso es lo que resulta a las perspectivas posteriores, sobre todo desde el siglo XVIII, más absolutamente incomprensible en él. Si la figura y la obra intelectual de Descartes se mira desde este marco que no he hecho más que diseñar, y que está abierto a ulteriores indagaciones y precisiones, desde múltiples investigaciones particulares, aparece como básicamente conexo con lo que, a partir del radical cisma ilustrado, será "el pasado". Nada de extraño tiene, pues, que si se lo ve desde su conexión con ese futuro desarraigado de lo que era su atmósfera y su mundo, se tienda inexorablemente a distorsionarlo.

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La conexión dominante al respecto es la que he considero falsa en su raíz, y que dibujó Hegel: Descartes, padre de la "filosofía moderna". A partir de Hegel eso se divulga en la historiografía filosófica alemana, y desde allí, en la de toda Europa, aunque con variantes, matices y distinto grado de influencia. Mas llegando a constituir, no casualmente, la visión común. Uno de los factores capitales de esa difusión es su sintonía con otro gran extravío mental, que es la visión historiográfica general de una "edad moderna" consecuente con una "edad media".. esta visión es como el sustrato en que arraiga la de un Descartes padre de la modernidad filosófica. Dos grandes fraudes intelectuales, o, mejor dicho, uno, en dos registros: el general y el específico. Creo firmemente que tal visión historiográfica, última perversión y degradación de los aberrantes teologúmenos del abad de Fiore, debe ser desechada, y sustituida, desde la inteligencia católica, por una contemplación de la historia desde la Fe, básicamente teológica, pero ordenada y rectamente tal. En el terreno general hay que desechar ese monstruo ideológico apodado "edad media", y hablar historiográficamente de la Cristiandad europea, y de sus decursos; de sus crisis y de sus despliegues. Desde allí, por ejemplo, no hay tal cosa como una "edad" que se inicia en el siglo XV. Hay la misma Cristiandad que en el siglo XV vive una crisis de reforma, una floración cultural humanística, el comienzo de una andadura de expansión fuera de Europa. La empresa íntegra de la traslación cultural de la Cristiandad hispánica a América se da, fundacionalmente, entre los siglos XVI y XVII, y según los rasgos esenciales de la Cristiandad perenne. Ese acontecimiento, ¿es medieval o moderno? Nada de eso, porque tales categorías son ineptas postulaciones de una concepción extraviante y secularizada de la historia. Categorías que. Además, reflejan la experiencia histórica de cierta porción de la Europa cristiana, a saber, la más internamente afectada por el cisma. Alemania, fundamentalmente, Inglaterra luego, Francia, a su turno, sobre todo por la apostasía ulterior y radical del racionalismo ilustrado. Pero la Hispanidad, que no se ve arrastrada por esos fenómenos sino mucho más tarde, ¿por qué ha de ver la historia, no ya sólo según el error, sino según un error ajeno? Además el cisma protestante encuentra en la ideología de las edades una manera de perpetuarse y declararse a sí mismo un progreso histórico, un advenimiento providencial, y un logro definitivo e insuperable. Desde la visión de la Cristiandad, es una cisma, y un cisma heretizante; siempre un mal que debe ser subsanado. Una crisis pendiente y por superar. Pero no la fundación de ninguna edad nueva en la Historia de la Salvación. Las visiones secularistas y ateizadas de la edades, a su vez, entrañan la misma falacia que la protestante, pero desde un horizonte totalmente inmanentista. De modo que "cristiandad" pasa a ser una categoría del pasado radicalmente superado. Por vía de modernismo tal apreciación se ha enquistado incluso en ambientes católicos, donde la expresión "ideología de cristiandad" suena a insulto y descalificación. Como si fuera legítimo para el cristiano renunciar a que la Fe, católica como es por esencia, impregne y rija los ámbitos todos de la existencia humana, incluido el político. O renunciar a que los pueblos católicos se den un régimen político acorde con la Fe y con la Ley de Dios. Como si eso no fuera un bien, sino un mal. Que es un bien no puede dudarlo el que posea la Doctrina de la Fe, y el que conozca el Magisterio en la materia. Lo que es un mal que a veces hay que tolerar es lo contrario. Y convertir aquí un mal tolerando en un bien superior al bien que se rechaza como si fuese mal, es una variante grotesca y blasfema de la fábula de la zorra y las uvas.

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Se me disculparán estas consideraciones, que pudieran parecer ajenas al tema. Pero quiero hacer notar que la reubicación histórica de Descartes, que es importante tanto intrínsecamente (para la comprensión del autor) como para la visión de la historia de la filosofía, forma parte de una problemática más amplia y de vastas resonancias. IV.

Los contenidos de la filosofía cartesiana

Nos limitaremos a recorrer los puntos capitales del pensamiento cartesiano en cuanto al contenido de su sistema. Pero antes debo hacer una aclaración: considero que una de las fallas más graves de Descartes está en la exposición sistemática que él hace de su propio pensamiento. Carece del genio del sistema, pero adopta su estilo. Es el terreno en que más a las claras emerge su impericia. Hay verdades primordiales de su sistema que jamás se detiene a enunciar. Pero advertido eso, surge una excusa posible, que permite ahondar en su comprensión: no explicita lo que no es “propio” de su sistema, sino que todos admiten, precisamente porque es tal. Nunca encontramos que se detenga a enunciar el principio de causalidad eficiente, pero lo aplica constantemente; jamás se detiene a mostrar que las operaciones suponen una substancia agente, pero es verdad que reconoce y aplica de continuo. La consecuencia que surge de aquí es doble: 1)no se debe pensar en los contenidos explícitos del sistema cartesiano como el todo de la filosofía según su mente, sino como parte propia, la parte reformanda que encuentra nueva formulación, pero que sólo en conjunción con la otra, la parte admittenda, constituiría el todo de la filosofía; 2)la exposición del sistema puede hacerse desde un doble registro: o haciendo ver sólo la parte novedosa, o mostrando a una las dos. Resulta claro, si uno se propone exponer el pensamiento filosófico de Descartes, que no es la misma imagen la que emerge del texto de las Meditationes que la que surge de los Principia, o que la que aparece al través de las respuestas alas objeciones y las cartas, donde, respondiendo a cuestiones particulares, o saliendo al encuentro de dificultades y confusiones, el pensamiento se afina y se completa, y tienen ocasión a salir a la luz elementos que habían sido dados por supuestos. Basten estas aclaraciones preliminares para poner de manifiesto el horizonte también problemático que debe abordar cualquier expositor mínimamente lúcido de la mente cartesiana. Hay una distinción, empero, que también he de hacer como preliminar. En una filosofía cualquiera es posible distinguir dos aspectos, de cuya confusión no puede menos que resultar error. Una cosa es la filosofía como ciencia, que se expresa en un conjunto de tesis racionalmente enlazadas: esto es el sistema de la ciencia filosófica. Si es la exposición que hace cierto autor, y conteniendo sus tesis propias, es el sistema de la filosofía según la mente de tal fulano. Otra cosa es el modo de plantearse en cada filósofo el camino de acceso a las verdades filosóficamente reconocibles. Esto es el enfoque, la perspectiva que una cierta experiencia filosófica da como fruto: porque la filosofía comporta un filósofo, hombre viviente, cuya propia existencia está puesta en juego en la indagación, imprimiéndole un sesgo que se plasma en el modo de acceso al lugar del filosofar. Autores hay, como santo Tomás de Aquino, o los escolásticos en general, que, en su esfuerzo de formalidad intelectual discursivo-objetiva, no nos presentan sino lo primero.

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Otros, centrados en el filosofar como actividad y como indagación personal de la verdad, no nos proporcionan más que lo segundo. Así, por ejemplo, Kierkegaard. Ya en los orígenes arquetípicos de todo filosofar nos encontramos con énfasis puestos en lo uno o en lo otro: mientras Aristóteles no hace más que darnos tesis y fundamentos de las mismas, presentando los problemas de un modo puramente objetivo, su maestro, y maestro de todo filósofo que realmente merezca el nombre de tal, jamás nos proporciona los contenidos objetivos sino en el contexto de una indagación dialógica que asume la íntima, personal, acuciada y estremecida pulsación de la humanidad indagante. Podemos llamar a estas dimensiones la dimensión hodegético-humanística y epistémico-discursiva de la filosofía. En Descartes nos topamos con ambas. La marcha de las Meditationes es fundamentalmente hodegética, itinerario de descubrimiento centrado en la “experiencia” intelectual, espiritual de la verdad como hallada en la interioridad. El esquema de los Principia es claramente epistémico, exponiendo en orden las tesis centrales del sistema, según la estructura que el propio Descartes postula para el conjunto de la ciencia filosófica. Creo que si partimos de esta distinción ganamos en claridad exegética y en lucidez de juicio a la hora ya sea de comprender, ya sea de evaluar, la mente cartesiana. Distinguir, empero, aquí, no conlleva necesariamente separar. De hecho, resulta muy artificioso, en cualquier filósofo, desarraigar las verdades que enuncia del punto de partida o del itinerario de descubrimiento desde el que las enuncia. En Descartes el itinerario es muy conocido. Parte de la puesta en duda hiperbólica y retórica de los contenidos de la experiencia sensible y del aprendizaje natural, humano, generando la reducción a la interioridad del cogito, de la mente con sus pensamientos, para encontrar allí las sólidas e innegables verdades de la existencia del propio cogitante, como una res cogitans, es decir una realidad substancial que piensa (lo que significa que entiende, que ama, que desea, que imagina, que discurre y concibe, tiene apetencias y dolores); y de la existencia de Dios, Ser infinito en perfección, realidad suprema y Causa de la existencia de toda otra realidad. De aquí el itinerario emerge a la exterioridad: el mundo físico no puede ser sino una realidad, un complejo de realidades cuyo carácter propio es el de ser res extensae: es el ámbito de la “extensión”, que significa en Descartes el conjunto de notas o atributos estáticos y dinámicos que caracterizan a los cuerpos a partir del primordial de ser extensos. Se trata de un itinerario de tres certezas existenciales que implican, de hecho, una idea de cada una de las realidades atingidas en su carácter de existentes: res cogitans, Res Perfectissima, res extensa. A dubio ad intus; ab intus ad summum; ab intus et summo ad extra: este es el diseño del itinerario cartesiano de “descubrimiento”. ¿Descubrimiento de qué? De certezas. De certezas primarias e incontrovertibles. ¿Esto significa que el filósofo ha partido de la absoluta duda, de la incertidumbre total? No. El objeto de la duda es limitado: son los contenidos de experiencia sensible y los contenidos de enseñanza humana. En máxima hiperbolicidad la duda alcanza a los objetos de demostración matemática, por la hipótesis del genio maligno engañador.

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Pero no se trata, en primer lugar de que el filósofo realmente dude: el filósofo admite por hipótesis que se dude de todo ello, para mostrar que hay algo de lo que ni por hipótesis se puede dudar. De lo que por hipótesis se puede dudar, la duda cabe esencialmente, lo que no significa que sea razonable el dudarlo. Pero de lo que ni por hipótesis se puede dudar, eso resiste a la duda absolutamente: es indudable formalmente hablando. En segundo lugar, el procedimiento hipotético de la duda tiene límites: no cabe dudar de los contenidos de la Fe divina; y no cabe dudar de ciertos principios morales mínimos. Los primeros son objeto de una certeza que trasciende a la sola razón, que excede por completo el marco de la filosofía y de la luz natural de la razón. Descartes insiste en diversas ocasiones que no hay certeza más plena que la de las verdades de la Fe divina. Su garante es Dios mismo que se ha revelado, y a Quien la Fe misma nos liga: ninguna duda planteada por hipótesis filosófica puede alcanzar este dominio. En cuanto a los segundos, que forman una “moral provisoria”, comportan un límite práctico a la duda: el límite de la decencia. El filósofo podrá poner hipótesis de duda, pero mientras no recaigan sobre aspectos tan básicos del orden práctico que sin ellos sería imposible vivir honestamente. La dificultad que se puede mover contra el primer límite es la de si una inteligencia desprovista de todas certeza natural puede ser sujeto de un acto de Fe sobrenatural. Y parece que no. La dificultad básica contra la segunda es doble: si tenemos principios de moral sobrenatural, ¿para qué los de moral natural?; y si son de orden natural, ¿pueden sustentarse como certezas prácticas, suspendida toda certeza teorética?. ¿Cómo puede el filósofo escapar a estas dificultades tan obvias? La escapatoria puede buscarse por dos líneas. La primera: la duda es retórica, no real; es hipotética, no tética. La cuestión, así, queda replanteada: ¿por qué poner límites a una hipótesis, a un gesto retórico? La respuesta puede resultar inusitada a cualquiera acostumbrado a la idea de “Descartes, el racionalista”, pero es la que me parece correcta: porque el hombre no es mera razón, y los procedimientos del filósofo deben reconocer límites, que le vienen de otras instancias: los límites que le impone, en primer lugar, el orden sobrenatural, tanto teorética como prácticamente; y, en segundo lugar, aun cuando no hubiese revelación (que de hecho la hay), el filósofo tendría que respetar los límites de la moral social, como procedentes de una realidad concreta que le establece al hombre principios y pautas de obrar a los que no tiene derecho a renunciar, por más que su entendimiento ciencial se vea obscurecido o paralizado por la sombra de la duda: es decir, que antes que filósofo, es miembro de una comunidad humana que lo empeña con deberes y obligaciones imprescriptibles e insoslayables, y sujeto de su propia realidad vital, de la que la inteligencia en busca de razones no es más que una parte. La mente de Descartes aquí me parece la siguiente: aun cuando no tuviera principios de orden sobrenatural, el hombre que filosofa no tendría derecho a declararse inactivo por razón de estado de duda; ante su duda, que es subjetiva, tendrá que atenerse a los principios de conducta que la sociedad, que no duda, le proporciona (no es más que el consabido in dubio, pro lege en materia moral: si la conciencia es dudosa, el sujeto ha de obrar como la ley general lo establece). Si su razón filosófica le lleva a conclusión segura contraria posteriormente, tendrá razón para apartarse de tal norma, e incluso le será obligatorio el hacerlo: de ahí la provisionalidad de esa moral. Pero nunca tal conclusión podrá ser contraria a la Fe: las verdades de fe divina ponen un límite absoluto al ejercicio de la razón, porque su certeza es radicalmente superior.

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Esta argumentación claramente implica que Descartes reconoce, como independientes del filosofar, además de las de Fe, verdades de sentido común, o de interés común, que el filósofo, aun en el orden puramente natural, no tiene derecho a considerar como abarcadas por su duda. Porque la limitación práctica de la duda implica ciertas verdades: el interés común es superior al individual; la urgencia moral no admite dilación por motivos subjetivos; la convivencia humana impone deberes insoslayables aun en estado subjetivo de duda teorético-práctica. De modo que el esquema no se sostiene si no se admiten certezas prefilosóficas, y verdades prefilosóficas. Digamos, además, que tales certezas serían suficiente marco de incardinación del acto de Fe sobrenatural. Con lo que se responde la dificultad antes planteada. Esto resulta reforzado por lo que sigue: las reducciones a la evidencia jamás han puesto en duda algo fundamental: que hay verdad. Descartes sostiene que la idea de verdad es primitiva e indudable. Es una evidencia absoluta. Y, por tanto, prefilosófica. Otro tanto puede decirse de la noción de causa o de la noción de substancia, y sus principios correlativos. Descartes, a su vez, siempre ha admitido la existencia de un modo de conocimiento confuso y prefilosófico de verdades, que sin embargo, no deja de ser conocimiento, y saber. La filosofía es un modo de saber, que no agota el saber: eso es claro para Descartes, aunque no lo sea para muchos de sus críticos, que se extravían por eso a la hora de entender lo que dice. Que el filósofo pueda y deba basarse en certezas prefilosóficas sólo puede resultar extraño a quien parte de la imagen de un Descartes idealista y demiúrgico, empeñado por construir el universo en su cabeza desde la nada, a modo de Hegel, o, en otra línea, de Husserl. Pero ese Descartes es un fantasía inobjetiva, carente de todo fundamento in re. Expresa la mente de los que la han pergeñado, no la del gentilhombre. Así las cosas, la duda que Descartes plantea debe entenderse como duda sobre los objetos de la filosofía, y según la división aristotélica: objetos de ciencia física, objetos de ciencia matemática, objetos de ciencia metafísica. La duda de Descartes, hiperbólica y retórica, recae sobre los dos primeros tipos de objeto, pero se detiene ante los últimos. La inteligencia, puesta a dudar, podrá por hipótesis dudar de lo que le es extraño por sensible, de lo que le es extraño por su vinculación de contenido con lo sensible, pero no de sí propia y de su vida íntima, de su acto de existir, que intuitiva y reflejamente capta; y tampoco de la existencia del Ser Perfectísimo, que es Dios, de cuya realidad la inteligencia puede llegar a demostración certísima, y potissima, la más clara y vigorosa de todas las demostraciones. De esta doble certeza metafísica penden, a su vez, las certezas de la matemática (la razón puede estar cierta de sus deducciones de tal orden, pues su evidencia reposa en la garantía de la bondad y veracidad divina) y del orden físico (los sentidos no son esencialmente engañadores, y la razón también puede confiar en que sus rectos razonamientos de orden físico lo conducirán a la verdad en virtud de la misma veracidad de Dios, que ha creado al hombre con sentidos y razón, y ha hecho todas las cosas corpóreas según su infinita sabiduría y bondad, ordenando todo providentemente, de manera que no tenemos derecho a desconfiar de lo que nuestros sentidos nos informan, siempre que sea debidamente cribado y decantado por la potencia discerniente de la inteligencia). Este es el proemio de la filosofía cartesiana en su núcleo. La cuestión del método y de las reglas para bien ejercer la razón es subsidiaria de lo anterior.

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El método es un instrumento para la ciencia, para que la razón, ejerciendo sus actos con ajuste riguroso al objeto, no se pierda o extravíe. La necesidad del método estriba en la tendencia de la razón humana a engañarse, a errar, a producir extravíos que la llevan al error. Es conveniente reparar en que Descartes se sitúa aquí en la línea del reformismo humanístico, y manifiesta desprecio por la Lógica de la Escuela. Aquí nos topamos con un síntoma de cierta debilidad estructural de la inteligencia cartesiana. Nadie que haya frecuentado con rigor las exigencias de la demostración racional propiamente dicha puede despreciar la Lógica escolástica: hace falta para ello estar privado del sensus demonstrationis, rigurosamente exigible para cualquiera que pretenda moverse en el terreno de la ciencia filosófica. De hecho, si comparamos el estilo de la Escuela y el de Descartes, podemos apreciar cuanto menos riguroso, cuanto más “disertante”, vagarosamente circunlocutivo, es el estilo del gentilhombre. Sus reglas del método racional, mucho más flojas y superficiales que la Lógica de la escuela, son un medio para “ordenar pensamientos”, que se parece mucho a esos recetarios de los que enseñan métodos de estudio, o métodos para hablar correctamente. Es un sistema de reglas de orden práctico para ordenarse la sesera. Las densas cuestiones supremas de la Lógica, tanto material como formal, le pasan de costado, por la sencilla razón de que jamás las ha penetrado, ni ha calado en la densidad de su trasfondo metafísico. Advertido lo cual, sin entrar en las reglas del método, me limito a tres consideraciones generales. Primera: el método, recalco, es un instrumento de la certeza y del conocimiento de la verdad. Descartes no es un metodologista que, negando la posibilidad de conocer la verdad a la razón humana, haga del método el constitutivo formal de la racionalidad. Es erróneo, por tanto, presentar su filosofía como un pensamiento del método: es, sí, una filosofía de la certeza, y, por ella, de la verdad (ya que Descartes no piensa la certeza como subjetiva, sino como objetiva, determinada por el objeto). Segunda: desde el punto de vista de los contenidos del método, nada hay en él de substancialmente novedoso. Se trata de la deducción, con todos sus momentos propios: toda certeza o lo es por evidencia, si de los principios, o por deducción, si de las conclusiones.; se trata del análisis y la síntesis, resolutio et compositio, en sentido clásico. Se trata también de los predicables y de los tipos de distinción que caben entre los conceptos. Nuestro autor no hace en esto sino recoger elementos de la Lógica escolástica y de la Dialéctica de los humanistas de los siglos XV y XVI, y ello en personal síntesis. Ni tan siquiera el énfasis en la deducción matemática como modelo es novedoso: Descartes se inserta aquí en una tradición ya secular en la Escuela, representada en el siglo XII por el célebre Alanus ab Insulis, y en el trece principalmente por el Doctor iluminado, el B. Raimundo Llull. Es interesante rastrear las peripecias del pensamiento luliano entre los siglos XVI y XVII, pero baste con señalar que el indudable influjo en las figuras de Descartes y Leibniz, tiene precedente próximo en la notable figura del jesuita alemán Athanasius Kircher. Aquí también pueden señalarse matices de originalidad en Descartes, pero nada substancialmente nuevo. Tercera: las reglas del método poseen en Descartes un carácter prudencial. Descartes no formula reglas de Lógica, sólo reglas prácticas para el recto uso de la razón en su función deductiva. Son reglas prudenciales, y, por tanto de un carácter eminentemente práctico, aunque dentro de la esfera dianoética. Es fundamental para la comprensión del talante del método esta apreciación: Descartes procura darnos advertencias moderadoras del ejercicio de la deducción; no está su cuestión en si la deducción vale o no, pues está seguro de su valor; su cuestión está en advertirnos el uso prudente de nuestra capacidad discursiva, para que no nos extraviemos en ella: es el temor del error lo que prevalece, no otra cosa; es la necesidad de aferrarse a lo seguro, a lo cierto. Y ello acompañado por la

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confianza en las reglas de prudencia como método, como instrumento de la ascesis intelectual. Ya he dicho, y lo repito, que el modelo del metodismo cartesiano es, en mi opinión, jesuítico. El sistema de la filosofía es, según Descartes, como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, su tronco la física, y sus ramas principales la mecánica, la medicina y la moral. Esta tercera es, de las ramas, la central y que más alto se eleva, como la que puede dar los más nobles frutos de la filosofía, o sea de la razón natural hecha ciencia. Un problema que ha de plantearse es el de si este orden de las partes de la filosofía es un orden de descubrimiento o de justificación, o ambas cosas a la vez. Pero eso es algo que no podemos detenernos aquí a dilucidar. La metafísica se centra en Descartes en las verdades principales que se han de conocer: existencia de Dios e inmortalidad del alma. La tercera de las verdades primordiales, la de la prevalencia del bien común y la mayor perfección comparativa del mismo respecto al privado, con la consecuente bondad del sacrificio de la propia vida terrena en pos de él, me parece también una verdad que cabe en la noción cartesiana de metafísica, y que no hay que situar en la moral, tal como figura en el esquema que hamos mencionado previamente. Metafísica connota en Descartes el saber acerca de todo aquello que trasciende del orden físico, y por tanto, de lo temporal. La metafísica, pues, trata de lo que por su esencia trasciende la temporalidad de lo corpóreo: el hombre en su ser de substancia pensante, con su libre arbitrio y su inmortalidad, y con su necesidad de vivir ejercitando la virtud con la conciencia de que su bien no se reduce a este mundo, sino que se proyecta en la vida incorruptible del alma junto a Dios. Esta es la traza del horizonte metafísico, esto es teológico-antropológico-moral, que habita la mente cartesiana.. Es claro que el tilda de consideraciones metafísicas a cualesquiera que se refieran a realidades supra-físicas, esencialmente trascendentes de lo corpóreo y temporal. ¿Cuáles son las principales enseñanzas de la metafísica cartesiana? En primer lugar se plantea como un metafísica de la interioridad que, evidentemente habitada por sus contenidos de pensamiento, se plantea la cuestión existencial: ¿cuáles de esos pensamientos corresponden a la realidad existente? La metafísica cartesiana se inserta, así, en la tradición de una ontología de esencias y una metafísica de existencias por vía de certidumbre introspectivo-existencial. Es una línea que parece reconocer su antecedente original más claro en el pensamiento aviceniano, y en sus elaboraciones ulteriores en el mundo latino, ya sea en la tradición de Escoto, ya sea en otros autores de primer nivel de la Escuela, como Enrique de Gante. Lo que esta línea nos ofrece es una consideración de las esencias como datos o contenidos del pensamiento, de la mente, precedentes al planteamiento de la duda sobre lo que realmente existe. Desde aquí se comprende por qué la duda cartesiana no es absolutamente total: no afecta a los contenidos esenciales en cuanto tales. Un principio ontológico como el de causalidad o una axioma geométrico valen esencialmente o figurativamente, según su propia jerarquía de contenido, pero no valen existencialmente, hasta que hayamos hecho pie en alguna verdad existencial primera que les dé fundamento. Es de sobra conocido que esas verdades existenciales son: 1°) La existencia del propio ser que piensa los contenidos dados: el yo, como una realidad substancial que piensa (es una res, y una substancia: la ,mente, dotada de tales contenidos inteligibles, no puede dejar de percibir con evidencia que ellos se verifican en el ser pensante).

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2°) La existencia de Dios; la demostración potissima, en la mente cartesiana, es la que procede apoyándose en la noción de perfección absoluta o infinita: una tal noción no puede tenerla de sí el substante pensante, que se reconoce como finito e imperfecto; ni puede provenirle de un ente menos perfecto aún, como lo son todos los que se le presentan desde el mundo físico, y cuya propia existencia real es hasta aquí dudable; además la res que causa el contenido objetivo de una idea debe ser al menos tan perfecta como ese mismo contenido; ergo existe realmente el Ser perfectísimo, absolutamente perfecto, infinito en perfección , y ese es Dios, de la misma demostración se sigue que no pueden atribuirse a Dios sino las notas inteligibles compatibles con la infinita perfección. Dios es substancia en sentido pleno; y el único que los es, pues según la definición de Descartes substancia es el ente que no necesita de otro para existir, lo cual en sentido absoluto sólo es aplicable a Dios, y a los seres distintos de Él sólo se les aplica de modo no unívoco: pues ellos necesitan ciertamente que Dios los cause para existir , aunque no necesitan de otro, ya causados, para subsistir, pues tienen el existir en sí. Dios es substancia pensante, pues sólo como tal puede ser perfectísimo. Es, pues, infinita inteligencia e infinita voluntad. Y es uno solo, único, pues solo puede existir un Perfectísimo, un Infinitamente perfecto. En su infinita inteligencia y voluntad es sapientísimo y libérrimo, perfectamente inteligente, y perfectamente libre. Siendo el único tal, toda otra cosa que llegue a existir, lo hace por tenerle como Causa: Él, y sólo Él, puede ser, y de hecho es, Causa primera de todas las cosas que son distintas de Él. A todas las causa con causalidad eficiente. También a las “verdades eternas”. Descartes hace una interpretación adaptativa, en su sistema, de esta noción de cuño agustiniano, que recibe por intermedio de la Escolástica. Su visión en este terreno parece ser de tradición nominalista, aunque moderada: no niega unas verdades intemporales y prefácticas, pero las relativiza diciendo que son así porque Dios así lo ha querido, pero podría libremente haber querido de otro modo. Son, para Descartes, verdades eternas, porque Dios las ha querido como tales, es decir, con validez supratemporal, pero son contingentes, porque pudo quererlas de otro modo. No puede tratarse aquí sino de verdades que atañen a las creaturas, que son las “establecidas” por Dios, y jamás las que hacen al Ser mismo de Dios, que son necesarias como tal Ser. Pero hay una clara obscuridad en la doctrina: los ejemplos cartesianos son siempre, o de orden matemático o de orden físico. Las matemáticas y la física encierran algo de contingente, pues. Y los que la razón deduce de sus principios puede no darse; es necesario en relación a ellos, pero ellos mismos no lo son sino relativamente, pero no absolutamente: puede ser de otro modo, con tal que Dios lo quiera. Los pinicipios ontológicos, ¿se encuentran en el mismo caso? Podría parecer que difícilmente se pueda contestar que sí, pues nuestro conocimiento del ser divino depende racionalmente de ellos, y se tornaría contingente la certeza máxima si ellos también lo fuesen. Pero esto generaría un escepticismo larvado que va contra todas las declaraciones de la mente cartesiana. Pero tal línea de argumentación desconoce la clave de interpretación de la doctrina cartesiana: la contingencia de las verdades eternas no es quoad nostram rationem: para ella, valen siempre e incondicionalmente; es quoad absolutam considerationem, que es la propia de la mente divina. Las certezas de nuestra razón son relativamente absolutas: valen siempre, y más que cualquier autoridad humana, mientras no estén en pugna con lo revelado a la Fe divinamente , pues cuando se trata de la revelación se trata de la infinitud soberana de la mente divina, y allí el criterio de las verdades eternas no puede imponerse absolutamente. Las que Descartes llama “verdades eternas” vienen a ser como ciertas participaciones de la Verdad que es Dios, pero libremente queridas por Él en orden a la iluminación de

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nuestra inteligencia, y por decirlo de algún modo, como cocreadas con él. Criterios últimos en el orden del conocer racional, no se pueden imponer absolutamente en el terreno de la Revelación, y no tienen derecho, racional y razonablemente, a pretenderlo. En el ámbito del discurso racional, valen siempre, salvo que la Fe nos enseñe la invalidez de sus conclusiones. Pero ella misma puede y debe estar preparada para admitir tal cosa, desde que puede reconocer que esas verdades son contigentes. Dedico especial atención a esta doctrina porque me parece una pieza clave de la metafísica cartesiana. Y harto significativa: devela a la vez su serio interés por salvaguardar la distancia entre el conocimiento racional y la sabiduría divina, que se nos comunica directamente en la divina Revelación, y la inestabilidad y endeblez relativas de su nominalismo moderado, en que se pone de manifiesto la ausencia de una profunda doctrina de la analogía. Aunque no puede decirse de él llanamente que sea un equivocista, como lo pone de manifiesto su consideración de la noción de substancia. 3°) La tercera verdad existencial es la que atañe al mundo físico, y a nosotros en cuanto corpóreos, inmersos en él. Es claro que nosotros existimos, y que, no siendo Dios, somos creados por Él, causados eficientemente en todo nuestro ser por Él. Ahora bien, nuestro pensamiento con todo su mundo de ideas, discursos, percepciones, pasiones, voliciones, es obra de Dios. Puede haber en tal mundo ideas o juicios sin real correspondencia con las cosas, pero lo que se nos presente en tales operadciones como evidente constante y universalmente, no podemos sino atribuirlo al orden puesto por Dios en nuestro ser. Y nuestra percepción sensible es tal que nos induce universalmente al asentimiento respecto a la realidad del mundo percibido por los sentidos. Como no podemos dejar de atribuir a Dios tal inclinación universal de la naturaleza del pensamiento humano, y Dios, siendo infinitamente bueno (porque infintamente perfecto) no puede engañar, resulta que debemos admitir como certeza existencial que hay una realidad corpórea, esencialmente distinta del espíritu pensante, y de la que nosotros, nuestro yo, que es una cosa que piensa, también toma parte, por cuanto somos también un cuerpo. Nuestro ser humano nos aparece así como dual: muerde tanto del costado del ser pensante como del costado del ser extenso. Es res cogitans y res extensa a la vez, aunque distinta e inconfusamente. Estas tres verdades existenciales diseñan el marco de la realidad filosóficamente cognoscible según la mente cartesiana. Realidad que es, primariamente, doble: Res divina y res finita: tenemos la certeza de la existencia de estos dos tipos de realidad ya a nivel de la segunda de las verdades mentadas, pero la tercera termina de diseñar el ámbito de la segunda parte de esta división. Pues la res finita abarca dos tipos de ente esencialmente distintos, de donde resulta la tricotomía de las substancias: res finita abarca la res cogitans finita y la res extensa (que necesariamente es finita). El hombre es intuitivamente capaz de tener certeza de su pertenencia tanto a uno como al otro de estos ámbitos de realidad. Puede así percibir que ocupa una posición singular, intermediaria, entre lo uno y lo otro (paralelamente, ya en el orden sobrenatural, sabemos que Jesucristo es el mediador entre el ser divino y el finito, participando del uno y del otro, verdadero Dios y verdadero hombre. Establecido el marco existencial, el filósofo debe esclarecer la esencia de cada res según la capacidad de la razón humana. Ya hemos hecho referencia al ser divino. Y, aunque sin detenernos a señalarlo explícitamente, hemos mencionado los “atributos” propios de cada una de las realidades finitas. Lo espiritual tiene como atributo el cogitans esse, el ser cogitante, pensante; lo corpóreo tiene el extensum esse, el ser extenso, el poseer cantidad dimensiva.

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La doctrina cartesiana del atributo está intrínsecamente ligada a la de las “verdades eternas”. Atributo es, etimológicamente, todo lo que podemos decir, y de hecho decimos, con verdad, de una substancia. Pero dicho en un sentido estricto, “el atributo” esencial, es aquella nota inteligible que se presenta en la substancia como lo que nos permite captar la esencia de la cosa, y de la que, por tanto, parecen dimanar todas las demás características suyas. El “atributo” cartesiano configurar una noción insegura e inestable entre el constitutivo esencial, la propiedad y la propiedad relativa a nuestro modo de conocer. Quizá lo más correcto sea decir que es la esencia tal como queda determinada en las verdades eternas cocreadas con nuestro entendimiento. La res cogitans se caracteriza, pues, esencialmente, en el plano de nuestro conocimiento racional, como cosa pensante. La noción de pensamiento es amplia, y abarca toda actividad del yo, que este puede captar reflejamente con sólo volverse sobre sus actos. Incluye el entender en todas sus modalidades (intuir, discurrir, percibir ideas, juzgar); el tener voluntad, con la característica especial del libre arbitrio; el recordar, el imaginar; y todos los actos de orden sensible en cuanto imperados, es decir en cuanto son objeto de una volición y de la dirección del pensamiento racional. Así, es cogitare el amor o la ira, pasiones del alma, si y en cuanto resulta de una intención de experimentar amor o ira, racionalmente determinada. Frente a lo activo está lo pasivo en la mente: pero eso es más bien algo de lo cual la cogitatio no es más que “recepción”; o sea que es algo que constituye un término de percepción consciente, pero siendo en sí algo que acontece en el cuerpo, según sus leyes propias: el alma no hace allí más que tener una experiencia correlativa, determinada por el cuerpo; pero por la comunicación entre ambos, también las cogitationes propiamente dichas son capaces de suscitar el movimiento correlativo del cuerpo en que consiste la pasión. El espíritu es así primariamente y per se actividad cognoscente-volente, abierta a la determinación objetiva, o sea determinabilis a parte objecti intellecti; pero también es, en cuanto unido al cuerpo, determinabilidad percipiente ab influxu corporis mobilis. En la doctrina cartesiana de la vida espiritual hay dos tesis que ejercen un papel central. En relación con el conocimiento intelectual tenemos la doctrina de la intencionalidad objetiva de los actos de la mente, unida a la distinción de concepto formal y concepto objetivo. En todo acto de intelección, partir del más simple y elemental, la simple aprehensión de nociones inteligibles o ideas, cabe distinguir el acto en cuanto tal como acontecer actual en el sujeto del mismo, y esto es el aspecto formal; y el contenido o determinación inteligible captado en tal acto, y esto es el aspecto objetivo. La distinción de ambos aspectos junto con la afirmación de la causa trascendente, extrasubjetiva del aspecto objetivo en las ideas innatas y adventicias, y en muchas ficticias (al menos como de posible realización, y en todo caso en cuanto a los contenidos de los que a modo de materia se vale la mente para formarlas) es lo que hace de Descartes un realista gnosoeológico. No ha de confundirse la cuestión del realismo con la del origen o génesis de las ideas en la realidad de nuestra vida mental. Descartes, que acepta el origen adventicio, es decir, empírico de las ideas físicas, señala en general un origen innato a las ideas de orden metafísico. Pero ello no lo hace menos realista, pues su innatismo nos remite al origen de nuestras ideas en la realidad de nuestra propia mente, pero en cuanto ella ha sido dotada pro Dios, realidad suma y perfectísima de la que procede toda otra realidad, de una luz natural que le permite percibir ideas y captar las verdades eternas. Pero él mismo nos aclara que no se trata de unas ideas puestas ya en acto con nuestra mente, sino dadas como una

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objetividad virtual en ella. Es claro que Descartes no admite la abstracción en sentido aristotélico, pero tampoco desliga absolutamente las captación de las ideas metafísicas de la percepción sensible. Pues ésta le brinda a la razón objetos concretos a los que son aplicables esas ideas que están en germen en la luz del la mente, dando ocasión a su actualización, pero sin determinar su conten ido, cuyo origen está en la esfera del espíritu, de donde en última instancia brota todo lo que es: lo natural, del Espíritu infinito en perfección que es Dios; lo artificial, del espíritu finito del hombre. Descartes no es un realista físico, pero sí un realista metafísico espiritualista. Tal posición filosófica es criticable, pero no se juzgue a Descartes por sostener lo que nunca se la ha ocurrido afirmar, o, si se le ha ocurrido, lo ha rechazado expresamente. En la esfera de la volición el tema predilecto de la meditación cartesiana es el del libre arbitrio. La maravilla del libre arbitrio es destacada por Descartes en un sentido muy afín al de la tradición escotista, pero con muchos elementos de la doctrina común de los Padres y de la Escuela, en lo que Descartes aparece como un firme defensor del libre arbitrio del hombre frente a los determinismos predestinacionistas del pensamiento protestante y frente a los determinismos materialistas en ciernes. La doctrina primera se completa con la noción de la esencia de la res extensa. Ésta es definida precisamente por la pura extensión. Descartes comete aquí uno de sus crasos errores filosóficos, confundiendo la propiedad de la cantidad dimensiva con la esencia del ente corpóreo. Esto condiciona ciertamente toda su física y su antropología, gravando todo su enfoque con sus consecuencias. Sólo diré aquí que nuevamente nos encontramos con un error cuyo significado espiritual no ha sido suficientemente destacado, ni, en mi opinión, correctamente interpretado: la reducción del orbe físico al mundo de la cantidad es un intento por hacerlo domeñable para la inteligencia, utilizable para la vida humana, y, a la par, inocuo para la causa de la Fe. Pero en la mente cartesiana esa dominabilidad es relativa, lo mismo que la inteligibilidad. Descartes no afirma, por el contrario niega, que el mundo físico sea sólo cantidad matemáticamente concebible: hay un margen de ininteligibilidad del orbe real que el hombre no puede superar, que escapa a toda posibilidad de conocimiento racional (en esto es nuestro filósofo eminentemente realista y no racionalista); hay un margen de contingencias que están bajo la divina Providencia, y que, cognoscibles para Dios, lo son sólo para Él. La concretud del mundo físico nos es, en definitiva, imprevisible e indomeñable: estamos expuestos a su constante sorpresa y a las tribulaciones que de ella se nos derivan. La idea de descartes es reducir ese margen en cierta medida: la derivada del conocimiento de lo esencial del mundo físico, que es la extensión con sus propiedades reales. La física cartesiana tiene dos partes principales: 1) la cosmología; 2) la antropología. En el terreno cosmológico sus doctrinas principales son: homogeneidad de la materia universal; constitución de la misma por partículas; negación del vacío; explicación del movimiento cósmico por la teoría de los torbellinos; adopción del modelo heliocéntrico; conservación de la energía e inercia de la materia; primariedad del movimiento rectilíneo sobre todo otro movimiento local. Estos son los elementos fundamentales a partir de los cuales han de explicarse los fenómenos cósmicos.

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No interesa aquí entrar en los detalles de la física cartesiana. No es de nuestro especial interés, y, por otra parte, la inepcia de Descartes como filósofo natural es conspicua. Demasiado grande, diríamos, como para no ser notada. Su explicación del cosmos tiene rasgos comunes con otras de la época (Galilei, Gassendi), y discrepancias de consideración con las mismas. Se ha situado en la perspectiva de una física mecanicista, para la cual el universo de los cuerpos no es sino materia, como elemento estático, y movimiento (bajo el concepto de cantidad de movimiento), como elemento dinámico. Filosóficamente el error más obscuro de la perspectiva cartesiana está en suprimir la heterogeneidad esencial del cosmos, pasar por alto la estructura jerárquica de la realidad visible, como la habían destacado los grandes filósofos griegos, principalmente Platón y Aristóteles, enfocando al todo distinto del alma espiritual como una masa homogénea en movimientos generadores de fenómenos funcionales. Y ello incluidos todos los seres vivos. Y la propia corporeidad humana. La antropología tiene como único problema fundamental la explicación de la unión entre el alma y el cuerpo. Conocemos con certeza que existen ambos, que son substancialmente distintos, y que están unidos. La cuestión es cómo. Descartes ha abordado el problema despejando, por un lado la cuestión de cómo se explican las funciones del cuerpo mecánicamente. Aquí aparece su doctrina de los espíritus animales, que a pesar de su nombre son entidades extensas y sutiles que garantizan la transmisión intracorpórea de impulsos vitales, que no son otra cosa que impulsos de movimiento. El alma, siendo inextensa, no está localizada en el cuerpo, pero evidentemente está unida a él. Uno de los fenómenos en que tal unión se manifiesta claramente es el de las pasiones del alma. Pues allí podemos cobrar clara conciencia de la mutua interacción entre alma y cuerpo, y en doble sentido: el cuerpo influye sobre el alma a partir de la percepción de los cuerpos; y el alma influye sobre el cuerpo generando los movimientos característicos de cierta pasión, y, con ello, la pasión misma. Descartes no establece principio alguno que le permita explicar cómo eso acontece. Se limita a insistir en el hecho del influjo mutuo, y a postular la hipótesis de la acción directamente localizada del alma en la glándula pineal. No se trata de localización del alma, sino de localización de su acción sobre el cuerpo, o del punto en el cual y a partir del cual tal acción se ejerce, lo mismo que su recíproca, siempre contando con la intercesión comunicativa de los espíritus animales. No hay ninguna explicación explícita de la actividad del alma sobre el cuerpo en el hombre, pero no se advierte suficientemente al plantear esto que, en el mismo sistema de Descartes existe un problema análogo anterior y que enmarca el presente: Dios ha impreso, siendo puro espíritu, el movimiento inicial al cosmos entero; el alma, siendo pura espiritualidad creada, es capaz, como espíritu, precisamente, de actuar sobre el cuerpo al que está unida. Tenemos así que la única explicación coherente es la de la superioridad del espíritu sobre la materia. Pero entonces: ¿por qué puede el cuerpo, en el hombre, actuar también sobre el espíritu? Parece que aquí la única respuesta posible está en señalar que el alma, si bien es espíritu, es pasible, por ser creada, y pasible de su cuerpo, por estar unida substancialmente a él. Pero la conceptuación filosófica de Descartes es incapaz de remontar esta cuesta, porque él mismo ha suprimido las nociones ontológicas que lo harían capaz de ello. Las ramas de la mecánica y la medicina no son sino la aplicación práctica de las nociones físicas al dominio de la materia exterior al hombre y de la materia del propio cuerpo humano en su funcionamiento fisiológico.

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Sólo la tercera y más alta de la s ramas merece que nuestra atención se detenga algo en ella. Primero que nada hemos de señalar que se trata de una moral filosófica, o sea, de orden meramente racional y temporal. Se trata de la esfera en que, según lo que sabemos filosóficamente podemos influir en nuestra propia conducta. Esto implica dos grandes esferas: una la del influjo en relación con el cuerpo, y este es el capítulo del gobierno moral de las pasiones del alma; y otra, la del influjo sobre las propias actividades de la intelectualidad pensante, y esta es la doctrina de la moralidad esencial de la voluntad. La primera parte se centra en la idea de que, conociendo cómo se generan en nosotros las pasiones, podemos ejercer cierto dominio, político, podríamos decir, siguiendo a santo Tomás (pues Descartes no supone en modo alguno que tal dominio pueda ser absoluto ni perfecto); ese conocimiento se basa en la razón que es ciencia, pero también en la reflexión sobre la experiencia de vida, que es relevante en materia moral, pues en ella se juega el modo de obrar, y esto está regido por principios superiores a los de la ciencia misma. Conociendo qué objetos generan tales pasiones, podemos, por vía objetiva, reducirlas o aumentarlas, suprimirlas o instalarlas en nosotros, según nos lo dicte la prudencia. Pero además, podemos ejercer el inflijo de la inteligencia y la voluntad sobre el universo pasional, pues ciertos pensamientos, que eventualmente está en nosotros alimentar y evitar, generan tales o cuales pasiones. Hay ciertas pasiones, empero, que restan ingobernables: pues surgen de modo necesario y natural de ciertas experiencias de vida. Estas sólo pueden moderarse conveniente y prudentemente, para que no descarríen nuestra vida. Pero hemos de soportarlas, aun acogerlas como vienen, pues son parte de nuestra naturaleza. La segunda parte se centra en la doctrina clásica de la primacía de la contemplación de la verdad y de la virtud moral como los bienes supremos de orden humano, la que Descartes no se detiene ni a probar ni a exponer ampliamente, sino que da por supuesta como verdadera. El bien mayor del filósofo es conocer la verdad y vivir conforme a la verdad, cultivando una vida retirada (pues la agitación de los negocios humanos es contraria tanto a la contemplación como a la conservación de la virtud), y pocas pero profundas amistades. Ello debe acompañarse, además, con una clara y firma confianza en la sabiduría de la divina Providencia, pues todo acontece en esta vida según sus designios sapientísimos y benevolentísimos. “Pues en el mundo no hay sino Dios cuyo espíritu no se canse, y que sabe con toda exactitud el número de nuestros cabellos y provee a las necesidades de los más pequeños gusanillos como mueve los cielos y los astros” (Carta a Chanut, desde Egmont, en 26 de febrero de 1649). Otra cosa que me parece importante señalar es que Descartes no ha incurrido en esa clase de racionalismo moral que consistiría en pretender que el sólo conocimiento de cómo debemos obrar nos hace buenos. Pues a más del conocimiento, es menester la costumbre que nos lo haga recordar y que nos haga consentir a él (hábito teorético y hábito práctico, podríamos decir). Si de aquí volvemos al párrafo con que hemos iniciado toda nuestra exposición, se verá cómo el pensamiento cartesiano cierra desde la perspectiva de una moral teocéntrica, pero que no clausura al hombre en la dimensión de la pura naturaleza.

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Epílogo Es fácil advertir la estrecha ligazón entre las peripecias de sus restos y la temática de la figura de Descartes, tal como la hemos abordado. El hecho inicial nos lo sitúa en medio del cisma: muere entre luteranos, es sepultado en el cementerio de extranjeros, celebrándose el rito católico de exequias por permisión especial de la reina Cristina. Aquí encontramos al gentilhombre en medio de esa Cristiandad dividida, que ha perdido su unidad, la que no ha recobrado hasta hoy, y que, mendazmente, busca alcanzar por otros rumbos que los de la Fe. En ese escenario luctuoso, Descartes es el gentilhombre católico, íntegro en su Fe, sencillo y prudente para manifestarla, siempre respetuoso, pero nunca cobarde. Vale la pena referir que la propia reina Cristina, en testimonio posterior, dijo: "Certificamos, por las presentes, que dicho señor Descartes mucho ha contribuido a nuestra gloriosa conversión, y que la Providencia de Dios se ha servido de él y de su ilustre amigo el señor Chanut, para darnos las primeras luces, que su gracia y su misericordia luego consumaron, para hacernos abrazar las verdades de la Religión Católica, Apostólica y Romana". El traslado a Francia y el sepulcro en Santa Genoveva nos muestra a Descartes recibido en el seno de la sapiencia católica, a la vera de la sede de las letras cristianísimas, en la iglesia de los reverendos canónigos regulares que, desde lo alto del Monte, guardando las reliquias de la santa patrona de París, custodiara durante siglos el esfuerzo tenaz de la inteligencia creyente. La recepción de sus restos en tal morada suponía un cierto consenso general en cuanto a la pertenencia de Descartes al ámbito del pensamiento católico. Podría discreparse de sus doctrinas, no considerar rectas muchas de sus opiniones filosóficas, pero se tenía la general convicción de que su empresa era acogible en el marco del pensar cristiano, y con cierto mérito. Había también el grupo de los enemigos y detractores, que advertían sobre todo peligros y desviaciones, y el grupo de los secuaces fieles, embargados de admiración, y que veían en él el gran pensador que había abierto una nueva vía, mejor que cualquier otra, a la filosofía y al conocimiento de la naturaleza. Pero el parecer mayoritario no incurría en ninguno de tales extremos. Y debo confesar que me siento más proclive a él, pues me parece en este caso el más sensato. Era el que se expresaba, por ejemplo, en los labios de Bossuet y de Fenelon. Era el que expresaban los Padres de Santa Genoveva y el R. P. l'Allemant, Canciller de la Universidad de París, los primeros al consentir unánimemente, y, según sus términos, "avec plaisir", a la petición de sepultura en su iglesia; el segundo al aceptar con entusiasmo el encargo de componer una oración fúnebre en memoria del difunto. Pero ya en este acontecimiento vemos despuntar un conflicto: el grupo de los cartesianos, con su actitud triunfalista, y su presunción de haber derrotado a los Peripatéticos, muestran el costado avieso de la pretensión de reforma integral que hemos señalado en el gentilhombre; a su vez, ciertos Peripatéticos extremosos, con pareja intransigencia, empiezan a procurar la descalificación radical del filósofo, preparando una tramposa ocasión a los racionalistas posteriores para hacer de él, como de Galileo (también en ese caso sin razón), una suerte de héroe de la razón frente a la tradición "obscurantista". La pretensión de los cartesianos, desmesurada y contra razón, es así la raíz de una antítesis forzada e insana. Pero su actitud hecha raíces, ciertamente, en el propio Descartes. Aquí, como en el caso de Galileo, los "Peripatéticos", calificación también impropia dada a los escolásticos, encarnan una tradición de pensamiento mucho más rica y profunda que la de los novadores, y con razones mucho más acendradas en sabiduría, tanto sobrenatural como natural. La idea de reemplazar tal tradición por lo nuevo, por la mente neopitagorizante de Galileo o por la combinación de interiorismo metafísico y

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mecanicismo físico de Cartesio, es insostenible objetivamente, lo era en el siglo XVII y lo es hoy, y lo será siempre. Porque la verdad es siempre la misma. Pero ello no significa que los autores como Galileo o Descartes sean mentes enteramente ajenas al realismo ontológico, y sumergidas en las tinieblas del inmanentismo secularista. Como la causa escolástica tampoco puede identificarse con el sostenimiento de ciertas tesis de la cosmografía aristotélica, o con la integridad de su física, aun en el plano físico-ontológico (ya desde la recepción del Corpus en el siglo XIII, una tesis tan central en la mente aristotélica como la de la eternidad del mundo físico es unánimemente rechazada por los autores cristianos). En el sepulcro de Santa Genoveva se edificó un monumento y se colocaron inscripciones memoriales, todo ello por iniciativa de M. d'Alibert, el mismo que se había encargado de tramitar el traslado de los restos. El autor del epitafio francés fue, probablemente, el poeta Gaspard Fieubet, mientras que el latino fue obra de M. Clerselier, uno de los principales cartesianos de la primera generación. El episodio siguiente nos pone ya en otro mundo: hemos llegado a fines del siglo XVIII, más de cien años después del traslado, y las aguas de la ilustración, pútridas y envenenadas, han corrido bajo el puente. En Francia, en particular, nos hallamos en pleno proceso de la terrible y obscura revolución de las luces. La atmósfera es otra, los vientos son otros, hasta el calendario es otro. Uno que ha suprimido nada menos que la semana de siete días, haciendo desaparecer del almanaque la memoria dominical, esto es del Señor resucitado. Una atmósfera que genera una nueva religión que pretende sustituir a la cristiana. Una religión secularista y paganizante, que conmemora a los héroes civiles como dioses, saca los restos de hombres bautizados del lugar sagrado, y los deposita en un jardín público, al amparo de los duendes del bosque y de las ninfas de los lagos. En rigor, expuestos a la desolación de la mente ateizante y racionalista que pulula con su cerrazón nihilista, inficionándolo todo: el sentido de la vida y el sentido de la muerte. ¿Se sentiría el señor del Perron identificado con todo eso? Creo que no. Es una materia en la que no se puede sino conjeturar. Pero es claro que el hombre que él realmente fue en modo alguno hubiera consentido en tal descristianización paganizante. Luego de la revolución y del régimen del dictador corso, emperador por mano propia y devastador de la Europa, a quienes los franceses honran como héroe nacional, y cuyos restos reposan en Los Inválidos, los restos del gentilhombre volvieron a lugar sagrado, de donde jamás debieron salir, siendo sepultados en lo que quedaba de Saint Germain des Prés. Es curioso que los dos lugares eclesiales que han contenido en París los despojos de Descartes se encuentren vinculados a la barbarie y a la ferocidad anticristiana de la revolución francesa. Saint Germain, porque la venerable abadía benedictina fue violentamente suprimida, con gran matanza de monjes y sacerdotes, y fue materialmente arrasada y profanada. También fue profanada e incendiada la antigua sede de Santa Genoveva. Y los restos mismos de la santa. Lo que se pudo rescatar se custodia hoy día en San Esteban del Monte. De la antigua Santa Genoveva, que daba perfil y personalidad a toda esa zona de París, queda el sector de edificios abaciales que da sede al célebre Lycée Henri IV. Y queda sí la nueva iglesia de Santa Genoveva, la que se construyó entre los siglos XVII y XVIII. Pero nadie la conoce como tal. Porque es hoy día el Panteón. Es decir, un mausoleo "civil", que prolonga la idea de la revolución en su núcleo más nefasto: la sustitución apostática del cristianismo por la religión del hombre idolatrándose a sí mismo.

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Ese espacio consagrado y profanado es una imagen de Francia, de Europa, de la Cristiandad europea: lo destinado para Dios se ha revertido a un uso profano y pseudosacral. Pero recordemos que la casa de piedra en que los cristianos nos congregamos es un signo del templo vivo, que somos nosotros, como Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo. Es la humanidad que Dios ha creado, elevado y redimido para hacerla un único Pueblo de santificación y glorificación lo asaltado, violentado, profanado, desacralizado, prostituido. Es la abominación en el lugar santo que dijera el profeta Daniel. Todos los proyectos inmanentistas, políticos, económicos, jurídicos de la Europa actual tienen la misma forma de profanación apostática, el mismo sello, que es la marca de la bestia: asumen los nombres de la verdad, pero vaciándolos de su propio sentido, porque desvinculados de Dios, que es el que da sentido a todas las cosas, llevándolas a plenitud por la mediación del Verbo encarnado y redentor, Jesucristo Nuestro Señor. La tesis que sostengo es que a René Des Cartes, sieur du Perron, gentilhombre aficionado a la filosofía, no es justo abandonarlo a la desolación de los jardines del Elíseo, como un monumento de la profanidad. Alguien podrá, centrándose en sus errores, decir que él es un presagio de esa profanación. Yo no me atrevo a eso. Porque no me parece que sea así, objetivamente. Y porque no me atrevo a profanar un vaso que el mismo Dios ha consagrado. Eso es para mí alguien que vivió y murió en la Fe de su nodriza, que se esforzó en enseñar filosóficamente a una humanidad que se empezaba a ateizar y obscurecer en lo más elemental que lo que más importa saber es que existe Dios, el Ser Perfectísimo, Creador de todas las cosas, y que Él nos ha dado un alma inmortal. Y ello de tal modo que se preocupó por mantener siempre a salvo los fueros de la verdad revelada y de la sacra Teología. Alguien cuyos escritos, y aun su modo de vivir y hablar, han sido instrumentos de Dios para la conversión de otros a la Fe verdadera. Es mucho para un filósofo. Pero no si era cristiano. Ver a Descartes en esta perpectiva significa romper con un modo de pensar la historia, que, a mi entender, es falso, y nefasto en sus consecuencias. Implica renunciar al fantasma de un presunta "filosofía moderna" y a la ideología de modernidad. No como hechos histórico-culturales, sino como verdades pacíficamente asumidas e incontestables. Implica reubicarse mentalmente en una trayectoria histórica centrada en la Cristiandad, contemplando la crisis del modernismo como tal, como un proceso conflcitivo, pero también subsanable, siempre que se vigile desde la alteza de los principios perennes de la Fe y de la razón. Implica considerar la crisis como centralmente cristiana en sus raíces y en sus motivos, en su temática y en sus líneas de tensión. Ello conlleva entenderla básicamente desde categorías teológicas, como son las de herejía, cisma y apostasía, y, por tanto, desde una contemplación auténticamente cristiana de la historia, teologal y teológica, que no desde la ficción de las edades antigua, media y moderna, que no son sino un espectro inmanentizado del teologúmeno heretizante de las edades del mundo pensadas erróneamente por Joaquín de Fiore en el siglo XII, al corromper la visión teológica común de la Historia sagrada y sus edades. Es de allí que nace el mito de la modernidad, de un teologúmeno desviado y heretizante del siglo XII. Que luego fue transmutado por la ideología histórica emergente del protestantismo, y, finalmente, radicalmente inmanentizado y secularizado por la "filosofía de la historia"

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(engendro patológico, en que la sola razón pretende abarcar los confines y el sentido de la historia, como lo hace la Fe a partir de la Revelación) del Iluminismo del XVIII. Implica también, en un terreno más próximo, renunciar a la confusión de que sostener el carácter de ciencia de la filosofía implica necesariamente identificar la ciencia filosófica con determinado sistema particular. Es una tesis falsa. Puede ser pedagógicamente conveniente, y aun necesario, el ceñirse a un sistema determinado, para generar el sentido de la filosofía como ciencia, y para formar con solidez doctrinal la mente en las verdades filosóficas fundamentales. Pero allí nos movemos en el orden práctico, cuyas exigencias son propias, y dimanan del fin de enseñar. O, también, eventualmente, del fin de defender racionalmente la Fe, es decir de la finalidad apologética. Esto lo ha hecho tradicionalmente la Iglesia, que con maternal solicitud ha procurado siempre que la enseñanza se atuviera a lo más sólido y seguro. Sea en materia teológica, sea en materia filosófica, o en cualquier otra. Pero aun esto, en general, no lo ha hecho la Iglesia de modo excluyente. La primacía del Doctor Angélico jamás ha implicado el rechazo de la enseñanza de otros Doctores de la Iglesia, que, con sólo ser proclamados tales, quedan expuestos como fuentes seguras de doctrina para la universalidad de los creyentes. Más aun. Durante siglos ciertos ámbitos particulares de formación han gozado del explícito aval de la autoridad apostólica para guiar sus estudios por el magisterio de Juan Duns Escoto (así la Orden seráfica) o del P. Suárez (así la Compañía de Jesús). Pretender que en ellos sólo se halle error y fuente de extravío intelectual, sería maldecir de la prudencia de la autoridad apostólica en su ejercicio plurisecular. Hágalo el que se sienta habilitado para ello. Yo no. La misma Iglesia nos ha advertido frente al pensamiento cartesiano, y nunca lo ha recomendado como fuente segura de formación filosófica. Y en ello no ha hecho sino obrar con inspirada sabiduría. Pero jamás ha condenado sus proposiciones filosóficas básicas. Ni el sistema en su conjunto. Me parece que ello también es significativo. Hay, en Teología, un núcleo firme de verdades, constituido no sólo por lo que es de Fe, sino también por lo próximo a la Fe y lo teológicamente cierto. Lo que a ello se opone es manifiestamente falso y debe ser rechazado como tal sin vacilación Pero luego está la región de las opiniones teológicas. Es una región heterogénea y matizada. Porque hay sentencias comunes, opiniones probabilísimas, opiniones más probables (en comparación con las rivales, pero no probabilísimas en sí mismas), proposiciones meramente verosímiles o aceptables (que no son manifiestamente falsa y cuentan con algún fundamento, aunque endeble). Esta rigurosa disciplina mental de la ciencia sagrada puede aplicarse, analógicamente, a la filosofía. Hay principios filosóficos ciertos. Hay conclusiones seguras. Y hay opiniones. Pero además, en virtud de la finitud de la mente humana, cada teólogo o cada filósofo, abordan la ciencia desde una determinada perspectiva. Esta puede ser más o menos feliz, pero nunca agota el todo. Ello sería suponer que hay mente humana capaz de agotar la verdad, esto es, la inteligibilidad del ser. Y tal supuesto es erróneo. Porque sólo la Inteligencia divina es tal que en su único perfectísimo Acto , que es realmente idéntico a su propio Ser, abarca la totalidad de lo inteligible. La Teología, ciencia que es participación en el viador de la ciencia de Dios y de la de los bienaventurados, no puede confundirse con el sistema teológico de nadie, ni con el de san Agustín ni con el de santo Tomás ni con el de san Buenaventura (mucho menos con

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sistemas menos seguros, llenos de obscuridades y vacilaciones aun en las cuestiones más elementales, como suelen hacer los amigos apasionados de las últimas novedades, apenados por la idea de no perder el tren de la historia, cual si fuera ésta una veloz máquina que pasa delante de nosotros, en lugar del conjunto de los hechos que nosotros llevamos a término _res gesta_, pero siempre con la mirada firmemente fija en lo que no pasa, y bajo el designio providente, sapientísimo y eficacísimo del Dios Trino, Señor de la Historia). Admitir eso no significa caer en el indiferentismo. En modo alguno. Es precisamente la verdad el criterio y norma desde el cual podemos discernir cómo algunos sistemas son superiores, y, a veces, enormemente superiores a otros. Porque exponen y alcanzan a captar la verdad de modo más pleno, profundo, lúcido e iluminante. No admitir esto es renunciar al discernimiento objetivo de la verdad respecto a al falsedad, cayendo en el escepticismo, o pretender que el reino de la ciencia se rija por una especie de absurda democracia en la que todos deben tener igual parte, incurriendo en un perverso desprecio y rechazo de la jerarquía intelectual. Pero aceptada la primacía de lo eminente (así Agustín o Tomás en la esfera de la ciencia cristiana, tanto teológica como filosófica), es sano y, también pedagógicamente conveniente, conservar el sentido del matiz y de la sana pluralidad, a riesgo de caer en insanos sectarismos, en la exageración idolátrica de autoridades humanas, o en la postulación de pseudo-ortodoxias que reclamen el prestigio de la Fe ortodoxa (que sólo a ella le pertenece) para una sola escuela o corriente en lo que tienen de específico. Creo que la tesis sobre Descartes que sostengo lleva implícito como trasfondo todo este mundo de ideas que acabo de presentar, a más de cierto conocimiento de su obra, ciertamente precario y perfectible. Es por todo lo dicho que prefiero como más conforme a la verdad acogerlo en el santuario de Santa Genoveva, o de San Germán. Como un modesto operario de la república de las letras cristianas. Ni más, ni menos. Un gentilhombre católico que se dedicó a filosofar en tiempos de crisis. Creo que lo hizo teniendo a la vista la gloria de Dios. Y que procuró noblemente abrir una vía hacia Él a las inteligencias de los hombres. Hacia el Dios que la razón alcanza a reconocer como Causa Primera de todas las cosas, y que es el mismo que se nos ha revelado. A Él, Padre, Hijo y Espíritu Santo, sean el honor y la gloria por los siglos. Amén.

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