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batallas polìticas sino también porque la su- pervivencia depende ..... más allá de las fronteras del partido hasta el ... fronteras y obligándole a redefinir la afilia-.
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BASES PARA UNA REFORMA DE LA POLÍTICA

I.

LOS PARTIDOS POLITICOS COMO INSTRUMENTOS DE PARTICIPACIÓN

I.1.

La democracia de partidos:colonización estatista de la sociedad.

I.2.

La democracia en los partidos: gigantes con pies de barro.

II.

¿CAMBIAR LA LEY ELECTORAL?

II.1.

El conservadurismo del derecho electoral

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II.2.

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II.3.

Representación y gobernabilidad 6 Las candidaturas cerradas y bloqueadas

II.4.

Los gastos electorales

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III.

SISTEMAS DE FINANCIACIÓN DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

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III.1. Las proposiciones de ley de financiación presentadas en el Congreso

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III.2. La discusión: limitación del gasto, financiación privada y distribución de la financiación pública

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IV.

CONTROL Y SANCIONES EN LA FINANCIACION DE LOS PARTIDOS

IV.1. Situación actual: las insuficiencias

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IV.2. Las propuestas

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V.

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CONCLUSIONES

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Este documento es el resultado del seminario organizado por la Fundación Alternativas con el propósito de debatir algunas cuestiones relativas a una reforma de la política basada en la necesidad de acercarla a los ciudadanos. El interés nace, obviamente, del diagnóstico que la democracia española comparte como problema común a muchas de las democracias actuales y que se resume en el progresivo alejamiento de las instituciones políticas respecto de la participación ciudadana. La alta abstención electoral y la baja afiliación a los partidos políticos son sólo algunos de los síntomas que se unen a una percepción ciudadana de "la política" como algo burocratizado, alejado de los intereses reales de la población, poco transparente y destinado a la perpetuación de los intereses internos de la misma "clase política". Lo nefasto de esta percepción y el peligro del desprestigio de la actuación política para las mismas bases de la democracia no puede atribuirse de modo simplista a deficiencias mediáticas y de comunicación. Es necesario detenerse a analizar sus causas más profundas en torno a dos ejes funda-

mentales: la participación de los ciudadanos y la transparencia de la actuación política. En la constitución del seminario se consideró oportuno establecer para su desarrollo los siguientes bloques: I) Los partidos políticos como instrumentos de participación; II) La ley electoral; III) Los sistemas de financiación de los partidos políticos y IV) El control y las sanciones en materia de financiación de los partidos, que han sido discutidos sobre las ponencias elaboradas, respectivamente, por Francisco Llera Ramo (Catedrático de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco), Joan Botella Corral (Catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona), Albert Padró–Solanet (Profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona) y Mercedes García Arán (Catedrática de Derecho Penal de la Universidad Autónoma de Barcelona). La discusión ha permitido la concreción de los temas y la incorporación de las aportaciones de los participantes, así como la sistematización de las conclusiones que se recoge al final del documento.

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I. LOS PARTIDOS POLÍTICOS COMO INSTRUMENTOS DE PARTICIPACIÓN Las consideraciones que se abordan a continuación se sitúan en los dos ejes básicos del tema genérico del documento: la participación de los ciudadanos y la transparencia de la actuación política. Partiendo de ellos, el diagnóstico y la respuesta a la crisis de los partidos ha de referirse necesariamente a los dos componentes estructurales del problema: los modelos de participación y de partido. El malestar democrático se ha extendido por el mundo occidental, tanto el de las viejas como el de las nuevas democracias, concretándose en un descontento generalizado y difuso que cuestiona el funcionamiento de los partidos, demanda una mayor transparencia en la gestión política, sugiere un nuevo protagonismo y participación de la sociedad y exige mayor moralidad en la vida pública. Esta sintomatología de crisis política tiene su origen en la inadecuación entre las concreciones empíricas de la democracia, su presente y su futuro, en el debate político fundamental de este tránsito de milenio. Como indica A. Porras, la representación queda reducida a un mero mecanismo de legitimación indirecta respecto a "quién" gobierna, pero no respecto del "qué" o el "cómo", que pertenecen a la esfera autónoma de la gobernabilidad según una lógica de racionalidad tecnocrática y so-

bre la que el circuito de la representación ejerce un influjo cada vez menor. No hay que insistir demasiado en los estudios actitudinales y de opinión que nos indican las características de la llamada "desafección política" y que señalan un elevado desinterés por la política, cargada de connotaciones negativas y entendida mayoritariamente como un juego de intereses interpartidistas y entre políticos (élites o clase política), el alejamiento de las instituciones representativas (parlamentos) de los problemas de la calle y la impermeabilidad de los partidos, cuyas decisiones y estrategias son percibidas mayormente en clave puramente interna. El caso es que la mayoría es crítica con el funcionamiento de nuestra democracia y los partidos ocupan, en comparación con otras instituciones, el último lugar en la estima de los ciudadanos. Sin embargo, la población sigue aferrada mayoritariamente a la idea de que los partidos son una pieza fundamental de la democracia, un mecanismo indispensable para la participación política y un instrumento útil para la canalización de intereses y resolución de problemas colectivos. Lo cierto es que existe en el mundo occidental una aspiración creciente del público a una

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mayor participación en la definición de objetivos y prioridades políticas, que aquella no parece haber recibido hasta aquí una respuesta satisfactoria, que los partidos se han convertido en el foco de la crítica y el desasosiego de los ciudadanos y que la respuesta ha encontrado canales alternativos que van desde la retirada abstencionista hasta la protesta airada e incontrolada, pasando por el neocorporatismo, el movimentismo y la resurrección de populismos de distinto signo.

milares, si no los mismos, a los que se plantearon M.Ostorogorski (1903) o R. Michels (1911), como si la democracia en los partidos fuese un problema endémico de la democracia. Lo que sí es cierto es que, al menos, es recurrente, entre otras cosas, por las transformaciones experimentadas por la sociedad y la política a lo largo de esta centuria.

En la comunidad científica hay una gran coincidencia en que los partidos, como columna vertebral del régimen democrático, seguirán siendo el eje de la reflexión sobre la democracia del futuro y que es necesario proponer e incentivar cambios significativos en el comportamiento de los responsables políticos, en la organización y funcionamiento internos de los partidos y en las relaciones de éstos con la sociedad. Coincidimos, igualmente, a la hora de detectar e identificar algunas insuficiencias y/o deficiencias en el funcionamiento de nuestra democracia en cuanto al objeto que nos ocupa: la falta de democracia interna de los partidos, la subordinación de los elegidos a los aparatos y la distancia que media entre aquéllos y sus electores.

La base de la reestructuración de la representación política debe ser enmarcada, no sólo sobre el plano de la redefinición de los instrumentos clásicos de representación, sistema electoral y racionalización de los aparatos de gobierno, sino también sobre lo que se ha denominado "derecho de los partidos": legislación electoral, financiación y democracia interna. La hipótesis de partida es que la transformación que experimentan los sistemas representativos de la mano de la "forma de partido" puede entenderse mejor si se observa el recorrido histórico y estructural de los propios partidos, desde su anclaje originario en la sociedad hasta la actual ocupación de las instituciones por los partidos y el proceso de identificación casi orgánica entre partidos políticos e instituciones administrativas.

Resulta paradójico que, a finales del siglo, nos estemos planteando problemas muy si-

Si hacemos caso a R.S.Katz y P.Mair, en lugar de una tricotomía estática de relaciones en-

I.1. La democracia de partidos: colonización estatista de la sociedad

tre los partidos, el estado y la sociedad civil, es preferible una visión evolutiva de las mismas que arranca de mediados del siglo XIX y define cuatro grandes etapas con sus correspondientes formas organizativas y estructurales. En la primera etapa, la estrecha intersección entre una pequeña parte de la sociedad civil (la mayor parte estaba simplemente excluida) y el estado del régimen liberal censitario del siglo pasado dio lugar a los "partidos de cuadros", o clubs exclusivos de los grupos gobernantes, asentados precisamente en esa extrecha franja de intereses dominantes entre sociedad y política, quedando ambas a su servicio. En la segunda etapa, las transformaciones estructurales de la sociedad industrial provocaron la ruptura (distanciamiento y distinción) entre la nueva sociedad de masas y el estado, poniendo en cuestión las formas de organización de la política y dando lugar a los "partidos de masas" como agentes mediadores entre sociedad y estado y mecanismos básicos de representación y democratización. Pronto, sin embargo, este modelo sucumbe víctima de su propio éxito ante la mesocratización y diversificación de la sociedad y la transformación y complejidad creciente de la política, para dar lugar a la tercera etapa caracterizada por el modelo "catch–all" que, aun manteniendo las características formales básicas de los partidos de masas, enfatizan el papel de la organización de masas como soporte

del partido parlamentario, en lugar de reforzar el papel del grupo parlamentario como agente de la organización de masas propia de la etapa y el modelo anteriores, desplazando así a los partidos a la órbita del estado y convirtiéndolos en brokers entre éste y la sociedad civil y con intereses propios y diferenciados de aquellos a los que representan o de los electores que les apoyan. Esta dinámica entre la sociedad civil y el estado del último siglo largo nos lleva a la cuarta etapa, en la que estaríamos entrando desde finales de los años setenta y que, siguiendo su propia lógica, desembocaría en una nueva posición estructural y orgánica de los partidos, convertidos ellos mismos en parte del aparato del estado. K.von Beyme caracteriza esta fase como una suerte de "colonización" de la sociedad por el "Estado de partidos" (García Pelayo), que explica cómo un movimiento de compensación o adaptación de la clase política por el debilitamiento de la relación entre la dirección del partido y el electorado. El estado, en este sentido, se convierte en una estructura institucionalizada de soporte que, al tiempo que sostiene a los actores partidistas tradicionales, excluye a los advenedizos. De este modo, los partidos ya dejan de ser simples brokers entre el estado y la sociedad civil como en la etapa anterior y ellos mismos son absorbidos por el estado. Tal movimien-

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to hacia la ocupación partidista del estado tiene su explicación, como en etapas anteriores, en nuevas transformaciones de tipo social, cultural y, sobre todo, político. Así, el declive de los niveles de participación y de compromiso con la actividad partidista frente al creciente interés ciudadano por orientar sus energías hacia grupos más activos, diferenciados y más cohesionados por la especificidad de sus intereses; la preferencia por la arena política local o más inmediata controlable, frente a la remota e inercial arena nacional, más abierta y receptiva la primera a la acción y las demandas de los grupos de intereses específicos frente a la tradicional y jeránquica organización partidista de la segunda; la caída de la afiliación partidista se correlaciona con el incremento del electorado y, sobre todo, con los costes de funcionamiento; esta contradicción les obliga a mirar al estado como fuente subvencionadora de sus necesidades ingentes de financiación, definiendo los propios actores una situación de oligopolio, no sólo financiero, sino también mediático, por su control privilegiado de las condiciones de acceso a los grandes medios de comunicación que impide el acceso al mercado político a cualquier intruso nuevo procedente de la sociedad civil. De este modo, los partidos se convierten ahora en cuasiagencias del estado, después de haber asumido papeles de fideicomisarios o administradores de intere-

ses (cuadros), de delegados (masas) o de empresarios (catch–all). El mayor riesgo de esta situación es la dependencia de los partidos del acceso a los recursos que, en principio, queda fuera de su control. A diferencia de las etapas anteriores, ganar o perder unas elecciones, a parte de poder compensarse en los distintos niveles institucionales, supone una menor diferencia en los objetivos políticos de los partidos políticos, no sólo por la ausencia de grandes batallas polìticas sino también porque la supervivencia depende mucho menos del apoyo electoral al estar asegurada por el estado, gracias al cual sobreviven todos los partidos al compartir la tarta en una suerte de cartelización. El cambio cualitativo producido en la estructura política occidental lleva a Katz y Mair a hablar de un nuevo tipo de partido: el "partido cártel", caracterizado por la interpenetración del partido y el estado y por un patron de colusión interpartidista, producida por la convergencia centrípeta o por una dinámica de consenso y cooperación entre competidores electorales, con repercusiones en el perfil organizacional de cada partido. El partido cártel reúne las siguientes características: el nivel de distribución de los recursos políticamente relevantes es relativamente difuso, frente al carácter más o menos concentrado de las dos etapas prece-

dentes; frente a la reforma o la mejora social de éstas, el objetivo político principal es la política misma como profesión; la competición partidista se basa en la eficiencia y en la gestión en lugar de la capacidad representativa o la efectividad política; el patrón de la competición electoral se define por su contención frente a la movilización y competitividad anteriores; la actividad partidista y, sobre todo, las campañas, se caracterizan por la utilización intensiva de recursos financieros casi en exclusiva, frente a la intensidad movilizadora de los recursos humanos de la época de masas o la combinación de ambas en el modelo catch–all; ya hemos insistido en la dependencia casi exclusiva de las subvenciones estatales para su financiación; la relación entre las bases del partido y su élite dirigente se define por su estratificación y la relativa autonomía recíproca frente a dinámicas anteriores de abajo arriba o viceversa; el partido tiene acceso privilegiado a los canales de comunicación regulados por el estado, frente a la existencia de canales propios o a la competición para acceder a canales privados. Una dimensión sobre la que merece fijar la atención es el carácter de la afiliación, reducida y elitista en los primeros partidos de cuadros. En los partidos de masas, sin embargo, era amplia y homogénea, reclutada de forma activa y claramente diferenciada y cu-

ya pertenencia era consecuencia de una identificación ideológica muy fuerte, lo que llevaba a enfatizar los derechos y obligaciones de los miembros. En el caso del partido catch–all, la composición es heterogénea por ser una pertenencia más abierta y menos identificada ideológicamente, en la que se enfatizan más los derechos que las obligaciones por la menor exigencia de activismo y compromiso. Finalmente, en el partido cártel, su organización más abierta difumina de forma sensible la distinción entre miembros o no miembros (simpatizantes), dejando de ser importantes tanto los derechos como las obligaciones de los mismos, que cuentan más como individuos que como cuerpo organizado, en tanto en cuanto contribuyan a la legitimación del mito partidista. Así pues, en esta última fase de la democracia cartelizada, los partidos son grupos de líderes que compiten por la oportunidad para ocupar cargos gubernamentales y para asumir la responsabilidad de formar gobierno en la siguiente elección, resultando ser patronatos de profesionales antes que asociaciones de o para los ciudadanos. El sentido de la alternancia en el gobierno cambia de forma significativa, por su menor impacto al no quedar ninguno de los grandes partidos o de los partidos centrales del sistema fuera del circuito de poder o administrativo. La propia democracia se convierte en una forma de lo-

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grar la estabilidad social en lugar del cambio social, como servicio prestado por el estado a la sociedad civil, en tanto que las elecciones son el ritual necesario para la renovación del liderazgo político. Este modelo, por tanto, no es muy distinto del que A.Panebianco llama "profesional–electoral".

válido el dicho popular: "hoy por tí, mañana por mí"). Von Beyme llega a definir a la clase política como una "red" con autonomía propia, compuesta por profesionales cada vez más desideologizados que se asimilan en su extracción social, nivel de formación y estilo de vida.

En esta nueva situación de la política partidista la carrera política es una profesión a tiempo completo con importantes consecuencias, la más importante que la política se convierte más en un trabajo que en una vocación. El objetivo central es la permanencia "en la política" y para ello el político tiene que minimizar los costes de cualquier fracaso electoral. Como ya hemos indicado, la financiación pública ya asegura a la clase política su supervivencia, incluso en la oposición, reduciendo las consecuencias negativas que para su permanencia en la carrera hubiera tenido una rendición de cuentas que acarrearía, normalmente, dimisiones por los malos resultados electorales. Al mismo tiempo, existe la posibilidad de las coaliciones y la participación en los gobiernos a distinto nivel administrativo o en ámbitos territoriales diversos, por lo que los competidores nunca lo son del todo, al tener cada vez más intereses "profesionales" en común. De este modo, la estabilidad convertida en permanencia, es casi más deseable que la victoria (no debe haber derrotados, haciendo

Es cierto que sigue habiendo gobierno y oposición, pero la competición interpartidista está mucho más limitada por la estatificación de los partidos, lo que les inhabilita para ser canales efectivos de comunicación entre la sociedad civil y el estado, dejando un amplio territorio para otras formas de representación de los intereses colectivos en una sociedad cada vez más compleja y fragmentada. La democracia representativa experimenta un cambio cualitativo, no sólo por el desplazamiento del rol de los partidos, sino también por la transformación profunda en la textura y en los circuitos de la representación. Por un lado, los grupos de interés, más o menos amplios y organizados, han desarrollado sus propios vínculos con el estado, se han autonomizado de los partidos y han logrado ámbitos de decisión específicos paralelos, si no independientes, de las instituciones representativas o electivas en el contexto estructural de lo que se denomina "neocorporatismo". Por otro lado, en la medida en que los grandes grupos de interés han sido cooptados por el estado, al participar de

la misma dinámica profesionalizadora y subvencionada de la clase política, se abren nuevos espacios para la emergencia de organizaciones alternativas y/o extremistas (populismos, nacionalismos, localismos, movimientos de protesta, liderazgos carismáticos, asociaciones de interés o afectados etc.) con objetivos muy específicos, una vida corta y una acción ruidosa que, en todo caso, se sitúan en el seno de la sociedad civil al conectar con las demandas de sectores específicos o catalizar el estado de ánimo coyuntural de aquella. Al mismo tiempo, los mecanismos de autoprotección de los partidos del cártel, al impedir la emergencia o la competencia exitosa de nuevos partidos (intrusos), corren el riesgo de convertir las elecciones en un ritual vacío que produce abstención y desafección. Pero los riesgos no quedan ahí ya que la simplificación y la estabilización de la competencia partidista, al no facilitar la entrada de nuevos actores en el sistema, pueden producir el efecto no querido de la emergencia de dinámicas antisistema y la propia deslegitimación antipartidista de la democracia por su degeneración cerrada y autoritaria (la dictadura de los partidos).

más medios a su disposición y, sobre todo, una posición de poder más asegurada en la medida en que sean capaces de adaptarse a la nueva situación; diriamos que son como gigantes con pies de barro.

La gran paradoja del momento presente en la democracia de partidos más o menos cartelizada es que, por un lado, los partidos han perdido militancia, identidad ideológica y lealtad partidista pero, por otro, tienen

I.2. La democracia en los partidos: gigantes con pies de barro

El proceso hasta aquí descrito es el camino recorrido, de una forma más o menos continua y desarrollada, por países como Austria, Dinamarca, Alemania, Finlandia, Noruega o Suecia. La situación española, como casi siempre, es a la vez de maduración retardada en los procesos de largo recorrido y de sincronización atropellada en las características más sobresalientes de la nueva etapa. Así, sin haber podido desarrollar partidos de masas fuertes, nuestros actores políticos tienen que construir el nuevo sistema democrático, aprender a competir electoralmente y modernizar la sociedad y el estado desde el gobierno en la fase final de los partidos catch–all, pero en una sociedad muy alejada de la política, poco dada al compromiso, con un fuerte componente paternalista respecto del estado y con una cultura política caracterizada por un potente sentimiento antipartidista.

El distanciamiento social y político de las élites políticas respecto de sus electores se

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produce por la estatalización, la comercialización y la profesionalización de la política, que debilitan los vínculos de la clase política con sus electores y que obligan a compensar tal distancia mejorando la capacidad de respuesta a sus demandas. Las evidentes carencias en la democracia interna de los partidos, en general, se hacen más sangrantes en una situación como la descrita, porque lo que fue normal y aceptable durante décadas en aras, primero, de la reforma y, después, de la estabilidad democráticas, se ha tornado rechazable de forma creciente en las sociedades más desarrolladas desde hace algunos años.

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Hasta la fecha, el problema de ese déficit de democracia interna era el precio a pagar por los partidos por el carácter de maquinarias competitivas que debían minimizar los riesgos electorales de una imagen negativa de división interna que, sin duda, producirían el pluralismo, el debate interno o la confrontación estratégica y programática. En la medida en que lo importante era y es, competir y derrotar a los adversarios, las divergencias internas deben quedar subordinadas a un liderazgo fuerte, una dirección homogénea y una disciplina férrea. Otro efecto no querido es el reforzamiento del grado de burocratización y oligarquización de las organizaciones partidistas, cada vez más impermeables a la renovación de ideas o a la

circulación de las élites, si no es por un desastre electoral. Esta tendencia general se ve agravada en el caso español por la necesidad de consolidar el sistema, por un lado, y por las distorsiones de la competencia partidista en los años ochenta, por otro. La propia calidad profesional del personal político se convierte en una fuente de crítica antipartidista en nuestras democracias, precisamente por la forma endogámica de reclutamiento y designación de los candidatos por las cúpulas y los aparatos de partido y el blindaje posterior de los mismos para asegurarse su estatus como clase política. Se hace hoy más perentoria que nunca una respuesta reformadora a este malestar democrático centrado en los partidos políticos y hoy, como hace un siglo, son los partidos progresistas (socialistas y reformistas) los llamados a cambiarse a sí mismos para cambiar la política o, si se quiere, para adaptar nuestro sistema democrático a los nuevos tiempos de una sociedad más madura, más compleja, más autónoma, más fragmentada e, ideológicamente, más secularizada y plural. No se trata sólo de una posición instrumental o de racionalidad del sistema sino, sobre todo, de una exigencia normativa de coherencia del ideal democrático. Mientras que los partidos (la política), llevados por su propia inercia de la delegación, se han autonomizado y acomodado como aparatos an-

quilosados, la sociedad ha cambiado sustancialmente en las últimas décadas, percatándose de que aquellos han secuestrado su voluntad y rebelándose contra su falta de transparencia y control democráticos, es decir, contra su menor representatividad. La apuesta reformista por la democratización interna de los partidos debe apoyarse en cuatro pilares (Cardenas): 1) los derechos de los afiliados; 2) la organización y los procedimientos internos; 3) el pluralismo organizado; 4) las garantías. 2.1). Los derechos de los afiliados: en casa del herrero, cuchillo de palo No puede hablarse de democracia interna en un partido si a sus afiliados no se les reconocen sus derechos, no se les facilita su ejercicio y no se les garantizan en el interior de las organizaciones partidistas los mismos derechos fundamentales de los que, como ciudadanos, son titulares en la sociedad gracias a las prescripciones constitucionales. No es difícil, por tanto, hacer un catálogo de los más relevantes desde el punto de vista de la vida orgánica de un partido; así: el derecho a la libre afiliación y abandono del partido; la participación directa o mediante representantes en el Congreso o Asamblea General y en todos los órganos de dirección;

la igualdad de derecho al sufragio activo y pasivo; el derecho a voto plenamente garantizado en todas las decisiones y niveles del partido; la existencia de mecanismos y procedimientos similares al referendum y la iniciativa popular; la renovación periódica de cargos y órganos directivos y de representación; la exigencia de responsabilidad de los mismos y su revocabilidad ; la colegialidad de los órganos de decisión; el principio mayoritario en todas las decisiones de los órganos colegiados o asamblearios; el derecho a informar y ser informado sobre cualquier asunto; la regulación efectiva de la libertad de expresión y al libre debate de las ideas; el derecho de asociación en forma de corrientes de opinión; el derecho al establecimiento de una cláusula de conciencia para todos los electos del partido en las instituciones legislativas y de gobierno en relación al mandato imperativo; los derechos territoriales, lingüisticos y, en general, de las minorías, reconocidos en el ordenamiento constitucional; el derecho a la defensa y a la audiencia previa ante los órganos arbitrales internos antes de la imposición de cualquier sanción; el derecho a la seguridad jurídica; la transparencia en la financiación y el acceso al control de los recursos del partido. Cualquier dirigente nos puede decir que todos o casi todos estos derechos están recogidos en los estatutos de su partido, pero el

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problema no es su reconocimiento formal sino su ejercicio efectivo porque, como todos sabemos, la mayor parte de los principios legales contienen un amplio recorrido interpretativo entre los polos restrictivo o generoso. Si en la mayor parte de este catálogo la implantación efectiva de nuestras organizaciones está hecha desde el polo restrictivo (si no negativo), es hora de apurar al máximo la interpretación más amplia posible, aun a costa de correr, a corto plazo, riesgos o mermas en las posibilidades de competición que, a buen seguro, se tornarán en ganacias a medio y largo plazo. Con todo, no está de más la declaración de fé explícita en tales principios porque, como mínimo, habría un campo de juego en el que dependería de la voluntad individual de cada afiliado el exigir su cumplimiento. Quizá el aspecto más crítico de los derechos individuales en el seno del partido es el de la libertad de conciencia de los afiliados convertidos en electos, cargos o representantes del partido en las instituciones representativas de la sociedad que, teóricamente, estaría protegida por la prohibición constitucional del mandato imperativo y por la titularidad personal del cargo representativo. Aunque la prohibición del mandato imperativo niega, al menos jurídicamente, la titularidad del escaño a cargo del partido para atribuirsela personalmente al electo, sin embargo,

prácticas como la "dimisión en blanco", las sanciones y expulsiones por romper la disciplina de voto o la persecución del "transfuguismo" constituyen límites, si no transgresiones de hecho al precepto constitucional (Torres del Moral, de Vega). La cosa se complica aun más, cuando lo que se produce es un abandono del partido por parte del diputado o, incluso, una escisión del partido y su grupo parlamentario, la mayor parte de las veces por falta de encaje democrático de la minoría o, simplemente, de la libertad de conciencia. La idea de que el escaño lo ha ganado el partido con los recursos invertidos colectivamente en la campaña electoral se refuerza en un contexto de listas electorales de partido cerradas y bloqueadas, en las que los candidatos los ha puesto la cúpula del propio partido. La negación constitucional del mandato imperativo junto con el principio de libertad de conciencia y, consecuentemente, la opción por la libertad de voto versus disciplina de voto constituyen una alternativa real a la actual cerrazón representativa de los partidos que hacen prevalecer el principio de acatamiento disciplinado al mecanismo mayoritario. En este contexto, tiene que haber un punto de encuentro entre los derechos individuales de los afiliados (y por tanto, de los electos) y el respeto a la voluntad colectiva del partido (programa, identidad y normas internas), que no puede ser otro que la plena demo-

cracia interna de los procedimientos de toma de decisiones y exigencia de responsabilidad. 2.2) La organización y los procedimientos internos: la casa por el tejado Nuestras organizaciones partidistas, a pesar de ser formalmente de masas, funcionan cada vez más como los originarios partidos de cuadros oligarquizados, al convertirse en cotos cerrados de sus cúpulas dirigentes, ya sea en su versión burocrática o en la tecnocrática, y actuar en contra del sentido común que desaconseja construir la casa por el tejado para que ésta no se desmorone. Lo primero, por tanto, son unos buenos cimientos: amplia base y participación efectiva. Una exigencia básica, aunque no una garantía de democratización de nuestros partidos es la ampliación de su base sociológica, convertida en afiliación (cuantos más, mejor), que dependerá de los incentivos que se les ofrezcan y que no pueden ser otros que la apertura de la organización y las posibilidades de participación e influencia. El primer requisito obliga a pensar en una organización abierta y flexible. La apertura se consigue rebajando los requisitos para la pertenencia y reduciendo los estigmas ideológicos o de casta hasta el mínimo aconsejable por la preser-

vación de la identidad ideológica y programática del partido. La afiliación flexible debe superar la dicotomía militantes/simpatizantes para definir un modelo de participación en círculos concéntricos que alcance hasta los simples votantes, articulando grados de compromiso directos (en la propia organización del partido) o indirectos (en organizaciones hermanas, satélites o con intereses convergentes) y distintos niveles de responsabilidad y participación en las decisiones, sin que esto sirva de coartada para colar límites al derecho igual de todos los ciudadanos a la afiliación. De este modo, tendremos una organización abierta con una afiliación (compromiso y participación) a la carta, que se adapte a las necesidades y posibilidades de su base social, entendida en sentido amplio, preservando los requisitos funcionales, estratégicos e ideológicos de un partido político que tiene que competir y gobernar. Las posibilidades de participación en influencia se refieren a la democracia interna que debe conseguir la participación de todos los afiliados en la formación de la voluntad colectiva del partido de abajo arriba, tanto mediante mecanismos de delegación y representación, como de democracia directa. Para ello, lo primero que debe garantizarse es la igualdad de derechos de todos los miembros, en especial el derecho de voto y propuesta igual. La democracia es más

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real cuanto mayor sea la participación y ésta depende de la frecuencia y, sobre todo, de la cantidad e importancia de los asuntos que sean sometidos a la decisión y control de las bases, hasta el punto de que éstas perciban que ni los grandes asuntos del partido ni sus dirigentes se les han ido de las manos.

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El primer mecanismo es el de la asamblea, desde el ámbito local hasta el Congreso nacional/federal o Asamblea General pasando por todas las agregaciones territoriales o políticas que exijan un mecanismo de representación. Es obvio que la participación será directa de todos los miembros en el ámbito local y que a partir de éste no puede ser más que por mandato representativo en el resto de niveles. Sin embargo, las claves están en el mecanismo de elección de esos representantes (o delegados congresuales) y en la forma de ejercicio de su mandato representativo. El principio básico al que se debiera aspirar en un proceso de democratización integral no puede ser otro que el de que todos los miembros del partido, de forma individual, directa y secreta, tengan la posibilidad de elegir en listas abiertas a quienes les hayan de representar en todos los órganos del partido. Igualmente, el delegado o representante en dichos órganos tiene que ostentar de forma integral el derecho a voto, sin ningún tipo de restricción de tipo imperativo.

El segundo mecanismo es el de la elección de los órganos de dirección colegiados o unipersonales (secretarios generales o presidentes). En la elección de los órganos de dirección colegiados no hay razón para que el pluralismo de la organización no se vea plenamente reflejado en los mismos mediante propuestas presentadas en forma de listas abiertas y de escrutinio proporcional puro. En la elección de los cargos unipersonales (secretarios generales o similares) de los distintos niveles, el mecanismo de la democracia directa más o menos atenuada (sin carácter vinculante), por el que todos los miembros fuesen consultados sobre la persona idónea para ostentar la máxima responsabilidad política y orgánica, con carácter previo a la elección por el órgano asambleario correspondiente. El tercer mecanismo es el de la responsabilidad sistemática (de forma habitual y periódica) y efectiva (cuando lo demande una minoría prefijada estatutariamente) de los órganos de dirección elegidos por las asambleas ante el correspondiente cuerpo electoral que les haya designado. Esta responsabilidad debe extenderse a todos los ámbitos de competencia del órgano correspondiente (rendición de cuentas, gestión ordinaria interna, resultados electorales, política de alianzas, gestión gubernamental o de oposición etc.), pero también debe implicar la revocabilidad de cualquier dirigente.

El cuarto mecanismo es la elección directa, en elecciones primarias más o menos abiertas, de los candidatos a alcaldes o presidentes de gobierno. La experiencia recién iniciada en el PSOE de someter a elecciones primarias restringidas la elección de sus candidatos a alcaldías y presidencias de gobierno regionales o nacionales, más allá de los problemas funcionales y de cohesión política u orgánica que puede generar en el interior del partido, se ha saldado, por el momento, de forma satisfactoria para la imagen de renovación, apertura y participación del partido ante la opinión pública. La fórmula, seguramente mejorable, puede ser extensible más allá de las fronteras del partido hasta el propio electorado (la ciudadanía en general) al estilo americano, acercando al electorado al núcleo duro del partido, difuminando sus fronteras y obligándole a redefinir la afiliación de una forma más flexible. Es cierto que este mecanismo tiene el riesgo de un exceso de personalización de la competición política, pero su grado de transparencia y participación estrecha los lazos con la sociedad civil y mejora los niveles de representatividad, máxime como contrapeso a un sistema de listas cerradas y bloqueadas como el nuestro. Este mismo procedimiento de las primarias, preferentemente restringidas, debería hacerse extensible en el interior del partido a la elección por todos los afiliados (y, en su caso, adherentes o simpatizantes)

de todos los candidatos a los cargos de representación del partido en Ayuntamientos y Parlamentos que, siguiendo la misma lógica, contribuiría a elevar el nivel de la movilización política para la determinación de la representación. La seriedad y la limpieza del proceso exigen que se fijen límites y garantías para la presentación de candidaturas, como firmas, respaldos orgánicos o sociales, así como incompatibilidades más o menos amplias (procesados, cargos públicos u orgánicos, etc.). El problema no es sólo el de elaborar un conjunto de limitaciones o exclusiones, sino también el de definir criterios de acceso a las candidaturas que premien la representatividad y que produzcan sólidos vínculos con la sociedad civil y con la comunidad que el candidato aspira a representar, El quinto mecanismo es el de la limitación de mandatos y el establecimiento de un principio de rotación que evite la rotación burocrática y oligárquica de la casi inevitable y hasta necesaria profesionalización política. Es cierto que la profesionalización política por el simple hecho de la permanencia basada en el control de resortes orgánicos escasamente democráticos tiene efectos destructivos y desprestigia la política. No es lo mismo un político profesional que un profesional de la política. No hay mayor degeneración burocrática que ver al gestor fun-

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cional de los rituales del partido, muchas veces sin nivel profesional alguno, convertido en portavoz (muchas veces después de haber ejercico de garganta profunda) y hasta estratega político o de campaña, sólo es cuestión de tiempo y de conocer bien los recursos orgánicos (echemos un vistazo alrededor). Es aconsejable, por tanto, establecer un mecanismo de rotación y renovación automáticas que impidan el anquilosamiento y la patrimonialización, a veces familiar; ya sea de los cargos de dirección del partido, ya sea de los puestos de representación o gobierno. Un límite razonable es que nadie pudiera estar más de dos o tres mandatos (o legislaturas) sucesivos en el mismo puesto, con las excepciones y la flexibilidad necesarias. Al mismo tiempo, tal rotación debería llevar parejo el retorno temporal y, por tanto, reversible, a la actividad profesional civil fuera de la política, como principio profiláctico básico. Tampoco sería desdeñable la discusión de un sistema de incompatibilidades, más o menos amplio, para el acceso a cargos de dirección, de representación o de gobierno. Desde luego, la incompatibilidad absoluta para ejercer cualquier cargo a quienes estén procesados o hayan sido condenados por delitos de corrupción, cohecho, electorales o violación de la ley de financiación de los partidos. Incompatibilidad más o menos ate-

nuada y con las excepciones bien determinadas, ya sea para simultanear dos responsabilidades o para aspirar y competir a una manteniéndose en el cargo. Este mecanismo, junto con el anterior, limitaría, sin duda alguna, la oligarquización de la vida política, ampliaría su rotación y, en todo caso, facilitaría las posibilidades de renovación de la clase política. Un séptimo mecanismo, también de democracia directa, es la introducción en el seno del partido, de la posibilidad de referendum y la iniciativa popular (o del afiliado) en los distintos niveles orgánicos, con plenas garantías de viabilidad, seriedad y eficacia y con o sin limitación temática. Finalmente, es estados federales, plurinacionales o territorialmente complejos debe tenerse en cuenta la exigencia de combinar y equilibrar los principios de descentralización, autonomía y subsidiariedad entre los distintos niveles (local, reginonal, nacional, estatal o federal) con el de cohesión orgánica y territorial. Para ello deben definirse con toda claridad los mecanismos democráticos para una articulación territorial y organizacional equilibrada, pudiendo preverse mecanismos de veto en doble sentido y, en todo caso, el recurso a un órgano arbitral específico cuando se produzcan conflictos de competencias entre distintos niveles orgánicos.

2.3) El pluralismo organizado: todos a una El partido, como sistema político en miniatura (Sartori), tiene que recoger en su interior el pluralismo sociológico, ideológico, organizacional y programático existente en su base social. Sea desde la perspectiva de la organización, sea desde el enfoque de la democracia interna, este pluralismo tiene que encontrar su encaje en la organización y en la vida interna de los grandes partidos políticos de masas, máxime en el formato adquirido por éstos en las últimas décadas, tanto en su versión catch–all como en su variante cartelizada. Entre los dos polos extremos del monolitismo orgánico y político y de la atomización faccional, que convertiría al partido en una simple coalición ad hoc, existen muchas posibilidades. Reconocidas las libertades de expresión y asociación en el interior del partido aparecerán las corrientes de opinión, las alas o tendencias organizadas a la alemana o las facciones a la americana, agrupadas todas ellas bajo la denominación genérica de lo que G. Sartori llama "fracciones". Es cierto que en el origen de muchas fracciones hay situaciones clientelares, tradiciones locales, viejas fusiones de partidos, fuentes de financiación específicas, cambios en las leyes electorales, la acción de los grupos de inte-

rés, distintas corrientes ideológicas, la ausencia de disciplina de partido en el parlamento o la adscripción a distintos liderazgos personales que han tendido a enquistarse contaminando de una connotación negativa la cuestión del fraccionalistmo, como impedimento fundamental para la formación de una voluntad política colectiva con repercusiones nefastas para la competición electoral. Sin embargo, la parlamentarización que viven los grandes partidos de masas desde comienzos de siglo de la mano de la socialdemocracia y al compás de la propia democratización del estado liberal queda incompleta sin el reconocimiento organizado del pluralismo interno. Las fracciones hoy no pueden ser más que políticas alternativas, sensibilidades diversas y distintas formas de hacer política, más o menos conectadas con sectores sociales específicos de la base social del partido, pero compartiendo la misma identidad ideológica básica. El reconocimiento y existencia de este tipo de fracciones en el interior de los grandes partidos actuales es el complemento necesario a la evolución plenamente democrática iniciada a principios de siglo, aceptando en el interior lo que es obligado en el exterior. Por otra parte, si la exigencia de uniformidad y cohesión eran un requisito para poder competir con éxito, hoy la imagen de pluralidad

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puede ser el argumento principal para hacer atractivos los partidos a nuevos sectores y sensibilidades que permitirán abrirlos ampliando sus bases sociales. El éxito de la operación dependerá del punto de equilibrio entre lo mejor de ambos formatos.

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Para K. von Beyme, aun reconociendo los riesgos degenerativos que pueden acarrear, son más las ventajas que los inconvenientes en la aceptación de las fracciones, cuyos límites son el respeto a los principios y reglas democráticas, en primer lugar, y la cohesión interna del partido, en segundo lugar. Para él, el fraccionalismo ha demostrado ser profundamente antiburocrático y antioligárquico y es difícil sostener que un partido sin fracciones pueda ser democrático en la medida en que, como indica G. Lombardi, negar el libre debate de las ideas y el pluralismo organizado con todas sus consecuencias es tanto como negar la democraticidad interna del partido. J.F. Cárdenas va más allá al postular que las fracciones deban ser más que tendencias o corrientes de opinión, organizándose como grupos con capacidad de persuasión, de organización, dentro y fuera del partido y para eso es necesario que cuenten con medios de difusión y recursos orgánicos, teniendo una autonomía viable en relación con la ampliación del marco ideológico y programático de cada partido. Los eventuales conflictos intrapartidistas de ca-

rácter interpretativo tienen que ser dirimidos por un órgano arbitral específico. 2.4) Las garantías: ¿la ropa se lava en casa? El círculo se cierra con el establecimiento de los mecanismos de garantía, arbitraje y defensa, puesto que de poco sirve el reconocimiento o la declaración formal de derechos o la adaptación democrática de la toma de decisiones, sin la existencia de medios procesales que garanticen a los miembros o las minorías del partido los derechos que se les reconocen o el simple cumplimiento de las normas estatutarias. Son los tribunales internos, elegidos democráticamente, neutrales y con plena autonomía de la dirección del partido, los que tienen que asumir distintas funciones de control, así: en primer lugar, en cuanto instancias de arbitraje, deben entender y dirimir los conflictos de competencias e interpretar el alcance o los límites de una resolución cuando se formalicen recursos o dudas al respecto; en segundo lugar, deben velar por la legalidad interna, es decir, por el respeto estricto a los procedimientos democráticos previstos en los propios estatutos del partido; en tercer lugar, deben garantizar los derechos fundamentales de los miembros en el seno de la organización de acuerdo con un procedimiento previo y respetando todas las garantías constitucionales de carácter

procesal de cualquier ciudadano; finalmente, deben garantizar la transparencia y el control de las finanzas y cuentas del partido mediante procedimientos regulares de intervención y auditoría. Sin embargo, el punto fuerte de las garantías es, como indica M.Satrustegui, la garantía legal de los derechos de los afiliados que tiene dos componentes: por un lado, la posibilidad de carácter subsidiario, de recurso al control jurisdiccional ordinario, una vez agotado de forma insatisfactoria el procedimiento interno; por otro lado, la necesidad de una intervención legislativa o una ley de partidos más estricta. Tradicionalmente, ambas intromisiones en el terreno interno de la política partidista han sido vistas con gran desconfianza por entender que se corría el riesgo de una judicialización agobiante de la vida política y una invasión excesiva de la justicia en el ámbito de los otros poderes (legislativo y ejecutivo), por el poder organizador y dinamizador de la vida política ejercido por los partidos. Buena prueba de ello son los escasos ejemplos de países que cuentan con una ley de partidos adaptada a criterios democratizadores y garantistas, con la casi única excepción de la ley alemana de 1984. No podemos entrar aquí en la ya larga y prollija discusión de los constitucionalistas (de Lojendio) a propósito de la posibilidad de

que el estado intervenga en la autonomía organizativa de los partidos y los riesgos de limitar su libertad hasta el punto de desnaturalizar el principio constitucional de la participación. Sin embargo, como acertadamente indica M. Satrustegui, esta resistencia tradicional resulta cada vez más carente de fundamento, sobre todo, por el decisivo papel atribuido a los partidos por las distintas constituciones democráticas y por los requerimientos explícitos en las mismas para que se doten de una organización y funcionamiento democráticos. El argumento se refuerza si tenemos en cuenta el carácter de aparatos del estado que han adquirido en los últimos tiempos y, especialmente, su financiación con cargo a los presupuestos públicos. Por si fuera poco, a pesar del descrédito de la vida política entre los ciudadanos, cabe esperar muy poco del voluntarismo reformista de cada partido de forma aislada, en primer lugar, por el vértigo primordial a correr riesgos no calculados que le hagan perder posibilidades ante sus competidores electorales y, en segundo lugar, el temor conservador de la clase política a perder el blindaje y el control orgánicos que les permite el statu quo actual. Por eso y aunque depende de su voluntad, sólo una intervención legislativa puede desbrozar el camino de las reformas partidistas. Es obvio que una legislación de partidos

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adaptada a nuestros tiempos, poco dados a un intervencionismo excesivo, no puede pretender entrar en todos y cada uno de los detalles de la vida partidista hasta definir un modelo de partido político acabado, pero entre el minimalismo actual y el reglamentismo encorsetado hay un margen de maniobra. Como mínimo, puede y debe esperarse que tal intervención legislativa aborde, ante todo, el reconocimiento y garantía interna (procesal) y externa (jurisdiccional) de los derechos y libertades fundamentales de los miembros en el interior de los partidos; además, las exigencias de los procedimientos democráticos en la organización interna y, muy especialmente, las posibilidades de una participación amplia en la selección de

los candidatos a ostentar las responsabilidades públicas de la representación. A estos dos grandes temas habría que añadir el de la financiación que, por lo regular suele estar tratado de forma separada por la legislación (Vid. infra, Capítulos III y IV). Pero además, desde el punto de vista de la renovación de la participación política, no basta con regular los mecanismos de democratización interna de los partidos políticos sino también una distinta regulación de las relaciones de éstos con los órganos y poderes constitucionales del estado, detallando las más significativas actividades de carácter público desarrolladas por los propios partidos.

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II. ¿CAMBIAR LA LEY ELECTORAL? En el planteamiento de una reforma que pretenda el acercamiento de la política a los ciudadanos, los mecanismos por los que éstos se ven representados en las instituciones adquieren una importancia esencial. Establecidas las bases para la reforma de los partidos como instrumentos de participación, resulta pues, ineludible, abordar la regulación del acceso a la representación mediante las normas electorales. Conviene advertir, sin embargo, que con el presente apartado no se pretende partir de una identificación mecánica entre problemas de representación y necesidad de reforma electoral que así adquiriría el carácter de panacea, sino precisamente, establecer las bases para una valoración objetiva de la real dimensión del problema, evitando la propuesta precipitada de una solución exclusivamente jurídica para los problemas políticos de fondo. II.1 El conservadurismo del derecho electoral El derecho electoral constituye, con mucho, uno de los sectores más conservadores del ordenamiento jurídico. Las leyes electorales se modifican, en lo sustancial, muy poco; y esas modificaciones acostumbran a darse solamente en momentos de graves convulsiones y de cambio de régimen político. En

la experiencia democrática reciente, solamente escapa a esta regla el caso francés que vivió un breve paréntesis proporcional en 1986, volviendo inmediatamente después al sistema mayoritario a dos vueltas, tradicional de la Vª República. Lo más típico son situaciones como la italiana a partir de 1992 o la del Japón a partir de 1993, en los que la reforma de la ley electoral se produce en un contexto de crisis generalizada del sistema institucional y, en particular, del sistema de partidos. Las razones para ese conservadurismo son diversas. En primer lugar, los partidos políticos y los electores se habitúan a un cierto sistema electoral. El cambio requiere adaptarse (modificar estructuras, mecanismos de decisión etc.) y tanto las organizaciones políticas como los ciudadanos sienten una cierta aversión a adaptarse a condiciones nuevas. En segundo lugar, y es la razón más de fondo, el sistema electoral se establece y se modifica por ley; las leyes las redacta la mayoría parlamentaria; y la mayoría parlamentaria lo ha llegado a ser en virtud de la anterior ley electoral. De tal manera que quienes pueden tener deseos de cambio no tienen los instrumentos políticos para llevarlo a cabo y quienes tienen los instrumentos fre-

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cuentemente no tienen voluntad de hacerlo: quien quiere, no puede; y quien puede, no quiere. La historia de la vieja reivindicación de un sistema electoral más proporcional en Gran Gretaña y de su continuado fracaso, es un buen ejemplo de esta situación.

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La moneda tiene también otra cara. Una mayoría parlamentaria de una fuerza política determinada podría, si lo quisiera, hacerse una ley electoral a medida que la beneficiase en ulteriores elecciones; y ello ha acontecido con frecuencia en contextos semi–democráticos. Pero en democracias estabilizadas un comportamiento de este estilo sería visto como algo ilegítimo, como una ruptura de las reglas del juego. Es interesante el caso de Cataluña, única Comunidad Autónoma que aun no tiene una ley electoral propia para sus elecciones autonómicas. La mayoría absoluta que ha gozado CiU desde 1984 hasta 1995 indica claramente que no se trata de un problema de insuficiente mayoría. Se trata, más bien, de que esa mayoría ni desea elaborar una ley electoral que beneficie a la oposición (lo que iría en contra de toda lógica), ni puede, por razones de legitimidad, elaborar una nueva ley encaminada a su propio beneficio. Para el caso español, son cada vez más frecuentes las voces que ponen en cuestión el funcionamiento del sistema electoral y es

posible que la cuestión sea puesta sobre la mesa de discusión en un futuro próximo. Por ello puede ser útil revisar, de modo global, los principales rasgos de su mecánica, para poder proceder con mayor precisión a su evaluación y a una detección de sus puntos débiles. Como hemos venido señalando, dos son las funciones primordiales que debe cumplir un sistema electoral democrático: debe garantizar las posibilidades de representación a todos los grupos relevantes y debe permitir la formación de equipos ministeriales con efectiva capacidad de gobierno. A la vez, una y otra función, si se realizan de modo eficaz, contribuyen a la legitimación del sistema político en su conjunto. II.2. Representación y gobernabilidad Desde el punto de vista de la representación, el balance debe ser mixto. El sistema ha favorecido, de modo sistemático, la representación de los dos mayores partidos políticos de ámbito general y ha permitido una representación muy exactamente proporcional de los partidos de ámbito territorial restringido, regionalistas o nacionalistas. En cambio, existe un colectivo claramente desfavorecido: el de los partidos menores

de ámbito general español. El PCE y, posteriormente,IU; AP en el período 1977–82; el CDS o el fallido intento del PRD en 1986 integran este grupo. Todos ellos se han visto sistemáticamente sub–representados a consecuencia de la adopción de un número restringido de diputados y de un número elevado de circunscripciones. Así, en la mayoría de las provincias se asiste a un bipartidismo de hecho; el sistema electoral español es el menos proporcional de Europa, en niveles similares al sistema francés o al británico (que, como es bien conocido, no son sistemas proporcionales sino mayoritarios). Además, se trata de una situación que tiende a amplificarse puesto que los simpatizantes de esos partidos, a la vista de las escasas posibilidades de obtener representación, pueden tender a votar por aquél de los grandes que les quede más próximo: se habla de "voto útil" para referirse a este fenómeno. Este fué un resultado querido por el constituyente en aras de favorecer la obtención del segundo de los objetivos propuestos, esto es, el de favorecer el peso parlamentario del partido ganador en las elecciones. La hipótesis compartida en el período constituyente era que no podría haber en nuestro país un partido con mayoría parlamentaria en el Congreso, dadas las importantes divi-

siones sociales y políticas existentes. De ahí la adopción de multitud de mecanismos institucionales encaminados a reforzar al grupo mayoritario. Por mencionar sólo uno, muy próximo al ámbito electoral, se puede observar la asimetría existente entre la mayoría simple, requerida para la investidura del Presidente del Gobierno y la mayoría absoluta requerida para la aprobación de una moción de censura (que, además, tiene carácter constructivo). Así, y desde el punto de vista de las hipótesis implícitas compartidas por las fuerzas políticas del periodo de la transición, las mayorías absolutas conseguidas por el Partido Socialista en las elecciones del período 1982–1989 deben considerarse como un fenómeno imprevisto y, probablemente, excepcional. Parecía asumirse, como hipótesis más probable, la existencia de un grupo mayoritario (pero sin mayoría absoluta), necesitado del apoyo de fuerzas menores. En todo caso, la experiencia muestra que aquél fenómeno imprevisto puede producirse e incluso, reiterarse. Queda abierto a disputa un problema: como hemos puesto de relieve, los grupos menores que pueden prestar un apoyo externo a un gobierno de mayoría relativa son, fundamentalmente, los nacionalistas periféricos. La experiencia muestra que este tipo de

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apoyos está permanentemente sujeto a graves problemas, al ser presentado de modo sistemático como el resultado de un intercambio que produce contrapartidas beneficiosas sólo para el territorio (o territorios) de esas fuerzas externas de apoyo. En el contexto electoral actual, ese efecto es de imposible resolución: solamente una modificación, en sentido más proporcional, que permitiese una mayor presencia a los partidos menores de ámbito general español, permitiría evitar ese efecto indeseado.

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En este sentido y dentro del marco constitucional vigente, pocas mejoras son pensables. Cabe mencionar, en todo caso, la ampliación del número de diputados al máximo previsto (400) y la introducción de algún mecanismo que permita reagrupar votos sobrantes a escala provincial, a un nivel geográfico más elevado como las Comunidades Autónomas o incluso el total nacional, nivel al cual se produciría una nueva asignación de escaños. La preocupación tradicional por la fragmentación que genera una mecánica más proporcional no parece tener lugar, dada la experiencia de las elecciones al Parlamento europeo, elecciones en las que una fórmula completamente proporcional no ha dado lugar, prácticamente, a un aumento del número de partidos con representación.

II.3. Las candidaturas cerradas y bloqueadas Junto a su carácter escasamente proporcional, el segundo eje de crítica al sistema electoral vigente es el del carácter cerrado y bloqueado de las candidaturas. La lista de nombres que ofrece cada partido es inmodificable y el elector no puede diversificar su voto entre candidatos de diversas listas. Por otra parte, al ser elaboradas y aprobadas las listas por los órganos centrales de las diversas fuerzas políticas, es fácil imaginar que los dirigentes de los partidos tenderán a favorecer la presencia de candidatos fieles a la dirección del partido, antes que a candidatos independientes y con criterio propio. Este dato constituye una consecuencia del tercer objetivo que se propusieron los legisladores al elaborar el sistema electoral, que era favorecer la formación de partidos políticos sólidos y disciplinados. A la salida de la dictadura franquista, los partidos políticos democráticos eran organizaciones extremadamente débiles, integradas por pocos miembros, con bases sociales muy tenues y con pocos medios de acción política propia. El temor a que se produjese un reciclaje de anteriores dirigentes del régimen franquista, especialmente (dado el tipo de transición democrática que tuvo lugar en España) gra-

cias a su control de ciertas palancas del aparato del estado, gobiernos municipales y provinciales, administrración etc., condujo a una voluntad deliberada de reforzamiento de los partidos políticos como protagonistas esenciales del proceso electoral. De ahí que se estableciese dentro de la normativa electoral un conjunto de elementos muy heterogéneos (más allá de la estricta fórmula electoral), encaminados a asegurar ese objetivo, incluso en aspectos a primera vista menores o adjetivos, como la amplitud de las inelegibilidades establecidas; la centralización de la contabilidad de las campañas electorales; la inexistencia de concejales de distrito; la fijación de un mínimo del 5% para obtener representación municipal; el carácter muy "partitocrático" de la designación de los Diputados Provinciales etc. Lo cierto es que, como se ha desarrollado en el capítulo anterior, tras casi veinte años de experiencia democrática, los partidos políticos españoles siguen mostrando una marcada debilidad. Su afiliación es escasa, no tienen medios de expresión propios y no es visible su presencia y actuación en la sociedad sino solamente en el seno de las instituciones. De tal manera que de aquella batería de instrumentos queda solamente la fuerte centralización de los partidos en su dirección nacional (o, con frecuencia, en su dirigente

máximo nacional), sin que se hayan producido los efectos deseados sobre la consolidación de los partidos políticos. Ello da una cierta verosimilitud a la reivindicación de que se introduzca un sistema de "listas abiertas" que ponga en manos de los electores, no sólo la determinación de los resultados electorales globales de cada partido, sino también la designación concreta de los miembros de la cámara. Conviene reflexionar un momento sobre la propuesta. Para empezar, hay que pedir mayor precisión. Por "listas biertas" debe entenderse la posibilidad de que el elector pueda componer su propia lista combinando nombres de diferentes candidaturas. No parece que sea ésto lo que se solicita; por otra parte, este mecanismo estaba vigente en las elecciones a Cortes en la IIª República y, actualmente, para la elección del Senado, y es de observar, de pasada, que tanto en los años 30 como en la actualidad, es muy escaso el número de electores que utilizan esta posibilidad. Por consiguiente, lo que se reivindica parece ser más bien que se modifique el segundo elemento que caracteriza hoy a nuestras listas electorales, esto es, el hecho de que sean bloqueadas. El elector daría su voto a la candidatura presentada por un determinado partido, pero tendría la posibilidad de indi-

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car quienes son los candidatos que gozan de su preferencia dentro de esa lista de partido. Por eso el mecanismo es denominado con frecuencia "voto de preferencia", expresión utilizada en Italia hasta 1992 (año en que este país suprimió el mecanismo).

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El funcionamiento del voto de preferencia es fácil de entender: una vez hecha la asignación proporcional de escaños, no son elegidos automáticamente los números 1,2,3 etc. de la lista hasta completar el número de escaños correspondiente a ese partido, sino que son elegidos los candidatos por orden decreciente de preferencias expresadas. El sistema se puede matizar: por ejemplo, se puede limitar el número de candidatos por los que el elector puede expresar una preferencia individualizada, o se puede requerir un número mínimo de preferencias para forzar la modificación del orden de los elegidos. El sistema es atractivo, pero la experiencia de los paises en que se ha utilizado muestra algunas consecuencias sobre las que hay que reflexionar. La primera de estas consecuencias es que, para cada candidato de una lista, el primer rival no es el candidato de otro partido, sino los demás candidatos de su misma lista. Ello estimula la formación interesada de facciones (no basada en diferencias de opinión o

corriente) en el seno de los partidos y tiene consecuencias importantes en el plano de la financiación de las campañas (puesto que el partido paga sólo la campaña general del partido, cada candidato debe procurarse sus propios medios de campaña que le permitan diferenciarse de los demás nombres de su misma lista). El segundo efecto poco deseable es que favorece la intervención de organizaciones sociales, extra–políticas, en la designación de los diputados por motivos ajenos a la participación política. La movilización de un cierto grupo de electores puede decantar la obtención de un mayor número de preferencias hacia un cierto candidato. De tal manera que se abre un espacio de "intercambios" entre candidatos individuales y grupos de intereses organizados. En el caso italiano, era visible que mientras en el Norte del país pocos electores utilizaban su voto de preferencia (y, por consiguiente, votaban las candidaturas tal como las presentaban los partidos) en el sur y en Sicilia, más de la mitad de los electores utilizaban el voto de preferencia. Y, dadas las condiciones sociales y culturales vigentes en esas zonas, resulta meridianamente claro el origen y la finalidad de esta expresión organizada de preferencias. De hecho, cabe observar que en los países que, de una forma u otra, han utilizado el

voto de preferencia de un modo más continuado (como Italia hasta 1992 y un sistema vagamente similar como el empleado en Japón hasta 1993), se han dado fenómenos de financiación ilícita de las campañas electorales en mucha mayor escala que en los demás paises. Y debe anotarse, además, la coincidencia de su supresión, tanto en Italia como en Japón, en coyunturas políticas de reforma y de moralización de sus respectivos sistemas políticos. Por ello, el voto de preferencia goza de pocos partidarios, aun dejando de lado la justicia de las críticas al excesivo predominio de los aparatos centrales de los partidos en la confección de las candidaturas. Un sistema que permite combinar a la vez una buena proporcionalidad de los resultados y un notable grado de personalización de la confrontación electoral es el empleado en la República Federal Alemana. En las elecciones federales se toma como circunscripción a los "länder"; por consiguiente, amplias circunscripciones que permiten una amplia proporcionalidad. Pero los diputados elegidos por cada partido son elegidos directamente por los ciudadanos en distritos uninominales, por sistema mayoritario. Las listas a nivel de cada estado federado se utilizan sólo para completar la designación hecha directamente por los ciudadanos.

Este sistema goza de un cierto predicamento entre la opinión tecnicamente más solvente en nuestro pais (salvada la dificultad que supondría hacer un mapa de distritos uninominales para toda España). Pero las exigencias constitucionales de tomar como circunscripción las provincias y de proceder a una elección proporcional en el seno de cada provincia plantean de nuevo el grave problema de la limitación del número de escaños: cualquier opción que se base en 50 circunscripciones y en un número máximo de 400 diputados volverá a plantear graves problemas de proporcionalidad. La designación de los candidatos, en el contexto de un mecanismo de listas cerradas y bloqueadas adquiere así una importancia crucial. Si su elaboración se limita a un reducido núcleo de la cúpula del partido (como se prevé en los estatutos del PP o de CDC, por ejemplo), la formación de los órganos parlamentarios depende, en último extremo, de la decisión de un núcleo pequeño y oligárquico. Algunas formaciones políticas como IU o "Iniciativa per Catalunya" o más recientemente el PSC para la formación de sus candidaturas locales han introducido hace ya algunos años un mecanismo de elecciones primarias en el que es el voto de los afiliados (o, incluso, los simpatizantes en el caso de los socialistas catalanes) quien decide la composición de la lista o, al me-

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nos, de su parte superior, es decir, de los lugares com mayores probabilidades de resultar elegidos.

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Si estas experiencias han tenido un escaso impacto y han sido poco percibidas por la opinión pública, incluso la más ilustrada, la experiencia del PSOE tuvo, por contra, un extraordinario impacto social. Como se recordará, se convocó a todos los afiliados del PSOE a pronunciarse sobre quién debería ser el candidato del partido a la Presidencia del Gobierno. Contra pronóstico, Josep Borrell derrotó a Joaquín Almunia en la votación del 24 de abril de 1998. Ese resultado abrió una situación de "bicefalia" en la dirección del PSOE, así como algunas turbulencias en diversas organizaciones socialistas. Más allá de la anécdota, el mecanismo de las elecciones primarias es un elemento a considerar. Debe distinguirse entre la exigencia de que las candidaturas presentadas tengan el apoyo explícito mediante sufragio secreto, de los afiliados al partido /como es obligatorio en la RFA) y el proceso previo de preselección de los candidatos que constituye el núcleo de las llamadas "elecciones primarias" en EE.UU. En ambos casos, el voto de los afiliados (caso alemán) o de sus delegados (que forman las convenciones de los partidos americanos) es el final de un largo proceso de debate y confrontación de pun-

tos de vista, con frecuencia muy áspero. A lo largo de proceso, además, la cúpula del partido se mantiene neutral (lo que hace que los dirigentes del partido tengan un papel de segunda línea, en comparación con los pre–candidatos). En el contexto español (y las experiencias del PSOE parecen acreditarlo), el funcionamiento de este mecanismo parece responder a otra lógica. La confrontación entre el máximo responsable del partido y un calificado "insider", no es comparable al grado de apertura de los procesos equivalentes en otros países. En segundo lugar, incluso unas primarias requieren una campaña electoral y, por consiguiente, medios económicos, organizativos etc., el acceso a los cuales puede estar limitado a los miembros de más alto nivel en el seno del partido (obviamente, la hipótesis de una campaña para unas primarias financiada desde el exterior del partido resultaría estrambótica). Queda, en fin, una duda: si las elecciones primarias no se conciben como un proceso de discusión entre políticas diferenciadas sino como una especie de referéndum en el que son llamados a votar todos los afiliados de modo simultáneo, pueden adquirir un sabor plebiscitario que resulta a la vez lejano a la lógica de las organizaciones de partido y democráticamente discutible. ¿Con qué

base se puede decir que un plebiscito es más democrático que un mecanismo representativo, como es la realización de congresos de partido, integrados por delegados elegidos por las organizaciones de base, sobre la base de la discusión política y con una representación proporcional de las diversas tendencias o "sensibilidades" políticas? II.4. Los gastos electorales Un último aspecto en el que se han comenzado a tomar algunas iniciativas es el de la limitación de los medios empleados en las campañas electorales. En este marco se han tomado algunas medidas tales como la reducción de la duración de las campañas, la limitación de los medios a emplear o la asunción por el estado de las remisiones postales a los electores. Pero en el contexto de sociedades altamente dotadas de medios de comunicación, es posible ir más lejos. Piénsese, por ejemplo, en la legislación francesa que desde 1993 prohibe toda comunicación política (efectuada por partidos o por instituciones) en los seis meses anteriores a toda convocatoria electoral (estas consideraciones se completan en el capítulo siguiente, dedicado a la financiación). Estrechamente ligado al asunto de la financiación está el problema de la intervención de los medios de comunicación en las cam-

pañas electorales. De hecho, el arsenal normativo vigente en las democracias occidentales considera, como única hipótesis a controlar, el posible empleo partidista de los medios públicos por el partido o partidos en el gobierno. En cambio, no se había considerado nunca seriamente la necesidad de someter a control los medios de titularidad privada, porque éstos tenían un alcance limitado (prensa escrita). La aparición de las televisiones privadas en el contexto europeo ha modificado drásticamente esta realidad. Los sistemas electorales democráticos se encuentran, aun hoy, inermes ante situaciones como la italiana, en que el máximo dirigente de un partido es a la vez propietario de diversas cadenas de televisión privadas, exentas, en cuanto tales, de los deberes de pluralismo y transparencia a que están sometidas las redes públicas. Sin ir tal lejos, la reciente introducción de las cadenas privadas en las campañas electorales de nuestro país se ha caracterizado por una fuerte orientación hacia los mayores partidos, reduciendo las posibilidades de expresión de las fuerzas menores e incrementando una percepción bipartidista. Por consiguiente, si una revisión a fondo de la normativa electoral vigente parece poco probable (por el ya mencionado carácter conservador del sistema electoral), sí son vi-

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sibles, en cambio, diversos ámbitos sustantivos susceptibles de mejora.

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Con todo, debe tenerse presente que el sistema electoral es sólo una parte del conjunto institucional del sistema político. Culpar al sistema electoral, en sí mismo, de los problemas y disfunciones de un sistema político determinado es inexacto; la normativa electoral, de por sí, no es la clave explicativa del conjunto. Otros elementos, tanto institucionales como empíricos, juegan también un papel en el funcionamiento de la globalidad. Estas afirmaciones, válidas para cualquier pieza del entramado institucional, son especialmente aplicables a los sistemas electorales, puesto que su función es la de traducir las preferencias de los electores en representación política, a través de los canales de intermediación constituidos por los partidos políticos. La cuestión de fondo, entonces, cuando se discute el sistema electoral español, remite a la opción efectuada por los constituyentes

de favorecer la existencia de grandes y estables organizaciones políticas, por encima de individualidades políticas personales. Los constituyentes de 1977 entendieron, por diversas razones, que la clave del fracaso de las experiencias democráticas pasadas fué la ausencia en España de partidos sólidos y ampliamente representativos. El predominio excesivo del faccionalismo, del "fulanismo" y de una exagerada fragmentación o la existencia de una distancia política e ideológica demasiado marcada entre los mayores partidos, imposibilitaban el juego normal de la competencia política y transformaban el cambio del partido de gobierno en posibilidad de cambio de régimen. Si este análisis de nuestro pasado histórico resultase ser correcto, entonces debería considerarse con mayores precauciones la eventualidad de una reforma electoral; la estabilidad y el funcionamiento eficaz del sistema democrático pueden seguir requiriendo la existencia de partidos sólidos y unidos.

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III. SISTEMAS DE FINANCIACIÓN DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

Al inicio de este documento se ha planteado como segundo gran eje de la discusión el incremento de la transparencia de la actuación política y esa transparencia debe ser, ante todo, financiera. Los canales de financiación de los partidos políticos afectan, al menos, a dos cuestiones fundamentales para el tema objeto de este documento: la igualdad de oportunidades de intervención de las fuerzas políticas para que todas las opciones puedan expresarse y la capacidad de esas mismas fuerzas políticas para expresar realmente los intereses de sus representados sin convertirse en meros instrumentos de gestión de los intereses económicos de quienes les financian. Se trata, por tanto, del núcleo mismo de la conexión entre la actuación de los partidos políticos como instrumentos de participación y aquellos que participan y son representados. Por otra parte, constituye un lugar común referirse a los riesgos de corrupción que provoca la falta de transparencia económica, lo que viene a unirse, por definición, a las causas del progresivo alejamiento de los ciudadanos respecto de la actividad política. En lo que sigue se expondrán las cuestiones generales relativas a los sistemas de financiación que hoy se debaten, comenzando por las distintas propuestas planteadas por

las formaciones políticas españolas. En el siguiente capítulo (IV), se analizará específicamente la cuestión de los sistemas de control jurídico y las sanciones a imponer en los casos de financiación ilegal. III.1. Las proposiciones de ley de financiación presentadas en el Congreso Como punto de partida para la discusión, se pretende en este apartado una sistematización de las propuestas de la Ley Orgánica sobre la financiación de los partidos políticos presentadas por los distintos grupos parlamentarios: Socialista, Popular, Vasco (EAJ–PNV), Catalán (CiU) y federal de IU–IC, en el Congreso de los Diputados a lo largo del año 1996. A continuación se discutirán las diferentes propuestas y se señalarán algunas alternativas que serán finalmente sistematizadas en el capítulo destinado a las conclusiones (V). En las proposiciones de ley presentadas puede distinguirse tres dimensiones que agrupan y resumen las distintas propuestas concretas. La primera es la dimensión "financiación pública vs. financiación privada", que incorpora, por un lado, el grado de la liberalización de las aportaciones privadas y su

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promoción y, por otro, el grado de apoyo a la subvención pública. La segunda dimensión se refiere al control y la transparencia. Esta dimensión se encuentra interrelacionada con la primera, ya que los mecanismos de gestión que permiten el control y la transparencia tienen como objetivo primordial evitar la influencia impropia en la política de sectores específicos de la sociedad. No obstante, esta dimensión conserva cierta independencia puesto que puede pretenderse un sistema predominantemente privado y, al mismo tiempo, defender fuertes medidas de control y exigencia de transparencia en los partidos. La tercera dimensión se refiere a los criterios de distribución de las subvenciones públicas entre las distintas organizaciones partidistas y también está relacionada con la primera puesto que supone la existencia de algún tipo de subvención pública. a) Financiación pública vs. financiación privada Los elementos de consenso son amplios entre las distintas propuestas no apartándose respecto de la ley de financiación de partidos vigente. Todas abogan por un sistema de financiación mixta pública y privada. Todas son unánimes en permitir la financiación extranjera, sujeta a los mismos límites que cada propuesta realiza para las aportaciones nacionales y vetando explícitamente

las donaciones de gobiernos o de organismos públicos extranjeros. Asimismo, todas las propuestas prohiben la financiación por parte de entes públicos o empresas vinculadas con las administraciones públicas. Sin embargo, a este respecto, el PNV resulta menos limitativo y permite este tipo de financiación cuando la aportación se destine a actividades de interés social. Por otro lado, la propuesta de este partido especifica que la ley debe considerar como públicas aquellas empresas o sociedades cuyo capital pertenezca en más de un 50% a entidades públicas (!). La innovación más destacada del conjunto de proposiciones de ley consiste en el establecimiento de medidas que disminuyen la carga fiscal de los partidos, así como incentivos (también fiscales) a los distintos tipos de aportaciones privadas. Esto parece traslucir que la preocupación central de las propuestas es la suficiencia financiera de los partidos. También es indicador que los legisladores parecen interpretar que los casos de financiación irregular han sido espoleados por una falta de recursos. Todas las propuestas establecen exenciones fiscales para los ingresos de los partidos y sus actividades (impuesto de sociedades, impuesto de bienes inmuebles etc.). Todas las propuestas prevén como innovación res-

pecto a la ley de partidos, mecanismos para incentivar las donaciones u otro tipo de aportación pecuniaria a los partidos. En general, las donaciones de personas físicas y las cuotas permiten una reducción de la base imponible del IRPF.

Además, tanto PP como CiU permiten que los partidos puedan crear fundaciones y organizaciones sin ánimo de lucro sometidas al régimen jurídico de este tipo de asociaciones, cuyas aportaciones estén sometidas a los mismos límites que los partidos.

Respecto a las cuotas, IU–IC propone una reducción de la base imponible en el IRPF con límite de 250.000. Para el PNV, las cuotas deben ser deducibles como gasto y sin límites en la base del IRPF; las aportaciones obligatorias tendrán la consideración de rentas exentas. Para CiU y PSOE, las cuotas serán deducibles como gasto de la base del IRPF.

Las discrepancias más notables en las proposiciones de ley se producen respecto a dos cuestiones. La primera se refiere a la admisión o no de donaciones a los partidos por parte de personas jurídicas; esta cuestión separa netamente a las fuerzas de derechas y centro (PP,CiU,PNV), respecto de las de izquierdas (PSOE y IU–IC).

Respecto a las donaciones, PNV,PSOE y PP (que identifica donaciones y cuotas), preven que tendrán el mismo trato fiscal que los donativos a las fundaciones y actividades de interés general (es decir, una deducción del 20% de la cuota imponible, con el límite del 30 % de la base liquidable). Para IU–IC, el 10% de las cantidades donadas tendrá el mismo trato que los donativos a fundaciones. Para CiU, las aportaciones de las personas físicas serán deducibles de la base imponible con un límite de 10.000 de la cuota del impuesto sobre la renta y, en adelante, una deducción del 20% sobre el exceso; las de las personas jurídicas implicarán una deducción de la base del impuesto de sociedades (que no podrá exceder del 10% de la base imponible).

La segunda cuestión se refiere a la admisión de aportaciones anónimas, que tan sólo proponen PP y PNV. Del mismo modo que en la ley actual, éstas se encuentran limitadas. En la proposición del PNV, se incrementa el límite de la ley actual, del 5% de la subvención pública para el funcionamiento ordinario del partido, al 10% de ésta, mientras que en el caso del PP, el conjunto de las donaciones anónimas no puede superar el 10% del presupuesto del partido. En cuanto a los límites de las aportaciones individuales se establecen distintos grados. El límite más bajo corresponde a la propuesta de IU–IC para quien las actividades individuales no pueden superar 5 millones anuales o el

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5% del presupuesto anual del partido, lo que reduce los límites fijados por la ley vigente de 10 millones de pesetas al año procedentes de una misma persona física o jurídica. Para el PP, las aportaciones de personas físicas o jurídicas no pueden superar los 15 millones de pesetas o el 15% del presupuesto anual del partido. Para CiU, el límite de las aportaciones se fija en un 15% del presupuesto anual del partido. Para el PSOE y el PNV, no hay límite alguno para las donaciones. b) Control y transparencia

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En todas las propuestas se establece que las aportaciones a los partidos deben realizarse en cuentas exclusivas para este fin (pero la del PNV establece que tan sólo para los conceptos recogidos en la ley, es decir, no para todos los ingresos de los partidos). El tipo de datos que deben recoger estas cuentas depende de si se acepta la anomicidad de las aportaciones privadas o no. También se establecen obligaciones contables de los partidos muy semejantes. Para el PP debe realizarse un inventario anual de bienes y una cuenta de ingresos. Para el PSOE, los partidos deben presentar un balance y una cuenta de resultados en una memoria que contenga relación de aquellas donaciones que superen las 200.000; además, exige facilitar la identificación fiscal de las

sub–unidades territoriales en las que se estructura el partido. Para CiU debe existir un registro contable detallado, aunque también prevé la posibilidad de gastos no justificados que no asciendan a más del 5% del presupuesto del partido. Para el PNV es preciso presentar registros contables según el Plan General de Contabilidad. Todas las propuestas establecen una doble fiscalización: interna y externa. La externa corresponde al Tribunal de Cuentas (en el caso del PNV y CiU también se prevé que los órganos autonómicos equivalentes tengan capacidades fiscalizadoras de los partidos). En las propuestas de IU–IC y del PNV, el Tribunal tiene capacidad para requerir datos tanto a los partidos como a cualquier entidad con la que hayan tenido relaciones de tipo económico. En la del PP, sólo a los partidos. Todas las propuestas recogen la disposición de la ley actual y coinciden en sancionar las aportaciones ilegales aceptadas con una multa del doble del importe de estas aportaciones. Para el PSOE, CiU e IU–IC, no se entregarán las subvenciones públicas si no se presentan las cuentas al Tribunal. El Tribunal de Cuentas puede proponer sanciones a las Cortes, según el PSOE e IU–IC;

para CiU, puede imponer sanciones. La propuesta del PSOE establece que los informes realizados por el Tribunal, presentados al Congreso, sean publicados en el BOE. c) Distribución de la financiación pública En la forma de distribución de la financiación pública para el funcionamiento ordinario de los partidos, casi todas las propuestas coinciden en mantener el status quo. Reproducen casi el mismo redactado del art. 3.2 de la ley de financiación de partidos políticos. El criterio de distribución entre los partidos depende del número de escaños y de votos. La cantidad total que se asigna en el presupuesto para el funcionamiento ordinario de los partidos se divide en tres partes. La primera se reparte en función de los escaños obtenidos, mientras que las dos restantes, en función de los votos. No computan aquellos obtenidos en circunscripciones donde no se alcance el 3% de los votos. La única propuesta discordante es la de IU–IC, que establece la distribución exclusivamente según los votos obtenidos en las elecciones al Congreso (del mismo modo que el CDS fué el único grupo que objetó en esta cuestión a la ley de financiación de 1987). No considera válida la barrera del 3%, pero observemos que sólo establece finan-

ciación para los partidos que en las anteriores elecciones ya han obtenido representación parlamentaria. También propone modificaciones de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General en el mismo sentido, para las subvenciones electorales de acuerdo con los votos obtenidos en las últimas elecciones equivalentes. III.2. La discusión: limitación del gasto, financiación privada y distribución de la financiación pública Una combinación de la dimensión financiación pública–privada y la exigencia de control en las posiciones de los partidos muestra claramente la relación que existe entre ellas: el mayor apoyo a la financiación privada se acompaña con menor exigencia de control de los partidos. Los puntos que definen el conjunto de posiciones de los partidos forman un arco (¿parlamentario?) alrededor del statu quo. A un lado se encuentra la posición representada por IU–IC que pone énfasis en los aspectos de transparencia y control de las cuentas de los partidos y que, consecuentemente pretende limitar las aportaciones privadas, resultando más restrictivo que la actual ley en esta cuestión. El argumento que sostiene esta posición está claro: el dinero privado es negativo en la política democráti-

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ca por lo que hay que limitarlo al máximo y deben introducirse medios de control que aseguren que se respetan dichos límites. En el otro lado se encuentran las posiciones que incluyen –más o menos–, al resto de los partidos, en las que se pone el énfasis en la liberalización y promoción de las aportaciones privadas a los partidos. Las razones que apoyan estas posiciones son complejas.

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Por un lado, parece ser que uno de los objetivos determinantes de la reglamentación propuesta es la suficiencia financiera de los partidos. Así se muestra, por ejemplo, en la exposición de motivos del Grupo Popular. Asimismo, el Grupo Socialista pone en primer lugar la "crisis económico–financiera debida, entre otras razones, a la reiteración de los procesos electorales". En efecto, los partidos políticos tienen cada vez mayor necesidad de recuros monetarios para llevar a cabo sus funciones. La revolución de los medios de comunicación y su peso en las batallas electorales ha convertido la política en un asunto extremadamente caro. En este planteamiento se trasluce, además, un reconocimiento implícito de que los actuales problemas de financiación irregular dependen en cierta medida, de la insuficiencia de las formas de financiación pública actuales. La mejor manera de evitar la infracción es evitar la necesidad.

En esta línea de argumentación, ¿de dónde deben provenir estos recursos?. Por varios motivos, la fuente idónea son las aportaciones privadas. Primero, porque no implica tener que destinar más dinero de los presupuestos a unas organizaciones –los partidos políticos–, fuertemente desprestigiados ante la sociedad española. Recordemos que en las encuestas de opinión pública aparecen sistemáticamente como las instituciones peor valoradas, por debajo, por ejemplo, de la banca, los sindicatos o el ejército. Naturalmente, este hecho no es ajeno –por lo menos, en parte–, a los escándalos de financiación irregular aireados por la prensa. En estas condiciones, ¿quién osará pedir más dinero para la política? En segundo lugar, las aportaciones privadas, en tanto que son entendidas como una forma de participación política, deben ser promovidas. En efecto, los partidos políticos tienen la función constitucionalmente reconocida de articular y movilizar a los ciudadanos. Mientras que la financiación pública les permite mantener una cierta independencia respecto de los intereses privados, el arraigo efectivo de los partidos políticos en los intereses de los ciudadanos va a ser favorecido por la necesidad de obtener recursos de éstos. Este argumento es claro y razonable. Pero en el momento en que se permiten e incentivan las aportaciones moneta-

rias privadas, el problema se convierte en determinar qué tipo de aportaciones se van a promover y de qué manera se van a limitar dichas aportaciones, lo que se abordará más adelante. Mientras tanto y volviendo a la cuestión inicial, si el problema de fondo de los partidos es la suficiencia financiera, ¿por qué no limitar el gasto? 1. La limitación del gasto se refiere especialmente al gasto electoral, que constituye la parte de león de los gastos de los partidos (de hecho, éstos deben destinar una parte sustancial de los recursos ordinarios a pagar deudas que se contrajeron en las contiendas electorales). No cabe duda de que una cierta limitación del gasto electoral es necesaria, ya que los partidos políticos tienen incentivos a enzarzarse en carreras de gastos que provocan espirales irracionales. En pleno fragor de la campaña electoral no es fácil obtener una limitación racional de este gasto si antes no se han establecido mecanismos que lo permitan: los candidatos van a intentar sacar dinero de donde sea si piensan que ello les va a proporcionar algún voto. La ley de régimen electoral general establece límites al gasto por circunscripción que tienen en cuenta los habitantes de derecho (40 en las elecciones a Cortes) pero, por un lado, este límite resulta irrealisticamente bajo, como explican los responsables financie-

ros de los partidos (la simple edición y distribución de un tríptico ya lo supera; y, por otro lado, la mayor parte del gasto se realiza de forma centralizada, de manera que resulta dificilmente imputable a una circunscripción concreta. Resulta razonable pensar que deben establecerse mecanismos efectivos que permitan mantener este gasto dentro de parámetros razonables. Ahora bien, la necesidad de limitar el gasto no debe oscurecer el hecho cada vez más importante, de que la política requiere comunicación entre representantes y votantes, y esta comunicación tiene efectivamente un coste que debería ser aceptado. La opinión común, difundida por los medios de comunicación y defendida muchas veces por la academia, se centra en los aspefctos negativos, desinformadores, manipuladores o despilfarradores de las campañas electorales. Pero los estudios realizados sobre comunicación electoral muestran que el gasto electoral, esto es, la cantidad de recursos destinados a atraer la atención de los votantes y a convencerlos para que voten a alguna alternativa política, está relacionada con dos aspectos fundamentales en el funcionamiento y justificación de un régimen democrático. Primero, informa a los votantes. Los votantes son capaces de extraer información relevante de las campañas electorales. Incluso

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cuando parezca que éstas se centran en temas o debates superficiales (por ejemplo, la personalidad de los candidatos), contienen "pistas" que permiten al votante inferir qué capacidad se tiene para formar gobierno o para realizar distintas políticas. Tanto desde el punto de vista de representar un limite efectivo en el comportamiento de los representantes electos, como para ser capaz de transmitir las preferencias del electorado, es necesaria la existencia de un gasto electoral mínimo.

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Por otro lado, existe una relación positiva entre el gasto de campaña y la participación electoral. Esto es, a mayor gasto, mayor participación. Este hecho se encuentra relacionado con lo dicho anteriormente. Desde el punto de vista de la economía de la información, dados los pocos incentivos que tiene el votante normal de estar informado sobre cuestiones políticas, una campaña de alta intensidad que acompañe a una elección disputada, atrae la atención de los ciudadanos y distribuye una gran cantidad de información gratuita entre los grupos del electorado normalmente desinvolucrados en la política. Esta información permite a una mayor cantidad de ciudadanos distinguir las posiciones de las distintas alternativas respecto de algunos de los temas que aparecen en la campaña y hacerse una idea, por muy vaga que ésta sea, de cómo la victoria de éstas va

a afectar a su bienestar. Si hay diferencia entre las alternativas, entonces tiene sentido participar, votar. O por lo menos, permite que la política esté presente para una mayor cantidad de ciudadanos. En suma, un demócrata realista (es decir, que no considera que el ciudadano debe estar interesado en la política por imperativo moral, independientemente de su interés) debe reconocer que no se puede escatimar en los recursos destinados a la política –a la comunicación y el debate político– sin incurrir al mismo tiempo en algun coste para la calidad del régimen democrático. En especial, ya que la información política y la participación tienden a estar desigualmente distribuidas entre los distintos grupos sociales, destinar pocos recursos o limitar la movilización política, reforzará la desigualdad social, ayudará a reproducirla. A lo dicho hay que añadir que no tenemos ningún criterio universal que permita decidir si se está gastando mucho o poco en política. Esto debe ser relativizado. Tal y como atinadamente observaba Joaquim Llach, secretario de finanzas del PSC (PSC–PSOE), los 8.700 millones de pesetas que el estado destina al funcionamiento ordinario de los partidos políticos significan tan sólo el 0,003% de los presupuestos generales: " 35.000 millones cuesta a los contribuyentes

la iglesia católica; 700.000 millones costó la crisis de Banesto; (...) 20.000 millones ha costado a los contribuyentes el Teatro Real; 14.000 millones es el presupuesto anual del F.C. Barcelona". En relación con la propaganda electoral, en un año electoral como 1989, la suma de los tres primeros partidos políticos con mayor gasto en propaganda (PP,PSOE y CDS) más el gasto del Ministerio del Interior en propaganda institucional y espacios gratuitos de TV, ascendió a 6.189 millones de pts. ¡algo más de la mitad de lo que gastó en publicidad Renault, la primera marca en gasto publicitario de aquel año (10.076 millones de pts.)!. En todo caso, cabe proponer una racionalización de los gastos redundantes en que se incurre durante las campañas (por ejemplo, tal como propone Marc Carrillo, unificando las papeletas electorales). Pero parece que lo mejor sería establecer mecanismos que incentivasen la autolimitación, como por ejemplo, ofrecer tiempo extra de televisión gratuita para los partidos que contengan el gasto de campaña por debajo de un tope. Hay que tener en cuenta que, en un futuro cercano, el desarrollo de las plataformas digitales capaces de emitir un número casi ilimitado de canales, tiene que permitir que la televisión privada pueda ofrecer espacios gratuitos a los partidos, de forma que se pueda acceder a los ciudadanos a menor coste.

2. La financiación privada. Si pensamos que el problema de la financiación no se resuelve a base de limitar el gasto, entonces el incremento de la financiación privada plantea cuestiones importantes. Por un lado, es cierto que los estudiosos de los partidos y del sistema de partidos español han atribuido algunas de sus características más destacables, su oligarquización (gran centralización de su estructura decisoria, poca democracia interna...) y su divorcio de la sociedad española (niveles irrisorios de afiliación, imagen pésima), en buena parte, al predominio del sistema de financiación público. Naturalmente, unos partidos débilmente implicados en la sociedad civil, con poca participación de los ciudadanos, con poca interrelación con otras asociaciones, son peligrosos para la democracia. Tienen poca capacidad para absorber la presión de la "videopolítica" y de la "videocracia", por decirlo en términos de Sartori. Tienen pocas posibilidades de aminorar el poder de los medios de comunicación para generar la realidad política, influyendo en los políticos y los funcionarios, en la forma en que se toman decisiones y sobre qué las toman. En el entorno de la política actual, se exacerban entre los ciudadanos los aspectos más emocionales. Se puede producir una movilización por temas concretos, pero existe incapacidad para discernir, para generar un juicio. Bien puede suceder que las reacciones emocionales que pro-

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ducen las noticias conviertan los problemas en irresolubles o más complicados (por ejemplo, el medicamentazo). En suma, el resultado es una menor capacidad de reacción política, una menor probabilidad de que se genere un auténtico debate político. Por el contrario, unos partidos bien implantados en la sociedad, con una sólida red de conexiones con otras asociaciones voluntarias, pueden servir mejor a formar actitudes, a generar interpretaciones más consistentes de la realidad social.

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Si ésto es así, entonces parece lógico desear un incremento de la participación de la sociedad civil en la financiación de los partidos. Pero hay que recordar que, por lo menos desde una perspectiva progresista, la lógica del gobierno democrático se encuentra en la creación de una estructura institucional, el 'mercado electoral', en el que compiten los partidos políticos, que compensa y modera los resultados altamente desigualitarios producidos por el mercado económico (puesto que en aquél, en principio, se pondera por igual a cada individuo: un voto). Idealmente, las instituciones políticas funcionan como un punto de re–evaluación 'consciente' de los resultados 'inconscientes' producidos por el mercado. Entonces, a no ser que se establezcan límites, permitir la financiación privada de los partidos va a significar una atenuación de los efectos iguali-

tarios redistribuidores de poder que pueden realizar las instituciones democráticas. ¿Qué tipo de límites deben establecerse?. Como hemos visto, excepto el PSOE y el PNV, casi todas las proposiciones de ley presentadas establecen algún límite a las cuantías de las aportaciones individuales. En ausencia de límite y en compensación, lo que se exige es un perfecto control y publicidad de las aportaciones privadas de los partidos. Esta es la vía que elige el PSOE. Lo que sucede es que si admitimos la posibilidad de donaciones anónimas (como sucede con el PNV y el PP)) los límites a las donaciones individuales se convierten en papel mojado, ya que este límite puede ser fácilmente eludido a base de fraccionar la aportación total en unas cuentas anónimas. En la exposición de motivos del PP se minimiza este hecho recordando que las donaciones anónimas tenderán a ser mínimas ya que los incentivos fiscales que establece su proposición sólo se van a conceder a las donaciones nominales. Otra forma menos explícita pero igualmente efectiva de evitar la eficacia de los límites establecidos en las proposiciones de ley, consiste en reducir la competencia y los medios disponibles de la institución que debe controlar su cumplimiento. En el capítulo siguiente se abordarán las competencias del

Tribunal de Cuentas, pero, en este sentido, todas las proposiciones que debiliten la posición de su autoridad, de hecho están relajando los límites que se establezcan para las aportaciones privadas. Otra forma de disminuir la eficacia de las medidas de control consiste en saturar el trabajo de la institución controladora a base de multiplicar las organizaciones que deben ser fiscalizadas. Esto se consigue, por ejemplo, permitiendo que los partidos establezcan fundaciones para recaudar fondos, tal como proponen CiU y el PP. Respecto a la financiación privada en general, resulta atractivo el sistema alemán, en el que se compensan con fondos públicos las aportaciones que los partidos son capaces de reclutar entre las pequeñas aportaciones. Con ello, se incentiva a la vez la transparencia y el arraigo de los partidos en la sociedad. Por otro lado, existe el problema de la forma en que se pretende incentivar las aportaciones privadas. En la práctica, todas las proposiciones establecen mecanismos fiscales que se basan en la reducción de la base imponible en el impuesto sobre la renta (o de sociedades para las personas jurídicas). Pero dado que estamos en un sistema fiscal progresivo, este tipo de incentivo beneficia más a las personas con rentas elevadas –con tipos impositivos más altos– que a las rentas

más bajas. Luego, debe notarse que los incentivos a participar en la política se efectúan entre los grupos que ya ejercitan una mayor participación en todas las esferas de la política. El resultado de este tipo de incentivos, en tanto que sean efectivos, no puede ser otro que el de reforzar aún más la desigual distribución del poder político entre los distintos grupos de la población. Por todo ello resulta más aconsejable que las deducciones fiscales a las aportaciones de las personas físicas se realicen como una parte de la cuota efectiva y no sobre la base imponible. El problema de la igualdad de oportunidades entre los ciudadanos que se plantea con los límites y los incentivos de la financiación privada se reproduce en la distribución de la financiación pública. 3. En efecto, en cuanto a la distribución de la financiación pública, en lugar de ser útil para conseguir una cierta 'nivelación' en el campo de batalla para que todas las voces tengan la misma oportunidad de ser oídas, las propuestas de la mayoría de los grupos parlamentarios consiguen exactamente lo opuesto. Por un lado, tener en cuenta los escaños obtenidos –en un sistema electoral con una fuerte desviación de la proporcionalidad– y

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tan sólo los votos en las circunscripciones en que se han obtenido estos escaños, se crean enormes dificultades para la supervivencia de los partidos pequeños.

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Por otro lado, la distribución de recursos monetarios entre los partidos grandes permite que éstos se vuelquen en un tipo de comunicación que depende de los medios de masas, es decir, una forma cara de hacer política que crea, de entrada, una barrera dificilmente superable por nuevos partidos políticos. En conjunto, tal como se prevé en las normas vigentes y tal como se recoge en las propuestas de los grupos parlamentarios, la distribución de la financiación pública no sólo ayuda a alejar a los partidos de la sociedad, sino que tiende a cristalizar su sistema partidista. Naturalmente, esta reducción de las alternativas políticas viables no sólo afecta a una cuestión de equidad distributiva, sino que tiene que afectar al sistema político en su conjunto; por ejemplo, parece claro que va a reducir la competitividad partidista. Si esto es así, el peligro no es menospreciable. Por ejemplo, es razonable pensar que los niveles de corrupción en el interior del partido socialista se vieron favorecidos por la inexistencia de competencia efectiva por parte de la oposición durante tres legislaturas. En el plano de las propuestas, resultaría interesante que las subvenciones públicas se

distribuyesen de forma descentralizada (a nivel autonómico y local). El actual sistema de distribución centralizada ofrece un poder extra a las cúpulas de los partidos (añadido al de confección de las listas electorales), que contribuye a su oligarquización. Distribuir los recursos dentro del partido, debe incrementar la competencia interna y, tal vez, ayudar a incrementar la democracia interna. Por último, otra medida que normalmente se incluye en las propuestas de reforma del sistema de financiación de los partidos consiste en hacer depender la distribución de una parte de las subvenciones públicas a los partidos, de un voto específico que realicen todos los ciudadanos. El uso por los ciudadanos de lo que a veces se denomina 'vales de representación' debe contribuir a evitar la 'congelación' del sistema. Por un lado, concede una oportunidad adicional a los pequeños partidos y tal vez a los nuevos partidos (dependiendo de cómo sea planteado el sistema); los partidos grandes no podrán dormirse en los laureles y confiar en su peso electoral si realmente quieren conseguir dichos fondos. Por otro lado, también da igualdad de peso a los ciudadanos en el apoyo económico que debe otorgarse a los partidos, quienes encuentran una ocasión más para influir en sus representantes políticos y hacer que respondan mejor a sus demandas e intereses.

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IV. CONTROL Y SANCIONES EN LA FINANCIACIÓN DE LOS PARTIDOS POLÍTICOS

El análisis comparado de los sistemas de financiación de los partidos políticos en lo que refiere a los distintos sistemas de control y sanciones para las irregularidades en la financiación de los partidos políticos arroja alguna conclusión que merece ser especialmente tenida en cuenta a la hora de abordar la específica problemática española, a la que se destinan las siguientes líneas : particularmente en paises de nuestro ámbito cultural (por ejemplo, Italia), la inflación de normas reguladoras no redunda necesariamente en un mejor control e incluso tiende a abrir vías a imaginativos métodos destinados a burlarlas. Obviamente, ello no significa que la normativa española actual deba permanecer intocada ni ignorar sus clarísimas insuficiencias. Pero conviene formular alguna advertencia previa destinada a evitar un frecuente espejismo por el que parece que el establecimiento legal de sanciones evita per se las conductas irregulares. En efecto, como se verá al exponer el caso español, uno de los mayores problemas radica en su incapacidad para detectar el comportamiento irregular y, en su caso, para probarlo ante los órganos sancionadores. Desde luego, no es menor el problema de la deficiente definición de los comportamien-

tos ilícitos y del propio sistema de sanciones, pero debe insistirse en que establecer sanciones tanto penales como administrativas resulta un recurso meramente simbólico si no se cuenta con un sistema de control, inspección y, en definitiva, de descubrimiento de la infracción que resulte ágil y eficaz. Por otra parte, con un sistema de control y sanciones no se pretende sólo intervenir a posteriori,cuando la infracción ya se ha producido y se ha generado la práctica corrupta sino, de forma quizá más importante, evitar que llegue a producirse. Por todo ello, en lo que sigue, se distinguirán ambos planos –el de los controles previos y el de las sanciones– con la pretensión de concatenarlos condicionando la virtualidad del segundo a la eficacia del primero. Partiremos del marco establecido en la Ley Orgánica 3/1987 de 2 de julio (LO 3/1987, en adelante, Ley de Partidos) como punto de referencia necesario en cuanto al equilibrio entre financiación pública y privada sin cuestionar expresamente los límites de cada una de ellas, cuestiones sobre las que se ha reflexionado en el capítulo anterior, en el que se opta por mantener el sistema mixto de financiación pública–privada. Asimismo, el principal objeto de interés se ubica en el

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control de la financiación privada al situarse en ella los mayores riesgos: la infracción del principio de igualdad de oportunidades y las prácticas corruptas inscritas en la dependencia de los partidos beneficiados respecto de sus benefactores ocultos. IV.1 Situación actual: las insuficiencias a) Infracciones, control y sanciones administrativas

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En la Ley de Partidos se establecen dos tipos de obligaciones: a) las relativas a las aportaciones privadas destinadas a los partidos y b) las obligaciones contables (llevar registros detallados "que permitan en todo momento conocer su situación financiera y el cumplimiento de las obligaciones" previstas en la ley. Lógicamente, las obligaciones contables constituyen el instrumento imprescindible para conocer el cumplimiento de las señaladas en primer lugar ,que pueden resumirse como sigue: – prohibición de percibir más de 10.000.000 de pts. al año de una misma persona física o jurídica, – prohibición de donaciones anónimas superiores al 5% de la financiación pública. – prohibición de aportaciones de empresas

relacionadas con la Administración o de Gobiernos u organismos extranjeros. En suma, existe la obligación de respetar los límites a la financiación privada (para proteger la igualdad) y, además, la obligación de demostrar la situación financiera como requisito ineludible de transparencia del proceso (deber de transparencia). Pues bien, sólo la primera tiene sanción legal; lo que acabamos de denominar deber de transparencia, que constituye el medio para asegurar la obligación principal carece de sanción en la actual regulación. Es decir, se establece un deber tan importante como el de transparencia cuyo incumplimiento no tiene consecuencia alguna, lo que lo deja prácticamente vacío de contenido. Pero incluso aunque se cumpla formalmente con la obligación de llevar registros contables –lo que no es tan difícil–, cabe la posibilidad de que se detecten irregularidades en la contabilidad que presenten indicios de infracción, sin que quepa reaccionar frente a ellas. Esto es lo que se desprende de los informes del Tribunal de Cuentas (años 1990 a 1992) sobre la contabilidad de los partidos, en los que se señalan irregularidades contables que le impiden conocer la situación económica de los partidos. Por ejemplo, en el informe de 1992 sobre las cuentas de Conver-

gencia Democrática de Catalunya, el Tribunal afirma que de la documentación recibida se desprende la existencia de, al menos 29 cuentas corrientes que no figuran en la contabilidad presentada por el partido. Y el Tribunal de Cuentas sólo puede poner de manifiesto resignadamente su incapacidad para una actuación más intensiva. La sanción administrativa que se establece en la Ley de Partidos es la multa equivalente al doble de la aportación ilegalmente aceptada, pero, probablemente, discutir su suficiencia o la oportunidad de añadir otras contempladas en el derecho comparado (sanciones electorales, privación de financiación pública, inhabilitación para los responsables etc.) sea, en este punto, lo de menos. La ley ha incurrido en uno de los defectos que se advertían en las consideraciones introductorias a estas páginas: establecer infracciones sin asegurar los medios para descubrirlas. El Tribunal de Cuentas, órgano competente para la exigencia de responsabilidades, adopta en la ley una posición eminentemente pasiva consistente en recibir la información y pronunciarse sobre la misma. Al menos, eso es lo que se desprende del artículo 11.3 de la Ley de Partidos: El Tribunal de Cuentas, en el plazo de ocho meses desde la recepción de la documenta-

ción señalada en el número anterior, se pronunciará sobre su regularidad y adecuación a lo dispuesto en la presente ley, exigiendo en su caso, las responsabilidades que pudieran deducirse de su incumplimiento". El problema es que sólo puede exigirlas si de la documentación que le aporta el posible infractor se desprende la existencia de infracción y sólo hay infracción si se reciben aportaciones prohibidas que, lógicamente, no aparecerán en la "documentación". Obviamente, confiar en que sea el posible infractor el que aporte al órgano controlador los datos para ser sancionado y dejar al órgano controlador sin facultades para comprobar los datos que se le aportan constituye un ejercicio de ingenuidad o de desmesurada confianza en el cumplimiento de los deberes por parte de los ciudadanos que puede resultar conmovedor, pero que en ningun caso asegura la eficacia del control. El panorama es considerablemente distinto en relación a la financiación electoral. La Ley Electoral establece un sistema de control autónomo y mucho más estricto : las candidaturas deben nombrar un administrador electoral que se hace responsable de la contabilidad, deben abrirse cuentas para la recaudación que deben ser comunicadas a las Juntas Electorales y quienes aporten fondos deben

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identificarse ante la entidad bancaria. Las Juntas Electorales tienen facultades inspectoras pudiendo recabar información a las entidades bancarias sobre las aportaciones y la identidad de quienes las realizan, y capacidad para imponer sanciones pecuniarias. Se prohiben las aportaciones privadas superiores a un millón de pesetas y aportaciones públicas similares a las recogidas en la Ley de Partidos. El problema es que dicho control sólo opera para los gastos electorales y durante el período electoral; lógicamente, si se acepta que el gasto electoral es uno de los más cuantiosos, puede deducirse fácilmente que su financiación no se busca sólo durante dicho período concreto sino fuera de él y bajo los escasos controles de la Ley de Partidos, por lo que las previsiones de la Ley Electoral constituyen una excepción que sólo proporciona una apariencia de igualdad, transparencia y control. b) Infracciones, control y sanciones penales Frente a casos recientes de financiación irregular se ha manifestado repetidamente la falta de previsión del nuevo Código Penal español y se ha reclamado insistentemente la inclusión en el mismo de un tipo penal al efecto. No se pretende en estas páginas rechazar radicalmente tal posibilidad sino analizarla con racionalidad evitando la fascinación que

provocan las normas penales y sus supuestos poderes taumatúrgicos en la solución de todos los problemas. De entrada, no se discute la importancia de la corrupción generada por la financiación irregular y sus nefastos efectos para el sistema democrático que, por si misma, puede merecer la intervención del derecho penal. Pero la propuesta de tipificación penal requiere algunas comprobaciones previas, en ésta y en cualquier materia : a) contar con instrumentos para descubrir la infracción de modo que la norma penal no sea una pura declaración de principios; b) la delimitación exacta de lo que se quiere prohibir, evitando definiciones genéricas en las que "cabe todo" que sólo demuestran la desidia del legislador y generan luego problemas de aplicación y c) no ignorar que los mecanismos de imputación de la responsabilidad penal son muy estrictos –y no deben dejar de serlo–, lo que demanda la individualizacion del responsable penal sin que la responsabilidad se diluya en unos órganos del partido con competencias más o menos confusas. La primera cuestión queda prácticamente resuelta en el párrafo anterior en el sentido de que sin instrumentos de fiscalización contable eficaces dificilmente resultará detectable el delito y aplicable la pena.

En cuanto a la definición del delito, sorprende la constante apelación a la necesidad de tipificar penalmente la financiación "irregular" sin concretar qué se entiende por tal y cómo debería sancionarse, porque las posibilidades son varias: derogar la parte sancionadora de la Ley de Partidos y convertir esas infracciones administrativas en delitos, o bien limitar el delito de financiación ilegal a la superación cuantitativa de las aportaciones permitidas, o bien definir delitos diferenciados de las infracciones administrativas por un especial componente de fraude, o incluso, definir un delito consistente en la mera irregularidad contable que, como se ha dicho, hoy no es siquiera infracción administrativa. Por otra parte, no es cierto que el Código Penal carezca de mecanismos para sancionar todas las aportaciones ilegales a los partidos políticos; aun admitiendo que resultan difíciles de aplicar o que recaen sobre hechos que pueden parecer laterales conviene recordarlos brevemente, aunque sólo sea para negar la frecuente afirmación de que la financiación irregular de los partidos es totalmente impune en el derecho penal español. 1. Existen desvíos de fondos públicos a partidos políticos que son calificables como delitos de malversación. 2. El gran problema de fondo de la financia-

ción irregular es la contrapartida que obtiene el benefactor privado del partido al que beneficia si éste ocupa parcelas de poder público. Ello constituye un delito de cohecho (soborno), aunque debe reconocerse que resulta muy dificil probar la conexión entre la aportación económica que se hace al partido y la actuación de la Administración controlada por éste. 3. La clandestinidad de los fondos aportados ilegalmente origina infracciones fiscales que pueden alcanzar la categoría de delito si la cuantía de la defraudación supera los quince millones de pesetas. 4. La irregularidad de la aportación tiene su reflejo en un documento falso, normalmente una factura que refleja un servicio o prestación inexistente. La jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre el nuevo Código Penal en la materia es todavía confusa, pero precisamente por ello una reforma de los delitos de falsedad documental puede considerarse hoy precipitada. 5. En todo caso, constituye delito la falsedad contable respecto de los gastos electorales (Ley Electoral). c) Las insuficiencias En suma, cuando se habla de "financiación irre-

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gular" se pueden estar diciendo muchas cosas no equiparables en gravedad. Algunas de ellas están sancionadas administrativamente y otras, en el Código Penal o la Ley Electoral, lo que permite diagnosticar que la primera insuficiencia del actual sistema se sitúa en la incapacidad de los mecanismos de control, inspección y descubrimiento de las infracciones.

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Como cuestiones de fondo cabe plantearse además, si es necesario definir nuevas infracciones hoy no previstas como son las irregularidades contables y los incumplimientos del deber de transparencia y si es necesario acudir al mayor efecto intimidatorio del derecho penal para sancionarlas, en el bien entendido de que tales opciones resultan vacías de contenido sin la mejora de la investigación. En lo que sigue, intentaremos formular una propuesta sistematizada y abierta a la discusión, en la que se distingan los tres planos que se han venido configurando: el de las infracciones, el del control y la inspección y el de la respuesta administrativa o penal.

En primer lugar, mientras las aportaciones privadas se encuentren limitadas cuantitativamente, parece indudable que la superación de dichos límites debe ser constitutivo de infracción administrativa o penal. Junto a esta prohibición que se dirige a proteger el principio de igualdad, existen comportamientos que afectan al deber de transparencia insuficiente o nulamente regulados: – Las irregularidades contables que no permiten conocer con exactitud la situación económica del partido. – La obstrucción a los órganos de inspección o la desobediencia a sus requerimientos. – El falseamiento de documentos que reflejen la situación económica o financiera del partido.

a) Las infracciones

Asimismo, en el capítulo anterior se ha hecho referenccia a la admisibilidad de donaciones anónimas. Si éstas se rechazaran totalmente, cabría plantear como posible infracción la utilización de sociedades o personas interpuestas para realizar la aportación ilegal.

Sin pronunciarnos todavía sobre si deben ser infracciones administrativas o delitos, conviene establecer qué comportamientos deben estar prohibidos.

En todo caso, sea responsabilidad penal o administrativa, la estructura de estas ilegalidades debería ser paralela a la del cohecho en el sentido de que sea acreedor de respon-

IV.2. Las propuestas

sabilidad tanto quien realiza la aportación irregular como quien la recibe. Un reciente informe de la Fiscalía Anticorrupción, partidario de la intervención penal en la financiación irregular pone especial énfasis en la necesidad de considerar delictiva la aportación ilegal de fondos a los partidos políticos.

de las cuentas de los partidos deberían ser públicos y publicados.

La ineficacia del actual sistema en el que son los propios posibles infractores quienes deben aportar los datos que pueden incriminarles obliga a proponer un sistema de auditoria externa obligatoria. Tengase en cuenta que dicho sistema existe en la Ley de Sociedades Anónimas y no parece haber razones especiales para que el Parlamento decida asegurar la claridad de las cuentas de unas personas jurídicas como las sociedades anónimas, renunciando a hacerlo también con otras como los partidos políticos.

Lógicamente, el destinatario final del informe del auditor debe ser el Tribunal de Cuentas, quien en caso de apreciar anomalías que puedan ser constitutivas de delito debería dar traslado del mismo al Fiscal General del Estado, o bien ejercer sus facultades sancionadoras en caso de infracción administrativa. Sin embargo, cabe plantear también que el informe sea estudiado por la Presidencia del Congreso o del Senado antes de su remisión al Tribunal de Cuentas. Esta función de filtro por parte de la Cámara presenta la ventaja de la comprobación de la actuación correcta del auditor, pero tiene el inconveniente de la prolongación del procedimiento y el riesgo de su utilización partidista, por lo que, de establecerse, debe contar con un plazo tasado para su ejercicio y con el control parlamentario del Pleno de la Cámara.

La opción por la auditoría privada conlleva el problema del nombramiento del auditor, ya que éste sólo puede atribuirse a un órgano bien independiente, bien representativo democráticamente, por ejemplo, el propio Tribunal de Cuentas o una Comisión parlamentaria. Su nombramiento debería ser por un período equivalente al electoral y ser inamovible salvo que se demostrase su venalidad o dependencia. Los informes anuales

Aunque el resultado de la auditoría se comunique el Tribunal de Cuentas para que ejerza sus facultades sancionadoras o denuncie irregularidades que puedan ser constitutivas de delitos ante el Ministerio Fiscal, es aconsejable dotar al Tribunal de Cuentas de mayor iniciativa y, por ejemplo, atribuirle la facultad de inspección de cuentas bancarias de modo similar a como ocurre con las Juntas Electorales para la contabilidad elec-

b) El control: la auditoría

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toral. Siendo en todo caso exigible esa concepción más activa de las funciones del Tribunal de Cuentas es razonable también una revisión de los medios materiales con que cuenta para llevarlas a cabo.

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La, en todo caso, necesaria reforma del Tribunal de Cuentas en cuanto a sus facultades inspectoras y los medios materiales de que disponga conduce a proponer como mejor sistema la realización de la auditoría externa a los partidos por parte de este organismo. El Tribunal de Cuentas debería contar con un cuerpo de auditores independientes, aunque dependientes orgánicamente del Tribunal y en directa relación con éste. Este sistema de auditoría pública obvia todos los problemas planteables por la auditoría privada, entre los que ya se ha señalado el nombramiento del auditor, pero tampoco es desdeñable la cuestión de quién debe asumir los gastos ocasionados por dicha auditoría privada. En la misma línea de reforma del Tribunal de Cuentas y la agilización de su actividad, se propone su organización descentralizada, adecuándola, en principio, a las distintas comunidades autónomas. Asimismo, la operatividad de la auditoría aconseja que ésta se realice, en términos contables, a balance consolidado real. Es cierto que la ineficacia del actual sistema

de control, confiado al Tribunal de Cuentas, puede suscitar reticencias frente a la auditoría pública realizada por el mismo, pero no puede olvidarse que hasta el momento no han sido experimentadas sus posibilidades auditoras, sencillamente, porque la ley no se las otorga. En suma, se trata de someter a los partidos políticos a los controles (iguales o análogos) que soportan las sociedades anónimas, sin olvidar que los delitos cometidos en el ámbito de las mismas o por sus representantes legales cuantan ya con previsiones expresas en el Código Penal. La cuestión del representante del partido político a estos efectos requiere tener presente una última cuestión: las personas jurídicas, como son los partidos políticos, carecen de responsabilidad penal en derecho español. Por tanto, la imputación de delitos (los actualmente previstos u otros de nueva tipificación), sólo puede realizarse respecto de personas físicas que les representen o actúen en su nombre; pero para declarar su responsabilidad penal no basta con que ostenten la condición formal de representante o administrador del partido sino que, además, deberá probarse que realizaron efectivamente los actos que se consideren de financiación irregular. Por ello resulta igualmente esencial que las funciones de quien se res-

ponsabiliza de la financiación del partido se encuentren claramente determinadas en orden a la prueba procesal de los actos irregulares y la atribución a sus responsables.

tables, la negativa a la presentación de documentos, la desobediencia a los requerimientos del Tribunal de Cuentas, la obstrucción a la inspección etc. que hoy presentan considerables lagunas.

c) La respuesta administrativa o penal La opción por una u otra debe tener en cuenta la distinta gravedad de las infracciones, pero también consideraciones de eficacia, y no siempre la respuesta penal resulta más rápida y eficaz de la sanción administrativa. Piénsese que países como Francia o Italia que son casi los únicos que han acudido a la sanción penal no han conseguido con ello mejorar sus resultados en cuanto al control de la financiación de los partidos políticos. Desde estos puntos de vista, deberían constituir infracciones administrativas denunciables por el auditor o por terceros, básicamente, aquellos comportamientos que infringen el deber de transparencia porque en suma, ésta constituye el medio para lograr los fines últimos de cualquier regulación sobre la financiación de los partidos, es decir, la igualdad de condiciones en que se concurre a la escena política y la imparcialidad de los partidos cuando sus miembros actúan como Administración pública. En estas infracciones del deber de transparencia son incluibles las irregularidades con-

La facultad sancionadora puede mantenerse en el Tribunal de Cuentas. En cuanto a las sanciones, en el ámbito administrativo resulta fácil el recurso a una sanción económica como la multa, pero también a otras de la misma naturaleza como la pérdida de financiación pública. En tanto que sanciones administrativas serían revisables ante los Tribunales ordinarios en la jurisdicción contencioso–administrativa.

53 En derecho comparado existen sanciones más audaces, pero también más cuestionables como la pérdida de escaños. Al respecto, conviene advertir sobre su excepcional gravedad y sobre los fundamentos de tal planteamiento. Desde luego, la alteración de los resultados obtenidos en las urnas sólo debería admitirse mediante una resolución judicial, pero incluso en tal caso supone admitir que la decisión de un Juez o Tribunal puede alterar la representación popular derivada de los votos efectivamente emitidos. En cuanto a lo que podría ser reconducido al Código Penal y teniendo en cuenta que ya existen algunos tipos operativos nos deten-

dremos sólo en dos cuestiones: los comportamientos falsarios y la eventual incriminación de los casos de superación de las cuantías de financiación privada legalmente admitidas.

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En cuanto a lo primero, parece necesaria la sanción penal de las falsedades documentales cometidas para encubrir la financiación irregular. La cuestión de las falsedades documentales cometidas en el ámbito privado ha sido objeto de debate a partir de la regulación del Código Penal actualmente vigente, produciéndose una jurisprudencia contradictoria acerca de su punibilidad. Sin embargo, el Código vigente contiene una regulación específica del falseamiento de balances y documentos contables cometido por administradores de sociedades, aunque se exige el requisito de que tal falseamiento sea idóneo para producir perjuicio a terceros (art. 290). Este requisito plantea problemas para aplicarlo a las falsedades instrumentales para la financiación irregular, pero con una mínima reforma en esta materia, éste sería el ámbito adecuado para ubicar tales conductas falsarias, sin necesidad de modificar toda la regulación general de las falsedades documentales; ello coincide, por otra parte, con la pretensión general de dar a los partidos políticos el tratamiento de las sociedades anónimas en lo que a transparencia contable se refiere.

Y queda la posibilidad de introducir en el Código Penal un tipo de financiación irregular consistente en recibir aportaciones privadas en cuantía superior a la permitida, comportamiento en el que , posiblemente, se está pensando cuando se reclama una reforma penal en este sentido. Esta opción sólo puede basarse en dos argumentos: a) el partido que recibe de manos privadas más dinero del permitido es porque ofrece o compromete una contrapartida, es decir, se sospecha que nos encontramos ante un soborno; o, b) la Ley de Partidos que establece los topes de las aportaciones privadas debe ser reforzada penalmente, sancionando como delito la superación de los mismos. La primera justificación supone, como se ha apuntado, basar la intervención penal en una sospecha, lo que no es necesariamente inconstitucional pero sí, al menos, discutible. La segunda supone convertir lo que hoy es infracción administrativa en delito; ello no es descartable radicalmente, pero seguirá siendo inútil si no se mejoran las condiciones de inspección y control que hasta ahora han hecho también inútiles las previsiones de la Ley de Partidos. En definitiva, si la eficacia de una norma penal de estas características dependería de mejorar unos controles previos que ni siquiera se han intentado, parece más sensa-

to establecerlos antes en el ámbito administrativo y hacer que la Ley de Partidos se aplique realmente, lo que hasta ahora no ha tenido lugar. Una propuesta escasamente meditada de regulación de un delito consistente en desbordar los límites permitidos a la financiación privada podría convertirse en un caso más de legislación penal simbólica por dificilmente aplicable, que sólo serviría

para aparentar preocupación por el problema, sin procurar los instrumentos de control contable e investigación imprescindibles para la eficacia de la norma penal. Por ello, una propuesta de reforma penal en este sentido sólo se sostiene si se establecen también las facultades auditoras y los medios necesarios que se han propuesto para el Tribunal de Cuentas.

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C

V. CONCLUSIONES A continuación se recoge una ordenación de las conclusiones que se desprenden del tratamiento de cada uno de los temas incluidos en este documento. La argumentación que las apoya puede encontrarse en los anteriores capítulos.

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1. Siguiendo la senda abierta por las democracias más avanzadas de nuestro entorno cultural y social y, sobre todo, respondiendo a la tradición reformista de la socialdemocracia y de los partidos progresistas en general, la izquierda española tiene el deber moral y la necesidad política de regenerar las formas de representación y participación política con una transformación profunda de los partidos. Es cierto que cada partido puede y debe hacerlo introduciendo cambios democratizadores en su interior, como es el caso de las elecciones primarias para la selección de candidatos. Pero además, la izquierda tiene que consensuar e incluir en un programa el compromiso efectivo de aprobar una ley de partidos políticos que sustituya a la preconstitucional de 1978 y refunda la de financiación de 1987. 2. La expectación y hasta la ilusión generada por el proceso de elecciones primarias muestran el camino a seguir. La recuperación de la conexión con las nuevas clases medias urbanas, los sindicatos, los sectores profesionales más vanguardistas, los nue-

vos movimientos sociales, los jóvenes y, en general, los sectores más dinámicos de la sociedad, dispuestos a participar y base de cualquier programa reformista y de progreso, exige también una propuesta de reforma de la política que empiece por el propio partido, haciéndolo atractivo para el compromiso y la participación y volviendo a ser el referente obligado de las aspiraciones de transformación y cambio sociales de la mayoría. Quizá la primera cuestión a plantearse es la propia definición de la afiliación, haciéndola mucho más abierta, multifuncional desde el punto de vista de las tareas, con grados de compromiso variables y con más atractivo para mayor número de ciudadanos. Se trataría de hacer, de verdad, un "partido de los ciudadanos". Reflexionar y debatir sobre lo que hay que hacer nunca es suficiente, pero es ya la hora de las resoluciones y las apuestas arriesgadas, echando fuera el lastre de las corruptelas, la patrimonialización, el sectarismo, la burocratización, la opacidad partidista y la mediocridad profesionalizada, si no queremos llegar tarde al futuro. 3. Ante todo, es necesario un reconocimiento de los derechos políticos de los afiliados, que tendrá que ser compensado con la regulación de otros mecanismos orgánicos de ar-

ticulación del pluralismo que compatibilice una mayor participación y la expresión de las minorías con la formación de la voluntad mayoritaria. En definitiva, la democratización integral y la reforma interna de los partidos tienen que diseñarse y practicarse sin que se resientan la cohesión, la estabilidad, la gobernabilidad y la eficacia internas en la labor fundamental de canalización, representación y gobierno de los intereses de los ciudadanos.

ros para la participación y el compromiso partidista, pero también con exigencias estrictas de capacitación profesional y de compromiso ético, garantizados por mecanismos de selección y control democráticos. Al mismo tiempo, son necesarias prescripciones de rotación, si no para todos los cargos, al menos para los cuadros orgánicos de alto nivel, con limitaciones claras de acceso y con compensaciones justas de salida.

4. La selección de candidatos en elecciones primarias puede ser un hito en la democracia partidista por lo que tiene de mejora de la representación política. Sin embargo, éstas merecen alguna atención ulterior, así: la ampliación del censo a los simpatizantes o, incluso, la posibilidad de establecer un "censo abierto" para todos los ciudadanos, haciendo o no distinción de censos y mandatos. Igualmente es necesaria la adaptación de las estructuras orgánicas de los partidos para los distintos posibles resultados de las primarias, evitando las disfunciones propias de la improvisación de medidas poco pensadas. El propio diseño de las elecciones primarias debe hacerlas compatibles con otro mecanismo básico de la democracia de partidos, como es la política de alianzas y coaliciones, sean pre o post electorales.

6. Se hace necesaria la introducción de un catálogo de incompatibilidades entre responsabilidades de distinto tipo en evitación de concentraciones y descontrol de los poderes orgánicos y representativos. Es cierto que los recursos humanos de los partidos son escasos y que, por tanto, ésto exige cautela a la hora de una aplicación exagerada y extensiva tanto de las medidas de rotación como de las incompatibilidades.

5. La inevitable profesionalización de la política exige un "estatuto profesional" para los cuadros de los partidos, con incentivos cla-

7. No parecen muy convincentes las opiniones que afirman que nuestro sistema electoral es deficiente y tiende a generar muchos de los males que aquejan al sistema político en su conjunto. El sistema electoral ha producido los resultados que se esperaban de él: ha permitido la formación de gobiernos sólidos, incluso en algunos casos con mayorías absolutas de un solo partido, a la vez que una buena representación de los partidos nacionalistas periféricos (requisito de legitimidad). En cambio, presenta un déficit de

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proporcionalidad que ha perjudicado a los partidos menores de ámbito general español pero que resulta difícil de cambiar sin una modificación constitucional sobre las circunscripciones. Cabe considerar, sin embargo, algún mecanismo que permita reagrupar los votos sobrantes a escala provincial, a un nivel geográfico más elevado en el que se produciría una nueva asignación de escaños.

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8. No es exacto culpar al sistema electoral, en sí mismo, de los problemas y disfunciones de un sistema político determinado. En materia de representatividad, la cuestión más discutible se refiere a la configuración de las candidaturas presentadas por las diversas fuerzas políticas. La situación de alegalidad en que viven nuestros partidos, regulados por una breve ley deliberadamente pre–constitucional, hace que no existan mecanismos concretos que permitan materializar la exigencia constitucional de que su organización y funcionamiento interno sean democráticos. Así, la principal contribución de los partidos al juego institucional, como es la oferta política y humana que sus candidaturas presentan a la sociedad, puede estar sujeta a fuertes distorsiones a causa de elementos como la muy fuerte centralización de los partidos políticos, la profesionalización de la actividad política o la reducida afiliación y presencia social de los partidos. 9. En nuestra opinión, toda hipótesis de re-

visión del sistema electoral español topa con los límites establecidos por la Constitución, consistentes en la adopción de la provincia como circunscripción y en el establecimiento de una asignación proporcional dentro de cada provincia. Así, una primera hipótesis reformadora (consistente en establecer un “pool” adicional de 50 escaños, que se asignarían en un segundo momento, para corregir las desviaciones en la proporcionalidad) exigiría un diseño circunscripcional distinto al previsto en el texto constitucional. Lo mismo cabe afirmar acerca de la propuesta de introducir un sistema electoral de tipo alemán. Sin embargo, en un clima de confianza recíproca y cooperación entre las diversas fuerzas políticas, no sería del todo inviable pensar en dibujar distritos uninominales en el seno de las actuales provincias, siempre que este mapa de distritos se elaborase a la vez con criterios razonables (en términos demográficos) y equitativos (en términos políticos). Con todo, los principales problemas de nuestro sistema electoral no parecen hallarse en la fórmula electoral empleada, sino más bien en otros dos ámbitos: en el funcionamiento interno de los partidos (por lo que hace a los procesos de designación de candidatos) y en la regulación de las campañas electorales (especialmente por lo que

hace a sus costes y a sus mecanismos de financiación). 10. Probablemente, una renovación a fondo de los partidos políticos, en clave de apertura y democratización interna ayudaría a resolver algunas de estas cuestiones, mostrando que algunos de los elementos más débiles de nuestro sistema político no son responsabilidad del sistema electoral, sino del uso que hacen de él unas fuerzas políticas muy personalizadas, muy dependientes de los medios de comunicación de masas y poco articuladas con la sociedad civil. Una reforma de la ley electoral, por sí sola, probablemente no resolvería ninguno de estos problemas y correría el riesgo de generar nuevos y graves problemas adicionales. 11. En la línea de la conclusión anterior, no puede pretenderse romper el excesivo control que ejercen las direcciones de los partidos sobre la formación de las candidaturas electorales, reivindicando sólo la eliminación del carácter bloqueado de las listas cerradas (que frecuentemente se confunde con la propuesta de listas abiertas). La experiencia comparada demuestra que la competencia interna entre candidatos de una misma lista genera problemas de clientelismo e incluso, corrupción, que no pueden ignorarse. 12. La cuestión de la financiación de los partidos debe considerar los límites del gas-

to electoral, en los que cabe proponer una racionalización de los gastos redundantes en que se incurre en las campañas electorales (por ejemplo, unificando papeletas). Pero parece que lo mejor sería establecer mecanismos que sirviesen para incentivar la autolimitación; por ejemplo, ofrecer tiempo extra de televisión gratuita para aquellos partidos que contengan el gasto de la campaña por debajo de un tope. 13. Existe consenso en torno a mantener un sistema de financiación de partidos de carácter mixto (público–privado). Por lo que respecta a la financiación privada, deben establecerse límites y mecanismos de control y publicidad. Resulta muy atractivo el sistema alemán en el cual se compensan con fondos públicos las aportaciones que los partidos son capaces de reclutar entre las pequeñas aportaciones, ya que incentiva a la vez la transparencia y el arraigo de los partidos en la sociedad. Las deducciones fiscales a las aportaciones de las personas físicas deberían realizarse como una parte de la cuota efectiva y no sobre la base imponible. 14. Resultaría interesante que las subvenciones públicas a los partidos se distribuyesen de forma descentralizada (autonómico y local). El actual sistema de distribución de las subvenciones ofrece una cantidad de poder extra a las cúpulas de los partidos que con-

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tribuye a su oligarquización. Distribuir los recursos dentro del partido debe incrementar la competencia interna y, tal vez, ayudar a incrementar su democracia interna.

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15. Cabe considerar la propuesta de reforma del sistema de financiación de los partidos consistente en hacer depender la distribución de una parte de las subvenciones públicas, de un voto específico que realicen todos los ciudadanos, en lo que a veces se denomina "vales de representación", cuyo uso puede contribuir a evitar la congelación del sistema: da una oportunidad adicional a los pequeños partidos, los partidos grandes no pueden inmovilizarse confiando en su peso electoral, proporciona a los ciudadanos igualdad de peso económico en el apoyo que deba darse a los partidos y con ello, una ocasión más para influir en ellos y exigisles que respondan mejor a sus intereses. 16. La situación actual del control de la financiación de los partidos políticos muestra la absoluta insuficiencia de la Ley reguladora (LO 3/1987) en cuanto a los instrumentos realmente disponibles para la fiscalización. La infracción de los deberes de transparencia no se sanciona y el Tribunal de Cuentas carece de facultades inspectoras, debiendo limitarse a una posición pasiva de comprobación de los datos contables que le aporta el posible infractor, lo que provoca la opacidad de la situación económica de los partidos.

17. Sin un cambio radical en los medios jurídicos y materiales de fiscalización, carece de sentido una propuesta de modificación del Código Penal introduciendo en él un delito de financiación irregular que, hoy por hoy, resultaría prácticamente imposible o muy dificil de probar en un proceso penal. 18. Para el descubrimiento de la irregularidad financiera es imprescindible una modificación de la actual regulación, en torno a dos líneas básicas: la previsión de sanciones administrativas para la infracción de los deberes de transparencia y el establecimiento de una auditoría externa obligatoria encomendada a un cuerpo de auditores dependientes orgánicamente del Tribunal de Cuentas que, en todo caso, debe ser dotado de facultades inspectoras, siendo aconsejable su actuación descentralizada. Mejoradas las posibilidades de control efectivo y prueba de los hechos, puede plantearse la inclusión en el Código Penal de los comportamientos más graves. 19. Sometidos los partidos políticos a controles económicos análogos a los de las sociedades anónimas, las competencias de sus administradores deben establecerse claramente para permitir la imputación de la responsabilidad penal que, en todo caso, cuenta ya con considerables previsiones entre los delitos actualmente regulados.

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