Cultura del Vino Ojos que no ven, mundos que se abren

minutos más tarde, el mundo olfativo pasa repentinamente a un primer plano. De pronto, la sala aparece llena de aromas. Incluso los diferentes perfumes que portan los .... La luz parece que enciende otra vez el sistema operativo de mi cerebro y comienzo a pensar de nuevo. ¿Cómo es posible que la comida resultara tan ...
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Cultura del Vino EN 'LA CENA DE LOS SENTIDOS'

Ojos que no ven, mundos que se abren CARLOS ZALVE La mayor parte de los aficionados al vino hemos catado "a ciegas" en alguna ocasión. Conviene aclarar para los menos iniciados, que nuestra definición de "a ciegas" no prescinde del uso de la vista; tan solo hace referencia a la ignorancia sobre el origen o el nombre del vino que estamos degustando. Pero… ¿qué ocurriría si la cata la realizáramos efectivamente sin el uso de la vista, realmente a ciegas? ¿Y cuál sería el resultado si no nos contentáramos con una cata, sino que organizáramos toda una cena en la que la única prenda imprescindible sea un antifaz? ¿Seríamos capaces de condenar a la vista a un destierro que nos dejara desvalidos a la hora de sentarnos a una mesa, frente a unos utensilios cotidianos como son un cuchillo, un tenedor y unas copas? Esta es la original propuesta que realiza Javier Serrano en su Cena de los Sentidos. La propuesta de asistir a una Cena de los Sentidos resulta a la ver inquietante y atrayente, pero no hay manera de resistirse, y una buena noche me encuentro en Valencia, ciudad donde Javier suele organizar sus eventos, para participar de esta intrigante experiencia. Javier recibe al grupo de comensales con una breve charla que tiene la difícil tarea de apaciguar la sensación de excitación ante lo que intuimos será una cena muy diferente. Un antifaz colocado sobre los ojos elimina de un plumazo la realidad que nos rodea. Unas simples palabras susurradas a nuestro oído con dulce firmeza nos sirven de salvoconducto para que nos sintamos transportados como por ensalmo a una nuestra nueva realidad sensorial: ojos que no ven, mundos que se abren. Resulta paradójico, pero lejos de suponer un impedimento a la hora del disfrute, el hecho de prescindir de nuestro principal sentido produce una reacción intensa del resto de nuestras capacidades sensoriales. Tras unos breves instantes en los que nos sentimos desorientados y algo desvalidos, traspasamos un umbral perceptivo: los pequeños fenómenos que nos rodean y que habitualmente se encuentran desdibujados, pasando incluso desapercibidos, cobran paulatinamente un inusitado e intenso protagonismo. Comenzamos por prestar más atención a los sonidos, y pocos minutos más tarde, el mundo olfativo pasa repentinamente a un primer plano. De pronto, la sala aparece llena de aromas. Incluso los diferentes perfumes que portan los comensales comienzan a tener una presencia clara y delineada, es como si las distancias fueran medidas por los aromas. Una voz siempre susurrante te sugiere que abandones tus pensamientos y el relajo aparece, ayudado por el feliz hallazgo de una copa de champaña en nuestra titubeante incursión exploratoria de la mesa. Recibo una cucharita con un aperitivo de bienvenida: untuoso, refrescante, cilantro y cebolla… parece un excelente guacamole, pero ¡vaya usted a saber! En todo caso, sirve para ayudarnos a abrir boca, a desperezar nuestras papilas gustativas, y relajarnos un poco. Los aromas llegan como pinceladas impresionistas. La música nos envuelve, ayudándonos a entrar en situación. Un olor apenas perceptible me anuncia que el primer plato podría está servido frente a mi y paso a tantear la mesa en busca de mi plato. En la oscuridad, tus dedos son tus ojos. Intento identificar el plato con el olfato, pero no lo consigo. La idea de tocar la comida con los dedos es tentadora, pero como de pequeño me enseñaron que esto no se debe hacer me resisto. Trato de llenar el tenedor, y con muchas dudas me lo llevo a la boca. Resulta sorprendente que un pequeño trozo de verdura, tierna y crujiente, intensa y herbácea llene el paladar con una onda de sabores, con tanta amplitud y persistencia. Al prestar una atención total a la comida, los detalles frutales del aceite de oliva, las pequeñas costras de sal Maldon, la pimienta, todos los ingredientes insisten en mostrarse por separado, como un coro de niños con vocación de solista. Una nueva tentativa, y esta

vez, unas setas entre las que me parece identificar las cantarelas y los boletus edulis me llenan la boca con su particular textura y unos sabores vivísimos. El vino aparece tan intenso que lo identifico sin dudar como un tinto joven de maceración carbónica, casi demasiado potente. A la postre, resultaría ser un buen vino rosado… pero tras un rato a ciegas, el vino era tan expresivo como un mimo. ¡Vaya, debería comer verduras a ciegas más a menudo!, mascullo sorprendido entre dientes, y en ese preciso instante, una docena de dedos minúsculos rodea mi cabeza en una circunferencia que lanza escalofríos a lo largo de toda mi espalda y casi acabo debajo de la mesa. Cuando me repongo de la sorpresa, intento encontrar mi plato sin ningún resultado: no está. Busco de nuevo mi copa y bebo un sorbo pero el vino ya no es el mismo y esta vez mi boca se llena de sabores a miel y rosas. Ni idea de lo que puede ser. A mi oído, una sensual voz femenina llena de calidez me ordena abrir la boca. ¿Qué puedo hacer sino obedecer? El sabor de lo que me parece una sardina marinada con frambuesas estalla en mi boca como una granada. Esto empieza a resultar entretenido… Con los sabores circulando por mi boca a toda velocidad, me doy cuenta de la música que ha llenando la sala y mi pensamiento vuela de un lugar a otro. Resulta desconcertante: la combinación de la música y los aromas que alcanzo a percibir resulta un medio de locomoción de lo más práctico. Nuevos olores… por aquí cerca debe haber comida… Me atrevo con una rápida exploración, y esta vez mis dedos acaban dentro del plato. Con timidez, eso sí, trato de imaginar la naturaleza de la comida, las dimensiones de la pieza a cortar. Si adivinar los ingredientes probando el plato resulta un buen desafío, resolver el acertijo con los dedos está bastante lejos de mis capacidades, pero al menos me hago una idea sobre donde llevar el cuchillo para empezar a cortar. Con total concentración, y confiando en no perder la carga en el transporte, me llevo un pedazo de "aquello" hacia mi nariz, que informa de la procedencia marina de la comida. Fascinado, asisto a un nuevo desfile de intensos sabores dentro de mi boca. Empiezo a sentir que el tiempo casi se detiene: no sé cuanto tiempo mastico aquel trozo de sepia, ensimismado como un niño que descubre un nuevo sabor. Suspiros y exclamaciones de sorpresa llenan el restaurante. Una fresquísima sepia de playa es la causante del revuelo. ¡Es como si nunca antes hubiese comido una sepia! El espléndido aceite de oliva es el director de orquesta, y trata de acompasar las pieles de los cítricos que parecen hacer surf sobre tantas olas de sabor. Las hierbas aromáticas se mezclan con nuevos olores que inundan la sala; ahora me parece estar sentado en una terraza rodeado de pinos, sobre un valle. Puedo jurar que una brisa me acaricia la cara. No estoy soñando, es el viento. Sonrío y me dejo ir. Los platos se suceden, y todos los sentidos siguen involucrados. La música ahora nos hace viajar hasta el Oriente. Como no podía ser de otra manera, este es el momento culminante de esta fantástica experiencia. Los dedos, esta vez si, agarran con aplomo una sabrosísima samosa de carne, que supongo pollo, donde el cardamomo, la pimienta rosa, y lo que me atrevo a llamar chutney de frutas y anacardos empujan a la lengua y a la nariz al límite. Cada bocado se hace largo como un día bajo el sol ardiente de las especias. Los sabores dulces, agrios y suavemente picantes, el delicioso sabor de la masa frita, toman la boca al asalto y juegan al escondite. Se pasean sin prisa, de la mano de otros sabores y olores que no acierto a reconocer y que se esconden tozudamente para asomar la cabeza de tanto en cuanto. La música induce a un curioso estado de relajación, donde todo aquello tiene sentido. El vino tinto mezcla su fruta golosa con la comida para embriagar nuestros sentidos y apagar los recuerdos de las especias, que en la boca nos hablan de tierras que están lejos. Tras el torbellino de platos, vinos y muchas otras sorpresas que no desvelaré en estas líneas por si al lector se le presenta alguna vez la oportunidad de asistir a una cena, suena una campanilla que indica el final del milagro. Casi con pena, acabo retirando mi antifaz; me resisto a abrir los ojos para no romper el hechizo. Pero las voces animadas ocupan ya la sala que se llena rápidamente de comentarios alegres y exclamaciones. La luz parece que enciende otra vez el sistema operativo de mi cerebro y comienzo a pensar de nuevo. ¿Cómo es posible que la comida resultara tan sabrosa? Quiero hablar con la cocinera para felicitarle y de paso desvelar el misterio. Le comento mis impresiones sobre los platos, sobre la extraordinaria potencia de los sabores y aromas. Pregunto a María, la artista a cargo de los fogones, si ha utilizado potenciadores del sabor en la comida, y la respuesta es negativa. "Todos los aromas son naturales, toda la comida la compramos en un buen mercado, y la preparación es la usual. La elaboración es sencilla y natural. Eres tú, que ahora has prestado verdaderamente atención a lo que te llevabas a la boca", me espeta María con

una sonrisa irónica. Los vinos han acompañado perfectamente a la cena, pero no he sentido mayor interés en declinarlos en olores y sabores. La concentración multiplica la percepción sensorial, y los aromas resultaban casi demasiado potentes, pero en esta ocasión me ha sido difícil ser analítico y he preferido gozar del vino y de sus sensaciones. Ya de regreso, en la habitación del hotel las reflexiones se agolpan en mi cabeza, y apago la luz tratando así de ordenar todo este torrente de sensaciones, de justificar porqué la comida no saben igual con los ojos abiertos. Intuyo que la vista sea de alguna manera un sentido mucho más influyente en el gusto y en el olfato de lo que pensamos, y nuestros ojos acaban siendo esenciales en el proceso de degustación. Diversos investigadores, como el enólogo francés Frederic Brochet, han intentado explicar el papel de la vista en la degustación y han llegado a conclusiones sorprendentes: El ojo humano influencia y falsea la realidad de las percepciones del olfato y del gusto. La información visual llega más rápida y sobre todo más intensamente al cerebro, quien a su vez, determinado por lo que ha visto, falsea las percepciones del olfato y del gusto. En todo caso, estas notas reflejan una experiencia personal e intransferible. Habrá quien sienta mucha inquietud por verse privado de su sentido principal y quien centre su interés en los olores. Tal vez muchos piensen en los apuros de evitar derramar la copa, o se queden colgados en el aire al percibir un sabor desconocido. Pero una vez que has sentido la magia de la oscuridad, que no te sorprenda si te descubres sentado a la mesa, cerrando los ojos...