Entrevista a Fernando Sánchez Dragó
“Cuando leo soy Messi jugando al fútbol” La casa de Fernando Sánchez Dragó, en Madrid, está en el barrio de Malasaña, cerca de la conocida calle del Pez. Allí, en el vestíbulo de la misma, el escritor, con gesto sonriente, en zapatillas y rodeado de gatos, nos recibe amablemente y nos invita a pasar. Después de descalzarnos – requisito que tiene que cumplir cualquiera que lo visite –, lo seguimos hasta la pequeña sala donde va a tener lugar la entrevista. Estaba Fernando, antes de que lo interrumpiésemos con nuestra llegada, enfrascado en uno de sus últimos proyectos, Galgo corredor, su nuevo libro de memorias. Arrellanado en el sofá, con uno de los felinos en el regazo, nos cuenta que su jornada de trabajo es de doce horas diarias todo el año. De modo que, a juzgar por esa rutina, es difícil no pillarlo metido en faena. Su dedicación a la literatura es total, espartana, insoslayable y a tiempo completo. Pese a ello, ahora, a media tarde de un frío viernes de noviembre, cuando la inspiración podría estar pululando por allí, porque nunca se sabe dónde se encuentra, Dragó nos ha concedido unos largos minutos para que charlemos con él. Agradecidos estamos, Fernando. Empecemos, pues, sin más dilación. En Muertes Paralelas dice que el crimen que segó la vida de su padre, destrozó la de su madre y condicionó la suya. ¿En qué modo aquella muerte condicionó su escritura? Es una pregunta complicada. De hecho tuve que escribir una novela de setecientas páginas para responder a esta cuestión. Ese libro,Muertes paralelas, está dividido en tres partes: la primera parte hablo de mi padre, la segunda de mi madre y la tercera de mí. Pues bien, cuando estaba escribiendo esta tercera parte, me marché a Formentera a la casa de Alejandro Jodorowski a que me hiciera la experiencia del árbol genealógico. Es un momento de una intensidad energética formidable, un repaso a tus antepasados. Curiosamente, yo lo tenía casi completo gracias a un primo mío que lo fue elaborando a lo largo de su vida. Entonces, una vez realizada la creación del árbol genealógico, en un determinado momento le digo a Jodorowski: “siempre lamenté la muerte de mi padre, entre otras razones porque, como mi padre era el periodista más brillante de su generación – habría llegado a ser lo que quisiera en el mundo del periodismo –, yo hubiera nacido siendo, por así decir, el hijo del Ciudadano Kane, y lo hubiera tenido todo mucho más fácil en la vida, y hubiera sido Hemingway a los dieciocho años con el leopardo del Kilimanjaro”. Jodorowski me frenó y me preguntó si me prefería cómo era ahora o cómo habría llegado a ser en caso de que me hubiera convertido en un joven periodista al que todo le hubiera resultado fácil. Yo respondí que prefería ser como soy. “Tu padre –me dijo Jodorowski– yéndose hacia el sur, contra viento y marea, y contra el sentido común, se inmoló por ti. Y tu padre hizo eso porque él, con su brillantez, habría condicionado tu vida, te la hubiera aplastado, y por tanto te hubiera desviado de tu camino, y te hubiera impedido llegar a ser el que ahora eres”. A mí eso me impactó porque, aunque suene fantasioso, en la práctica sucedió así. Es verdad que yo hubiera sido totalmente diferente, y por lo tanto, habría escrito de una manera muy diferente a la que he escrito. Así que, si yo escribo como escribo, en gran medida, se lo debo a mi padre, a ese legado de la muerte de mi padre. Su primer libro, El Dorado, lo escribe entre el 60 y el 61 aunque lo publica en el 84. Gárgoris y Habidis lo publica en el 78, pero hay un cambio de estilo muy profundo ¿Cómo llegó hasta ahí? La historia de la novela El Dorado es una historia curiosa. Yo escribo ese libro para conquistar a una chica del barrio de Salamanca. Yo estaba ya separado de mi mujer. En aquella época estar separado era casi como ser un leproso sexual, no había ninguna mujer decente que saliera contigo a tomarse una caña. Entonces, conozco a esta chica en Torremolinos, me enamoro de ella, y claro, tenía que vencer las reticencias tremendas que esta chica tenía hacía mí por estar separado. Normalmente un escritor para convencer a una chica, le escribe tres sonetos y ya está. Pero en mi caso tenía que escribir una novela entera. La escribí en tres meses, de manera febril, y naturalmente la chica se dejó convencer. Y como la función de esa novela ya había sido cumplida, la metí en un cajón. Hice una pequeña tentativa por publicarla, se la envié a Carlos Barral, pero no la llegó a publicar. Muchos años después, la editorial Planeta se enteró de su existencia, y, después del éxito de Gárgoris y Habidis, la publiqué. Es una novela, en primer lugar, de juventud, uno no escribe igual a los veinte años que a los cuarenta. Y en segundo lugar, era una novela que lo que quería era conquistar a aquella chica. Entonces, efectivamente, el estilo es muy diferente. Sin embargo, cuando volví a releerla, me sorprendió entonces que el “yo” de Gárgoris y Habidis se parecía extraordinariamente al “yo” de El Dorado, en su forma de actuar, en su forma de pensar, en su carácter, entre otras cosas. Y al fin y al cabo, el carácter es el destino, el carácter es algo con lo que venimos al mundo, y eso no cambia nunca. ¿Qué es para usted el estilo? Es la forma de respirar de un escritor. Lo que pasa es que, así como el yo profundo no cambia nunca, el estilo puede cambiar mucho porque es el principal enemigo del escritor. En primer lugar, porque al principio es como un caballo salvaje al que tienes que domar. Debes luchar con las palabras, con la sintaxis, con la morfología. Yo desde muy niño emprendí esa lucha, emprendí esa doma. Yo me leía los diccionarios como el que lee novelas.
A mí me apasionaban los diccionarios. El estilo es el fruto de ese deseo irreprimible de jugar con las palabras, como decía Aldous Huxley. Pero luego, puedes caer en las trampas del estilo. Yo mismo he caído repetidas veces en esas trampas. Por eso mi estilo ha ido evolucionando tanto, porque en un primer momento yo amaba la palabra por encima de cualquier otra cosa. A mí me importaba más la forma de decirlo que lo que estaba diciendo. Luego te das cuenta de que la palabra es el vehículo para contar algo, para trasladar un mensaje, para exponer una filosofía. En fin, que es más importante el fondo que la forma, aunque son dos cosas inseparablemente unidas. El estilo tiene que llevarte siempre hacia la sencillez, porque la forma más alta del estilo es que no distraiga al lector de lo que estás diciendo. Y muchas veces el no tener estilo es la máxima forma de tener estilo. Yo creo que todo escritor nace con un estilo, luego, por supuesto, lo irá gobernando. Pero el estilo es el tono del escritor, es la voz del escritor, es la tez del escritor, es algo que yo creo que se llega con ello al mundo. ¿Qué supone el Barroco en su escritura? Cada lengua tiene lo que los estructuralistas alemanes llamaban inner strachform (forma interior del lenguaje). Cada idioma tiene un genio propio, unas normas propias, unas tendencias propias, un adn propio, un metabolismo propio, y son distintos en las diferentes lenguas. Entonces el castellano es de por sí una lengua barroca. Toda la gran literatura española es barroca: Cervantes, Lope, Quevedo. El castellano es una lengua muy rica en subordinadas, en sintaxis, en relativos, por eso el barroco es consustancial a la lengua castellana. Es prácticamente imposible empezar a escribir bien en castellano si no eres barroco. Inevitablemente la forma interior del lenguaje te va conduciendo a ese barroquismo que te puede llevar a excesos. Yo mismo he tenido que luchar muchas veces contra ese barroquismo. ¿Se puede enseñar a escribir? ¿Qué le parecen los talleres de escritura? Yo soy muy enemigo de las escuelas de escritura, de los talleres. Para escribir, lo primero que se tiene que tener es vocación literaria. Si no tienes vocación de escritor, todo es absolutamente inútil. Es un oficio de samurái, tienes que estar dispuesto a rajarte las tripas y a ponerlas en negro sobre blanco. Es distinto ser escritor a tener una vida literaria, y en eso la gente se equivoca. Yo creo que solamente hay dos maneras de aprender a escribir: una es leer, no puedes aprender a escribir si no lees, no hay otro banco de pruebas, no hay otra escuela, no hay otro taller; y la otra, lo que decía Hemingway en el primer mandamiento de su decálogo, “mézclate estrechamente con la vida”. Vida y libros, esas son las dos únicas asignaturas que el escritor tiene que estudiar. ¿Para qué sirve la literatura? ¿Para qué sirve la vida? ¿Es necesaria? Nos arrojan aquí. “Nada importa nada” es mi frase favorita, de un filósofo presocrático, de cuantas el hombre ha podido decir. La literatura sirve fundamentalmente para que el escritor haga lo que le guste hacer, para que un escritor sea él mismo. Es una respuesta que en todo caso te la tienen que dar los lectores, porque cada libro servirá o no para algo según el lector. Como escritor sirve para no morirme. Cuando me operaron del corazón, me di cuenta que en mi vida hay tres cosas a las que no puedo renunciar: leer, escribir y viajar. Que en mi caso es lo mismo porque las tres se entrecruzan. Sin esas tres cosas me habría suicidado. De hecho ahora mismo estoy pensando mucho en el suicidio porque el libro que estoy escribiendo ahora me está costando un trabajo tan espantoso, que si no lo termino en un par de meses acaba conmigo. Pero escribo siempre. A mí la literatura me ha salvado. Alguna vez ha dicho que escribir sirve para psicoanalizarse, conocerse, entenderse mejor. Después de todo lo escrito ¿Sabe quién es? Toda mi vida he intentado saber quién soy. La literatura sirve para saber quién se es, para ser tú. Quien no averigua quién es no ha vivido su propia vida. Hay una frase de Jung: “La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir”. O la frase que encontré en Sésamo a los 17 años, en esas cuevas existencialistas de la calle del Príncipe: “El arte empieza en aquel punto en que vivir no basta para expresar la propia vida”. Llega un momento en que la búsqueda de ti mismo no basta, pero toda la tentativa de escribir es la de conocerte a ti mismo. O como la mayoría de gente que se muere siendo un marmolillo, que trabaja sin saber por qué, incapaces haber construido un alma, que se mueren sin saber quiénes son. La búsqueda de la propia identidad es la búsqueda de la inmortalidad. Comenta que su obra es unitaria, homogénea, compacta, indivisible, que se declina en singular, pero ¿hay algún libro que le cuente mejor, con el que el lector pueda tener una idea de quién es usted? Bueno, con esa ristra de adjetivos quiero decir que toda mi obra es una cadena de anillos eslabonados, y cada anillo sale del anterior. Desde ese punto de vista me quedan todavía unos cuantos eslabones para completar la cadena, y tengo la esperanza de poder vivir lo suficiente para escribir estos eslabones. Dentro de eso, hay eslabones que te salen mejor y otros que te salen peor, hay eslabones más bonitos y más feos, hay eslabones más dorados y otros más herrumbrosos. Y sí, hay libros, evidentemente, que te definen mejor. La valoración de
los propios libros también es algo que va cambiando a lo largo de la vida de un escritor. Si tú me lo preguntas ahora, te voy a dar una respuesta que a lo mejor no es la que te hubiera dado hace x tiempo. Yo en estos momentos digo que los libros que me definen mejor son Gárgoris y Habidis. Es la decimotercera hazaña de Hércules. Que un señor se ponga a escribir un libro durante cinco años a fondo perdido y que seguramente ni siquiera se va a publicar; que se ponga a escribir un tocho semejante, con un tema tan raro, y escrito en un idioma tan difícil; que se recorra veinte mil kilómetros, y baje a todas las cuevas, y suba a todas las cumbres, indague en todas las bibliotecas, y llegue a fichar cincuenta mil títulos de bibliografía, y se lea cinco mil títulos de la bibliografía, bueno, eso es una tarea tan colosal que evidentemente me define. ¿Cómo valora El camino del corazón? El camino del corazón es mi libro más leído, más que Gárgoris y Habidis, más que el premio Planeta, a pesar de que no fue premio Planeta, sino que fue finalista. Yo creo que hay un momento en que todo escritor se encuentra con su destino. Yo siempre pongo el ejemplo de Jorge Semprún. Jorge Semprún se encuentra con su destino cuando va a parar a un campo de concentración nazi, y de hecho, aunque tiene obras donde aparentemente no habla de eso, en el grueso de sus libros de más peso vuelve y vuelve siempre a esa experiencia del campo de concentración. Entonces, yo creo que hay un momento en que el escritor, de repente, se enfrenta a su destino, y va a volver siempre a eso. El momento en que yo me encuentro a mí mismo, el momento en que yo nazco por tercera vez es cuando llego a la India en 1967 y emprendo toda esa experiencia de dos o tres años, que luego se fueron prolongando en el tiempo, de viajes a Asia, y los hippies, y Katmandú, y Japón. Y esto es lo que recoge la novela El camino del corazón. Ésa es una novela que, efectivamente, nace de mi corazón. Las dos cosas más bonitas por las cuales me considero bien pagado por la vida como escritor son: una, que en un determinado momento yo me encuentro, muchos años después de la aparición de la novela, en la mesilla de noche de un hotelito de una playa de Tailandia mi novela con una dedicatoria que dice: “A quien tenga la suerte de encontrarla". La otra anécdota es cuando una ex novia mía, que aparece con nombre falso en mis libros, consigue entrar en la casa de Salvador Dalí cuando estaba cerrada a piedra y lodo. Me contó que en la mesilla de noche del dormitorio del artista sólo había un libro: Gárgoris y Habidis. Me puse muy contento al saberlo. Afirma también que no hay oficio más tambaleante, por definición, que el de la literatura ¿es un escritor un funambulista? Depende, hay escritores funambulistas y escritores que no lo son. Yo sí soy un escritor funambulista, claro. Pero mira, si vas ahí, al lado de mi mesa de trabajo tengo una imagen del dios Shiva, que es el funambulista por excelencia, el que danza siempre sobre el arduo filo de la navaja, como dicen en la India, el que procura mantener el equilibrio entre el orden y el caos, entre la depravación y la santidad. Bueno, yo soy así. Fíjate que yo siempre he tenido, por una parte una vertiente muy respetable: profesor de universidad, alumno brillante, amigo de políticos, conferenciante, premiado por aquí, dos veces Premio Nacional de Literatura, es decir hay un Dragó sumamente respetable, pero al mismo tiempo hay un Dragó hippie, hay un Dragó que toma drogas, que fuma porros, que se casa y se descasa, que es promiscuo, que se va a las cárceles, y que se va metiendo en toda clase de líos. Bueno, yo siempre he conseguido mantenerme hasta ahora en ese baile de funambulista del dios Shiva sobre el largo filo de la navaja. ¿Cuál es su concepción de la novela? La novela me parece el género inferior de la literatura. Ahora todo son novelas, todo el mundo escribe novelas. Es un género que realmente, aparte de la excepción de El Quijote, empieza en el siglo XIX, en la época romántica, como culebrón para cumplir la misma función que los culebrones de televisión, para entretener a las amas de casa que se aburrían. Ahora las amas de casa, pues ya no se aburren, salen, son pizpiretas, toman anfetaminas, beben whisky y champán. Pero ésa era la función inicial de la novela. Bueno lo que decía yo, es que al principio como escritor intento ser genial, o por lo menos brillante, con cada frase, pero Baudelaire decía que no se podía ser brillante en cada frase de una novela, en la poesía sí, en la novela si eres brillante en cada frase, el lector no pasa de la segunda página, lo abrumas. Valery dijo la famosa frase: “Yo sólo escribo poesía; yo no puedo escribir novelas porque soy incapaz de escribir: la marquesa salió a las cinco”. Si te pones a escribir novelas, lo quieras o no, vas a tener que acabar escribiendo que la marquesa salió a las cinco. Ortega decía que quien lee novelas después de los cuarenta años, está demostrando agudas dosis de infantilismo. Yo creo, efectivamente, que la novela en cuanto género de ficción es para adolescentes, es para amas de casas frustradas, para gente que tiene menos de cuarenta años, en fin, no es para gente que ya tenga cierta madurez filosófica, literaria, etc. En cambio, lo que a mí me interesa es la narrativa, porque la narrativa es la forma que el escritor tiene de ser cortés hacia el lector. Una experiencia que he realizado mil veces en mi vida, como conferenciante por ejemplo, es que cuando tú cuentas cosas en forma de narración, en forma de cuento, en forma de relato, en primera persona, o bien “a un amigo mío le pasó esto”, inmediatamente las antenas del que te está escuchando se pingan, en cambio si te dedicas a filosofar en líneas generales cosas abstractas, no atienden. Entonces, para mí la novela tiene que ser egográfica, de no ficción y sumamente narrativa. Mis modelos son Montaigne, Walt Whitman, Henry Miller.
Con respecto a escritores que también son egográficos ha destacado por ejemplo a Henry Miller, ¿con qué escritor se siente identificado en ese punto? Hay muchísimos. Henry Miller es uno de ellos. También Hemingway, aunque aparentemente escriba novelas, todo lo que está contando es su historia, sus mujeres, sus hijos. Eso es muy egográfico. Últimamente tengo ahí, encima de la mesa, un montón de ellos. Por ejemplo, acabo de leer una novela extraordinaria, que además se parece a la que yo estoy escribiendo ahora, porque en teoría no es nada egográfica, y sin embargo acaba siendo egográfica. Limonov se llama, la de Carrère. Ésa es una novela que verdaderamente me ha fascinado, me ha gustado muchísimo. Y acaba de llegarme un libro sobre las mujeres de Hermann Hesse, que lo estoy leyendo. Hermann Hesse es uno de mis escritores favoritos. Y bueno, realmente lo lees y, sin ánimo de compararme con Hermann Hesse, su vida se parece mucho a la mía. Se casa tres veces como yo, y además ha tenido una relación con su mujer, con sus hijos, con todo, parecidísima a la mía. O sea, yo voy leyendo ese libro y me voy reconociendo a mí mismo. Bueno, no ha salido de la pluma de Hermann Hesse, pero es también literatura egográfica. Confiesa en La Prueba del Laberinto, y en otra obras, que incluso antes de escribir, ya se consideraba escritor. Aunque no lo hiciese, ¿estaba ya escribiendo su obra de alguna otra manera? Lo malo no es que sin ser escritor me considerara escritor, lo malo es que me proclamaba escritor. Precisamente, mi libro Esos días azulesempieza por mi primer recuerdo, que es cuando yo tenía tres años. Una señora que había ido a visitar a mi madre me pregunta: “¿Y tú qué vas a ser de mayor?”, y yo, con un aplomo asombroso le digo: “Yo voy a ser escritor". Y desde entonces, yo me lo creí. No recuerdo ningún momento de mi vida en el que no haya querido ser escritor. En el colegio yo era el escritor, en la universidad, en la cárcel, en el Partido Comunista, por todas partes iba sacando pecho de escritor, pero como me mezclaba estrechamente con la vida, siguiendo el consejo de Hemingway, pues no me daba cuenta de que para ser escritor, además de tener vocación, leer, y de todas esas cosas, tienes que ser capaz de sentarte delante de un montón de folios en blanco y tirarte horas y horas escribiendo, y si no, no eres escritor. Entonces, claro, eso llegó cuando ya la vida me había puesto unas cuantas puyas en todo lo alto, cuando pude serenarme un poco y dejarme de chicas, dejarme de aventuras, dejarme de viajes, y sentarme muchas horas al día. Pero claro, escritor lo fui siempre, lo que pasa es que escribía cosas deslavazadas, sueltas, por aquí y por allá. ¿Se reprocha algún fallo literario en su obra? Me reprocho muchísimos. La literatura es siempre una batalla perdida. Yo no creo que haya ningún escritor que esté completamente, ni siquiera medianamente satisfecho con su obra. Hubo un escritor inglés, no recuerdo si Bernard Shaw, que decía que él publicaba para dejar de corregir, porque si no seguiría corrigiendo y corrigiendo siempre. Cuando ya es irremediable, y el libro está impreso, y lo lees, te llevas las manos a la cabeza diciendo “pero hombre de Dios, ¿cómo no me di cuenta de esto? ¿Cómo no dije esto? ¿Por qué lo dije así?”. Es una batalla perdida siempre. Es decir, lo que estás contando, la realidad, tanto si es interior como exterior, es algo sintético, sucede al mismo tiempo, yo no os estoy viendo ahora como con el ojo de una mosca, a ratos, os estoy viendo a todos al mismo tiempo, y lo que siento, lo siento al mismo tiempo, y lo que pienso, lo pienso al mismo tiempo. Sin embargo, el lenguaje, que es la herramienta inexorable del escritor, es un sistema de descripción analítica sucesiva. Entonces la lucha entre intentar transmitir algo que es síntesis a través de una herramienta que es análisis, es una lucha perdida siempre de antemano. O sea que, por supuesto, estoy insatisfechísimo de mi obra, como todo escritor. ¿Le cuesta escribir? Siempre me ha costado mucho trabajo escribir. No en el sentido de la lucha, del drama de enfrentarme al folio en blanco, eso para mí nunca ha sido un infierno, al contrario, ha sido celestial, siempre me ha gustado, porque yo siempre he tenido inspiración. Pero para convertir esa inspiración en letra bien escrita, eso sí que cuesta muchísimo trabajo. Me puedo tirar horas para encontrar una palabra, para encontrar un adjetivo. Y cuando te pones a podar, a recortar, a depurar el estilo, es cada vez más difícil. Y cada vez me cuesta más trabajo. Precisamente porque no es lo mismo la frescura con la que llegan las palabras a tu cerebro a los 20 años que ahora a los 77. Soy muy minucioso, corrijo continuamente, consulto mucho en el diccionario. La gente no sabe lo duro que es escribir. Porque, además, el escritor realmente atraviesa por estados de ánimo muy cambiantes, es una lucha constante. Estás metido ahí, en una habitación, huyendo de tu familia, huyendo de los berridos de tu hijo, huyendo de los amigos, huyendo de los cronófagos. A mí me obsesionan los cronófagos. Son los que te quieren hacer una entrevista, los que quieren conocerte porque tu libro les ha gustado y te escriben un correo, te llaman por teléfono, te buscan, se te acercan por la calle… ¿Se considera un escritor a contracorriente? Sí. Mis memorias se subtitulan Memorias de un niño raro porque siempre lo fui. Siempre tuve la sensación de que pensaba lo contrario de lo que casi todo el mundo pensaba. En el colegio, en la universidad, en el partido comunista, siempre fue así. Siempre lo ha sido. Entonces a eso la gente le llama ser un provocador, y a mí me
exaspera porque yo soy lo menos provocador que se puede ser en el mundo. Soy una persona de lo más pacífica, al que no le gusta polemizar con nadie o discutir. Un provocador es un impostor, un señor que falsifica lo que piensa para inducir una determinada respuesta por parte de su interlocutor. Pero yo no, lo que pasa es que lo que pienso induce una respuesta por parte del interlocutor. Pero no porque yo busque esa respuesta, al contrario, ojalá estuviera de acuerdo conmigo. ¿Cómo lee? ¿Al ser escritor se debe leer de manera diferente a la de un lector convencional? Cuando leo soy Messi jugando al fútbol. No creo que nadie en el mundo lea mejor que yo, porque yo empiezo a leer a los tres años, y desde entonces no recuerdo un sólo día de mi vida en que no haya leído. Jamás salgo a la calle sin llevar un libro, entonces leo siempre: en el dentista, en el metro... Cuando voy en el coche llevo un libro abierto en el asiento de al lado, leo con los semáforos en rojo y en los embotellamientos. A veces se me olvida y comienzan a darme bocinazos. Creo que he leído unos 30 mil libros. Calculo que 500 al año. Algunos me dicen que soy un fantasma. Es cierto que no todos los leo de arriba a abajo, pero sí los ojeo con detenimiento. Tengo 77 años y empecé a leer a los 3, echa las cuentas. Aparte de eso, llevo 38 años haciendo programas de libros en TV. Me pagan por leer, he tenido ese privilegio extraordinario. No hay un solo escritor al que haya entrevistado que no haya leído sus libros. Eso está demostrado con mis famosos pos-it. He llevado a cabo proezas portentosas como leerme las obras completas de Benet o las de Tierno Galván, aunque ahí me salté algunas cosas porque muchas eran jurídicas. Por tanto, tengo un entrenamiento formidable. De Menéndez Pelayo se contaba que ojeaba un libro y ya había absorbido su contenido. Yo, sin llegar a tanto, sé leer en diagonal, por aquí y por allá. Sé leer a una velocidad vertiginosa. Pero no tengo una técnica, lo he aprendido sobre la marcha. Es una práctica. Una vez hasta me caí a un canal de Venecia cuando leía por la calle. ¿Cree que la gente joven lo lee? La gente joven no lee. No lee nadie. Los libros se han dejado de vender. En Planeta me han dicho que por primera vez en la historia de la editorial no llegan a vender 1000 ejemplares de ningún libro. Ahora, la mayor parte de los libros venden 300 o 400. Tú vendes 2000 ejemplares, y te ponen una alfombra roja en la editorial. Luego hay excepciones: los culebrones de vampiros, las Sombras de Grey y los Dan Brown que absorben la escasa capacidad de lectura que tiene el mercado. Pero creo que la gente en España, fundamentalmente, compraba libros para regalarlos y no para leerlos. Ahora, con la crisis, ni eso. Claro que hay excepciones. Stanislaw Lem, el escritor de Solarium, elaboró su propia ley: “Nadie lee nada, los pocos que leen no entienden nada y los pocos que entienden algo se les olvida inmediatamente". ¿Cree que internet tiene algo que ver? Internet se lo ha cargado todo, es el fin del mundo. Yo asistí a la aparición del anticristo, pero no me di cuenta. Estaba en Alicante veraneando en el 86 o el 87 cuando apareció Bill Gates, que es el anticristo. Yo lo vi en el telediario y no le di importancia. Internet se ha cargado el mundo en el que yo he nacido. Se ha cargado el libro, la tv, el cine, la música, el quiosco, la prensa, la tienda de la esquina, la relación entre las personas, y a nuestros hijos y adolescentes, que ya sólo se dedican a estar todo el santo día con la tableta en las manos enviándose mensajes de chimpancé o jugando a marcianitos. Es brutal lo que ha hecho internet. En este momento el libro ha muerto. Y, en un país de piratas como España, más. Porque el libro electrónico no se vende, se piratea. Cuando me envían de la editorial las ventas de internet de los 3 o 4 libros electrónicos en los 6 últimos meses: 18 ejemplares de uno, 35 de otro, 22. Yo saco hoy un libro y ayer ya estaba pirateado en internet. Lo que pasa que el libro es un cadáver muy voluminoso y de la misma manera que todavía hay libreros de lance, antigüedades o gente que intenta pintar como Velázquez y no las patochadas de Arco, pues va a seguir existiendo una especie de sociedad secreta que seguirá buscando libros, atesorándolos y escribiéndolos. El simio deja de serlo para convertirse en hombre por la rueda y el libro. Internet es el regreso al chimpancé. Los mensajes que se envían los chicos jóvenes son gruñidos de chimpancé, onomatopeyas. Eso no es literatura, ni sintaxis, ni léxico, ni morfología. No es gramática. Es el gruñido del chimpancé. Internet es la transformación del homo sapiens en código de barras. Con respecto a su obra periodística, ¿considera que se complementa con la literaria o es algo aparte? Es genética, ADN, biología. No lo he podido evitar. Yo no he querido ser periodista, pero irremediablemente la vida me ha llevado ahí. Por lo pronto formo un periódico a los 6 años, La nueva España, escrito a mano y plagio del ABC, en el que lo hacía todo. En el exilio voy a caer en la RAI, en Japón en la NHK y trabajo como periodista a parte de como profesor de universidad. Vuelvo a España después del exilio, inmediatamente caigo en Encuentro con las letras y en la TV. Aparece Pedro J. con Diario 16, y al primero que llama a las siete de la mañana es a mí. Hay una especie de conjura genética que me ha ido conduciendo hasta ahí. Y por otra parte el periodismo me gusta porque me gusta la vida peligrosa. A mí donde me gustaría estar ahora es en Mozambique o en Siria o en Filipinas. Mi impulso es correr hacia el fuego, no huir de él. Como hizo mi padre el 18 de julio. Y eso yo lo he heredado, por eso digo que es genética. Alguna vez ha dicho que escribe para sí mismo ¿sigue siendo así? Nunca pienso en el lector. Si piensas en él, estás admitiendo en tu recámara más recóndita, en tu santuario, a
un intruso. Otra cosa es que una vez que tus libros han salido y has conocido a lectores que te han expresado sus opiniones, eso que te han transmitido influya en tu libro siguiente. Pero eso son lectores del pasado, no del futuro. No me importa quién va a leer ese libro. Yo no busco lectores. Ellos fundamentalmente me dan dinero, eso es tiempo para escribir. Y por supuesto que lo agradezco, pero no me muevo por eso. Cuando les digo a mis colegas escritores que yo no busco lectores, no se lo creen. Hay algo que me repugna: antes cuando los escritores se juntaban en el café Gijón o en un burdel, hablaban de literatura, ahora hablan de cuántos libros han vendido, cuantas ediciones han hecho, y cuántos libros han vendido otros. Eso no es propio de escritores. Ahora muchos de los escritores que publican no son escritores, sino personas que están buscando lectores. No hay que pensar en ellos, tienes que ser tú mismo; si no eres tú mismo, ¿por qué escribes, sólo para ganar dinero? Pero eso no se lo cree nadie. Todo el mundo me dice, "venga Fernando, eso no te lo crees ni tú, te encanta tener lectores, te preocupas por las ventas". De algunos libros sí las sé. Pero si me preguntas cuántos ejemplares he vendido o cuántas ediciones llevo, no te lo puedo decir porque no tengo ni idea. Mis amigos escritores corren al editor al mes de publicar para preguntarle cuántos libros han vendido o cuántos no se han vendido. Yo no tengo esa pulsión. Pero ahora con la crisis tremenda que vive el sector editorial y periodístico, pretender hacerte rico con este oficio es una locura. Es muy difícil vivir de ello. Por supuesto, es como meterte a cura. Todo lo que sea seguir una vocación es una locura. Pero en estos momentos de crisis ser cura es genial. Posiblemente ser cura ahora sea más rentable que ser escritor o periodista. Ahora en estos momentos de crisis ser cura es genial. Si tuviera ahora mismo 20 años, me lo plantearía muy seriamente. Aparte de que los envidio por muchas razones. ¿Sería un cura díscolo? Eso sí. Pero los envidio porque saben latín. Una de las cosas que lamento es no haber estudiado Clásicas. Quien sabe latín, sabe de todo, y si encima sabes griego, ya eres la rehostia, un sabio de Grecia, eres Arquímedes y Aristóteles. Y luego, yo todos los líos que he tenido han sido por culpa de las mujeres. Los curas no se casan. Por favor, deseo que el Papa Francisco no deje que los curas se casen. Es su mayor privilegio, no poder casarse. Ser cura me hubiera encantado, pero ser un cura díscolo. En un taller de reencarnaciones en los cursos de verano de El Escorial tuve una experiencia interesante. La única reencarnación a la que me remonté fue a una en la que yo era cura, una especie de cura de novela de Herman Hesse. Era en el siglo XIX, y recuerdo que me echaban del monasterio, no sé si por un lío de faldas, por dudas filosóficas o por las dos cosas. A lo mejor son fantasías, pero son experiencias que cuando las vives te impresionan bastante, aunque no son transmisibles a los demás. Con 16 años mis padres me llevaron a hacer un pequeño viaje por Burgos, como premio por aprobar el bachillerato. Recuerdo una celda en la Cartuja de Miraflores con el catre, la estantería con libros, mesita desvencijada y un pequeño huertecito con sus coliflores. Me volví a mis padres y les dije: "Esto es lo que yo quiero ser en la vida". Siempre he lamentado no hacerme cartujo. Otra de las cosas que me hubiera gustado ser es zoólogo. Siempre he tenido una vocación de letras, pero cuando fui al Paraninfo a matricularme, a un lado tenía la facultad de ciencias y al otro al de letras. Y por un momento titubeé. Porque a mí me gustan los animales a rabiar. Y ahora se me ha metido la delirante idea de matricularme en zoológicas con 77 años.
Realizada por Antonio Liberato, David García y José Soto.