Cómo leer a Freud en el siglo XXI

13 jun. 2014 - Texto Zygmunt Bauman | Ilustración Sebastián Dufour. “Cada individuo es virtualmente un enemigo de la civilización” –escribió Freud hace ...
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4 | ADN CULTURA | Viernes 13 de junio de 2014

Cómo leer a Freud en el siglo XXI Anticipo. En El retorno del péndulo, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman investiga, en compañía del argentino Gustavo Dessal, el pensamiento del padre del psicoanálisis a la luz de sus propias ideas sobre la modernidad líquida. Aquí, un fragmento de su conferencia magistral “La civilización freudiana revisitada” Texto Zygmunt Bauman | Ilustración Sebastián Dufour

“C

ada individuo es virtualmente un enemigo de la civilización” –escribió Freud hace unos ochenta años–. “La civilización es algo que fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría […]. Puede creerse en la posibilidad de una nueva regulación de las relaciones humanas, que cegará las fuentes del descontento ante la cultura, renunciando a la coerción y a la yugulación de los instintos […]. Esto sería la edad de oro, pero es muy dudoso que pueda llegarse a ello. […] El dominio de la masa por una minoría seguirá demostrándose siempre tan imprescindible como la imposición coercitiva de la labor cultural.” ¿Por qué ocurre esto? “Es imputable a dos circunstancias ampliamente difundidas entre los hombres: la falta de amor al trabajo y la ineficacia de los argumentos contra las pasiones.” Entonces, los seres humanos deben ser obligados a formar la sociedad [...]. Y allí donde hay coacción, es decir, allí donde las personas se ven obligadas a mantener un comportamiento diferente del que dictan sus inclinaciones naturales, hay descontento y disenso: la mayor parte del tiempo, sofocados, reprimidos o desviados, pero manifiestos de tanto en tanto. En otras palabras, hay un precio a pagar por haberse emancipado de la existencia bestial: por haber obtenido esa seguridad confortable y reconfortante que sólo el poder coercitivo de la sociedad puede brindar. “No hay almuerzo gratis”, como lo expresa la sabiduría popular inglesa: para conseguir algo hay que perder otra cosa. La vida civilizada (más en general: el tipo de vida que hace posible la comunión humana) es una transacción. En el relato ya octogenario de Freud, lo que los individuos humanos ceden en la transacción es una cantidad nada pequeña de satisfacciones que sus instintos los exhortarían a buscar, y que ellos buscarían si nada se lo prohibiera o impidiera por la fuerza. A cambio ganan una medida considerable de seguridad: contra los males y los peligros que provienen de la naturaleza, del propio cuerpo y de otros seres humanos. Los tipos de cambio y los términos de la transacción nunca son completamente satisfactorios; de ahí que ninguna transacción pueda considerarse una solución definitiva al dilema de equilibrar la seguridad con la libertad: dos valores igualmente indispensables pero obstinadamente incompatibles. Cada “transacción” específica es más bien algo que uno preferiría llamar “arreglo”: una solución de compromiso, con el subsiguiente armisticio… siempre temporal, siempre hasta próximo aviso, siempre una espina clavada en el cuerpo de las relaciones entre el individuo y la sociedad, así como una tentación a embarcarse en rebeliones anárquicas o golpes de Estado autocráticos/totalitarios, un estímulo a iniciar otro combate u otra ronda de negociaciones de los deberes y derechos vinculantes en el momento. De hecho, en las reflexiones de Freud, la eutopía (un buen lugar, donde la seguridad y la libertad estarían equilibradas a la perfección, sin causar descontento ni disenso) aparece en un combo con la utopía (un lugar que no está en ninguna parte). La civilización es un don ambiguo, que suscita impulsos ambivalentes: es irremediablemente una bendición mezclada con maldición. La civilización (que, me permito repetir, sig-

nifica para Freud “todo aquello en lo cual la vida humana se eleva por encima de sus condiciones animales y se distingue de la vida animal”) no puede prescindir de la coerción, y por ende tampoco puede existir sin engendrar resistencia contra sí misma, en la medida en que la coerción, por definición, significa enfrentar situaciones en las que la balanza se inclina en contra de hacer lo que se quiere y a favor de hacer algo que se querría evitar. [...] Me pregunto qué diría Freud si tuviera que revisar su manuscrito de 1929 para preparar la edición de 2008. Conjeturo que generalizaría su veredicto, insistiendo en que toda y cualquier civilización –es decir, toda comunión humana elevada por encima de sus “condiciones animales”– es una transacción, y nuestra variedad no es una excepción. Pero también conjeturo que Freud invertiría su diagnóstico de los bienes que se intercambian en la transacción. Probablemente diría que los principales descontentos de nuestro tiempo se originan en la necesidad de ceder una buena parte de nuestra seguridad a cambio de seguir eliminando, una por una, las restricciones impuestas a nuestra libertad. En lo que concierne a esa minoría de la cual suelen reclutarse los pacientes que buscan cura psicoanalítica, la fuente del padecimiento parece ser ahora la carencia de seguridad, que envenena el goce de una libertad individual sin precedentes. Los temores a la desprotección personal, que la civilización del trascendental estudio de Freud había prometido extirpar, volvieron recargados. Y los grilletes que solían reprimir los instintos personales, los grilletes que los hombres y las mujeres de aquella época bregaban desesperadamente por romper, ya no parecen tan repulsivos si se los compara con los recién descubiertos horrores de la perpetua y continua inseguridad. En años recientes pude ver una y otra vez entrevistas televisivas a infortunados pasajeros que perdían sus anheladas vacaciones o urgentes reuniones de negocios por quedarse varados en aeropuertos durante la prolongada serie de alertas terroristas. Muy pocos de los entrevistados se quejaban: en su mayoría estaban cansados, aburridos y exhaustos, pero alegres y encantados a pesar de todo. Cubrían de elogios a las autoridades que los habían salvado de peligros ocultos e inefables: “Nunca nos hemos sentido tan seguros y cuidados como ahora”, repetían sin cesar. Obedientes y plácidos, hacían cola para esperar que les llegara el turno de dejarse olfatear por perros y someterse a palpaciones corporales que no mucho tiempo atrás habrían tachado de escandalosas afrentas a su privacidad y dignidad personal. Hoy las alertas terroristas ya han adquirido un sólido estatus permanente, al igual que la reconciliación de los pasajeros con las sucesivas cesiones de crecientes partes de su libertad personal. Día a día, millones de hombres y mujeres en miles de aeropuertos de todo el mundo, presurosos por abordar sus vuelos, hacen largas colas con actitud dócil, si no entusiasta, para someterse a controles personales y palpaciones corporales que no muchos años antes ellos mismos o sus propios padres habrían denostado como una manifestación más, siniestra y humillante, de las aspiraciones totalitarias atribuidas a los poderes vigentes. Y lo hacen

del mismo modo en que pululan alegremente por los centros comerciales, aliviados por la presencia de guardias armados y las decenas de cámaras de circuito cerrado de televisión que graban cada uno de sus pasos y gestos para ojos de extraños y usos desconocidos… Seamos claros: estos fenómenos no son acontecimientos aislados; no son desviaciones temporales de la norma, inusitadas y a contracorriente. Tampoco son respuestas lógicas (quizá lamentables pero sin duda inevitables) a necesidades excepcionales y “externas”, ocasionadas por hazañas terroristas o por un aumento, presunto o genuino, en la incidencia de la criminalidad; justificar estos fenómenos con referencia a tales factores equivaldría a colocar el carro delante de los bueyes… Los fenómenos en cuestión deben verse como síntomas prodrómicos de una nueva norma emergente. [...] El mundo que analizó Freud era el mundo de los Buddenbrook de Thomas Mann: un mundo de normas rígidas y de severas penalidades (como quedar excluido de la competencia empresarial, caer en la desgracia social o sufrir el ostracismo) que se aplicaban por quebrantarlas; también de normas claramente articuladas y legibles, que debían ser aprendidas de una vez y para siempre: para toda la vida individual y para todos los ámbitos de la vida, desde la cuna hasta la tumba. El linaje, la familia, la fortuna familiar y la continuidad de los vínculos sanguíneos trazaban un eje en torno al cual habría de girar el itinerario de la vida, ya concebido pero aún pendiente de completarse. Tal como lo proclamarían mucho más tarde los psicólogos existencialistas como R. D. Laing o Thomas Szasz, aquella familia, inscrita en un entorno y a través de él en una clase, era el perro guardián colectivo (o un vaso capilar del sistema panóptico de la vigilancia social, como lo enunciaría después Michel Foucault) que obligaba a sus miembros a mantenerse en el camino recto, excomulgando y eliminando a los desviados (en términos freudianos, la familia era el baluarte, la plenipotenciaria y la ejecutora del principio de realidad, encargada de podar y domar los excesos perpetrados por el “principio del placer”). Así lo sintetizó Daniel Cohn-Bendit con la ventaja de una mirada retrospectiva que abarcaba cuarenta años: quienes en mayo de 1968 hicieron carne la palabra por entonces blasfema han ganado no obstante su batalla, desde el punto de vista social y cultural (aunque –se apresuró a agregar Cohn-Bendit– por suerte la perdieron desde el punto de vista político). En el filme El diablo, probablemente, estrenado por Robert Bresson en 1976, los héroes son varios jóvenes completamente desorientados que buscan el sentido de la vida, su misión en el mundo y el significado de “tener una misión”. Cualquiera sea el drama en el que participan como actores entusiastas o comparsas renuentes, no hay dramaturgos ni directores a la vista, ni llega ayuda alguna de sus mayores. De hecho, durante los 95 minutos que necesita la trama para alcanzar su trágico desenlace no aparece un solo adulto en la pantalla. Los jóvenes personajes, completamente inmersos en sus obstinados e infructuosos esfuerzos por comunicarse entre ellos (la película escasea notablemente en diálogos articulados), recuerdan y