CAPITULO VIII El salto de Tequendama.—San Antonio ...

Nueva Granada en las antiguas provincias del Imperio de los incas, las esmeraldas de Muzo sólo se conocían en los mer- cados con el ncmbre de esmeraldas ...
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CAPITULO VIII El salto de Tequendama.—San Antonio.—Derrumbamiento de un puente roígante.—Arañas migólas.—^Choachí. —Cáqueza. — Fusagasugá—El puente do Pandi-—Zipaquirá y sus minas de sal—El falso arzobispo.—Pacho y sus minas de hierro.—Festejos con motivo de la muerte de un niño—La Meca.—Las Juntas de Apulo.—Tocaima.—Muzo y sus minas de esmeraldas.— El santuario de Chiquinquirá Desde Bogotá al salto de Tequendama hay unas cinco leguas y media de camino de las cuales cuatro o cuatro y m-3dla se andan por la Sabana. Cuando el río Funza empieza a correr por un cauce de peiidiente acentuada al pie mismo de las montañas que habrá de atravesar, sus aguas antes tranquilas, corren raudas, rugen y fonnan espuma al estrellarse contra las peñas de que está salpicado el lecho; luego, al llegar a la cima se precipitan en dos saltos a una profundidad de cerca de 230 metros (1) con un ruido semejante al del trueno; en el primer salto forman una inmensa cortina de agua semi redonda, pero al llegar a unos 25 o 30 metros más abajo caen en un banco de piedras en saliente, rebotan foi-mando un oleaje espumeante y las olas que entrechocan, se lanzan con la rapidez de una flecha en el abismo, • unas veces en forma de Innumerables haces.

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Así esta caisrala lendria una altura e»niivaleote a tres veces y inetliu la de las torres de ISiicstra Seftora de Parla (66 metros) y ochenta y tantos metro más, que la más alta de las pirámides de Egipto (116 metros). Me doy cuenta perfecta d e q u e me aparto de la versión de Humboldt ya que se^ún cálculos matemáticos establecidos, pero desde cierta distancia, el Sallo no tendría más que 175 metros: sin embargo mi propia opinión se apova en otro sistema más exacto de verificación practicado por mí y por uno de mis amigos mediante una cuerda provista de un plomo de sonda que, bajada perpendicularmente. tocó fondo a 180 metros sobre un plauo_inclinadu que todavía desciende a más de SO metros, basta mof cerca del sitio en que cae la masa da agua.

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otras de hojas de plata que se desenrollan y, finalmente, en enorme alud, que instantes después se convierte en vapor. iDespués del salto, el río, cuyas aguas parecen descansar, cuando sale del abismo, por una ilusión de óptica, no parece más que un arroyo que corre suavemente por un lecho de guijarros y a través de algunos arbustos, mientras que en realidad prosigue su curso violento por entre enormes bloques de areniscas, en parte cubiertos de una vegetación vigorosa. Ante la boca de la sima, que tiene unos cincuenta metros de ancho, el abismo adquiere una anchura cinco o seis veces mayor y se extiende en linea recta pior espacio de muchos metros, entre dos murallas de rocas cortadas tan a pico, que parece se debieran al trabajo del hombre. Esas muráñas de areniscas arcillosas sirven de pedestal a unas montañas por cuyos flancos la selva baja hasta los bordes superiores del abismo. Desde una y otra orilla, se divisan en lontananza, frente al salto, las cimas gigantescas de otras montañas que dominan las que, parecen a simple vista limitar la cuenca del río. En medio de los vapores que a Intervalos se arremolinan formando nubes alternativamente obscuras o blancas o se elevan en el aire como columnas de cristal, el viajero contempla especialmente a la hora en que ya el sol tiene fuerza, cómo surgen y desaparecen arcos iris que cruzan raudos los aras, los cardenales y otros pájaros de plumaje no menos brillante, que parecen exhibir la belleza de sus plumas para disputar al iris la supremacía del colorido. No sé quién dijo que ''en los viajes se encuentra uno con personas y paisajes que le hacen deplorar el mal empleo que se hizo de la vida al no haberlos conocido antes"; pues desdo luego, entre los panoramas en que vi a la naturaleza desplegar más belleza, el del Salto de Tequendama no viene nunca a mi recuerdo, sin dejarme la amargura de pensar que no puedo volver mis pasos hacia él; en efecto, ante el aspecto tan agreste como grandioso de su aparición en medio de un estrépito espantoso, y bajo el encanto de un aire fresco y puro, tanto en sus detalles como en su conjunto este paisaje de un lugar desierto, es difícil que no obligue al hombre a lanzar gritos de admiración y que su alma no se sienta Inavdlda por intensas emociones. Para expresar lo que sentí ante este cuadro imponente no encuentro nada mejor que reproducir los

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versos que el salto del Rhin inspiró a uno de los más grandes poetas modernos: Sur les obscurs sentkirs de il-a foret profonde Au roulement lointain d'un tonnerre que gronde J'avaneais; de l'orage imitant le fracas, Le tonnerre des eaux redouble a chaqué pas: Deja, comme battus par les coups d'un orage. Les arbres ébranlés secoualent leur feulllage Et les roches, mines sur leur fondements, Epouvjíintaient mes yeux de leurs l»ngs tt-emblements; Enfin men pied crispé touche au bord de l'ablme Le voile humide épars sur cette horreur sublime Tombe; je jette un cri de suprprise et d'effroi: La fleuve tout entier s'écroule devant mol! Ah! regardp, o mon ame! et demeure en sUence! De Lamactine. (1) ¡Con qué nuevos acentos Inflamados, ese mismo poeta no habria hecho resonar su lii-a si se hubiera cantado al Tequendama! El punto en que la gente, sin muchas dificultades se suele situar para ver la cascada es una especie de plataforma que corre a lo largo del borde superior de la derecha del abismo y que empieza ,en el sitio mismo en que el río se despeña. Como quiera que no se ha levantado parapeto alguno para que el espectador se sienta seguro, éste, para ver a la vez la cascada y el fondo tiene que echarse de bruces en las peñas que sobresalen sin sacar más que la cabeza o gatear, sii-viéndose de los pies y manos, por los troncos de árboles Inclinadas, si tienen pocos años o encorvados por su peso los que son vie(l)

P o r las obscuras sendas del inmenso bosque, al ruido lejano de un trueno que retumba avansaba: Imitando el estruendo de la tempestad el trueno de la^ aguas redobla a rada paso: ya. como balidos por las ráfagas de una t o r m r n t i . los árboles conmovidos agitan su follaje y las rocas, en sus cimientos mínatías. espantaban mis ojos con sus largos temblores; por fin el pie crispado llega al borde del abismo; el húmedo velo esparcido sobre este sublime espant.) cae; lanzo on grito de sorpresa y teiTor: el río todo, entero, se abisma ante mí! ¡Ah! alma mía contémplalo y enmudece!.

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jos, para ver el abismo como si fuera a precipitarse en él. Este último sistema es desde luego el mejor para poder contemplar más en conjunto y desde un ángulo menos oblicuo, el fenómeno de la cascada, pero claro que sólo pueden utilizarlo las personas dotadas de la destreza de un gato o de un lagarto y es más peligroso que el primero, ya que expone al espectador al vértigo como me pasó a mí. Se puede ver de frente la cascada si se baja por una senda estrecha llamada camino de la culetca en la falda de la montaña que, como ya dije se encuenta-a al final de la especie de jofaina inmensa desde la cual las aguas, después de su primer salto, se escapan con la impetuosidad de un torrente. Este sitio es de difícil acceso, pues hay que dar un gran rodeo afrontando las fatigas inherentes a una caminata a pie de varias horas subiendo y bajando por una senda escarpada que no permite ir a caballo; por tal razón hay muy pocas personas que emprendan esta ,cxpcdición. Enta-e las que han intentado llegar por este sendero al pie de la catarata, -para satisfacer mejor su curiosidad o para haceiobservaciones científicas, está el barón de Humboldt que dice que, tanto por la rapidez de la corriente del rio como por otros obstáculos que se encuentran en las orillas, tuvo que detenerse a unos 140 metros del pozo hecho por el choque del agua al caer; pero un antiguo encargado de negocios de Francia en JBogotá, viajero tan Intrépido, como excelente pintor, el barón de Gros, no retrocedió ante un medio bastante peligroso para vencer las dificultades que detuvieron a Humboldt al llegar a cierta distancia de la catarata y para estudiar más de cerca todos los fenómenos: después de hacerse atar a unas cuerdas que los indios iban soltando poco a poco desde lo alto de uno de los murallones laterales del abismo, bajó varias veces hasta el pie mismo de la catarata, unas veces girando en el espacio y otras dejándose escm-rir por los salientes de las rocas. No es necesario añadir que las mismas cuerdas le sir. vieron para subiir. Me dijeron que antes de él, otros curiosos habían corrido la misma aventura empleando un sistema idéntico para esas bajadas y subidas y que hasta habían podido pasar por detrás de la columna de agua al pie de la cascada; pero el barón de Gris está convencido de que eso es absolutamente imposible; me contó que durante sus exploraciones hacia el pie de la cascada y cuando hacia las doce del día

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los rayos del sol caían verticales, se vio, lo mismo que los indios que le acompañaban, rodeado durante unos diez o quince minutos hasta las rodillas por un círculo luminoso con los colores resplandecientes del arco iris, que les seguía en su marcha. Muchas personas han podido ver lo mismo que yo, en el elegante hotel de la calle Barbet de Jouy de París, donde vive el barón d-i Gros y en el que ha reunido una colección de objetos raros y de gran valor, lo mismo que de cuadros y dibujos hechos por él, en el curso de sus viajes por diferentes países, los óleos de que es autor y que desde distintas distancias, representan de frente el salto de Tequendama. Deploro que no se hayan reproducido para el público esos cuadros que dan de la cascada una idea más completa que el dibujo de Humboldt que ¡lustra su obra Vistas de las Cordilleras. (1) La hora mejor para contemplar el espectáculo de la cascada y del paisaje que la enmarca es la de la salida del sol pues en ese momento los rayos débiles producen pocos vapores en torno de - las aguas, pero después esos vapores adquieren tal intensidad, que velan la mayor parte de la catarata; por eso, las personas que van de Bogotá, salen por la tarde y pasan las noches en Soacha, donde hay algunas hosterías. Se sale de Soacha al día siguiente, al rayar el alba, para llegar al Salto a las seis o siete de la mañana; en esta última parte del camino, después de haber seguido durante algún tiempo la orilla izquierda y de haber atravesado el río Funza por un puente de madera cerca de la hacienda de Canoas, se sube por una colina desnuda hasta la meseta de Chipa donde, como por encanto, cesa de repente la aridez del suelo y empiezan- a verse plantas admirables y árboles magníficos como encinas, abedules,etc., etc. y donde, como desde un m-irador muy elevado, se divisan a lo lejos, escalonados, valles que verdean, donde se diseminan las viviendas en medio de campos de bananos, de cañas de azúcar y palmeras. A .partir de la meseta de Chipa, cuya atmósfera fresca y suave y encantador paisaje aprecio en contraste muy marca. (1)

Kl hari'kii de Cros. a que me refiero, es el mismo que fue después sucesivamen. le embajador en China y en l.ondres y más tarde senador. Murió hace seis o siete anos. Cuando hacia 111.39, vino a sustitntrnie como encargado de Negocios de Francia en Bogotá, vivió en mi casa por espacio de seis semanas antes de que pudiera encontrar donde alojarse; en más de uua ocasión hizo conmigo algnna de sus primaras excursiones al Tequendama.

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do con el aire reseco y la campiña árida que se ha dejado atrás momentos antes, se desciende por un sendero abrupto, cortado unas veces en la roca y trazado otras sobre formaciones de carbón, hasta llegar a un reducido espacio, desprovisto de arbolado, donde se dejan los caballos al cuidado de un guia o atados; el resto del camino, que se tarda en recorrer veinte o veinticinco minutes, es tan malo y tan escarpado que sólo se puede transita'r a pie. Desde este punto hasta ia plataforma donde se detiene uno se ven aquí y allá grabados en la corteza de los árboles los nombres de desconocidos, o de ilustres visitantes; otras veces son pensamientos y hasta versos o emblemas, hijos de la ternura que los amante han Ido sembrando con mano paciente a su paso. En la época de buen tiempo, es decir durante la sequía, la excursión de Bogotá al Salto no ofrece dlfinultad alguna; pero es penosa si se realiza en la época de lluvias, porque hay que atravesar la llanura por caminos inundados, donde los caballos se hunden en el barro hasta el pecho. Una vez yendo de Soacha al puente de Canoas tuve que hacerme acompañar durante más de una hora por un indio que iba ante mi con el agua hasta la cintura y a veces hasta el cuello, con un palo en la mano, sondeando el terreno que debía franquear, para eivita¡r que me saliese de la estrecha calzada sinuosa que conduela al puente y que estaba cubierta por las aguas del río desbordado. Por lo general para visitar el Salto se reúnen varias psr.sonas; recuerdo que a principios del año 1829, época en que el señor Oh. de Bresson comisario del gobierno francés acababa de llegar a Bogotá, acompañado por el duque de Montebello y por el señor de Ternaux-Compans, organizó una excursión, sufragando todos las gastos uno de los tenientes de más fama de Bolívar, el general Urdaneta, que era a la sazón ministro de guerra de la república granadina; estuvieron Invitados todos los miembros del cuerpo diplomático y los hombres más importantes del país: en resumen la caravana se componía de unas cincuenta personas entre las que tuve si honor de figurar. El general Urdaneta habla tomado en Soacha la casa más grande del pueblo donde, en cuanto pusimos pie a tierra, hacia las seis de la tarde, nos esperaba una comida magnífica: todos los platos y los vinos, asi como

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el servicio, se habían enviado de Bogotá por la mañana temprano. Como suele pasar casi siempre en Colombia en las reuniones de hombres y sobre todo en el campo, después de comer, el juego, fue el pasatiempo de la m'ayor parte de los Invitados a quienes el anfitrión, gran jugador habitual, dio ejemplo con su animación; este esparcimiento duró casi teda la noche; en cuanto a mí, como la mala suerte no tardó en vaciarme la bolsa, en unión de algunos otros tan maltratados como yo por la fortuna, nos fuimos a buscar un poco de descanso y nos tendimos, vestidos en los sofás o en unas hamacas, ya que como el lector se figurará, no había camas para tantos invitados. En cuanto empezó a amanecer, ya estábamos en pie, después de tomar, como refrigerio, una taza de café o chocolate, bebidas ambas saludables para el viajero madi-ugado'r, y montamos a caballo y a buen paso, nos dirigimos hacia el téi-mino de nuestro viaje, al que llegamos hacia las seis de la mañana. No bien desembocamos en la pequeña plataforma que bordea el Salto cuando, con gran sorpresa nuesti-a oímos los acordes de una banda militar que tocaba el himno nacional francés; el general Urdaneta había enviado previamente todos los músicos de uno de los regimientos de infantería, que ejecutaban ocultos detrás de los árboles. Difícil seiía describir la impresión que nos produjo la música de los instrumentos, unida a la voz grandiosa de la catarata, impresión que para los fíranceses se aumertaba con la emoción del recuerdo de nuestro país por cl homenaje que en ese momento se le tributaba, en lugar tan desierto y agreste del Nuevo Mundo. Después de pasar dos horas en el éxtasis en que nos tenían sumidos las sinfonías, renovadas constantemente, de los músicos invisibles y la contemplación simultánea de la maravilla que habíamos venido a admirar y cuyo encanto aumentaba el espléndido día, nos pusimos de nuevo en camino paira regresar a Soacha, donde nos esperaba un almuerzo no menos suntuoso que la cena de la víspera y al que hicimos los honores con el apietlto aguzado por el paseo matinal. Después del almuerzo que, dada nuestra animación, estuvo sazonado constantemente por sabrosas conversaciones, se hlcieiron nuevas partidas de juego que terminaron cuando, lia-

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cia las cuatro de la tarde, montamos de nuevo a caballo, para regresar a Bogotá. Cuando retrocedo hasta ese pasado, de hace cincuenta años, trato de seguir el destino de las personas que encontré entonces, y no puedo sustraerme a las tristes reflexiones que inspira la inexorable rapidez con que, en medio de mil vicisitudes, vamos por el camino de la vida, como el torrente del Tequendama que tendrá, para emplear la expresión de uno de los príncipes de la elocuencia sagrada (1), "por única salida un precipicio espantoso". De los ocho franceses a quienes me unió el azar en esta excursión y que por ser jóvenes ixxilamos esperar todo de la vida, ninguno vive hoy. El héroe de la fiesta, el señor Charles de Bresson, después de haber desempeñado un papel preeminente en política y de haber alcanzado la cima de todos los honores a que puede aspirar la ambición de un hombre, en un momento de delirio o debilidad, del que no están exentas las inteligencias más grandes, cortó violentamente el hilo de sus días, del mismo modo que algunos años antes lo hiciera otro hombre de Estado célebre en Inglaterra, lord Castlereagh; el duque de Montebello y Ternaux-Compans murieron ambos, todavía jóvenes; Daste y Vicendon-Dutour, que al servicio de la república del Ecuador llegaron el uno a general y el otro a coronel, perecieron el primero a consecuencia de •graves heridas recibidas en un combate y el segundo fusilado en Bolivia, inculpado de haber entrado en el país como agente provooa:dor -de una revolución; Buchet-Martigny, cónsul general de Francia en Bogotá, murió prematuramente víctima de una enfermedad a la que tal vez contribuyeran los pesares y amarguras que experimentó al ver su carrera destrozada por la Revolución de 1848; Danfossy, su cuñado, que era vicecónsul en uno de los puertos de México, murió ahogado, por asuntos del servicio; y para terminar esta lúgubre relación, uno de los comerciantes franceses más honorables de Bogotá, el señor J. Capeila, murió en tma epidemia; y ahora, si pasara a hacer un examen retrospectivo de los americanos y de otros extranjeros con quienes estuvimos en aquella ocasión, me costaría trabajo encontrar dos o tres de ellos a quienes el tiempo, como a mí, hubiera respetado. (l)

Bossuet,

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En los flancos de las Cordilleras hay innumerables cascadas y torrentes por los cuales otros ríos, menos caudalosos, se precipitan desde una altura tan grande como la del Tequendama, pero la mayor parte, pei-manecen desconocidos para el viajero porque se encuentran en reglones totalmente deshabitadas e inaccesibles para aventurarse a conocerlos; algunas se ven desde lejos, temando los senderos que pasan por las cimas de las montañas, desde las cuales se dominan vastísimas extensiones. El doctor S-aífray cn su "Viaje a Nueva Granada", que publicó en 1872, menciona uno de esos saltos, en un sitio -solitario de la provincia de Antioquia y que, a juzgar por la descripción que hace del mismo, debe ser uno de los más notables del mundo; está formado por el rio Guadalupe, cuyas aguas, después de formar das cascadas, cada una de cerca de cien metros de altura, se precipita en una sola masa de agua de 400 a 500 metros. Este río Guadalupe es afluente del Nechí que riega el valle de Medellín y desemboca en el gi-a-n río Cauca que a su vez es afluente del Magdalena. Al píe del Salto de Tequendama, el río Funza. que todavía, según Humboldt, tiene un desnivel de 2.100 metros en la última parte de su curso, que mide quince leguas antes de desembocar en el Magdalena, no corre por decirlo así, sino de catarata en catarata, por un inmenso y continuo barranco tortuoso entre las escarpadas cadenas de montañas, de las que constantemente recibe otros riachuelos, que vienen a aumentar su caudal. Entre los sities donde he visto este río en toda su magnificencia salvaje, citaré uno, cerca del pueblo da San Antonio y a dos o tres leguas aguas abajo del salto, donde el río se precipita ccn la impetuosidad que le da, por espacio de medio kilómetro, un desnivel considerable y se abre paso a través de una serie sucesiva de masas de rocas, amontonadas en fantástico desorden, cuya gran mayoría se elevan a 20 ó 30 pies de altura. Precisamente en uno de los sitios en que las aguas del río pasan con mayor agitación por ese caos de rocas, entre las montañas que bordean su curso, existía uno de esos puentes, que suelen emplearse en las reglones de la cordillera para salvar los torrentes y los precipiclcs y que se construyen tendiendo de una orilla a otra, cuerdas de bejucos trenzados so-

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bre los cuales descansa un piso de ramas colocadas transversalmente, cuyos intersticios se rellenan con tierra apisonada; esos puentes, cualquiera que sea la tensión de los cables, tienen siempre la forma más o menos acentuada de un arco y oscilan mucho, de suerte que se pasan andando con precaución y con mucho miedo. El de San Antonio, con el que relaciono una aventura que estuvo a punto de costarme la vida, tenía no menos de 20 a 25 metros de largo y carecía de pasamamos. Debido a su longitud y peso, poco frecuentes, estaba sostenido hacia el centro por dos maderos paralelos cuyos extremos se incrustaban en una de esas enoi-mes rocas que sobresalían del río. El pueblo de San Antonio era uno de los sitios donde acostumbraba yo a ir siempre que mis ocupaciones me permitían salir al campo a pasar unos días; la mayor parte de las veces me acompañaban dos de mis mejores amigos, el cónsul de Holanda, señor Van Lansberge y un francés llamado de Saint-Amand, ambos entomólogos, tan decididos como yo. Usualmente montábamos a caballo al rayar el día y casi siempre nos dirigíamos, pasando el puente que acabo de describir, a la otra orilla donde muchos á.boles derribados en medio de la selva e innumerables arbustos en flor nos proporcionaban abundantes Insectos. Cuando íbamos a pasar el puente tomábamos la precaución o de bajarnos de los caballos llevándolos de la brida o si pasábamos a caballo, muy despacio y al paso, pues los animales se sentían con verdadero terror, balanceados sobre un piso movible, en medio ds im ruido espantoso y de los vapores producidos por el hervir de las aguas; pero un día, que Saint-Amand y yo, después de una caceria que había durado más que de costumbre, regresáljamos a nuestro alojamiento con mucha prisa, azuzados por el apetito, debido al retraso de la comida, cometimos la imprudencia de no apearnos de los caballos al entrar al puente y de pasarlo uno tras otro al trote. SaintAmand iba unos pasos delante de mi. Al llegar a la otra orilla pusimos inmediatamente los caballos al galope para llegar a San Antonio que está situado detrás de una colina que había que rodear por espacio de veinte o veinticinco minutos, pero que cuando íbamos a pie, podíamos franquear en cinco, utilizando un camino estrecho y cm-tado en escalones que la cruzaba casi perpendicularmente desde el pueblo, hasta las inmediaciones del puente. No bien hubimos llegado a la casa

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cuando nuestro huésped se presentó ante nosotros con la cai-a descompuesta, felicitándonos, con gran sorpresa nuestra, por haber escapado sanos y salvos, pues el puente se había dentimbado bajo nuestros pies después de pasarlo; añadió que a requei-imiento del alcalde y en calidad de carpintero se dirigía al lugar del suceso para estimar los daños y ver lo que debía hacerse para repararlos. Al principio creímos que nuestro huésped «ra victima de alguna brema pero no tardamos en ver sus palabras confirmadas por un indio que, según nos dijo entonces había pasado corriendo el puente detrás de nosotros y tan cerca de mí que casi tocaba la grupa de mi caballo; pero ni mi compañero ni yo, advertimos su presencia ni oímos, debido al estruendo del torrente, los gritos que lanzaba al ver hundirse el piso del puente a su alrededor, cada vez que mi caballo ponía las patas de atrás sobre las ramas, que ya tenían poca seguridad, debido a la rotura de los cables principales. El Indio, que mientras duró el hundimiento, no había logrado que oyéramos sus gritos, y al que dejamos en el extremo del puente cuando salimos a galope, llegó al pueblo un cuarto de hora antes que nosotros por el sendero de que acabo de hablar y ya había dado cuenta de lo sucedido, relatando en sus menores detalles los hechos que sin que nosotros nos enteráramos, habían puesto nuestras vidas en tan inminente peligro. El deseo de darnos cuenta por nosotros mismas de lo sucedido, relegó al olvido el apetito que antes nos urgía y en el acto tomamos >:í camino que conducía al lugar del siniestro y con gran emoción, vimos cómo habíamos escapado casi milagrosamente a una de las catástrofes más espantosas. Lo que quedaba del tablero del puente colgaba verticalmente por encima del torrente, sujeto por algunos bejucos que hablan resistido a la rotura de todos los demás y se balanceaba como inmensa cortina hecha jirones, a impulso del aire y bajo los embates de las aguas que se estrellaban con furia contra las rocas sobre las que a poco más hubiéramos sido precipitados y despedazados, antes de que los remolinos del torrente nos hubieran hundido. Algunos días después asistí a la reconstrucción del puente y me quedé maravillado al ver la agilidad e intrepidez con que los obreros, que eran todos indios, procedían a esa operación, no sólo sin tener a su disposición ninguna de las ma-

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quinarias de que la ciencia se vale en Europa, sino obligados a trabajar agarrándose como los monos, cuando en los circos hacen ejercicios de volatería, a las cuerdas de cuero o a los bejucos tendidos de una a otra orilla, más o menos tensos. Por lo demás, hay en Colombia muchos ríos que no tienen más puente que unas cuerdas como éstas, llamadas tarabitas, en las que el viajero se coloca en una red o se sienta sobre una tabla, sujeta como el platillo de una balanza, par varias cuerdas, a una argolla que tiene un nudo corredizo adaptado a la tarabita, que unos hombres, desde la orilla opuesta, tiran con ayuda de otra cuerda. Algunas veces, a falta de red o de tabla el desgraciado viajero no tiene más recurso, que csruzar las piernas alrededor de la tarabita y pasarla sosteniéndose a pulso en la misma postura que si fuese un paquete colgado. Los caballos pasan el río a nado, con un ramal atado al cuello y cuya punta tiene en la mano el dueño del animal. En todos los países de América hay un tercer sistema de puente cuya construcción es más senciUa: consiste en un tronco o dos árboles tendidos encima de un precipicio. Desde Bogotá a San Antonio, se necesitan de seis a siete horas a caballo. Se toma el camino de Soacha al Salto que pasa por la hacienda de Canoas; desde este último punto, en lugar de escalar la montaña que conduce a la meseta de Chipa, se toma a la derecha, siempre en el llano, para bajar al poco tiempo durante un par de horas y por caminos escarpados, abiertos entre bosques espesos, hasta llegar al pueblo de San Antonio, que me resultó encantador por la suavidad de su clima y por la belleza de sus alrededores. Es poco conocido porque no se encuentra en el camino de ninguna ciudad y sólo de paso para algunas haciendas, en las que se cultivan a la vez que el algodón, el café y la caña de azúcar, las frotas y las legumbres de tierra templada, que contribuyen al abastecimiento de la capital; pero eso no obstante, por mi parte se lo recomendaria a los turistas que busquen bellos panoramas y que se ocupen durante sus paseos no sólo de entomología, sino de ornitología o de botánica; pues desde todos esos puntos de vista, hay allí infinidad de cosas interesantes para los naturalistas. En ningún otro sitio he encontrado, una mayor cantidad de mígalas monstruosas, velludísimas, que vulgarmente se llaman arañas; cangrejos, cuyo cefalotórax y abdomen juntos, no miden menos de 7 a 8 cen-

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tímeti-os y que, con las patas extendidas, miden en todas direcciones de 15 a 20 centímetros de diámetro. Una vez, al levantar con el señor de Saint Amand un tronco que tapaba la entrada de un agujero, bajo una roca, salieron de aquella cavidad más de cien arácnidos de esa especie y con tal rapidez, que antes de que nos pusiéramos a salvo, varios de ellos empezaron a subir por nuestras piernas, y nos costó Dios y ayuda vernos Ubres de ellos. En nuestros paseos al atardecer, les veíamos correo- por los caminos a caza de insectos o subir a los árboles para atacar los nidos; a veces los encontrábamos en nuestras habitaciones. Estos horribles animales tienen como enemigos encarnizados, unas especies de avispas gigantescas, cuyo cuerpo fomitío mide de 6 a 7 centímetros de largo, a las que los indígenas dan el nombre de maf