Bajo el oprobio

28 ago. 2010 - Su condición de parias sellaría su ruina durante la ocupación alemana. En los años veinte, las novelas de Irène. Némirovsky tuvieron éxito ...
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OPINION

Sábado 28 de agosto de 2010

NORBERTO FIRPO PARA LA NACION

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ASTA un módico semblanteo para arribar a este diagnóstico: ¡ojo!, empieza a resultar grave el nivel de crispación y prepotencia que exhiben unos cuantos prohombres del oficialismo, casi todos bastante camorreros e indispuestos al diálogo. Desde ya, ese elenco incluye a quienes gustan tergiversar la realidad, a los fabuleros, vicio que los acredita animadores del populismo más ramplón. Vean lo que opina la diseñadora de bigotes Pelambrina Peribáñez, cuyos aciertos como asesora de imagen de Aníbal Fernández le permitieron serlo, también, de Ricky Fort: “¡Oh, cuántos dirigentes políticos, entre oficialistas y opositores, persisten en la creencia de que el rictus turbulento y el discurso amañado son necesarios para resultar carismáticos y así cosechar más votos!”. Hace algunas semanas, con el título “Crece el malestar social por las peleas políticas”, este diario publicó los resultados de una encuesta realizada por la consultora Poliarquía. Y, como cabía prever, la clase dirigente, con sus furias de utilería, con sus berrinches, integra el paquete de factores de angustia que sufre la plebe. El rubro clase dirigente aparecía allí en segundo lugar, detrás del rubro inseguridad, en la tabla de principales causas de sobresalto social. Ciertas malhadadas peripecias dan pábulo a tal aserto: el kirchnerismo es virtuoso en el ejercicio de la confrontación a ultranza, razón por la que debe mostrarse embravecido y cascarrabias, siempre presto a imponer sus antojos, a exhibir desdén y/o desprecio por quienes piensan de otro modo. No cabe atribuir a la casualidad que el cardenal Jorge Bergoglio aludiera a los pesares que prodiga “la política del conflicto” en un acto celebrado en la Universidad del Salvador, ante dirigentes que se reconocen empeñados –¿puede uno suponerlos sinceros?– en la elaboración de consensos. Los presidentes norteamericanos dedican una velada, en la Casa Blanca, a principios de cada mayo, a bromear con periodistas, y la tradición acuerda que deben pronunciar un discurso chacotón sobre sus rivales políticos, invitados al ágape. Suena descabellada la suposición de que en la Casa Rosada pueda ocurrir cosa semejante. Aquí, quienes se oponen al versátil credo peronista no son adversarios sino enemigos de la peor calaña, a los que conviene infectar de insidias antes de que adquieran contextura de candidatos a algo. “Sin duda –dice la señorita Peribáñez–, nuestra democracia ganaría en calidad si el desaforado apetito de poder no prevaleciera sobre la templanza de ánimo y sobre la urgente necesidad de servir al país.” Pelambrina Peribáñez, ya mayorcita, se ha quedado, en muchos sentidos, para vestir santos. © LA NACION

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IRENE NEMIROVSKY, UNA VICTIMA DEL NAZISMO QUE NARRO ESOS AÑOS EN UNA OBRA MAESTRA

RIGUROSAMENTE INCIERTO

Ceños que se fruncen

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Bajo el oprobio MARIO VARGAS LLOSA PARA LA NACION

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RENE Némirovsky conoció el mal, es decir, el odio y la estupidez, desde la cuna, a través de su madre, belleza frívola a la que la hija le recordaba que los seres humanos envejecen y se afean; por eso, la detestó y mantuvo siempre a una distancia profiláctica. El padre era un banquero que viajaba mucho y al que la niña veía rara vez. Nacida en 1903, en Kiev, Irène se volcó a los estudios y llegó a dominar siete idiomas, sobre todo el francés, en el que más tarde escribiría sus libros. Pese a su fortuna, la familia, por ser judía, se vio hostigada ya en Rusia en el tiempo de los zares, donde el antisemitismo campeaba. Luego, al triunfar la revolución bolchevique, fue expropiada y debió huir, a Finlandia y Suecia primero y, finalmente, a Francia, donde se instaló en 1920. También allí el antisemitismo hacía de las suyas y, pese a sus múltiples empeños, ni Irène ni su marido, Michel Epstein, banquero como su suegro, pudieron obtener la nacionalidad francesa. Su condición de parias sellaría su ruina durante la ocupación alemana. En los años veinte, las novelas de Irène Némirovsky tuvieron éxito –sobre todo, David Golder, llevada al cine por Julien Duvivier–, le dieron prestigio literario y fueron elogiadas incluso por antisemitas notorios como Robert Brasillach, futuro colaboracionista de los nazis ejecutado a la Liberación. No eran casuales estos últimos elogios. En sus novelas, principalmente en David Golder, la autora recogía a menudo los estereotipos del racismo antijudío, como su supuesta avidez por el dinero y su resistencia a integrarse en las sociedades de las que formaban parte. Aunque Irène rechazó siempre las acusaciones de ser un típico caso del “judío que odia a los judíos”, lo cierto es que hubo en ella un malestar y, a ratos, una rabia visceral por no poder llevar una vida normal, por verse siempre catalogada como un ser “otro” debido al antisemitismo, una de las taras más abominables de la civilización occidental. Eso explica, sin duda, que colaborara en revistas como Candide y Gringoire, fanáticamente antisemitas. Irène y Michel Epstein comprobaron en carne propia que no era fácil para una familia judía “integrarse” en una sociedad corroída por el virus racista. Su conversión al catolicismo en 1939, religión en la que fueron bautizadas también las dos hijas de la pareja, Denise y Elizabeth, no les sirvió de nada cuando llegaron los nazis y dictaron las primeras medidas de “arianización” de Francia, a las que el gobierno de Vichy, presidido por el mariscal Pétain, prestó diligente apoyo. Irène y Michel fueron expropiados de sus bienes y expulsados de sus trabajos. Ella sólo pudo publicar a partir de entonces con seudónimo, gracias a la complicidad de su editorial (Albin Michel). Como carecían de la nacionalidad francesa debieron permanecer en la zona ocupada, registrarse como judíos y llevar cosida en la ropa la estrella amarilla de David. Se retiraron de París al pueblo de Issy-l’Évêque, donde pasarían los dos últimos años de su vida, soportando las peores humillaciones y viviendo en la inseguridad y el miedo. El 13 de julio de 1942, los gendarmes franceses arrestaron a Irène. La enviaron primero a un campo de concentración en Pithiviers, y luego a Auschwitz, donde fue gaseada y exterminada. La misma suerte correría su esposo, pocos meses después. Las dos pequeñas, Denise y Elizabeth, se salvaron de milagro de perecer como sus padres. Sobrevivieron gracias a una antigua niñera, que, escondiéndolas en establos, conventos, refugios de pastores

y casas de amigos, consiguió eludir a la gendarmería, que persiguió a las niñas por toda Francia durante años. La monstruosa abuela, que vivía como una rica cocotte, rodeada de gigolós, en Niza, se negó a recibir a las nietas y, a través de la puerta, les gritó: “¡Si se han quedado huérfanas, lárguense a un hospicio!”. En su peregrinar, las niñas arrastraban una maleta con recuerdos y cosas personales de la madre. Entre ellas había unos cuadernos borroneados con letra menudita, de araña. Ni Denise ni Elizabeth se animaron a leerlos, pensando que ese diario o memoria final de su progenitora sería demasiado desgarrador para ellas. Cuando se animaron por fin a hacerlo, sesenta años más tarde, descubrieron que era una novela: Suite francesa. No una novela cualquiera: una obra maestra, uno de los testimonios más extraordinarios que haya producido la literatura del siglo XX sobre la bestialidad y la barbarie de los seres humanos y, también, sobre los desastres de la guerra y las pequeñeces, vilezas, ternuras y grandezas que esa experiencia cataclísmica produce en quienes los padecen y viven bajo el oprobio cotidiano de la servidumbre y el miedo. Acabo de terminar de leerla y escribo estas líneas todavía sobrecogido por esa inmersión en el horror que es al mismo tiempo –manes de la gran literatura– una proeza artística de primer orden, un libro de admirable arquitectura y soberbia elegancia, sin sentimentalismo ni truculencia, sereno, frío, inteligente, que hechiza y revuelve las tripas, que hace gozar, da miedo y obliga a pensar. Irène Némirovsky debió ser una mujer fuera de lo común. Resulta difícil concebir que alguien que vivía a salto de mata, consciente de que en cualquier momento podía ser encarcelada, su familia deshecha y sus hijas abandonadas en el desamparo total, fuera capaz de emprender un proyecto tan ambicioso como el de Suite francesa y lo llevara a cabo con tanta felicidad, trabajando en condiciones tan precarias. Sus cartas indican que se iba muy de mañana a la campiña y que escribía allí todo el día, acuclillada bajo un árbol, en una letra minúscula por la escasez de papel.

El manuscrito no delata correcciones, algo notable, pues la estructura de la novela es redonda, sin fallas, así como su coherencia y la sincronización de acciones entre las decenas de personajes que se cruzan y descruzan en sus páginas hasta trazar el fresco de toda una sociedad sometida, por la invasión y la ocupación, a una especie de descarga eléctrica que la desnuda de todos sus secretos. Había planeado una historia en cinco partes, de las que sólo terminó dos. Pero ambas son autosuficientes. La primera narra la hégira de los parisinos al interior de Francia, enloquecidos con la noticia de que las tropas alemanas han perforado la línea Maginot, derrotado al ejército francés y ocuparán la capital en cualquier momento. La segunda, describe la vida en la Francia rural y campesina ocupada por las tropas alemanas. La descripción de lo

Sus hijas no se animaban a leer sus diarios, pensando que esas memorias serían demasiado desgarradoras que en ambas circunstancias sucede es minuciosa y serena, lo general y lo particular alternan de manera que el lector no pierde nunca la perspectiva del conjunto, mientras las historias de las familias e individuos concretos le permitan tomar conciencia de los menudos incidentes, tragedias, situaciones grotescas, cómicas, las cobardías y mezquindades que se mezclan con generosidades y heroísmos y la confusión y el desorden en que, en pocas horas, parece naufragar una civilización de muchos siglos, sus valores, su moral, sus maneras, sus instituciones, arrebatadas por la tempestad de tanques, bombardeos y matanzas. Irène Némirovsky tenía al Tolstoi de Guerra y paz como modelo cuando escribía su novela; pero el ejemplo que más le sirvió en la práctica fue el de Flaubert, cuya técnica de la impersonalidad elogia en una de sus notas. Esa

estrategia narrativa ella la dominaba a la perfección. El narrador de su historia es un fantasma, una esfinge, una ausencia locuaz. No opina, no enfatiza, no juzga: muestra, con absoluta imparcialidad. Por eso, le creemos, y por eso esa historia fagocita al lector y éste la vive al unísono con los personajes y es con ellos valiente, cobarde, ingenuo, idealista, vil, inteligente, estúpido. No sólo la sociedad francesa desfila por ese caleidoscopio de palabras, la humanidad entera parece haber sido apresada en esas páginas cuya maniática precisión es engañosa, pues por debajo de ella todo es dolor, desgarramiento, desánimo, tortura, envilecimiento, aunque, a veces, también, nobleza, amistad, amor y generosidad. La novela muestra cómo la vida es siempre más rica y sutil que las convicciones políticas y las ideologías y cómo puede a veces sobreponerse a los odios, las enemistades y las pasiones e imponer la sensatez y la racionalidad. Las relaciones que llegan a anudarse, por ejemplo, entre muchachas campesinas y burguesas –entre ellas, algunas esposas que tienen a sus maridos como prisioneros de guerra– y los soldados alemanes, uno de los temas más difíciles de desarrollar, están narradas con insuperable eficacia y dan lugar a las páginas más conmovedoras del libro. Sobre la Segunda Guerra Mundial y los estragos que ella causó, así como sobre la irracionalidad homicida de Hitler y el nazismo, se han escrito bibliotecas enteras de historias, ensayos, novelas, testimonios y estudios y se han hecho documentales innumerables, muchos excelentes. Yo quisiera decir que, entre todo ese material casi infinito, probablemente nadie consiguió mostrar de manera más persuasiva, lúcida y sentida, en el ámbito de la literatura, los alcances de aquel apocalipsis para los seres comunes y corrientes, como esta exiliada de Kiev, condenada a ser una de sus víctimas, que ante la adversidad optó por coger un lápiz y un cuaderno y echarse a fantasear otra vida para vengarse de la vida tan injusta que vivió. © LA NACION

El arte de reescribir la historia PABLO MENDELEVICH PARA LA NACION

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O existe aún una palabra para designar la fusión del arte con la historia. ¿Podría ser “hartoria”? De todos modos, este asunto no está relacionado con la historia del arte sino con el arte de la historia. O tal vez con arte “desfigurativo”. Hijo no reconocido de las festividades del Bicentenario, el híbrido arte-historia consiste en repasar la historia argentina mediante lenguajes artísticos. A los evocadores les otorga claras ventajas. Si alguien se queja por falta de rigor histórico, le dirán que es un alcornoque que no entendió nada, que se trata de arte, no de historia: lo que vale es la expresión libre del artista. Y si otro protesta porque le parece que el valor artístico está soterrado, se le echa la culpa a la calidad de nuestra historia, al material que nos dieron para esculpir. Detalle insoslayable, la “hartoria” se cuece con sabor oficial en ámbitos oficiales, y con dineros públicos. Para muestra, se ofreció desde el mes pasado el llamado Laberinto del Bicentenario, montado por la Secretaría de Cultura de la Nación en una dependencia de la calle Montevideo al 900, donde se verificó el atajo de acomodar el pasado al arbitrio del poder sin la incomodidad de aquellas viejas reyertas entre historiadores revisionistas y liberales.

Un aperitivo de esta disciplina innovadora se sirvió en la fachada del Cabildo el último 25 de Mayo: el deslumbrante mapping multimedia que mediante proyecciones de alta definición recreaba 200 años de historia, desde la colonia hasta los Kirchner. Bueno, en realidad, recreaba unos 140 años, porque el intrascendente tramo que va de Rosas al Centenario, quizá para que el público no estuviera tanto tiempo de pie, fue ahorrado. Gracias a la rápida sensibilidad artística de los autores, los Kirchner ya habían entrado en la historia, de donde se habían retirado, acaso para ganar espacio, presidentes como Avellaneda, Pellegrini y Roque Sáenz Peña. Pero en el Parque Temático de las Antonomias Argentinas o Laberinto del Bicentenario, que cerró en estos días, estaban todos o casi todos: los buenos y los malos; héroes y villanos; muchos sin etiquetar, intercalados con pares de opuestos de lo más surtidos, del tipo Chevrolet-Ford, cabecita-oligarca, alpargatas-libros, menottistas-bilardistas, Piazzolla-D’Arienzo y, por supuesto, River-Boca. El problema allí no eran las exclusiones. Tampoco el primitivo maniqueísmo que brotaba de los montajes distribuidos en una docena de ambientes. Lo que enseñaba este parque

temático es que las antinomias vienen de la idiosincrasia argentina. No sea cosa que se las entienda como mecanismos de polarización implantados adrede desde el poder, primero por Rosas, luego por Yrigoyen, más tarde por Perón y finalmente, desde 2003, por Kirchner. La división de los argentinos en dos grupos (actualmente, la Presidenta, que lucha las 24 horas contra las corporaciones, de

En nombre del arte, todo se puede. Por ejemplo, colocar en una vitrina un libro de Borges junto a un par de alpargatas un lado, y el contubernio agromediático destituyente del otro) nos fue conferida así y no hay manera de huir del designio. No se sabe si se originó en una malformación genética o, como el ombú, es un condimento telúrico. En nombre del arte, todo se puede. Por ejemplo, colocar en una vitrina un libro de Borges junto un par de alpargatas, bajo la leyenda: “Calzado símbolo de la

cultura popular” y “Jorge Luis Borges, emblema de la cultura de elite”; así, el autor más cosmopolita que hayamos tenido es desterrado del podio, por lo menos hasta que no se arrepienta de su antiperonismo. En otra vitrina convivían un ejemplar de La razón de mi vida (“libro de lectura distribuido en las escuelas primarias durante el gobierno peronista”) y una foto de una pintada callejera que celebra la enfermedad mortal de Eva Perón. Nadie prometía en la entrada que se fuera a honrar la verdad, por más que, como queda dicho, la materia prima era la historia: en ninguna parte se advertía que el famoso libro que lleva la firma de Evita, de imposición obligatoria hace sesenta años, era punta de lanza del mayor culto a la personalidad desde la época de Rosas, y que la foto de la pintada, por más que simbolice el odio efectivo del antiperonismo, es “trucha” (varios historiadores, ante la falta de testimonios gráficos, consideran inverosímil que en 1952 se hubiera escrito en las paredes porteñas “Viva el cáncer”). La Resistencia Peronista monopolizaba la cuota heroica de las luchas populares, así como la dictadura y el menemismo se llevaban la peor parte del rubro antipueblo.

Entrar al salón del Frejuli era como estar en una unidad básica bien decorada. Hasta había un auto dado vuelta, mientras de fondo Lanusse aparecía, marcial, en una pantalla. El visitante se iba sin saber por qué a Perón le tocó aparecer bien destacado junto a su segunda esposa, mientras la tercera, que llegó a presidenta de la Nación, a juicio de los artistas-historiadores no acumuló suficientes millas antinómicas como para figurar en toda la muestra siquiera con una foto carnet. Un “colectivo de los setenta” mezclaba a “Minguito” con Santucho, Fidel Pintos, Firmenich, Spinetta, Susana Giménez y, entre algunos más, López Rega. La guerrilla y la Triple A se diluyen en ese cambalache. No daban ni para tener un rincón propio. El arte no necesita ser explicado, así que no abundaba la información sobre los enconos seleccionados. Pero quedaba claro que siempre hubo unos contra otros y que, seguramente, así va a seguir la cosa. Si aquello hubiera sido un comercial de TV, tal vez habría terminado con un locutor diciendo: “¡Cómo somos los argentinos! Antinómicos por naturaleza, claro que después nos juntamos en un asado y brindamos”. Pero esto no era mera propaganda. Vamos, era arte. © LA NACION