“Absit”:un relato de Angélica Gorodischer

hable del caramelo ni de la muñeca, ay que se apure, qué está esperando, pendeja de mierda. Miraba para arriba y hacía mal: se le cerró la garganta por-.
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16 | ADN CULTURA | Viernes 29 de noviembre de 2013

“Absit”: un relato de Angélica Gorodischer Anticipo. Para festejar sus cien años, El Ateneo publicará próximamente una Antología de cuento argentino. Entre las ficciones incluidas se encuentra este inédito de la autora de Trafalgar, en el que aborda, con inesperada vuelta de tuerca, una temática actual y compleja Texto Angélica Gorodischer | Ilustración Pablo Vigo

L

as cosas sucedieron más o menos así. Ese tipo venía caminando por la vereda del barrio. Era sábado temprano a la tarde y el sol le daba en la espalda. Se paró frente a la verja pintada de verde. Ay no, pensó, ay, no, por favor no otra vez no, ¿cuántos años tendrá? siete, ocho cuanto más, ay, no, no quiero. La reja cerraba un jardín pequeño con algo de césped no muy bien cuidado, una planta de azalea, un jazmín del cabo y casi nada más, si no se consideran los restos de algunas alegrías del hogar y malvones, y la chiquita jugaba con un animalito de paño que tenía mucho pelo, nada de cola y mucho bigote. Le hablaba. El tipo le habló a ella. –Hola –le dijo. Ella no le contestó. –Hola –insistió él–, ¿cómo te llamás? –Mi mamá me dijo que no hable con extraños. –Por eso te pregunto cómo te llamás, para que no seamos extraños. Vos me decís cómo te llamás, yo te digo cómo me llamo. Seis años, pensó. Nada más que seis, ay, cómo puedo hacer, seis años no más, a esa edad son suaves, blandas, ay, no. –No te digo nada. –Bueno, no me digas nada. ¿Tu mamá está? –No, se fue al súper. –Entonces estás con tu papá. Que me diga que sí, que está con el papá y me voy, me voy. –No. –O con la muchacha. –¿Qué? –La muchacha que trabaja en tu casa. –No tenemos muchacha. –¿Y con quién estás? ¿Con tu abuelita, con tu tía? No sólo blandas, no sólo suaves, chiquitas, tienen todo tan chiquito. –No. –¿Estás solita? –Y, sí. –Mirá, tengo un caramelo. Te lo doy para consolarte porque estás solita, ¿querés? Es de frutilla. –Bueno. –También tengo una muñeca. Es muy linda, con carita de porcelana y tiene zapatitos y una cofia. –A verla. –Acá, la tengo en el bolsillo del saco, ¿querés verla? Eso que tienen entre las piernas es tan pero tan chiquito que da trabajo, no se puede, de primera intención no se puede y lloran y es peor. –Sí. –Bueno, abrime la reja y te la muestro. –Está abierta, no tiene llave, para no dejarme encerrada. –Ah, qué bien. El tipo empujó la reja y entró en el jardín. Todavía iba pensando no, no, ojalá que no, pero sabía que sí. Casi sentía la piel de la nena bajo sus dedos: seda, raso, dulce, tibia, no quiero, se decía, no quiero que me pase otra vez pero ya estaba solo,

solo en un mundo en el que no había nada más que el jardín y se preguntaba adónde podré llevarla. –A ver la muñeca. –Vení, ahora te la muestro, dame la mano y nos escondemos detrás de la planta así no nos ve nadie porque si te ve una vecina te va a tener envidia. –Entonces vamos atrás. –¿Atrás? Cuidado, se dijo. No conocés el lugar, tené cuidado, no te vaya a pasar como con la hermanita de la Lucy. –En el terreno de atrás van a hacer un edificio pero como hoy es sábado no hay nadie. –¿Tenemos que entrar en la casa? –Pero no, por acá, por el costado, vení y me mostrás la muñeca. –Ah, hay árboles y todo. –Los van a sacar. Mi mamá dice que son unos brutos. –Tu mamá tiene razón. Siempre tiene razón, ¿no es cierto? La mamá. ¿Por qué no viene la mamá? No, ahora no, que no venga. –No sé. Dice que no tengo que agarrar caramelos si alguien me da. Y que todos los hombres son malos. Unos cerdos, dice. –Bueno, no es para tanto. Hay gente mala y hay gente buena. ¿Acaso tu papá no es bueno? –Mi papá no vive con nosotras. Mostrame la muñeca. ¿Tiene un vestido azul? –¿Eh? Sí, azul. La verdad es que la dejé en casa pero –Vos también sos malo. Me dijiste que tenías la muñeca en el bolsillo y no la tenés. –Pero no, vas a ver qué bueno soy, vení, vamos atrás de ese árbol y te muestro algo más lindo que la muñeca. –Bueno, cuidado, ahí hay un pozo. Dicen que fue de un jibe. –Aljibe. –Eso. Un jibe, y que es hondo hondo. Lo van a tapar con cemento y tierra y piedras, dijo don Leyes. –¿Don Leyes? –El capataz. Y que hay agua abajo. Y sapos. Y mi mamá dijo que ojalá lo tapen pronto porque debe haber ratas y jurciégalos. –Murciélagos. Vení, vamos para allá. –Cuidado, ahí está el pozo, ¿ves? –Hmmmm. Sí. Tan hondo no parece. –Sí que es hondo, hondo hasta el otro lado del mundo. –Bueno, nena, bueno, vení, vamos. –Mirá, mirá qué hondo. –Sí, sí, está bien, ya veo, es muuuuy hondo. El tipo se inclinó, miró hacia abajo, hacia lo hondo del pozo. El corazón del tipo galopaba allá en el fondo del pozo que era su cuerpo. La nena lo empujó: apoyó las dos manitos contra la cintura del tipo y empujó con todas sus fuerzas. El tipo cayó gritando y la nena se arrodilló en el borde del pozo y miró para abajo. –¿Hay jurciégalos? –preguntó.

–¡Mocosa de mierda, sacame de aquí! No, cómo lo iba a sacar de ahí. El tipo se dio cuenta de que la nena no iba a poder sacarlo de ahí. Miró para arriba: la cara de la nena se recortaba claramente muy claramente por sobre el borde, contra el cielo azul de la tarde de un sábado, un sábado solitario, sin nadie. Nadie salvo una nena chiquita, suave, blandita. Miró para arriba: seis metros fácil fácil, mucho más alto que el techo de una habitación, cómo iba a poder salir de ahí. –¡Andá a buscar a alguien, andá, vamos! La nena no se movió. –Andá, escuchame nenita, andá a buscar a alguien, la vecina o el kiosquero de enfrente. –Enfrente no hay un kiosco, en la otra cuadra hay un kiosco. –Andá, andá nenita, andá y decile al kiosquero que hubo un accidente, que venga, que traiga una soga, no, una escalera, no, mejor una soga, andá. –Bueno –dijo la nena–, pero ¿hay jurciégalos abajo? –No, no hay. Andá, querida, andá a buscar al kiosquero, decile que una soga, que traiga una soga que hubo un accidente. La cara de la nena desapareció y el tipo se quedó de veras solo: ni murciélagos había. Se miró las manos, miró a su alrededor. Oscuro, estaba muy oscuro. Se dio cuenta de que estaba parado en el barro, un barro flojo aguachento y que los zapatos se le habían empapado y el agua le entraba y le enfriaba los pies, mocosa de mierda ojalá vuelva pronto, el kiosquero, ¿le dirá al kiosquero lo de la soga? ¿y yo qué le digo al kiosquero cuando venga? Un accidente. ¿Cómo me caí, cómo estaba yo acá? Le digo que entré por la otra calle, a mear porque me estaba haciendo encima y vi que acá no había nadie y entré y pisé el borde y me caí, eso le digo y espero que la mocosa hija de puta no cuente nada ni hable del caramelo ni de la muñeca, ay que se apure, qué está esperando, pendeja de mierda. Miraba para arriba y hacía mal: se le cerró la garganta porque había pensado en esas paredes desnudas de piedra que podían caerle encima y sepultarlo vivo por qué no si eso era como un, un sótano, una celda, una tumba, la nena, esa nena maldita que se apure, no, vea oficial, lo que pasó fue que me estaba meando encima y vi que en el terreno no había nadie pero primero necesito una soga, alguien, alguien que tenga fuerza y que tire de la soga. Pasaron dos horas y empezó a oscurecer allá afuera, allá arriba. Mientras tanto el tipo pasó las manos por sobre las paredes del pozo y descubrió que estaban hechas de piedra. Piedras irregulares, ásperas, que se le venían encima, pero que no ofrecían agujeros en los que poner los pies o sostenerse para tratar de subir. La nena, la mocosa de porquería que lo había empujado, adónde estaría la muy tarada imbécil que no había ido a buscar al kiosquero. Se estaba haciendo de noche. Gritar, se le ocurrió. Voy a gritar, alguien me va a oír. Gritó y gritó, gritó socorro y auxilio y gritó cosas y llamó a la nena y nadie lo oyó. Era sábado, era una tarde de sábado. No, no