2013, Ana Ferro © Diseño de la portada - Goodreads

rosa, o me cantaban ¿María palito, dónde estabas ?; si lloraba y me cruzaba con alguna de ellas .... Mi bisabuela Clemencia sigue sorprendiéndose cada mañana en que el sol la descubre ..... Su respuesta volvió a ensombrecer mi rostro.
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© 2013, Ana Ferro Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo, ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sin el permiso previo por escrito del autor.

© Diseño de la portada: Fotografía: Ema Batey Ilustración: Paula Duarte C. Diseño Gráfico: María F. Chávez.

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La mujer no nace, se hace. SIMONE DE BEAUVOIR

Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad. SÍLVIO RODRÍGUEZ

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A Marc-André, Amélie y Gabriel,

aquí está el tiempo que les debo.

A mi madre.

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Tabla de Contenidos I II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII XIV XV XVI XVII XVIII XIX XX XXI XXII XXIII XXIV XXV XXVI XXVII XXVIII Epílogo Agradecimientos

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I A mí me gustan más las historias narradas por una mujer. Esta debilidad por exageraciones esclarecedoras, detalles innecesarios, y silencios elocuentes se gestó temprano en mi infancia en la casa de la puerta roja, el hogar de mis abuelos maternos, donde tuve la suerte de nacer y donde he vivido siempre, aun después de haberme ido. En ese caserón entrañable se vivía un tropel delicioso, sazonado con el ají narrativo de mis tías, mi aya, y mi bisabuela, quienes quitaban y volvían a poner el cuero a quien cayera en sus lenguas prodigiosas con las que se peinaban y hasta tejían. No hubo quien saliera ileso de sus batalladas. Por ser la más pequeña del clan, fui la presa predilecta de su labia bíblica. Porque siempre fui flaca me decían pantera rosa, o me cantaban ¿María palito, dónde estabas tú?; si lloraba y me cruzaba con alguna de ellas en el corredor, me llamaban la Llorona de Tamalameque; el día que dije que quería empezar clases de música, me bautizaron Bridgitte Soprano y simulaban cantar ópera. ¿Que, si las detesto? No, me maravilla su inventiva y esa magnífica chispa que les permite reivindicar todo, hasta el más grande disparate. Su algarabía y sus silencios —como verán— son mi identidad. Con los años la casa de la puerta roja fue despidiendo a sus habitantes, los Mendoza también sucumbimos a las bondades de la aldea global. Algunos emigraron a promisorias latitudes, otros, como es costumbre en Barranquilla, nos mudamos a unas pocas cuadras luego de casarnos. Hoy, estamos regados por todos los continentes y para reunirnos en un ágape familiar se necesitan una tragedia magna o meses de estudios y planeación logísticos que mi abuela Ana maldice con frustración, «un día de estos voy a tener que resignarme a esta felicidad que no se recorre a pie sino a turbina». La última celebración que logró repatriarnos a todos fue el centenario de mi bisabuela Clemencia, en quien después de un siglo y pico sobreviven una memoria peligrosísima y un sentido del humor demoledor, del resto dice con resignación, «estoy hecha mierda». Para la ocasión viajaron hasta los parientes lejanos. La primera en llegar del extranjero fue mi tía Mercedes. Vive en Boston desde hace veinte años. Se casó con un gringo de una gran sensibilidad por el aguardiente y

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el vallenato, el tío Bob. Se conocieron un sábado de carnaval. Por ese entonces, el tío Bob vivía en Cartagena de Indias donde era socio de una compañía de mariscos y su agente local, un señor Noguera, lo invitó a quedarse en Barranquilla a parrandear las fiestas carnestolendas con la secreta intención de meterle a su hija menor, Otilia, por los ojos. La pobre Otilia Noguera, quedó viendo un chispero cuando su parejo, enfundado en un disfraz de marimonda, se le escabulló entre polleras y mono cucos, embelesado por el ritmo imposible de unas caderas seductoras. La dueña de esas caderas hipnotizadoras era a mucho honor mi tía Mercedes, que baila cumbia como la mismísima María Barilla. El tío Bob tocó la puerta roja el miércoles de ceniza, engominado y perfumado de agua de colonia, para pedirle la mano de Mércedes ―como le dice con su acento anglo y la r enredada― a mi abuelo quien, todavía como una cuba después de cuatro días de parranda descomedida, no entendía nada. Mi abuela, aterrada y sin saber a quién llamar para averiguar el pedigrí del yanqui, miró a su hija en busca de respuestas y se encontró con una inédita expresión de ternera huérfana —hasta entonces no se le conocía enamorado—. ―¿Qué está pasando aquí, Mercedes? ―preguntó con cara de escopeta e ignorando al tío Bob que sudaba a chorros haciendo un esfuerzo por entender la escena con su escaso español de escuela primaria. ―Que me enamoré por fin ―replicó mi tía desafiante. ―Pero hija, ¿de dónde salió este muchacho? ―De una marimonda, mamá. ―¡Virgen Santísima, se nos metieron los monos! ―aceptó resignada y les dio su bendición. Chavela Vargas, la guacamaya de mi abuelo que suspira —y gime— rancheras y canciones de amor como si tuviera ovarios, inmortalizó aquel momento cuando se largó a cantar las letras de Simón Díaz: «Cuando el amor llega así de esta manera, uno no se da ni cuenta». Mi abuelo se puso al tanto de la inminencia del acontecimiento después de dos días rumiando un guayabo memorable, como único y doloroso remanente de un glorioso carnaval. A los parientes ausentes les llegaron noticias del acontecimiento por telegrama:

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Se casa Mercedes con gringo carnavalero salido de una marimonda.

Se casaron el domingo de ramos. Los casó el padre Borrero, siempre presente en los sacramentos de los Mendoza. Cinco años más tarde nació mi prima Rose, primera nieta mona de los Mendoza-Molinares después de cuatro castañas. El negocio de mi tío quebró, algo tuvo que ver el señor Noguera, y se fueron a Boston donde vive la familia del tío Bob que resultó siendo de lo más aristocrática. Mi tía volvía para el centenario de su abuela después de varios años, no importa cuántos, cuando se está lejos del hogar materno uno son ya muchos. Volvió con nostalgia de un pasado que duele al conjugarse en pretérito. Al pasar el vano de la puerta la vi suspirar tranquila reconociendo el lugar al que pertenecerá por siempre, ese que almacena el eco de su infancia. Miró a su alrededor como buscando algo y preguntó: ―¿Y Fidel? ―Se murió de amor ―contestó mi abuelo apesadumbrado. ―¡No! Pobre. ―Ya ves, debió llamarse Clemencia porque aquí la única que no se va a morir es la bruja de tu abuela. Fidel era mi perro. Una mezcla de pastor alemán y cimarrón uruguayo que le vendieron a mi abuelo como rottweiler. Lo compró para que cuidara la fábrica de velas heredada intempestivamente de su hermana viuda y sin descendencia. Después de varias intromisiones de amigos de lo ajeno, en las que evidenció su ineptitud como guardián, mi abuelo decidió traer al perro a la casa y contratar una compañía de vigilancia. Lo nuestro fue amor a primera vista. ―¿De quién es? ―pregunté abrazándolo y protegiéndome de su cola enloquecida. ―Del que le recoja las porquerías ―intervino pronta mi abuela con cara de desaprobación. ―Entonces es mío, ¿cómo se llama? ―Quédatelo; no tiene nombre ni cojones ―dijo mi abuelo desentendiéndose del problema. Le puse Fidel, porque por años oí a mi abuelo decir que un tal Fidel no se iba a morir nunca y yo quería tenerlo conmigo para siempre. Casi le hace honor al nombre.

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Se murió a los 21 años, atropellado por el Ford del señor MacArthur, paradójicamente, el único gringo de la cuadra. Después de aquella reunión familiar, los expatriados volvieron a sus esperanzas, los locales a nuestras rutinas, y la casa de la puerta roja a rumiar sus silencios. Mi bisabuela Clemencia sigue sorprendiéndose cada mañana en que el sol la descubre aún viva «Quién sabe si hoy sí, porque ya yo, ya.».

Cuando cumplí nueve años mi mamá me regaló un diario. «Escribe Lucía, antes de que te vuelvas una urraca como mis hermanas y mi abuela. El que habla de lo que oye es chismoso pero el que lo escribe pasa a la historia como un artista», dijo con más cara de entierro que de cumpleaños. Así hice. Llevaba mi diario a todas partes y registraba en sus páginas todo lo que me parecía memorable, esto último escogido con buen gusto porque nunca se me dio por escribir de política y lo más cercano a religión que escribí fue detalles de mi primera comunión en que mi abuelo se metió una borrachera monumental y le mostró el culo al arzobispo, «Si ve Monseñor, muy parecido al suyo por eso: yo tampoco cago plata». Ese día también escribí que mi abuela se podrá morir de todo excepto de un infarto. Con el tiempo me hice a varios diarios que mi abuela Ana insistía en forrar con papel con-tact para que no le salieran orejas de perro. En su terquedad por mantenerlos prolijos, se escondía su intención de leer mis garabatos. Mi abuela es una lectora asidua que no entra en remilgos a la hora de escoger sus lecturas. Lee novelas rosa tipo Jazmín con el mismo deleite con que lee a Hemingway, García Márquez o a Yourcenar. Hoy entrada en su octava década, todavía lee, un poco menos eso sí, gracias a unas cataratas tercas que le han mermado bastante la vista y que niega a operarse porque según ella misma, «ya lo que yo iba a ver, lo vi». A mi abuela le aprendí el amor a la lectura y si es verdad que mi iniciación en la escritura nació en gran parte del temor de mi mamá a que desarrollara la versatilidad oral de mis tías, también es cierto que mi abuela cultivó en mí el gusto por escribir. Fue su forma de conciliar amor con renuncias. Siempre quiso ser escritora de profesión, pero nunca le dio mucha importancia a sus garabatos y fue posponiéndolos

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entre preñez y preñez hasta que se le llenó la casa de hijos y se le vació la vida de tiempo. Arrinconó su pasión más íntima para darles espacio a las de sus hijos y nietos que alimentó como propias. Cuando todavía vivía en la casa de la puerta roja, salía temprano al patio donde me esperaba mi abuela Ana con una taza de café cerrero. Los Mendoza empezamos a tomar café casi al mismo tiempo que sopa y, aunque mi marido insiste en que a eso se debe nuestro acelere para hacer todo, yo opino que es el secreto de nuestra aptitud narrativa: nada más sabroso que un café conversado. Aquellas madrugadas, tenía a mi abuela para mi sola —todo un privilegio en una casa donde las conversaciones usualmente consistían en disparos a quema ropa que caían sobre un interlocutor cualquiera al que llegaban a socorrer o a atacar testigos presenciales—. Ella, tan presta a compartir anécdotas, me repetía las mismas historias una y otra vez, agregando como es costumbre en mi familia, y en mi cultura, colas nuevas a sus narraciones. Luego, llegaba el momento más importante de mis días. ―Lucía, ¿ya pensaste qué vas a ser cuando seas grande? —preguntaba. Me emocionaba. Aquel era el prólogo de una historia en la que yo era protagonista. El futuro se me presentaba como un lienzo en blanco sobre el que podía plasmar cualquier paleta de colores, cualquier figura —ah, aquella audacia infantil—. Me extendía en una narración pueril cambiando de oficio según el episodio relevante en mi vida por esos días, fui veterinaria, astronauta, mamá, cantante, bombero, azafata, y así sucesivamente, hasta que aparecía mi mamá: ―Lo que va a ser es mantenida como no se vaya a alistar para el colegio: Apúrate que se te hizo tarde. Así, con el pelo alborotado y los ojos legañosos, me bajaba de la nube y me traía de regreso a las seis de la mañana del día en que estuviéramos. ―Mañana me cuentas más y cuando estés segura de lo que quieres ser no esperes a ser grande ―susurraba mi abuela a mi oído y me plantaba un beso sonoro que me dejaba el mismo oído zumbando hasta después del recreo. Esa oportunidad de reinventarme, que disfrutaba tanto durante mi infancia, se me fue convirtiendo en un calvario con los años. Con la adolescencia me llegó la urgencia por definirme tan propia de esos días ―que en mi caso fueron noches porque a mí me entraba el patatús justo a la hora de dormir—. Fue mi abuela quien llegó a salvarme luego de una de esas malas noches.

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―¿Estás enferma, mija? —preguntó al ver mi cara de trasnocho. ―No dormí bien... me mato pensando en qué voy a hacer ahora que me gradúe y no me veo en nada ―contesté con mi verborrea y angustia adolescentes. ―Vamos por partes y deja la tragedia que lo grave sería que no te cuestionaras. Eres buena en muchas cosas que disfrutas. ―Sí, abue, ese es el problema, que disfruto muchas cosas: leer, escribir, bailar… nada concreto ¿ves? ―¡Pero, Lucía!, el simple hecho de nombrarlas es algo concreto, por favor... ahora bien, ¿qué te apasiona? ¿qué te reta? ―replicó mi abuela apacible. ―Eh… no sé, ¿escribir? ―¿Te apasiona? ―Si abue, me encanta pero para llegar a vivir de eso tendría que ser una excelente escritora y no lo soy, tú misma has visto mis diarios: me voy a morir de hambre. ―No seas dramática, a tu edad no se es excelente en nada distinto a contestarle mal a la mamá. Además, todas las mujeres que conozco en algún momento se matan de hambre y no necesariamente porque no tengan con qué comer —hizo una pausa y me miró con esos ojos vividos—. Son pocos los escritores que viven de la escritura, es duro llenar el bolsillo con pasiones… continúa escribiendo Lucía, conociéndote por muy buena que llegues a ser nunca te creerás excelente, esa es la mera razón por la que debes hacerlo. Me levanté del mecedor con el café a medias, la ilusión de un horizonte prometedor, y el desasosiego del que no sabe por dónde empezar. Me acerqué a mi abuela para terminar nuestro ritual y antes de despegarme del beso habitual me susurró esta vez: ―Si ese día terco en que te sintieras excelente llegara alguna vez, dedícate a otra cosa porque la comodidad mata cualquier pasión. Óyeme bien: cualquier pasión.

Me llamo Lucía Pardo Mendoza, tengo cuarenta años. Ya no vivo en la casa de la puerta roja, aunque lo más correcto sería decir, ya no duermo en la casa de la puerta roja, porque como ya he dicho, nunca terminé de irme. Al casarme, partí con mis

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pocas pertenencias entrañables: mis diarios; una brújula china contenida en un estuche de madera tallada y un mapa antiguo, ambos regalos de mi madre; y una maleta llena de pijamas y calzones con encajes que me bordó mi bisabuela para que el marido nunca se me aburriera. No soy exactamente escritora, soy columnista. Trabajo para una revista semanal que vende miles de ejemplares gracias a promesas de dietas infalibles, artículos de cómo conquistar al hombre ideal, y anuncios publicitarios de cremas milagrosas contra la imperdonable vejez. Respondo a cartas seleccionadas de lectores desesperados por un consejo que los ayude a salir de encrucijadas complejas. En palabras elegantes y para enaltecer mi profesión: tengo un consultorio sentimental. Nada del otro mundo, siempre es más fácil aconsejar a otros, pero me gusta mucho lo que hago. Al leer objetivamente los problemas ajenos en busca de soluciones prácticas, recuerdo que a veces no estamos tan jodidos como creemos. Trato de no involucrarme en las situaciones personales de mis lectores, esto para protegerme de mi innata tendencia a llorar con el mismo ahínco por los problemas ajenos que por los propios. Sin embargo, hace poco menos de un año recibí la primera de varias cartas que contenía una encrucijada que resultó ser muy mía. Fue así como la vida me involucró, llevándome hasta la respuesta al enigma que me había acompañado hasta entonces: mi padre; y redefiniéndome ante la sorpresa de lo único que creía conocer bien: mi madre.

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II Octubre, 1982 Hoy es el día en que volví a nacer, hoy decidí por mí misma cuándo comenzar a vivir… esto que llevo haciendo estos últimos años no es otra cosa que vivir a medias, que morir lenta, dolorosamente y ya no puedo más. Lo que me pides me hace más infeliz que toda la dicha con la que me colmas... Te amo, pero tenerte sin poder tenerte me desgarra, me hiere, me apaga. Perdóname por no tener el valor de afrontarte, de decirte a viva voz que no voy más, que no vamos más, pero te amo y una palabra tuya me convencería de continuar en esta relación sin futuro y con un presente a medias. Entiendo tu frustración, tu rabia por mi traición, siempre prometimos tomar las grandes decisiones, juntos, pero nunca nos pondremos de acuerdo. ¿Cómo ponernos de acuerdo si tú estás feliz en tu relación y conmigo y yo por mi parte, no puedo ser feliz compartiéndote? No guardo resentimientos, esta es una decisión que tomo por mí y para mi tranquilidad… tranquilidad que hoy se me escapa por este corazón lleno de esperanza y comprometido con un imposible… déjame ir… sin más… Tengo mi brújula, mi estrella, mi mapa, tengo toda la voluntad de encontrarte una vez más, pero sobretodo, tengo a Lucía cuya mirada grabará por siempre la tuya en mi alma… te buscaré en mis otras vidas… en esta vida ya hemos escogido caminos distintos, tú pareces estar convencido de que el tuyo eventualmente te llevará a la felicidad y yo debo por mi parte hacer lo mismo… Adiós mi príncipe... ,Cocoa ¿Cocoa? ¿Lucía? Repetí en voz alta. Cerré la carta con mucho cuidado de no rasgarla, la puse encima del escritorio, y me levanté a abrir la ventana un poco mareada y con un hueco entre el estómago y la garganta por el que casi me voy si no es gracias a Laura que entró a mi oficina como un huracán.

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―Ahora sí estoy jodida Lucía, creo que Ernesto sabe ―se interrumpió al verme apoyada en el marco de la ventana―… ¡Ay! ¿Qué te pasó? Estás transparente… Laura, es la editora de la revista para la que trabajo. Es una amiga entrañable, una periodista extraordinaria, una jefa ideal, y un espíritu libre. Está casada con Ernesto, un arquitecto español que se quedó en Colombia seducido por la arquitectura colonial y magia cartagenera, y las maromas sexuales aprendidas en la cama de Laura al ritmo de Roberto Carlos. Con los años su relación pasó de la cama a la mesa: se los fue comiendo la rutina y el tedio. Empezaron a mirarse sin verse y a buscar el amor extraviado, en la adrenalina de la aventura. ―No, no…―creo que dije de regreso a mi escritorio. ―¿Es por lo de tu mamá? es normal, Lu, fue todo tan rápido ―diagnosticó mientras yo trataba de reponerme sin mucho éxito―… ¿No será que estás preñada por fin? ―… aquí no hay nadie preñado. Tengo un calor terrible y debí haberme levantado muy rápido a abrir la ventana. ―Pero mujer si esta oficina está helada… ¿no será la pre-menopausia? —¡Qué maravilla como me pasas del grupo de las reproductivas a las retiradas! ―sonreí ya un poco más aterrizada―… a ver, cuéntame cuál es el escándalo. Si quieres un consejo vas a tener que escribirlo en una cartita porque aquí no se aceptan consultas verbales ―bromeé más con la intención de calmarme. ―Querida, en otras circunstancias hasta me defendería de tu sorna, pero vengo cagada del susto, creo que Ernesto sabe de Rodrigo. Rodrigo es un estudiante de periodismo que se unió a la revista para hacer su pasantía el año pasado. Por su cuerpo delicado, ademanes amanerados, y su interés y buen gusto por la moda, creíamos que era marica, pero luego de identificar varias miradas hambrientas en los corredores y algunos corazones rotos en el piso de redacción, concluimos que lo que tiene es una cara de pendejo bien administrada con la que se lleva a la cama a las más puritanas. Laura terminó de disiparnos cualquier duda cuando añadió al grupo de sus conquistas a las culi-prontas, porque lo que no he dicho de ella es que es más puta que Berlusconi. ―¿Qué te hace pensar eso? ―pregunté. ―Ayer lo encontré revisando la gaveta donde guardo las cartas que me manda Rodrigo y algunas fotos juntos. Cuando lo sorprendí se puso muy nervioso. Antes de que pudiera pedirle explicaciones se encauzó en un monólogo absurdo de cómo estaba

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hasta la hostia de que la empleada le extraviara las medias o se las guardara en los cajones equivocados, de que yo pasaba mucho tiempo en la revista y no me ocupaba de sus cosas ¡joder! ―exhaló imitando el acento madrileño de su marido. Se dejó caer en el sofá y hundió la cabeza en el pecho. ―¡Ay carajo! ―Me va a dejar, Lucía, está buscando una excusa y yo se la puse en bandeja de plata ―sentenció angustiada. ―El problema no es que te deje… se dejaron hace ya rato… ―dije. Me miró con los ojos vacíos buscando una explicación a su angustia. Añadió: ―No quiero la responsabilidad del fin... yo he sido feliz con Ernesto, nuestra relación funciona en algunos aspectos, no todos como es evidente pero… ―… pero deberías oírte hablar más a menudo ―interrumpí― la mujer que me hace confidencias está más bien infeliz con su relación. ―No seas tan dura Lucía… la decisión de separarse no se basa siempre en la infelicidad de una de las partes… Tenía razón. En determinado punto de nuestras vidas le damos más valor a la estabilidad, por muy castradora, que a la plenitud. Y la estabilidad es un hogar en el que se disuelve la felicidad individual y prevalece la colectiva. Yo también almacenaba renuncias con esa excusa por eso era tan dura con ella, porque su angustia era un espejo, me veía a mí misma pagando con insatisfacción, la satisfacción de tener un hogar estable. ―De acuerdo ―reconocí―. ¿Qué es lo que te asusta? —Equivocarme. —¿Y si ya te equivocaste? —No, pensar así sería infame, yo he sido feliz. —Entonces, ¿Qué te tiene tan inconforme con tu matrimonio? Otra vez volvió a mirarme ausente, con los ojos perdidos en su búsqueda. Me di cuenta antes de que hablara de que había encontrado una respuesta que le dolía. ―Estoy harta de vivir con un hombre que por más que me mira no me ve, que ha perdido el interés en todo lo que nos pudo llevar a ser felices… estoy… estoy harta de sentirme invisible. Y por primera vez en veinte años de amistad la vi llorar descontrolada, sollozando de alivio por haber abierto su corazón y de pena por lo que en él había encontrado.

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Me senté a su lado y la abracé. Después de unos segundos llorando en silencio me desprendí de su desazón. En un último intento de darle un consejo sensato, dije: ―Siéntate con tu marido, dile cómo te sientes, pregúntale si todavía quiere quererte. ―... no sé si quiero… ―Laura, escúchame, cualquiera de los dos caminos es difícil: quedarte o separarte. Así que si has de sufrir, que sea por la decisión que eventualmente te llevará a tu bienestar, a tu estabilidad emocional… de felicidad hablaremos más adelante. ―No sé, Lu… ¿Por dónde empiezo? ―Por ti, empieza siempre por ti. Pregúntate antes si todavía quieres quererle… Se quedó pensando. Al cabo de unos segundos esbozó una sonrisa de resignación, se limpió la tristeza y respiró profundamente. Después de varios suspiros se incorporó sin más. Antes de cerrar la puerta se volteó y fijando sus verdes ojos en los negros míos me dijo: ―No creas que no me doy cuenta de que tienes un entuerto entre pecho y espalda. .. ya sabes dónde encontrarme… Le respondí con una tímida sonrisa que agradecía su discreta indiscreción. Salió de mi oficina con el mismo ímpetu con que entró y con el que usualmente va por la vida. Dediqué unos minutos a admirarla. Laura es una mujer preciosa, tiene una cara angular de facciones delicadas que se complementan bien unas con otras, es alta, delgada, refinada en sus maneras, y sobre todo, de una seguridad irrebatible que la hace casi inasequible y por ende supremamente atractiva. Desde mi escritorio la vi revisando fotografías, probando productos nuevos que prometían ser el elixir de la belleza, replanteando artículos incompletos, dando órdenes a diestra y siniestra mientras atravesaba el piso de redacción como si tuviera la cabeza fresca y el corazón entero. Toda una veterana de la vida. Volví a poner los ojos en el escritorio donde me esperaba la carta de Cocoa. La abrí una vez más, olía a guardado. Reconocí la letra de mi mamá escrita en la misma esquela de flores que las anteriores cartas. Esta era la cuarta que recibía desde

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que murió mi madre. No sabía quién me las enviaba, me llegaban anónimamente desde entonces el 15 de cada mes. Mamá murió el 10 de aquel julio infame. Por más que me empeño, no logro recordarla vencida en la cama que acogía lo que quedaba de ella, su cuerpo frío, yerto. Me dicen que es una bendición no recordarla así, no estoy de acuerdo. Yo no quiero negarme ningún recuerdo suyo porque el tiempo se come los recuerdos y acabará por devorármelos todos. Sí recuerdo, en cambio, el eco de la voz del doctor Cuello al darme la noticia de que su corazón se había apagado y el silencio imposible que me aturdió. Fue como si mi mundo se hubiera vaciado, como si no quedara nada más que un gran interrogante, un no querer ni lograr entender. Siguieron el desconcierto, la rabia, la impotencia, y la sensación seca de la pena que con el peso de una vida —la de mi madre— se me instaló por dentro haciéndose cargo de mi existencia; se la cedí sin resistirme, no tenía fuerzas y no quería ganas. Hasta que mamá murió no le había visto la verdadera cara al dolor. Céline escribió que somos vírgenes del horror, igual que del placer, yo incluiría del dolor… la primera vez que te toca te desgarra, te hace minúsculo, te deja sin ninguna herramienta distinta a la fe, y esta también tambalea. Habían pasado cuatro meses desde su muerte, ninguno para mi dolor que seguía intacto. Los días pasaban por mí sin sosegar mi pena, uno igual al otro: vacuo, oscuro, ingrato, con la angustia del para siempre. Las misteriosas cartas me llenaban aun más de desasosiego porque me recordaban mi orfandad e implicaban una faceta desconocida de mamá. Esta última carta me movió más, no solo porque contenía mi nombre, sino también muchas coincidencias que ya no me dejaban dudas: mi madre las había escrito a alguien que no era mi padre. Hasta entonces no había compartido con nadie la historia de las cartas anônimas, la tristeza había vencido mi curiosidad. Después de mucho debatir me decidí, levanté el teléfono y marqué el número de mi abuela, contestó la Toto. ―¿Cómo estás, niña?―saludó. ―Ahí voy Toto, tengo mis días… ―Sí mija, que papá Dios nos ayude a vivir con esta tristeza. Agradecí su solidaridad con la pena de ambas.

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La Toto vive en la casa de la puerta roja desde que era una niña. Llegó a nosotros desde Mompox de la mano del padre Borrero. El entonces joven padre pasó un año como párroco de la iglesia de San Francisco como sustituto del padre Amado, cura de planta, que por esos días andaba trastornado por la gracia de un alma caritativa que se le metió en la cama para mostrarle la verdadera obra de nuestro señor. Dice la Toto que el padre Amado deambulaba día y noche por las calles con camándula en mano y gimiendo a viva voz, “Ay Mompox, tierra de Dios, donde se acuesta uno y amanecen dos”.

¡Pobre padre Amado!, nunca se imaginó que la

competencia del amor al Padre Santo tuviera a su disposición tantas divinidades. Antonia, la Toto, es la hermana menor de aquella alma caritativa. El padre Borrero, decidido a librarla de un futuro cruel y discriminatorio marcado por el estigma de su hermana culi-alegre, la embarcó consigo en la chalupa que lo llevaba a Yatí y allí en camión hacia Cartagena de Indias donde finalmente tomaron un bus hacia Barranquilla. Ya instalados en el bus, el padre pasó revista de todas sus opciones y se convenció de que la solución era emplearla como doméstica en un hogar prestante ―dados los antecedentes familiares de Antonia, le hacía un favor a la iglesia al no meterla a monja―. Dicho hogar debía cumplir con ciertos requisitos importantes: católico practicante, generoso, y de descendencia femínea ―el diablo es puerco y hay cosas que se llevan en la sangre―. Los Molinares Baena ganaron por unanimidad: eran católicos practicantes, generosos, y padres de una sola hija mujer, Ana ―mi abuela—. El padre Borrero se presentó con la muchachita escueta en la casa de la puerta roja, que por ese entonces era todavía de mis bisabuelos maternos Clemencia y Rafael Ignacio, les resumió como mejor pudo la historia y, a sabiendas de su corazón blando, dirigió su súplica a mi bisabuela Clemencia. ―Doña Clemencia, por amor a Dios, usted que es una mujer de fe apiádese de esta criatura. Mi bisabuela fijó sus ojos en la Toto que temblaba de pánico sin atreverse a pasar del vano de la puerta. Calculó que no podría tener más de trece años, estaba flaca, desgreñada, y mugrosa. ―¿Cómo te llamas, niña? ―preguntó mi bisabuela. ―Antonia ―dijo la niña con desgano y sin levantar los ojos del suelo.

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―¿Qué tienes que decir? ―Que no soy puta, mi doña. Y, se quedó. Han pasado casi sesenta años desde entonces. La apodaron Toto desde que mi tío Rafa, que era gago, empezó a hablar. La Toto se entregó a nuestra familia con la abnegación de la gratitud, anulándose para darnos todo. Fue compañera de mi abuela Ana —a quien idolatra— durante sus días excluyentes de hija única, el aya de todos los que usamos pañales en la puerta roja, y es aún comandante en jefe de la cocina, en donde gobierna armada de una voz de fumadora empedernida de piel rojas sin filtro. Mi abuelo Eduardo la define como un palito incansable de energía nuclear. Así es, no mide más de un metro cincuenta, es flaca y morena como un palo, y de una energía inagotable pero combustible: tiene un genio de los mil demonios en el que esconde la debilidad de un corazón inmensamente generoso. ―La abuela Ana, ¿está?―pregunté. ―Ya te la paso, cuídate y come ―me aconsejó como hace siempre y casi que inmediatamente oí sus chancletas arrastrar sus años por las baldosas de mosaico. Hablé con mi abuela sobre mis días más por temor a abordarla sobre las cartas que por materia. Cuando intuí que la paciencia no le daba para más y que se disponía a despedirse ―detesta el teléfono―, me armé de valor y pregunté: ―Abue, ¿te dice algo el seudónimo Cocoa? Después de un meditado silencio que me tuvo en ascuas y durante el que alcancé a sentirme como una desconsiderada, contestó: ―Me dice mucho como para contestarte por este aparato infernal. Ven a verme un día de estos. ―Voy esta noche ―me apuré a contestar. ―Esta noche no, tengo grupo de oración. Ven mañana a comer, te haremos sancocho. ―¡Ah que rico!, llego a las seis. ¿Quieres que te lleve algo? ―Compasión, Lucía. Te quiero. ―colgó. Me hizo amagos el arrepentimiento, mi abuela había perdido a su hija, estaba desolada. Solo los que la conocemos bien sabíamos que asumía sus días con estoicismo y que seguía viviendo solo porque es esa la única manera de esperar la muerte. Por el tono de su voz intuí que tocarle el tema de Cocoa, era tocarle una

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herida abierta. En otras circunstancias habría desistido, pero el dolor nos hace egoístas, y yo no veía más allá del mío. Estaba segura de que mis conclusiones eran correctas, aquellas cartas habían sido escritas por mi madre. Ahora solo tendría que esperar hasta las seis de la tarde del día siguiente para saber más detalles. Por lo menos eso pensaba, pero esta historia apenas empieza.

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III Noviembre, 1978 Mi príncipe: ¡Feliz cumpleaños amor mío, te amo! Cómo quisiera tenerte aquí para abrazarte, colmarte de besos y decirte mil veces cuánto te amo. Hace apenas un par de días que nos despedimos y ya siento tu ausencia en cada centímetro de mi cuerpo… me siento incompleta sin ti… vuelve. Me alegra saber que están cada vez más acoplados. ¿Sabías que tu señora siempre quiso vivir en Medellín? Sí, desde la primera vez que fuimos de visita con el abuelo a Santa Fe de Antioquia. Ella tendría 12 años, yo más o menos 6, y quedó maravillada con el hermoso verdor de las montañas paisas y el olor perpetuo a pasto fresco del Valle de Aburrá. También estaban las flores ¡qué manjar ver aquella variedad de flores! Preparándonos para el regreso a Barranquilla, tu señora le dijo al abuelo “yo me quedo aquí, váyanse ustedes” el abuelo sonrió con esa sonrisa franca de siempre y le dijo “con esas ganas, seguro que algún día vuelves” Y fíjate, allá la llevó la vida gracias a la suerte que siempre la acompaña, esa misma suerte que la premió contigo… Bueno, esta no es una carta triste, ¡es tu cumpleaños! Con esta carta te mando un vitral del que me enamoré la primera vez que fui al café de París en Boston. Creo que te he hablado de aquel sitio en el que nos reuníamos por las tardes estudiantes hispanos llenos de añoranza y con el deseo de hablar español. Suspendido en la ventana que lo separaba de la calle, el árbol del vitral, solitario en un paisaje quieto, contrastaba con el movimiento nervioso de la vida que acontecía afuera. Como mi amor por ti, que permanece intacto y sigue echando raíces mientras todo lo que lo rodea no deja de moverse… Te amo, Cocoa ―Esta fue la primera carta que recibí, el 15 de julio, cinco días después de la muerte de mamá. La encontré en mi escritorio confundida con otras cartas dentro de un

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sobre de manila sin remitente que decía mi nombre Lucía “Lulú” Pardo Mendoza ―dije al percatarme que había terminado de leer. Mi abuela cerró la carta y me miró a través de los bifocales que disimulaban mal sus ojos vencidos. Había envejecido en los últimos meses, la muerte de mamá le imprimió hasta el paso de los años que le quedan por vivir. El rostro se le marchitó. Su piel otrora nívea y despejada estaba salpicada de pecas y huellas de tristeza; sus ojos negros y redondos estaban opacos y rasgados por el flujo de tantas lágrimas; sus labios finos cedieron a la omnipotencia de la gravedad dejándola con una expresión de payaso triste. Lo único que se negaba a rendirse eran sus manos que seguían templadas y suaves, siempre ágiles para acercarnos a sus amores. ―La única cosa más dura que perder un hijo, es perder un hijo al que le llegó la muerte antes de articular todos sus silencios ―dijo con la voz quebrada. ―La tal Cocoa es mi mamá, ¿a quién le mandó estas cartas?―pregunté con total determinación y queriendo evitar que la conversación se desviara hacia nuestra pena. ―Lucía, deja que tu madre descanse en paz y déjame a mí llorar tranquila a mi muerto… no abras heridas ahora que ya se nos desangra el corazón. ―Entonces, sí es mi madre. A mi padre no le mandó estas cartas, la última que recibí fue escrita en el 78 y mi padre murió en el 71 ―insistí. No me contestó, se limitó a mirarme desde un silencio inconmovible. Traté de hacerle entender mis motivos: ―Abuela, yo llevo los años que recuerdo con este interrogante. Nunca entendí el mutismo de mamá en todo lo que tenía que ver con mi papá y ya ves… llegan estas cartas a ahondar este mar de preguntas… ―Hija, tu madre te adoró… hizo todo por protegerte, por hacerte feliz… ―interrumpió. ―Y yo siento una profunda gratitud hacia su intención… no le reprocho nada, ni siquiera privarme de una imagen clara de mi padre, pero si estas cartas tienen algo que ver con su mutismo tengo derecho a saberlo…así sea solo para darle cierre a ese capítulo. ―Lucía, esta historia solo abre aquel capítulo. ―Ánimo entonces ―insistí una vez más.

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―No hija, a mi no me corresponde… ―¿A quién le corresponde entonces? ―A mí no ―dijo con ese no en el que intuí que estaba a punto de despacharme con más dudas de las que me habían llevado hasta ella. No hay duda más grande que la certeza de que hay algo más. ―¿Para qué me hiciste venir sino ibas a decirme nada? ―pregunté jugándome la última carta. ―Para pedirte que abordes esta situación con indulgencia y sin desprenderte nunca de los vínculos que te unen a los que te queremos… lo que registran esas cartas tiene muchas implicaciones para todos y es solo una parte importante de toda la historia. Confío en que tu corazón tenga la compasión y el discernimiento para liberarlo de las dudas que lo inquietan ―le tembló la voz―… y para no dejarte olvidar bajo ningunas circunstancias el amor tan puro y genuino que te profesó tu madre hasta su último suspiro. ¿Qué dice uno después de semejante perorata cuando no se la espera? Nada, ciertamente. Quedé desconcertada y ahora además asustada. Luego de un silencio espeso, se me ocurrió la única respuesta posible. ―Tenías este discurso preparado, abuela. ―Hace muchos años, hija ―confesó. ―¿Por qué esperaste tanto entonces? ―Porque nunca se espera demasiado lo que no se desea. Su respuesta volvió a ensombrecer mi rostro. ―¿Voy a arrepentirme de indagar hondo en esta historia, abuela? ―No, pero eso no la hace menos dolorosa —dijo levantándose del mecedor. Nos despedimos en el descanso de las escaleras que van al segundo piso después de que aceptara a regañadientes que no tenía que acompañarme hasta la puerta. ―Ponle llave a la puerta ―ordenó. ―Claro que sí ―asentí y me acerqué a rodearla con mis brazos― te quiero, Anita de las estrellas. ―Y yo a ti, Lucía de mis ojos.

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La vi subir una a una las escaleras llevando encima el peso de una pena más grande que ella. Unos minutos más tarde me encontré con la sonrisa amplia y limpia de mi tío Rafa que venía a tropezones por la vereda cargado de regalos de navidad. ―Llegó el niño Dios ―saludó entre malabarismos y estampándome un beso que casi me resucita. ―Prematuro ¿no? ―No, este llega en octubre por los descuentos, la crisis llegó hasta el cielo ―contestó sonriendo—. ¿No me sacas la llave del bolsillo Lulú? Todos los que algún día vivimos en la casa de la puerta roja tenemos copias de las llaves, es la forma de mis abuelos de dejarnos la certeza de que siempre somos bienvenidos. Le abrí con mis propias llaves. ―Ya la abuela se acostó —dije. —Mejor, así dejo esto y me voy. ―Saludos a tus damas Rafita. Sonrió ante el chiste conocido. Mi tío Rafa esperaba que la vida lo librara del matriarcado en el que creció. «Fíjate tú, yo siempre le pedí a Dios estar rodeado de mujeres bellas, no me entendió, pero igual me las mandó» Tiene tres hijas, una esposa, dos ex-esposas, una perra, una gata y no sé cuántas vacas. Mi tío es el colmo del despiste y de la generosidad, es de esas rarezas que vive contento y deja vivir. Ha sido siempre un hijo ejemplar contrario a todos los pronósticos y casos conocidos de familias netamente matriarcales en las que el único varón resulta ser un holgazán derrochador y sinvergüenza. Es la luz de los ojos de mi abuela y mi bisabuela y, salvo aquel incidente ―de la misma forma en que la boda de mi tía Merce se conoce en mi familia como el acontecimiento, al domingo siete de mi tío Rafa se conoce como aquel incidente―, ha sido el orgullo de mi abuelo. Aquel incidente embarazoso data de los principios de los setenta e ilustra con fidelidad la dinámica de nuestra pequeña burguesía barranquillera elitista y clasista.

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Barranquilla no tiene un pasado colonial, su pirámide social se edificó entonces con base en el linaje de nuestras familias, la educación, las buenas costumbres y el papel de nuestros ancestros en el progreso de la ciudad a finales del siglo XIX y principios del XX. No es de extrañar que al querer hacer énfasis en la buena estirpe de algún barranquillero se diga, «esta es la hija de Josefina, de los Díaz Granados de José Vicente y Margot, que es prima también de Chicho y Rosita... esos que vivieron toooooda la vida en la 53 con 70, gente divinamente. Amén». Y toooooda la vida implica un par de generaciones atrás. Mi tío Rafa violó la atávica regla de no revolverse verticalmente. Se casó a escondidas con su primera esposa —una mujer humilde de apellidos y rica de caderas— el último año del bachillerato que mi tío cursaba en el colegio San José, una escuela de Jesuitas que en sus inicios solo educaba a hombres de bien ―a golpes de presupuesto, los Jesuitas evolucionaron hasta caer en la sabia y sensata cuenta de que el mundo (y el colegio) no saldría adelante sin la contribución de mujeres de bien―, actualmente es mixto. Esa mañana de 7 de agosto, mi tío se le plantó enfrente a mi abuela emperifollado de saco y corbata pidiéndole que le peinara el mechón insurrecto que le cae en la frente. Quería verse prolijo para izar la bandera, honor que le otorgaban los curas por su sentido de pertenencia a la institución y amor a la patria. Ante semejante honor, mi abuela le dio la bendición bajo el marco de la puerta roja, la misma que el galán cruzó con el pelo tieso y rumbo a izar la bandera ―no exactamente la de Colombia―. Volvió a los dos días casado, con cara de hambre, trasnochado de amor, y con una mujer preñada de tres meses colgándole del brazo: Alba Rosa. Cuentan que mi abuela abrió la puerta aquel domingo de resurrección a destiempo. Lo saludó con un bofetón que le despegó el mechón todavía engominado. ―¡Desagradecido! ―le dijo e inmediatamente volcó la furia que llevaba en remojo dos días― Esta fulana que traes a mi casa Rafael Antonio, ¿quién es? Mi tío, recuperándose del sopapo y todavía con la mejilla caliente, contestó con un murmullo casi inaudible: ―Mi mujer. ―¿Tu qué? ―dijo mi abuela no dando fe a lo que entendió.

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―Su mujer, doña Ana ―confirmó Alba Rosa en voz alta y para que no le quedaran dudas. A mi abuela le dio un soponcio y hubo que internarla de urgencias en la clínica del Caribe de donde se negaba a salir hasta no ver los papeles que finiquitaran semejante disparate. Mi bisabuela Clemencia cayó en una depresión profunda, no se bañaba y no salía de su cuarto ni para hacer chichi. Chavela Vargas no se callaba y pasaba de ranchera en ranchera hasta que se quedó afónica. Mis tías, mi mamá, y yo –dicen yo no recuerdo― rezamos rosario tras rosario suplicándole a la Virgen su intervención divina. Mi abuelo siguió sumido en su cólera muda hasta que se cruzó con mi tío en el corredor. Le dijo con su infranqueable voz de dictador soberano, «Y cómo tiro fijo, ¿usted todavía por aquí? no señor, así como fue machito para preñar y conseguir mujer ahora tenga los cojones para mantenerla». Mi tío salió de la casa de la puerta roja con su uniforme de bachiller, su mujer preñada, y un mazo de guineos que le dio Toto, como único haber. Se fueron a Sabanalarga, un municipio al sur de Barranquilla, donde vivía la mamá de Alba Rosa y donde mi familia tiene una finca ganadera, Doña Anita, heredada de mi bisabuelo Rafael Ignacio, padre de mi abuela Ana. Mi abuela se enteró del desalojo de su vástago estando en la clínica y con las mismas llegó a la casa a poner orden, al fin y al cabo aquella muchacha llevaba en su vientre un Mendoza-Molinares. Se encerró en el cuarto con mi abuelo durante horas de discusión acalorada en las que apeló sin éxito al buen corazón de mi abuelo. No había nada que hacer: estaba furioso y burlado en el alma; salió de la casa tirando la puerta roja a sus espaldas. Volvió esa noche, intoxicado de Old Parr y con los mocos secos de tanto llanto, a seguir su lamento en las faldas de mi abuela. Hablaba entre sollozos, se culpaba por no haber sido más fuerte con su hijo, por no haberlo guiado cuando todavía había tiempo. Mi abuela lo dejó llorar hasta que se quedó dormido. Al día siguiente lo despertó con un café cerrero, dos aspirinas y dos sal de frutas. Esperó a que los bebiera con calma mirándolo con la compasión con que se mira a un adversario vencido.

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―Rafael Antonio, se equivocó, como nos equivocamos todos. En estos momentos sí necesita de ti, necesita que seas fuerte y que lo guíes. No le des la espalda ―dijo mi abuela con la voz impávida del que da un veredicto. ―Tengo que poner un límite, Ana, esto que nos ha hecho es una traición. ―No, en eso estamos equivocados todos. Rafael Antonio se casó con esa muchacha para enmendar su falta, no con la intención de traicionar a nadie. Después de mucho tire y afloje, mi abuelo aceptó que su hijo y su señora esposa se fueran a vivir a Doña Anita. Mi tío Rafa terminó el bachillerato en el Colegio de Sabanalarga, CODESA, estudiando por las noches. Dedicó sus días a sacar a Doña Anita del olvido y la puso en el mapa como una de las fincas ganaderas más prósperas de la región. Su hija María Clemencia, nació 6 meses después y, por si las dudas, es idéntica a mi tío Rafa. Por ser contemporáneas fuimos muy unidas los primeros años. Nos separamos cuando entramos al colegio por una de esas convenciones estúpidas que alienan con la intención de preservar principios. María Clemencia estudio en el CODESA como su padre. No pudo entrar al colegio en que estudiamos todas las Mendoza porque en aquella época, las monjas todavía podían darse el lujo de aceptar únicamente a las hijas de padres casados por la iglesia católica. Mi abuela trató todos los recursos a su alcance pero no hubo poder humano ni divino que hiciera flanquear a las monjas. Insistieron en que eran normas fundamentales de la comunidad y no se permitían excepciones. A Alba Rosa no alcancé a llamarla tía porque se separó de mi tío antes de que yo empezara a hablar bien. No pudo con la presión de mi abuela y mi bisabuela que desde el principio le hicieron saber que la toleraban, mas no la aceptaban como uno de los nuestros ―hay otra verdad detrás de todo esto pero no nos adelantemos. Según mi tío Rafa, el fracaso de la relación tuvo más que ver con el hecho que nunca tuvo bases sólidas. Pensaba que el amor debía ser ese delirio que le producían las caderas redondas y los pechos generosos de Alba Rosa. Y como en la vida hay dos cosas seguras: la muerte y la gravedad, cuando a Alba Rosa se le cayeron el culo y las tetas, a mi tío se le murió el amor —o lo que su afán de púber fogoso confundió con amor.

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Alba Rosa, más que aliviada de librarse de los desplantes de su suegra y arandelas, se quedó a vivir en Doña Anita con María Clemencia, hasta que se casó pocos años después con un vecino finquero, Carlos Urdaneta, con el que tuvo tres hijos varones. Los papeles del divorcio contenían entre líneas una tregua tácita entre mi abuela, mi bisabuela y Alba Rosa, a quien finalmente aceptaron como se acepta un pasado inevitable y a quien agradecieron secretamente no haber exigido un matrimonio por la iglesia. Mi tío Rafa volvió a la casa de la puerta roja con sus bártulos y la piel tostada de un ganadero respetable. Siguió de administrador de la finca mientras estudió veterinaria a distancia. Gracias a la carretera de la Cordialidad, visitaba a su hija con frecuencia y la traía a pasar los fines de semana con nosotros. Fue gracias a María Clemencia que la relación entre mi abuelo y mi tío volvió a ser cordial, era una niña dicharachera y adorable que se ganaba a todos con su calidez.