1 Una mujer caminando sobre el alero de un tejado de cuatro pisos

La caravana donde vivía la había convertido en su hogar de nómada, porque era todita parecida a una golondrina de invierno y se ubicaba allá de donde ...
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Una mujer caminando sobre el alero de un tejado de cuatro pisos de altura no promete nada bueno. O ha desesperado de la vida o le atrae de pronto el vacío, abrazar el aire que la separa del suelo y sentir que se ha entregado al vértigo definitivo. Nada más verla, imaginé los corros de viandantes que se apretujarían en la acera de enfrente, las consiguientes exclamaciones y lamentos que acompañarían cada gesto y voltereta de la intrépida saltimbanqui, la llegada teatral de los bomberos con sus sirenas y cascos ridículos, la escalera mecánica con sus engorrosos engranajes dilatándose hacia la chica, la escenita del voluntario balbuceante que desde la buhardilla inmediata soltaría el discurso a la suicida sobre lo que bello que es vivir, que todo se supera y los pájaros seguirán cantando. No me gustaría estar en el pellejo de la chica para soportar esos lentos ceremoniales. Sólo la idea de que lo tenía que vivir, ya hacía apetecible tirarse. Al horror de que alguien fuera a matarse ante mis ojos se unía la agravante de que la conocía (de un modo bíblico). El estupor vino de reconocer en aquella paseante de las alturas a mi amante. Distinguí bajo un cirro suspendido en el cielo esa naricilla respingona, entre las antenas y canaletas, sus esbeltas piernas enfundadas, cómo no, en pantalones ajustadísimos. Con el pelo ondeando, estaba hermosa incluso ante las fauces de la muerte. La consigna romántica de apurar la vida de un trago, morir joven y dejar un bello cadáver. Claro que no fueron los sentimientos humanitarios los que me helaron la sangre, sino la clarividencia de que un resbalón fatal podía sacar a la luz nuestros secretos. Bastó la mera suposición de que se dejara caer en brazos de la gravedad para despertar mi egoísmo de un modo insospechado. Los resortes saltaron al instante, delatando en mí a una persona desconocida, que parecía haber dormido hasta ese momento. Miré alrededor por si alguien más la había descubierto. Por suerte, a los pocos transeúntes que circulaban parecían bastarles sus propios problemas, de manera que

me precipité sin más a la casa. Ascensor fuera de servicio, típico. Subí corriendo los ocho tramos de escaleras. Tenía que salvarla y, sobre todo, debía impedir que su insensatez me acarreara la ruina. Y pensar que sólo había levantado la vista para recrearme en el cielo azul por un momento. Verla caminar sobre las ondas del tejado me fulminó como el rayo. No he dicho que la quisiera. El verbo sagrado, Amar, no lo he conjugado. No merezco escribirlo si he de relatar las mentiras y argucias que rodearon nuestros encuentros. Pero mi corazón se hubiera hecho añicos en el instante en que ella despegara los pies de las tejas. Además, el misterio que la rodeaba hubiera quedado oculto para siempre en ese continente de sombra que ella nunca mostraba. Clara, reina de la oscuridad.

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No la culpo de lo que pasó. No pudo planearlo, era tan incapaz de organizar nada… Al principio me desconcertaba el caos en que vivía, su desinterés por lo que iba a hacer mañana. Nada me alarmaba tanto como verla echar cuentas para comprar esto o aquello, cuando no tenía en los bolsillos un mal céntimo con que pasar el día. Muchas noches me desvelaba tratando de adivinar qué astucias y delitos alimentaban sus caprichos. Si nuestra relación empezó como un juego, no fue casualidad, porque el azar y las reglas caprichosas eran el único espacio que ella habitaba y parecía entender. Clara volaba sobre los objetos como un gorrión sin nido y a la vez se aferraba a ellos compulsivamente. Podía montar un drama por una fecha olvidada o

un peine

perdido y era capaz de celebrar durante una hora alguna frase lanzada a un camarero: dependía todo del momento. Era de esas chicas que para parar un taxi saltaban al asfalto y alzaban los brazos como los náufragos que avistan un barco. Sus balances de ingresos y gastos siempre bordearon el enigma para mí, cualquier hábito (fuera del tabaco) que tuviera pasó desapercibido ante mis ojos atentos. Toda ciudad suponía a sus ojos un arquitectónico lunes levantado contra su libertad y, en ese espacio enemigo, Clara se esmeraba en saborear un prolongado y rebelde domingo. Miraba los edificios, los relojes de los establecimientos, los meros teléfonos, como grandes obstáculos para sus planes. Era amiga de las aceras, de los árboles, de los perros vagabundos, del sol. La caravana donde vivía la había convertido en su hogar de nómada, porque era todita parecida a una golondrina de invierno y se ubicaba allá de donde cualquier ave con sentido de la orientación hubiera huido, y quién era yo para reprochárselo. Una amplia caravana de un horrible color verde limón, junto a un oxidado desguace de automóviles que parecía su único ecosistema creíble, como ella misma decía, en la que había llegado a Sevilla, apenas un mes antes de conocernos. Nunca dijo de dónde venía ni qué se hizo del coche que había remolcado aquel armatoste. Le gustaba andar descalza por aquel suelo suburbano, en el que latas y botellas vacías regurgitaban fuera de la cadena de consumo, un poco como ella. Había cerca una piscina pública y algunas tardes entrábamos allí a hurtadillas, atravesando los setos sin podar, restregándonos contra las ramas secas de las tuyas y

algunos alambres cortados en la valla. Siendo febrero, Clara se atrevía a bañarse y me invitaba a entrar en el agua hasta que la luz de las farolas comenzaba a iluminar el doloroso color hueso del edificio de las duchas. La luz eléctrica sometía las instalaciones a una vigilia deplorable donde podía verla caminar con su bañador naranja bajo el azul eterno y un cri cri de estrellas. Nos sentábamos en el pavimento de hormigón que la grama asaltaba por todos los resquicios, para secarnos y reírnos de lo fría que estaba el agua, un agua sospechosamente verde que siempre supo demasiado a cloro. Su piel quedaba blanquecina al secarse, parecida a un pergamino áspero, a causa de aquel mejunje donde nadábamos. La recuerdo pensativa, como olvidada de mí, mientras un rojo sol se ocultaba perfilando de oro las ventanas y bordes. Había otra piscina pequeña, vacía durante el invierno, tapizada de hojas secas, donde entraba para que su voz retumbara. A veces se sentaba allí, apoyada en sus paredes agrietadas junto a algún flotador pinchado, y decía “déjame sola, quiero pensar”. ¿En qué pensaba entonces? El sol recalentaba la chapa de la caravana durante el día y de noche helaba, aunque lo más incómodo no eran el olor a cuero ni el óxido de junturas y tornillos, sino la angostura, lo efectivo de aquel milagro de la concisión y el escamoteo. Su diseñador había calculado el espacio justo para cocinar o dormir y convertía al habitante-tipo en una máquina de desayunar, de lavarse los dientes o hacer el amor dentro de la medida exacta, sin concebir novedad alguna en cuanto al espacio que requiere un cuerpo humano. Tan escueto escenario nos desalentaba, aunque Clara no hubiera aceptado una crítica y yo jamás la habría hecho. Lo gracioso era que me reñía si cerraba las ventanas o la puerta, que necesitaba tener abiertas durante el día a riesgo de que se colara un gato vagabundo o vete a saber qué insectos, o aquel mirlo que la hizo levantarse agitando unas bragas rosas como bandera de la supremacía humana en el habitáculo, mientras un remolino de alas negras buscaba la salida, en tanto se derramaban las cenizas sobre las sábanas y un par de platos se estrellaban, por suerte de plástico. El jergón chirriaba a la menor ocasión y las arrugas de las sábanas rosas resistían todo planchado, pero eso no impedía que a veces me echara para soñar que dormía bajo el croar de las ranas, desnudo a su merced para siempre, aun sabiendo que era imposible, que ella no aceptaría semejante imposición. Otras veces la miraba tender

la ropa en un alambre sujeto entre un castaño y la verja del desguace, exponiendo sin pudor sus colores y formas bajo la taimada sombra del castaño que el sol agujereaba. Entonces caminaba hacia mí con su blusa abierta y parecía venir del inicio del mundo, de algún edén juvenil que la vida misma prometía pero que nunca terminaba de aparecer. Ah, los cuerpos ágiles, tersos, con olor a salud, cunas del orgullo y el temperamento. Me complace imaginarla iluminada por un crepúsculo de incendiadas nubes, envuelta en risas y con los cabellos enredados. Había una armonía que tal vez percibí, tenue, entre los cuerpos juveniles y las esferas, una conjunción que atañía a árboles y manos, a montañas y senos, a la piel y el aire, a la voz y la música. Tal vez la memoria sea nuestra bendición como especie y un recuerdo feliz deje su onda en la eternidad, como la vibración de una hoja caída en el agua.

3

La primera vez que vi a la chica fatal fue una noche de primeros de febrero. Mi mujer y yo acudíamos a un hotelito cerca del Arenal, donde angostas calles jugaban a los jeroglíficos y se bifurcaban como pesadillas. A la entrada del hotelucho ondeaba alguna bandera ya sin patria. Casi agradecí que en la recepción un cisne rojo de yeso dormitara bajo una hornacina, insultando con su indiferencia a los huéspedes que bajaban por las escaleras o entraban tropezando con una alfombra, más que sucia, incorregible. Mi director de programación (mis enemigos te dirán, sin necesidad de que se lo preguntes, que soy guionista de radio) nos había invitado a cenar a Teresa y a mí en aquel hotel marchito. Cada año elegía un sitio distinto, así que por cortesía fingimos no ver el empapelado de las paredes ni el patio gangrenado de humedad. Los jarrones contemplaban el polvo de los espejos y algún fantasma de mueble o maceta se pulverizaba en la penumbra de un rincón. El camarero nos llevó a la que se atrevió a llamar la mejor mesa del comedor y exigió una propina, extendiendo la mano con tal insolencia que rayaba en la fe ciega. Luego se alejó, pavoneándose con su flequillo rubio a tono con los visillos de las cortinas. Las mesas parecían la venganza de algún anticuario. Conté quince huellas dactilares en el mantel antes de que apareciera nuestro anfitrión. Al director lo llamaré Máscara porque su nombre verdadero sólo daría pie a indiscreciones de las que soy enemigo. Máscara había sido actor de teatro muchos años y se hubiera jubilado en el olvido si poco antes de retirarse no hubiera intervenido como secundario en una película que recibió algún premio Goya, logro con el que nos aburría periódicamente. Sus contactos artísticos –más bien cierto pariente de su esposa, político de oficio− le abrieron las puertas de la dirección radiofónica. Conservaba cierto aire de galán trasnochado al que los años conferían un apunte irónico, aunque me temo que bajo los efectos del alcohol se tomaba en serio tan decrépito papel. Jamás imaginamos que traería a su amante a cenar. Pero eso hizo; lo vimos bajar las escaleras, abrazado a la cintura de una muchacha. Vestía una blusa de tirantes y falda corta. El maquillaje daba a sus ojos un aspecto arrebatado, como si no pudiera

mirar nada sin apasionarse. Y se besaban. La situación resultaba violenta porque Máscara siempre traía a cenar a su esposa: una encorsetada señora con el pelo teñido de naranja y un collar de perlas del que nunca la vi separada. A Teresa se le encendieron las mejillas y bajó los ojos. −Ahora sé por qué tu director nos ha invitado a cenar en un hotel –musitó. −Cielos, te entiendo −susurré. Así de listos éramos. De modo que el jefe usaba aquella guarida de ratas para sus correrías adúlteras. Y se comportó con la mayor naturalidad: me abrazó como si existiera esa confianza entre nosotros, profanó las mejillas decentes de Teresa y luego nos presentó a su “amiga”. Ella no mostraba la menor emoción. Alargó la mano y amagué estrechársela casi excusándome por el azoramiento de Teresa, que había movido los labios sin emitir sonido alguno. Fue Máscara quien pronunció su nombre por primera vez, Clara. Así supe que se llamaba Clara, ella, la reina de la oscuridad, el hada de la noche, ninfa de mis pesadillas. Apenas me sonrió con lo que pareció un veloz guiño antes de besar de nuevo al viejo Gargantúa. Teresa deseaba que nos marcháramos (lo noté en su gesto impaciente), pero sabía que mis primeras palabras darían el tono a la velada, de modo que no la socorrí y traté de mostrarme cordial con la amante del jefe.