1 Los cuentos y novelas de Patricio Pron (Argentina

convicción de la huida del mundo literario, la decisión de renunciar a la escritura. El narrador arguye que P tiene dos razones para abandonar su carrera literaria: El primer argumento es que deseaba mantener su autonomía como escritor en un marco en el que el reconocimiento –esa forma modesta de fama de la que ...
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Solo el hecho de escribir compensa los disgustos de ser un escritor. PATRICIO PRON

Los cuentos y novelas de Patricio Pron (Argentina, 1975) pueden enmarcarse dentro de la tendencia de cierta literatura latinoamericana contemporánea cuyas obras se muestran como creaciones literarias que van más allá de lo narrativo: son también artefactos críticos que interrogan, desde el hecho estético, la realidad, las instituciones del poder y, sobre todo, cuestionan a la propia institución literaria. Si la tradición de la narrativa latinoamericana –desde las novelas fundacionales del siglo XIX, pasando por las novelas de la tierra, hasta llegar a las novelas del Boom– tiene como gran punto de partida el tratamiento de la realidad, de lo referencial y lo local, buena parte de la narrativa contemporánea ha abandonado la tendencia hacia el realismo y ha puesto su interés en la propia literatura como punto de partida de una crítica entendida no en términos políticos sino textuales: la realidad es vista por estos narradores en su dimensión discursiva, y quien la cuestiona ya no es el intelectual como una figura pública, sino el lector desde el espacio privado. De forma similar a lo que ocurre con la narrativa de autores como Roberto Bolaño, César Aira, Alejandro Zambra, Rodrigo Fresán, Rodrigo Blanco Calderón o Norberto José Olivar, la narrativa de Pron plantea una mirada crítica de la realidad desde lo literario. De esta forma los límites de la narración son transgredidos y los textos de Pron funcionan de manera híbrida, al convivir en ellos la narración, el ensayo, la autoficción y la crítica literaria. Al erosionarse las 1

fronteras entre géneros, la noción de “realismo” se vuelve compleja y problemática, pues se parte de la idea de que cualquier intento de aprehender la realidad a través de la lengua es una arbitrariedad. De este modo, estas poéticas que reflexionan sobre y desde la literatura operan sobre el lenguaje que representa la realidad para cuestionarlo, por lo que se trata de textos críticos que, a pesar de no pretender traspasar la esfera literaria y erigirse como discursos políticos, sí presentan un cuestionamiento a ciertas instituciones –la historia, la política, la propia literatura y su tradición–. Como señala Ignacio Fornet: Aunque los narradores de hoy no pretenden escribir una literatura incendiaria, no se abstienen, en buena parte de los casos, de hacer una literatura “crítica,” lo que hoy significa desmontar o impugnar el discurso del Poder, las narraciones del Estado. El complot, la paranoia, la traición, el desencanto, la suplantación y la impostura son obsesiones que permean los relatos de estos narradores. Aun en medio de la diversidad que los caracteriza, ninguno de ellos renuncia a ejercer su función de lector, a perseguir, en la madeja del extraño tiempo que nos ha tocado vivir, el sentido de una historia que nuestros padres literarios no supieron profetizar (2005: 27).

Esta mirada crítica sobre la realidad se da, frecuentemente, a través de la óptica de los diversos personajes-escritores que aparecen en la obra de Pron. La narrativa del autor argentino es un espacio en el que la creación literaria se nutre de la propia literatura, y en el que los escritores –reales y ficticios– aparecen constantemente ficcionalizados. En una entrevista reciente, Pron comentaba que “abordar el asunto de cómo los textos son leídos en una sociedad y cómo los escritores se mueven en ella es necesario para que comprendamos mejor qué cosa es la literatura y qué somos nosotros en tanto lectores” (Rodríguez, 2016). En su última novela, No derrames tus lágrimas por

nadie que viva en estas calles (2016), el autor parte de la anécdota de un – ficticio– congreso de escritores fascistas celebrado en Italia a finales de la Segunda Guerra Mundial; el congreso sirve como catalizador para que el autor reflexione acerca de la relación entre la literatura, como una forma de violencia cultural, y la política como una forma de violencia de Estado. Lo que nos interesa, sin embargo, es enfocarnos en el cuestionamiento del campo literario contemporáneo que plantea Pron en algunos de sus cuentos, que tienen como 2

centro, también, a personajes-escritores. Por supuesto, la narrativa que incorpora al escritor al plano de la ficción no es una novedad en el panorama narrativo latinoamericano, por lo que se hace necesario, antes de acercarnos a la cuentística de Pron, esbozar una breve genealogía del personaje-escritor en la literatura latinoamericana, esto con el fin de apreciar cómo ha sido representado el

escritor.

También

es

menester,

por

supuesto,

establecer

algunas

consideraciones teóricas sobre el campo literario.

La narrativa latinoamericana moderna, esa cuyo punto de inicio podríamos situar –arbitrariamente– en la cuentística de Jorge Luis Borges, ha sido fecunda en cuanto a la representación del escritor como personaje. El hecho de incorporar al escritor al plano de la ficción implica una manera novedosa de concebir el hecho literario y de promover nuevos pactos ficcionales. Imaginemos a un lector de 1944 que se topa, por primera vez, con un libro de Jorge Luis Borges y lee, al azar, uno de sus cuentos, sorprendiéndose al constatar que uno de los personajes es, también, un escritor de nombre Borges. Para aquel lector, el estatus ontológico de la narración se problematiza: ¿es real lo que acaba de leer? ¿Qué es lo que acaba de leer? La narración, al incorporar al escritor como personaje, se desinteresa por la realidad extratextual; lo autorreferencial desplaza la referencialidad tradicional; la literatura conquista su autonomía, asume su condición de hecho estético y de operación del lenguaje, deslastrándose de la pesada carga de lo político, de lo real y de lo concreto que caracterizó la narrativa del siglo XIX y de principios del XX. La incorporación del escritor al plano ficcional supone un viraje narcisista: la literatura se vuelca sobre lo metaficcional, muestra su artificiosidad y exhibe su propio acto y condiciones de creación.

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Más allá del terreno de lo textual, la presencia de los personajesescritores deja entrever la estructura y el funcionamiento del campo literario de cada período de la literatura del continente y, sobre todo, da cuenta del rol y la postura que el personaje-escritor asume dentro del campo. El personaje-escritor no aparece aislado de un contexto sociocultural bien definido en el que –o

contra el cual– asume una posición. En su libro Campo de poder, campo intelectual (1983), Pierre Bourdieu analiza las condiciones socioculturales que rodean la escritura, edición, difusión y recepción de la obra literaria, es decir, todos aquellos mecanismos que suscitan la posibilidad de que la obra salga del espacio íntimo de la creación personal y se convierta en un capital simbólico público, disponible para un grupo de consumidores –lectores y críticos–. Bourdieu analiza las relaciones entre obra, academia y mercado, factores que no son fijos sino que están sujetos a una serie de condiciones socioculturales inestables, por lo que el campo literario varía según dichas condiciones. En palabras de Bourdieu, “los agentes o sistemas de agentes que forman parte [del campo literario] pueden describirse como fuerzas que, al surgir, se oponen y se agregan, confiriéndole su estructura específica en un momento dado del tiempo” (2002: o). El personaje-escritor está inserto en el campo literario y, desde allí, fija una posición respecto a las instituciones que lo regulan –la academia y el mercado–, por lo que las narraciones en las que aparecen personajes-escritores son sintomáticas de una serie de cuestiones que tienen que ver con el estatus de la literatura, en cuanto a capital simbólico, según las condiciones específicas del campo. El campo literario es un espacio de tensiones, de luchas de poder. El personaje-escritor parece estar siempre en resistencia contra el campo, escribir desde la periferia y oponerse a las condiciones y reglas que el espacio de circulación y legitimación de las obras literarias impone. La condición del escritor parece estar siempre amenazada por factores externos. De allí nace cierta condición trágica de la literatura, la paradoja que permite sus condiciones de posibilidad: necesita de aquellos factores externos que la regulan, la limitan y

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amenazan su autonomía para poder ser leída. De allí que la representación del escritor en la narrativa latinoamericana muestre, por lo general, una imagen del escritor como sujeto marginal, inconforme con las reglas del juego impuestas por el campo; sin embargo, el personaje-escritor no puede renunciar al campo literario, pues abandonar sus límites equivale a renunciar también a la posibilidad de publicar y de ser leído. Es por ello que el escritor debe asumir una “identidad escenográfica” (Zapata, 2011) que le permita no sólo ser reconocido dentro del campo, sino también situarse del lado de la resistencia ante los imperativos y las fuerzas coercitivas que representan el mercado, las casas editoriales, la academia, los críticos y los lectores. Analizar la representación del escritor desde lo que la crítica ha planteado como una “sociología del autor” permite entender cómo el autor construye su imagen de escritor: Antes de empezar a escribir, de tratar el problema de los géneros, del estilo o de las temas que tocará su obra a venir, el aspirante a autor hace frente al problema de su identidad, de su personalidad literaria (…). [El autor] debe construirse como escritor, definir su postura frente a los otros, pues sólo ésta le permitirá ser reconocido tanto al interior como al exterior del campo. Y puesto que el autor no existe en tanto no sea reconocido como tal, su existencia dependerá entonces de su capacidad de hacerse notar, de hacerse ver, de crear una identidad reconocible por el público. (…) adquirir el derecho a hacer parte del campo no sólo consiste en adquirir y comprender sus reglas de funcionamiento, sus valores y sus códigos de expresión – interiorizados en lo que Bourdieu llama habitus–, sino también en adquirir una postura, una conducta, una identidad escenográfica (Zapata, 2011: 47).

La identidad escenográfica que construye el personaje-escritor está directamente relacionada con las condiciones específicas del campo literario en el que se encuentra inmerso. La cuentística de Borges, por ejemplo, muestra un campo literario pre-modernizado, un círculo reducido en el que el escritor, el editor y el crítico se sitúan en coordenadas cercanas entre sí, y en el que el mercado, aún no masificado, no juega un papel determinante en las relaciones entre el escritor y su obra. Como señala Idelber Avelar, “…hasta los años veinte y treinta Borges podía evitar la “vergüenza mortal” de que sus libros se vendieran en librerías, y ocuparse personalmente de la distribución, entre el círculo de literatos de Buenos Aires, de sus ediciones de 300 ejemplares” (2000: 25). El libro, 5

antes de ser un producto masificado, es distribuido por el propio escritor. Esto, más que una anécdota irrelevante, señala un vínculo estrecho entre el autor y la obra, una relación que anula la participación de los agentes del mercado que convierten el libro en mercancía y la distribución en un acto impersonal en el que el escritor no tiene ninguna participación. Es por ello que el personaje-escritor borgeano se caracteriza por su discreción, por su compromiso inquebrantable con la escritura y la lectura y no con factores extraliterarios que condicionarán, posteriormente, todo aquello que rodea la vida y obra del escritor: el hecho de ser una voz autorizada en el debate sociopolítico, el tener que participar en ferias y eventos de promoción, la necesidad de conceder entrevistas y todo aquello que implica la profesionalización del escritor. En el contexto de la literatura del llamado boom latinoamericano, por ejemplo, es posible encontrar una serie de personajes-escritores que reaccionan a circunstancias socioculturales inéditas en el continente. Estas nuevas condiciones tienen que ver, sobre todo, con la autonomización del campo literario y el surgimiento de un mercado editorial masivo, además de una serie de factores que amplían la difusión internacional de la literatura del continente (mayor número de traducciones y de premios internacionales, por ejemplo), hecho que genera, según Avelar, la disolución del aura de la literatura latinoamericana (2000: 26). En este

contexto, como señala Jean Franco,

la

literatura del Boom “enaltece la idea del autor como "fundador" o "creador" de un universo texto original” (1o81: 12o). En términos similares, Avelar sostiene que el Boom fue un intento de “restablecimiento del aura en un contexto posaurático en el cual la misma modernización demoledora de mitos compone una nueva, seductora y fetichista mitología” (2000: 21). Los escritores del boom se asumieron como escritores-demiurgos que, a través de la literatura, se convierten en fundadores de esos universos-textos que de los que habla Franco. Como ejemplo paradigmático de la representación del escritor-demiurgo destaca

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Brausen, el personaje-escritor de La vida breve (1950), de Juan Carlos Onetti1. Brausen es ese tipo de escritor-demiurgo que busca fundar nuevas realidades a través de la palabra; de allí que el personaje sitúe su obra en la ciudad de Santa María, espacio que no es la mímesis de alguna ciudad real sino un universotexto inédito, con su propia “fetichista mitología”. Si bien el interés de Brausen es desplegar en el plano ficcional una especie de existencia alternativa privada, que no busca refundar aspectos de realidad nacional alguna, el gesto de crear una ciudad ficcional –que se amplía en otras obras de Onetti– es sintomático de la necesidad del escritor de la época de recuperar el valor aurático de la literatura como creación singular y trascendente más allá del desplazamiento del escritor hacia un mercado regido por el campo editorial en tiempos de masificación capitalista. Estos ejemplos de personajes-escritores no agotan, en absoluto, las muchas representaciones del escritor en la narrativa latinoamericana2, pero permiten ver que las condiciones del campo literario inciden directamente en la caracterización del personaje-escritor. Ni el campo literario ni la figura del escritor deben ser entendidos en términos transhistóricos, es decir, como nociones fijas y estables no sujetas a las contingencias del tiempo y los cambios socioculturales. Como ya indicamos previamente, el campo literario es un espacio voluble ante los cambios impuestos por las condiciones socioculturales y epistemológicas que caracterizan cada época. Bourdieu planteará al respecto que “como producto de una historia, este sistema [del campo literario] no puede disociarse de las condiciones históricas y sociales de su integración” (2002: 17). Teniendo esto – –

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en cuenta, es necesario plantear las características de lo que llamaremos “campo literario posmoderno”, destacando los modos y medios de relaciones que se establecen, en el contexto contemporáneo, entre autor, obra, mercado y crítica, relaciones que se ven reflejadas –a la vez que cuestionadas y atacadas– en la cuentística de Patricio Pron.

¿Cuáles son las condiciones que definen el campo literario en el que están inmersos los personajes-escritores de Pron? Si los escritores del Boom –y sus personajes-escritores– reaccionaron contra la pérdida del aura literaria, consecuencia de la mercantilización y autonomización del campo literario, algunas propuestas recientes en las que el escritor aparece como material narrativo dan cuenta de una serie de cambios en el campo literario asociados a nuevas

condiciones

socioculturales

vinculadas

a

la

posmodernidad.

El

personaje-escritor representado en la narrativa de Pron se sitúa en medio del panorama cultural y epistemológico posmoderno, marcado por los imperativos de mercado, la globalización, los mass media, las nuevas tecnologías y la “muerte del sujeto” anunciada por los filósofos contemporáneos.

Este

personaje-escritor se distancia de las nuevas reglas impuestas por el mercado editorial, se aleja de la luz pública y se niega a convertirse en una marca comercial. Este tipo de personaje rechaza la literatura que se adscribe a estas condiciones y a aquellos escritores que se convierten en figuras mercadeables cuya escritura busca asimilarse a la literatura que es “popular” o demandada por el mercado. Al contrario, estos personajes son escritores casi anónimos, que tienen una visión desencantada y des-romantizada de la vocación literaria y del marco cultural en el que están inmersos. Respecto a estas nuevas condiciones de producción cultural señala Barrera Enderle:

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[L]a industria cultural, elucubrada bajo la hegemonía del neoliberalismo o capitalismo tardío, se ha desarrollado de una manera insólita y muchas veces contradictoria, creando nuevas relaciones al interior del sistema literario. Y por sistema literario entiendo la dinámica establecida entre autor, objeto literario, y la difusión y recepción de éste. Pues si bien, el objeto literario (o texto literario) ha conseguido en los últimos tiempos cierta autonomía (ha pasado de ser objeto sagrado en la premodernidad, a juego y ornato en el desarrollo occidental moderno), ahora corre el riesgo de transformarse en producto de mercado (2002: 2).

Los cuentos de Pron funcionan como artefactos críticos que cuestionan el estatus del libro como mercancía y a la institución literaria, sus mecanismos de promoción y legitimación y la idea del escritor como un producto del marketing. Los concursos literarios, las casas editoriales transnacionales, los cada vez más cuestionados círculos académicos, la pérdida de relevancia de la figura del intelectual y las nuevas tecnologías que democratizan, y al mismo tiempo banalizan, la crítica literaria –los blogs y las redes sociales, por ejemplo– conforman una especie de vorágine posmoderna contra la que los personajesescritores de Pron reaccionan. No se trata de una reacción activa, sino de una especie de revolución silenciosa, que consiste en cierta renuncia al campo editorial –renuncia que jamás puede ser definitiva– y en la búsqueda de una escritura que asuma riesgos, que suponga una ruptura con lo que demanda el mercado editorial. Estas condiciones tienen mucho que ver con el surgimiento de la posmodernidad como marco epistemológico. Según Fredric Jameson, la emergencia de la posmodernidad “está estrechamente relacionada con la de este nuevo momento del capitalismo tardío consumista o multinacional. (…) sus rasgos formales expresan en muchos aspectos la lógica más profunda de este sistema social en particular” (1oo8: 37). Jameson también señala que la posmodernidad está definida por “la desaparición del sentido de la historia”, hecho que perfila una especie de suspensión del tiempo en la que la sociedad contemporánea se ve sumida en un “presente perpetuo” (ídem). Reducir algo tan complejo como el fenómeno de la posmodernidad a estos dos rasgos sería pecar de reduccionismo; sin embargo, estos dos factores nos permiten trazar la 9

arquitectura del campo literario posmoderno, un espacio en el que las fuerzas transnacionales que rigen el mercado –los grandes consorcios editoriales– han ganado una fuerza tal que han producido un efecto coercitivo que incide implacablemente en la producción literaria y en su recepción crítica. Dicho de otro modo: a partir de un mercado editorial globalizado, el aspecto lucrativo ha dominado la creación y difusión de la obra literaria, el mercado ha invadido, de una forma inédita, aquellas parcelas del campo literario donde antes el escritor y el crítico gozaban de cierta soberanía. En cuanto a la cuestión del presente perpetuo, esta idea de una suspensión temporal, de un tiempo que se mueve a una velocidad vertiginosa sin generar una sensación de progreso, tiene mucho que ver con el aspecto tecnológico, el segundo rasgo definitorio del campo literario posmoderno: la influencia del internet y las nuevas tecnologías ha provocado una aceleración sin precedentes en cuanto a la recepción de la obra literaria, a la vez que ha generado nuevas formas de lectura –o, más bien, de consumo– que privilegian la satisfacción inmediata por encima de la experiencia dilatada que suponía el acto de lectura en contextos socioculturales anteriores. Si los escritores del boom vieron amenazada el aura de la literatura en cuanto a que esta, al convertirse en producto de consumo masivo, perdía su capacidad de trascender la esfera de lo textual e influir en el plano de lo real, escritores como Patricio Pron y Rodrigo Fresán también sienten amenazada el aura de la literatura, pero esta vez en cuanto al carácter estético de lo literario. Las nuevas reglas de juego que impone el mercado, ahora erigido como actante de mayor influencia, flexibilizan los límites del campo literario y democratizan la entrada al sistema, en el sentido de que el hecho de publicar empieza a medirse, ya no por el talento del autor o los méritos literarios de la obra, sino por su potencial desempeño económico. En palabras simples:

cualquiera puede publicar un libro, cualquiera puede ser leído, cualquiera puede convertirse en una voz autorizada para comentar y difundir la obra. Por supuesto, no puede hablarse en términos tan absolutos y fatalistas. No queremos decir que absolutamente todo lo que se publica hoy en día se da en función del afán

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lucrativo, ni que el internet sea simplemente un espacio de banalización de lo literario3; sin embargo, sí es cierto que, al predominar lo monetario, el mercado global impone una especie de tiranía que rige lo que es publicado y lo que no; lo que es leído y lo que pasa desapercibido; lo que se exhibe en las estanterías y lo que es condenado al polvo de los depósitos; lo que aparece en las listas de libros más vendidos y lo que apenas es difundido tímidamente en internet y en los cada vez más reducidos círculos académicos. Todo esto crea una serie de brechas entre los escritores que son populares porque siguen las prescripciones del mercado y los escritores que se resisten a someter sus creaciones a las demandas populares4, y otra brecha entre un público lector carente de criterios propios, guiado por los top ten de las librerías, y un –reducido– público lector más especializado, por lo general cercano al ámbito académico. Podría decirse que “[b]ajo la divisa „más títulos al alcance de todos‟, el marketing editorial (con)funde autor con obra, y presentación de libros con su reflexión crítica” (Barrera Enderle, ibíd.). El escritor de éxito, en este panorama, es convertido por la industria editorial en una marca comercial, en un “superestrella”, como diría Jean Franco. Sobre esto, señala Bencomo: [Las editoriales] ponen en marcha una maquinaria publicitaria sofisticada que incluye el compromiso del escritor reconocido a embarcarse en un apretado itinerario de entrevistas, de giras nacionales e internacionales, de presentaciones en librerías, de mantenimiento de blogs; en otras palabras, el escritor y su obra adquieren el perfil de productos dentro de la economía competitiva del mercado acosado por la irrupción incontenible de novedades editoriales (2006: 21).

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El personaje-escritor de Pron es lo que Enrique Vila-Matas llamaría un escritor “de la resistencia”, un tipo de autor comprometido con la exploración estética constante, con un sentido de búsqueda y de riesgo lingüístico y narrativo, y con una pretensión de transgredir el horizonte de expectativas del público; un tipo de escritor que se ve desplazado a los márgenes del campo literario y que asume su marginalidad como elemento definitorio de su identidad escénica. Volviendo sobre Bourdieu, es importante rescatar la distinción que hace el teórico francés en cuanto a las distintas naturalezas del proyecto creador. Bourdieu señala que la obra puede responder a dos fuerzas que la moldean: una “necesidad intrínseca” dictaminada por la propia obra, por lo que pretende alcanzar estéticamente, y unas “restricciones sociales”, que “orientan la obra desde afuera” (2002: 17). El proyecto creador del personaje-escritor representado por Pron privilegia, evidentemente, la necesidad intrínseca, y el personaje desdeña a los escritores cuya obra se rige por las restricciones sociales –el gusto impuesto, en este caso, por el mercado y por ciertos sectores críticos que trabajan, también, de acuerdo a una lógica de mercado–. Estas restricciones sociales suscitan una fuerte tendencia hacia lo homogéneo, la estandarización del lenguaje, la explotación de los clichés y lugares comunes y el predominio de la novela de estructura simple como único género válido para “triunfar” en el “macro-mercado de masas” (ídem). En un cuento titulado “Es el realismo”5 (2004), Pron ataca estas regulaciones e imposiciones del mercado editorial. En el relato, un escritor, al que el narrador se refiere simplemente como “P” –gesto que denota la condición anónima del escritor y, a su vez, el carácter autoficcional del cuento– decide renunciar a su vocación literaria y emprender un viaje sin itinerario fijo a lo largo de varias ciudades europeas, sin avisar a nadie de su paradero. En París, P se

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topa con un escritor conocido, ejemplo del escritor de éxito adscrito a las tendencias populares en el mercado editorial, y este encuentro acentúa en P la convicción de la huida del mundo literario, la decisión de renunciar a la escritura. El narrador arguye que P tiene dos razones para abandonar su carrera literaria: El primer argumento es que deseaba mantener su autonomía como escritor en un marco en el que el reconocimiento –esa forma modesta de fama de la que gozan algunos escritores (…)– está supeditado a continuas concesiones la mar de humillantes: almorzar con A, comentar elogiosamente el libro de D, apoyar como jurado la novela de H, decir puerilidades en el suplemento Ñ. El segundo argumento, secreto e inadmisible incluso en la intimidad, es que P no deseaba regalar a nadie el espectáculo de su tránsito de la condición de escritor joven esperanza de las letras patrias a la triste realidad (Pron, 2013: 121).

El campo literario del que forma parte P es una especie de farsa, un juego cuyas reglas requieren de la renuncia a los ideales morales del escritor y la participación en una serie de rituales de autopromoción y autocomplacencia. El círculo literario al que ha renunciado P no es un espacio crítico y autónomo, sino uno que está supeditado al mercado, a la promoción masiva, y al comentario elogioso dirigido a otros escritores para garantizar ventas y espacios de promoción. P renuncia a participar en un juego que consiste en el intercambio de favores, pero su postura de escritor, su personaje dentro del campo literario, prefiere renunciar también para evitar la más grande de las humillaciones: pasar del estatus de “promesa” literaria al de escritor del montón. La contraparte de P es un novelista de amplio éxito y escaso talento literario, un escritor que ha sabido ganarse el favor de sus colegas, de los críticos y de los editores. El narrador define las diferencias entre P

y el novelista: “[M]ientras P se siente

cómodo en las formas breves, el novelista prefiere explayarse; ha escrito un libro de quinientas páginas sobre la historia de la inmigración a Argentina de su familia a fines del siglo XIX” (ibíd.: 124). El proyecto “creador” del novelista consiste en una astuta maniobra de adscripción a un producto popular en el mercado: la novela histórica de gran extensión, el tipo de novela que “suele provocar la impresión en los editores crédulos de que la abundancia de páginas reemplaza lícitamente a la de lectores” (ibíd.: 125). 13

El narrador describe minuciosamente el proceso de consagración del novelista: su paso por talleres provincianos de narrativa, sus reseñas aduladoras en diarios que le ganan el favor de los autores elogiados, la consecución de premios cuyos jurados son escritores que le son cercanos y toda una serie de movimientos que hacen que el novelista pase de la condición de aspirante a escritor a la de autor reconocido, sin la necesidad de una vocación literaria “auténtica” o un proyecto creador novedoso como el que propone P. El cuento se convierte en una plataforma para ironizar respecto al campo literario, para denunciar los vicios y defectos que permiten que un escritor de escaso talento como el novelista triunfe, sea reconocido en el mercado y, por tanto, se convierta en una voz autorizada desde el punto de vista de la crítica. El campo literario posmoderno, regido como está por el mercado, “(con)funde autor con obra” o, en palabras de Bencomo, “identifica al éxito de venta como uno de los criterios de validación de la calidad de una obra o de un autor” (2009: 16): el novelista, al ser una especie de best-seller, se ve automáticamente legitimado para ejercer el oficio de crítico literario, o por lo menos esa versión perversa de la crítica que supone el intercambio de elogios sin fundamento, dictaminado por las necesidades de circulación en el mercado. Al invadir y conquistar el terreno de la crítica, el mercado se vale de ésta para promover las obras que le interesa sean vendidas, por lo que la crítica se ve degradada al estatus de stunt publicitario, de artimaña de mercadeo. Lo que plantea Pron en “Es el realismo” es la marginación del escritor que renuncia a convertirse en celebridad literaria y a promover los intereses editoriales, el desprecio del autor “de verdad” por un sistema en el que escritores como el novelista-antagonista producen –más que “escriben”– obras literarias de acuerdo a las exigencias del público impulsadas por el “macro-mercado”. Otro de los elementos del sistema contra el que los personajesescritores de Pron reaccionan es el premio literario. En “Es el realismo” el narrador sostiene que “los premios literarios no son literatura y a menudo ni

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siquiera se le parecen” (ídem). En otro cuento, titulado “Un jodido día perfecto sobre la tierra” (2013)6, otro personaje-escritor narra desde adentro, desde la perspectiva del jurado de un concurso, el modus operandi de los certámenes literarios. Los premios literarios, en teoría, suponen instancias relativamente autónomas en las que privan criterios estéticos; sin embargo, detrás los premios literarios, en realidad, hay una serie de intereses extraliterarios que influyen en la decisión de los jurados de premiar una obra por encima de otras, por lo que sería ingenuo pensar que en un concurso, por prestigioso que sea, se premia el “mejor” cuento, novela, ensayo o poema. Bencomo (2006) enfatiza en la diferencia que existe entre las iniciativas privadas y las iniciativas estatales que promueven concursos literarios. Los concursos literarios convocados por factores estatales suelen premiar obras que, de alguna manera, respalden o promuevan los intereses ideológicos del Estado; los certámenes convocados por la

industria

privada

suelen

tener,

en

cambio,

una

“mayor

orientación

mercadotécnica” (Bencomo, ibíd.). El cuento de Pron desnuda estos criterios de selección y discriminación que se dan tras las puertas cerradas de las salas de deliberación. El personaje-escritor del relato funge como jurado en un concurso de cuentos de una provincia española, en el que el cuento ganador resulta ser un relato que es elegido no por sus méritos literarios sino por sus descaradas referencias a la localidad española que convocó el certamen: En una votación de tres contra uno gana el relato titulado «Una melodía para un sueño olvidado», cuyo principal mérito (…) es que la acción tiene lugar durante las fiestas del santo patrono del pueblo que organiza el concurso y el itinerario del protagonista por las calles del pueblo es riguroso y está bien documentado (…). Un tiempo después leerás el mismo cuento para otro concurso de una localidad leonesa: el autor habrá quitado todas las referencias al pueblo del primer concurso y las habrá reemplazado por referencias al pueblo leonés. Si eso es lo que les gusta, pensarás tú entonces y lo seleccionarás de entre la montaña de papel que yace a tus pies, pero en ese momento no lo sabes, de modo que solo puedes pedir que en las actas conste que ha sido un fallo dividido. Esa noche, en la proclamación de los premios, el alcalde elogiará el cuento, que no ha leído, y dirá tres veces que ha sido un fallo unánime porque —todo el mundo lo sabe—los fallos divididos dan mal rollo a los alcaldes (Pron, 2013: pos. 247).

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Llama la atención la lógica que rige este concurso literario porque, a pesar de ser promovido por un ente público, la elección del ganador está supeditada a la mercadotecnia: en este caso no se busca promover a un sello editorial, sino al pueblo que convoca el certamen, como si el cuento ganador pudiese usarse como una especie de postal de la localidad. El personaje-escritor se opone a la designación de ese cuento como ganador del concurso, pues su opinión no está mediatizada por los intereses turísticos de la localidad; en lugar del cuento que finalmente resulta premiado, el personaje-escritor propone como ganador un cuento que “resulta el mejor que ha leído en décadas”, que “surge de la experiencia”, “es valiente y está bien escrito” y que “se asoma al abismo (…), se asoma a las fauces del puto abismo de la literatura” (ibíd.: pos. 242). La predilección por ese cuento surge también de la identifiación del personajeescritor con el autor del relato, del cual piensa que es un autor joven cuya experiencia con la escritura le recuerda a la suya propia: una escritura del riesgo, de la individualidad, del “abismo”, que se desliga de la homogeneidad mediocre del resto de los cuentos presentados al concurso: En España hay muchos concursos, una cantidad incalculable pero que es muy alta y que a ti te da vértigo, y, de la misma manera, hay también una cantidad ininteligible de cuentos dando vueltas, saltando sin fortuna de concurso en concurso como satélites que orbitaran alrededor de un centro invisible que para cada uno de los participantes (…) significa algo diferente: dinero, reconocimiento, una oportunidad para salir del pozo y, tal vez, para algunos, la literatura con mayúsculas; solo que, por una simple regla geométrica, las órbitas nunca tocan el centro, ni siquiera lo rozan, el centro se ríe de ellas y las sujeta a su alrededor con un poder que surge del ansia y la imposibilidad de alcanzarlo y, así, la literatura —la que está viva, la que surge de la desesperación y la ansiedad pero se eleva sobre sí misma hacia la vocación y el reconocimiento—es el centro alrededor del que giran estos cuentos sin poder tocarlo jamás, condenados a no tener siquiera un poco que ver con la literatura, pero fingiéndolo todas las veces (ibíd.: pos. 142).

El cuento propone una serie de cuestiones interesantes respecto al campo literario: se cuestiona la lógica de los premios, en este caso, sobre todo, de los certámenes menores convocados por el Estado y la proliferación de este tipo de premios que promueven, según la óptica del personaje-escritor, la idea 16

de que la literatura es un espacio abierto en el que lo que menos importa es la literatura “que está viva”, sino cumplir con algún horizonte de expectativas. Por otro lado, se critica precisamente esta banalización del ejercicio literario y la legitimación ganada por “autores” que buscan precisamente la vacuidad del reconocimiento y la banalidad del premio en metálico. Resulta también interesante la posición contradictoria que asume el personaje-escritor: por un lado, desdeña los mecanismos que rigen los concursos literarios, y por otro no puede renunciar a ser jurado en ellos: está atrapado en la red de relaciones y protocolos que, como escritor, está obligado por el campo a llevar a cabo. Como ya señalamos al describir las nuevas condiciones que rigen el campo literario posmoderno, el internet representa uno de sus rasgos más importantes. En “Trofeos de amantes que han partido”7, Pron elabora lo que podríamos llamar un entramado narrativo cibernético, que tiene que ver con la relación triangular que se establece entre dos aspirantes a escritores y un autor consagrado, al cual uno de los aspirantes admira y el otro desdeña. El primer aspirante –al que el narrador se refiere simplemente como “A”– abre un blog y una serie de cuentas en redes sociales en los que se hace pasar por el escritor consagrado. “A”, dice el narrador, “no lo hace peor de lo que lo haría su propio escritor favorito si este hubiera decidido tener blog o participar de las redes sociales”, pues “ambos medios tienden a uniformar el estilo y a desvirtuar las obvias diferencias existentes entre un escritor profesional y un aspirante a escritor” (Pron, 2013: pos. 873). La atención que recibe el blog permite a “A” sentir que está viviendo una vida de escritor, por lo que deja de concentrarse en su propio proyecto creador y se dedica obsesivamente a escribir en el blog haciéndose pasar por el escritor consagrado. “B”, por su parte, también deja de escribir y se dedica, también de forma obsesiva, a postear insultos en el que cree es el blog del escritor consagrado, quien, mientras tanto, suma varios éxitos en su carrera y no presta demasiada atención a la suplantación de identidad que ha sufrido. El cuento ironiza la capacidad del internet de permitir a las personas

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vivir un simulacro, una vida virtual, a la vez que cuestiona la presencia de los escritores en la web, pues ésta estandariza el lenguaje y se convierte en una excusa para estériles debates entre anónimos que, como “A” y “B”, dejan de preocuparse por su existencia real. En este caso, el personaje-escritor –el autor consagrado, el escritor “de verdad”– rehúye de la virtualidad y la simulación, no participa del “diálogo” online, se resiste a “venderse” en los blogs y las redes sociales y a la tiranía de los

followers, los views y los me gusta. Su identidad escenográfica dentro del campo literario privilegia lo que la posmodernidad ha convertido en un anacronismo: la idea del escritor cuyo compromiso es con la escritura y la lectura y no con el hashtag, los likes o las entradas de blog. En este cuento, al igual que en los anteriores, el personaje-escritor es representado desde una mirada quizás elitista, aurática; se proyecta una idea del escritor en términos modernos, en resistencia contra la muerte del sujeto y el surgimiento del escritor-marca, aquel condenado a responder a un sistema coercitivo y violento que limita las posibilidades creativas. La cuentística de Pron, podría decirse, subvierte desde su propio lenguaje las reglas del juego impuestas por el sistema. De allí su enorme valor crítico-literario: el hecho de no sólo cuestionar la institución literaria desde lo representado sino hacerlo también a nivel del lenguaje, a través de la confección de textos que hurgan en la lengua, que rompen los horizontes de expectativas y no se conforman con seguir moldes preestablecidos.

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