ESTÉTICAS DE LA IMAGEN EN LA CIBERCULTURA FERNANDO MORA MELÉNDEZ Universidad Eafit (Colombia)
“ Los hechos serán despreciados, la Verdad llorará sobre sus cadenas y la Ficción maravillosa reaparecerá en la Tierra. El aspecto mismo del mundo cambiará ante el asombro de nuestras miradas estremecidas.” Oscar Wilde Extraído de su ensayo La Decadencia de la Mentira, el anterior fragmento hace parte de una elegante diatriba contra los cánones naturalistas imperantes sobre todo en la novela y en la pintura inglesa de finales del siglo XIX. Es curioso que, al igual que ahora, al mismo tiempo que surgen tecnologías relacionadas con la producción de imágenes, se reviven discusiones referidas a la relación de estas, en cuanto espejos del mundo, con las concepciones filosóficas, estéticas y sus implicaciones en los imaginarios cotidianos. Para el ironista británico toda imagen que aparece como imitación o copia del mundo real siempre resulta más precaria que aquella que se asume como un acto soberano de la subjetividad. “Después de todo -anota Wilde- ¿Qué es una bella mentira? Pues, sencillamente la que posee evidencia en sí misma. Si un hombre es lo bastante pobre de imaginación para aportar pruebas en apoyo de una mentira, mejor hará en decir la verdad, sin ambages”. Tales planteamientos resuenan de un modo sorprendente, justo ahora cuando la irrupción de la imagen digital amplía o redefine el sentido de esta como simple copia de lo real y, antes bien, se presenta como realidad autosuficiente, que ya no está en lugar de algo, como representación, sino que busca existir por sí misma: ¿Crisis de la representación? ¿Crisis de lo real? Lo cierto es que la revolución digital, menos ruidosa que todas las anteriores, no sólo ha provocado cambios rotundos en los modos de producción sino también en las maneras del ocio y del trabajo, de la percepción de las distancias y el tiempo, o de lo que Nelson Goodman llama: ” maneras de hacer mundo”. En este paisaje contemporáneo las imágenes ya no están sólo para ser vistas, sino que a menudo proponen que se las recorra o se las cruce a la manera de Alicia. En este sentido, la noción de un observador distante empieza a ser transformada por otra en la que el objeto observado se afecta con la presencia de aquel. El observador puede incluso asumir una apariencia virtual o Avatar que le permita interactuar con otros usuarios de la Red o en un videojuego, en tiempo real, por ejemplo. Así mismo, los soportes físicos de las imágenes, las pantallas, han trascendido la inmovilidad doméstica del televisor y hacen parte de los ámbitos, públicos y privados, de un modo ubicuo, que recuerda las escenas premonitorias de George Orwell en su novela “1984”. Por ende, los usos mismos de la imagen han propiciado nuevos rituales cotidianos, ya no sólo relacionados sólo con el de la comunicación y el entretenimiento, sino con formas que buscan anular las distancias, propiciar experiencias simuladas de todo tipo, al igual que modos sutiles de televigilancia. Ante la avalancha especulativa que surge a partir de estos fenómenos, nos encontramos con múltiples actitudes y matices discursivos. Al tiempo que surge la pregunta sobre el papel de la imagen en el conocimiento, también aparecen fenómenos tecnoculturales que idealizan los artificios generados a partir de la invención de los cerebros de silicio; trascendentalismos centrados en la veneración de la inteligencia artificial, a manera de fetiches redentores de la soledad y de la emancipación colectiva. Desde otro lugar aparecen personajes, como Giovanni
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Sartori, que ven en el apogeo de la imagen una amenaza que terminará por desplazar el pensamiento abstracto y racional al cual, según él, sólo se puede acceder mediante el lenguaje de texto. Sartori no oculta su recelo frente a la cultura audiovisual, de la cual habría que protegerse como de un “bacilo embrutecedor”. Antes que polarizar la discusión, a la manera de los debates de los años sesenta entre apocalípticos e integrados, es necesario discernir que cuando hablamos de imagen digital o de tecnologías de la imagen podemos referirnos a una infinidad de usos, prácticas y representaciones que implican no sólo los entornos tecnológicos sino las formas de recepción, interacción e incluso de fabulación que dichos artefactos generan en cuanto entran en contacto con los mundos cotidianos de las culturas locales. Es claro, siguiendo a Lewis Mumford, que las máquinas por sí solas no generan una revolución, que requieren de unas condiciones de posibilidad y unos modos del pensamiento que garanticen su inserción en la sociedad. Autores como Lyotard, Vattimo o Baudrillard han expuesto con suficiencia los antecedentes de la actual cultura de la imagen. De algún modo sus análisis, de amplia divulgación, han explorado la relación de las fábulas massmediáticas con la crisis de los grandes relatos de la llamada Civilización Moderna, que acotó los problemas del mundo desde una Razón única o desde unos ideales de emancipación teleológicos que no pudieron dar cuenta de la crisis, aparejados con el declive de grandes sistemas ideológicos que han dominado el pensamiento occidental. La crisis de la modernidad coincide también con la enorme producción de inventos y desarrollos tecnológicos, encaminados muchos de ellos a la creación de inteligencia artificial.
La eclosión de la imagen en nuestros días no puede aislarse de los ámbitos geopolíticos en los cuales tiene lugar un fenómeno como el de la globalización económica, el de la información como mercancía o
el de las grandes migraciones de población y otros fenómenos de
hibridación cultural. Así, en paráfrasis de Vattimo, podríamos hablar de múltiples culturas audiovisuales, expresión de
minorías diversas; también del predominio de estereotipos
culturales que buscan el consumo globalizado. Lo local y lo global a menudo conviven en relaciones de confluencia, de mezcla y de contraposición.
Pero más allá o más acá del “espíritu” de una época marcada por el hedonismo consumista, la fragmentación de las identidades y la velocidad de escape, es pertinente ubicar cuáles son los tipos de problemas que ocupan la reflexión sobre la imagen en la cultura contemporánea. Para empezar, cabe la pregunta ¿Qué cambios en los modos del pensamiento y en la cultura desencadena la digitalización de la imagen? Se lee en los analistas del fenómeno expresiones como: la postfotografía, el asesinato de la realidad, los simulacros del mundo. Muchos de estos designadores tienen que ver, de una u otra manera, con los mundos artificiales y las nuevas formas de representación que han pasado de la reproducción mecánica de la fotografía a la creación de imágenes simuladas o infografía.
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Desde finales del siglo XIX, la fotografía se convirtió en la constancia evidente de la existencia de algo. Quizás no sea un azar que cuando la cámara fotográfica se inventó, en 1839, August Comte también terminó su texto: Curso de Filosofía Positiva. “Comte, escribió-dice John Berger- que, en teoría, no es necesario que quede nada desconocido para el hombre, excepto quizás, ¡el origen de las estrellas! Y los fotógrafos nos aportan hoy en día más hechos cada mes de los que los enciclopedistas del siglo XVIII pudieron soñar en todo su proyecto. ( John Berger:1982. Queda implícito que el acto de fotografiar se convierte en algo tan diáfano y desprovisto de subjetividad que un método empirista puede otorgarle la confianza: lo que está frente a la cámara simplemente se captura con todos sus atributos en una placa coloidal, de un modo fehaciente y crédulo, que no dista mucho de cierto pensamiento ritual en el que la imagen de un dios es el dios.
Pero con el advenimiento de la Revolución Informática, la imagen dejó de cifrarse como una analogía impoluta del mundo e incluso como prueba jurídica de la ocurrencia de un hecho. El don de poder alterar, transmutar o simular cualquier tipo de forma mediante modelación algorítmica, empieza a trastocar los esquemas de percepción e interpretación. Uno de ellos, quizás el más importante, es que la tecnología ha hecho evidentes los planteamientos que durante muchos años semiólogos como Roland Barthes se empeñaron en señalar, esto es, que la imagen fotográfica no podía asumirse ya como un prototipo natural sino, por el contrario, como un objeto cultural y una construcción subjetiva mediada por aspectos emotivos, pulsionales o ideológicos. Aún cuando una fotografía con los mecanismos clásicos de reproducción no tenga ningún retoque posterior a la impresión en el papel del negativo, toda ella es fruto de una acción deliberada que empieza con la selección misma del objeto hasta su encuadre, angulación y otras circunstancias azarosas y tamices personales que la dotan con algún propósito o intención estética, afectiva o comunicativa.
Sin embargo, ante los recientes dispositivos de la toma y su procesamiento digital de la imagen, se escamotea cualquier contacto físico y químico con la imagen; ésta se desmaterializa y se convierte en una serie de datos numéricos, susceptibles de evolucionar según el
capricho estético o las intenciones, hacia cualquier metamorfosis, más o menos
alejada del referente real u objeto representado.
El anterior es apenas un ejemplo más de esa transfiguración que replantea todos los modos de concebir, producir e interpretar la imagen, en medios como la televisión, el video, el cine, la industria gráfica, la telefonía móvil, y, desde luego, los formatos multimediales e interactivos. En todos ellos, la relación entre la imagen representante y lo representado tiende a ser menos cercana que antes, puede ser contradictoria o paradójica, o puede asumirse menos como una copia y más como una simulación otra de un mundo menos real y más virtual, o simplemente
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como una parodia de la realidad. Las consecuencias de estas alteraciones trascienden el interés puramente esteticista o de la simple disyuntiva sobre qué es ficción y qué es realidad. Dichas transformaciones tienen repercusiones en el pensamiento, en el desarrollo del conocimiento y en la dimensión política de la información. Un ejemplo de esta última puede ser la manera como las agencias de noticias estadounidenses presentaron varias de las operaciones militares que dieron inicio a la guerra contra Irak. Mediante animaciones infográficas se muestra a los bombarderos sobrevolando las ciudades, aldeas donde no hay ya seres humanos, sino limpias maquetas tridimensionales sobre las que caen, de manera milimétrica, en blancos selectos, cohetes estratégicamente dirigidos. En su conjunto, tales imágenes connotan una guerra científica y aséptica en la que no hay nada que salpique al espectador ni daños colaterales como se sucede en cualquier videojuego. Algo similar ya había ocurrido también con los pilotos del Golfo Pérsico que, por el hecho de haber sido entrenados en simuladores, no sentían la diferencia al bombardear un terreno real, al que se designa como ”teatro de las operaciones”.
Paralelo con las figuras simuladas e infográficas, también se despliega un interés por la cultura de la visibilidad. Pocos fenómenos quedan sin registrarse en cámaras; desde los asuntos privados y triviales hasta los públicos, logrando que la demarcación entre estas dos categorías, lo público y lo privado, sea cada vez más borrosa o ambigua. A menudo vemos cómo los géneros audiovisuales incursionan en programas con fragmentos extraídos de cámaras de vigilancia, a manera de gags espontáneos, o con escenas de la vida cotidiana de seres anónimos, perdedores, que buscan conquistar la victoria del último Reality. Simulados o no, estos tipos de programas dan cuenta de la tendencia por crear espectáculo a partir de una realidad prefabricada o de un simulacro de realidad.
Si Walter Benjamin lamentaba la visión de “la obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica”, porque “incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra” habría que pensar también dónde ha quedado el “aura” de la fotografía en la era de la virtualización. Y tal vez ya no importe tanto la actitud romántica ante la pérdida del negativo fantasmático, sino el intento de dilucidar las posibles aplicaciones conceptuales y estéticas que surgen de esta transformación. Con el predominio de la industria audiovisual, la imagen digital puede, o bien provocar la desconfianza de teóricos y pedagogos que pugnan por protegernos de lo icónico, o bien instituirse como la herramienta de medios científicos, como la medicina. En este campo, la Medical Imaging, busca cada día perfeccionar imágenes hiperealistas que permiten ya la visualización fisiológica y de traumas, antes, durante y después de la cirugía. De este modo la mediación virtual incide directamente en la toma de decisiones sobre el mundo real. “Lo virtual-
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dice Tomás Maldonado-tiene implicaciones teóricas y prácticas que van mucho más allá de la medicina. Los problemas que plantea lo virtual interesan a un vasto campo de saber: desde la informática a la neuropsicología cognitiva, desde la robótica a la epistemología y desde la inteligencia artificial a la teoría del comportamiento”.
La confianza que en este caso la ciencia otorga a la percepción visual como vía para acceder al conocimiento de las cosas nos recuerda una vez más el viejo debate que la filosofía desde Platón ha sostenido con respecto a la imagen en cuanto expresión del conocimiento sensible, adquirido mediante los sentidos, y el conocimiento inteligible, conseguido por obra y gracia de la razón. Si bien, tanto el pensamiento griego, con sus matices, como el empirismo inglés, reconocen la importancia de lo sensorial en la indagación del mundo, ambos dejan entrever las limitaciones de la imagen, como apariencia ilusoria o como apenas reflejo de las verdades universales. Así como los filósofos sensualistas enseñaron que no hay nada en el pensamiento racional que no haya pasado antes por los sentidos, otros, como Parménides, advirtieron la distinción entre la percepción y el razonamiento, a los que habría que recurrir en procura de la corrección de los perceptos y el establecimiento de la verdad. A este respecto apunta Arnheim que: “Aunque los filósofos griegos concibieron la dicotomía de percepción y razonamiento, no puede decirse que aplicaran esta noción con la rigidez que la doctrina adquirió en los siglos recientes del pensamiento occidental. Los griegos aprendieron a desconfiar de los sentidos, pero nunca olvidaron que la visión directa es la fuente primera y última de la sabiduría. Refinaron las técnicas de razonamiento, pero también creyeron que, en palabras de Aristóteles, “el alma jamás piensa sin una imagen”.
La dicotomía que menciona Arheim cobra importancia precisamente ahora cuando la imagen digital hace confluir en su procesamiento el pensamiento lógico-racional de los modelos matemáticos, con el pensamiento sensible de las formas. De algún modo, se trata de una síntesis entre lo sensible y lo inteligible, abierta a cualquier tipo de usos; ya no sólo en la búsqueda del conocimiento, sino en las practicas estéticas del arte, la información y la comunicación.
Es innegable, además, que en la llamada cibercultura los paradigmas de una verdad única han sido modificados y que ésta, en paráfrasis de Nietzsche, se ha vuelto fábula. Aunque el espejo de Stendhal para retratar el mundo se haya hecho trizas, en cada uno de sus fragmentos sigue estando el mundo. Del mismo modo que el observador no sólo se ha estremecido de asombro ante los prodigios de la imagen, sino que ha ido a su encuentro para extraviarse o para encontrarse en los cada vez más impredecibles laberintos virtuales
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