“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano ...

Jesús enseñaba junto al Mar de Galilea, como lo hacía a menudo. Al principio, estuvo parado en la orilla, hablando a los que se habían reunido en la ladera ...
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“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquél que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto" (Juan 15:1, 2).

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as cultivado alguna vez una planta? Sea una lenteja en un vasito plástico o un jardín lleno de flores pequeñas, tuviste el gozo de plantar, regar, esperar y vigilar. Y si lo hiciste, debiste haber estado muy confuso –como yo lo estuve– la primera vez que oíste la parábola del sembrador. Jesús enseñaba junto al Mar de Galilea, como lo hacía a menudo. Al principio, estuvo parado en la orilla, hablando a los que se habían reunido en la ladera frente a él. Pero la multitud aumentó, y cuando la ladera estuvo llena, lo apretaba y lo empujaba a la orilla del agua. Jesús sin duda fue retrocediendo, hasta que sus talones se mojaron. Saltó a uno de los botes, y se sentó allí, pudiendo todavía ver cada rostro en la multitud, y todos podían oírlo todavía. Entonces contó la parábola del sembrador. Un agricultor se fue a sembrar. Y mientras caminaba por su propiedad, esparció semillas en todas direcciones. Algunas semillas cayeron bien a

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la vista, y las aves pronto llegaron y las comieron. Otras semillas cayeron en terreno rocoso, donde no había mucha tierra. Esas semillas germinaron rápidamente, y crecieron altas. Pero las rocas les impidieron echar buenas raíces. El calor del sol pronto quemó las hojas tiernas.se marchitaron y cayeron. Algunas de las semillas cayeron entre los pastizales. Las semillas germinaron y crecieron, pero los arbustos espinosos las ahogaron. Sin embargo, algunas de las semillas cayeron en buen suelo, germinaron, se hicieron fuertes y altas, y dieron una cosecha abundante (ver Marcos 4:4–8). Si usted es como yo, la primera pregunta que se haría es: “¿Por qué el agricultor no plantó todas las semillas en el suelo fértil?” Enseguida, la siguiente pregunta sería: “¿Qué estaría pensando que sucedería si recorría el campo, arrojando semillas en todas direcciones? ¿Qué clase de labrador era este? Bueno, la verdad es que esa era la forma en que se cultivaba el suelo en ese tiempo. Los campos no eran cuidadosamente arados, con suelo cálido y húmedo que esperaba recibir cada semilla. Las semillas usadas en la parábola probablemente eran de trigo, y los campos de trigo eran sembrados sin mayor orden. Así como la parábola lo describe, el sembrador caminaba por el campo, esparciendo las semillas de la cosecha del año anterior. Después de que las semillas llegaban al suelo, quedaban allí solas. No se hacía ningún esfuerzo por cubrirlas con tierra o regarlas. Crecían si caían en tierra buena. Los campos que producían las mejores cosechas eran los que tenían un suelo más accesible. Pero cuanto mejor era el suelo, también era más probable que las espinas crecieran y prosperaran allí. De algún modo, ese enfoque de las plantaciones hace que el significado de la parábola sea más precioso también. La semilla era la “Palabra”: el mensaje del evangelio del amor de Dios, que debía ser impartido en todas direcciones por los discípulos. Y ellos podrían ver que no todos sus esfuerzos producirían una buena cosecha: no todos los que los oyeran llegarían a ser creyentes de inmediato. Pero algo que la parábola no menciona es que el campo que es sembrado de manera “aleatoria”, siempre producía una cosecha por sí misma en

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la siguiente temporada. Las semillas de trigo caerían al suelo durante la cosecha y los segadores no las verían. Pero algunas de esas semillas –no plantadas– germinarían y crecerían en la siguiente temporada. Cada año, parte de la cosecha provenía de la semilla que originalmente había sido plantada años anteriores, semillas que el agricultor no había sembrado. Del mismo modo, cuando el mensaje del evangelio se imparte, no siempre da frutos de inmediato. En ocasiones, pasan algunos años antes de que la semilla de la verdad penetra en el corazón de una persona. Como “agricultores” humanos, nunca podemos considerar que una semilla se ha “perdido” para siempre: nunca sabemos cuándo podrá germinar y crecer. “MI PADRE ES EL LABRADOR” Cada uno de nosotros, en cierto momento, oímos el mensaje del evangelio y se plantó una semilla en nuestros corazones. Cuando elegimos aceptar y creer, creció. Llegamos a ser seguidores de Jesús. Pero ¿cómo “crecemos” en él? ¿Cómo nos desarrollamos o maduramos en nuestro caminar con Dios? En su última noche con sus discípulos, Jesús habló acerca de este proceso de crecer en él. Sabía los momentos difíciles que estaban por delante para los discípulos, y quería prepararlos para ellos. Quería asegurarles que podían confiar en él. Jesús volvió a la metáfora de una planta en crecimiento. Pero esta vez, no habló acerca de una semilla arrojada al viento, sino que habló de una vid. Imagine a este pequeño grupo de hombres que camina por las calles de Jerusalén. Han participado de la experiencia en el aposento alto: Jesús compartió con ellos su cuerpo y su sangre en la forma de pan y vino, y él había lavado los pies de cada uno de ellos. Caminaban lentamente, con una sensación de paz y camaradería que el grupo nunca antes había sentido. Jesús los conduce saliendo por la puerta y subiendo al Monte de los Olivos. Caminando por el sendero a la luz de la luna, hablando sigilosamente entre ellos, pasaron junto a un viñedo. Jesús detiene al grupo, y se extiende hacia una vid cercana. –Yo soy la vid verdadera –les dijo–, y mi Padre es el labrador. Es una elección muy interesante de una planta. Podría haberse comparado RECURSOS ESCUELA SABATICA – www.escuela-sabatica.com

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con algo fuerte: un roble, o una palmera. Podría haber sugerido algo que pareciera vivir para siempre, como un cedro. En cambio, eligió una planta pequeña, débil, flexible, una planta que necesita apoyarse en algo para aún dejar el suelo. Pero Jesús eligió una vid para explicarse a sí mismo. Como la vid que no se sostiene en pie por sí misma, Jesús dependía del poder del Padre. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará, para que lleve más fruto. Ya vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí” (Juan 15:24). –Yo soy la vid –les dijo a sus discípulos–, y ustedes son las ramas. Como las ramas injertadas en la vid, necesitaban aprender a depender de él, a crecer más como él. Cada buena vid produce uvas. Del mismo modo, las ramas, los pámpanos, injertados en la Vid Verdadera necesitan producir frutos. El “fruto" de sus vidas había de ser el “fruto del espíritu”: amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Veían esos frutos en la vida de Jesús. Sus vidas debían comenzar a mostrarlos también. El Labrador Maestro cuidaba y se encargaba de ellos. Las ramas que comenzaban a dar frutos serían podadas: modeladas y fortalecidas por los eventos en sus vidas. Las ramas que no daban frutos serían eliminadas. Corta una rama de una vid, y morirá. En un primer momento, puede no parecer muerta, pero se marchitará y morirá. Así como una rama no puede crecer –no puede dar fruto– si está separada de la vid, así un creyente no puede fortalecer su carácter ni crecer para ser más amante o más fiel, si está separado de Jesús. Así como Jesús dependía de su Padre, sus seguidores deben depender de él. Como creyentes, recibimos vida por medio de nuestra conexión con Jesús. Nuestras debilidades se unen a su fortaleza. Con esta conexión, podemos pensar y actuar como lo hizo Jesús. “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden” (versículos 5, 6).

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Pero esta conexión con Jesús ha de ser constante para mantenerse fuertes. No podemos resistir las tentaciones de este mundo o actuar con su amor, sin su fuerza. Así podemos distinguir a los verdaderos seguidores de Jesús: no por lo que enseñan, o por qué versículos bíblicos pueden citar. No es por las profecías que interpretan o por qué día asisten a la iglesia. Es por el fruto en sus vidas – por la manera en que reflejan el amor de Jesús– podemos identificar a aquellos que tienen una conexión viviente con él. “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (versículo 8). Damos gloria a Dios en el cielo cuando mostramos su santidad, su bondad, y su amor a quienes nos rodean. Pero Jesús no les enseñó que debían trabajar mucho para dar fruto. Les dijo que se mantuvieran conectados con él. ¿QUÉ “HACEMOS” REALMENTE NOSOTROS? Algunas veces es fácil desparramar términos espirituales como “nacer de nuevo” o “permanecer en Jesús”. Pero puede ser mucho más difícil descubrir lo que realmente significa en la vida real. Es más fácil decir: “Tú necesitas tener una relación viviente con Cristo” que explicar cómo es permanecer en Jesús cuando las cañerías se tapan o el dinero se termina antes de fin de mes. ¿Cómo podemos hacer que estas coséis resulten prácticas? ¿Qué podemos realmente “hacer” cada día mientras luchamos con la vida?

Elige cada mañana, en forma consciente, que seguirás a Jesús ese día Marca la diferencia comenzar cada día con una oración personal, pasar un tiempo a soléis con Dios. Allí decidimos otra vez qué coséis de este mundo no son las que más queremos. Allí es cuando decidimos que nos preguntaremos en cada punto crítico del día, “¿Qué haría Jesús?” Para la mayoría de nosotros, el poder de esta decisión consciente, es fortalecido cuando tomamos tiempo para orar en voz alta. Cuando escuchamos nuestro compromiso con nuestros propios oídos, se registra muy profundamente en nuestros cerebros y afecta en la manera en que reaccionamos durante todo el día. RECURSOS ESCUELA SABATICA – www.escuela-sabatica.com

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Toma tiempo cada día para “crecer” Tú no puedes aprender un segundo idioma memorizando una lista de palabras una vez, sin usarlas nunca más. Si quieres mantenerte fluido en el idioma, debes usarlas regularmente. Lo mismo ocurre con las cosas espirituales. Uno no puede quedarse con la conversión o el bautismo durante años. No se puede crecer con tan solo escuchar un sermón de 45 minutos una vez por semana. Necesitas invertir tiempo en su relación con Jesús estudiando su Palabrada Biblia. Siempre vale la pena pasar tiempo leyendo las palabras de Jesús, o las historias acerca de él. Toma tiempo cada día para sentarse a los pies de Jesús, junto con sus discípulos. Ora en cualquier momento y todo el tiempo Es demasiado fácil para nosotros hacer de la oración una actividad “formal” que solo sucede en ocasiones adecuadas. Oramos antes de comer, y tal vez antes de ir a dormir. Oramos para comenzar la escuela sabática, o cuando se recoge la ofrenda en la iglesia. Tal vez oramos en algunas ocasiones especiales, o cuando afrontamos una crisis. Pero la oración es demasiado preciosa para usarla de ese modo. Jesús nos invita a hablar con “nuestro Padre y su Padre”, el Creador del universo. ¡Qué privilegio maravilloso! Y podemos hacerlo en cualquier momento del día. Un momento sentados ante una luz roja en la calle, una pausa entre tareas en el trabajo, una conversación constante con ambos ojos abiertos y mirando a los hijos: cualquiera de ellas puede ser una oportunidad para hablar con Dios. Cuando hablamos con Dios como si estuviéramos hablando con un amigo, estamos creando una relación real como las que tenemos con nuestros amigos. Dios puede no hablarnos en voz alta, pero siempre habla a nuestros corazones. La oración no tiene que ver con convencer a Dios de que nos conceda sus bendiciones o protección. Tiene que ver con cambiar nuestros corazones de modo que estén abiertos a su voz y a su conducción. “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Mateo 7:7).

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Entrégale de nuevo cada día No está en el corazón humano entregarse total y permanentemente. Damos nuestro corazón a Jesús, pero nuestros hábitos pecaminosos antiguos se entrometen de nuevo en la vida. Dejamos de seguir nuestros propios caminos al relacionarnos con el mundo, pero demasiado a menudo encontramos que nos hemos resbalado del sendero y vuelto al egoísmo. “Pero ningún hombre puede despojarse del yo por sí mismo. Solo podemos consentir que Cristo haga esta obra. Entonces el lenguaje del alma será: ‘Señor, toma mi corazón; porque yo no puedo dártelo. Es tuyo, mantenlo puro, porque yo no puedo. Sálvame a pesar de mí mismo, a pesar del hecho de que soy débil y egoísta. Modélame, fórmame y mantenme en la presencia de tu santo amor. “Y esto no es un discurso dado una sola vez. Esta entrega debe ocurrir otra vez, cada día y en cada paso de nuestro viaje al cielo... Solo podemos caminar con seguridad en ese viaje al entregar completamente nuestras vidas y aprender a depender de Jesús en cada momento” (adaptado de Palabras de vida del gran Maestro, pp. 123, 124). LA SEMILLA DE MOSTAZA Una de las expresiones favoritas en el Nuevo Testamento es otra ocasión cuando Jesús habló de semillas. “De cierto, de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible” (Mateo 17:20). La semilla de mostaza es pequeñita, pero crece hasta ser una planta enorme. Aun si nuestra fe es pequeña, podemos hacer cualquier cosa si ponemos esa fe en Jesús. Podemos “crecer” en Cristo manteniéndonos conectados a él cada día, permitiendo que nuestros corazones sean cubiertos con su amor hasta que solo sintamos su amor por el mundo que nos rodea.

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