Una isla dentro de una burbuja - Página de Autor

béisbol blanca, que posó con delicadeza encima de la barra, y se ahuecó los cabellos de su media melena, negra, lisa y peinada a flequillo, con sus dedos.
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Una isla dentro de una burbuja Ricardo Robla

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Capítulo I Rodeado de una buena cantidad de conocidos y amigos, y acompañado en todo momento por el editor que había apostado por la publicación de su primera y única novela, se hallaba Quintín Gadea, el protagonista indudable del evento organizado por la editorial, para presentar a bombo y platillo lo que había considerado un libro con garra. Estaba escrito en clave policíaca, con su asesino, sus policías, su intriga y su final trágico; sin embargo, a los personajes más primordiales Quintín les había sabido imprimir una realidad y un dramatismo fuera de lo usual. Y su forma de argumentar y describir no había sido gratuita ni accidental, sino producto de sus propias vivencias, las que, muy a su pesar, le habían provisto de unas experiencias tan desgarradoras que, unidas a sus introspecciones y duelos, habían logrado un efecto muy emotivo y demoledor en los peritos de la editorial, incluido el mismísimo editor, cuyos informes favorables para la edición de la novela fueron unánimes. Quintín estaba contento por el éxito inopinado que ya estaba teniendo su ópera prima, aunque hubiera preferido prescindir de toda aquella parafernalia. Comprendía perfectamente que la editorial estaba arriesgando un capital y que deseaba resarcirse de la aventurada inversión lo antes posible; de hecho, para publicitar el libro había congregado al crítico literario de un diario de gran repercusión y a una emisora de radio local, y conseguido que unos días después tuviera una entrevista, corta pero intensa, en uno de los programas culturales de la cadena de televisión autonómica; pero a él, de carácter retraído y no muy dado a hablar de sí mismo, todo esto le estaba viniendo grande. Había comparecido en el hotel elegido por la editorial a las siete y media de la tarde de ese miércoles de mayo, y como tenía tiempo sobrado hasta las ocho, hora en que oficialmente comenzaría el acontecimiento, se detuvo a hablar con el editor, quien le explicó grosso modo en qué consistiría el acto. También observó cómo habían repartido los libros, apilados estratégicamente por el salón sobre unas mesas cuadradas, para que la sugerente portada cubriera de forma abrumadora todo el espacio, y se fijó en la manera en que se habían distribuido unas treinta sillas frente a un pequeño entarimado, presidido por dos silloncitos, uno para él y otro para el editor, en cuyos laterales existían unos soportes metálicos que sujetaban sendos micrófonos. La sala no tenía unas dimensiones excesivamente grandes, pero se alegró de no tener que forzar la voz para que el público asistente pudiera oírle con nitidez. La decoración, sobria, constaba de tres cuadros bucólicos de gran tamaño y de dos jarrones cerámicos de generosas dimensiones. Las paredes, sin ventanas, estaban empapeladas en tonos pastel, verdes y ocres, y las puertas y zócalos eran de madera lacada en blanco. Advirtió que, casualmente, su indumentaria casi hacía juego con la estancia. Portaba un traje de chaqueta de color verdoso, una camisa blanca impoluta, sin corbata, y unos zapatos, del mismo tono que su cinturón, cuyo tinte era de un marrón muy claro. Poco a poco fueron acudiendo los invitados. Y tras los consabidos besos, abrazos, atenciones y palmaditas en la espalda, ya cercana la hora del comienzo,

a Quintín le sobrevino un instante en el que ya no distinguía a quién había saludado, o si lo había hecho dos o tres veces. Esta sensación de descontrol tampoco favoreció a sus nervios, los que, en vez de ir aplacándose con el paso de los minutos, se le fueron acrecentando. Llegado el momento culminante de la presentación, cuando debía situarse ante la concurrencia para decir unas palabras, sacó de uno de los bolsillos interiores de su americana una hoja plegada. La extendió, carraspeó, recorrió con su mirada la masa amorfa que formaban las aproximadamente sesenta personas que habían asistido, sin lograr fijar su vista en nadie en concreto, y comenzó a leer despacio lo que había escrito con tanto esmero. De tanto repasarlo y corregirlo, poco más o menos se lo sabía de memoria, pero, aun así, se trastabilló en tres ocasiones. Nada más finalizar su soliloquio, estalló una sonora ovación. Y entre aquel estruendo reconoció la voz aguda de su amiga Mónica, quien, enardecida por el entusiasmo que la embargaba, osó gritar un par de «bravos» a pleno pulmón. Quintín la localizó con su mirada y, viendo cómo aplaudía a rabiar y no cesaba de jalearle, se sintió ruborizar. De inmediato intervino el editor. Agradeció a los allí presentes su asistencia y les brindó la oportunidad de realizar alguna pregunta al autor. Se produjo un silencio, roto tan sólo por alguna que otra sonrisita discreta e inquieta. Y en vista de que al parecer ninguno deseaba poner en un brete a Quintín, los invitó a que tomaran una copita de cava, cortesía de la editorial, en la barra libre que se había dispuesto en uno de los laterales del salón. —No ha sido tan grave, ¿verdad? —le dijo el editor a Quintín, susurrando. Quintín se limitó a negar con la cabeza y a respirar hondo. El editor, sin proferir ni una palabra más, con un gesto de la mano instó a Quintín a que le acompañara a un rincón. Lo estaba esperando el periodista radiofónico. Quintín volvió a tensarse, pero pronto se sintió más relajado. El muchacho se limitó a darle la enhorabuena por su obra, a curiosear si tenía otro libro en ciernes, cuya respuesta fue negativa, y a solicitar que le ampliara brevemente la sinopsis que figuraba en la tapa ulterior del ejemplar; su contenido, enriquecido por la propia aportación de Quintín y unido a la impresión propicia de la emisora, sería lo que difundirían en los espacios contratados. Una vez cumplido otro de los requisitos obligatorios, Quintín, liberado por su editor, fue en busca de Mónica, fácilmente localizable por estar siempre rodeada de hombres, debido a su belleza. Pero por el camino no tuvo más remedio que volver saludar, estrechar manos y recibir abrazos de sus más allegados, quienes, todos a la vez, aspiraban a que les dedicara el libro que acababan de adquirir. Halagado, esgrimiendo una sonrisa acaso artificiosa, no se pudo negar, de modo que se sentó en uno de los silloncitos ubicados sobre el entarimado y comenzó a rubricar los ejemplares que le iban poniendo delante. Atenta de los acontecimientos, Mónica cogió dos copas de cava, le dio un sorbo a una de ellas y le llevó la otra a su amigo Quintín, que parecía alelado por el bullicio que tenía a su alrededor. —Gracias —se limitó a decir Quintín, tomándose un respiro.

—Vamos, alivia, que nos vamos a otro lado —reclamó ella, apurando su copa de un trago—. Ya nos están echando de aquí. Los que aún estaban esperando a que sus libros fueran inmortalizados se dieron por aludidos, pero indagaron adónde habían decidido desplazarse, para unirse a la comitiva y finalizar allí las dedicatorias. Con la mano entumecida de tanto firmar y algo achispado por el cava que había continuado bebiendo, al cabo de dos horas Quintín comenzó a despedirse de los que todavía aguantaban e incluso pensaban en seguir la juerga, entre los que se hallaba Mónica, siempre el alma de la fiesta y la última en retirarse. No podía ser, le increparon, ¿cómo se iba a esfumar el homenajeado en un día tan señalado para él? Pero se mantuvo firme y, tras repartir más besos y abrazos, se dirigió a la calle con paso tambaleante para detener un taxi. Diez días después, ya con la entrevista televisiva realizada y difundida, se acentuaron las felicitaciones. El primero en agasajar a Quintín fue su editor; se estaban agotando los ejemplares que habían lanzado a las librerías. Y satisfecho, le informó que tenía previsto imprimir una segunda edición. Quintín no entendía nada de finanzas, pero al sentir por teléfono tan feliz al empresario él también se vio contagiado, si bien su complacencia estaba más unida a colmar su prurito personal. La segunda en contactar con él aquel día fue Mónica, pletórica por tener un amigo que a poco se iba a hacer famoso. Y recibió una tercera llamada, y una cuarta, y una quinta… hasta que al otro lado de la línea escuchó una voz femenina, que no pudo emparejar con nadie conocido. La mujer enseguida se identificó: —Señor Gadea, soy Sonia Armendáriz. He visto su entrevista en la televisión, y, si acepta, me gustaría tener una conversación con usted, donde desee, para confeccionar un artículo más personal. Trabajo como periodista para una revista cultural no muy conocida, pero si logramos entre los dos darle un cariz interesante a nuestro encuentro, será una forma más, gratuita, de dar a conocer a un público concreto su novela… y a su autor, por supuesto. —Y a usted, ¿qué opinión le merece? —preguntó Quintín, ávido por obtener la impresión de un extraño. —Lo siento, todavía no la he leído, pero le prometo que para cuando nos vayamos a ver, si me concede ese honor, ya tendré mi crítica preparada. Siempre constructiva, claro. A Quintín le picó la curiosidad, así que propuso que se citaran dentro de los quince días siguientes —tiempo suficiente para que Sonia leyera la novela— en su humilde morada, donde se hallaría más cómodo que en cualquier otro sitio más populoso. La verdad era que no le gustaba recibir visitas en su casa, pero como le había salido sin pensar, no sabía por qué, no quiso retractarse. Sonia apuntó la dirección y le prometió que el día `previo a ir a visitarlo, lo avisaría. En esas dos semanas, las ventas fueron aumentando y comenzó a funcionar el boca a boca, de forma que ya se podía ver a mucha gente, ya fuera en los transportes públicos o en cualquier mesa de terraza o cafetería, inmersa en la lectura del libro. Quintín no daba crédito a lo que estaba sucediendo; al fin y al cabo, él no se consideraba escritor: era bailarín y modelo publicitario, pero

cuando en esos días recibió su primera retribución por parte de la editorial, empezó a pensar más en serio en que tal vez debiera cambiar de profesión. El día convenido con Sonia, Quintín abrió su puerta a las once y media de la mañana, para encontrarse por fin con la mujer que tantas expectativas le había generado. Le pareció más joven de lo que había supuesto —no tendría más de veintiocho o treinta años—, llevaba el pelo teñido de amarillo, recogido en un moño muy informal, y no tuvo por más que fijarse en que tenía los ojos de un color violáceo que nunca había visto antes. Su altura y complexión atlética eran muy similares a las del propio Quintín. Llevaba en su mano izquierda una carterita y bajo el brazo derecho, su novela, cuya portada le resultaba ya tan familiar. Y desprendía un aroma tan intenso como el de las gardenias, aunque Quintín, al no caracterizarse por tener un olfato experto, no supo precisar a qué olía aquel perfume en concreto. Se presentaron más formalmente, y Quintín le pidió que pasara y se sentara en el único sofá existente en la casa. Se acomodaron los dos al tiempo. Y medio hipnotizado por aquellos ojos violetas, se dio cuenta de que no le había ofrecido nada. ¿A lo mejor un café? Ella declinó la invitación con amabilidad, y percatada de la atracción que estaban causando sus ojos en Quintín, a punto estuvo de confesarle que sus iris no eran de ese color, que llevaba puestas unas lentillas de fantasía; pero prefirió no abordar ese asunto tan fútil y entrar en materia: —Le tengo que confesar que, en efecto, ha sabido transmitir muy bien a ciertos personajes una fuerza especial. De tan reales las descripciones de sus angustias y sentimientos, da la sensación de que los haya sufrido usted mismo en propia carne. Querría decirme si es así, ¿o todo proviene de su desbordante imaginación? —De todo hay. Pero, sí, desgraciadamente me ha tocado vivir situaciones muy difíciles. Perdone si no me explayo más, pero algunos de esos recuerdos son demasiado dolorosos para mí. —No pretendo que desvele nada muy privado, si no lo desea, pero lo que pretendemos ensalzar en nuestros artículos es precisamente la personalidad de los autores, que, sin duda alguna, son los verdaderos protagonistas. En fin, quizá sea mejor que me cuente usted lo que considere oportuno. —No sé. Creí, cuando hablamos, que el centro neurálgico de la conversación que mantuviéramos sería mi novela, no yo. Sonia hacía un silencio para estudiar la forma de sonsacarle algo de su vida íntima, que era lo que realmente le interesaba, cuando sonó el teléfono de Quintín. Éste, lamentándose por no haberlo silenciado, pidió disculpas, tomó la llamada y se levantó y retiró un poco para darle más reserva a la conversación. Pero no pudo impedir elevar su tono de voz al expresar su incredulidad ante lo recién transmitido por el ayudante del fiscal: —¡¿Que van a soltar a mi padre?! Si no ha cumplido la condena… Sonia, al escucharle, enseguida asoció uno de los fragmentos del libro con lo que acababa de oír. Y al ver que Quintín cortaba la comunicación, su cuestionamiento no se hizo esperar: —Perdone, ¿su padre, al que acaba de mencionar, está en cárcel?

—Ese es precisamente uno de los capítulos de mi vida de los que no me gusta hablar… —Quintín forzó un mutismo, antes de agregar—: Si no es estrictamente necesario, claro. Me sabrá usted disculpar, pero ahora me tengo que ocupar de este asunto y no la puedo atender. Tendremos que dejarlo para otro día. Respetando la decisión de Quintín, Sonia se dispuso a abandonar la casa. Previamente a salir, sustrajo de su carterita un papel pequeño, apuntó en él una dirección de correo electrónico, lo dejó encima de la mesa y añadió: —Envíeme un correo, y vendré en otra ocasión. —Delo por hecho —confirmó Quintín, cerrando la puerta tras ella.

Capítulo II Los turistas eran escasos en aquel pueblo de la ribera del Segura. Sólo en pleno verano se dejaban caer por allí los familiares emigrados a otras provincias, quienes pasaban parte del estío, de vacaciones, con padres y abuelos. En otoño, sin embargo, los inmigrantes eran los que vagaban de una villa a otra, aspirando participar, a cambio de cama, comida y algún estipendio, en la recogida de las cosechas de cítricos. El resto del año, en el que incluiremos este caluroso mes de junio, como mucho aparecía alguien que se había extraviado. Y el motivo no era otro que la total ausencia de información sobre aquel lugar: no figuraba en ninguna guía turística, no tenía interés cultural y estaba localizado a las afueras de Orihuela, población que, por sus mejoradas comunicaciones e infraestructura hotelera, atraía a la mayoría de las visitas y pernoctaciones de esta área. La cercanía de la Costa Blanca, a escasos treinta y cinco minutos de distancia, tampoco servía de ayuda. Y por las causas aducidas, la entrada de una muchacha resuelta, bonita y desconocida, en uno de los tres bares existentes en el villorrio, fue más que suficiente para que los allí presentes —cuatro, contando con el camarero—, clavaran sus torvas miradas en su silueta, sobre todo en la de sus piernas, macizas, bien torneadas y desnudas. Ella, con la vista nublada por el cambio de luminosidad, no fue consciente de que los paisanos se la comían con la vista, así que con el desparpajo propio de una chica cosmopolita, dejó la mochilita que llevaba colgada de un hombro sobre una de las banquetas del local, se quitó las gafas de sol y una gorrita de béisbol blanca, que posó con delicadeza encima de la barra, y se ahuecó los cabellos de su media melena, negra, lisa y peinada a flequillo, con sus dedos. Resopló y buscó algo con lo que abanicarse, pero al no hallar nada en su mochila ni en el mostrador, extrajo una servilleta de papel de su soporte y se enjugó con ella el sudor de la nuca mientras balanceaba, no sin coquetería, su cabeza de izquierda a derecha. Y para terminar con la ceremonia, se ajustó el pantalón vaquero súper corto que realzaba sus muslos y su trasero, ya a sabiendas de que los aldeanos no le quitaban ojo de sus atributos, y pidió una cerveza bien fría. —¿De barril? —dijo el camarero, sin moverse de su sitio y sin levantar su mirada de las tetas de la joven, que, aunque no demasiado voluminosas, se insinuaban turgentes bajo su camiseta de tirantes, pegada a su cuerpo a causa del sudor. —Me da igual; la que más fría esté —contestó ella, con marcado acento capitalino, a la vez que escrutaba mejor a la concurrencia, una vez acomodados sus ojos a la luz del interior. Comprobó, tal como imaginaba, que todos sin excepción la observaban con ojos lujuriosos, hasta impúdicos, mientras se hacían señas con gestos de sus bocas y guiños de sus ojos, en silencio. El camarero tenía una edad indefinida, aunque se atrevió la chica a calcularle un máximo de treinta y cinco años; los rostros curtidos por el sol de estos lugareños siempre dan lugar a equívocos. A los otros tres, aplicando la misma regla, les supuso: alrededor de setenta al mayor, cincuenta y tantos al intermedio y veintipocos al más joven.

—Pues aquí tiene usted, señorita, una caña bien tirada, que es lo más frío que tengo —señaló el camarero, sirviéndole también un platito con aceitunas malagueñas. —Vaya poniendo otra, por favor —añadió ella, concentrando su visión en la espuma del líquido rubiejo y apetecible. Ante la mirada atónita de los presentes, se bebió la cerveza de un tirón, sin pestañear. Y en vista de que su petición no ocasionaba el efecto deseado, repitió, con educación: —Por favor, si no le sirve de molestia…, ¿me pone otra? —Hizo una breve pausa; recorrió con su mirada los rostros boquiabiertos de su improvisado público y agregó—: Bueno, ponga de beber a todo el bar, aprovechando que somos pocos. Aquello sí que era entrar por la puerta grande. Los oriundos no daban crédito a que una tía, con aquel culo, aquellas piernas y aquella sonrisa que les acababa de ofrecer, los invitara a una ronda. Se levantaron al unísono de las sillas de plástico verde que ocupaban, ubicadas alrededor de dos mesas del mismo material y color, y se acercaron para acodarse en la barra, desde donde podían otear mejor a aquella rara avis; la ocasión lo exigía. Ya con sus vasos en la mano, alzados en alto, brindaron con ella: —¡Por las tías cojonudas! —profirió el cincuentón. —De un trago —gritó ella—; si no, no os las pago, ¿eh? No hubieran necesitado aquella incitación, pero ya que convidaba la chica, hicieron caso y las apuraron de una vez. El más viejo de los tres parroquianos pidió otro reo. Ella le agradeció el gesto con un movimiento de cabeza, vació su vaso de dos envites y sacó un billete de diez euros de uno de los bolsillos traseros de su pantalón, que puso encima del mostrador para que se cobrara el camarero. Y esto, sin que tuviera que existir un motivo, indicó que la fiesta inesperada tocaba a su fin. El veinteañero, tras contar un par de chistes malos, que tan solo arrancó de sus oyentes una sonrisa de compromiso, animó al resto de la cuadrilla para continuar con su ronda en otro de los bares del pueblo. Pero conforme iban desfilando por el costado de la muchacha camino de la calle, ya despidiéndose, ella tomó de un brazo al cincuentón y tiró de él hacia sí. Él se sorprendió y tensó su musculatura, pero enseguida sintió un bisbiseo en su oído izquierdo que le hizo relajarse. —Si me haces un pequeño favor —silabeó ella—, yo te haré a ti otro que no olvidarás jamás. El hombre no supo qué pensar, pero viendo que sus colegas lo esperaban en la calle, decidió en un santiamén deshacerse de su compañía y ver que era lo que realmente deseaba la piba. Él tenía poco que ofrecer, pero, por el comentario recién murmurado, sacaría del intercambio, como poco, una buena mamada. Y ya puestos, por las buenas o por las malas; no se puede provocar así a un hombre e irse de rositas. Ella, constatando que ya se había camelado al cincuentón, cogió las vueltas y se colgó de nuevo su mochilita al hombro. Salió también a la calle y esperó en un aparte a que se desbaratara el terceto. Los hombres sonreían ladinamente

mientras le dirigían miradas furtivas; ella, paciente, se puso sus gafas de sol y se caló su gorrita. Ya con el menudo y fibroso macho a su lado, ya babeante, se enganchó de su brazo derecho y le volvió a cuchichear: —Tienes coche, ¿verdad? —¿Es que quieres que te lleve a algún sitio? —Sí. Pero no te preocupes, es sólo a Orihuela; allí tengo reservada una habitación para esta noche. —¿Y qué es lo que no voy a olvidar, si te llevo? —Te he escogido porque me has parecido el más hombre, además de que tienes unos ojos claros muy bonitos. Y tu regalo será… ¡Imagínatelo! —Ella sacó la punta de su lengua, y, con voluptuosidad, la deslizó por su labio superior, de una comisura a la otra. —Eso está hecho, pichoncito. Vamos, que mi coche está en la calle de ahí atrás. Ya en la carretera, a unos pocos kilómetros de la salida de la población, la joven le indicó que tomara un desvío que se hallaba a la izquierda. Nada más reconocer el camino de tierra, que llevaba hasta la orilla del río, a un paraje nada frecuentado entre semana, como era el caso, el cincuentón comenzó a excitarse y a sospechar que la chica no era la primera vez que iba allí con alguno. ¿Cómo no la había visto antes? Daba igual. Hacía tiempo que no tenía una aventura sexual y pensaba desahogarse dentro de aquella húmeda boca como era debido. Detuvo el coche bajo unos árboles, testigos mudos de lo que iba a suceder, y echó el freno de mano. Ella salió y fue hasta la parte trasera, donde se apoyó en el capó y dejó caer su mochilita al suelo. El hombre paró el motor, dejando las llaves en el contacto, y fue a reunirse con ella. Sin más preámbulos, se bajó los pantalones y dejó al descubierto su enfurecido sexo; ella sonrió y jugueteó de nuevo con la punta de su lengua entre sus dientes. Pero en lugar de lanzarse a chupar aquel pene enrabietado, que era lo que él, ya con los ojos saltones, presumía, la chica le asestó un fuerte golpe con los nudillos de sus falanges en la nuez, en plena tráquea. Con la boca abierta, boqueando para forzar la entrada del aire que se negaba a entrar en sus pulmones, el tipo cayó de rodillas, rodeándose el cuello con las manos. Quería ver lo que ocurría, entenderlo, pero su vista y sus entendederas estaban perturbadas. El ruido de su respiración entrecortada era ronco y le retumbaba en el interior de su cerebro. Se sintió desmayar, y sus piernas flojearon hasta caer sobre el suelo, de costado, agitándose como un pez fuera del agua. La muchacha, con gran sangre fría, aunque temblándole el pulso, miró a su alrededor con avidez y aguzó el oído. Confirmó que no había testigos y que ningún sonido delataba la presencia de alguien no deseado. Se agachó, abrió su mochila y sacó de ella unos guantes de látex, una bolsa de plástico y unas bridas. Con movimientos ligeros, embutió la cabeza del hombre en la bolsa, que cerró por el cuello con la ayuda de una de las bridas, ajustándola bien, ahogándolo aún más. Con otra, le inmovilizó las manos a la espalda, apretando hasta que sus bordes se clavaron en la piel. Hizo lo mismo con los pies, tras lo cual se enderezó

y volvió a otear en derredor. Nadie a la vista; sólo se escuchaba el vano intento de respirar del pobre desdichado, que ya tenía un trozo de bolsa dentro de su boca, de tanto aspirar inútilmente. Y antes de que perdiera el conocimiento o muriera asfixiado, la chica se acuclilló, se aproximó a él todo lo que pudo y, con una voz mucho más áspera y gutural, le dijo con asco y rabia: —Lo mejor de todo esto es que nunca sabrás quién te mató, hijo de puta. Ojalá que tu alma no descanse hasta que se pudra en el infierno. Allí nos veremos algún día. El hombre, con los ojos en blanco, se convulsionó hasta que su último aliento quedó dentro de la bolsa. La chica abrió el maletero del coche y, no sin esfuerzo, lo depositó dentro, ya inerte, junto a un montón de trastos existentes en él. No obstante, quiso asegurarse de que su víctima había expirado. Le palpó el pecho y las muñecas: no existía pulso alguno. Cerró el capó. Y aún con los guantes puestos, buscó en su mochila un trapo, con el que frotó la manija de apertura de la puerta, así como el tirador de la misma y la parte metálica del cinturón de seguridad. Memorizó que no hubiera tocado nada más y, convencida de ello, guardó la gamuza y lanzó la mochilita al asiento del copiloto. Se sentó al volante, puso en marcha el automóvil y deshizo el camino, regresando al pueblo. Con cuidado de no llamar la atención, condujo hasta las cercanías de donde tenía estacionado su propio coche, aparcó correctamente el del hombre un poco más lejos, se bajó, cerciorándose de que nadie reparaba en ella, y, como si no hubiera pasado nada, mirando continua y disimuladamente de un lado a otro, anduvo hasta su vehículo, se quitó los guantes, que introdujo en su mochila junto con las llaves del otro auto, y desapareció de aquel pueblo con la intención de no retornar jamás.

Capítulo III En el bochornoso mes de agosto del año siguiente, un grupo de senderistas, al transitar por el borde del embalse de Santillana, a los pies de Manzanares el Real (Madrid), oteó lo que parecía la parte trasera de un coche sobresaliendo del agua. Aunque parecía bastante evidente, no lo podían asegurar, de modo que corrieron al trote por una vereda que desembocaba en otro camino más ancho; desde allí podían acercarse más y salir de dudas. Ya en el lugar, ratificaron que sus ojos no les habían jugado una mala pasada; aquello que asomaba por la superficie era un turismo; un BMW rojo, para más señas. El efecto de la sequía de los últimos dieciocho meses, que había hecho bajar el nivel de todos los lagos, pantanos y embalses, había propiciado que aquel hipotético accidente aflorara. Pero influenciados por ciertas series televisivas, en las que las pesquisas policiales y los adelantos forenses se ponían de manifiesto, rápido sospecharon los más avispados que aquello no podía haber sido un accidente. La única vía para llegar hasta allí en coche era aquel camino, correcto, pero había que estar muy tarado, ir muy deprisa y dar un volantazo inverosímil, para lograr caer al agua, porque existía una curva allí mismo tan pronunciada que si el vehículo se hubiera salido por exceso de velocidad, no habría ido a parar adonde se hallaba, sino que se hubiera estampado contra un montículo existente al final de la prolongación de la senda. Llegados a esta conclusión, se miraron entre ellos, dubitativos, hasta que uno sacó su teléfono móvil y comprobó la cobertura. A medias, pero suficiente. Marcó el número de emergencias, desde donde, en escasos treinta segundos, le conectaron con el cuartel de la Guardia Civil de la zona. Los excursionistas conocían aquel paraje de haber paseado por allí en otras ocasiones, pero no acertaban a precisar dónde estaban exactamente. —¿Su teléfono tiene GPS? —inquirió el guardia civil, después de haberse hecho un lío un par de veces con las explicaciones. —Pues mire, no tengo ni idea... Pero es de los modernos, quizá sí. —Bueno, no cuelgue, por favor. Vamos a probar si podemos localizar la llamada y su posición. Una vez realizada la triangulación entre los repetidores instalados en el área a rastrear, no albergaron ninguna duda sobre el punto exacto en el que se hallaban los testigos. El guardia que los tenía en línea, le pidió a su interlocutor que se quedaran allí hasta que llegara la patrulla; ya estaba de camino. Eran cerca de las once de la mañana y el calor empezaba a dejarse sentir, de forma que el tropel de caminantes se guareció bajo las copas de unos árboles mientras aguardaban. Al cabo de unos veinte minutos distinguieron a lo lejos una pequeña nube de polvo, la que dedujeron generaba el todoterreno de la Guardia Civil al avanzar por el camino. Así era; dos minutos más tarde se detenía el vehículo y bajaban de él dos guardias, uno de ellos, mujer. Entretanto se dirigían hacia el grupo, que ya se movía de su emplazamiento encabezado por el que había avisado, también pudieron ver a su izquierda el coche sumergido en el agua. Pero previo a instruir cualquier actuación acerca de su objetivo, saludaron marcialmente, se presentaron con sus escalafones y apellidos: cabo primero Rejas y guardia Utrera, y les conminaron a que les explicaran cómo y cuándo habían descubierto el hallazgo. La guardia Utrera fue

tomando notas, conforme se explicaban un tanto anárquicamente, y apuntó el nombre de un par de ellos y sus teléfonos, pretendiendo con esto poseer un contacto al que recurrir más adelante, si fuere necesario, y que se pudieran marchar de allí. Aún quedaba mucho por hacer, y, aunque advirtieron que algunos, movidos por el morbo, hubieran querido presenciar cómo sacaban el coche, preferían no tener público… de momento. Una vez se quedaron solos los guardias, comenzaron por echar un vistazo al entorno. No había huellas claras de neumáticos ni de que hubiera existido un frenazo, conque pusieron todo su empeño en tratar de visualizar la matrícula. Desde su posición, impedidos por el ángulo del coche, era imposible. Así, la guardia Utrera, sin esperar la orden de su superior, fue al todoterreno en busca de unos gemelos. Ante la mirada complacida del cabo primero, ascendió a un pequeño promontorio y graduó la óptica. Pudo ver entonces con claridad los números y las letras que componían la placa, que fue dictando con voz alta y clara a Rejas. Y como la extracción del vehículo hasta tierra firme todavía se demoraría, reportaron la matrícula al cuartel; averiguar si existía denuncia de robo o de cualquier otra índole, amén de quién era el propietario, les haría ganar tiempo en las averiguaciones que forzosamente deberían iniciar. Analizando mejor la situación, su experiencia en algún otro caso similar les hizo calibrar que se precisaría una grúa con un brazo articulado y el auxilio de buzos para poder asir el gancho al chasis del vehículo. Si esta maniobra no era realizada escrupulosamente, se arriesgaban a que, al mover la carga, esta pudiera resbalarse y caer más por el terraplén que formaba la orilla del embalse. Tal vez el coche estuviera bien sujeto contra alguna piedra o simplemente clavado en el cieno, pero era preferible hacer las cosas bien desde el principio. Y ante tal tesitura, informaron a su superior, el teniente Salaverría, quien les autorizó a movilizar a los buzos del Cuerpo y a notificar el contexto del escenario a la empresa de grúas más competente en cincuenta kilómetros a la redonda. Con sus deberes hechos, los guardias, huyendo de la canícula, entraron en el todoterreno, lo pusieron en marcha y encendieron el aire acondicionado. —Como nos descuidemos, hoy nos quedaremos sin comer —dijo de pronto el cabo primero Rejas, al comprobar en su reloj que se aproximaban al mediodía y que allí tenían para rato. —Podíamos acercarnos en un momento al pueblo o a una gasolinera, para comprar unos bocatas y unas botellas de agua. En cuanto empiecen a llegar, ya sabes lo que nos espera. —Ya, pero me jode dejar el puesto; sólo falta que aparezca el teniente para echar un vistazo y que no estemos. —Bueno, pues que vaya uno y el otro espere aquí, ¿no? Por lo menos hay sombrita bajo esos árboles. El cabo primero accedió a la propuesta, pero escogió que fuera ella la que se desplazara; él esperaría a la sombra. Alrededor de cuarenta minutos más tarde, Rejas, al igual que les sucediera a los excursionistas, atisbó al fondo del camino dos polvaredas. Enseguida apreció que se trataba de dos todoterrenos del Cuerpo. Y apostó que serían su compañera Utrera y el teniente Salaverría. No erró en su pronóstico.

El teniente, además de querer ver de primera mano el dichoso coche, traía nuevas relativas al propietario del mismo. Tras reunirse en la arboleda, Salaverría les notificó que existía una denuncia en una comisaría de la Policía Nacional, en Madrid, sobre la desaparición del dueño del vehículo en cuestión, que databa de mediados del mes de mayo. Conforme le habían notificado, se trataba de un joven de treinta y dos años, Miguel Sacaluga, hijo de un muy conocido empresario, Germán Sacaluga. No tenía muchos más datos, pero a juzgar por la personalidad del padre, sus contactos entre las altas esferas y que la denuncia se había realizado en la capital, daba por hecho que les quitaran el caso. —Casi mejor —expuso el cabo primero Rejas—. Ahora, con las vacaciones estivales, no andamos tan sobrados de efectivos como para dedicar nuestros esfuerzos a buscar a un desaparecido. —No te falta razón, Rejas —repuso el teniente—, pero si mis palpitaciones se confirman, no nos podremos quitar de en medio. Al fin y al cabo, toda esta zona pertenece a nuestra jurisdicción, y habrá que indagar a fondo sobre los últimos movimientos del coche y su dueño —hizo una pausa, desviando su vista hacia lo poco que sobresalía del agua, y soltó lo que ninguno quería pensar—: Eso, si no está dentro, lo que haría que todo tomara un viso totalmente distinto. —¿Cree, mi teniente, que es posible? —cuestionó la guardia Utrera, clavando sus ojos también en lo que se había convertido en su objetivo primordial. —Posible es todo, Utrera, aunque ojalá no sea así. El señor Sacaluga es dueño, aparte de otros negocios, de una cadena de prostíbulos, y ya sabemos qué clase de gente se mueve en esos ambientes. Además de las putillas, que las podríamos casi calificar de víctimas, están los proxenetas que surten de mujeres a estos locales: rusos, bosnios, rumanos, etc., los que no dudan en mandarte al otro barrio ni un segundo, si se la juegas. Y si me permitís la conjetura, un niño bien, con un papá que le paga todos los caprichos, no se esfuma así como así. —Pues si se cumple su mal pálpito, mi teniente —añadió Rejas—, nos va a tocar interrogar hasta al Tato. A no ser que hallemos algún indicio en el coche que nos acote el trabajo. —Pero si lleva tres meses dentro del agua, no habrá mucho de donde rascar, ¿no? —apuntó la guardia Utrera. Los tres observaban meditabundos la superficie azulada del embalse cuando el sonido de una rodadura los sacó de sus introspecciones. Era la grúa. Y mientras el encargado de manejarla evaluaba el escenario y, luego, calzaba y asentaba la tractora, llegaron al lugar: una furgoneta de la prensa y otra de la televisión autonómica, siempre al acecho de noticias frescas, otro todoterreno con los buzos requeridos y más gente que transitaba por el sendero, que, curiosa y sin acercarse demasiado, iba tomando posiciones en la orilla para no perderse la maniobra. Había transcurrido ya hora y media desde que el aviso hubiera sido hecho efectivo, y el tranquilo paraje comenzaba a parecer un circo. Esto no era del agrado del teniente Salaverría, pero tampoco podía despejarlo, y menos con las cámaras grabando el laborioso enganche.

Diligentemente, los buzos estudiaron la postura del coche, aseguraron el gancho del cable de la grúa al anclaje del chasis y dieron su visto bueno para que el motor comenzara a arrastrar el vehículo por la pendiente. Al estar lleno de agua, los primeros tirones resultaron infructuosos, pero no tardó en ceder. A medida que era remolcado hacia el exterior, el agua fue saliendo a borbotones por todos los intersticios de las puertas y de la chapa, de manera que cuando ya estuvo totalmente fuera y estable sólo chorreaba un poco por los bajos. El teniente se acercó y comprobó si las puertas estaban abiertas; así era. Pero antes de levantar el portón del maletero, para sofocar su desazón y constatar que no hubiera nadie dentro, oteó el habitáculo. No le gustó lo que vio. Era un modelo automático, estaba engranada la directa y había una piedra grande en las cercanías de los pedales. Esto sugería que alguien había metido la velocidad, lo que ya favorecía el movimiento del coche, y que, para lanzarlo con más fuerza aún, se había valido de la roca para acelerar el motor y lograr así que acabara adentrándose en el embalse. El resto fue cosa de pura física. —Rejas —llamó el teniente—. Haga el favor de abrir con cuidado el maletero. El cabo primero Rejas pensó que por qué tenía que ser él quien se enfrentara a lo que hubiera dentro. Claro, se dijo, los hombres, muy caballerosos siempre, y más tratándose del teniente Salaverría, aliviaban a las féminas de ciertos malos tragos al considerarlas más sensibles. «¡Mierda! —exclamó para sus adentros—. Anda, dale, cuanto antes abras, antes acabas». Y apretó el botón. Pero entre que la junta de goma debía de estar medio podrida por el efecto de la humedad y que seguramente se había hecho algo de vacío al desaguarse de golpe, no pudo abrir la portezuela. Se quedó paralizado, sin saber qué más hacer para que aquella cerradura sucumbiera a sus empellones. Entonces, se acercó el hombre de la grúa con una palanqueta en la mano. —Mantenga usted apretado el botón —le dijo a Rejas, quien al verlo aproximarse pensó que se iba a librar—, que yo apalanco con el hierro. El portón se abrió al primer intento, dejando al descubierto los peores augurios del teniente. Allí dentro había un hombre, cuya cabeza estaba cubierta por una bolsa de plástico, amarrada al cuello por una brida también de plástico. Las manos, a su espalda, y sus pies estaban inmovilizados con bridas idénticas. El espanto al descubrir el cadáver no fue tanto como sospechara Rejas, dado que no se le podía ver la cara, pero pensó que el rictus debía ser espeluznante. El cuerpo tenía aún la camisa puesta, y se podía apreciar que los pantalones y los calzoncillos estaban a la altura de los tobillos. Las piernas, desnudas, se notaban algo hinchadas y tenían un aspecto pastoso, así como una coloración blanquecina salpicada de ronchas amarillentas. No olía demasiado mal, aunque fue cuestión de segundos que un hedor rancio colmara las proximidades del vehículo. —Utrera —gritó el teniente—. Dé el parte correspondiente para que venga toda la cuadrilla de homicidios. Ah, y no se olvide de avisar al juez de guardia; él reclamará la presencia del forense.

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