Un viaje hacia vidas pasadas de una periodista escéptica

10 may. 2014 - la conduce a las afueras de Londres, en los años 30. Es agente literaria, feminista, tiene seis hijos y un ma- rido abocado a cuidarlos. Es ella la.
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SÁBADO

| Sábado 10 de mayo de 2014

eXPerIencIas Loreley Gaffoglio

Un viaje hacia vidas pasadas de una periodista escéptica La cronista se somete en un ambiente onírico a tres sesiones de hipnosis regresiva “hacia otros planos de la existencia”

C

oncentrémonos en la mujer. Observémosla bien. No, no me refiero a la periodista acostada en el diván, en ese consultorio con música zen apenas audible y persianas bajas, sino a la otra: la psicóloga de cabellera rojiza como una fronda de roble otoñal. La que, inclinada a su lado, bambolea el péndulo metálico y la insta a permanecer inmóvil, inhalando aire limpio y exhalando el viciado, mientras mira un punto fijo en el techo. Esa que, con voz gruesa e impostada, le dice: “Hay demasiada energía en tu cabecita, pero vas bien, muy bien. Relaja todo el cuerpo, desde la punta del pie al cerebelo, y cuando sientas los ojitos cansados, los cierras y te duermes. Así, perfecto...”. Prestemos atención ahora a lo que cuenta el consultorio en Caballito de esa doctora en hipnosis clínica, Marcela Escobedo: pinturas oníricas que remiten a los laberintos del inconsciente, plasmadas sin bastidor, directamente sobre las paredes. Enredaderas que trepan por marcos de ventanales, que la periodista ya no puede ver, porque cerró voluntariamente sus ojos. Se ha entregado –¿en trance?– a un largo y remoto viaje regresivo, en un intento por recuperar recuerdos y conectarse con otros seres y otras vidas. Con otras biografías. Con sus vidas pasadas. Desde aquí, observemos las tres sesiones –seis horas en total– de hipnosis regresiva hacia otros planos de existencia. La llaman terapia de vidas pasadas. Algo similar a lo que hace Brian Weiss, el famoso psiquiatra del Mount Sinai, egresado de Yale, que desde 1980 investiga el arcano de las reencarnaciones. Lo hizo a partir del discurso, también bajo hipnosis, de su hoy célebre paciente Catherine. Hasta entonces, Weiss descreía de que el alma humana pudiera transmigrar a otro cuerpo, como creen tibetanos, hinduistas, budistas y cabalistas. Y como antes creían los egipcios y los gnósticos. Igual que Pitágoras y Platón. El “primer matemático” argumentó que él había sido antes un profeta, un guerrero troyano, una prostituta y un agricultor, y reconoció en la fisonomía de un perro golpeado el alma reencarnada de uno de sus amigos. Platón describió en el libro de Fedro nueve estadios en la evolución del

alma antes de alojarse en otro cuerpo material. Xul Solar también creía en la reencarnación y soslayaba la importancia de la muerte. Hasta Cristina Kirchner deslizó haber sido, en otra vida, una arquitecta egipcia. La idea de las reencarnaciones se vincula con el grado de evolución del ser: a mayor iluminación en la vida del hombre, menos terrenales se necesitarán para alcanzar el ideal de perfección al que está destinado el género humano. Por el contrario, los espíritus involucionados están condenados a reencarnaciones sucesivas. Esta noción de un alma inmortal, escindida del cuerpo y capaz de colonizar otros cuerpos, es hoy un credo extendido, empujado por liturgias llegadas de Oriente junto con la idea de karma. Embarcadas en ese viaje hacia existencias pretéritas, terapeuta y periodista acordaron que durante las sesiones se aplaquen los prejuicios y miedos para alcanzar el theta: un estado, entre la vigilia y el sueño, de flotación de la conciencia. “Todo lo que uno arrastra de una vida pasada se aloja en la memoria inconsciente –le había dicho Escobedo por teléfono–. En las regresiones, los momentos felices no se recuerdan. Sólo afloran los sucesos traumáticos, y los indicios biográficos que permiten identificar los conflictos, las fobias y las patologías actuales, acarreadas de otras vidas. De allí, el porqué de este tipo de terapia.” La periodista debatió el tema y enmudeció cuando una colega le confió que su propio hijo le había descripto los pormenores de su muerte en una vida anterior. “Hasta nombró a sus progenitores anteriores”, le dijo. Ese recuerdo con los años se desvaneció. Casos similares relevó el psiquiatra de la Universidad de Virginia, Ian Stevenson, abocado a investigar cómo las emociones, la memoria y hasta las marcas de nacimiento pueden transferirse de un cuerpo a otro. Escuchemos, entonces, cómo se viaja a otras vidas desde ese consultorio de la calle Yerbal: “Ahora vas a visualizar el más hermoso de los paisajes”, prosiguió la hipnoterapista con tono cadencioso. “Una brisa suave acaricia tus cabellos. El sol entibia tu piel. Los aromas de la naturaleza llegan a ti y todo es ideal. Allí mismo, ves una escalera con diez escalones

que bajan. Cada uno equivale a un nivel más profundo de conciencia. Así, cuando llegues al primero, tu mente se contactará con los misterios y secretos de tu ser. Tres, dos… uno. Ahora caminas por una gran pradera. Es tan amplia, que sólo percibes cielo y pradera. De pronto, a un costado, ves un gran laberinto, con un castillo en el centro. Atrapada, allí, hay una niña. Debes salvarla. Pero seres ominosos acechan e intentan impedirlo. Tú luchas y lo logras, y comprendes que esa niña rescatada eres tú. Debes fusionarte y caminar con ella. Ambas llegan a un patio circular. Hay muchas puertas. Todas y cada una de estas puertas tienen que ver con tus vidas pasadas. Las visitarás para aprender de ellas. Deja que sea tu inconsciente intuitivamente el que elija una puerta. Ábrela. Dime qué ves. Cuánto más hables, más profundo vas a entrar al trance.” La periodista no ve nada. Pero obedece las indicaciones y así, con algo de empeño, brotan las ensoñaciones. Desconfía, ya que los rostros que ve le resultan fantasiosos: se ve a sí misma como es hoy, junto a la niña y los padres de ésta. El trío se parece al del film de Disney, La bella durmiente, que tanto la fascinó de niña. ¡Hasta el vestido de la princesa es igual! Entre balbuceos, se lo cuenta a Escobedo. “Si estás en una vida pasada, debes tener otro cuerpo –la ataja–. Deja el control. No razones; deshazte de las fantasías.” La terapeuta la saca de allí. Y la invita a que abra otra puerta: es roja, de terciopelo. Al empujarla, se siente parte de una escena de Medianoche en París. Nada de cuanto imagina es original. Todo tiene copyright. Del Central Park a la montaña “Suelta el control. ¡Nada va a pasarte! Volvamos al patio, que tiene un cartel que dice: prohibida la entrada a toda persona ajena a ti…” La siguiente puerta conduce al Great Lawn del Central Park en una tarde primaveral. Hay una hippie, de unos 22 años, escritora de short fiction, pelo largo y vincha. Y una multitud que aguarda un recital de los Rolling Stones. “¿Con quién vives?”, inquiere. “No lo sé”, contesta. “Cuando uno visita una vida es porque tiene algo que ver o resolver. ¿Hay algo que te preocupe de esa hippie que ves?”

alma larroca

“¿Superar el writer’s block…?” “¡Ésa es tu cabeza razonadora!”, le dice, armándose de paciencia. Desanda los pasos y la despierta. “Hay un conflicto con vos: no viniste aquí por un motivo de salud, una fobia o un trauma. Entonces, tu mente se asusta y sazona con fantasías. La imagen del castillo se llama escenario y se plantea para evaluar cuánto te cuesta dejarte ir. Recién con las puertas comienza la regresión”, le explica. La periodista se va, convencida de no haberse conectado con nadie que hubiera sido en otra vida. Al día siguiente, lo vuelve a intentar. Mucho más relajada, se le imponen otros escenarios. El patio del relato muta por una gran montaña y, en su interior, la mujer visualiza primero a un predicador. Escobedo le sugiere que observe el mundo desde esos ojos: todo es bonhomía y sensación de elevación. Pero la periodista cree estar hilvanando una narración visual. Le resulta inverosímil para la gran montaña de error que asume ser. Luego –quizá para justificar su nombre–

imagina una sirena en el mar y, por último, una esclava en Arabia que, huyendo al desierto, logra su libertad. Al menos éstos son –piensa– registros más originales: la esclava viste de esclava; en el desierto tiene hambre y sed, y urde una estrategia de supervivencia: se une a un campamento de beduinos. Las visualizaciones son como ensoñaciones vívidas. Cree ella, que producto de su imaginación. O de una sugestión direccionada, a partir de preguntas. Por alguna razón, la terapeuta la percibe a la defensiva: “Te deben haber pasado cosas –quizás aquel sometimiento de esclava– por las cuales te defendés. De lo que hay que defenderse y de lo que no, también”. En último encuentro, la regresión la conduce a las afueras de Londres, en los años 30. Es agente literaria, feminista, tiene seis hijos y un marido abocado a cuidarlos. Es ella la que mantiene el hogar. Esa imagen le resulta incómoda y conflictiva. Pero la acepta, al fin. En un enroque de roles, Escobedo la insta a que dirima

un entredicho con el esposo, quien se opone a que ella vaya a trabajar a la ciudad. Pero ella va igual y en el camino su auto se precipita en una curva, a toda velocidad. Por fin, llegó al clímax, al trauma. Al menos, ¡encontró una justificación! El accidente, la luz que luego ve, es materia de un arduo debate entre terapeuta y paciente. “Esa instancia, en la que asumís el rol de tu marido, se llama reprogramación. Así se intenta reparar en las vidas anteriores.” El análisis psicológico que le prodiga guarda su lógica. Pero nada ha sido lo suficientemente convincente como para que la periodista cambie de opinión: respeta todas las creencias, pero no asocia esas vivencias a un ciclo vital anterior. Piensa más bien en mitologías, producto de una narración inducida y de su propia imaginación. Vidas para ella, además, hay una sola. Y si hay algo que ver o reparar, en ésta tiene de sobra. Pero si quiere hurgar en otras, siempre estarán los libros y las pinturas de Xul Solar.ß

escenas urbanas Oliver Kornblihtt/AFV

Natalia Vega, Maximiliano Canessa, Melania Di Paola, Leonardo Furlani y Carlos Ghiotti, el sábado pasado, durante la maratón Star Wars 6K, en el Hipódromo de San Isidro

pequeños grandes temas Maritchu Seitún

Hacernos plenamente adultos

H

ablando un día con mi hermano menor llegamos a la inesperada conclusión de que no teníamos la misma madre… Quizá porque habíamos llegado a su vida en diferentes circunstancias, por ser de distintos sexos o por nuestras características personales, despertábamos en ella respuestas

distintas y establecimos relaciones absolutamente diferentes, ¡incluso nuestras quejas no eran las mismas! Seguramente pasaba lo mismo con nuestro padre. Años de acompañar familias en sus dificultades diarias y de hacer talleres con madres me llevaron a concluir en muchas oportunidades

que para que ellas hayan podido convertirse en esas mujeres que son hoy (fuertes, inteligentes, con capacidad de amar y cuidar a sus hijos) algo muy bueno tienen que haber hecho sus propios padres durante la crianza. Mi hipótesis es que en esos casos los primeros dos años fueron suficientemente satisfactorios como para que esto haya podido ocurrir, y que las dificultades empezaron alrededor de los dos años, a partir de la ruptura del vínculo simbiótico. No recordamos esos primeros años (de hecho, son anteriores a la posibilidad de poner palabras para lo que nos pasa y por lo tanto recordarlo), pero esas experiencias siguen presentes dentro nuestro y nos ayudan a ser quienes somos. En cambio, sí recordamos enojos, reclamos y rencores de más grandes: cuando no nos escuchaban o no se

interesaban por nuestras cosas, o no respetaban nuestro punto de vista, o no se tomaban el tiempo para estar con nosotros, y ¡cómo nos enojan, duelen, ofenden, esos recuerdos! ¡Cuánto desearíamos ver en nuestros padres un cambio, una disculpa, una reparación! Pero… hacernos plenamente adultos implica precisamente hacernos cargo de nuestra vida y dejar de acusar a nuestros padres, de esperar que cambien; comprender que ellos hicieron lo que pudieron, en ciertas circunstancias, con su historia anterior y los conocimientos de ese momento. Hijos adultos: aceptemos las madres y padres que nos tocaron, hagamos el proceso de duelo que nos permita despedirnos de los que nos habría gustado tener, y así podremos aceptar y, eventualmente, perdonar a los que nos tocaron.

De ese modo, podremos dejar de consumir nuestro tiempo y energía en enojos y acusaciones que hoy no tienen sentido más que para quedar varados en la eterna queja y el permanente reclamo. No nos damos cuenta de que seguir acusando y echando culpas no nos ayuda a cambiar y arruina nuestra vida, y quizá también a ellos... A veces no podremos perdonar, porque el dolor, la ofensa o la herida son muy grandes. En esos casos, tratemos de aceptar y de dar vuelta la página. Si sentimos que nuestros progenitores de alguna forma “arruinaron” nuestro pasado, hagamos el duelo y aceptemos los padres que tenemos (o tuvimos), ¡así no arruinamos nuestro presente ni nuestro futuro! ¿En qué consiste ese duelo? Implica primero enojo, luego tristeza y aceptación para poder llegar al fin al reconocimiento y la

transformación: en qué nos ayudó todo esto, de qué forma somos mejores personas a partir de nuestro padecimiento… Cuando completemos el proceso podremos encontrar un valor positivo a esas fallas e, inesperadamente, se despejará la bruma y podremos reconocer algunos aciertos de nuestros padres que el enojo y la ofensa no nos permitían ver. Algunos pacientes nos hacen mala fama a los psicólogos: son los que deciden dejar el tratamiento cuando llegan a la etapa de enojo y de ver los errores de sus padres y no nos permiten acompañarlos en el proceso completo. Creen que ya encontraron al responsable o culpable de sus pesares y se van muy aliviados, ¡pero sin resolver sus dificultades! Y sin haber llegado a convertirse en plenamente adultos.ß La autora es psicóloga y psicoterapeuta