Un tesoro escondido

sobre el valle de Lerma. Me habían adelantado algunas caracte- rísticas y las asocié con la biblioteca de los samizdat, que me arrancó lágrimas en Praga.
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Notas

Sábado 8 de marzo de 2008

Rigurosamente incierto

Yugos de estos tiempos Por Norberto Firpo Para LA NACION

E

N 1968, norteamericanos racistas asesinaron a Martin Luther King, cuatro años después de que se lo distinguiera con el Premio Nobel de la Paz. La pregunta es ésta: cuarenta años después, ¿están suficientemente maduros los norteamericanos para tener un presidente sepia? Cuna de la democracia moderna, aunque país de magnicidios recurrentes, Estados Unidos ofrece al mundo una incógnita que ya irradia torrencial expectativa y que aumentará de aquí a que se reúna el augusto concilio de los delegados partidarios. Tal cosa ocurrirá en Denver, en agosto, y allí se formalizará un previsible contubernio, de resultas del cual inclinarán sus favores por Obama, un reciclado Sidney Poitier, o por Hillary, dispuesta a no ser menos que la Bachelet o la Cristina, guapas doñas del patio trasero. Por supuesto, las elecciones norteamericanas no constituyen el único motivo de incertidumbre que socava el ánimo de la humanidad. Por el contrario, acaso sea el más ligero y liviano, el más benigno. En cambio, hay un signo de interrogación que pesa como yugo de plomo sobre la cerviz religiosa de millones de personas: ¿en serio es tan grave que se le ponga rostro a Mahoma? La pregunta puede ir más allá: cuando el dogma choca contra la buena fe –siempre bendecida por la tolerancia–, o contra la sensatez, ¿debe triunfar el dogma? En el Exodo, segundo libro del Antiguo Testamento, Yahvé –Dios padre– se niega a que Moisés le vea el rostro: “Mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo… Te cubriré con mi mano –le dice, en el monte Sinaí– hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano para que veas mis espaldas, pero mi rostro no se puede ver”. Ciertamente, es muestra de sano criterio que las representaciones gráficas y fisonómicas del Dios padre, y aun las caricaturas, no provoquen batifondo, no auspicien venganza ni inviten al crimen a la feligresía católica. La intolerancia, provenga de la religión, del racismo o de la política, se ubica en el riñón de los más necios fundamentalismos, la mayoría de los cuales levanta murallas pretendidamente infranqueables para que unos seres humanos no se mezclen con otros. Hay que decirlo, la cacareada globalización involucra varios miles de kilómetros de fronteras de cemento y alambres electrificados, repartidos en los cinco continentes, y uno de esos ignominiosos parapetos pretende salvar al Tío Sam de tanto mexicano subrepticio y furtivo, con ganas de hallar cobijo en el Primer Mundo. La Gran Muralla China data del siglo III antes de Cristo y la realidad parece demostrar que la historia, cuanto más burda y vacua, más posibilidades tiene de repetirse. © LA NACION

LA NACION/Página 35

Un tesoro escondido A

LGUNAS sorpresas hacen brincar el alma. Había visitado en distintas oportunidades la ciudad y la provincia de Salta. Hace unos años, con imaginación exaltada, hice posta en ellas cuando el protagonista de La gesta del marrano se esforzaba por llegar a la Ciudad de los Reyes para abrazar a su humillado padre, y me mareé entonces en el inconmensurable mercado de mulas que hervía allí. Ahora descubrí otro portento, en la modesta población de Cerrillos, 15 kilómetros al sur de la capital, sobre el valle de Lerma. Me habían adelantado algunas características y las asocié con la biblioteca de los samizdat, que me arrancó lágrimas en Praga. También con el Cementerio de los Libros Olvidados que describe Carlos Ruiz Zafón en La sombra del viento. La casa pertenece a Gregorio y Lucía Caro Figueroa, ungidos directores de esta biblioteca, cuyo nombre es J. Armando Caro. Gregorio es periodista, actual secretario de Cultura, colaborador infatigable de Todo es Historia; ella es pedagoga y autora de textos filosóficos. Ambos cuidan un tesoro en medio de un bosque que no es exactamente un bosque, pero se le parece. Basta cruzar la alta puerta para ingresar en una sala humilde, donde se presenta de inmediato, como una escultura majestuosa que abarca toda la pared, un antiguo mueble vidriado lleno de joyas bibliográficas. Además de antiguas colecciones, late incandescente un ejemplar de la primera edición de Facundo, con apostillas redactadas por el mismo nervioso puño de Domingo Faustino Sarmiento. También una antigua edición de la primera novela argentina, Soledad, escrita por Bartolomé Mitre durante su exilio en Bolivia. Otras primeras ediciones se agitan como animalitos vivos mientras uno las hojea

Por Marcos Aguinis Para LA NACION mografía, historia, antropología, religión, literatura, arte, derecho, federalismo, instituciones, folklore y medicina regional. No sólo se suceden libros, sino publicaciones periódicas de gran valor testimonial, como la Revista de letras y ciencias sociales, Norte, Hebe, Sustancia, Notas y estudios de filosofía, Humanitas (Tucumán), Tarja (Jujuy), Güemes, Amancay, Angulo, El otro país, La Gauchita, Diálogos, Claves, Andes, Miradas y raíces, más los suplementos culturales de muchos diarios. Yo tenía el cielo en las manos, con sus estrellas encendidas. Me llamaron la atención los 3000 sobres con recortes periodísticos, en los que se pueden descubrir datos que cortan el aire. Pero además existen discos de pasta y vinilo, cintas abiertas, fotografías, 40.000 diapositivas, una nutrida mapoteca, postales antiguas de la región, catálogos de exposiciones plásti-

donaciones de estudiantes universitarios. La etapa genésica fue difícil y decepcionante. Pero no cedió la tenacidad y comenzaron entonces a afluir bibliotecas enteras de profesionales, una de las cuales incluía la que había sido propiedad del presbítero Juan Francisco Castro, fundador, en 1864, del Colegio Nacional de Salta. Después llegaron colecciones de arte en castellano y otros idiomas, acompañadas por discos de música clásica y diapositivas. Con esfuerzo, se adquirieron otras bibliotecas privadas de coleccionistas de provincias vecinas. Más adelante, llegó el archivo del doctor Oñativia, que fue el polémico ministro de Salud del presidente Illia. Un ángulo curioso está conformado por la biblioteca que había pertenecido a Hugo Marcone, especializada en las sucesivas escarlatinas del nacionalismo europeo y argentino. El flujo se

Sesiones de la Cámara de Diputados y el Senado de la Nación, desde el año 1853. Son 522 volúmenes encuadernados, pesados, en los que resuenan las voces de los extraordinarios parlamentarios que teníamos, y a quienes debería imitar la mayoría de mediocres –con contadas excepciones– que ahora llenan escaños de los que pocas veces brotan frases que merecen ser recordadas. Hay también una recopilación de la legislación argentina desde 1862 y fallos de la Corte Suprema de la Nación desde 1866. Junto a ese imperdible material se alinean los mensajes de los presidentes de la Nación que hemos tenido o padecido desde los albores de la patria. La sección de revistas es un banquete. Ahí están desde Sur y Criterio hasta Nosotros y Atlántida. Lomo tras lomo se extienden colecciones completas que se haría largo enumerar: Caras y Caretas, Fray Mocho, El Hogar, Realidad, Dinámica Social y Estudios, Primera Plana, Confirmado, Todo es Historia, más los suplementos culturales de varios diarios. No me resisto a mencionar las revistas que tuvieron resonancia y consecuencias en las últimas décadas de nuestro sísmico pasado, muchos de cuyo títulos nos dan un pellizcón en la nuca: Mayoría, Qué, Contorno, El Montonero, Izquierda Nacional, De Frente, El Descamisado, Militancia, Causa Peronista, Pájaro de Fuego, Cuestionario, Propósitos, Redacción, La Maga. Pero esta fabulosa hemeroteca no se limita a las publicaciones argentinas, sino que abunda en varias europeas que lograron mucha estima: La revue des deux mondes, El Correo de la Unesco, Janus, Planeta, Revista de Occidente, La moda elegante, La nouvelle revue française, entre otras.

Un portentoso archivo cultural a 15 kilómetros de la capital salteña: la biblioteca J. Armando Caro

Además de antiguas colecciones, late incandescente un ejemplar de la primera edición de Facundo

con emoción; son obras de Juan Bautista Alberdi, José María Paz, Deán Funes, Vicente Fidel López, Hilario Ascasubi, Joaquín V. González, Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Ricardo Rojas, Manuel Gálvez, Roberto Arlt, Ricardo Güiraldes, Oliverio Girondo. Un pasado inmenso en la palma de las manos. No tuve dificultad en leer sobre la página inicial de una primera edición de Borges una extensa y microscópica línea escrita por él mismo, cuando aún veía, semejante a una recta caravana de hormigas jugando con metáforas. Pero recién había gustado el aperitivo. Ingresé en el patio donde sombrean árboles, arbustos y flores que constituyen un jardín autóctono sin afeites. El silencio y el aroma me permitieron escuchar un sibilante “ábrete, sésamo”. Entonces se despejó el camino y avanzamos hacia una gruta-sala de 126 metros cuadrados, en la que se ha conformado un laberinto de anaqueles que intentan alcanzar los 6 metros de altura, estirando sus paredes hasta llegar al techo. Tanta riqueza bibliográfica me invadió como una bocanada llena de polen. Paralizado, alucinado, no sabía dónde detener mis ojos. Me arropaba un clima sacro y los ávidos pulpejos de mis dedos se detenían ante los coloridos lomos, como si no tuviese aún derecho a tocarlos. Ahí estaban otras primeras ediciones, no sólo en castellano, sino en inglés, francés y alemán. La colección de autores españoles, por ejemplo, abarca el último tercio del siglo XIX y la primera mitad del XX; incluye textos de la Guerra Civil Española, publicados también en Francia por los bandos en pugna; además, se alinean las angustiosas actas de las Cortes españolas de la Segunda República. Una sección se dedica a los asuntos de una media docena de provincias del noroeste argentino. Enseguida, otra sección ofrece materiales sobre Bolivia, Chile y Perú, con materiales sobre geografía, economía, de-

Los encargados de esta alhaja colosal no cesan de perfeccionar su inventario completo, sección tras sección. Está en marcha la confección de cinco catálogos integrales que abarquen los asuntos universales, argentinos, latinoamericanos, regional del Noroeste y Salta. Ya se pueden recorrer sus secciones especiales, que no dejan hueco sin llenar. En la sección de folklore se incluyen cancioneros populares, revistas especializadas y discos, entre los cuales figuran los producidos por Leda Valladares (1962-1965) con coplas del Valle Calchaquí entonadas por sus mismos habitantes. En los anaqueles destinados a la política se ofrecen bandejas con suculentos canapés sobre conservadurismo, liberalismo, socialismo, anarquismo, marxismo, nacionalismo, democracia cristiana, movimiento obrero, peronismo, radicalismo y cooperativismo. No es todo. A esas secciones se añaden otras, referidas a la niñez, tercera edad, economía doméstica, periodismo, astronomía, moda, vida cotidiana y hasta buenos modales y erotismo. No faltan los rubros referidos a la muerte y sus múltiples interpretaciones, historia de la educación, espiritismo, masonería, mafia, herejías, fanatismo, violencia, polemología (guerras) y corrupción. Me daba la sensación de haber ingresado en una gruta mágica, interminable. Y mis apuntes llenaban renglón tras renglón. Durante el recorrido, pude soñar, como Borges, que el paraíso tiene forma de biblioteca. Retorné al patio donde la luz se filtraba por el follaje tierno. Aún estaba conmovido por el contacto con esa galaxia de letras y me parecía ser seguido por su infinita columna de autores. En el almuerzo con los directores y un calificado grupo de amigos, el vino de Cafayate nos permitió brindar por un tesoro de verdad, que estaba ahí, en el dilatado valle de Lerma. © LA NACION

cas, carteles, programas de conciertos. Los acompañan paquetes de cartas recoletas y pacientes manuscritos inéditos que aguardan la pupila de algún curioso. Me informan que ese tesoro en medio del valle de Lerma ya comprende 33.500 libros, folletos, publicaciones periódicas, documentación e imágenes, que están en permanente actualización. Es considerada una de las colecciones privadas más abundantes de toda la Argentina. Se nutre y sostiene con el aporte de sus fundadores y directores, donaciones y canje. Atiende consultas a distancia y brinda un servicio arancelado de búsqueda de datos y elaboración de informes. En los últimos cinco años fue visitada por más de 3000 personas. Hacia allí se dirigen investigadores del país y el extranjero. Su fondo bibliográfico y su documentación opulenta fueron utilizados para innumerables tesis, artículos y libros. Esa fortuna cultural es el producto de una inicitiva privada que maduró lentamente durante cuarenta años. Empezó con

tornó importante con otras donaciones que comprendían lejanos campos del saber. Me llamó la atención un pequeño museo de la radio, con importantes colecciones referidas a este medio de comunicación, desde sus míticos comienzos hasta la actualidad. Ahí figura la inhallable Revista Telegráfica. Unos documentos emitían vibraciones que me erizaban la piel. Observé con cuidado y advertí que estaba frente a ediciones completas de los archivos espitolares de San Martín, Domingo de Oro, Martín Güemes, Facundo Quiroga, Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Marcos Paz, Bartolomé Mitre y Juan María Gutiérrez. En páginas ahítas de información, quejas, secretos, solicitudes, confesión y expectativas, se puede viajar en la máquina del tiempo y conversar mano a mano con los próceres, auscultar su ánimo, descubrir su temple, poner al descubierto un sinfín de angustias y enloquecer con sus esperanzas parcialmente frustradas. Largos metros reúnen los Diarios de

Quince minutos de fama La fama es espuma en la corriente de la vida. Rabindranath Tagore

P

OCAS frases se hicieron tan famosas como ésta, de Andy Warhol: “En el futuro, todos tendremos quince minutos de fama”. Acaso porque la vida se ha vuelto tan precipitada, tan vertiginosa y tan parecida a un videoclip, la metáfora del padre del pop art resultó tan contundente como veraz. Pero en esta frase hay también algo fundamental que está latente más allá del tema del tiempo y de lo efímero, y es la sed de notoriedad que en las últimas décadas se ha desatado, sobre todo, entre los habitantes de las grandes ciudades. A raíz de los destrozos provocados en el shopping del Abasto por jóvenes de bandos enfrentados, se supo algo más sobre el afán de fama que implica el fotolog. Un muchacho confesó: “El fotolog permite obtener popularidad de manera simple y divertida. Mostrando nuestras fotos por Internet, buscamos tener aceptación en el sexo opuesto”. Hace pocos meses, en The New York Times apareció un interesante artículo firmado por Benedict Carey, cuyo título, en traducción, decía: “Por qué tanta gente se desvive por ser famosa”. La nota se refería a este fenómeno social , tratando de hurgar en los factores psicológicos que hacen que millones de personas quieran “encender la

mirada de los otros, entrar en un cuarto lleno de gente y sentir que la conversación se detiene”. Se destacaba como causante el ansia subyacente de aceptación social y de una supuesta seguridad por parte de todas estas personas deseosas de notoriedad y de celebridad. Según el psicólogo Jeffrey Greenberg, de la Universidad de Arizona, “dada la conciencia de nuestra mortalidad, para funcionar con seguridad necesitamos sentirnos protegidos de este desafío existencial”. Añade Greenberg: “Tratamos de vernos como valiosos contribuyentes de un mundo signifi-

“Los ideales que los demás depositan en uno pueden resultar inalcanzables”, dice el psicólogo Mark Schaller cativo. Y cuanto más nos valoran los otros, más especiales y, por lo tanto, más seguros nos sentimos”. Investigaciones realizadas en ciudades de Alemania y China, cuenta el artículo, encontraron que el 30% de los adultos observados dice tener fantasías rutinarias acerca de ser famosos, y más del 40% espera disfrutar de una dosis, aunque pasajera, de fama. La necesidad de ser reconocido, admirado, la ansiada aceptación por parte de los demás, para cumplir, así, con ideales propios

Por Alina Diaconú Para LA NACION y ajenos, se constituirían en ejes de esta búsqueda de notoriedad. “[Pero] los ideales que los demás depositan en uno son enloquecidos, y es virtualmente imposible alcanzarlos”, manifestó el psicólogo Mark Schaller. Esto hablaría claramente de la frustración que suele acompañar esta búsqueda. “La fama es puro cuento”, rezaba la letra del tango Vieja viola. Sería, en verdad, la espuma a la cual alude Tagore en el acápite de esta nota. La espuma es bella a la vista, pero superficial, volátil, ya que se puede deshacer en un instante. En un medular ensayo sobre la idea de la fama, el filósofo español Gustavo Bueno se refirió a los distintos tipos de fama que pueden hallarse y terminó por analizar lo que él llama “fama de notoriedad”. “Quien busca la fama de notoriedad, casi nunca la encuentra; quien se encuentra con ella, acaso no la había buscado.” Recordamos el interrogante planteado por Erasmo de Rotterdam, en el siglo XVI, en su libro Elogio de la locura: “¿Qué es, decidme, lo que mueve al ingenio humano a cultivar las artes, tenidas como excelsas, y transmitirlas a la posteridad? ¿No es la sed de gloria?”. Y concluye su cuestionamiento afirmando que la fama es la cosa más quimérica de la Tierra.

Si buscamos en el diccionario la definición de “fama”, encontraremos que en una de sus acepciones (la que nos ocupa) significa “opinión general acerca de la excelencia de un sujeto en su profesión o arte”. Acaso sea éste un concepto ya un tanto perimido. Porque ser hoy famoso puede estar en las antípodas de estas contemplaciones culturales. Basta con que alguien aparezca por televisión, en una noticia que puede ser policial o incluso en un programa como Gran Hermano, para que consiga los quince minutos de fama de Warhol o mucho más. A veces, son horas, días y hasta meses. Esta fama estaría más cerca de la popularidad que de la noción de prestigio que antes implicaba el concepto de fama. Y así, de inmediato, el nombre del interesado se vuelve renombre, gracias a los eficaces medios de comunicación. Se cumpliría, de este modo, lo que una vez alguien aseveró (aludiendo al enfoque de la revista Interview, creada por Andy Warhol), y que podríamos considerar un axioma de esta exitista posmodernidad: “Me fotografían, luego existo”. Es como si la notoriedad llenara un vacío existencial y diera consistencia a la vida de alguien, por el mero hecho de hacerlo aparecer en un impreso o en la hipnótica pantalla chica. Esto llevaría a

una patética consecuencia, que podríamos parafrasear así: “Si no me fotografían o no me filman o no me entrevistan, no soy nadie, no existo”. Por algo muchos hablan de lo mortífero de la fama, de su poder aniquilador. Los grandes personajes del mundo del espectáculo que murieron muy jóvenes fueron, seguramente, víctimas de esa fama que parecería ser como la zanahoria del burro, como un pozo sin fondo. Surgen, así, los nombres de Marilyn Monroe, Jimmy Hendrix, Jim Morrison, Elvis Presley y John Lennon, entre muchos otros. Y el reciente caso de la muerte del actor australiano de 28 años Heath

Quizá sólo sea una necesidad básica del ser humano que, a veces, puede ser desesperada: sentirse amado Ledger. De esta manera, la fama cosecha sus penosos mártires, admirados y envidiados, en una condimentada mezcla de droga, alcohol y locura. Entre nosotros, el poeta surrealista Aldo Pellegrini habló del “delicioso gusto amargo de la fama”. Para verla desde otro ángulo y agregar un toque de humor a tan serio tema, vamos a citar lo que opina Woody Allen sobre los famosos, con conocimiento de causa: “Una celebridad es una persona que se ha pasado la vida tratando de lle-

gar a famosa y que cuando lo logra usa lentes negros para que nadie la reconozca”. Son muchas las facetas que reviste la fama. Desde las más mezquinas hasta las más loables, desde las más idílicas o ingenuas hasta las más crueles o las más cómicas. ¿Quién no se acuerda del chiste en el que un vecino se preguntaba: “¿Cómo puede ser que Fulano sea tan famoso si tomaba el café conmigo todas las mañanas, en el mismo bar?”. La fama es caprichosa, se dice en la nota de The New York Times, y su efecto en las personas, imprevisible. Tal vez sea ésa la razón de su atrayente aroma: sus secretos, sus alegrías y tristezas, la alquimia privada revelada sólo a aquellos para quienes la puerta de la fama se abre. Parecería que casi siempre detrás del deseo de salir del anonimato, de ser famoso, de ser reconocido, hubiera un agujero afectivo, inseguridades de distinta índole, un hueco que necesita ser llenado con la aprobación ajena, con el reconocimiento o la valoración que a lo mejor no existieron en la primera infancia, en la segunda o, acaso, nunca. Quizá sólo se trate de una necesidad básica de los seres humanos, que a veces puede llegar a ser desesperada: la de sentirse amado. © LA NACION Alina Diaconú es autora de Cama de ángeles, El penúltimo viaje y Poemas del silencio, entre otros libros.