BUENOS AIRES | 31
| Domingo 16 De Diciembre De 2012
ciudad oculta | detrás de la quimérica sortija Resulta asombroso que, en una época en la que Papá Noel viaja con más smartphones que chocolates, los niños aún encuentren placer en una atracción del siglo XIX
Un taller de calesitas, secreto de Villa Luro Texto Leonardo Tarifeño | Ilustración Dufour
L
a otra noche, en un programa político de la tele, el escritor Martín Caparrós hablaba de la Argentina como un “país calesita”. En su opinión, los argentinos somos campeones mundiales del tiempo cíclico; los mismos problemas se repiten década tras década, y una y otra vez damos vueltas y vueltas por la historia sin que avancemos hacia ningún lugar. Su idea, como todas, resulta discutible; lo único fuera de discusión es que deja muy mal a las calesitas. ¿Qué culpa tienen esos paraísos infantiles de los desastres que hacen los adultos? ¿O será que los niños educados en el carrusel crecen moldeados por una felicidad que sólo aprecian si se mueve en círculos? Si Freud viviera, advertiría en estas dudas un nuevo desafío para la psicología de masas. Y es que, curiosamente, la calesita representa un patrimonio cultural argentino en general y porteño en particular. La primera en deslumbrar Buenos Aires se instaló en 1867, en lo que actualmente es la plaza Lavalle, entre el Teatro Colón y Tribunales, y el encanto de esa larga tradición perdura hasta hoy. Devoto, Colegiales, Boedo, Flores, Caballito, Liniers y Parque Lezama son sólo algunos de los rincones urbanos que convocan a las familias con calesitas ya históricas. En muy pocos lugares del mundo el carrusel sobrevive como entre nosotros, y una prueba de nuestra fascinación por esa fábrica de alegría es la creación de la sortija, invento tan argentino como la milonga o el dulce de leche. Actualmente hay, al menos, 55 calesitas en toda la ciudad y resulta asombroso que, en una época en la que Papá Noel viaja con más smartphones que chocolates, los niños aún encuentren placer en una atracción del siglo XIX. El misterio de la calesita es tan inexplicable como la emoción que los padres sienten al escuchar “La gallina turuleca” mientras los críos compiten con la música a fuerza de chillidos. Quizás haya que buscar en esa ruidosa felicidad originaria las razones de nuestra alegre convivencia con el griterío, el respeto hacia el pasado en extinción y el entusiasmo por el movimiento que no lleva a ninguna parte. Arriba o abajo de los caballos, nada nos une más que la esperanza de sacar la sortija en la próxima vuelta. Como toda institución popular, la realidad de la calesita porteña tiene un pie en la historia y otro en la leyenda. Su mitología recuerda que, durante años, la de Ramón Falcón al 5900, en Liniers, funcionaba en el patio de la casa del calesitero. Y, también, que un burro tiraba de una en algún lugar de Villa Luro. Para saber qué tan cierta era la insólita historia del burro, llegué hasta la esquina de Juan B. Justo y Lope de Vega, en el límite de Villa Luro con el barrio Vélez Sarsfield, donde los vecinos que toman mate en la vereda tienen mucho de historiadores al paso. Una vez allí, y como si fuera una palabra mágica, las puertas se abrieron con sólo decir “calesita”. Guiado por una respuesta tras otra, ya sobre Juan B. Justo, las respuestas me guiaron hacia un galpón de puertas azules justo enfrente de la parada del metrobus. Adentro estaban Leonel, Mariano y Daniel, tres amigos que trans-
formaron el taller de calesitas de Héctor, el abuelo de Leonel, en un espacio para reinventar el arte del carrusel. El lugar es una amplísima construcción de los años ‘40, y en el muro que acompaña al visitante hacia el espacio más profundo hay un enorme grafiti-historieta que explica por qué el arroyo Maldonado se llama Maldonado. “Queremos que en nuestro espacio de trabajo viva la historia porte-
ña”, dijo Leonel, quien luego recordó que sus trabajos ya funcionan en la calesita de la plaza Mariano Boedo. Mientras, a su lado, un Bambi intervenido con heridas en las patas y un grupo de lindísimos caballos fileteados parecían escucharlo. Otros caballos colgaban del techo, al igual que uno de los siete enanitos de Blancanieves, y cápsulas espaciales de un viejo parque de diversiones, y Leonel aprovechó para contar que Héctor trabajó du-
rante 35 años entre esas paredes. Ahora ellos desarrollan allí la propuesta artística del grupo Carne Hueso (http://www.facebook.com/ carnehueso), de la cual la restauración de los objetos de las calesitas es la principal protagonista. “Al convertir caballos de calesita en objetos de arte, demostramos que el arte es ruptura y que puede transformar lo cotidiano en algo nuevo y sorprendente”, comentó Daniel. Antes de irme, entre los caballos fileteados encontré un burro restaurado en cedro, “un trabajo que ya no se hace más”, en palabras de Daniel. ¿Sería aquel cuya leyenda me había llevado hasta ese galpón? Cuando salí del taller, el “país calesita” seguía allí. Y no sé por qué pensé que había encontrado una sortija en forma de burro.ß