ALBUCIUS POR PASCAL QUIGNARD EL CUENCO DE PLATA TRAD.: BETINA KEIZMAN 156 PÁGINAS $ 59
ENSAYO
Un pasado novedoso Para La Nacion
C
alificar decorosamente como novelista o ensayista, cuentista, biógrafo o poeta es algo que a la mayoría de los escritores puede llevarle la vida entera. Pascal Quignard (Verneuilsur-Avre, 1948), en cambio, no sólo ha sido capaz de distinguirse en todas y cada una de estas destrezas a lo largo de su obra sino que, con Albucius, demuestra –por no decir ostenta– poder hacerlo también dentro de los límites de un solo libro. La demora en la traducción y publicación local de Albucius –diez años desde su aparición en Francia– no le resta actualidad al volumen, ya que los avatares de sus personajes transcurren en el lejanísimo siglo I a.C. Más exactamente entre la dictadura de César y el imperio de Augusto, una de las épocas predilectas de Quignard –junto con el Japón medieval y el siglo XVII francés– y de Pierre Klossowski, uno de sus escritores admirados. Antes que la novedad per se, al autor le interesa la novedad del pasado. Por eso, descarta de plano la idea de hacer turismo a bordo de los grandes nombres propios de la historia y privilegia el deambular errático por destinos más modestos aunque no menos heroicos. Tal es el caso de Caius Albucius Silus, un declamador y autor latino nacido hace dos mil años del que
no se conocen más que textos indirectos –restituidos en gran parte por el padre de Séneca– y el protagonista homónimo e incontestable de este libro. En Albucius, Quignard no sólo reconstruye cincuenta y tres de los casos judiciales, resúmenes de intriga, argumentos jurídicos, enigmas policiales o “fantasmas de obras” del ignoto orador latino en cuestión, sino que además se ocupa de incrustarlos en una biografía ad hoc, suerte de versión corregida y aumentada de una de las semblanzas de Vidas imaginarias, de Marcel Schwob o, más acá, de los relatos de Historia universal de la infamia de Borges. Así, sobre un fondo histórico compuesto con la precisión de un erudito, la vida de Albucius irrumpe con inconfundible y pedestre singularidad: la devoción por los pájaros, los vanos intentos de disimular su calvicie, la propensión a introducir manos amputadas en sus tramas, la reticencia a emprender viajes por no abandonar su utensilio de cocina favorito (una compotera de roble negro que había heredado de su bisabuela materna). Y como si la empresa no fuera sobradamente compleja, Quignard se atreve a escandir la vida y la sórdida obra de Caius Albicius Silus con espontáneas reflexiones al margen, poéticas a veces y otras proclives a deslizar celosas citas latinas, siempre irreverentes –“A César le gustaba el aceite rancio. Su-
fría desmayos, terrores que quebraban bruscamente su sueño, epilepsia. Estaba dominado por el deseo de actuar, de trabajar, de amar, de hacer. La inacción le parecía una desgracia. Era obsesivo”– y provocadoras: “En Roma, todos se copiaban de todos. El arte era considerado una emulación entre las obras y una competencia entre los hombres. Ni la originalidad de la intriga ni la del pensamiento eran valoradas”. Las variaciones de registro, los saltos temporales y hasta el capricho de trastocar el orden de la oración empujando el verbo hacia el final para imitar la ARCHIVO
POR DÉBORA VÁZQUEZ
Quignard
sintaxis latina –“He amado ese mundo, o los relatos que su carencia inventa”– son moneda corriente en la prosa del escritor francés, así como también su inclinación a perderse en exhumaciones etimológicas: “Cuán singular es esa palabra romana ‘quies’, capaz de definir simultáneamente el descanso, el sueño y la muerte”. La escritura de Quignard, como el latín, puede revestir lo trivial y lo vulgar con una sonoridad digna del asunto más elevado y está admirablemente dotada para condensar una verdad con precisa economía. Asimismo es dúctil a la hora de pasar de lo epigramático a lo expansivo y descuella en el arte de cambiar de tema: “‘Nada faltaba en la causa de César salvo una cosa: la causa.’ En clase de quinto, balbuceando, recitábamos este ejemplo que nos parecía vacío y ficticio. Llevábamos pantalones de franela gris: dejaban los pequeños huesos de las rodillas heladas, golpeados, desnudos, blancos, cortejados por costras negras que nos picaban”. Pascal Quignard toca el violonchelo, pinta y vive retirado desde 1994. Le gusta definirse como un profundo antisocial, lee con voracidad y, ajeno a la inhospitalidad de la crítica, escribe libros anómalos como éste, en donde al igual que Albucius el “Inquietator”, pueda también él erigirse en un legítimo conspirador del lenguaje. © LA NACION
Sábado 8 de mayo de 2010 | adn | 13