Viernes 14 de diciembre de 2012 | adn cultura | 13
De Handke a su editor
Después de la publicación, hace unos meses, de la correspondencia entre thomas Bernhard y Siegfried Unseld, acaban de aparecer las más de 600 cartas que el famoso editor de Suhrkamp, muerto en 2002, intercambió con Peter Handke desde 1965. En Handke, Unseld encontró un corresponsal menos acre que Bernhard. Hacia 1985, le escribe el narrador al editor en unas línea reproducidas en Die Zeit: “ayer tuve una experiencia única: me bañé en las aguas bellas, claras y heladas del Isonzo. Y ahora pienso en ti, ‘el nadador’”.
El ExtranjEro
lItEratUra EUroPEa
Un imperio movedizo El francés Victor Segalen toma un episodio histórico de la China en un texto vaporoso, ajeno a los clichés del exotismo ce (asistido por una cultura y una memoria prodigiosas) entre los edificios, los estilos y las historias de América y sobre todo de Europa. “Somos y seguimos siendo cosmopolitas y un poco (bastante) europeos desterrados.” Por ejemplo, el viejo restaurante Munich de la Costanera Sur, hoy convertido en sede de la Dirección General de Museos, obra del arquitecto húngaro Andrés Kálnay, aparece descrito como una mezcla de art déco y fantasía orientalista. Pero quizá el hallazgo más revelador de la penetración y la audacia de sus comparaciones es lo que dice acerca de la confitería El Molino, de Congreso. Alguien le preguntó de qué estilo era ese magnífico edificio que, en sí mismo, es una compleja y fascinante obra maestra de la repostería. Schoo, sin vacilar, en un rapto de inspiración, le contestó: “Estilo Ballets Rusos”. Y, con eso, también definió algunas de las características de otras construcciones semejantes, como la del cine Ideal, donde –recuerda el autor–, para el estreno de María Antonieta, con Norma Shearer y Tyrone Power, los acomodadores vistieron calzón corto y casaca a la moda de Luis XV. Seguir los pasos de Schoo por Buenos Aires es descubrir a la manera de un arqueólogo ciudades superpuestas, pero no sólo
Seguir los pasos de Schoo es descubrir, a la manera de un arqueólogo, ciudades superpuestas las Buenos Aires del pasado, sino también las capitales de Europa que están ocultas, a la espera de alguien que las rescate en las construcciones de la Avenida de Mayo, en las follies del Jardín Zoológico, en las bóvedas suntuosas del Cementerio de la Recoleta y en las menos ostentosas de la Chacarita. En ese sentido, uno de los capítulos más bellos y representativos es “Romanticismo alemán”, donde Schoo cuenta cómo redescubrió una noche de luna llena, en 1984 o 1985, en la esquina de Belgrano y Perú, el monumental edificio llamado Otto Wolf. La descripción que hace de los atlantes que parecen sostener la pesada mole, de las cúpulas, las torres y la fauna esculpida en la fachada, es precisa y, al mismo tiempo, de una sugestión y
un valor narrativo propios de un cuento. Es como si a través de ese fresco reconstruyera en pocas líneas la atmósfera del imperio austrohúngaro. En esos rasgos, se reconoce al novelista de Función de gala, El baile de los guerreros, El placer desbocado, y al cuentista de Coche negro, caballos blancos. No muchos saben que Schoo es un talentoso dibujante. Las circunstancias hicieron que esa vocación fuera sofocada por las obligaciones del periodismo y de la literatura. Fue una cuestión de azar: en el diario Tiempo argentino (el de la década de 1980), una tarde encontré abandonado en un escritorio, ya no sé si era en el mío o en el de Ernesto, un dibujo que me llamó la atención por la elegancia, la gracia y la picardía. A mi lado estaba la crítica de arte Elba Pérez. Le pregunté: “¿Quién habrá hecho esto?”. Me respondió: “¿Cómo quién? ¿No reconocés que la línea es la misma de la caligrafía de Schoo?” Tenía razón. La voluptuosidad, el carácter “novelesco” de los trazos era el mismo de la letra de Ernesto. Quien haya visto manuscritos o reproducciones de manuscritos de Manuel Mujica Lainez y de Gabriele D’Annunzio puede hacerse una idea de cómo son, a primera vista, los de Schoo, aunque éstos son mucho más modernos y despojados. Con el mismo estilo de sus dibujos, la mirada de Ernesto recrea y dibuja las ciudades en el aire mientras camina por sus avenidas y sus parques. Así las narra. Hay un aspecto muy importante en este libro. Me corrijo, no es un aspecto, es el libro mismo: la prosa admirable. La escritura de Schoo es la de un clásico. De los clásicos tiene la sencillez, la claridad y la suprema elegancia. Decir que es “refinada” sería degradarla. No hay nada que “refinar” en ella, porque lo que nombra las cosas como son no necesita de ninguna estilización pretenciosa. La frescura de esa prosa ejemplar es la asombrosa frescura de una mirada enriquecida por la experiencia, los conocimientos y la memoria del corazón. C
El hijo del cielo Victor segalen
Mardulce Trad.: Ariel Dilon 240 páginas $ 75
Ramiro Quintana Para La nacion
E
n principio, y porque el libro en cuestión –ya desde el título– invita a hacerlo, vale recordar, siguiendo al sinólogo François Jullien, que en China “el ‘Cielo’, como noción suprema, es ese curso que, por su alternancia regulada –el día y la noche, el calor y el frío, las estaciones– hace que el mundo se renueve contantemente, sin agotarse jamás”. Asimismo, el Emperador es considerado “El Hijo del Cielo”, aquél cuya tarea, descrita sucintamente, consiste en mediar entre el cielo y el pueblo. El francés Victor Segalen vivió en Pekín entre 1909 y 1914, donde sirvió como médico y, sobre todo, pulió sus conocimientos en materia de arqueología, al realizar varias expediciones, no sólo por China sino también, dado su carácter de viajero indómito, por Japón y la Polinesia. En El hijo del cielo, Segalen toma como punto de partida el momento en que el Emperador Guangxu alcanza la mayoría de edad, hecho que implica que la conducción del Imperio a partir de allí será su entera responsabilidad y que está obligado a contraer matrimonio. Se le asigna también un analista particular, a fin de que, siguiéndolo aun hasta la alcoba imperial, “observe cotidianamente Sus actos, registre Sus palabras, copie uno por un uno todos los Edictos caídos de Su pincel”. De esos materiales, de ese cúmulo de registros pormenorizados hasta el delirio, se compone este libro. E incluso cuando lleve –quizás a los efectos de manifestar su altiva desconfianza frente a la novela como género literario, ya que estaba
convencido de que los naturalistas lo habían anquilosado– por subtítulo Crónica de los días soberanos, El hijo del cielo es en rigor un texto que, ostentando una centelleante hibridez, se quiere renuente a las clasificaciones. Ocurre que Victor Segalen no es, de modo alguno, ni un abnegado retratista de culturas extranjeras ni un “coleccionista de impresiones”, o un “proxeneta de la sensación de lo diverso”, tal como él mismo conceptuaba a Pierre Loti –el blanco favorito de sus dardos–, sino muy por el contrario un autor cuya escritura, opalescente y alambicada, se precipita en el terreno movedizo de lo desconocido “contra la tenaz ilusión de la familiaridad, de la semejanza, de lo próximo”, como diría Alain Badiou. En El hijo del cielo, tras el de por sí intrigante velo cortesano, abundan los manejos larvados, las ceremonias perfiladas a modo de vaporosas representaciones teatrales, la proliferación de edictos falsos y los poemas que el Emperador “deja caer de su pincel” y el analista glosa con reverencial esmero. Porque el Emperador es, en palabras de su tía la Emperatriz Viuda, “un soñador”, “un hacedor de poesías”. O sea: alguien que no es del todo competente para conducir el Imperio. De manera que la Emperatriz Viuda, que le había dicho, como quien teje una telaraña, que sería “invisible y muda para Él”, termina por elegir a los hombres de talento que acompañarán al Emperador y a la princesa que se convertirá en la Emperatriz Reinante. Sin embargo, pasado cierto tiempo, no tardan en sucederse las rebeliones contra la paulatina occidentalización de China que el Emperador favoreció con sus reformas, lo cual, por supuesto, redunda –entre otras cosas– en la agudización de la crisis del Imperio. Junto con la de Estelas, el libro de “prosas duras” que Victor Segalen escribió durante su estancia en Pekín y que el sello Activo Puente rescató recientemente, la publicación de El hijo del cielo propicia el acercamiento a la obra de un autor que, soliviantándose contra las visiones coaguladas, trizó los clichés del exotismo. C