Tiempo de descuento para la oposición

una atmósfera de pacifismo casi gandhia- no, en las antípodas de las confrontaciones a que nos tenía acostumbrado el kirchne- rismo. Y la cotidiana apertura a ...
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OPINIÓN | 23

| Viernes 29 de noViembre de 2013

equilibrios. Ante un oficialismo que volvió a adueñarse

de la agenda, las fuerzas opositoras deben ganar peso y protagonismo; el recambio legislativo es una oportunidad

Tiempo de descuento para la oposición Luis Gregorich —PARA LA NACION—

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rente al entusiasmo un tanto histérico del oficialismo, motivado por la (parcial) vuelta a la actividad de la Presidenta, y por los significativos cambios introducidos en el equipo gobernante, la oposición se presenta algo ensimismada. ¿Desconcierto, incomodidad o pereza estratégica? Por ahora, lo único cierto es que la fijación de la agenda está en manos del rival. Veamos por qué y echemos una mirada al futuro. Debe admitirse que el Gobierno, en cuanto a estilos y conductas simbólicas, ha conseguido que por lo menos algunas banderas opositoras lucieran a media asta. La idílica escena kitsch de la Presidenta acompañada por el simpático pingüino y el blanco perrito bolivariano nos instaló en una atmósfera de pacifismo casi gandhiano, en las antípodas de las confrontaciones a que nos tenía acostumbrado el kirchnerismo. Y la cotidiana apertura a la prensa de todos los colores por parte del nuevo jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, sumada a su promesa de hablar con todos y de presentarse ante el Congreso todas las veces que fueran necesarias, ha despejado, en principio, otros nubarrones que solían oscurecer el horizonte. Ningún funcionario habló, estos días, de las acechanzas de la “derecha”, ni se sintió jaqueado por las corporaciones. Tampoco hubo referencias al omnímodo poder de Magnetto. Si el Gobierno está a punto de alcanzar esta forma virtuosa de la institucionalidad, si los propios opositores como expresión colectiva han preferido un discreto silencio acerca de la nueva etapa, entonces francamente, ¿la oposición política resulta necesaria o habrá de limitarse al papel de levantabrazos en las cámaras legislativas? Afinando, sin embargo, el diagnóstico, y proyectándolo al mediano plazo, el panorama no resulta tan pesimista para los partidos opositores. El oficialismo está viviendo una breve e intensa luna de miel, con el re-

greso y las decisiones de la Presidenta; hay que dejarlo disfrutar en paz su momento. No sabemos si volverá a presentarse en los dos años que faltan de mandato. Pueden pronosticarse, una vez pasada la euforia, graves tensiones internas, sobre todo entre el aparato justicialista sobreviviente y La Cámpora y sus aliados. Y habrá que ver si funciona la conducción atenuada de la Presidenta, que deberá cuidar su salud. Bienvenida la mejora en los modales del Gobierno, sobre todo si no es sólo mero maquillaje y si persiste en el tiempo. Los que nos hemos cansado a lo largo de los años criticando la ecuación amigo/enemigo, los que hemos combatido la descalificación y el falso etiquetamiento de los que piensan distinto, los que hemos condenado la división de los argentinos convertida en causa teórica, sólo podemos recibir con alivio esta nueva actitud. Nos vendrá bien a todos. Se estrecharán las manos que no se estrechaban antes. Pero a no engañarse. Los problemas que aquejan (ahora crónicamente) al país siguen en pie, sin modificación alguna. La remoción de Guillermo Moreno no significa que vaya a bajar la inflación; ni siquiera significa que esa inflación se vaya a medir correctamente. Jorge Capitanich es un eficiente cuadro político y un caudillo territorial que ha ganado con amplitud las elecciones en su provincia, el Chaco, que, sin embargo, no deja de tener uno de los índices de pobreza e indigencia más altos del país. El clientelismo sigue campeando por sus fueros. Nada indica que los cepos cambiarios, la fuga de divisas y el derrame de subsidios vayan a desaparecer. La inseguridad y la expansión vertiginosa del narcotráfico se enfrentan con escasa convicción. Las políticas de transporte y energía van rumbo a una crisis inédita. Un insumo tóxico corroe las instituciones: la corrupción. Por desgracia, no es algo que la sociedad argentina asuma entre sus batallas prioritarias. El nuevo gabinete kirchnerista, en muy pocos días, se verá obligado a enfrentar esta dura realidad. Y la oposición, para-

dójicamente, dispondrá de las ventajas de estar liberada de la gestión nacional. Claro que también a los opositores el reloj de la transición los obligará a correr más rápido. Una fecha clave será el 10 de diciembre, con la formación del nuevo Congreso. Allí tendrán lugar los primeros escarceos sobre eventuales aproximaciones de las diferentes fuerzas opositoras, por lo menos para acordar una agenda legislativa común. Igualmente, empezará el tiempo de descuento para una mayor inserción social y mediática de los precandidatos de la oposición. Quizás el énfasis deba ponerse

en el crecimiento económico, la lucha contra la inseguridad y la corrupción, y la normalidad institucional, para alejar el temor de que sólo quienes hoy están en el poder pueden gobernar. Vamos a intentar un ejercicio de simulación acerca de las elecciones presidenciales de 2015, interpretando libremente algunas encuestas y agregando nuestra propia evaluación. Para empezar, es difícil que el oficialismo no sufra un desgaste, e impensado que candidatos como Capitanich o Scioli se acerquen al caudal de Cristina en 2011. Aun así, daríamos al candidato kirchnerista (A),

sea quien fuere el heredero, de 28 a 32%, cerca de lo obtenido en 2013. Advertimos que puede producirse una caída y las cifras ser mucho menores. Se calculan los siguientes porcentajes para la oposición: B = Massa y el Frente Renovador, 24-28%; C = UNEN, es decir, básicamente, UCR más socialismo, 24-28%; D = Macri y Pro, 10-15%; E = PO, 5-8%. Sergio Massa, nos guste o no su candidatura y su mensaje, ha sido la mayor revelación política de 2013, con su salto sin escalas de una intendencia del conurbano a la justificada aspiración presidencial. Seguramente estará disconforme con el eventual porcentaje de votos que le adjudicamos. Pero en adelante, con la nueva estética adoptada por el kirchnerismo, le costará crecer. La coalición UNEN es otra promesa política e institucional que deberá consolidar su unidad y hacer más visible su programa, de raíz progresista. La abundancia de precandidatos (los radicales Cobos y Sanz, el socialista Binner y Elisa Carrió) puede ser una ventaja, si prevalece el espíritu de equipo, o un perjuicio, si se impone el personalismo. Macri y su partido mantienen una sólida posición en la ciudad de Buenos Aires y un buen caudal de apoyo en Santa Fe, pero su implantación es lenta en el resto del país. Será difícil conservar la calidad de la gestión porteña y, al mismo tiempo, ofrecerla como modelo a las provincias. El Partido Obrero procura ser fiel a su nombre, crece limpiamente en sindicatos y universidades, pero le resulta arduo franquear las barreras de la clase media. ¿Qué podemos esperar de esta oposición? En primer lugar, que salga de su ensimismamiento y conforme, a partir del 10 de diciembre, una mesa de coordinación y unidad en el nuevo Congreso capaz de refutar los proyectos indeseables del oficialismo. Después, que consolide liderazgos reconocibles y programas superadores. La campaña 2014-2015 tocará a todas las puertas y se dirimirá, probablemente, entre la obstinación del populismo criollo y la reinvención de una socialdemocracia a la argentina. La simulación de candidaturas y porcentajes nos lleva a pronunciar una palabra inevitable: ballottage. Nos anuncia fragmentación y no descarta ningún escenario. Para evitarla, habrá que hablar de coaliciones o alianzas, y aun así, nada es seguro. A y E, en principio, no se pueden aliar con nadie. B, C y D podrían, en teoría, formar una gran (y estrictamente improbable) coalición. Sólo nos quedan C y D, que hoy se miran con recelo, pero que mañana podrían reunirse. Son menos diferentes de lo que creen. La política argentina, atada al carro del peronismo, podría darnos una sorpresa en 2015. © LA NACION

El semipresidencialismo a la argentina Ana María Mustapic —PARA LA NACION—

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lo largo de sus 30 años, la nueva democracia argentina ha atravesado situaciones críticas. Sin embargo, en ningún momento estuvo en cuestión su supervivencia. No sólo por el firme apoyo de la ciudadanía, sino, también, por la capacidad que han tenido sus dirigentes para superar las contingencias por medio de la innovación política. Las novedades de esta semana son un ejemplo. El nombramiento de Jorge Capitanich como jefe de Gabinete inaugura de facto una experiencia inédita: el semipresidencialismo a la argentina. Como forma de gobierno, el semipresidencialismo se distingue de otras por tener dos Ejecutivos: un presidente elegido popularmente y con mandato fijo, y un primer ministro que no es de origen

popular y que puede ser reemplazado en cualquier momento. Existe una amplia gama de semipresidencialismos en el mundo; además del clásico ejemplo de Francia, ha sido la forma de gobierno preferida por las nuevas democracias de Europa del Este. La gran variedad de semipresidencialismos se origina en su estructura de autoridad que, al ser dual, admite distintos balances de poder entre los dos Ejecutivos. Así, hay presidentes con fuertes atribuciones, como, por ejemplo, en Rusia, o más débiles, como en Finlandia. Asimismo, el semipresidencialismo puede dar lugar a arquitecturas variadas dentro de un mismo país. El ejemplo para tener en cuenta es Francia. Cuando el presidente y la mayoría en el Parlamento son del mismo partido o coalición, tiende a sobresa-

lir la figura presidencial. En cambio, cuando son de distinto partido, lo que en Francia se conoce como “cohabitación”, el primer ministro cobra preponderancia. Nuestro semipresidencialismo es singular por dos razones. En primer lugar, el Congreso no interviene en la designación del jefe de Gabinete, como ocurre con los primeros ministros de los sistemas semipresidenciales; lo nombra el presidente de la Nación. En cambio, la permanencia en el cargo del jefe de Gabinete no necesariamente depende del apoyo presidencial. El Congreso puede removerlo a través del voto de censura de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las cámaras. En segundo lugar, sus funciones dependen de la voluntad del presidente y no de disposiciones constituciona-

les. Es cierto que la Constitución define las tareas del jefe de Gabinete, pero sus responsabilidades de gobierno son parte del poder discrecional del presidente de la Nación. El inc. 4 del art. 100 de la Constitución señala que le corresponde al jefe de Gabinete “ejercer las funciones y atribuciones que le delegue el presidente de la Nación…”. Cuando la Constitución de 1994 creó ese cargo con atribuciones tan inciertas, se sostuvo que, de desempeñar algún papel, sólo lo haría en situaciones de crisis. Los cuidados de salud de la Presidenta demostraron ser una de esas situaciones. Se recurrió, entonces, a una virtualidad inscripta en nuestro diseño constitucional: su flexibilidad para acercar nuestro presidencialismo al semipresidencialismo. Bastaron dos movi-

mientos de la Presidenta: la elección de una figura con peso propio y una delegación de atribuciones. El impacto es doble. Descomprime las presiones sobre el cargo presidencial al tiempo que conserva el rol de árbitro y le da nuevo impulso a la gestión de gobierno luego del veredicto de las urnas. La Argentina cuenta ahora con dos figuras que comparten el Poder Ejecutivo: la presidenta de la Nación y el jefe de Gabinete. La salida política para enfrentar la coyuntura muestra que es posible atenuar la concentración del poder tan propia de la práctica hiperpresidencialista que conocemos. Muestra, también, que se trata de una fórmula por ahora transitoria, fácilmente reversible. © LA NACION

La teología del petróleo en México Enrique Krauze —PARA LA NACION—

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CIUDAD DE MÉXICO

n casi todos los países, el acceso a los recursos petroleros y su explotación son temas esencialmente económicos. No en México: aquí el asunto pertenece a una teología secular. Para muchos mexicanos, abrir o no abrir el sector energético a la inversión privada es mucho más que una decisión práctica: es un dilema existencial, como si permitirla significara perder el alma de la nación. En las próximas semanas, el Congreso mexicano se convertirá en una especie de concilio donde se discutirá la reforma energética presentada por el presidente Enrique Peña Nieto. Se trata de modificar los artículos 27 y 28 de la Constitución, para permitir los contratos de utilidad compartida entre el gobierno mexicano y empresas privadas para la exploración y extracción de petróleo y gas a lo largo del territorio, así como en las aguas profundas del Golfo de México. La reforma propone también abrir a la competencia toda la industria: refinación, almacenamiento, transporte, distribución, petroquímica básica. La propuesta tiene un significado histórico que es imposible desdeñar. En 1938, el gobierno nacionalizó el petróleo y en 1960 otorgó el control total de la industria a Pemex, un monopolio del Estado. La reforma requiere, para su aprobación, las dos terceras partes del voto, que se alcanzarían con la representación del PRI (el partido que gobernó al país entre 1929 y 2000, y

que volvió al poder en 2012), el PAN (partido de centroderecha, que propone una liberalización aun mayor) y algunos partidos pequeños. Los legisladores del PRD (partido de izquierda moderada) votarán, seguramente, en contra. La principal oposición no provendrá de las cámaras en el Congreso sino de las calles, que serán escenario de protestas masivas. Esta corriente opositora tiene un líder carismático: Andrés Manuel López Obrador. Tras dos derrotas sucesivas en las elecciones presidenciales, se perfila ante una tercera oportunidad en 2018, y ninguna plataforma mejor que la de constituirse en el baluarte contra la reforma que él y sus millones de seguidores consideran una traición a la patria. En un discurso reciente, López Obrador comparó la potencial aprobación de la reforma energética con la pérdida de Tejas en 1836, y equiparó a Peña Nieto con Santa Anna, el general que perdió la guerra contra Estados Unidos y a quien los textos de historia recuerdan como un traidor. En lo económico, los argumentos contra la reforma son endebles. Los opositores sostienen que Pemex puede realizar por sí sola y con éxito la exploración de aguas profundas y los depósitos de gas y petróleo de “lutitas” (shale), si el gobierno le permitiera invertir más. No obstante, la inversión en exploración se ha sextuplicado en los últimos diez años (hasta alcanzar 25.000 millones de dólares) sin mayores resultados. Mientras los Estados Unidos están en camino de

lograr su autosuficiencia gracias a los 150 pozos que perforan cada año en el Golfo de México y, sobre todo, a los cerca de 10.000 nuevos pozos anuales de shale, Pemex sólo ha perforado 5 pozos al año en aguas profundas del Golfo y sus planes anuales para el shale son de apenas 140 pozos. Además, México debe importar cantidades considerables de gas y gasolina. ¿Cómo explicar entonces el fiero rechazo a celebrar contratos de utilidad compartida con empresas privadas, contratos que detendrían el descenso de la producción, modernizarían la industria, crearían empleos, incrementarían la renta petrolera del Estado y alentarían el crecimiento económico? ¿Por qué, a diferencia de Noruega o Brasil, México no puede desarrollar su compañía petrolera pública convirtiéndola en una empresa que se beneficie de la asociación o la competencia con compañías privadas? La primera explicación está en el controvertido historial de las privatizaciones en México. Cuando el presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) transfirió a la iniciativa privada los bancos y empresas de televisión y teléfonos, la opinión general fue que favoreció a sus amigos con magníficos resultados para ellos, pero no para el consumidor. Dicho lo cual, la actual reforma energética no es un acto de privatización: la propiedad –contrariamente a lo que sostiene la retórica de la oposición– no se transferirá a las empresas involucradas. La segunda razón –más honda y com-

pleja– es la sensibilidad nacionalista. La Constitución de 1917 –promulgada tras una revolución social que estalló en 1910– fue el documento fundacional de un México nuevo. Su artículo 27 dio a la nación la propiedad originaria del suelo y el subsuelo, que en tiempos coloniales había pertenecido a la corona española. Por dos décadas, las compañías petroleras inglesas, holandesas y americanas (enclaves extraterritoriales que manipulaban la contabilidad y apenas pagaban impuestos) se negaron a acatar la legislación, hasta que en 1938, a raíz de un conflicto laboral, el presidente Lázaro Cárdenas las expropió. La reacción popular fue espontánea: las damas ricas regalaron joyas, la gente pobre regalaba gallinas, todo para pagar la deuda a las empresas extranjeras. Desde entonces, en libros de texto, ceremonias y monumentos se ha conmemorado la acción de Cárdenas como una restauración de la dignidad nacional. Y lo fue, en muchos sentidos. Con esos antecedentes, se entiende por qué para muchos mexicanos –incluido Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del general y respetado líder de la izquierda moderada– la reforma energética parece representar un pecado contra la historia. Pero hay un tercer motivo –poco discutido por la oposición– que es el más poderoso y convincente: el temor a que el incremento en renta petrolera simplemente eleve el nivel de la corrupción hasta los extremos alcanzados durante el último boom petrolero, que arrancó en los años 60 y desem-

bocó en una experiencia traumática para el pueblo mexicano. Administrando mal la abundancia y los altos precios del mercado, el gobierno del PRI multiplicó la burocracia, se embarcó en proyectos despilfarradores, contrajo una gigantesca deuda externa y condujo al país a la quiebra y a la desastrosa devaluación del peso en 1982. Dado el pasado desempeño de los gobiernos, es legítimo permanecer escéptico. La oposición podría hacer un gran bien si se enfocara en proponer esquemas prácticos para prevenir la repetición del fiasco económico: mantener una estrecha vigilancia sobre los contratos, certificar la productividad y transparencia de las nuevas inversiones públicas, crear un fondo para desarrollo futuro (como en Noruega), monitorear los posibles daños ecológicos, reestructurar y modernizar Pemex y, lo más importante, asegurar que las utilidades no se canalicen a la expansión de la burocracia, sino que lleguen al pueblo mexicano. Frente a la negativa de la oposición a la reforma, el único camino abierto al gobierno no está en los debates teológicos sobre el alma mexicana, sino en convencer al público de que esta vez será distinto, de que ahora la nueva riqueza generada llegará a manos de los supuestos dueños: los mexicanos, en particular las decenas de millones de mexicanos que más lo necesitan. © LA NACION El autor, historiador mexicano, es director de la revista Letras Libres