Pronunciamiento y proceso de Riego - Biblioteca Virtual Miguel de ...

Basta con soltar los puntos de marras. SECRETARIO.– (Impaciente.) Majestad, el mensajero que espera parece caba- llero principal. FERNANDO.– (Sin dejar ...
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EL PROCESO DE RIEGO (Obra inédita)

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PRONUNCIAMIENTO Y PROCESO DE RIEGO (Historia del pronunciamiento, proceso, muerte y rehabilitación del general don Rafael del Riego, narrada por el célebre ciego Ceferino Carrascosa, natural de Talavera de la Reina)

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Personajes CIEGO COPLERO FERNANDO VII FRAILE DOMINICO SECRETARIO DEL REY UN MENSAJERO AYUDANTE DE RIEGO RAFAEL DEL RIEGO GENERAL LUIS LACY ALGUACIL CHAMORRO JUAN DE ESCOIQUIZ GENERAL EGUÍA VENDEDOR DE PERIÓDICOS UNA ANCIANA HOMBRE DE ASPECTO DISTINGUIDO CAPITÁN OFICIAL RAMÓN MENDIZÁBAL ALCALÁ GALIANO

UNO (ALCALDE) OTRO (ALCALDE) COMANDANTE MARQUÉS DE LAS AMARILLAS CARDENAL BORBÓN EVARISTO SAN MIGUEL CAYETANO VALDÉS, Presidente de la Cámara SOLDADO EMBAJADOR DE ESPAÑA GUÍA ALCALDE CURA CARCELERO DEFENSOR PRESIDENTE DEL TRIBUNAL RELATOR FISCAL CONFESOR DIVERSAS VOCES

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PRIMERA PARTE

El espacio escénico se dividirá en tres partes iguales: un practicable de poca altura, otro de altura superior y un tercero a ras del suelo del palco escénico. El espacio de mayor altura se hallará al fondo y los otros dos en primer término a ambos lados del espectador. En uno de los laterales habrá un saliente hacia la sala, algo así como un tabladillo. En el foro es imprescindible que haya, tras la cámara que cierra el escenario, un dispositivo para hacer una trasparencia en determinado momento. El imprescindible mobiliario pueden sacarlo a escena los personajes de menor categoría que intervengan en cada momento y se lo pueden llevar también. Para ello utilizarán los oscuros en cada una de las zonas. Si el director de la obra estimase oportuno utilizar algún elemento de decorado para situar más concretamente la acción, deberá recurrir a elementos sencillos que recuerden no demasiado vagamente los dibujos toscos y esquemáticos que solían aparecer en las viñetas de las coplas de ciego. En el momento de alzarse el telón, sólo veremos en el saliente del tabladillo un cartelón con diversas viñetas, todas ellas referidas a los acontecimientos que relata esta historia. Lentamente se ilumina este saliente, mientras por el lado contrario aparece tocando una campanilla el COPLERO, entrañable y más listo que el hambre. A manera de báculo, se apoya en un puntero que en determinados momentos utilizará para señalar las viñetas del cartelón. Viste capa de color pardo, muy raída, calza botas heredadas, sin duda, de alguien que hace muchos años que las desechó, se toca la cabeza con un chambergo medio agujereado y lleva unos anteojos de cristales oscuros. Cuando habla el COPLERO lo hará con el monocorde soniquete que

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solían utilizar los copleros de antaño. Su aspecto, en definitiva, ha de ser temporal. Al aproximarse al tabladillo habla al público mientras hace sonar de vez en cuando su campanilla. Debe procurarse que los campanillazos –tal vez con sonido de campanilla de iglesia– no impidan escuchar con claridad sus palabras. COPLERO.–

Vengan viejos, mozos, chicos, señoras y caballeros, militares, modistillas y reverendos del clero. (Hace sonar la campanilla.) Acérquense que es barato escuchar a este coplero que siempre cuenta la historia mejor de todos los tiempos. No hay crimen que yo no cante ni hazaña de gran guerrero, ni batalla, ni conquista, ni cogida de torero. (Otro campanillazo.) Damas, viejos, mozos, chicos, venid a oír al coplero que os va a contar hoy la historia de un triste acontecimiento: la historia de un rey tirano y de un militar honesto. Empieza la triste historia cuando se alzó nuestro pueblo en armas contra el francés, de malhadado recuerdo. (Va señalando con el puntero las adecuadas viñetas.)

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Mientras el pueblo luchaba con ahínco y con denuedo por expulsar al francés invasor de nuestro pueblo, por las calles se cantaban loas a Fernando Séptimo prisionero en “Valansé” mientras ocupaba el trono de España un rey extranjero, aquel José Bonaparte de tan infausto recuerdo. Las cancioncillas decían sobre poco más o menos: (En tono entre declamatorio y cantarín, como si hiciese la parodia de un mal poeta.) Allá en oscura prisión. en donde yace cautivo nuestro joven rey Fernando a quien traición puso grillos, amargas lágrimas vierte lanzando tristes suspiros que envía a su dulce patria de quien llora los peligros. (Tono lacrimoso.) Virgen de Atocha dame tu poder para que al rey Fernando le traigan con bien. (Vuelve a su monótono soniquete.) La ingenuidad era grande entre las gentes del pueblo,

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mas la verdad era otra y muy diferente el cuento como verán los que escuchen atentos a este coplero... (Oscurece el saliente y, simultáneamente, se ilumina el practicable situado a menor altura. FERNANDO VII, sentado, hace punto afanosamente mientras la vigilante y silenciosa figura de un FRAILE –acaso dominico– sigue con aprobadora mirada las hábiles manipulaciones del regio tejedor. Al cabo de un tiempo prudencial, FERNANDO hace un gesto de rabia.) FERNANDO.– ¡Maldita sea! Ya me he vuelto a equivocar en esta vuelta. (Ademán de arrojar la labor al suelo.) FRAILE.– (En mansísimo tono y con un leve gesto de su mano derecha.) No, Majestad, va bien. Sólo están equivocados los tres últimos puntos. Los habéis hecho del revés y debían ir del derecho. FERNANDO.– ¡Es cierto! (Feliz.) ¿Así que tú también haces calceta? FRAILE.– (Falsamente modesto.) No tan bien como Vuestra Majestad, pero dentro de mis humildes posibilidades, trato de defenderme con las agujitas... Pero vos, Señor... hacéis labores más bellas que vuestro tío el infante don Antonio. FERNANDO.– ¡Bribón! Seguro que lo haces bien. (Gesto de modestia servil del FRAILE. FERNANDO, que ha soltado los tres puntos y se dispone a rehacerlos bien, queda un instante pensativo.) Todos los españoles debían hacer punto a estas horas, como yo, en lugar de enzarzarse a tiros con los franceses. FRAILE.– (Tímidamente.) Lo hacen para devolveros el trono, Señor. No olvidéis que ya, antes de abdicar en vos vuestro padre, se os llamaba con infinito amor patrio el “Deseado”. FERNANDO.– (Que ha reanudado la calceta.) No hay que fiarse mucho del populacho. Los españoles son de tal ralea que, si no les atas corto, hoy te llaman “Deseado” y mañana te degüellan. FRAILE.– Es posible, Majestad...

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(Entra un SECRETARIO con un escrito, un tintero y una pluma en una bandeja.) SECRETARIO.– Majestad, disculpadme, pero... FERNANDO.– (Siempre soez.) ¿Qué tripa se te ha roto? SECRETARIO.– Es la misiva que me dictasteis para el Emperador. FERNANDO.– (Con tono de admiración.) ¡Genial! El monstruo más admirable de la humanidad! Él ha sabido no sólo dominar al pueblo francés sino a toda la Europa. Algún día seré yo Napoleón Bonaparte de España... Pero será cuando esos energúmenos de Mina, el Empecinado y toda esa canalla, hayan sido sometidos y ejecutados por los franceses. (Transición. Tono más realista, después de un estúpido suspiro.) ¡Ea! ¿Qué esperas? ¡Adelante! Veamos cómo queda la carta. SECRETARIO.– (Lee.) “Doy muy sinceramente en mi nombre y en el de mi hermano y tío a Vuestra Majestad Imperial la enhorabuena de la satisfacción de ver instalado a su querido hermano el rey José en el trono de España, y nuevamente os solicito permiso para renovaros en persona mis homenajes en el lugar que tengáis a bien designar.” (FERNANDO pone el tejido, el ovillo de lana y las agujas en las manos del FRAILE y se dispone a firmar.) FERNANDO.– Muy bien. (Mientras firma.) Espero que en esta ocasión me conceda la audiencia. (Al FRAILE.) ¿A qué se deberá que no me haya concedido audiencia tras tantas solicitudes como le he hecho? FRAILE.– El pobre no dará abasto para asistir a tantas batallas. FERNANDO.– Sí, claro, eso será. (Toma de nuevo su labor de manos del FRAILE. Repara en que el SECRETARIO continúa allí, inmóvil como una estatua y le espeta.) ¿Qué esperas? Haz salir un correo sin demora. Quiero que el Emperador reciba mi carta cuanto antes. SECRETARIO.– Señor... FERNANDO.– ¡Ni Señor ni cuernos! Largo. Cumple pronto el encargo. SECRETARIO.– Señor es que... un hombre desea veros. FERNANDO.– ¿Español o francés? SECRETARIO.– Español.

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FERNANDO.– No quiero recibirle. (Mientras hace punto.) Dile que asuntos de Estado me lo impiden. (Al clérigo, mostrándole el tejido.) ¿Así que a tu juicio no preciso deshacer esta vuelta? FRAILE.– (Niega.) Basta con soltar los puntos de marras. SECRETARIO.– (Impaciente.) Majestad, el mensajero que espera parece caballero principal. FERNANDO.– (Sin dejar de tejer.) Harto estoy de recibir tales mensajes que no dicen sino estupideces. SECRETARIO.– El que él os trae parece ser de vital importancia para vos. FERNANDO.– ¿No será una añagaza? SECRETARIO.– Parece hombre cabal y, aunque viene embozado, por su hablar se deduce que es de alto rango. FERNANDO.– (Después de pensar un momento.) Hazle pasar. Y que salga esa carta sin demora. (El SECRETARIO se inclina y sale. Mientras, el REY contempla su labor y hace un gesto de satisfacción.) FERNANDO.– Tenías razón. Ya está arreglado. No se nota el fallo ¿eh? (Guiña un ojo al FRAILE.) ¡Condenado! Seguro que sabes hacer punto de arroz. (El FRAILE asiente.) Me tienes que enseñar. FRAILE.– Cuando gustéis... A cambio... Me gustaría conocer algo... (El REY le hace un gesto para que continúe.) Felicitáis al Emperador porque su hermano ocupa el trono de España y albergáis la esperanza de ser un día el Napoleón español. ¿Cómo se explica la contradicción? FERNANDO.– Hay que poner velas a Dios, pero también al diablo. (Ríe estrepitosa, groseramente.) FRAILE.– Admirable sutileza. (Sonríe.) (Ha entrado el MENSAJERO, embozado en su capa. Se destoca y saluda solemnemente al REY.) MENSAJERO.– Majestad. FRAILE.– ¿Traes tu mensaje escrito? MENSAJERO.– Vengo en persona a dároslo. (Se desemboza.) FERNANDO.– ¡Tú mi fiel...!

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MENSAJERO.– (Cortándole.) Mejor será que mi nombre no suene en tierra francesa, Señor. FERNANDO.– (Va hacia él.) Sí. (Al FRAILE.) Lleva esto a mis habitaciones. (Le entrega el punto.) ¿Cómo has logrado llegar aquí? MENSAJERO.– El dinero hace milagros. Un guía vasco-francés me ha facilitado el camino. Señor, es preciso que regreséis a España. FERNANDO.– ¿Yo? (El otro asiente.) ¿Y qué pinto yo allí? Se están matando como caníbales. Y a mí me espantan el olor a pólvora y el estampido de los cañonazos. Ya tienen un rey. ¿Para qué quieren otro? MENSAJERO.– José Bonaparte empieza a cansarse de la tozudez del pueblo español. FERNANDO.– Pues que se aguante. ¿No quería ser rey? Allí tiene un trono envuelto en el tronar de la fusilería. Yo prefiero vivir aquí, en Valençay, donde sólo turba la paz de estos bosques la deliciosa música de los saraos de la Princesa de Talleyrand. MENSAJERO.– (Con una voz de cómico malo.) España os necesita. Las Cortes, después de casi dos años, han aprobado una Constitución de la que se sienten muy orgullosos. FERNANDO.– ¿Dónde han cometido tamaña felonía? MENSAJERO.– En Cádiz. No hace mucho, el día 12 de marzo. Corre una carta impresa por Juan de Villamil en la que dice que debe salirse a recibir al rey con una Constitución en la mano, por la cual, para mandar mejor, mandase menos. FERNANDO.– ¡Nombres! ¡Quiero nombres! Los de todos cuantos forman esa camarilla de traidores. (Rabioso.) Pagarán todos con su cabeza semejante desafuero. Cuando regrese a España, seré yo, únicamente yo, quien mande y a mi voluntad. Habrán de domeñarse todos esos puercos que pretenden gobernar en mi ausencia sin que nadie, ¡nadie, me oyes! les haya dado vela en este entierro. MENSAJERO.– Seréis el símbolo de lo que los buenos españoles amantes del orden y de la autoridad estamos anhelando. FERNANDO.– ¡Lo seré! ¡Vaya si lo seré! (Oscuro rápido mientras se ilumina lentamente la zona que está a ras del escenario.)

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VOZ

CARLOS MUÑIZ DE MUJER.–

(Fuera canta.) Con el plomo que tiran los fanfarrones se hacen las gaditanas tirabuzones. (Pasea por el espacio iluminado el CAPITÁN RAFAEL DE RIEGO, pero no viste uniforme, sino ropa civil al estilo de la época. Con las manos cogidas por la espalda, se muestra cabizbajo. Poco después, entra un AYUDANTE de D. LUIS LACY, CAPITÁN general de La Coruña. Lleva bajo el brazo izquierdo un ejemplar de la Constitución.)

AYUDANTE.– Capitán del Riego, el general Lacy no tardará en llegar. RIEGO.– Ninguna prisa tengo ya. Estoy en España después de cinco años prisionero en Francia. Después de la evasión del depósito de prisioneros de Châlons-sur-Saone, después de pasar a Suiza y llegar a Inglaterra, puede usted imaginarse, mayor, que al desembarcar esta mañana en La Coruña lo primero que he hecho es venir a ponerme a las órdenes del Capitán General de la Plaza. AYUDANTE.– ¿Permaneció siempre prisionero en Châlons-sur-Saone? RIEGO.– (Niega.) Primero me llevaron al depósito de Dijón y más tarde varios fuimos trasladados a Macôn. De allí pasamos a Châlons. AYUDANTE.– ¿Qué noticias traéis de Inglaterra? RIEGO.– Corre el rumor de que Bonaparte, agobiado por la necesidad de reforzar el frente ruso, ha empezado a retirar tropas de España. AYUDANTE.– Cierto, así es. Y se espera la inminente renuncia de José Bonaparte al trono español. RIEGO.– Ojalá sea cierto. (Entra el general DON LUIS LACY, de unos cuarenta y dos años. El AYUDANTE y RIEGO se cuadran ante él militarmente, en posición de firmes.) LACY.– ¿Deseaba usted verme? RIEGO.– (Asiente.) Se presenta ante Vuecencia el capitán Rafael de Riego que desea ponerse a vuestras órdenes, señor.

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LACY.– Gracias. ¿No le parece que un oficial debe presentarse con el reglamentario uniforme? AYUDANTE.– Mi general, el capitán acaba de desembarcar procedente de Inglaterra, después de llegar allí evadido de un depósito francés de prisioneros de guerra. LACY.– (Le tiende la mano.) Bienvenido, capitán. ¿Dónde fue hecho prisionero? RIEGO.– A la entrada de Quintanilla, cerca de Reinosa. LACY.– ¿No fue allí donde murió Acevedo? RIEGO.– (Asiente.) El general Acevedo había sido herido. Como ayudante suyo traté de protegerle. Nuestras tropas se habían dispersado. Nos atacó un pelotón de cazadores franceses. El general murió y yo caí prisionero. Espero, sin embargo, haber llegado a tiempo para incorporarme a la lucha. LACY.– (Ligera sonrisa.) Me temo que llega tarde, capitán. Por fortuna, el coraje de nuestros soldados, de todo nuestro pueblo, está concluyendo la tarea de liberar a España. El final es cuestión de días. José Bonaparte ya ha salido de España y el regreso de don Fernando VII es inminente. No obstante, quisiera que me responda a una pregunta: ¿cuando cayó prisionero, se había promulgado en Cádiz la Constitución? ¿La conoce? RIEGO.– De memoria, mi general. LACY.– ¿Qué opinión le merece? RIEGO.– Con esa ley fundamental España logrará ponerse a la cabeza de Europa. No volverá a ser el pueblo silencioso y aherrojado que era. LACY.– (Como para sí.) Esperémoslo. (A RIEGO.) ¿La juraría usted? RIEGO.– Ahora mismo. LACY.– (A su AYUDANTE.) Comandante... (El AYUDANTE le entrega el ejemplar que llevaba bajo el brazo izquierdo, da un taconazo, se cuadra, inclina la cabeza y luego sale. LACY con las dos manos sujeta el ejemplar.) LACY.– Capitán don Rafael del Riego, ¿jura usted defender la Constitución y, si fuera preciso menester, dar su vida en defensa de ella como soldado?

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RIEGO.– Lo juro. (La luz disminuye hasta que un solo foco ilumina a ambos soldados que han quedado inmóviles; LACY, manteniendo la Constitución en sus manos; RIEGO, con la mano derecha sobre ella. Simultáneamente se ha iluminado el saliente donde está el coplero, quien señala con su puntero un dibujo que representará exactamente la figura de LACY y RIEGO tal como la ve el espectador, iluminada por el foco.) COPLERO.–

Nadie imaginar podía que tras el solemne encuentro tanto el general Luis Lacy como el capitán del Riego iban a entregar sus vidas por cumplir el juramento. ¡Ay, Virgen de las Angustias! ¡Ay, Cristo yacente y muerto!, cuántas desgracias y penas echasteis sobre este pueblo. Volvió España a la sazón a ser pueblo de borregos, pozo de basura y lodo, de cadenas y silencio. (Oscurecen el foco que iluminaba a LACY y RIEGO y el que iluminaba al COPLERO. Aparece en el practicable de mayor altura un ALGUACIL con un pliego de papel en la mano. Se oye el insistente redoble de un tambor para acallar las voces de una lejana muchedumbre. Al cesar el redoble del tambor y hacerse el silencio, el ALGUACIL habla en tono autoritario.)

ALGUACIL.– ¡Madrileños! La Regencia ha recibido respuesta de Nuestro Rey don Fernando VII, quien se dispone a regresar a España después de casi

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seis años de destierro en la localidad francesa de Valençay. Y es deseo de la Regencia que este pueblo, que supo luchar contra los franceses y dio la vida de tantos de sus hijos por nuestra independencia, conozca lo más importante de la carta enviada por su Majestad. (En tono más despacioso y solemne, lee el pliego que traía en la mano.) “Me ha sido sumamente grato el contenido de la carta que me ha escrito la Regencia con fecha 28 de enero, remitida por orden de don José Palafox. Por ella veo cuánto anhela la nación española mi regreso. No menos lo deseo yo, para dedicar todos mis esfuerzos a hacer la felicidad de mis amados vasallos, que por tantos títulos se han hecho acreedores de ella... En cuanto al restablecimiento de las Cortes, de que me habla la Regencia, como todo lo que pueda haberse hecho durante mi ausencia que sea útil al reino, siempre merecerá mi aprobación como conforme a mis reales instrucciones.” (Pliega el papel mientras surgen los gritos de una multitud enardecida, sobre los cuales se oyen, por este orden, los gritos de un ciudadano: “¡Viva el REY!” “¡Viva España!” “¡Viva la Constitución!”, que son adecuadamente contestadas con vivas multitudinarias por el pueblo. A medida que el soldado plegaba el escrito, ha descendido la luz en el espacio escénico que ocupaba, hasta oscurecer por completo, mientras se ilumina el espacio situado a nivel del escenario, donde se halla sentado FERNANDO VII, que examina un voluminoso mamotreto con gesto preocupado. Junto a él, CHAMORRO le contempla.) CHAMORRO.– Todo el día a vueltas con esa dichosa Constitución. FERNANDO.– Sí, Chamorro. CHAMORRO.– Mándela al cuerno, Señor. FERNANDO.– Es mi deseo. Y más desde que mis leales acordaron en Daroca que no la jure. CHAMORRO.– Cuando se tienen detrás vasallos con agallas, por no decir lo que su Majestad sabe que quiero decir, se pueden mandar al mismísimo carajo todas las leyes que no haya sancionado el rey. ¿No habéis leído el “Manifiesto de los Persas”? (En tono declamatorio.) “Era costumbre

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entre los antiguos persas, pasar cinco días en la anarquía, después del fallecimiento de su rey, a fin de que la experiencia de los asesinatos y robos y otras desgracias les obligase a ser más fieles a su sucesor”... (Transición.) Así comienza ese alegato de vuestros fieles corderitos que, después de analizar esa mierda de Constitución, después de afirmar que la monarquía absoluta es “hija de la razón y de la inteligencia”, concluyen con la petición de que “se estime siempre sin valor la Constitución de Cádiz” ¿Y no sois el sucesor de vos mismo? Pues a qué esperáis. FERNANDO.– Al arcediano Escoiquiz, quien está reunido con Montijo, Frías, Osuna y Pedro Macanaz. CHAMORRO.– (Frotándose las manos.) ¡Bravo! ¡Reunión de truhanes, Constitución muerta! ¡Por la madre que me parió! (Besa los dedos de su mano derecha puestos en cruz.) FERNANDO.– (Ríe estentórea, groseramente.) Ni que hubieras conocido a tu madre. CHAMORRO.– A fe que los aguadores también nacemos de madre y no de cabra o yegua. Al que no recuerdo haber conocido es a mi padre. (Esto último lo dirá con intención jocosa.) (Vuelve a reír el REY de la misma forma y le secunda CHAMORRO de parigual manera. Poco después entra el sibilino ESCOIQUIZ con más hojas de papel. Queda un momento inmóvil hasta que los otros reparan en él.) ESCOIQUIZ.– Majestad... FERNANDO.– ¿Todo listo, Escoiquiz? ESCOIQUIZ.– Sólo a falta de vuestra soberana aprobación. FERNANDO.– Veamos, veamos... ESCOIQUIZ.– En realidad, hay que reconocer que vuestros hombres leales han facilitado mucho el camino. FERNANDO.– Bien ¿y cómo han de hacerse las cosas? ESCOIQUIZ.– Antes de partir la comitiva real hacia Madrid, firmaréis un manifiesto-decreto que se mantendrá secreto y que servirá para que alguien se adelante a la comitiva y actúe adecuadamente. Una vez encarcelados esos liberales que Dios maldiga, tales como Toreno, Díaz del

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Moral, Nicasio Gallego, Dueñas y otros muchos, vos, que esperaríais en Aranjuez, haríais vuestra entrada triunfal en la Corte. FERNANDO.– (Con incontenible fruición.) No es malo el plan. ¿Y qué digo en ese manifiesto-decreto? ESCOIQUIZ.– (Ofreciéndole el mamotreto que portaba.) Aquí lo tenéis, Señor. FERNANDO.– (Enfurecido.) ¿Todo esto digo? ESCOIQUIZ.– (Asiente.) Si tenéis a bien examinarlo... FERNANDO.– ¡Basta! (Arroja un montón de papeles al suelo con rabia incontenible.) ¡Entre todos me vais a volver loco! Napoleón me impone un itinerario para que entre en España; la Regencia, no contenta con empeñarse en que me lea esta mierda de Constitución, me obliga a seguir en España el camino hasta Valencia; Palafox, que es muy bruto, se empeña en desviarme a Zaragoza para que me aclamen los supervivientes de una ciudad ruinosa; mis consejeros acuerdan en Daroca que no jure la Constitución y ahora pretendes que me lea ese mamotreto que habéis escrito. ¿Me tomáis por imbécil? Ya tenía yo, antes de que lo acordaseis, no jurar la Constitución. ¡Estoy en España y el que manda aquí otra vez soy yo! ¿Te enteras? ESCOIQUIZ.– (Que se ha arrodillado y con mansedumbre un tanto perturbada por una ira contenida, recoge los papeles esparcidos.) Sí, Majestad... mas... cuanto menos, es preciso que os toméis la molestia de estampar vuestra firma. (Ha concluido de recoger las hojas y se ha incorporado lenta y arrogantemente.) FERNANDO.– En síntesis: ¿qué dice ese interminable escrito? ESCOIQUIZ.– Que vuestro “real ánimo es no solamente no jurar, ni acceder a la Constitución de 1.812 ni a decreto alguno de las Cortes Generales y extraordiarias, sino declarar aquella Constitución y tales Decretos nulos y de ningún valor y efecto, como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen del medio del tiempo”. (Dirá las últimas frases con especial énfasis. Pausa.) ¿Lo firmaréis? FERNANDO.– ¡Soberbio! Lo firmaré. Llévalo a mi cámara y dispón todo para la firma. CHAMORRO.– (Divertido.) Los de la Regencia se van a meter en el mismísimo trasero el decreto por el que exigían que, al llegar a Madrid, fueseis en derechura al Congreso para prestar juramento.

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FERNANDO.– ¿Acaso desde la prisión me lo van a exigir...? (Ríen él y CHAMORRO .) ESCOIQUIZ.– (Que se disponía a salir, se vuelve.) Señor... (Los otros callan y se miran.) ¿Tenéis “in mente” algún candidato para que lleve a la corte y haga cumplir el manifiesto? FERNANDO.– ¿Yooo? ¿Para qué tengo yo consejeros? ¿No habéis pensado, entre tantas sesudas cabezas, quién debe hacerlo? ESCOIQUIZ.– (Asiente.) Un general de probada lealtad a la Corona, enemigo del liberalismo y católico de hondas creencias... CHAMORRO.– El “Coletilla” (Pega un irrespetuoso codazo al REY.) El que se peina sus ralos cabellos como en los tiempos de vuestro abuelo Carlos III. FERNANDO.– ¿Es ciertamente el “Coletilla” el elegido para la misión? ESCOIQUIZ.– En efecto, señor, el ilustre y por tantas razones respetable general Eguía. Espera vuestra decisión. FERNANDO.– Bien. Hazle pasar. (Sale al momento ESCOIQUIZ, a CHAMORRO.) Y tú procura estar callado, Chamorro. No sueltes una de tus frases y me hagas reventar de risa. CHAMORRO.– Seré un muerto. (Entra el viejo general EGUÍA, quien efectivamente lleva una coleta y un uniforme más apropiados de los tiempos de Carlos III que de 1.814) EGUÍA.– Majestad... (Ante un gesto del REY avanza hasta colocarse frente a él y hace una reverencia muy solemne.) A vuestras reales órdenes. FERNANDO.– (Se sienta.) Eguía, ¿conoces ya la misión que se te va a encomendar? (EGUÍA asiente.) ¿Serás capaz de cumplirla enteramente? EGUÍA.– Lo seré. FERNANDO.– En tal caso, ¿puedes garantizarme que a mi entrada en la corte no quedará ni rastro de liberalismo y que todos esos liberalotes estarán a buen recaudo en prisión? EGUÍA.– Sin la menor duda. “Mi odio por el liberalismo es tan inextinguible como implacable mi venganza, y amo la Inquisición no sólo por mi infinita fe católica, sino también porque me parece el único instrumento útil para que prevalezca el despotismo”.

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FERNANDO.– Cierto... la Inquisición... Si triunfas en tu empresa, te prometo reinstaurarla. EGUÍA.– Acaso también fuera conveniente suprimir los periódicos. FERNANDO.– Se suprimirán. Todos salvo el mío. La Gaceta. EGUÍA.– Gracias, Majestad. Vuestras palabras son un dulce bálsamo para mi quebrantada fe en la caída del liberalismo. FERNANDO.– Seguiré dándote palabras balsámicas, Eguía. Disponlo toda para llevar a cabo tu misión. En Madrid nos veremos, ya libres de la canalla liberal. EGUÍA.– Dios lo quiera. A vuestras reales órdenes, Señor, y mil gracias por la confianza que tenéis al encomendarme tan alto privilegio. Triunfará el absolutismo, la Santísima Virgen me acompaña y protege siempre. (Luego de soltar su ridículo parlamento, repite su reverencia y sale con paso firme. El REY mira a CHAMORRO, que apenas puede contener la risa.) CHAMORRO.– Pienso que convendría que le acompañasen también (entre risas que ya no puede contener) San Abdón, San Juan Crisótomo, Santa Cándida Virgen y... ¡hasta el mismísimo San Apapucio! (Los dos ríen a mandíbula batiente. Oscuro rápido mientras el practicable situado a media altura se ilumina tenuemente y entran en escena dos ALGUACILes a quienes acompaña un hombre que lleva unos cartelones. El hombre fija uno de ellos en el panel que se eleva frente al público hasta la base del practicable más alto. Durante la colocación del manifiesto-decreto de Valencia han entrado algunos hombres y mujeres que se quedan leyendo.) VENDEDOR DE PERIÓDICOS.– (Fuera de escena.) ¡La Gaceta! ¡Ha salido la Gaceta extraordinaria! ¡Abolida la Constitución! ¡Don Fernando VII, rey absoluto de España! ¡La Gaceta extraordinaria! ¡Lea la Gaceta! (Repite su pregón, mientras se aleja sin dejar de anunciar el contenido del periódico. La gente del pueblo se apiña en torno al cartel que lee.)

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UNA ANCIANA.– ¿Qué dice ahí abajo, caballero? HOMBRE DE ASPECTO DISTINGUIDO–. Es la relación de los diputados a quienes se ordena prender. ANCIANA.– Así que tan temprano y está Madrid despierto por las calles... HOMBRE.– Señora, ¡Madrid está de luto! ANCIANA.– ¿Por qué? Al contrario. El Conde de Montijo arengaba a los madrileños en la Plaza Mayor. Y todos le aplaudían. (Entran en escena dos militares de graduación y se acercan a leer el manifiesto. Lejos empieza a oírse clamor de gente.) HOMBRE.– Ese bribón sabe arrastrar al pueblo aunque sea a la ruina... ANCIANA.– ¿Por qué? ¿Ruina, por qué? HOMBRE.– Quintana, Argüelles, el conde de Toreno y todos cuantos se ordena encarcelar en ese decreto han logrado hacer una España libre, que ahora empieza a aherrojar la tiranía. (El hombre se destoca ante la anciana muy cortesmente y sale con aire apesadumbrado. El clamor de la multitud se aproxima y algunas voces de alzan sobre él hasta hacerse claramente inteligibles.) VOCES DIVERSAS.– (Fuera.) ¡Viva la religión! ¡Viva el rey Fernando! ¡Abajo las Cortes! ¡Mueran los liberales! ¡Viva la Inquisición! (Cada viva es coreado por la masa enfervorizada.) UNA VOZ.– ¡Abajo las Cortes! TODOS.– ¡Abajo! UNA VOZ.– ¡Al Congreso! ¡Hay que decapitar la estatua de la libertad! TODOS.– Sí, ¡Al Congreso, al Congreso!

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(Los hombres que leían el decreto salen de escena coreando a los que rugen fuera. Los dos militares continúan leyendo el decreto.) ANCIANA.– ¡Ay, Señor! ¡Quién los entiende! Vitorean hoy a Dios y mañana al Diablo. (Se santigua.) Señor, como no bajes Tú a poner orden en esta olla de grillos... (Sale.) CAPITÁN.– ¿Para esto se ha vertido la sangre a ríos? ¿Para esto las Cortes de Cádiz nos han dado una Constitución pensada con la cabeza y con la generosidad de nuestros diputados? UN OFICIAL.– Sí, capitán. Así, cuando entre en Madrid el rey, ya tendrá el camino allanado, para hacer mangas y capirotes a su antojo. (Empieza a escucharse suavemente una música triste, acaso fúnebre, que se mantendrá hasta que se indique.) CAPITÁN.– Dicen que el rey descansaba en Aranjuez por hallarse muy agotado de tantos viajes. (Con amargura.) Descansaba para que ese servil de Eguía hiciera lo que ha hecho esta noche. UN OFICIAL.– Al parecer, el conde de Toreno y otros muchos han logrado burlar a sus perseguidores. CAPITÁN.– Dios quiera que logren huir todos de esta injusta justicia. (Con gesto de rabia arranca el decreto y lo pisotea, después de hacerlo añicos.) (Ha descendido la luz hasta dejar solo visibles las siluetas de ambos militares. La voz del coplero, a quien no vemos ahora, va desgranando un romance con correcta entonación. COPLERO.– (Desde dentro.) Murieron los liberales, murió la Constitución. Y llegaron las cadenas que oprimieron la nación. Y aquel rey tan deseado

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reinstauró la Inquisición y prohibió que la prensa expresase su opinión. Sólo quedaba en España silencio y resignación al par que las camarillas adulaban al felón. Y los curas predicaban que la única salvación de tanto libertinaje era hacer mucha oración. Nada de constituciones, sólo Patria y Religión. (Vuelve a iluminarse la zona donde se encuentran los dos OFICIALes. En el practicable de mayor altura el REY FERNANDO VII pasea con gesto preocupado. Ante él está el general EGUÍA y en último término se encuentra el inevitable CHAMORRO.) FERNANDO.– ¿Qué dices? ¿Cataluña? A mí se me da una higa que Cataluña tenga en tan gran estima a ese bribón de Lacy. Se le ha condenado a muerte, ¿no? EGUÍA.– Como era vuestro deseo, Majestad. FERNANDO.– (Fuera de quicio.) Pues que se cumpla la condena. EGUÍA.– Mi obligación, como ministro de vuestro gobierno, es haceros saber que en aquellas tierras es muy querido don Luis Lacy y su ejecución podría acarrear disturbios. FERNANDO.– También tu obligación es evitarlos. Y al primer intento manda cargar contra los perturbadores, sin piedad, y cuantos más mueran, menos perturbados quedarán y más ejemplar será el castigo para los que permanezcan con vida. Así aprenderán a no perturbar a un país que ya está harto de conmociones. La historia empezó con el levantamiento de Mina en Pamplona. ¿Dónde está Mina ahora? ¡Contesta! EGUÍA.– Pienso que en Francia.

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FERNANDO.– Después fue Díez Porlier en La Coruña. (EGUÍA asiente.) ¿Dónde está ahora? (Gesto vago de EGUÍA.) CHAMORRO.– En los infiernos. Ahorcado y bien ahorcado fue. Y hasta su mujer, la Pepa Queipo de Llano, dio con sus huesos en presidio... FERNANDO.– Exactamente. (A EGUÍA.) Pues bien, quiero acabar con tanta imbecilidad de los militares. Torrijos también lo intentó y está fuera de España, tomando los aires que le plazcan. Así hay que hacer las cosas para concluir con un ejército díscolo que no se aviene a mi autoridad. Y si tú no eres capaz de resolver el problema del ejército, ¿qué diablos pintas en tu ministerio, Eguía...? EGUÍA.– Acaso habría la posibilidad de ejecutarle en el mayor secreto, mas aún así... CHAMORRO.– Señor, a mi entender, la cosa no es tan complicada. Se trata de que en Cataluña se ignore la ejecución de la sentencia recaída en el proceso de Lacy, ¿no? ¡La cosa es bien sencilla! Se le saca en secreto de su prisión en Barcelona, se le traslada en un barco a Palma de Mallorca y allí hay un magnifico castillo de Bellver donde se le puede fusilar sin el menor problema. Cuando llegue la noticia a Cataluña se habrán calmado los ánimos. (Una pausa.) FERNANDO.– (A EGUÍA.) Vergüenza debiera darte. Que un aguador hijo de puta tenga más talento que tú. Hágase como te ordeno por boca de mi criado. EGUÍA.– Así se hará, Señor. FERNANDO.– Y sin demora. Hay que acabar con esas veleidades liberales de los militares. Unos militares cornudos y masones que sólo pretenden traer libertades dañinas. EGUÍA.– (Cuadrándose ante el REY. Inclinándose.) Así se hará, Señor. (Sale.) (El REY deja pasear su iracundia absolutista y se derrumba en un sillón con aires regios.) FERNANDO.– (Gesto de cansancio.) Sígueme leyendo ese inefable opúsculo, Chamorro. Necesito dejar en paz mi conciencia. ¿Cómo dices que se intitula?

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CHAMORRO.– “Triunfos recíprocos de Dios y don Fernando Séptimo...” (Cuando va a comenzar CHAMORRO la lectura, se hace súbitamente un oscuro. A ras del escenario, la luz nos muestra a RIEGO sentado en una modesta mesa de campaña, dispuesto a escribir una carta. Moja la pluma de ave en un tintero y comienza a escribir, mientras se oye su voz proyectada sobre la sala por un amplificador.) Voz de RIEGO.– “Las Cabezas de San Juan a veinticuatro de diciembre de mil ochocientos diecinueve. Querida “Puchurra”: los anuncios del próximo embarque se suceden rápidamente, con lo que, sin duda, el próximo enero veremos desaparecer las costas de nuestra amada España. Quiera el cielo que se verifique en paz...” (Cesa la voz.) (Entra un OFICIAL, se cuadra y saluda.) OFICIAL.– Perdón, mi teniente coronel... RIEGO.– (Deja de escribir. Alza la vista.) Aunque he sido nombrado para ese empleo, no lo desempeñaré hasta que hayamos embarcado para América. Por ahora, sólo soy el segundo comandante del Regimiento de Asturias, lugar que ocupo, bien a mi pesar, por hallarse en prisión mi buen amigo y titular de este empleo, el comandante Evaristo San Miguel. ¿Entendido, teniente? OFICIAL.– Sí, señor. RIEGO.– ¿Desea algo? OFICIAL.– Un hombre desea verle, mi comandante. Dice ser criado de usted. RIEGO.– (Gesto de extrañeza.) ¿Mío? ¿Le ha dado su nombre? OFICIAL.– No. RIEGO.– (Mira la carta que tiene a medio escribir, duda y luego responde.) Hágale pasar. (El OFICIAL saluda y sale. Casi inmediatamente aparece un hombre cincuentón vestido con ropa de gente del pueblo, aunque muy pulcro. Viene mojado. Ya tiene el pelo entrecano. Ronda los cincuenta años.)

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RIEGO.– (Se pone en pie con expresión alegre.) ¡Ramón! ¡Mi buen Ramón!... RAMÓN.– El mismo, señor. RIEGO.– ¡Vienes empapado! RAMÓN.– Hace un tiempo de perros. Pero supimos allá que estaba enfermo y doña Teresina me encargó que me pusiera en camino... RIEGO.– Ahora comenzaba una carta para ella. Y en cuanto a mí, ya ves, estoy muy mojado y dispuesto a embarcar cuando reciba la orden mi regimiento. RAMÓN.– Señor, al pasar por la corte he oído comentarios poco halagüeños. Se dice que don Antonio Ugarte, ese antiguo esportillero dedicado a intrigar en la camilla real, logró que el rey comprase a Rusia unos barcos que malamente podrán llegar al otro lado del Atlántico. RIEGO.– También eso se sabe por aquí. Pero los militares hemos de cumplir órdenes. RAMÓN.– Usted, mi amo, que tanto ha defendido las ideas liberales ¿habla ahora así? RIEGO.– Si por mí fuera, Ramón, otro camino seguiría este regimiento. Pero ya viste lo ocurrido en julio. Soldados de tanto temple como los hermanos San Miguel, el coronel Quiroga y tantos otros, están ahora en presidio. Carecemos de medios para... (Entra de nuevo el oficial. Saluda.) OFICIAL.– Mi comandante... RIEGO.– ¿Alguna novedad? OFICIAL.– Dos caballeros desean verle, señor. No han querido dar sus nombres, pero a juzgar por su inquietud, parece tratarse de un asunto grave. Han insistido en hablar con usted reservadamente. RIEGO.– (Tras una pausa.) Teniente, ocúpese de que a mi fiel Ramón le entreguen ropa seca y le den acomodo. (A RAMÓN.) Más tarde charlaremos largamente. (Al teniente.) Haga pasar a esos caballeros. (Salen RAMÓN y el OFICIAL. RIEGO pasea un instante por la escena, pensativo. Después entran D ON A NTONIO ALCALÁ GALIANO, con su clásica barba de collar, y DON JUAN ÁLVAREZ Y MENDIZÁBAL. Éste representa algo más

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de los 30 años que aproximadamente tiene A LCALÁ GALIANO. RIEGO los ve.) RIEGO.– (Sorprendido.)¡Mendizábal! ¿Usted aquí? MENDIZÁBAL.– En cuerpo y alma, amigo Riego. ¿Conoce a don Antonio Alcalá Galiano? RIEGO.– He oído hablar mucho y bien de él. MENDIZÁBAL.– (A ALCALÁ GALIANO.) Este es nuestro hombre. (Ambos se estrechan las manos.) RIEGO.– (En tono de disculpa.) Lamento no poder ofrecerles mejor acomodo... MENDIZÁBAL.– Eso no importa ahora. Don Rafael ¿continúa usted fiel al juramento hecho en La Coruña ante el infortunado general Lacy? RIEGO.– Como buen católico, jamás seré perjuro. ALCALÁ GALIANO.– ¿Y estaría dispuesto a colaborar en la restauración constitucional? RIEGO.– (Firme.) Con toda mi energía. MENDIZÁBAL.– Se lo dije, don Antonio. Riego es nuestro hombre. ALCALÁ GALIANO.– Bien, en tal caso... (Breve pausa.) La mayoría del ejército expedicionario está en disposición de pronunciarse por la Constitución. RIEGO.– Salvo nuestro general Enrique O’Donnell. ALCALÁ GALIANO.– El conde de La Bisbal no nos preocupa, siempre que se actúe con celeridad. Todo tendría que producirse dentro de ocho días. RIEGO.– ¿El primero de enero? ALCALÁ GALIANO.– (Asiente.) La sorpresa ha de ser decisiva. Y sobre usted pesaría la responsabilidad del pronunciamiento. Aparte de la oficialidad, ¿tiene fe en la tropa? RIEGO.– Sí, pero... (Duda.) ¿Sabré responder a su confianza en mí, caballeros? MENDIZÁBAL.– Sin duda. Istúriz, recién llegado de su exilio en Lisboa, Alcalá Galiano y todos los civiles liberales que deseamos devolver a España su libertad perdida confiamos en usted. Se ha pensado que en el mayor de los secretos se desplace con su regimiento a Arcos de la Frontera, donde tendrá lugar el alzamiento.

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RIEGO.– Si continúa lloviendo así estos días, será imposible. Los caminos están intransitables. ALCALÁ GALIANO.– Esa cuestión ha de resolverla usted. RIEGO.– Muy bien. La resolveré, pero hay otra que no es de mi incumbencia: el dinero preciso para mantener a mis soldados. MENDIZÁBAL.– Yo garantizo una semana cuanto menos, sin problemas. Y se está recaudando más dinero. RIEGO.– (Pensativo.) Bien... bien... (Pasea un instante) ALCALÁ GALIANO.– ¿Acepta usted? Piense en el pueblo... RIEGO.– Caballeros... porque pienso en él no tengo otro remedio que aceptar. MENDIZÁBAL.– (Abraza a RIEGO.) Gracias, Riego. Algún día la Historia le colocará en la cima de este siglo. RIEGO.– (Sonríe melancólico.) Mendizábal... mire que en ocasiones la Historia no ve con buenos ojos las nobles intenciones. ALCALÁ GALIANO.– Olvidemos la Historia, caballeros. Es hora de un presente lleno de esperanza. Adelante, Riego. No fracasará. Me voy convencido de que es usted un soldado, un hombre y un liberal ejemplar. (Se estrechan la mano. Simultáneamente se ilumina el practicable de menor altura. Hablan dos OFICIALES.) OFICIAL.– ¡Ya amanece, capitán! CAPITÁN.– Amanece un nuevo día, amanece un nuevo año y amanecen ilusiones renovadas. OFICIAL.– ¿Por fin salimos para Arcos? CAPITÁN.– Imposible. La infantería y la caballería no lograrían llegar. Todo el camino es un lodazal. OFICIAL.– Tengo entendido que... CAPITÁN.– Silencio, teniente. Y discreción. Las confidencias que nos ha hecho el comandante deben permanecer en el más absoluto secreto hasta el último instante... OFICIAL.– (Sin reparar en que ha entrado RIEGO.) Deberíamos marchar sobre Madrid. Acabar con el tirano y su camarilla. (RIEGO se adelanta, y con un gesto impide responder al CAPITÁN.)

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RIEGO.– Si los jóvenes amantes de la libertad pudieran obrar de acuerdo con sus impulsos, harían correr por las naciones ríos estériles de sangre. Yo soy algo más viejo, conozco el valor de la libertad, pero no olvido el de la sangre humana. Si el sacudir el vergonzoso yugo que sufrimos dependiese de sacrificarme yo solo, con gusto sufriría el sacrificio; pero nuestra obligación no es hacer víctimas, sino devolver a la nación sus antiguos derechos, pero sin apresuramientos ni locuras. Cuando España sea de nuevo libre y pueda reunirse en Asamblea, será el pueblo soberano quien decida si el rey debe ser perdonado o si ha de ser destronado. ¿De acuerdo, teniente? (Asiente éste mientras un AYUDANTE de RIEGO entra y se sitúa junto a él. Lleva un cartapacio con papeles. Saca algunos y se los entrega a RIEGO.) Para evitar que nadie salga de las Cabezas de San Juan en las próximas horas, he redactado un bando prohibiendo que ningún civil se ausente de la localidad. Sólo por nosotros podrá extenderse la noticia del pronunciamiento. (Al AYUDANTE.) ¿Están fuera esos hombres? (El otro asiente.) Hazles pasar. (Sale el AYUDANTE.) RIEGO.– Capitán, compruebe si está todo dispuesto. CAPITÁN.– Sí, señor. (Entran el AYUDANTE y dos hombres del pueblo llano, que se cruzan con el CAPITÁN.) RIEGO.– ¿Quién es Antonio Zuzueta y Beato? UNO.– Un servidor. RIEGO.– Así que tú eres... OTRO.– Diego Zuzueta el menor, para servir a Dios y a usted. RIEGO.– ¿Fuisteis alcaldes constitucionales de esta villa hasta que abolió el rey la Constitución? (Los dos asienten.) Bien. Desde este momento recobráis vuestra condición de alcaldes, igual que el pueblo español recobra sus sagrados derechos. (Les entrega unos papeles.) Como alcaldes haréis cumplir el bando que os entrego. (Entra el CAPITÁN, se cuadra y saluda.)

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CAPITÁN.– Señor, según sus órdenes, los granaderos montan guardia en los puntos señalados. Los cazadores patrullan por el pueblo y el regimiento de Asturias está formado en la plaza y espera vuestras órdenes. RIEGO.– Caballeros... ¡en marcha! (Se ajusta el sable e inicia la subida al practicable más alto, que se ilumina con luz radiante. Les siguen todos.) (Mientras ocurre esta acción muda, se oye música militar de cornetas y tambores. RIEGO avanza hasta el primer término de este practicable y habla hacia el público.) RIEGO.– ¡Soldados! Conocéis bien el cariño que os tengo. Y como jefe vuestro no puedo consentir que se os lleve lejos de la patria, embarcados en unas naves podridas, compradas a Rusia. Si embarcáis en estos navíos, os expondríais a perecer porque no están en condiciones de cruzar el Atlántico. Pero aunque lo lograsen, sería para hacer una guerra estéril mientras vuestras familias quedan aquí, entregadas a la miseria y la opresión. Nuestra primera obligación es defender los derechos de los nuestros, exponiendo, si es preciso, la propia vida para romper las cadenas que oprimen a España desde el año catorce. Desde el Trono español se imponen caprichosamente contribuciones al pueblo, se les oprime, se le veja y desprecia y a los soldados se os obliga a partir para una guerra inútil en tierras lejanas, una guerra que podría terminar con la simple devolución de sus derechos a la nación española. Nuestra Constitución de Cádiz, abolida por Fernando VII a su regreso del exilio, bastaría para apaciguar a nuestros hermanos de América y para devolver la libertad a nuestros compatriotas. Porque sé que cuento con vosotros... (Desenvaina el sable y lo alza.) ¡Soldados! En este solemne momento, yo, Rafael del Riego, proclamo nuestra Constitución. ¡Viva la Constitución! ¡Viva España! (Voces fuera, a las que se unen las de los OFICIALes presentes. Luego un clamor entusiasta se oye cada vez más lejano hasta extinguirse. Los militares y los dos alcaldes forman un grupo con RIEGO a quien felicitan efusivamente. Los alcaldes salen y se cruzan con un COMANDANTE. Éste trae en la mano un documento. La luz habrá dejado de

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ser excesivamente brillante para quedar en un tono normal.) COMANDANTE.– Mi teniente coronel... (Saluda.) RIEGO.– ¿Quiere algo de mí, comandante Llanos? COMANDANTE.– En el bando publicado por usted se nos convoca a prestar juramento a la Constitución... o a pedir pasaporte... quienes continuasen fieles al régimen vigente. Considero que este pronunciamiento ha sido una desafortunada decisión y ... CAPITÁN.– ¡Comandante! RIEGO.– (Al CAPITÁN.) ¡Silencio! (Al COMANDANTE.) Continúe... COMANDANTE.– Deseo un salvoconducto para poder reunirme con las tropas leales al rey. RIEGO.– (A su AYUDANTE.) Extiéndasele el salvoconducto. (Al COMANDANTE.) Antes del toque de retreta lo tendrá en su poder. COMANDANTE.– Gracias. (Saluda y sale. Con él va su AYUDANTE.) CAPITÁN.– Pero... ¿le va a dejar marchar así? RIEGO.– A él y a cuantos no deseen jurar la Constitución. CAPITÁN.– ¡Pero quienes se nieguen deben ser pasados por las armas! RIEGO.– (Con aire compasivo.) Quienes como Llanos pidan salvoconducto, ejercen el derecho de expresar libremente su opinión. ¿Qué derecho tenemos, por ello, a disponer de sus vidas? Sólo el tirano decapita a su antojo, porque sólo tiene la fuerza bruta de su lado, no la fuerza moral. El signo del fuerte ha de ser la generosidad. Y nuestra causa es fuerte porque trae sus raíces del pueblo. Durante mi apresamiento en Francia leí cierta frase que hice mía: “Es hermoso tener la fuerza del león... y no usar de ella”. Desengáñese, capitán, el derramamiento gratuito de sangre ni sirve a la revolución ni abre caminos al proselitismo. (Entra el AYUDANTE que salió al recibir la orden de extender el salvoconducto al COMANDANTE LLANOS.) AYUDANTE.– Se acaba de recibir la noticia del capitán de la Compañía de Cazadores. Está dispuesto a reunirse a nosotros todo el regimiento de Dragones del Rey.

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RIEGO.– (Risueño, mira al CAPITÁN.) Eso es lo que importa. Los que se unen a nosotros para luchar por la libertad. Los otros, váyanse con los serviles. A enemigo que huye, puente de plata. (Oscurece este practicable y se ilumina el central. El REY entra, seguido por el CARDENAL BORBÓN y el MARQUÉS DE LAS AMARILLAS. Escucha enfurecido las explicaciones de éste.) MARQUÉS.– El movimiento de Andalucía se ha extendido a Galicia, Asturias y Zaragoza. También corre el rumor de que Cataluña se ha pronunciado, o está a punto de pronunciarse por la Constitución. Lo más prudente sería constituir una Junta Consultiva que presidiría vuestro pariente el Cardenal Borbón, que me acompaña. FERNANDO.– ¿Éste? ¿Éste a quien tuve que obligar a besarme la mano cuando entré en España? Pero, ¿qué pretendes de mí? ¿Que me baje los calzones? (Llama a gritos.) ¡Chamorro! ¡Chamorro! (Entra éste corriendo.) CHAMORRO.– No gritéis, señor, si estaba ahí mismo, detrás de la puerta. FERNANDO.– ¿Has oído la propuesta que trae el Marqués de las Amarillas? CHAMORRO.– Con toda claridad. Y a mi entender no es descabellada. ¿Que quieren una Junta? Pues se les da una Junta Consultiva. Se les da lo que pidan, que ya llegará el tío Paco con la rebaja. (Gesto de complicidad con el REY.) (FERNANDO parece comprender y cambia su expresión.) FERNANDO.– ¡Viejo zorro! (Al MARQUÉS.) Bien. De acuerdo. Se forma la Junta Consultiva y luego, ¿qué? Me veré obligado a bailar al son que me toque esa Junta, ¿no? CHAMORRO.– (En tono confidencial.) Naturalmente. Es la única manera de calmar a los sediciosos. ¿No es así, monseñor? CARDENAL.– En cierto modo. FERNANDO.– Y yo, ¿qué pito toco en todo el asunto?

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CARDENAL.– Hijo mío... FERNANDO.– ¡Vete al cuerno! Pariente ¡y gracias! ¿Qué pito toco, di? CARDENAL.– El primer paso sería que promulgaras un decreto en el que, tras una exposición que justifique la implantación del régimen absoluto por entender que era el mejor para el pueblo español, garantizas el régimen constitucional... Este es un borrador del decreto. FERNANDO.– ¡Todo lo tenías previsto, cardenal del Infierno! (Lee. Súbitamente se echa a reír.) Escucha esto, Chamorro. Mira lo que he de firmar. (Lee en voz alta.) “He jurado esa Constitución y seré siempre su más firme apoyo... (Los dos se miran con sorna y sonríen.) Repeled las pérfidas insinuaciones halagüeñas disfrazadas de nuestros émulos. (Remarca lo que sigue.) Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional... (Los dos ríen estrepitosamente.) No te rías Chamorro, tú también... Ja, ja, ja... CHAMORRO.– (Ahogando la risa.) Continuad, señor, no tiene desperdicio. FERNANDO.– ...mostrando a Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación, en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias. Hagamos admirar y reverenciar el nombre español, al mismo tiempo que labramos para siglos nuestra felicidad y nuestra gloria. Palacio a diez de marzo... (Alza la vista.) Hermoso decreto, ¿no? CARDENAL.– El que precisa la nación en estos críticos momentos. FERNANDO.– Adelante la Junta. Que se publique el decreto que yo mismo firmaré. En Europa, cuando se conozca ese ridículo escrito, pensarán que me he vuelto loco. (Ríe.) Y aún supongo que habré de hacer alguna locura más, ¿no es así? CARDENAL.– (Indica con el gesto al MARQUÉS que hable.) Marqués de las Amarillas... MARQUÉS.– Hay otro extremo que se debe cuidar. Convendría ascender a Riego al empleo de general. FERNANDO.– (Fuera de sí.) ¿General, semejante mamarracho? No seré yo quien firme su ascenso. Y te prohíbo a ti que lo hagas en tu calidad de ministro de la guerra. ¿No lo entiendes? Él se ha reído de su ministro. Se ha reído del rey. Ha levantado al ejército... MARQUÉS.– Pero ahora se ha convertido en héroe popular...

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(Largo silencio.) CHAMORRO.– (Tono tartufesco.) Naturalmente, Majestad. Y al héroe ha de premiársele para saciar el anhelo popular... Claro que el pueblo olvida pronto y cabe pensar que no habrá de pasar mucho tiempo para que el populacho olvide la gloriosa gesta de Riego y entonces todo será distinto para la Corona, para los liberales y para ese mamarracho. Sería un error no ascenderle, ¿no creéis? Aparte de que no le nombraríais vos, sino la junta de San Fernando. FERNANDO.– Mira, creo que una vez más tienes razón. Conforme. La audiencia ha concluido. (El CARDENAL y el MARQUÉS se inclinan y salen.) FERNANDO.– Chamorro, ¿qué haría yo sin ti? Eres el canalla más hipócrita que haya parido madre o cabra o yegua o quien fuere... CHAMORRO.– En vos tengo el más lúcido maestro, Señor... (Oscuro rápido. Se ilumina el practicable más alto. Entran en escena el CAPITÁN y el COMANDANTE EVARISTO SAN MIGUEL. SAN MIGUEL lleva un ejemplar de la Gaceta de Madrid.) CAPITÁN.– Comandante, qué alegría verle de nuevo libre y entre nosotros. SAN MIGUEL.– Gracias, capitán. CAPITÁN.– El teniente coronel no tardará en venir. También él se alegrará de verle libre. ¿Conoce usted el decreto que ha promulgado el rey? SAN MIGUEL.– (Gesto preocupado.) Sobrecoge pensar que haya podido suscribirlo un hombre como él. CAPITÁN.– Cuando el rey comprenda que el liberal es el único camino para pacificar la nación... SAN MIGUEL.– El rey miente, capitán. El tiempo me dará la razón. (Entra RIEGO que, al ver a SAN MIGUEL, se detiene gratamente sorprendido.)

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RIEGO.– ¡San Miguel! Por fin... (Los dos compañeros de armas se abrazan.) Lo del Palmar fue el primer paso. Lo que parecía un fracaso, que llevó a tantos de ustedes a presidio, ha culminado al fin. SAN MIGUEL.– Algún día tenía que ocurrir, mi general. RIEGO.– (Ríe.) Qué disparate: ¿general yo? SAN MIGUEL.– En efecto. Tal ha sido el acuerdo de la Junta de San Fernando. Entre otros acuerdos se ha tomado el de otorgarle a usted la faja de general. (Un silencio. Gesto de preocupación de RIEGO.) RIEGO.– (Como si tratase de ahuyentar un mal pensamiento.) Bien, aún ha de ser confirmado el acuerdo por el gobierno de la corte. Y no espero que, si se pide al rey consejo, acceda a que el gobierno lo confirme. De momento, lo que importa es que de nuevo usted se hará cargo de la comandancia del Regimiento de Asturias, San Miguel... Si algún día accedo al empleo de general, aunque no deseo que sea ahora, me agradaría que fuera usted mi ayudante... SAN MIGUEL.– Con gusto acepto desde ahora mismo. (Se ilumina el nivel más bajo, a ras del escenario. El REY, ante un atril o un facistol o algo por el estilo, dice solemnemente, con la mano derecha posada sobre la Constitución. Junto a él, el PRESIDENTE DE LA CÁMARA.) FERNANDO.– Yo, Don Fernando VII por la Gracia de Dios y de la Constitución de la monarquía española, rey de las Españas, juro por Dios y por los Santos Evangelios que defenderé y conservaré la religión católica, apostólica, romana, sin permitir otra alguna en el reino; que guardaré y haré guardar la Constitución política de la monarquía española no mirando en cuanto hiciere sino el bien y provecho de ella. Así Dios me ayude y sea mi defensa, y si no, me lo demande. (Retira la mano.) Señor Presidente, Señorías, quedan abiertas las Cortes españolas. PRESIDENTE.– Majestad... Señores Diputados... en este histórico momento las Cortes españolas agradecen a su rey la renuncia que con su juramento hace del que hasta ahora fue “su derecho divino”. De nuevo, y con-

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forme al artículo primero de nuestra Constitución, “la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona”. La soberanía reside esencialmente en la nación y a ella corresponde únicamente el derecho de establecer sus leyes. En nombre del pueblo español agradezco a Vuestra Majestad la simbólica entrega que nos hace con su juramento de esa soberanía. (Se inclina ante el REY. Oscuro. Se ilumina el practicable intermedio. Entra CHAMORRO acompañando al REY.) FERNANDO.– “Consumatum est” Chamorro. CHAMORRO.– Por poco tiempo. Ya lo veréis. FERNANDO.– Dios te oiga. ¿Te has fijado en la cantidad de sandeces que me obligan a hacer estos liberales? CHAMORRO.– Cerdos diría yo, Majestad. FERNANDO.– Sí, eso, cerdos. ¿Viste la carta de renuncia que me ha mandado Riego? ¿Quién se cree que es para renunciar a la faja de general? Supongo que ya se habrá oficiado a ese bravucón conforme ordené. CHAMORRO.– El ministro de la guerra le ha comunicado por escrito que Vuestra Majestad considera necesarios sus servicios y le confirmaba en el empleo de mariscal de campo. FERNANDO.– Estoy harto de ese hombre. Tengo que encontrar el medio de mandarle lo más lejos posible. CHAMORRO.– (Sibilino.) ¿Al infierno? FERNANDO.– Ojalá. CHAMORRO.– (Igual.) Esta mañana comentaba el Marqués de las Amarillas que había quedado vacante la Comandancia General de Galicia... FERNANDO.– ¡Es cierto! (Ríe.) No le sentarán mal a Riego los aires de Galicia. CHAMORRO.– No me digáis que pondríais en sus manos una Comandancia General. FERNANDO.– (Recapacita.) Es cierto. Sería un grave error. Habrá que descartar esa posibilidad. CHAMORRO.– Descartarla ¿por qué? Ese sería el error. FERNANDO.– Estás loco o ya no entiendo ni a mi fiel criado. CHAMORRO.– Ni lo uno ni lo otro. Sencillamente, con el nombramiento se le saca de Andalucía, donde parece que ya lo adoran más que a Dios. Con

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el pretexto de que ha de presentarse en la corte, en el ministerio, ya le tenemos a la vista. Y luego, al primer desliz, se le exonera del mando y se le envía a Asturias a descansar una temporada... FERNANDO.– Chamorro... qué listo eres, ¡hijo de la gran puta! (Gesto de gratitud de CHAMORRO.) (Oscuro. Se ilumina el espacio que hay al nivel del escenario. Luz blanca, muy fría. Entra un soldado con unos bultos. Sale y regresa cargado con un baúl de la época. Mientras lo deja junto a los otros bultos, entra EVARISTO SAN MIGUEL. Su aspecto es de preocupación.) SAN MIGUEL.– (Al soldado que se seca el sudor y le saluda militarmente.) ¿Qué haces? SOLDADO.– El General me ha encargado que bajase a esperar la llegada del coche. SAN MIGUEL.– Vuelve a subirlo a la fonda. No vamos a Galicia. SOLDADO.– Entonces ¿no hago caso a la orden del general? SAN MIGUEL.– ¡Súbelo! (El soldado, después de hacer un gesto de resignación, carga algunos bultos que vuelve a sacar, en el preciso momento en que entra RIEGO en escena. Mira al soldado y luego a SAN MIGUEL con extrañeza.) SOLDADO.– (Antes de salir.) Cumplo órdenes, mi general. Del comandante ayudante... Yo no sé nada. Pero las órdenes son las órdenes. (Sale.) RIEGO.– ¿No ha llegado aún el coche? SAN MIGUEL.– (Niega.) Me temo que no llegará. Se ha recibido orden escrita del gobierno. (Le entrega un escrito.) RIEGO.– (Después de leerlo.) Me exoneran de la Comandancia General de Galicia. Sin haber tomado posesión del cargo... y me destinan al cuartel de Asturias. ¿Cómo se puede explicar esto? SAN MIGUEL.– Tal vez porque el Jefe Político de Madrid haya puesto en conocimiento del gobierno la acogida que le dispensó a usted el pueblo madrileño en el teatro del Príncipe.

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RIEGO.– No creo que el general Velasco se haya apresurado tanto a comunicar lo de anoche... no. SIN MIGUEL.– Acaso habrán llegado a palacio los comentarios que corren sobre la reunión mantenida por usted con ciertos ministros. RIEGO.– Tal vez. La causa es lo de menos. Lo cierto es que Riego no resulta cómodo y había que quitarle de en medio. Sin duda por ello me han arrancado de Andalucía con un destino en los antípodas. Saben que allí la gente me estimaba. Como aquí, desde que llegué. Lo mejor es mandar a Riego lejos, con su familia, a su Asturias natal. Como soldado no tengo otro remedio que acatar la orden. SAN MIGUEL.– (Impetuoso.) Muchísimos compañeros que he encontrado en el Ministerio de la Guerra están indignados por esta destitución fulminante. El pueblo, ya se vio anoche, está con su libertador. Incluso contamos con las sociedades secretas y con muchas guarniciones para hacernos con los ministros y los jefes moderados. RIEGO.– Y una vez logrado todo eso, ¿qué? SAN MIGUEL.– El Mariscal de Campo se proclamaría dictador con el beneplácito de la mayoría. RIEGO.– Pero sin el mío, San Miguel. La dictadura de un militar es también una forma de absolutismo, de encadenar a España, que rechazamos los liberales. Yo marcharé a Asturias. También es grato para un militar el regreso a la tierra en que nació. Yo no soy un Cronwell. (Aprieta los dientes.) Me iré aunque mi honor se sienta herido. SAN MIGUEL.– La revolución le necesita, general. RIEGO.– ¿Cuándo hemos visto que quien inicia una revolución logre paladear el triunfo? Ahí está el ejemplo de Francia hace cuarenta años... (Después de una pausa, niega con la cabeza y añade:) Hice cuanto estaba en mis manos para evitar desazones y desgracias. Las que ocurran a partir de ahora, no serán culpa mía... (Habla despacio, como si pensase cada palabra.) Antes de marchar redactará unas líneas explicando a las Cortes que renuncio voluntariamente a un puesto incompatible con mi honor en las actuales circunstancias y me vuelvo a la simple condición de ciudadano. Si la patria me necesita, por segunda vez, acudiré presto a su llamada. Mientras, dormiré muy tranquilo, San Miguel. Mi conciencia de hombre y de militar nada tiene que reprocharme.

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(RIEGO saluda militarmente y sale de escena. SAN MIGUEL, inmóvil, responde rígidamente al saludo. Diríase que con hondo respeto y no menos profunda emoción. Oscuro. Se enciende el lugar que ocupa el coplero.) COPLERO.–

Así se quitó el monarca a su enemigo de en medio. Mandóle primero a Asturias y un año después a Reus. El general se casó en los días del destierro. Breve y triste aquel casorio como más tarde veremos. Y mientras la concurrencia medita sobre los hechos que acabo de relatarles, echen algo en el sombrero de este humilde servidor que además de humilde es ciego. No se alejen demasiado, señoras y caballeros, que muy pronto volveré y relataré el postrero episodio de esta historia de aquel general del Riego, que sucumbió a la injusticia por libertar a su pueblo. (Oscurece la escena. Se ilumina la sala una vez que el coplero ha desaparecido.)

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SEGUNDA PARTE

Al apagarse la sala, se ilumina el practicable en el que se han cambiado las ilustraciones del cartelón por otras referidas al proceso de RIEGO y a los demás hechos que se relatan en esta parte. El ciego hace sonar la campanilla. COPLERO.–

Vengan, viejos, mozos, chicos, señoras y caballeros, militares, modistillas y reverendos del clero, que va a proseguir la historia de los acontecimientos ocurridos en España en el liberal trienio. En Nápoles y el Piamonte que siguieron nuestro ejemplo se aplastó a los liberales con saña y sin miramientos. Prendió el temor en la Europa de que cundiera el ejemplo de nuestra Constitución, y acordaron los gobiernos, invadir nuestra nación al menor fútil pretexto. Muchas lenguas aseguran

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que el propio Fernando séptimo, de acuerdo con los franceses, preparó el derrocamiento del régimen liberal que le quitaba los sueños, como verán los que atiendan mi relato triste y cierto. (Oscurece la zona del COPLERO y se ilumina la zona que está a ras del escenario, donde el REY escucha, mientras pasea inquieto, las explicaciones que le da el EMBAJADOR de España.) EMBAJADOR.– Las intervenciones de Montmorency y Chateaubriand han sido decisivas en el Congreso de Verona, Majestad. FERNANDO.– (Se detiene frente a él.) ¿Y a qué soluciones se ha llegado? ¿Tienes noticia de que en España mis fieles súbditos son atacados por Mina, que ha regresado de Francia, y por otras guerrillas? EMBAJADOR.– Sí, Majestad. Todo ello se conoce en Francia. Y el rey Luis ha encargado al duque de Angulema el mando supremo de un ejército de cien mil hombres que se aproximan en estos momentos a la frontera, dispuesto a invadir España. FERNANDO.– ¡Bravo! Así me gusta: que mis embajadores me traigan noticias halagüeñas. Pronto se enterarán esos peleles de quién manda esta nación. (Entra en escena CHAMORRO.) CHAMORRO.– Señor... FERNANDO.– No interrumpas, Chamorro. (Al EMBAJADOR.) Así que el bueno de Luis XVIII ha atendido por fin las peticiones que le hacía en mi última carta. FERNANDO.– Me dijo que lo haría, porque además Europa entera teme que el liberalismo se extienda como un reguero de pólvora... CHAMORRO.– (Mete baza sin el menor protocolo.) Lo que sería espantoso. Hay que haber sufrido en la propia carne los zarpazos de la libertad para saber lo que podría ocurrir en todo el continente.

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FERNANDO.– ¡Cierto! Sociedades secretas, militares que impiden dominar al pueblo, políticos que me imponen a ministros masones. Hay que acabar cuanto antes con todo eso, sí. (A CHAMORRO.) Pero ¿a ti quién te ha dado vela en este entierro? ¡Diantre! ¡Márchate! ¿No ves que estoy despachando con mi embajador en Francia? CHAMORRO.– Siento interrumpir, pero desean veros con muchísima urgencia el presidente de las Cortes y otro diputado. FERNANDO.– Me zarandean como un monigote. Pero no saben que esto se va a terminar pronto, muy pronto. Hazles pasar. (Mientras sale CHAMORRO, el REY pone sus manos sobre los hombros del EMBAJADOR.) FERNANDO.– ¡Gracias! Tu ejemplar colaboración con la Corona y con el régimen español que implantaremos pronto, será recompensada largamente. EMBAJADOR.– (Con una reverencia.) Sirvo a la justa causa de Vuestra Majestad. (Se inclina y sale. Se cruza con VALDÉS, PRESIDENTE de las Cortes, y con el diputado ALCALÁ GALIANO, a quienes acompaña CHAMORRO, que permanece en segundo término, aunque muy atento a lo que se habla.) FERNANDO.– Adelante, Valdés, ¿otra vez en palacio? Parece que habéis tomado gusto a visitar mi casa. ¿Qué traéis hoy? VALDÉS.– Señor, venimos a reiterar con toda firmeza la petición que os hicimos en nombre de las Cortes hace unos días. FERNANDO.– (Furioso.) ¿Que me vaya a Sevilla? Nada se me ha perdido a mí en aquellas tierras. Ni a mi familia. Además, ya os dije que estoy enfermo ¡muy enfermo! Mi médico teme por mi vida. (Dirigiéndose al diputado ALCALÁ GALIANO, simulando ignorancia) ¿Algún problema de gobierno, Alcalá? ALCALÁ.– No, señor. Lo que hace pocos días eran fundadas sospechas, es ahora una realidad inquietante. FERNANDO.– ¿Aquello que me dijiste sobre la posibilidad de que en Francia se preparaba un ejército para invadir España?

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ALCALÁ.– En efecto, Majestad. FERNANDO.– Será una falacia. ¿Con qué derecho nos podrían invadir los malditos franceses? VALDÉS.– Ciertamente con ninguno. FERNANDO.– Luego esas sospechas... VALDÉS.– No son tales. ALCALÁ.– Correos recién llegados de la frontera traen noticias de que numerosos soldados se disponen a entrar en España. Las Cortes, en sesión extraordinaria, han acordado la inmediata marcha a Sevilla de todos los diputados, del Gobierno y de Vuestra Majestad y su real familia. FERNANDO.– (Sibilino.) De buen grado os acompañaría, pero mi estado de salud no lo permite. No puedo acompañaros. VALDÉS.– Mirad, Señor, que a todos nos inquieta vuestra seguridad. FERNANDO.– Mi guardia sabrá defenderme de esos intrusos, si logran llegar a Madrid. ALCALÁ.– Sevilla ofrece más seguridad. Allí se encuentra lo mejor de nuestro ejército que sabrá resistir la nueva invasión francesa. CHAMORRO.– (Habla con su habitual desprecio al protocolo.) Es cierto, Señor. Además, esta mañana hablé con vuestro médico y me explicó que habíais mejorado milagrosamente. Y hasta sugirió que no os vendría mal un cambio de aires. Si a ello se añade vuestra seguridad y la de la real familia... no cabe discusión. (Largo silencio. F ERNANDO fulmina con la mirada a CHAMORRO.) FERNANDO.– ¿Cuándo... habríamos de partir, Valdés? VALDÉS.– Sin demora. Mañana mismo. FERNANDO.– (Tras un suspiro.) Mañana partiremos para Sevilla. VALDÉS.– Gracias, señor. ALCALÁ.– Majestad. (Ambos hacen una cortés reverencia y salen. FERNANDO mira a CHAMORRO.) FERNANDO.– ¡Animal! No comprendes que yo...

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CHAMORRO.– (Le interrumpe.) Lo comprendo muy bien. Pero las prisas en nada favorecen vuestros deseos. ¿Qué más da que os reunáis con el duque de Angulema aquí, dentro de un mes, que en Sevilla dentro de dos? Y así esos diputados creerán que nada habéis tenido que ver. Por todos los santos, os juro que lo creerán igual que creen que esa mierda de ejército liberal será capaz de oponerse a los franceses... ¡A Sevilla, señor! FERNANDO.– A Sevilla. (Un silencio. Ambos se miran y rompen a reír estrepitosamente. Sus carcajadas siguen oyéndose mientras la escena oscurece lentamente. Y seguirán oyéndose hasta que la penumbra del escenario sea invadida por la opertura 1813 de Beethoven, concretamente los compases de la Marsellesa, y se mantendrá hasta que comiencen a escucharse los cañonazos que siguen a la Marsellesa. Suavemente, también habrá empezado a iluminarse el practicable más alto. Entran en escena VALDÉS y RIEGO.) VALDÉS.– No puedo formular a las Cortes semejante propuesta. Usted es diputado por Asturias, Riego. Es imposible que en estos momentos críticos abandone el Parlamento para volver a tomar las armas. RIEGO.– Insisto en que como militar mi puesto está al frente del ejército. El único que ha resistido a la desesperada y sin éxito ha sido el general Mina en el norte. Morillo ha capitulado en Galicia y la invasión de los franceses lleva camino de convertirse en un paseo militar. VALDÉS.– Incluso como militar su presencia en las Cortes es precisa... (Entra apresurado en escena ALCALÁ GALIANO.) ALCALÁ.– (Con desasosiego.) Caballeros... las noticias que llegan de Sevilla son muy inquietantes. Las tropas del Duque de Angulema han cruzado Despeñaperros hace dos días, sin oposición de nuestro ejército. RIEGO.– Comprende usted, Valdés... yo debo... VALDÉS.– Por el momento dejar concluir a don Antonio.

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ALCALÁ.– En tal situación se impone sugerir al rey la necesidad de abandonar Sevilla. VALDÉS.– (Niega.) Los ministros ya lo han intentado y se niega tozudamente. A raíz del acuerdo tomado por las Cortes fui personalmente a rogarle que saliera de Sevilla. Me dijo: “No me moveré de aquí. Ni ningún miembro de mi familia”. ALCALÁ.– Las negativas de los reyes ya no son sagradas, señores. Si Su Majestad se niega a ponerse a salvo y pareciendo a simple vista que desea ser apresado cuanto antes por el enemigo, cabe pensar que se haya en estado de delirio. Este caso lo contempla la Constitución. Hay que tomar el acuerdo de declarar incluso al rey en el impedimento moral que contempla el artículo ciento ochenta y siete de la Constitución. VALDÉS.– ¿Declarar incapacitado al rey? (El otro asiente.) ¿Usted osaría proponer eso a la Cámara? ALCALÁ.– (Con firmeza.) Sin la menor duda. ¿Ustedes votarían a favor de mi propuesta? (Los dos asienten.) RIEGO.– Y yo propongo, además, que se designe para la Regencia a los señores Valdés, Císcar y Vigodet. VALDÉS.– No habrá ningún inconveniente en que Vigodet y Císcar acepten. Yo, desde luego. GALIANO.– Riego deberá figurar en la escolta que traslade al rey a Cádiz. RIEGO.– Sólo pongo una condición. No ostentar en ella mando alguno. (Oscuro. Música adecuada. Se ilumina el practicable intermedio. Entran en escena el REY, CHAMORRO, VALDÉS y RIEGO.) RIEGO.– Majestad, sed bienvenido a Cádiz. (El REY le mira con desprecio.) Me place haber formado parte de la escolta que os ha traído hasta aquí, sano y salvo. FERNANDO.– (Sin hacerle caso.) ¿Y a ti qué tripa se te ha roto ahora, Valdés? Hace más de tres meses que te has convertido en mi sombra. VALDÉS.– Señor, deseo comunicaros que en este momento en que os halláis a cubierto de peligro alguno, cesa la Regencia en sus funciones y vuelve a vuestras manos el gobierno de la nación.

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FERNANDO.– (Tono zumbón.) Pues qué, ¿ya no estoy loco? (Ríe estrepitosamente. De pronto calla y mira con ferocidad a VALDÉS.) Apártate de mi vista. ¡No quiero verte ni en los infiernos! (VALDÉS hace una cortés inclinación de cabeza y sale.) Tú también, Chamorro, vete. (CHAMORRO sale. A RIEGO, con arrogancia no exenta de desprecio.) Tú, especialmente tú, merecerías que te escupiera a la cara. Traicionaste al Ejército con aquella proclama, hace casi tres años. Has intrigado hasta la saciedad. Incluso sé que te apoyan en tu desprecio a mi persona esos miserables masones que algún día, ya muy cercano, colgarán de cientos de horcas. Hasta, incluso, has tenido la osadía de formar en la escolta que me ha traído aquí prisionero. Quiero que sepas que ya no queda en el recuerdo nada de aquel oficial de mi escolta, cuando yo aún era Príncipe. Sólo desprecio, infinito desprecio siento por ti. ¡Traidor! RIEGO.– (Cortésmente, pero arrogante.) Señor, cuanto he hecho como soldado ha sido contribuir humildemente a que los serviles no torcieran con sus retrógados consejos la buena disposición que, sin duda, tenéis, como rey de España, para que nuestra patria viva en paz y concordia. Nada hice contra vos. Muy al contrario, he procurado, como otros, que vuestra augusta persona fuese respetada como merece. La tiranía, Señor, que os han impuesto unos consejeros exclusivamente preocupados por sus intereses personales en nada favorece a la Corona. Recordad la compra que hizo a Rusia de aquellas naves inservibles. Quien únicamente se benefició del negocio fue vuestro consejero don Antonio Ugarte. Personalmente, jamás he obtenido beneficio alguno y os consta que en varias ocasiones os he pedido que aceptaseis mi renuncia a la faja de general. FERNANDO.– (Despótico.) ¿Y quién eres tú para renunciar a lo que yo dispongo? RIEGO.– Un simple soldado, servidor de su rey, de su patria y de las libertades de su pueblo. FERNANDO.– (Ríe con desprecio.) ¡Libertad! Una palabra hueca que no cabe en la cabeza de un monarca europeo de este siglo. RIEGO.– Tal vez sea así, Señor. Como diputado, nada tengo que hacer en este crítico momento en Cádiz. Más puedo hacer si tomo el mando del Tercer Ejército que defienda la ciudad de los franceses. Y ahora, con vuestra venia, me retiro.

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FERNANDO.– (Fuera de sí.) Retírate para siempre de mi vida. Y pide al cielo que te otorgue el honor, que no mereces, de morir combatiendo. RIEGO.– No dudéis que combatiré con ahínco. Pero no temo a la muerte. Nada pediré al cielo. FERNANDO.– (Amenazador.) ¿No la temes? Mejor será, porque la tuya está muy próxima. ¡Vete! (RIEGO saluda militarmente al REY e inicia la salida mientras oscurece la escena. Se ilumina el sector más alto. Están reunidos VALDÉS, MENDIZÁBAL y ALCALÁ GALIANO.) VALDÉS.– Caballeros: no les hablo en calidad de Presidente de las Cortes. Ayer ha capitulado ante el ejército francés el resto de nuestro ejército que defendía el Trocadero. El rey pasará a ser custodiado por el propio duque de Angulema. MENDIZÁBAL.– Al fin el rey ha logrado su propósito. Era evidente su deseo de caer en manos de los franceses lo antes posible. Nada hay ya que hacer. ALCALÁ.– No obstante, cabe la esperanza de que la tropa que manda Riego, que no ha capitulado, logre unirse al regimiento de Ballesteros. MENDIZÁBAL.– Conozco bien a Ballesteros y chaqueteará al saber lo ocurrido ayer aquí. Nada podrá hacer Riego. VALDÉS.– Ustedes conocen tan bien como yo al rey. Disolverá las Cortes, desde luego. Y se nos perseguirá de nuevo. Con el fin de que cada cual tome las medidas necesarias para ponerse a salvo, les comunico que ha recibido la formal promesa del duque de Angulema de que tratará de evitar una fuerte reacción del rey en los primeros momentos. Me temo que el destino de todos los diputados, de todos los liberales y de todos los militares constitucionalistas no será otro que el destierro o la muerte. (Los tres, que estarán sentados, se ponen de pie.) ALCALÁ.– ¿Será posible que concluya aquí la aventura constitucional? MENDIZÁBAL.– Jamás, don Antonio. El discurrir del tiempo es paralelo al discurrir de los pueblos. Esta España que ha partido en dos la estulticia de un tirano, hará un día justicia a nuestra noble causa.

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ALCALÁ.– (Con amarga sorna.) Y ese día, ¿piensan ustedes que llegará mientras ocupe el trono el indeseable “Deseado”? VALDÉS.– Cabe pensar que no sea inmortal. ALCALÁ.– Inmortal es Cervantes. El “Deseado” acaso sea “inmorible”. (Ligeras sonrisas de VALDÉS y MENDIZÁBAL.) MENDIZÁBAL.– Amigos... confío en que ese día llegue y lo veamos. Mientras llega el gran día, deseo a todos mucha suerte. (Se estrechan la mano. Oscuro. Se ilumina el practicable de altura menor. RIEGO y un OFICIAL, ambos sin distintivos en sus uniformes, toman una taza de leche. Se supone que están en una venta. Súbitamente, RIEGO deja su tazón y pasea inquieto. Un OFICIAL le mira. RIEGO tiene la pernera derecha desgarrada y por el hueco se ve una venda que le envuelve la pierna y en la cual hay manchas de sangre. A partir de este momento, y hasta el fin de la obra, RIEGO cojeará ligeramente.) RIEGO.– (Gesto de desolación.) Si Ballesteros no se hubiera comportado con tanta vileza, a estas horas habríamos logrado acercarnos a Cartagena y establecer contacto con el general Torrijos. OFICIAL.– (Pensativo.) Y de soldados nos hemos convertido en fugitivos. RIEGO.– Mucho tarda el hermano del guía en regresar con el herrero de Arquillos. Y es preciso herrar nuestros caballos. OFICIAL.– No ha de tardar, mi... (Rectifica.) “Señor” (Entra el GUÍA. Ve que RIEGO no ha terminado la leche.) GUÍA.– ¿No se toma la leche, señor? RIEGO.– (Niega, preocupado.) ¿Ha regresado tu hermano de Arquillos con el herrero? GUÍA.– No ha ido. RIEGO.– (Mientras el OFICIAL se levanta. Pálido.) ¿Que no ha ido? GUÍA.– (Niega.) Ha ido a otro menester, mi... general.

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OFICIAL.– ¿Por qué le has llamado “general”? GUÍA.– Al que sabe mandar se le nota a cien leguas o yo no me llamo Mateo López. RIEGO.– (Más sosegado.) Bien. Pregunta al cortijero cuánto se debe por el alojamiento y la comida. Hemos de irnos. GUÍA.– (Saca una pistola que ocultaba bajo la zamarra.) De aquí no se va nadie. (Al OFICIAL.) Si da un solo paso, mato a este hombre. OFICIAL.– ¿Por qué a él? (Fuera empieza a oírse murmullo de gente que se aproxima.) GUÍA.– Porque es el general Riego y han puesto precio a su cabeza. (Va aumentando el murmullo de la gente que se acerca.) OFICIAL.– Él no ha hecho jamás daño al pueblo español. GUÍA.– Ya, pero hay una recompensa y vamos a cobrarla yo y mi hermano. OFICIAL.– (Ademán amenazador.) ¡Maldito Judas! RIEGO.– (Le contiene con un gesto.) Sosiéguese, teniente. Este hombre ninguna culpa tiene de necesitar la recompensa y de que ésta haya sido ofrecida. La culpa es de quien pone precio a la cabeza de un militar cuyo único delito ha sido defender a su nación. (Se oyen violentos golpes en una puerta. Por fin oiremos cómo la puerta cae y al cabo de un momento irrumpen en escena el alcalde de Arquillos, un cura, un escribano y el hermano del GUÍA, seguidos por un par de hombres armados.) ALCALDE.– ¡Nadie se mueva! ¡Dense presos! RIEGO.– (Ya muy frío.) ¿Por qué? ALCALDE.– General Riego... usted votó con otros en Sevilla la incapacidad del rey. RIEGO.– ¿Y qué delito hay en ello? La Constitución autoriza a los diputados para tomar acuerdos sobre el estado del rey. ALCALDE.– El 23 de junio se ha promulgado un decreto declarando a todos esos diputados reos del delito de lesa majestad y condenándolos a muerte.

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RIEGO.– Nuestro acuerdo fue doce días antes. ¿Cómo se puede aplicar ese decreto con efecto retroactivo? ALCALDE.– (Se rasca la cabeza confundido.) Pues, pues... pues... ¡Porque cuando el río suena, agua lleva! Y porque... la ley es la ley y callar es bueno. CURA.– (Feroz.) ¡Adónde habéis llegado, desgraciados! A declarar incapaz al rey. A restaurar una infame Constitución que acabará con la más pura fragancia de la vida española. Gracias a Dios y a los cien mil hijos de ese santo rey de Francia vuestra perversidad se ha visto contenida y, por los siglos de los siglos, este país católico permanecerá puro frente al libertinaje de esa maldita Europa. RIEGO.– Observe su contradicción, reverendo. Francia es Europa también. Y franceses los cien mil hijos de Luis XVIII que, según ustedes, han salvado a España de la hecatombe. CURA.– ¡Además de liberal, eres sofista! RIEGO.– Sin duda los nervios le hacen confundir sofisma con razonamiento llano, padre. CURA.– Mi palabra es sagrada. ¡Traidor! Es palabra de Dios. ¡Es infalible! Todo cuanto argumentáis vosotros, herejes liberales, se volverá muy pronto contra vuestro cuello y trenzará la liberadora soga que os ahorque. (Furioso.) ¡Lleváosle de aquí! ¡Al infierno! RIEGO.– Padre, soy tan católico como usted. CURA.– Desde este momento has dejado de serlo. Yo te excomulgo en nombre del Santo Padre. Ningún liberal entrará en el reino de los cielos. ALCALDE.– ¡Lleváoslos! (Los hombres han amarrado a RIEGO y a su AYUDANTE. Los sacan fuera de escena a culatazos.) CURA.– (Cruza las manos. Mira al cielo.) ¡Laus Deo! ALCALDE.– ¿Quién ha sido el delator? GUÍA.– Nosotros, señor alcalde. ALCALDE.– Recibiréis la recompensa oportunamente. Escribano, redacte el escrito para la autoridad competente. GUÍA.– Nuestros nombres...

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ALCALDE.– El oficio comunicando la detención. Vosotros ya recibiréis vuestra parte. En este país siempre se premian las buenas acciones. (Al CURA.) Con esta detención se ha puesto fin a una página negra de nuestra historia, reverendo. CURA.– (Asiente.) Y sobre todo, se ha vuelto a encadenar a esa bestia feroz e ignorante que es el pueblo. Sólo así podremos vivir en paz y en gracia de Dios. ¿Se imagina, señor alcalde, dónde iríamos a parar si se dejara sueltos a campesinos, mendigos, criados y menestrales de toda índole? ALCALDE.– ¡Calle, por Dios, no quiero ni imaginarlo! CURA.– (Alza su mirada nuevamente al cielo.) ¡Bendito seas, Señor, por haber permitido que concluyeran el caos y la libertad en tu amada España! (Oscurece la escena. Se ilumina el saliente del COPLERO.) COPLERO.– (Con su habitual tonillo.) Después de la detención de don Rafael del Riego le trajeron a la Corte en sigiloso secreto. Y digo a vuesas mercedes, señoras y caballeros, que esto que voy a decirles es tan verdad como un templo: si pintan a la justicia con atributos de ciego no es porque aplique la ley sin discriminar sujetos, sino porque sólo busca dejar al amo contento, aunque sea un inocente la víctima del proceso. (Oscurece el saliente donde está el COPLERO y se ilumina la zona que está a ras del escenario. Un adecuado juego de luces hará comprender que el lugar es ahora una cár-

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cel. RIEGO permanece sentado en actitud pensativa. Fuera se oye el chirrido de una puerta que se abre –aunque también podría ser que se cerrase–. Entra el CARCELERO con una escudilla en la que hay algo de comida.) CARCELERO.– Supongo que comerá hoy algo, señor. (RIEGO hace un gesto de indiferencia.) DE MUJER.– (Canta por seguidillas, fuera, aunque no tan lejos como para que no se escuche claramente lo que dice.) Así como Arco Agüero murió arrastrado, justo será que Riego muera colgado. Y que a la horca le sigan López Baños y ese Quiroga. CARCELERO.– ¿Oye usted lo que cantan? RIEGO.– (Asiente.) Es el canto de los grillos. Cantan por cantar, sin saber lo que cantan. CARCELERO.– (Tras una pausa.) Por mucho que digan, no se me hace que vuesarced sea un criminal RIEGO.– Sin embargo, tal vez lo sea. He intentado matar el absolutismo. CARCELERO.– También le traigo los libros que solicitó su abogado, para que lea. RIEGO.– ¿Y mis lentes? CARCELERO.– Ni los anteojos ni que venga el barbero ha consentido el Alcaide. Temen que atente usted contra su vida. RIEGO.– (Que ha cogido los libros y los deja sin mirarlos.) Es lo mismo, amigo. Al fin y a la postre, esos son los métodos de toda tiranía. Aniquilar al hombre hasta privarle de su condición humana. CARCELERO.– ¡Calle! Alguien llega. (Se aproxima al lateral correspondiente. A RIEGO.) Es su abogado, don Faustino Julián Santos. RIEGO.– (En tono reflexivo.) Al pobre... Le han cargado tan execrable asunto...

VOZ

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CARCELERO.– (Habla hacia fuera.) Adelante señor abogado... (Entra en escena el DEFENSOR LERO .)

DE

RIEGO. Mira al CARCE-

RIEGO.– Sea bienvenido y hable sin miedo, amigo Santos. Este carcelero es hombre de ley. (El otro permanece en silencio.) ¿Alguna novedad? DEFENSOR.– Pocas. Aparte de que las sedicentes “Juntas de la Fe” continúan su implacable persecución de los liberales, una nueva sociedad secreta, que utiliza el terrorífico nombre de “El Ángel Exterminador”... (Pensativo.) No me explico cómo siempre que triunfa un bando en este país pueda perseguir tan sañudamente a los contrarios. RIEGO.– Ello sólo ocurre cuando quien triunfa es la reacción. DEFENSOR.– (Igual.) Lo cierto es que la derrota liberal ha sido absoluta. RIEGO.– No, amigo Santos. A pesar de las persecuciones, las ideas sobreviven. ¿Y en cuanto a mi proceso...? DEFENSOR.– No es muy halagüeña la perspectiva. Nos otorgaron un plazo de ocho días para solicitar de Sevilla la documentación que íbamos a aportar. El tiempo que tardaría un correo. RIEGO.– (Menea la cabeza con gesto dubitativo.) Entonces... DEFENSOR.– Parece que desean celebrar el juicio cuanto antes. Cabe esperar que, al menos, lleguen los testimonios del Ministerio de la Guerra. Y acaso lo único que puede llegar a tiempo es la respuesta a la exposición que hemos hecho al rey. RIEGO.– No llegará. Conozco bien al rey. He servido muchos años a su lado, cuando sólo era príncipe, y más tarde durante los acontecimientos que me han traído a este estado. DEFENSOR.– En cualquier caso, dispóngase a comparecer ante los jueces. La celebración de la vista es inminente. General, tenga por cierto que lucharé con todas mis fuerzas por lograr su absolución. RIEGO.– Lo sé y se lo agradezco. Pero es posible que desde muy arriba ya este dictada la sentencia. (Gesto de extrañeza del DEFENSOR.) No les han permitido a mis compañeros de armas que me juzguen. Ellos jamás me condenarían a la pena capital. Sólo los jueces serviles, nombrados a la sombra de sus convicciones absolutistas pueden hacerlo. DEFENSOR.– La justicia es independiente.

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RIEGO.– ¿De veras lo cree así, amigo Santos? DEFENSOR.– Al menos, deseo pensarlo. CARCELERO.– Señor, el tiempo ha concluido. Hay órdenes muy rígidas del Alcaide. DEFENSOR.– (Estrecha la mano de RIEGO.) Lo dicho. Dispóngase para comparecer en el juicio... Ah... olvidaba decirle que un hombre menestral, dice llamarse Ramón, que merodea día y noche por los alrededores de esta cárcel, me ha pedido que le haga llegar su recuerdo entrañable. (El DEFENSOR sale. El CARCELERO mira con tristeza a RIEGO .) CARCELERO.– Tenga ánimo, don Rafael. Todo será como ha dicho su abogado y será absuelto de las acusaciones. Y mire que yo entiendo mucho de esto, porque no en balde llevo más de veinte años de carcelero en muchas prisiones de la corte. RIEGO.– Cuánto mejor sería que no hubiera prisiones. CARCELERO.– Coma algo, señor... (Le mira con pena.) Y levante ese ánimo. Verá cómo los duelos con pan son menos. (Sale de la escena. RIEGO queda pensativo. Oscurece este sector. Inmediatamente se ilumina el sector del practicable intermedio. Se encuentra allí el Tribunal compuesto por tres o cinco miembros, como era habitual en los tiempos inmediatamente pasados cuando se solicitaba la pena de muerte para el reo. A un lado el DEFENSOR, a otro el FISCAL y de espaldas al público un RELATOR. Detrás de él, un banco donde se sentará RIEGO, que entra por un lateral acompañado por dos ALGUACILes, quienes permanecerán custodiándole durante el juicio.) PRESIDENTE.– (Después de quedar RIEGO en pie, entre los ALGUACILes. ) Audiencia pública. (Se escuchan murmullos de gente, como si ocupara una sala.) (Hace sonar una campanilla.) ¡Silencio! Comience el relator. RELATOR.– (Lee.) “El fiscal pide contra el reo don Rafael del Riego, convicto y confeso de alta traición y lesa majestad, el último suplicio en la

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horca, confiscación de bienes para la cámara del rey y demás accesorias que señalan las leyes”. (Maneja unos papeles.) Por su parte, la defensa del reo solicita su libre absolución con todos los pronunciamientos favorables. PRESIDENTE.– Póngase en pie el reo. (RIEGO se levanta.) ¿Se considera culpable o inocente de la acusación que hace el Fiscal? RIEGO.– Inocente. PRESIDENTE.– ¿Su nombre? RIEGO.– Rafael del Riego y Flórez. PRESIDENTE.– ¿Profesión? RIEGO.– Mariscal de Campo de los ejércitos españoles, Ayudante de Campo de su Majestad, diputado a Cortes por la provincia de Asturias y general en jefe del tercer ejército, nombrado en veintiocho de julio de este año. PRESIDENTE.– ¿Estado? RIEGO.– Casado desde hace año y medio. PRESIDENTE.– ¿Edad? RIEGO.– Treinta y nueve años. PRESIDENTE.– Responda a las preguntas del señor Fiscal. FISCAL.– Con la venia, Señor. (Al acusado.)¿Es usted el Rafael del Riego que se alzó en las Cabezas de San Juan y proclamó la abolida Constitución de Cádiz? RIEGO.– (Con orgullo y firmeza.) Sí. FISCAL.– Según consta en autos, también fue usted uno de los que votaron en la sesión de Cortes del once de junio de este año, en Sevilla, la incapacidad del rey y su traslado a Cádiz. RIEGO.– (Igual.) Sí. FISCAL.– ¿Quienes fueron los demás que votaron como usted? RIEGO.– Ello constará sin duda en el acta de aquella sesión de Cortes. FISCAL.– (Irritado.) ¿Ignora el reo que también ellos son culpables del delito de lesa majestad? RIEGO.– Sin duda, el señor fiscal ignora que el general Riego no ha delatado jamás a un compañero. PRESIDENTE.– Limítese el acusado a responder escuetamente a las preguntas. FISCAL.– ¿Por qué votó usted aquella ignominiosa decisión? RIEGO.– Porque, lejos de considerarla ignominiosa, entendí que era conveniente para la seguridad del rey así como para mantener el decoro y

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dignidad de la representación nacional. La entrega del rey y de nuestras personas al Duque de Angulema hubiera constituido un delito de lesa Patria. FISCAL.– ¿Entonces no niega haber participado en aquella votación? RIEGO.– En absoluto. Obré con arreglo a nuestra Ley Fundamental. FISCAL.– Advierto al reo que la Constitución ha sido abolida. RIEGO.– Con posterioridad a aquella fecha. FISCAL.– Pero ya anteriormente no era válida. Su Majestad se vio obligado a jurarla por la fuerza. RIEGO.– No. Es público y notorio que el rey juró espontáneamente la Constitución. FISCAL.– ¿Tiene noticia de que don Fernando VII ha declarado nulo todo lo hecho y legislado por los constitucionalistas? RIEGO.– (Asiente.) Sí; no obstante, pienso que lo que ha existido no puede dejar de haber existido por muchas disposiciones que se promulguen. FISCAL.– (Al PRESIDENTE.) Nada más, señor. PRESIDENTE.– El defensor tiene la palabra. DEFENSOR.– Con vuestra venia, señor. (A RIEGO.) ¿Es cierto que usted renunció repetidas veces a la faja de general que se le otorgó? RIEGO.– Sí, en varias ocasiones. DEFENSOR.– ¿Es cierto que siendo guardia de corps, en el año mil ochocientos ocho, tomó usted parte en los acontecimientos ocurrido en Aranjuez? RIEGO.– Sí, señor. Y por no someterme a las órdenes de Murat fui llevado con otros compañeros de armas a El Escorial. DEFENSOR.– ¿Combatió posteriormente contra los franceses que en aquella sazón invadieron España? RIEGO.– (Asiente.) A las órdenes del general don Vicente María de Acevedo. Al caer él herido y tratar de defenderle del enemigo, fui apresado y permanecí internado como rehén en diversos campos de internamiento franceses hasta que logré evadirme y regresar a España. DEFENSOR.– Cuando hace tres años fue exonerado del mando de Galicia, ¿qué hizo usted? RIEGO.– Acatar disciplinadamente la orden. DEFENSOR.– Por entonces, ¿se le aclamaba a usted en toda España? RIEGO.– Creo recordar que sí.

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DEFENSOR.– ¿Es cierto que también fue usted destituido el año siguiente del mando de Aragón? RIEGO.– Sí, señor. DEFENSOR.– ¿Qué hizo usted entonces? RIEGO.– Acepté la orden y con posterioridad, en mayo, envié una carta a su Majestad ofreciéndome para vengar los ultrajes a que se decía haber estado expuesta su persona por culpa de unos irresponsables. DEFENSOR.– ¿Quiere explicar a la Sala cuál ha sido, con posterioridad a tales hechos, su comportamiento con el rey y su augusta familia? RIEGO.– El propio don Fernando puede testimoniarlo. Mi actitud siempre fue de respeto a la Corona. PRESIDENTE.– (Muy irritado.) Sin embargo usted se alzó contra ella en las Cabezas de San Juan. RIEGO.– No, señor. Me alcé contra la tiranía. (El PRESIDENTE hace un gesto al DEFENSOR para que continúe.) DEFENSOR.– ¿Es cierto que el pasado año usted visitó al rey y a su familia en palacio, en presencia de otras siete personas? RIEGO.– Es cierto, sí. DEFENSOR.– General del Riego ¿cuál fue la reacción del rey ante su visita? RIEGO.– De complacencia. Incluso me dio una orden que cumplí sin demora. DEFENSOR.– ¿Cuál fue esa orden? RIEGO.– Que apaciguase al pueblo muy soliviantado en aquellos momentos. Pasé a la llamada Casa de la Panadería y ante todos los componentes del Ayuntamiento solicité de ellos que tomasen las medidas oportunas para que no volviera a cantarse el “Trágala” ni se diesen vivas a mi persona. DEFENSOR.– ¿Es cierto que cuando los sucesos del diecinueve de febrero último, al saberse la destitución de los ministros, usted contribuyó a la seguridad del monarca? RIEGO.– Sí. DEFENSOR.– ¿De qué manera? RIEGO.– Ordené reforzar la guardia de palacio y salí al balcón para hablar a los alborotadores.

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DEFENSOR.– ¿Qué les dijo? RIEGO.– Que se retirasen. Que el rey no había hecho nada malo. Se había limitado a usar las facultades que le confería la Constitución. También les dije que ellos eran quienes la infrigían comportándose de tan vil manera con el soberano. Ello motivó que la gente me silbase. DEFENSOR.– Nada más. PRESIDENTE.– Siéntese el procesado. Primer testigo de la acusación. RELATOR.– (En voz alta.) Antonio Zulueta y Beato. (Se aproxima el testigo a quien en la primera escena llamamos UNO y así seguiremos llamándole.) FISCAL.– Fue usted requerido por el acusado el día primero de enero del año veinte. UNO.– Si señor. Nos llamó a Diego y a mí para reponernos de alcaldes constitucionales de la villa. FISCAL.– Nada más. PRESIDENTE.– La defensa. DEFENSOR.– ¿Oyó en algún momento que el procesado profiriese palabras contra la dignidad del rey o contra su persona? UNO.– No, señor. DEFENSOR.– Nada más. PRESIDENTE.– Otro testigo... (Mientras UNO se retira llama el RELATOR a OTRO.) RELATOR.– Diego Zulueta el menor. (Avanza y se coloca en lugar adecuado.) FISCAL.– ¿Fue nombrado usted junto a Antonio Zulueta y Beato alcalde constitucional en las Cabezas de San Juan? OTRO.– Sí, señor. FISCAL.– ¿Oyó usted la proclama que el procesado lanzó luego a la tropa? OTRO.– Sí, señor. FISCAL.– ¿Qué dijo en ella?

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OTRO.– Vino a decir que para el bien de todos lo mejor sería proclamar la Constitución y no acatar las órdenes tiránicas que recibían. FISCAL.– Nada más. DEFENSOR.– (Ante un gesto del PRESIDENTE.) ¿Interpretó usted que tales órdenes tiránicas podrían referirse a las dadas por el rey? OTRO.– No, eso no lo dijo. DEFENSOR.– He terminado, señor. PRESIDENTE.– Los testigos de la defensa... RELATOR.– No han comparecido, señor. UNO DEL PÚBLICO.– (Vociferando.) Que se atrevan a venir los liberales traidores y les cortaremos aquí mismo el cuello. PRESIDENTE.– Pase el relator a dar cuenta a la Sala de la prueba documental RELATOR.– A petición de la defensa se ofició a Gracia y Justicia para que el Soberano expusiese cuál había sido el comportamiento de Riego ante su Majestad durante el tiempo que ha servido en el ejército. Por escrito de dicho ministerio se comunica a esta Sala que el rey ha venido en desestimar la solicitud de Riego, como impertinente en esta causa. En cuanto a la prueba propuesta también por la defensa del procesado, referente a que se oficiase a Sevilla para que por la justicia ordinaria de aquella ciudad se expresase si la situación local era tan crítica que aconsejase el día once de junio la traslación del rey a otro lugar, por auto de aquella justicia de veintiséis de octubre se dice que como la provisión librada por el gobernador de Sala de la real casa y corte para la práctica de varias diligencias de prueba había llegado a Sevilla fuera del plazo hábil de ocho días, no procedía cumplimentar dicha providencia. PRESIDENTE.– ¿Alguna prueba más? RELATOR.– Algunos testigos examinados a propuesta de la defensa manifestaron que Riego prohibió a quienes le vitoreaban que lo hicieran y que cantasen el “Trágala” PRESIDENTE.– El señor fiscal puede formular su alegato. FISCAL.– (Tras una reverencia. Voz campanuda y agresiva.) Si vuestro fiscal, Serenísimo Señor, hubiera de acusar al traidor Riego de todos los delitos y crímenes que jalonan la historia de su vida, no acabaríamos nunca este alegato. Dado, no obstante, el escaso tiempo de que ha dispuesto esta acusación hemos de centrar en uno de los muchos delitos de alta traición cometidos por el reo la cuestión; en un hecho que sonroja

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por cuanto tiene de ignominia. El monstruoso Riego, a la cabeza de su soldadesca, faltó al juramento de fidelidad que prestó a su bandera y obligó por la fuerza de las armas a sucumbir a casi todo el territorio nacional ante tamaña humillación. (Alza su voz a tonos jupiterinos.) Él fue quien de manera inequívoca obligó al rey nuestro señor a jurar una Constitución que deprimía su divina autoridad y traía la desgracia al reino, razón por la que, con maduro consejo, la derogó en 1814. Señor: el motivo de la formación de esta causa obliga a vuestro fiscal a acusar al reo específicamente del atentado horroroso cometido en su calidad de diputado de las llamadas Cortes, gracias a Dios ya desaparecidas para siempre. Porque horroroso es no sólo votar el traslado del rey a Cádiz contra su voluntad, sino además declararle incapacitado para realizar los hechos por la fuerza. En la presente causa existen todos y cada uno de los requisitos para considerarle reo de lesa majestad. Él mismo lo ha declarado aquí con un cinismo digno del mayor desprecio. Votó el traslado real, se alzó en Las Cabezas de San Juan, y así consta en los autos, en sus declaraciones y en las de los testigos de esta parte, puesto que los de la defensa no han osado ni siquiera comparecer, sin duda porque, convencidos de su tenebrosa culpabilidad, cobardes, como traidores, temían caer en manos de ese bendito pueblo que clama contra la traición y está dispuesto a colaborar con la justicia en la ejecución de los criminales que, so pretexto de un liberalismo que el mundo debe rechazar, había reducido a nuestro monarca a la condición de simple ciudadano. (Se pone solemnemente en pie. Igual harán los magistrados y el DEFENSOR. Solemnemente dice, como si su voz viniera del mismísimo cielo.) Por ello, el fiscal solicita contra el reo don Rafael del Riego, convicto y confeso de alta traición y lesa majestad, la pena del último suplicio, confiscación de sus bienes para la cámara del rey y demás accesorias que previenen las leyes (más tenebroso aún) debiéndose ejecutar la última pena en la horca y, para ejemplar escarmiento, con la cualidad de que de su cadáver se desmembren la cabeza y los cuartos, colocándose aquella en Las Cabezas de San Juan y el uno de sus cuartos en la ciudad de Sevilla, otro en la isla de León, otro en la ciudad de Málaga y en otro en esta corte, en los parajes acostumbrados. (En tono más relajado.) Y, en fin, se solicita la expresa condena de costas. Así lo pide el fiscal como procurador del rey y de sus sagrados derechos. He dicho.

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(Se sientan todos al concluir el FISCAL.) PRESIDENTE.– La defensa del acusado tiene la palabra. DEFENSOR.– Con la venia de la Sala. Como cuestión previa, deseo hacer notar que durante los interrogatorios a que ha sido sometido el acusado en la instrucción de esta causa criminal, don Rafael del Riego se ha negado reiteradamente a responder a las preguntas con el indiscutible argumento de que como militar, debía ser juzgado por un tribunal militar, y como diputado a Cortes, por un tribunal constitucional, pero jamás en la jurisdicción ordinaria. ¿Por qué, entonces, y a pesar de lo expuesto, se le juzga hoy en esta Sala? No cabe pensar que sea porque la jurisdicción castrense jamás osaría condenar a muerte a un soldado con su historial y, por el contrario, en esta jurisdicción los juzgadores puedan ser manipulados para cumplir muy altas exigencias ajenas a la causa. ¡Dios nos libre de sospechar semejante sentimiento de la independencia judicial a intereses bastardos, pues todos conocemos su inquebrantable independencia! No obstante, y como quiera que el general Riego no ha renunciado en ningún momento al fuero militar, recuerdo a Vuestras Señorías que, según el decreto de nueve de febrero de mil ochocientos diecisiete, no derogado por ninguna norma posterior, “los jueces militares conocerán privativa y exclusivamente de todas las causas civiles y militares en que sean demandados individuos del ejército”. En virtud de esa norma se siguió la causa del general Lacy y de otros muchos que no es el caso ahora citar. En consecuencia, esta defensa solicita, por ser de justicia, que esta jurisdicción ordinaria se inhiba en el presente caso, en favor de la militar. PRESIDENTE.– (Contundente.) Esta Sala estima que, al haberse dispuesto por la Regencia leal a su Majestad que el diputado Riego pasase a la jurisdicción ordinaria para ser juzgado, no ha lugar a la inhibición solicitada. DEFENSOR.– ¿Cuál es el cargo que se hace a Riego? Haber votado, como diputado en la sesión de Cortes celebrada en Sevilla el día once de junio, la traslación del rey y el nombramiento de una Regencia. A ello el propio acusado ha respondido hace unos momentos que lo hizo persuadido de que, dada la agitación existente en Sevilla, era lo más prudente. Según la Ley Fundamental de la Nación, vigente en aquel momento, Riego era libre en sus opiniones, sin limitación alguna. ¿Cómo, pues, se

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pretende que muera a la vista de lo ocurrido no hace mucho en Francia, donde existe una representación popular parlamentaria? De todos es sabido que el día primero de marzo de mil ochocientos quince desembarcó el ex-emperador Napoleón en el puerto provenzal de Cannes y, con un corto número de tropas, entró en París veinte días después. Allí ocupó el trono que hubo de abandonar precipitadamente el prudente y magnánimo Luis XVIII y que más tarde, después de la batalla de Waterloo, volvió a entrar Luis XVIII en París exactamente el día ocho de julio, precisamente cuando las cámaras legislativas estaban todavía reunidas y así permanecieron hasta que el general Desolles ordenó, en nombre del rey, la inmediata disolución. Es quizá la pintura más exacta que puede hacerse de la usurpación de un reino. Sin embargo, nadie puede decir que ninguno de los diputados franceses de la cámara instaurada por el usurpador Napoleón haya sido juzgado ni mucho menos condenado por el mero hecho de haber sido diputado y haber votado en la cámara. No, señores, no. Luis XVIII conocía los principios sólidos que informan la inviolabilidad de una cámara representativa y que sientan todos los tratadistas de derecho público. Sabía que no podía castigar a los diputados sin castigar primero a toda la nación que los había nombrado. Europa entera se sonrojaría si Riego fuese condenado por el delito que se le imputa. El señor fiscal ha invocado el decreto del veintitrés de junio de este año. En virtud de él se impone la máxima pena a todo aquel que votara en las Cortes del día once del mismo mes y año. Quiero hacer notar que tal decreto se promulgó doce días después de la sesión de Cortes que nos ocupa y, como es sabido, ninguna ley puede tener efecto retroactivo, pero muy especialmente la penal. Nullum crimen nulla pena sine lege previa. Y mal puede considerarse a Riego traidor, si ninguna ley anterior a los hechos que se imputan así los considera y castiga. Resulta evidente, pues, que ni Riego realizó acto alguno comprendido en las leyes antiguas, ni es de aplicación el decreto de la Regencia de veintitrés de junio. Si se tiene en cuenta que Riego votó la traslación con el fin de conservar la vida del rey, es acreedor más a recompensa que a castigo. A nadie ha traicionado el general que ocupa injustamente el banquillo de los acusados. Por ello, los ilustrísimos magistrados que van a juzgarle deben dictar la sentencia absolutoria que todos esperamos. Nos consta que los dignos miembros

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de esta Sala son libres frente a la justicia y sabemos que, antes de dejar de serlo, dejarán de ser jueces. Con esta confianza concluyo pidiendo la libre absolución de mi patrocinado. PRESIDENTE.– ¿Tiene algo más que añadir el acusado? RIEGO.– (En pie.) Nada, señor. PRESIDENTE.– Concluida la vista para sentencia. Despejen la sala. (Hace sonar la campanilla.) (Los dos ALGUACILes sacan de escena a RIEGO mientras magistrados, F ISCAL y DEFENSOR se saludan mutua y cortesmente. Oscuro. Se ilumina el saliente del coplero.) COPLERO.–

Ya está próximo el final de mi relato y de Riego, así que no se impacienten si ya les cansa este ciego. Y sentiremos vergüenza quienes vergüenza tenemos al conocer lo ocurrido, después del proceso, a Riego. (Oscuro en el saliente. Se ilumina la celda de RIEGO en la que este permanece pensativo. Ruido de llaves. Entran el CARCELERO, el DEFENSOR y el RELATOR. RIEGO alza la vista. Muy lentamente se levanta, sin dejar de dolerse de su pierna herida.)

RIEGO.– Caballeros... disculpen... esta condenada pierna... (Largo silencio.) RIEGO.– ¿Se ha... dictado sentencia? RELATOR.– En efecto. DEFENSOR.– Pensé que Su Majestad, en última instancia, ejercería la prerrogativa de la gracia, pero... (Nuevo silencio.)

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RIEGO.– Adelante, señores. Léanme la sentencia. RELATOR.– (Después de mirar a todos. Lee.) “Se condena a don Rafael de Riego a la pena ordinaria de horca, a la cual se le conducirá arrastrado por todas las calles del tránsito y a la confiscación de sus bienes y además al pago de las costas del proceso”. (Larguísimo silencio. Continúa la lectura.) Puesta la sentencia en noticia del rey nuestro señor, dióse por enterado y determinó se haga justicia”. (El silencio ahora es absolutamente embarazoso.) RIEGO.– (Rompiéndole con una amarga sonrisa.) Han sido muy piadosos conmigo, al no acceder a la petición del fiscal de que me descuartizasen como a una bestia. (Al D EFENSOR .) ¿Ha intentado que accedan a fusilarme? DEFENSOR.– Lo han denegado. Acaso porque saben que no hallarían muchos fusiles dispuestos a disparar contra el general Riego. RELATOR.– Tengo el penoso deseo de comunicarle que a partir de este momento entra usted en capilla. RIEGO.– (Tras un silencio.) ¿No hay... otra posibilidad que la degradante horca? DEFENSOR.– Ninguna, Riego. RELATOR.– Le comunico, en fin, que tiene derecho a pedir algo que como última gracia no se le negará. (Queda RIEGO pensativo. Habla luego lentamente.) RIEGO.– Desde que me apresaron, ronda constantemente un fiel servidor mío por estos alrededores. Quisiera que pasara unos momentos conmigo. RELATOR.– ¿Su nombre? RIEGO.– Ramón. Viste ropas menestrales, no es gente principal ni conspirador. RELATOR.– Se le buscará. Por último, ¿desea confesión? (RIEGO asiente.) ¿Algún confesor en especial? RIEGO.– Un padre dominico. Su nombre, San Vicente. RELATOR.– Se le hará llegar su deseo, señor Riego...

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(Inclina la cabeza y sale. El CARCELERO también. Nuevo silencio.) RIEGO.– (Luego de abrazar al DEFENSOR.) Gracias, amigo Santos. Sinceramente. Ha sido usted un excelente abogado, aunque mi causa, lo sé, estaba prejuzgada. DEFENSOR.– (Emocionado.) Riego, amigo... Un hombre como usted no debe morir. O mucho me equivoco o si usted escribiese una retractación, el rey consentiría en indultarle. RIEGO.– (Gravemente.) Se equivoca. Sé cómo me odia el rey porque en alguna medida piensa que fui yo quien le obligó a marchar durante tres años francamente, y él el primero, por la senda constitucional. Pienso como usted, que podría ser más útil a la causa de la libertad vivo que muerto. Y acaso no rehusaría en firmar una retractación si con ello lograse servir a mi nación, pero sería inútil. Y al retractarme, concluiría mi existencia como un cobarde. DEFENSOR.– Lo comprendo. Vendré más tarde para pasar con usted los últimos momentos. RIEGO.– No debe tomarse esa desagradable molestia. DEFENSOR.– Es mi deber como amigo y como abogado. RIEGO.– Lo lamento. No será grato para usted. DEFENSOR.– No. No lo será. (Ambos se abrazan.) (Mientras RIEGO y su DEFENSOR hablaban, han entrado en escena el CARCELERO y RAMÓN.) CARCELERO.– ¿Es este el hombre? RIEGO.– Sí. (El CARCELERO sale.) RIEGO.– Mi buen Ramón. RAMÓN.– Señor... ¿es cierto lo que dicen? Que mañana... (RIEGO asiente. El Criado no puede contener el llanto.) ¡Dios mío! ¡Qué barbaridad! ¡Qué gran barbaridad!

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RIEGO.– Piensa, Ramón, que la muerte es un acto profundamente vital. El último de la vida. RAMÓN.– Que me lleven a mí a los infiernos. Ya soy viejo y nada pinto, pero el señor apenas tiene treinta y nueve años. Y su esposa espera reunirse con usted, don Rafael. RIEGO.– Mi pobre Teresina... ¿sabes algo de ella? RAMÓN.– Todos los españoles refugiados en Londres están bien. RIEGO.– (Con rabia.) ¡Hasta cuándo, hasta cuándo los españoles que abandonan la tierra por el delito de amar la libertad! RAMÓN.– Y que lo diga, señor. RIEGO.– (Quitándose un pañuelo negro que llevaba al cuello desde la escena en que le detuvieron.) Es lo único que tengo. Quiero que me hagas un favor: guardarlo hasta que te reúnas con mi mujer. Cuando se lo des, dile que en estas horas mis únicos pensamientos han sido para los pobres españoles que han tenido que huir, abandonándolo todo en su patria... y para ella. También te ruego que le des a mi hermano Miguel un abrazo. RAMÓN.– ¿Por qué ama a este pueblo que ha sido capaz de traicionarlo, señor? RIEGO.– Porque no sabe lo que hace. Y no son palabras mías, sino del Evangelio. RAMÓN.– ¿Sabe usted que el Gobierno ha descubierto una conspiración encaminada a salvarle la vida? RIEGO.– ( Sonríe con tristeza.) ¡Noble gente! ¿Conoces sus nombres? RAMÓN.– No. Pero el caso es que ha fracasado... Que ya no hay esperanza. RIEGO.– Esperanza... Eso es lo único que hay. El futuro está lleno de esperanza. Eso es lo que debéis comprender. RAMÓN.– Sin usted, señor, qué cabe esperar... RIEGO.– La llegada del día en que la libertad sea irreversible. RAMÓN.– (Sin comprender.) ¿Cómo dice? RIEGO.– Son sueños quizá. Sueños hermosos en estas horas tan sombrías. RAMÓN.– También traigo un encargo... Un caballero que hablaba el español con acento extranjero, y que asegura admirarle a usted mucho, me ha entregado este líquido. Dice que así evitará usted la humillación de la horca. Dios sabe que estaba dispuesto a no entregárselo, pero después de pensarlo, creo que así no tendrá esa canalla la satisfacción de ver colgado a tan gran hombre.

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RIEGO.– (Sin coger el frasco de tósigo.) Soy cristiano y mi fe me lo impide. De todas formas, dale las gracias a ese caballero. ¿Sabes su nombre? (El criado niega.) No importa. Dile que si no utilizo esta pócima no es porque no comparta su deseo de hurtarme a una justicia tan injusta. Tomarla me evitaría verme arrastrado ignominiosamente por las calles. Pero quizá haga falta más valor para dejarles hacer hasta el final, a su capricho. RAMÓN.– Lo comprendo. (Entra el CARCELERO.) CARCELERO.– (Al CRIADO.) Deben terminar pronto. Ha ordenado al alcaide que no se prolongue la visita. RIEGO.– Ya terminamos. Ramón... (Abraza muy tiernamente a RAMÓN, que rompe en un sollozo callado.) Ánimo, Ramón. La vida está por encima de los hombres. RAMÓN.– Dios quiera que un día se arrepientan de este crimen que van a cometer. RIEGO.– Se arrepentirán. Y mi nombre, un día se podrá pronunciar sin avergonzarse. RAMÓN.– Adiós, señor. Rezaré por usted. RIEGO.– Dios te bendiga, mi buen Ramón... (RAMÓN se aleja lentamente, volviendo de vez en cuando la cabeza. El CARCELERO, con gesto dubitativo, sale tras él. RIEGO sale. Pasea. Se sienta. Poco a poco va descendiendo la luz que ilumina su celda hasta quedar en suave penumbra. En un transparente que se habrá iluminado en el ciclorama del foro se ve la silueta de unos hombres que empiezan a montar el mecanismo de la horca. Fuera se oyen algunos martillazos. Y frases como: «Tú, sujeta fuerte ahí.» «¡Cuidado, que se vence!» «¡Más arriba!» «Clava ahí. ¿Corre bien la soga?». Al cabo de un tiempo prudencial que no debe ser excesivo, queda prácticamente montado el patíbulo. Mientras esto ocurre en el transparente, en la celda, todavía en

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penumbra de RIEGO, ha entrado un dominico que adopta la actitud de un confesor. RIEGO ante él confiesa. Aunque el practicable sigue iluminado, también se ilumina la escena de la celda. El dominico, mientras hace la señal de la cruz con la mano, murmura las palabras de la absolución. «Ego te absolvo peccatis tuis...» El dominico se pone en pie. RIEGO, que estaba rodilla en tierra, se alza con gran esfuerzo.) RIEGO.– Esta pierna... Desde que me hirieron antes de apresarme, no logro que deje de dolerme... Menos mal que ya me dolerá por poco tiempo. CONFESOR.– Hijo mío... sé fuerte. RIEGO.– Siempre lo he sido, padre. CONFESOR.– No temas a la justicia de Dios. RIEGO.– Cierto que no la temo. Más temible es la de algunos hombres. (Empiezan a entrar el CARCELERO, los MAGISTRADOS, el FISCAL y el DEFENSOR. Dos hombres aparecen. Mejor dicho: su silueta se ve en el transparente del foro. Ambos enfundan sus cabezas en sendas capuchas.) RELATOR.– Comienza a amanecer. (Un silencio.) DEFENSOR.– Por el alcaide se me han entregado cuatro mil doscientos cuarenta reales de vellón que le incautaron en el momento de detenerle a usted. De ellos se exigieron doce para su manutención diaria. ¿Qué hacemos con el resto? RIEGO.– Liquide las costas de este proceso... si así puede llamarse. Y si algo resta, hágalo llegar a manos de mi mujer y de mi hermano, que no estarán muy sobrados en Londres. (Entran dos ALGUACILes. Habla uno de ellos mientras el otro ata por las muñecas las manos de RIEGO.)

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ALGUACIL.– Ha amanecido. Es hora de partir. RIEGO.– (Con cierta frialdad.) ¿Dónde será la ejecución? DEFENSOR.– Como es habitual, en la plazuela de la Cebada. (El ALGUACIL que le ha atado le coloca una mitra de cartón a RIEGO y le hace enfundarse en una hopa. El dominico alza el crucifijo.) CONFESOR.– (Mientras uno de los ALGUACILes obliga a RIEGO a colocarse sobre un serón.) Oh Dios, de quien es propio compadecerse siempre y perdonar, rogámoste humildemente por el alma de tu siervo Rafael del Riego, a quien has ordenado salir de este mundo. Manda a tus ángeles que le reciban e impidan que caiga en manos del enemigo. Ellos le llevarán a tu diestra para que no sufra pena del infierno y posea tus goces eternos, puesto que siempre en ti esperó y creyó. ALGUACIL.– Es preciso partir. RIEGO.– (Antes de salir.) Desearía ir por mi propio pie hasta el patíbulo. ALGUACIL.– Hay que cumplir la sentencia. Tiene que ir arrastrado por las calles. (Los dos ALGUACILes arrastran el serón sobre el que han situado a RIEGO. Tras él salen los demás presentes. Lo acompaña, a pie, su confesor que con la cruz en alto reza una oración en latín. Quizá “Las recomendaciones del alma”. En realidad el serón fue arrastrado por un burro, pero ¿quién mete un asno en escena? Poco a poco disminuye la luz de la prisión y se ilumina exclusivamente un punto del practicable más bajo que ocupa RAMÓN. Éste mira hacia la escena que vemos en transparencia. Permanece inmóvil.) VOCES.– (Fuera de escena.) ¡Muera Riego! A la horca el traidor. ¡Vivan las cadenas!

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(La silueta de RIEGO, renqueante por su cojera, sube los peldaños que conducen al patíbulo. Incluso se le dobla ligeramente su pierna derecha. Alaridos de multitud.) UN VOZ.– ¡Se va a desmayar! ¡Está muerto de miedo! RAMÓN.– (Alza las manos.) ¡Miserables, cobardes vosotros! ¡Imbéciles! ¡Es la herida de la pierna! Se la hicieron los franceses en combate. ¡Riego jamás ha tenido miedo! (La silueta del verdugo ciñe a RIEGO el dogal. Empiezan a escucharse los compases del Himno de Riego en tiempo de marcha fúnebre. El confesor le da de nuevo la absolución. El otro verdugo acciona la trampilla y la silueta de RIEGO se balancea en el vacío. RAMÓN rompe a llorar. La imagen del ahorcado permanecerá hasta el final. Se ilumina el sector del coplero.) COPLERO.– (Señalando con el puntero la viñeta en la que se ve a RIEGO colgado y que será muy parecida a la imagen real.) El monstruo de la venganza tenía el estómago lleno. Y para mayor escarnio por Madrid distribuyeron un falsificado escrito de retractación de Riego, con lo que al pobre cadáver de porquería cubrieron. Pero aún no acaba la historia del triste acontecimiento. Acabó mucho más tarde, ya muerto Fernando Séptimo, cuando promulgó la reina el famoso Real Decreto rehabilitando al mártir ante los ojos del pueblo.

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(Junto a la silueta de RIEGO, colgado en el practicable alto, un ALGUACIL lee un decreto; un tambor o una trompeta imponen silencio.) ALGUACIL.– «Si en todas ocasiones es grato a mi corazón enjugar las lágrimas de los súbditos de mi amada hija, mucho más lo es cuando a este deber de humanidad se junta la sagrada obligación de reparar pasados errores. El general don Rafael del Riego, condenado a muerte ignominiosa en virtud de un decreto posterior al acto de que se le acusó, y por haber emitido su voto como diputado de la nación, en cuya calidad era inviolable, según las leyes vigentes entonces y el derecho público de todos los gobiernos representativos, fue una de aquellas víctimas que en los momentos de crisis hiere el fanatismo con la segur de la justicia. Cuando los demás, que con su voto aprobaron la misma proposición que el general Riego, gozan en el día puestos distinguidos, ya en los cuerpos parlamentarios, ya en los consejos de mi excelsa hija, no debe permitirse que la memoria de aquel general quede mancillada con la nota del crimen, ni su familia sumergida en la orfandad y la desventura. En estos días de paz y reconciliación para los defensores del trono legítimo y de la libertad deben borrarse, en cuanto sea posible, todas las memorias amargas. Quiero que esta voluntad mía sea, para mi amada hija y para sus sucesores en el trono, el sello que asegure en los anales futuros de la historia española la debida inviolabilidad de los discursos, proposiciones y votos que se emitan en las Cortes Generales del reino. Por tanto, en nombre de mi augusta hija la Reina doña Isabel II, decreto lo siguiente: Artículo primero: el difunto general don Rafael del Riego es repuesto en su buen nombre, fama y memoria. Artículo segundo: su familia gozará de la pensión y viudedad que le corresponda según las leyes. Artículo tercero: esta familia queda bajo la protección especial de mi amada hija doña Isabel II y durante su menor edad bajo la mía. Tendréislo entendido, y lo comunicaréis a quien corresponda. Está rubricado de la real mano. En el Pardo, a treinta y uno de octubre de mil ochocientos treinta y cinco. A don Juan Álvarez Mendizábal, Presidente del Consejo de Ministros interino. (Vuelve a batir el tambor o a escucharse la trompeta. Sale de escena. Oscurece este sector y se ilumina el del

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coplero. La silueta en transparencia del ahorcado permanece visible.) COPLERO.–

Distinguida clientela, ahora sí que acabó el cuento. Échenle cebada al rabo del burro después de muerto, cual si corrigiendo errores y honores a los que han muerto pudieran resucitarse deshonras y vilipendios. Eso es gastar como tontos el precioso oro del tiempo. Vayan con Dios, mozos, chicas, señoras y caballeros y no se olviden dejar una limosna a este ciego. (Oscuro total y final.)