¡PROHIBIDA LA DUCHA! Juan Soto Ivars

Juan y Paco eran gemelos y tenían diez años. A simple vista ... Uma tenía nueve años. Era alta ... Si hubie- ra nacido en el siglo xix y le hubieran dejado unos.
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¡PROHIBIDA LA DUCHA! Juan Soto Ivars Ilustraciones de María Serrano Cánovas

Las Tres Edades

1 Verano en la ciudad

Juan y Paco eran gemelos y tenían diez años. A simple vista podían pasar por idénticos: pelirrojos, un poco rechonchos y provistos de grandes dientes que les daban el aspecto de dos ardillas. Para distinguirlos, lo más rápido era fijarse en las manchas de sus camisetas, porque la verdad es que Juan y Paco no se bañaban mucho. Traían de cabeza a sus padres: ¡les daba más miedo el jabón que la bomba atómica! Cada vez que tocaba ir a la bañera había que buscarlos por todas partes, porque sabían esconderse muy bien. Así de marranos eran los gemelos, pero compensaban todo esto con su simpatía y su imaginación. Aquel verano se habían quedado en la ciudad porque su padre no tenía trabajo y no había dinero para ir a la playa. Tú que estás ahí leyendo: ¿crees que era un problema para ellos? Pues no. En una semana, los gemelos se convirtieron en los líderes de un grupo de niños que no saldrían de la ciudad 9

ese verano. Llamaron al grupo Avalancha e hicieron carnés para todos. Con su energía y sus ideas locas, los gemelos iban tirando del grupo de un sitio a otro. Sin embargo, ninguno sospechaba la aventura que estaban a punto de comenzar. Pero antes de nada deberíamos presentar al resto de Avalancha. Uma tenía nueve años. Era alta, muy delgada y se movía muy despacio. Normalmente había que esperarla, pues tardaba una eternidad en bajar de su casa. Lo que más le gustaba en el mundo era la ropa. Su madre era como ella y les encantaba ir de compras juntas. Uma se pintaba las uñas y se peinaba diez veces al día, olía a colonia y era un verdadero prodigio dibujando. Eso sí, solo dibujaba cosas cursis. Unicornios, hadas y cosas rosas por el estilo. Normal que se metieran con ella. «¡Dibuja un buen esqueleto con colmillos afilados!». Pero no le salían esas cosas ni aunque lo intentara para contentar a uno de los chicos guapos y rebeldes que se metían con ella. Mar era la más pequeña, solo tenía siete años. Sus padres no le prestaban mucha atención, así que Mar podía salir de casa cuando le diera la gana y volver mucho más tarde que los niños más mayores. Cualquiera pensaría que la ciudad, por la noche, podía ser peligrosa para una niña tan pequeña, pero eso es porque no conoce todavía a Mar. Aunque medía medio metro, tenía fuerza suficiente como para lan10

zar una piedra a medio kilómetro y puntería para reventar una mosca parada en un poste de la luz. Cuando se enfadaba, más valía estar lejos y a cubierto. Pablo era nervioso, miedica y hablador. Tenía doce años, era muy flaco y se fijaba en todo con sus grandes ojos. Decía que de mayor iba a ser inventor, aunque lo cierto es que ya lo era. Se pasaba el día desmontando aparatos, observando sus circuitos internos y construyendo otros aparatos. Si hubiera nacido en el siglo xix y le hubieran dejado unos cuantos fiambres, tened por seguro que se le conocería en todo el mundo por el nombre de doctor Frankenstein. Pero había nacido en esta época y ello conlleva algunas limitaciones. Sus padres lo habían castigado una semana entera porque se cargó una tostadora y una radio para inventar la radiostadora, que podía calentar el pan a ritmo de pop o quemarlo si sonaba rock. Por último estaba Miguel, el aficionado a los deportes. Tenía trece años y era muy guapo. Sus ojos verdes y almendrados producían en las chicas un efecto automático: se volvían tontas cuando se les acercaba en el patio del colegio. Uma era una de las víctimas de sus encantos y no se atrevía a dirigirle la palabra. Por él se pasaba las tardes intentando dibujar un esqueleto como el que lucía su camiseta. Camiseta que, por cierto, solía llevar puesta hasta que estaba lo suficientemente sudada como para que le 11

salieran patas y antenas. A Paco y a Juan no les caía muy bien porque Miguel era un poco callado pero, según decían por ahí, su padre estaba muy enfermo. «Con un pie en la tumba», les había confesado una maestra del colegio aficionada al vino y la cerveza. Así que los chicos permitían que Miguel fuera con ellos aunque no hablase demasiado. De todas formas, había poco más que hacer aquel verano en la ciudad... O eso es lo que creían ellos.