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MÚSICA
28 de abril de 2016
por DIEGO GUALDA
“S
ir Paul, usted ha compuesto parte de la música más hermosa que alguna vez haya oído la raza humana”, dice Jerry Seinfeld desde el escenario. Es el 2 de junio del 2010 y Paul McCartney recibe el Gershwin Prize for Lifetime Achievement in Songwriting (premio a la trayectoria como compositor). El lugar: la Casa Blanca. En primera fila, Barack Obama y familia; además de Sir Paul y su esposa, Nancy Shevell. El cómico arremete: “Es mi música favorita, pero aún así, algunas de las letras de algunas de las canciones hace que uno no se sienta del todo seguro, e inclusive un poco preocupado, sobre qué es exactamente lo que está sucediendo en esa canción. Canciones como ‘I saw her standing there’, y cito: 'ella tenía solo diecisiete, sabés lo que quiero decir’. No estoy del todo seguro de lo que quiere decir, Sir Paul”. El público ultravip de la velada estalla en carcajada acompañada de aplauso, pero Seinfeld aún tiene más en la manga: “Otro caso, la letra de 'Getting better’, en 'Sergeant Pepper’, que dice, y cito otra vez, 'solía ser cruel con mi mujer, la pegaba y la mantenía alejada de las cosas que amaba’. Lindo”. Otra vez la audiencia ríe. Seinfeld no ha hecho gran cosa. Más bien se ha limitado a exponer cómo ciertos temas se toman con naturalidad. Pero sin embargo, cuando se las corre ligeramente del contexto –cuando se le saca la música o cuando se pone en el microscopio de la cosmovisión del siglo veintiuno a un fragmento lírico escrito a mediados del siglo anterior– causan risa. Una risa que invita a una pregunta: ¿eran los Beatles unos cerdos machistas? ¿Es posible que la banda favorita de medio planeta durante los últimos cincuenta años haya sido un canto a la misoginia? Algunas de sus letras ciertamente no los ayudan.
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El rol del machismo en la poética de Lennon y McCartney está ahí, agazapado, listo para saltar a la yugular de las feministas. Pero rascando un poco debajo de la superficie hay algo más; hay un signo de su tiempo. Además de, por supuesto, una evolución.
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e la antigüedad al mundo que vio nacer a los Beatles, pasaron un puñado de milenios donde la estructura basada en lo antropológico –el macho es el cazador y proveedor que procura el sustento mientras la hembra se queda en la caverna cuidando de las crías– casi no cambió. El hombre impuso el poder de su fuerza física superior y la autoridad que le otorgaba ser el “dueño” del alimento. Todo lo que sucedió después fueron versiones más o menos sofisticadas de lo mismo: de una división de roles donde uno mandaba y el otro obedecía. “Mi amor no me da regalos / y sé que no es ninguna bruta / lo único que tiene que darme / es amor para siempre […] / excitarme cuando me siento solitario […] / ella no mira a otros chicos / odia verme llorar / es feliz de solo oírme decir / que nunca voy a dejarla […] / ella nunca me haría sentir celoso […] / es una mujer que entiende / es una mujer que ama a su hombre”, dice la letra de “She’s a woman”, un single de 1964 firmado por Lennon y McCartney, aunque –se sabe, pese a la firma compartida– es obra de este último. Aunque la lírica de Sir Paul siempre fuera un poco más medida que la de Lennon, es probable que esta canción sea una de las que más coloca a la mujer amada en un rol entre el de objeto y el de sirviente, a las órdenes de su macho y siempre dispuesta a complacerlo (algo que ya había propuesto Lennon en “Please, please me” y que asoma sin mucho pudor en “A hard day’s night”). Sin embargo, este rol de sumisión no era inusual, ni en la poética ni en la vida. De hecho, la sociedad inglesa tenía un largo historial de costumbres culturales y hasta de leyes para someter a las damas. En 1857 un juez establecería que el hombre podía azotar a su mujer con una vara siempre que esta no fuera más gorda que su propio pulgar (la vara, no la mujer). El municipio de Londres dictaría en 1895 un toque de queda que impedía a los maridos golpear a sus mujeres entre las diez de la noche y las siete de la mañana siguiente, porque el ruido molestaba a los vecinos. Recién en 1956 el Reino Unido tuvo una ley que definía los delitos sexuales, incluyendo violación, estupro e incesto. Sin embargo, mantener relaciones sexuales con una menor de edad era algo tan usual que no solo se infiltraría en la letra (nuevamente de McCartney) de la que se burla Seinfeld, sino que la minoridad sería el principal “coto de caza” de los Beatles a la hora de la conquista amorosa. Con los años el mundo ha perdido la perspectiva. A través de los ojos de la historia se ve al cuarteto de Liverpool como padres fundadores del rock inglés y hasta del pop. Pero en su tiempo eran cuatro muchachos rebeldes –algunos de ellos apetecibles para el gusto femenino– que cantaban canciones con la palabra “love” y arreglos vocales cercanos a lo angelical. Los Beatles no eran el alma del rock and roll: eran una boy band. En comparación con artistas contemporáneos estaban a nivel estético y de metamensaje más cerca de One Direction que de Foo Fighters. Por supuesto que enloquecían a las chicas y, en sus comienzos, cuando ellos eran apenas veinteañeros tocando en un sótano algo sórdido, su público estaba plagado de señoritas que corrían a verlos a la salida de la escuela. Menores, por supuesto: you know what I mean.
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os dos compositores más prolíficos entre los Beatles, es sabido, fueron John Lennon y Paul McCartney. George Harrison escribió en menor cantidad, aunque con un buen gusto envidiable, y no hay una sola de sus canciones que insinúe desprecio o violencia hacia las mujeres. Cuenta la leyenda –muchos de los detalles los cuenta también Howard Sounes en “Fab”, su descarnada biografía sobre Paul McCartney– que ambos líderes del cuarteto más famoso de Liverpool eran, en su juventud, tremendamente celosos. Infieles, pero celosos. La primera novia formal de Paul se llamaba Dorothy Rhone y tenía “solo diecisiete”. Era parte de la troupe de chicas que rodeaban a la banda. Se conocieron en The Casbah (uno de los antros liverpoolinos donde tocaban) en 1959 y aunque a ella le gustaba Lennon, él ya estaba de novio con la que sería su primera esposa, Cynthia Powell. La historia de amor entre Lennon y Powell comenzaría en 1957, en la escuela de arte, y –es de suponerse– no debería haber durado. Pero un embarazo inesperado (del que nacería Julian) sellaría un matrimonio condenado desde el primer día.
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Las mujeres de los Beatles Tanto Lennon como McCartney tenía un fetiche por Brigitte Bardot. Cynthia Powell, sabiéndolo, se teñía de rubia para imitarla. “Dot” Rhone, en cambio –dicen– era virtualmente obligada por el bajista a cambiarse el color de pelo para arrimarle el bochín al aspecto de “BB”. No la dejaba fumar en público –aunque él lo hacía– porque no era digno de una dama, y hasta le elegía la ropa y el maquillaje. No por nada la relación de Sir Paul con Iris Caldwell –hermana del cantante Rory Storm, que sí fue en cambio novia de George Harrison en su juventud– nunca prosperó. Ella era demasiado independiente como para soportar los celos y las manías controladoras del músico. Durante su temporada iniciática en Hamburgo, todos los Beatles tuvieron diferentes parejas, desarrollando una especial afición por meseras y strippers. Pero, aún así, no solo mantenían las fachadas de sus noviazgos formales, sino que hasta se permitían el lujo de celarlas con una ferocidad que se hace ver en algunas de las letras. “Preferiría verte muerta a que estés con otro hombre / así que mejor mantenete tranquila, chiquita, o no respondo de mi / mejor que corras por tu vida, chiquita / escondé la cabeza en la arena, chiquita / porque, si te encuentro con otra mujer, es el final”. Tan inspirada poesía corresponde a la letra de “Run for your life”, de Rubber Soul” (1965). John Lennon –un celoso que, afirmaría en alguna entrevista, no aprendió a tratar a una mujer hasta que conoció a Yoko Ono– lisa y llanamente amenaza a la destinataria con matarla si se atreve a algo que, para él, era moneda corriente: la infidelidad. “Run for your life” es una de las letras más hostiles de John Lennon pero no la única. En el single “This boy” – una balada doo-wop súper romántica– dice que el chico que le robó a su amor “algún día se va a arrepentir”, una amenaza directa y contundente. En “You can’t do that” de A hard day’s night (1964), no solo amenaza a la mujer-objeto sino que le impone reglas: “Voy a decirte algo que puede causarte dolor / pero si te pesco hablando otra vez con ese chico / voy a decepcionarte / y abandonarte / porque, ya te lo dije antes / no podés hacer eso / Es la segunda vez que te pesco hablándole / ¿Tengo que decirte otra vez que pienso que es pecado? […] / Todos están verdes [de envidia] / porque soy el que ganó tu amor / pero si ven que hablás así, se reirán en mi cara”. En su madurez, tanto John Lennon como Cynthia Powell confesarían que en ese hogar había violencia. Lennon era un hombre golpeador. McCartney jamás lo admitiría en público. Pero considerando su origen, su crianza, su entorno sociocultural, no sería extraño. De hecho, la sociedad de su tiempo no hubiera juzgado con demasiada dureza a un marido que le aplicara un “correctivo” a una pareja que no se sometiera a su autoridad.
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icen que para cada etapa de la vida hay una bebida alcohólica, una droga y un Beatle favorito. A los veinte, el combo que identifica a la rebeldía es cerveza, porro y música de John Lennon. Muchos se aburguesan a los treinta, enamorándose de las baladas de Paul McCartney, que van genial con whisky y Rivotril. La serenidad y madurez de los cuarenta marida bien con vino tinto, suplementos vitamínicos y canciones de George Harrison. Con esta misma lógica, el segundo aire de los cincuenta seguramente esté relacionado con vodka, Viagra y Ringo Starr. Pero más allá de los estereotipos los Beatles evolucionaron a lo largo de sus carreras, como seres humanos y como autores. Por supuesto, esto se hace más evidente en la obra de Lennon y McCartney. Excluir a los otros dos miembros de la banda no es caprichoso. Ringo Starr a duras penas co-compuso un puñado de títulos http://laagenda.buenosaires.gob.ar/post/143530677770/si-te-agarro-con-otro-te-mato
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originales. El corpus de su trabajo como autor no acumula el volumen suficiente como para competir a la hora del análisis con sus compañeros de banda. Y después está George Harrison. El introvertido, el tapado, el músico escondido en la sombra de Lennon y Seguir a laagenda McCartney que empezó a ver algo de luz sobre el final de la carrera del cuarteto era un distinto. Porque Lennon se volvió un pacifista activo en los años 70. McCartney se entregó al veganismo a fines de los 80. Yoko Ono le bajó la temperatura a Lennon. Linda Eastman hizo lo propio con McCartney (aunque, afirma algún biógrafo, la viudez incluyó etapas algo descontroladas que solo Nancy Shevell lograría atemperar). Ringo Starr dejó una vida de excesos en los 90, tras estar al borde de la muerte por sobredosis. En su madurez, los Beatles son tipos muy zen. Que crecieron y evolucionaron de cantar canciones con amenazas de muerte y objetivizaciones de la mujer a escribir cosas como “mujer, a duras penas puedo expresar mis sentimientos más profundos y mi gratitud, a fin de cuentas estaré siempre en deuda” (“Woman”, John Lennon, 1980) o “quizás estoy sorprendido por la forma en que me amas todo el tiempo, quizás tenga miedo de la forma en que te amo” (“Maybe I’m amazed”, Paul McCartney, 1970). Harrison, en cambio, siempre fue zen. A su manera, fue el primer hippie. El primero en estar conectado profundamente con su espiritualidad y el único de los compositores de la banda en cantarle a la mujer con cariño y fascinación, desde el primer disco en conjunto hasta su último trabajo solista antes de morir (además de comprometerse, en su lírica, con temas sociales y hasta coyunturales). El autor de “Something”, a la que Frank Sinatra consideraba la canción mejor compuesta de la historia, cotiza distinto que sus compañeros. ¿Pero qué llevó a Lennon y McCartney a cambiar su forma de escribir? Los componentes son varios. Uno, el más obvio, es el crecimiento personal. Muchas veces el mundo olvida que los Beatles se hicieron –a fuerza de una combinación inusual de talento, suerte y sentido de la oportunidad– muy ricos y muy famosos siendo extremadamente jóvenes. Además, venían de una extracción social baja y, sin estar preparados, tuvieron que lidiar con billeteras millonarias y clamor popular planetario. Fueron los Maradonas del rock-pop. Por supuesto que, con el paso de los años, crecieron. En 1972 John Lennon declamaría un feminismo de trinchera fuertemente influido por su relación con Yoko Ono en una canción que hoy sería considerada incorrecta, aunque por otras razones: “Woman is the nigger of the world”, donde compara el trato que se la da a la mujer con el de los esclavos negros de la América colonial. Quizás una de sus metáforas más exageradas, pero también un signo del cambio de mentalidad por el que había transitado en menos de una década: “Las hacemos pintarse la cara y bailar / Si no quiere ser una esclava, decimos que no nos ama / Si ella es real, decimos que quiere ser un hombre […] / La mujer es el negro del mundo / Si no me creés, mirá a la que tenés al lado / La mujer es el esclavo del esclavo […] / La hacemos llevar y criar a nuestros hijos / y después las abandonamos por ser viejas y gordas mamá gallina / Les decimos que el hogar es el único lugar donde deberían estar / pero después nos quejamos de que no tienen mundo […] / Las insultamos todos los días en televisión / y nos preguntamos por qué no tienen valor o confianza / Cuando son jóvenes, matamos su deseo de ser libres / les pedimos que no sean tan inteligentes y luego las despreciamos por tontas”. Hay un machismo inherente a las composiciones más antiguas del duo que no solo tiene que ver con sus biografías sino también con el contexto. Los Beatles se criaron y vivían en una época donde cierto grado de violencia de género era natural, era socialmente aceptable. Su cambio tuvo que ver con lo que les pasaba por dentro, pero también con lo que sucedía afuera. Letras como la de la “Nigger” de Lennon iban a tono con la virulencia combativa setentista. A esta altura, Paul McCartney, el único Beatle vivo que aún compone, no entraría en un terreno así de pantanoso a la hora de escribir una canción. Quizás algunos géneros musicales contemporáneos –el reggaeton, el hip hop y alguna vertiente de cumbia– puedan aún permitirse el lujo de la misoginia. Pero dentro del pop mainstream actual letras que denigren a la mujer o que hagan apología de algún tipo de violencia de género (inclusive a nivel de parodia) provocarían controversia. Hoy, a aquellos Beatles de los orígenes, los crucificarían al grito de “ni una menos”.
DIEGO GUALDA
Diego Gualda es periodista, escritor, comediante y Prosecretario de redacción en Agencia Télam. En Twitter es @diegogualda (http://t.umblr.com/redirect? z=http%3A%2F%2Fwww.twitter.com%2Fdiegogualda&t=MTc0ODU4YTI5YjllYWFhNTM5M2YzNjQyZWEyOTAxZjVkNDdmNDZhMyxYbTh te-agarro-con-otro-te-mato&m=1) .
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TOP10
15 de diciembre de 2016
por DIEGO GUALDA
E
s el tipo más poderoso del mundo. Se supone. The Presidente of the United States. POTUS. Mr. President. Algunas veces, un estadista. Otras, un accidente de la política. Sin embargo, si hay algo que no se puede negar sobre la figura del inquilino del 1.600 de la Avenida Pennsylvania: que tiene un carácter épico.
El Presidente de los Estados Unidos es un tipo que gana guerras, que libera pueblos oprimidos, que presta dólares a las naciones pobres. Y todo lo hace con una sonrisa seductora y un apretón de manos firme. Porque, por supuesto, es uno de esos personajes que las mujeres desean y los hombres admiran, como un verdadero Chaque Heure pour la Minorie (flor de relós). Desde Superman hasta Forrest Gump, todos se rinden a sus pies. Porque el presidente es el superhéroe entre los superhéroes. O algo así. La historia es amable y el revisionismo es cruel, hoy y siempre, y en cualquier latitud. En todo caso, la biografía los vuelve enormes y la revisión los hace tan humanos como sus peores miserias. Pero la ficción –ah, Hollywood, que me hiciste mal, y sin embargo te quiero– ha sido la responsable de convertir a la figura presidencial (ya no al hombre, sino a la investidura) en un ser mitológico. El presidente es el Hércules y el Harry Potter, el Jonás y el Luke Skywalker, el Midas y el Neo de nuestro tiempo. Al menos el presidente de ficción. Este bestiario de presidentes ficticios –y quizás no tanto– los muestra en sus múltiples facetas. Desde el romántico hasta el psicótico, desde el “estoy ligeramente confundido y no sé qué hago en la Casa Blanca” hasta el “a tomar por culo con todos estos extraterrestres”. Aquí están, estos son, los diez mejores presidentes de ficción.
Interpretado por Bill Pullman, Whitmore es un presidente creíble y querible, aún dentro del disparate de cine Clase Z al que hace honores la vieja y querida “ID4”. Héroe de guerra –veterano de Tormenta del Desierto–, casado con una mujer atractiva pero no infartante (un touch de realismo) que tiene el buen gusto de morir a mitad del segundo acto para darle una pincelada de emotividad, es ante todo un líder. Su mejor escena: parado en la parte de atrás de una pick-up, con un megáfono, gritándole a sus pilotos “we will not go quietly into the night”, un discurso que motiva a cualquiera a salir a licuar extraterrestres.
Probablemente Bartlet haya sido –y que el Spaghetti Monster bendiga por siempre a Aaron Sorkin– el primer presidente de ficción en mostrarnos más o menos a pleno su intimidad. El primer presidente “humano” de la Never a post! ficción, casado con una dama madura que tiene un turbio pasado como parte del miss elenco de Grease. Con la piel y laagenda La Agenda - Ideas y cultura en la Ciudad
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los huesos prestados de Martin Sheen (el papá de Charlie, que hay vida antes de Two and a Half Men), es un faro moral y un ejemplo de rectitud de conciencia que hace que, muchas veces, sea el personaje menos interesante de la serie.
Una actuación encantadora de Kevin Kline, que siempre es encantador nivel Ned Flanders. Mitchell es un ser tan miserable que hace lucir a Richard Nixon como un panda bebé. Pero, ante un infarto y para evitar el riesgo de acefalía, el Servicio Secreto decide reemplazarlo por Dave Kovic –obviamente, ambos personajes interpretados por Kline–, que es todo lo contrario. La película es casi el grito de guerra de una lucha de clase, esa que aún se pelea entre los prepotentes chicos bien y los buenos pibes de barrio. #SpoilerAlert: la primera en darse cuenta de que Dave es un impostor es la primera dama, porque “calzan” distinto. Recomendación: Moon Over Parador (1988, con Richard Dreyfuss y Sonia Braga) es una comedia brillante que parte de la misma premisa.
Fitz es tan seductor que, por momentos, cuesta creer que sea republicano. También, de a ratos, es tan sensible y está tan conectado con sus sentimientos, que cuesta creer que no esté metido dentro del closet a un paso de aparecer en Narnia. De todos los presidentes de la tele, quizás Grant sea el mayor exponente de la ambivalencia moral. Para sus seguidores, es perfecto, es “el hombre”, un líder mesiánico que hará a América grande otra vez, o algo así. Pero, temporada tras temporada, sus valores van degradándose al punto no solo de mantener a su amante y ocultar un turbio pasado, sino también de hacer la vista gorda a un sonoro caso de corrupción que lo beneficia y hasta de cometer algún crimen (y nada de lo anterior contiene un spoiler hecho y derecho, todo un logro). Un toquecín de teoría narrativa: Fitz ni siquiera es un personaje, es un “McGuffin”, un objeto utilizado para poner la trama en movimiento, con el mismo valor intrínseco que el anillo que Frodo debe llevar a Mordor, solo que Olivia Pope se lo lleva… a la cama.
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Fitzgerald Grant III, el más pintón
Ah, sí. Michael Douglas en la Casa Blanca. Porque no hay muchas chances de ponerse más clisé que eso. “¿Vale acaso más una fría corona que solo reflejo de sol en los dorados cabellos de María Blessing?”, se preguntan Les Luthiers en “El rey enamorado”. Esa es la misma dicotomía que enfrenta Shepherd: un viudo joven con una hija pequeña que, en la frontera de la reelección, se enamora de una chica que le resta puntos: una lobbista, una rosquera de primer nivel. Por supuesto que nuestro presidente tiene que ser un superhéroe. Al final, #LoveWins. ¿Política? Nah, ni un poquito.
En la apocalíptica “Impacto profundo” –viene un meteorito, todos vamos a morir–, Morgan Freeman interpreta a un presidente tan apático que es imprescindible googlear para recordar su nombre. Sin embargo, tiene dos grandes méritos. Uno es haber sido el primer presidente afroamericano, antes aún de Barack Obama (lujos de los que solo Morgan Freeman puede salir impune, como por ejemplo ser Dios en Bruce Almighty, del 2003). El otro gran mérito-no-étnico es que Beck es el hombre que mantiene la calma y que, en el tono sereno y con la voz profunda de Freeman, le dice a todo Estados Unidos, e inclusive al mundo, que están hasta las manos. Pero, con su vozarrón de por medio, al menos el mundo muere sereno y convencido de que es lo mejor para la patria.
El presidente de los Estados Unidos durante la invasión alienígena según Tim Burton es Jack Nicholson. Y está un poco psicótico, como casi todos los personajes de Nicholson. Su retórica cuando confronta con los marcianos está plagada de una emotividad más falsa que billete de siete mangos. Pero, además, esconde un doble discurso. O más bien falla en el intento de ocultar sus verdadera intenciones: aliarse con el bando ganador para salvar su propio pellejo, aún cuando sus palabras propongan paz y entendimiento.
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James Dale, el presidente delirante de Tim Burton
¡Indiana Jones llega a la Casa Blanca! Pero la asociación entre el arqueólogo aventurero y el presidente de “Air Force One” no solo es física –es el mismo actor, ni más ni menos que Harrison “Han Solo” Ford– sino también emotiva. Como Jones (y como Solo), Marshall es un “action hero”, un duro de matar capaz de cargarse a una banda de terroristas con sus propias manos solo porque le tocaron a la nena (bueno, y también porque la paz del mundo libre está en juego). De hecho, un verdadero imprudente. Políticamente, Marshall y la situación planteada en la película son interesantes: el secuestro del avión y de la familia presidencial están relacionados con una alianza entre Estados Unidos y Rusia para combatir a un grupo extremista en oriente medio. Intervencionismo americano y represalia yihadista, como si el tiempo no hubiera pasado.
Es probable que la palabra “inescrupuloso” sea la primera que viene a la mente ante la sola mención del nombre de Francis Underwood, el POTUS más malo de la pantalla (y el más sarcástico, gracias en gran medida a las cosas que Kevin Spacey es capaz de transmitir solo con la mirada). Sin embargo, el villano que todos amamos odiar (“love to hate”, suena mucho mejor en inglés) es mucho más que un puñado de muertos en el ropero –o bajo las vías del subte– y roscas parlamentarias que harían lucir a Lila Carrió como una Heidi con Rivotril. Frank Underwood es el presidente improbable. Es ese tipo que no debería haber pisado jamás la Casa Blanca y que, sin embargo, a fuerza de puñales por la espalda, lo logra.
Dejándose llevar por el mero prejuicio –bueno, y también un poquito por el archivo, tan difícil de resistir, incluyendo los episodios más polémicos de la campaña electoral–, Donald Trump tiene la retórica triunfalista de Whitmore, la frialdad de Bartlet, el mal genio de Mitchell, la hipersexualidad de Grant, la falta de corrección política de Shepherd, la impunidad de Beck para decir atrocidades, el oportunismo de Dale, la imprudencia de Marshall y la carencia de escrúpulos de Underwood. Donald Trump es el mejor presidente de ficción de la historia. Es un personaje tan “larger than life” –bellísima expresión gringa– que si un guionista lo “pitcheara” como parte de un proyecto para la pantalla, ningún productor decente lo compraría. Por exagerado. Por hiperbólico. Por caricaturesco. Por “too good to be true” (otra expresión hermosa). Trump, el personaje, es demasiado. Hasta para la ficción más descabellada. Y, sin embargo, será quien mantenga caliente el sillón del Despacho Oval durante los próximos cuatro años. Seguramente por eso de que, en el fondo, es la vida la que miss imitaa al arte. Never post! laagenda La Agenda - Ideas y cultura en la Ciudad
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DIEGO GUALDA Diego Gualda es periodista, escritor, comediante, fundamentalista del ukelele, adicto a las empanadas fritas, activista de la milanesa a la napolitana y Prosecretario General de Redacción en agencia de noticias Télam. . En Twitter es @diegogualda (https://twitter.com/diegogualda). DIEGO GUALDA (HTTP://LAAGENDA.BUENOSAIRES.GOB.AR/TAGGED/DIEGO-GUALDA) TOP10 (HTTP://LAAGENDA.BUENOSAIRES.GOB.AR/TAGGED/TOP10)
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