Nación y diferencia en el siglo XIX colombiano - Universidad de los ...

NACIÓN Y DIFERENCIA EN EL SIGLO XIX. COLOMBIANO. ORDEN NACIONAL, RACIALISMO. Y TAXONOMÍAS POBLACIONALES. Julio AriAs VAnegAs.
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Colección

PROMETEO

Nación y diferencia en el siglo XIX colombiano Orden nacional, racialismo y taxonomías poblacionales

Julio Arias Vanegas

Universidad de los Andes Facultad de Ciencias Sociales - CESO DEPARTAMENTO DE Antropología

Primera edición: Octubre 2007 © Julio Arias Vanegas  Carrera 1ª Nº 18A-10 Edificio Franco P. 5  Teléfono: 3 394949 - 3 394999 Ext. 3330 ­- Directo 3 324519   Bogotá D.C., Colombia   http://faciso.uniandes.edu.co ISBN: Diseño, diagramación e impresión: Legis S.A. Av. Calle 26 Nº 82-70 Bogotá, Colombia Conm.: 4 255255 Impreso en Colombia - Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o trasmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la editorial

Contenido Prólogo......................................................................................................................

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Introducción. .............................................................................................................

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I. La nación como proyecto de unidad y diferenciación de la élite, su pueblo y los marginales. ................................................................................................................

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1. La nación como-unidad....................................................................................

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1.1. El pasado común: por una historia nacional..........................................

5

1.2. Las herencias hispánicas........................................................................

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1.3. La unidad moral del catolicismo............................................................

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2. Definir la nación: definirse como élite.............................................................

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2.1. La definición de una identidad de grupo...............................................

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La civilización occidental: la nación como propósito transnacional...

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Criollos e hispanoamericanos...............................................................

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2.2. Orden nacional y estrategias de diferenciación.....................................

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Nación, democracia y diferenciación social.........................................

24

Estrategias de diferenciación y signos de distinción............................

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3. Orden nacional: el pueblo y los márgenes........................................................

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3.1. “Nuestro pueblo” y sus costumbres.......................................................

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Vida de pueblo y de campo....................................................................

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Hacia el folclore: música y bailes en la búsqueda de un orden de lo propio.....................................................................................................

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3.2. El pueblo ideal y el mestizaje.................................................................

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Mestizaje, unidad y normalización de la diferencia............................. 44

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3.3. En los márgenes de la nación. Temor, incorporación y otredad............

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“Aborígenes e indios errantes”. Los otros de la modernidad y estrategias para su reducción........................................................................

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“Negros y zambos”. De esclavos a libertinos y los límites del mestizaje..........................................................................................................

57

II. Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix. transformaciones del mapa nacional.............................................................................................................

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1. Civilización andina/barbaries ardientes...........................................................

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1.1. Razas, colonialismo y diferencia............................................................

65

1.2. Tres razas y dos tierras...........................................................................

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2. Tipologías, economía de trabajo y construcción de nación..............................

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2.1. De las razas a los tipos humanos neogranadinos...................................

78

2.2. Economía política, trabajadores y colonización....................................

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Los indios como tipos. Indios chibchas y campesinos del altiplano.....

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Tierra caliente y calentanos...................................................................

90

La mujer calentana...........................................................................

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Los bogas..........................................................................................

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Los cosecheros..................................................................................

98

Tipos notables, patronos y cachacos.....................................................

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3. La regionalización de la diferencia................................................................... 101 3.1. Regiones, racialismo y ordenamiento espacial...................................... 101 3.2. Los tipos regionales: orden nacional e identidades geopoblacionales.. 107 Antioqueños, un orden nacional de prosperidad y moral..................... 108 Santandereanos: artesanos, campesinos y liberalismo........................ 113 Los llaneros: un tipo para la ganadería................................................ 116 Tolimenses y neivanos: la normalización de la tierra caliente............. 120 Santafereños, payaneses y la costa. Ciudades en el centro de la nación y los límites al regionalismo.................................................................. 122 vi

Contenido

Consideraciones finales. ........................................................................................... 133 Bibliografía. .............................................................................................................. 139

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Prólogo A Isabel y Nabyl. Sus inesperadas y aun recientes muertes me hicieron pensar y sentir de otras formas la vida, incluido el curioso oficio de la antropología.

Esta investigación nació del gran interés que despertó en mí la lectura paralela del Ensayo sobre las revoluciones políticas de José María Samper, 1861, y de La República en la América española de Sergio Arboleda, 1867. A pesar de las diferencias evidentes entre los dos pensadores decimonónicos respecto a su filiación política, al papel que cada uno asignaba a la Iglesia católica en el Estado y al tipo de democracia que proponían establecer, encontraba que era necesario ir más allá de estas discrepancias para interrogar las formas en que era pensada la nación colombiana en el siglo XIX. Ambos pensadores hicieron del campo de la escritura y de su ejercicio letrado escenarios para fundar y pensar la nación, a la vez que se definían y se posicionaban como miembros de la élite nacional. Ellos no eran casos aislados en un ambiente político y cultural dominado por la figura del letrado, ya fuese cosmopolita o “raizalista”, liberal o conservador, comerciante, hacendado o sólo literato. Teniendo presente estas diferencias en los letrados, comencé a plantearme preguntas sobre la construcción de la nación “más allá de la comunidad imaginada”, al decir de Castro y Chasteen (2003). No sólo sobre los textos de Samper y Arboleda, sino sobre muchos otros, era posible preguntarse cómo la nación era a la vez un proyecto de unificación y diferenciación, en el cual la figura del pueblo era constituida paralelamente a la de la élite nacional. De allí que, en relación con la construcción de la nación, el tema que más me ha llamado la atención, por su recurrencia en la descripción que se hace de Colombia, es el de la producción de la diferencia, en particular, la regional. Sin embargo, la lectura del mismo Arboleda y de las geografías y descripciones del país en la primera mitad del siglo XIX me demostraba la preeminencia de otras formas de diferenciación poblacional que no aludían a lo regional, sustentadas todas en fuertes explicaciones racialistas. La diferencia emergía por doquier en los relatos de la nación, por cuanto era un camino privilegiado para generar un orden jerárquico en el que las élites letradas definían su posición. En este sentido, la construcción de las diferencias fue también un escenario de lucha de las élites por hacerse al dominio simbólico de la na-

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ción, en donde éstas se encontraban en el común denominador de la civilización sobre la barbarie. Cuestionar el carácter político de la nación, las relaciones de poder que sustenta, sus formas de diferenciación, subordinación y marginación, es en el fondo el propósito de las consideraciones a continuación expuestas. Los temas abordados aquí, aunque amplios, están enfocados deliberadamente sobre el análisis de un conjunto de letrados y sus textos, con una óptica limitada entre el eje de Bogotá, Antioquia y Popayán, quienes, justamente, erigían como centros de poder y conocimiento de la nación a estos espacios. ***** En principio, mis intereses al revisar a estos letrados estaban todavía enfocados hacia la historia política y social del siglo XIX; no sólo una lectura más atenta de sus escritos, sino las constantes observaciones directas de Zandra Pedraza me han permitido ir poco a poco profundizando mi mirada. A Zandra, como directora de tesis, también agradezco sus enseñanzas constantes sobre el oficio cotidiano del investigador, su énfasis en la rigurosidad con el trabajo de fuentes y su dedicación y atención frente a mis preguntas y mis textos. De igual forma, quiero agradecer los pertinentes comentarios de Peter Wade, quien desinteresadamente y con mucho entusiasmo leyó mi proyecto y atendió a mis preguntas, y a Germán Ferro, por su interés en mí y por haberme iniciado en la antropología y en el tema de la nación. Gracias también a mis lectores Margarita Serje y Roberto Pineda, por sus preguntas y precisiones. Además, quiero agradecer a Álvaro Camacho, Francisco Zarur y Heidy Casas, del Ceso, por haberme apoyado de las más diversas formas, desde el surgimiento de estas ideas hasta su publicación. Ya fuese en los agradables momentos de la recolección y revisión de fuentes o en la difícil labor de escribir, siempre conté con el apoyo y la preocupación de mis amigos Carlos, Ana María, Luisa, Diana y Franz. También agradezco el ánimo, la ayuda y el interés de Íngrid, Rosita, Jorge y Yoli en todo lo mío. Sin la ayuda de Ana Lucía en algunas transcripciones y en la organización de la información no hubiera finalizado, por ahora, este trabajo. A ella y al resto de mi familia quiero agradecerles por ser un soporte fundamental en todos mis trabajos del último año. Especialmente, agradezco a Margarita por su comprensión, gran amor, estimulo, dedicación y paciencia, en medio de mis ocupaciones. Siempre me pregunto qué hubiese sido de mí, de mis trabajos y de mis problemas en los últimos años sin la compañía de Katherine Bonil. Estoy convencido de que sin ella este texto no hubiese sido, desde todo punto de vista, ni medianamente posible. A ella, un amor y un agradecimiento infinito por todo lo que ha hecho por mí y de mí. 

Es cuestionar la misma universalidad, lo “dado”, la soberanía de ese pensamiento, ir a sus raíces y luego criticarlo. Es alzar la posibilidad de que no es tan sólo el poderío militar o la fuerza industrial, sino el pensamiento mismo el que puede dominar y subyugar. Es aproximarse al campo del discurso histórico, filosófico y científico como un campo de batalla para el poder político. Partha Chatterjee, 1986

Mi interés principal es más el de un moralista que el de un historiador; el presente me importa más que el pasado. Tzvetan Todorov, 1982

Introducción Recientemente, y en particular para el caso latinoamericano, ha sido advertido cómo la construcción de las naciones desde el siglo XIX no ha pasado solamente por la producción de una homogeneidad o unidad nacional, sino por un esfuerzo constante de plantear y definir las diferencias raciales, regionales, culturales y sociales en torno a esta unidad. La particular condición postcolonial del subcontinente fue determinante en este hecho (Mignolo 2000a, 2000b; Quijano 2000, Rojas 2001). El caso colombiano resulta paradigmático y a la vez profundamente complejo, por cuanto la forma en que ha sido pensada la nación ha estado especialmente atravesada por discursos sobre la heterogeneidad y la diferencia (Urueña 1994). En Colombia, lo nacional remite siempre a las diferencias internas. El presente trabajo parte de estudiar la unidad y la diferencia, lo homogéneo y lo heterogéneo, como dos formaciones discursivas en la construcción de la nación, y no como dos objetos palpables o empíricos que simplemente se contraponen. Así, pues, este texto se concentra en un eje fundamental de la construcción de la nación colombiana en el siglo XIX: la elaboración y representación de la diferencia poblacional interna, hecha por quienes en este ejercicio diferenciador se definieron como élite nacional. La construcción de la diferencia se analiza en torno a un problema más amplio: la tensión entre proyectos de unificación y de diferenciación en la constitución de lo nacional. Este estudio plantea que la misma definición de lo que une a la nación, de lo que la particulariza, de lo propio, se concentra con fuerza en la construcción de las diferencias internas y de sus márgenes, y, asimismo, que esta construcción sólo es posible en la medida en que emerja la conciencia de una unidad nacional. En términos amplios, las dos partes de este texto abordan, respectivamente, cada una de estas dos premisas. En la primera parte comienzo estudiando los fundamentos de unidad que mayor fuerza cobraron en el siglo XIX, para ir revelando cómo desde allí mismo el ejercicio diferenciador emergió como parte central de la nación. Ello fue determinante, en la medida en que la construcción discursiva de la nación fue un esce

Al respecto, ver Alonso (1994), Appelbaum (2003), Castro y Chasteen (2003), Rojas (2001), Urueña (1994), Wade (2000, 2003b) y los ensayos contenidos en Appelbaum, Macpherson y Rosemblatt (2003).

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nario privilegiado de la definición de la élite nacional como agente del gobierno de los otros, vistos desde la retórica igualitaria como semejantes. Esta retórica hacía aún más indispensable la representación de las diferencias internas en una visión jerárquica del orden nacional entre élite y pueblo. Las diferencias emergían allí con fuerza para una élite que se representaba como tal en tanto civilizada, criolla e hispano-descendiente. La delimitación de quién debía y podía gobernar, en medio de cruciales tensiones identitarias, es el tema del segundo capítulo de esta primera parte. Élite y pueblo eran los dos elementos centrales de los discursos nacionales, tanto unificadores como diferenciadores. La definición de la élite pasaba por la invención del pueblo nacional. La figura del pueblo, como fundamento de la nación, marcaba patrones de normalización a partir de los cuales era posible elaborar una diferencia aceptable, a la vez que creaba los márgenes de la nación, la diferencia más extrema de la misma. La invención del pueblo y de sus márgenes es el tema final de la primera parte. En la segunda parte de este texto estudio concretamente la representación de la diferencia poblacional interna a lo largo del siglo XIX. En ella trazo la transformación y convergencia de tres modelos de taxonomías poblacionales analíticamente distinguibles. En los tres capítulos de esta parte, paso de una primera oposición básica entre civilización y barbarie –cada una asociada a dos tierras diferentes– a la emergencia de los tipos humanos neogranadinos y los regionales como formas nacionales y moderadas de plantear las diferencias poblacionales, aunque no por ello menos jerárquicas. En esta parte planteo cómo la regionalización de la diferencia se va abriendo camino como una vía privilegiada para la creación de la heterogeneidad nacional bajo el supuesto de una homogeneidad. Este último capítulo, de acuerdo con lo planteado en el conjunto del texto, enfatiza en cómo la construcción de la unidad nacional en la Colombia del siglo XIX pasó por la re-creación de diferencias poblacionales como una manera de constituir un orden jerárquico entre las élites y el pueblo nacional y, asimismo, entre las distintas poblaciones que se movían en torno a esta última figura. En este marco, la diferencia comenzó a ser reiterada por medio de la racialización de las regiones y de la regionalización de la diferencia. Las fuentes consultadas demuestran el naciente esfuerzo de la élite letrada nacional por plantear un mapa de la diferencia aceptable, en términos regionales, al mismo tiempo que se situaban por fuera o por dentro de este mapa en la definición de su identidad de élite. Igualmente, estas fuentes revelan el orden jerárquico que se va constituyendo entre las emergentes regiones, de acuerdo con las desequilibradas relaciones económicas, políticas y simbólicas que se fueron tejiendo entre ellas. Aunque en un principio el trabajo estaba concentrado en la construcción de las diferencias regionales, el estudio de las fuentes evidenció que el país apenas comenzaba a ser pensado en los términos regionales planteados con mayor claridad xiv

Introducción

durante el siglo XX. Si bien podría hacerse un estudio sobre la forma en que cada región era representada desde una clasificación regional actual –un ejercicio de heterogeneidad sobre lo homogéneo, propio del observador contemporáneo–, ello carece de validez para la presente investigación. El objetivo de ésta siempre ha sido atender a las formas y a los términos propios en que la diferencia poblacional y también espacial fueron elaboradas. Por tal razón, se exploran taxonomías propias del siglo XIX en las que las figuras regionales todavía no aparecían privilegiadamente o en las que se entremezclaban con otras, de acuerdo con su función o sentido en el conjunto del mapa de la diferencia poblacional de la nación. El problema de la unidad y la diferencia es abordado a partir de diversos textos naturalistas, geográficos, literarios, etnográficos y políticos –esta distinción era muy difusa–  escritos por un conjunto de pensadores que, signados por su carácter letrado, se posicionaban como agentes del gobierno de la nación. Incluso, no pocos de los escritores analizados tomaron parte activa en la formación del Estado nacional. En el siglo XIX, los letrados ocupaban de forma privilegiada el campo del poder político nacional. En el fondo, esta investigación puede ser pensada como un estudio sobre este conjunto de letrados, quienes por medio de construir la diferencia se definían como élite nacional. En el siglo XIX, la na-

 En su gran mayoría, los textos escogidos fueron de amplia divulgación, en la medida del siglo XIX, e influyentes y determinantes en la actividad literaria y política. Algunos de ellos fueron éxitos editoriales de la época y reeditados en numerosas ocasiones a lo largo de los siglos XIX y XX.  Los autores de los textos analizados, en su gran mayoría, son claros representantes de la élite letrada y política nacional de la segunda mitad del siglo XIX. Ellos escribieron y publicaron gran parte de sus obras entre la década de los cincuenta y ochenta, y por esto han sido principalmente estudiados en torno a las divisiones políticas propias de la formación de los partidos tradicionales. No obstante, deben ser apreciados como una generación que se formó a plenitud bajo la vida republicana, tomando la dirigencia intelectual y política de la primera generación de republicanos de los treinta y cuarenta. De allí su inminente preocupación por fundar el Estado y la nación, por consolidar una verdadera vida republicana, por conocer e integrar pueblos y naturalezas, por el estudio de las costumbres populares, por auscultar el pueblo y el campo nacional, y por sobrepasar definitivamente la vida colonial, sin olvidar los matices. No obstante, ya fuese porque algunos de ellos viajaron y estudiaron en Europa, o porque particularmente trazaban una ascendencia directa con España, esta élite se caracterizó con fuerza por la conjunción de un pensamiento nacional y un espíritu cosmopolita determinante en la comprensión de lo propio y de las diferencias internas –con el alma y el corazón dividido entre Europa y Colombia–. La mayoría de estos autores transitaba entre la política, los viajes, el naturalismo, la geografía, la literatura, la etnografía y el ejercicio de cargos gubernamentales, signados todos por el poder de la escritura y un carácter letrado. Aunque algunos se circunscribieron a la actividad política y literaria, otros fueron reconocidos hacendados y comerciantes, preocupados por una vida industriosa, productiva y activa. Las diferencias respecto a estas actividades, los oficios y el origen, sin embargo, marcaron importantes matices respecto a las consideraciones sobre la política, el poder

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ción fue básicamente una construcción discursiva y una estrategia textual. En la nación, entendida como estrategia textual, no sólo son generados sentimientos de pertenencia e identificación a una comunidad de iguales, sino que es producido y escenificado un orden simbólico en el que es constituido el pueblo nacional, sus formas de vida, donde es clasificado y ordenado, donde son formados y diferenciados los sujetos de la nación. Los discursos sobre la nación constituyen a los sujetos subordinados y, principalmente, a la élite, aquella que produce y reproduce los discursos e ideales nacionales donde se define como dominante. Por el conjunto de textos escogidos, el problema no se dirige concretamente a las políticas estatales relacionadas con la unidad y la diferencia. El problema presentado aquí no atiende directamente a la formación del Estado, a sus políticas y proyectos para intervenir y moldear la población. Esto no niega que las fuentes escogidas brinden los elementos para esta actuación estatal, aunque insisto en que esto podría ser un asunto de otra investigación. El tipo de fuentes atiende más bien a la construcción de un orden nacional, en el cual la representación de entidades geopoblacionales y de la diferencia entre éstas fue un escenario de definición y lucha identitaria. La diferencia regional fue uno de los espacios privilegiados de esta lucha. Como señalé, esta investigación parte de los planteamientos sobre la construcción de la unidad y la diferencia, en el caso de las naciones latinoamericanas. Aunque a menudo se enfatiza primordialmente en que la construcción de la na-

eclesiástico, la educación y el papel del pueblo; estos autores no conformaban para nada un grupo homogéneo. Empero, en conjunto, reiteraron por medio de su ejercicio la posición del altiplano (específicamente, Bogotá), Popayán y Antioquia como centros de poder y conocimiento de la nación. Por ello mismo, los mapas de la diferencia poblacional se movían principalmente en el eje de poder que constituía Bogotá, Antioquia y Popayán, con tipos humanos y regionales alrededor, y bárbaros, negros e indios en los márgenes y las fronteras.  En especial, la primera parte de este texto profundiza sobre estas reflexiones.  En este texto, el problema de la diferencia no es abordado en torno al biopoder, entendido, tal y como lo plantea Foucault (1976), como el conjunto de políticas y prácticas gubernamentales que desde el siglo XIX han pretendido transformar, cuidar y regular la vida de la población, comprendida esencialmente en términos biológicos. Así, cuando aquí utilizo reiteradamente el término “diferencia poblacional” no lo hago en ese sentido biopolítico, sino equiparándolo con pueblo o con la diferencia entre pueblos. Esto lo determiné para no hablar de diferencia racial, ya que, aunque el término puede ser adecuado, puede también ser interpretado exclusivamente como referente a la clasificación racial de las tres grandes razas. Asimismo, tampoco utilizo el término diferencia cultural, puesto que no es el adecuado en el contexto del siglo XIX, tal y como sí sería en el siglo XX. Esta consideración sobre la biopolítica en este texto se debe al tipo de fuentes y al problema concreto trabajado, sin negar que éste está atravesado por la creciente preocupación del Estado moderno por el manejo de la población, como eje central de lo que Foucault (1978) llamó la gubernamentalidad.

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Introducción

ción pasa sólo por la vía de la homogeneización cultural, la producción de un tipo particular de heterogeneidad también ha sido importante, en tanto que permite el establecimiento de jerarquías dentro de la nación, las cuales privilegian a unos grupos y subordinan a otros. Wade (1997, 2000), pensando en el caso colombiano, señala las limitaciones de centrarse exclusivamente en los proyectos de homogeneización: ello no permite entender cómo la heterogeneidad misma ha sido producida en contextos particulares y en medio de relaciones de poder, como un acto necesario para marcar unas jerarquías dentro de la nación; al fin y al cabo, “la homogeneidad total significaría la eliminación de las diferencias de jerarquías internas a la nación que aún las élites nacionales se empeñan en mantener” (Wade 1997: 62). Esto no significa que las élites no intenten la homogeneización, sino que ésta entra en una compleja relación con el lugar que se le da a la diferencia en los ideales nacionales. Los proyectos nacionales no intentan simplemente negar y suprimir la diferencia o “domar” un pueblo que anterior a la narración es heterogéneo, sino que construyen y escenifican una concepción particular del mismo y de sus diferencias. De igual forma, Alonso (1994), respecto al caso mexicano, llama la atención sobre la ambivalencia entre unidad y diferencia, al afirmar que en la formación del Estado-nación se presentan dos proyectos paralelos: uno totalizante, encarnado en el nacionalismo, en la escenificación de un “nosotros” que intenta englobar al conjunto de la población; y otro particularizante, que esta autora estudia en la construcción de la etnicidad, donde son individualizados grupos sociales dentro de la nación, permitiendo de esta manera “la producción de formas jerárquicas de imaginar al pueblo” (Alonso 1994: 391). Por su parte, Appelbaum, Macpherson y Rosemblatt (2003) explican cómo las definiciones de raza han sido centrales en las naciones latinoamericanas, tanto para pensar la unidad nacional como para

 Esta discusión fue motivada a partir de las obras ya clásicas de Gellner (1983) y Anderson (1991). El primero atendió a la importancia de la estandarización cultural en las sociedades modernas capitalistas, de la mano de la conformación de los estados nacionales. Por su lado, Anderson enfatizó en las profundas transformaciones culturales que llevaron a que la nación fuera pensada como una “comunidad imaginada” de iguales que se caracteriza por relaciones de camaradería y horizontalidad. Ha sido la teoría poscolonial, en autores como Chatterjee (1986, 1993) y Bhabha (1990a), la que ha comenzado a cuestionar fuertemente las limitaciones de estas visiones totalizantes, europeizantes y ajenas a las relaciones coloniales de poder que sustentaron la fundación de las naciones periféricas.  En este sentido, Wade está retomando a Bhabha (1990a), quien explica cómo en la narración de la nación se generan tensiones entre una “temporalidad historicista-pedagógica”, que sitúa al pueblo nacional frente a los otros como una entidad homogénea en un tiempo lineal compartido, y una “temporalidad performativa”, donde los nacionales en la cotidianidad crean significados sobre las diferencias culturales y dan muestra de éstas. Según Bhabha, la narración de la nación implica una ambivalencia en sí misma: entre proyectos de homogenización y de diferenciación.

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plantear jerarquías internas poblacionales y espaciales. En particular, Appelbaum (2003), desde el caso colombiano, analiza la racialización de las diferencias regionales, planteando que la nación y la región son construcciones históricas paralelas. Por otro lado, la teoría latinoamericana crítica del colonialismo, el occidentalismo y los proyectos civilizadores ha brindado suficientes elementos para pensar en el contexto en el que las naciones latinoamericanas emergieron imbuidas de esquemas jerárquicos de diferenciación. En el siglo XIX latinoamericano, las élites se definieron desde una doble conciencia criolla (Mignolo 2000b), en la que la delimitación y las distancias eran determinantes. Allí, el ejercicio diferenciador pasó por una colonialidad interna, en la que el racialismo sustentaba un orden jerárquico y naturalizador de las diferencias poblacionales y espaciales. La nación se fundó en una lógica colonial generada en la consolidación de la economía mundo capitalista y de un mundo moderno/colonial, en el que Europa era situada como centro de poder (Quijano 2000). En las naciones hispanoamericanas, el ejercicio de gobierno se fundó en una colonialidad del poder en la que las clasificaciones raciales eran determinantes. Ello cobró aun más fuerza, por cuanto “el deseo civilizador” (Rojas 2001) primó en la definición de identidades sociales y geoculturales, y en la misma constitución de la nación. El colonialismo interno y el racialismo fueron también resultado del contexto de exploración, apropiación, conocimiento y clasificación de poblaciones y territorios que inauguró con importancia el siglo XIX en la definición de lo propio. Resulta evidente el peso del racialismo en la construcción de las diferencias. De alguna manera, esta investigación traza el desenvolvimiento del racialismo a lo largo del siglo XIX, partiendo de la categoría de raza, sus implicaciones políticas y los discursos que articula10. Asimismo, demuestra que el racialismo no



Ver también el prólogo de Holt en el libro editado por Appelbaum et al. (2003).

 Los textos de la Comisión Corográfica, por ejemplo, se inscribieron en dicho esfuerzo colonialistamodernizador. La Comisión fue una de las mayores expresiones de ese pensamiento de la época, pero no fue la única ni lo ejemplifica todo; ensayos políticos y literarios, relatos de viaje, cuadros de costumbres y textos científicos demuestran la centralidad del racialismo, la importancia del naturalismo, de las exploraciones y del colonialismo en la producción de las diferencias. 10 En este texto utilizo más el término racialismo que el de racismo para dar cuenta de los esfuerzos discursivos por explicar y naturalizar las diferencias humanas, los cuales cobraron a partir del siglo XVIII, en la definición de Occidente como centro del mundo, una fuerza particular en la configuración de una colonialidad del poder mundial y nacional. Según Todorov (1989), este racialismo se ha fundamentado en una serie de proposiciones básicas: 1) la existencia indiscutible de razas humanas que son fácilmente distinguibles; 2) la continuidad entre lo físico y lo moral, es decir, que la división del mundo en razas corresponde a una división de grupos culturales; 3) el racialista no sólo señala que existen las razas sino que crea una jerarquía entre éstas.

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Introducción

opera solamente con la categoría de raza, sino con distintas categorías y sistemas de clasificación que son “racializados”11. Las categorías pueblos, tipos humanos o tipos regionales estaban plenamente racializadas en el siglo XIX colombiano. Si bien el mestizaje, el aumento de la conciencia nacional y la transformación de los saberes sobre la diferencia marcaron un cambio en la preeminencia de los rasgos somáticos en el racialismo, paralela a la emergencia de cierto culturalismo, éste nunca desapareció, por cuanto determinaba, naturalizaba y fijaba con fuerza las diferencias poblacionales. El culturalismo de la regionalización de la diferencia no abandonó en el siglo XIX, ni aun en el XX, la racialización de rasgos naturalizados de los tipos o los pueblos regionales. En principio, esta investigación se concentró en los años que transcurrieron entre 1830 y 1886, desde la constitución de la Nueva Granada hasta el período conocido como la Regeneración. Este corte se basó en el supuesto de que durante las dos últimas décadas del siglo XIX se presentaron cambios significativos en la construcción de la unidad y de las diferencias internas, por los principios que estableció la Regeneración, los nuevos modelos legales de ordenamiento territorial y el ascenso de la economía cafetera y de nuevos grupos sociales asociados a ésta. No obstante esta concentración en unas décadas específicas, especialmente a mediados del siglo XIX, este trabajo finalmente no se rigió por un estricto corte cronológico, por cierto arbitrario, sino que proyectó sus reflexiones a lo largo del siglo. Esta forma de entender el período proviene, además de un acercamiento genealógico, de los presupuestos básicos de la antropología histórica (Süssmuth 1984). Es así, por cuanto esta investigación aborda históricamente aspectos antropológicos fundamentales, como la diferencia, la identidad, la alteridad y los órdenes simbólicos, en el contexto de la construcción de la nación en la Colombia decimonónica. En este texto, las preguntas se refieren a cuestiones básicas que giran en torno a las diferentes formas históricas y culturales en las que ha sido pensada y

No obstante, a pesar de que Todorov señala este cambio epistemológico y político, es importante separarse de este autor cuando distingue entre algo teórico que sería el racialismo y algo cotidiano que sería el racismo. Esto podría implicar una separación insostenible entre discurso y práctica. Por el contrario, los textos aquí analizados provienen del racismo y sustentan y generan discursos sobre el racismo, los cuales se originan en prácticas concretas de dominación política, cultural y económica. 11 Este término, al igual que el de “racializar”, hace referencia al proceso de marcar las diferencias humanas de acuerdo con los principios del racialismo. En este proceso, rasgos físicos y sociales, como la fisonomía, el color de la piel, los comportamientos, las actitudes y las costumbres, son cargados de connotaciones raciales y juzgados desde los valores del racialismo (Appellbaum et al. 2003; Wade 2000, 2003a).

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resuelta la existencia humana. Esto implica concentrarse en la historicidad de los órdenes simbólicos y en el carácter abierto y cambiante del entendimiento sobre el hombre. Justamente, desde la antropología histórica se hace importante una “antropología de la modernidad” (Escobar 1999; Pedraza 1999), una investigación que se pregunta por la modernidad occidental como fenómeno cultural e histórico específico y, en este sentido, una etnografía histórica que cuestiona una entidad central de la misma: la nación. De esta forma, en la antropología histórica que aquí se propone tiene un gran peso la dimensión política, en tanto se pregunta por las relaciones de poder, dominación y marginalización en la constitución de órdenes simbólicos y en la definición de las diferencias poblacionales. Así, pues, este texto mostrará cómo las diferencias emergían por doquier en la construcción de la nación. No precisamente por una valoración de la misma o como una expresión de una realidad observada. El asunto no era en absoluto menor para las consideradas élites nacionales. La cuestión era políticamente importante. A fin de cuentas, lo que estaba en juego era la definición de relaciones de poder en el marco, los términos y las limitaciones de la unidad nacional, dentro del pensamiento antropológico colombiano del siglo XIX.

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I. La nación como proyecto de unidad y diferenciación de la élite, su pueblo y los marginales

Esta primera parte abre la discusión sobre las tensiones, contradicciones y retos implícitos en la nación como construcción discursiva, a partir de la cual son creadas y reiteradas paralelamente la unidad y la diferencia. En esta ambivalencia, dos figuras cobran vital importancia en el siglo XIX colombiano: élite y pueblo emergen, en permanente tensión, en los relatos e imágenes sobre lo igual, lo distinto, lo propio, lo ajeno, lo nuestro, lo otro, lo central y lo marginal, que atraviesan la contingente, ambigua, pero pretendidamente coherente y unitaria construcción de la nación. Como detallaré en el primer capítulo, los fundamentos de unidad no podían distanciarse de las estrategias de diferenciación. La unidad misma era pensada desde y con las diferencias. El pueblo nacional era inventado allí como el otro distante y “nuestro” de la élite, y, al mismo tiempo, generaba patrones de normalización y particularización desde los cuales era posible pensar una diferencia aceptable y definir los márgenes poblacionales y simbólicos de la nación. Ello es abordado en el tercer capítulo. Ya que este texto se desliza en la tensión entre élite y pueblo, el segundo capítulo de esta parte estudia cómo la nación, en tanto ejercicio de poder, posibilita la definición de quién puede y debe ejercer el gobierno sobre los otros. Desde este planteamiento, los proyectos de unificación, de construir una unidad abstracta y abarcadora, deben pensarse como formas de dar sentido y justificar o, más bien, hacer incuestionable el ejercicio de dominación de un territorio y de una población, que reclaman como suyos las élites asociadas a la formación del Estado moderno. De esa pretendida unidad emerge precisamente la necesidad, para las élites inmersas en el reto de fundar la nación, de plantear nuevas o recrear viejas formas de diferenciación. La insistente retórica nacionalista en torno a la igualdad y la comunidad, y la progresiva transformación de la conciencia de ser, pertenecer y compartir con otros, que antes eran más otros, y que por eso mismo no pueden dejar de serlo, refuerzan la necesidad de marcar distancias, ejercicio fundamental en el problema identitario que atraviesa a la nación: el de definirse como élite.

1. La nación como-unidad Las naciones aparecen ante nosotros como objetos o conjuntos culturales limitados, particulares y autocontenidos, precisamente porque son poderosas construcciones simbólicas que ordenan y se sustentan en formas de identificación colectiva e individual. Esta ficción de unidad en la forma nacional sólo tiene sentido en el contexto de formación de los estados modernos, como un medio importante de ejercer dominio y soberanía en un territorio delimitado como propio (Cf. Gellner

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1983, Elias 197012). Igualmente, la idea de comunidad hace posible la contención, regulación y normalización de las poblaciones que habitan ese territorio. Los proyectos de unificación no han pasado necesariamente por la búsqueda de una homogeneización cultural real, aun si pensamos que esto es posible. Más bien, la nación se funda en una imagen de homogeneidad que genera patrones jerárquicos de incorporación. En la Colombia del siglo XIX, la generación de sentimientos de igualdad y de pertenencia estuvieron supeditados a la delimitación y construcción de una unidad como orden, que jerarquiza, contiene, controla y normaliza. Uno de los propósitos centrales de las élites estatales neogranadinas fue construir la unidad nacional desde estrategias y dispositivos especialmente escriturarios. Pero no una unidad en el sentido al que remite la categoría culturalista de comunidad, sino una en la que se procuró enmarcar a una población bajo una misma visión u horizonte, donde se compartan los mismos términos y criterios para delimitar lo nacional y para definir el quién y qué es, lo que en últimas permite establecer una hegemonía de lo nacional. Por ello, dispositivos y estrategias, como la instrucción publica –en particular, la enseñanza de geografía e historia patria–, los manuales de urbanidad, las gramáticas, los catecismos o las constituciones (Castro-Gómez 2000), más que civilizar homogéneamente o estandarizar cultural y socialmente a una población, difundiendo los valores de una “clase alta”, pretendieron unificar, instituir y fijar lo normal-nacional, como una linealidad vertical generadora de clasificaciones jerárquicas internas, la cual, aunque se basaba en construir y modelar un supuesto pueblo, único y particular, se inscribía en proyectos civilizadores que desbordaban los límites nacionales. A continuación, presento los principales fundamentos de unidad en el siglo XIX colombiano, para resaltar no solamente la constitución de una imagen del pueblo nacional como sustento de dominación de un ejercicio político, sino también cómo estos fundamentos contenían en sí mismos formas de diferenciación y patrones de jerarquización de la población. La unidad estaba imbuida de la diferencia.

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En las referencias entre paréntesis utilizo “Cf.” para indicar la existencia de otros autores que han señalado consideraciones similares a las expresadas aquí. Además, utilizo “Cf.” para indicar que se puede confrontar esta idea en determinada fuente secundaria, y así, distingo de “ver” para precisar la fuente primaria donde se puede encontrar la idea señalada. También uso referencias entre paréntesis para indicar que determinada idea se puede encontrar ampliada en una parte del presente texto. Por ejemplo (Cf. I/3.1) indica que esto se puede confrontar en la primera parte, sección 3.1.



La nación como proyecto de unidad y diferenciación

1.1. El pasado común: por una historia nacional Las biografías nacionales tienen el reto de presentar una historia coherente y unitaria del sujeto-pueblo nacional, que genere formas de identificación, simultaneidad y homogeneidad en una misma temporalidad. En el siglo XIX colombiano fue construida una historia civilizadora y nacional, cuyo punto de origen era la Independencia, y a partir de la cual eran explicados, en una lógica serial y teleológica, el pasado, el presente y el futuro de todos los habitantes del territorio Sin duda alguna, la historia nacional del siglo XIX era una civilizadora, como lo ha mostrado Colmenares (1986). Esta historia, al tener que integrar en su relato a pueblos muy diversos y tener que reconciliar pasados de violencia y colonialismo con el presente nacional, dejó de lado la coherencia y fue habitada por giros, paradojas y fisuras. Durante las décadas siguientes a la Independencia, la narración temporal de la naciente república se concentró más en el futuro que en un pasado lejano y ancestral. El horizonte ilustrado de la civilización y el fulgor postindependista permitieron proyectarse hacia adelante, teniendo como principal sustento la idea de la revolución. Para constituir la Independencia (en mayúscula) como momento fundacional de la nación, la historia debía explicar su carácter, valor y legitimidad, en el marco de la reflexión sobre las constantes revueltas y frente al pasado colonial español. Las historias escritas hasta la década del sesenta del siglo XIX se concentraron en dar un sentido a las revoluciones que había vivido Colombia desde 1810 hasta 185413. Éstas fueron concebidas como evidencias del reajuste de la sociedad, en aras de alcanzar la civilización y liberarse de la pesada herencia colonial de barbarie, opresión y oscuridad14. Así lo expresaba Ancízar en un editorial: “las revoluciones políticas no son acontecimientos casuales: son medios concedidos al género humano para satisfacer sus necesidades de progreso y de civilización” (Ancízar 1848: 15). Por tales razones, más que un período de revueltas violentas, los años que transcurrieron de 1810 a 1849 son para Samper “ejemplos admirables de lo que pueden en los pueblos civilizados la fuerza de la razón, el influjo de la verdad i el imperio incontestable de la opinión pública” (Samper 1853: 2). El propósito de esta historia, particularmente liberal, fue hacer conscientes a todos los nacionales de vivir en una nueva y memorable época, e incorporarlos

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Al respecto, fueron revisados, en especial, Restrepo (1858) y Samper (1853, 1861). Es significativo que estos textos inicien en 1810 y 1832, bajo la visión implícita de la Independencia como punto cero de la historia.

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De allí que la revolución inaugurada desde 1810 continuara siendo un proyecto presente por el cual luchar (Samper 1853).



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a la lucha por el orden republicano, para derribar los cimientos de la estructura colonial (Samper 1861)15. Desde esta visión de la Independencia, la Conquista y la Colonia aparecían como dos etapas que explicaban la necesidad de las revoluciones. La nueva era republicana era legitimada como tal en tanto fuera construida la imagen de un pasado de violencia, pillaje, ambición (Uricoechea 1854; Pérez 1865 y Acosta 1848) –la Conquista–, oscurantismo, fanatismo y feudalismo –la Colonia–. Las historias sobre el pasado prehispánico y la Conquista, como las de Uricoechea (1854), Pérez (1865) y Acosta (1848), insistieron en la barbarie e ignorancia de los conquistadores, quienes motivados por la ambición de oro, y no por un espíritu colonizador como el inglés, devastaron a las incipientes civilizaciones indígenas (Cf. Langebaek 2003). La Colonia era representada como la etapa lógica consecuente de este primer momento de violencia. Fanatismo religioso, intervencionismo económico, monopolios, esclavitud, rigidez social, intromisión de la Iglesia en política y atraso social eran los motivos más reiterados en la crítica a la Colonia (De Plaza 1850; Ancízar 1853; Samper 1861; Pérez 1865), en particular, por los pensadores liberales16. Sin distinción de partido, los letrados cuestionaron fuertemente las instituciones políticas coloniales, que negaron la ocupación de cargos burocráticos a los criollos, y su atraso frente a las políticas estatales y comerciales de las otras potencias europeas. Esta imagen del pasado español en América solamente formaba unos fragmentos del espejo en el que se veían reflejados los letrados criollos del siglo XIX

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En esta historia fueron fundamentales “los héroes de la revolución y de la patria” como modelos a seguir, para los ciudadanos y el pueblo en formación (Álvarez 1995: 54).

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Particularmente, en las décadas de los cincuenta y sesenta, en medio del surgimiento de los partidos políticos y del espíritu reformista frente a la herencia colonial, la representación del pasado fue un escenario de confrontación política entre el conservatismo, el liberalismo y sus vertientes. Para las diferentes posiciones, el pasado colonial se constituyó en una forma de dar sentido y legitimidad a su lucha política, por lo que era leído, juzgado o valorado, desde la actividad y la propaganda política. Durante estas décadas, en el contexto de dicha confrontación política, el pasado colonial fue usado como diferenciador de grupos sociales, miembros de la élite, poblaciones y regiones (Cf. II/3). En particular, los liberales utilizaron el término colonial para referirse a personas o grupos, como calificativo negativo equivalente a retrógrado, oscurantista, fanático, anticuado, tradicionalista y atrasado, entre otros. (Revisar, en especial, Ancízar 1853, Díaz 1859a, Samper 1861). Todo aquello que fuera visto como una perspectiva o incluso una actitud “tradicional” frente a las ideas progresistas era desplazado al pasado, en un espectro en el que el futuro debería ser el norte de las acciones presentes. Este juego de oposiciones y la mirada sobre el pasado se daba en el marco de la lucha política y cultural decimonónica entre “modernos y antiguos”, “progresistas y tradicionistas”, definida así por los primeros. Para los autoproclamados progresistas, la Colonia era “el medioevo” americano necesario para legitimarse y situarse como agentes de una nueva época –de allí la recurrente equiparación entre las dos épocas–.



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colombiano. Al fin y al cabo, ¿cómo podía ser tan sólo negativa la visión sobre los ancestros y la patria con la que se compartían fuertes vínculos culturales y familiares? Así, un gran reto para los letrados consistió en restaurar el pasado español y reconciliarlo con el presente nacional. Durante el siglo XIX primó la valoración del pasado hispánico y sus herencias culturales y morales. La historia de España en América ofreció a los letrados la posibilidad de dar forma a un pasado más lejano, a una historia antigua necesaria para constituir el origen ancestral y remoto en el que se sustentaban las biografías nacionales. En este marco, el conquistador que la élite criolla había definido como el invasor, dentro de la retórica nacionalista y de americanidad, era igualmente lo semejante. Era necesario limpiar el pasado español y conjugarlo con el de las incipientes civilizaciones indígenas, para enrutarlos en una misma historia: Para ser imparciales no debemos olvidar que obtenida la independencia, después de una guerra sangrienta y cruel, la memoria de los españoles quedó entre nosotros execrada y odiosa, y que todos los horrores de la conquista, unidos a las crueldades de la guerra de la independencia, formaron contra la España una masa de odio que es preciso mover con un espíritu sereno; que hay que considerar […] que los conquistadores trajeron a estas regiones la civilización que estos tenían: que hicieron de los indios súbditos del reino; que no los extinguieron como en otras regiones; que las leyes los consideraron libres, y que, por el esfuerzo español, de bárbaros errantes se formaron habitantes de las ciudades aptos para la industria y obreros de la civilización. (Rivas 1899: 261)17

La Conquista era descrita, entonces, como una gesta heroica que había introducido la civilización y el cristianismo al suelo americano. Los conquistadores eran héroes, europeos, cristianos y aguerridos, enfrentados a climas malsanos y tribus guerreras (Acosta 1848; Codazzi 1856, 1857, 1858; Samper 1861). La historia de la Conquista, narrada como sucesos de aventuras caballerescas, aunque bañada en sangre, era admirada por lo que significaba como sometimiento de naturalezas, territorios y poblaciones incultas y salvajes. La Conquista marcaba además el inicio de un batallar constante de europeos y criollos por la civilización y domesticación de lo bárbaro, una tarea en la que se inscribían las élites nacionales, y en la que se representaban como portadoras de tan significativo mandato18.

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Incluso en la obra de Felipe Pérez, quien era un acérrimo crítico de la conquista española, se puede encontrar el esfuerzo de conjugar y equilibrar el pasado prehispánico con el español (Acosta 2002). En sus cuatro novelas históricas, sobre el período incaico en Perú y la conquista de este reino por parte de los españoles, Pérez intenta neutralizar las diferencias entre el mundo español y el americano, antes y después de la Conquista, equilibrándolos e igualándolos para hacerlos parte de una misma historia, la historia de los criollos.

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Las exploraciones científicas y geográficas, y los proyectos colonizadores eran presentados, la mayoría de las veces, como parte de un continuo que se había iniciado con las primeras expediciones de los conquistadores ibéricos. En los informes de la Comisión Corográfica, por



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A pesar de la devastación, la Hispanoamérica republicana no hubiese existido sin la Conquista, dentro de esa historia teleológica en la que se conectaban diferentes eventos en una misma lógica, ¿Y quiénes fueron los iniciadores de la Independencia? Fueron (todos lo sabemos) los descendientes de los mismos conquistadores. La Independencia fue, por tanto, el desarrollo lógico, providencial, aunque lento, de la conquista; como ésta fue derivación, mucho más rápida, del descubrimiento. Suprimida la conquista, quedaría también, de consiguiente, suprimido el 20 de Julio de 1810. (Núñez 1881: 438)

De esta manera, los letrados nacionales se declaraban descendientes directos de los primeros conquistadores. La historia de la Conquista fue, entonces, una mitología de la génesis de la nación, en donde cada uno de los principales conquistadores cumplía el papel de héroe mítico. Era la mitología de la élite, de los descendientes de los primeros españoles; a fin de cuentas, los letrados no se podían presentar a sí mismos como hijos y herederos de los pueblos indígenas. Así lo expresó Rivas (1899: 259-287) en su reseña biográfica de Jiménez de Quesada. Allí, el conquistador era representado como el padre fundador de toda una sociedad, y no sólo de una ciudad, como el ancestro del linaje de los líderes nacionales. A partir de él nació una casta de españoles del Nuevo Mundo, en las manos de quienes estaba encargada la consolidación de lo nacional, desde Santa Fe como centro de poder. Se hace evidente que la importancia de la historia como saber de la constitución de lo nacional no radicaba solamente en la invención de una unidad colectiva, sino en la definición y explicación de las diferencias y jerarquías poblacionales y espaciales. No todos eran ubicados igualmente dentro del pasado hispánico: “La madre común nos ha hecho tan desiguales, que es una necedad pretender que el que no ha recibido una buena educación, haya de tratar y alternar con otro que sí la ha recibido o que tiene otros motivos para que se le considere de otro rango” (Santander 186?19: 485). La historia decimonónica pretendió dejar muy en claro los centros de poder de la nación y los linajes que ejercían tal poder. En particular, la Conquista, en estas narraciones, inauguraba y validaba “la topografía moral” de la nación, del descenso y el ascenso por ella, en términos de Taussig (1987).

ejemplo, la descripción geográfica, elaborada en forma de relato de viaje, era antecedida por una historia de las rutas conquistadoras, en la que los adelantos de la Comisión eran presentados como la segunda conquista del territorio nacional; sobre todo en las regiones de frontera, donde el esfuerzo mal logrado de los conquistadores realzaba el valor de los expedicionarios modernos (Codazzi 1856, 1857). 19

En los casos en los que no ha sido posible precisar la fecha exacta de publicación original, se recurrió a una fecha aproximada.



La nación como proyecto de unidad y diferenciación

En los relatos de viaje y en las expediciones geográficas, la presencia de una historia antigua o no, de una historia de glorias o sólo de violencia, se constituyó en una forma de diferenciar y jerarquizar regiones. Los Santanderes y el altiplano cundiboyacense, y contadas ciudades como Popayán y Cartagena aparecían provistos de un glorioso pasado; mientras que, en el otro extremo, las regiones de frontera, los valles interandinos y las zonas selváticas estaban antecedidos de historias de conquistas fallidas y de pueblos belicosos (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1855, 1856, 1857, 1858; Pombo 1852). El altiplano cundiboyacense, como centro de poder, había sido dotado de una profunda historia antigua, una historia de civilizaciones pasadas que sustentaba las presentes y el esfuerzo civilizador a futuro. Desde la óptica nacionalista y civilizadora, los chibchas o muiscas eran exhibidos como un pasado glorioso, como nuestros indígenas, y sus manifestaciones materiales, como nuestras antigüedades (Uricoechea 1854), al ser posicionados por “los expertos” como la tercera gran civilización del continente americano (Acosta 1848; Pérez 1865; Uricoechea 1854). La continuidad y la conexión de diferentes personajes y épocas surgían como mecanismos de definición del centro de poder de la nación; los historiadores trazaban así, desde los zipas, la ubicación del gobierno y la dominación en el altiplano y, específicamente, en Santa Fe: En presencia de los hechos i de los números, no es posible negar la singular importancia de esta rejión andina, cuyo clima delicioso la hizo preferible para mansión de los Zipas Chibchas, para corte de los Virreyes españoles, para capital de la gloriosa Colombia i de la modesta, pero intelijente i libérrima Nueva Granada. (Codazzi 1858: 252; ver también Pérez 1865: 105-113)

Los indígenas muiscas, en tanto antiguos neogranadinos, sólo habitaban una historia lejana y perdida, recuperada de esta manera por la nostalgia nacionalista. Únicamente aquellos amerindios que hicieran parte de la historia eran valorados positivamente en la construcción de lo nacional. A los indios contemporáneos no se les reconocía como herederos de dicho pasado, su experiencia temporal se encontraba fracturada desde una imagen elaborada por los letrados. La historia situaba a los indígenas decimonónicos en un tiempo anterior al de las incipientes civilizaciones prehispánicas, como descendientes degenerados de los antiguos, por acción de la Conquista y las políticas coloniales20.

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Casi al final de su libro más reconocido, Rivas (1899) nos presenta una pieza literaria titulada Sugamuxi, en la que se sintetizan los deseos y los temores que suscitaban a las élites los indígenas pasados, presentes y futuros del altiplano. En la primera escena, Rivas presenta, en un tiempo mitológico, a una raza de indígenas perfectos, con agradables fisonomías, con el oro reluciendo, adorando a sus dioses. Es el cuadro de una antigua y poderosa civilización de seres míticos, que están por fuera de una realidad histórica. En medio de la ceremonia suntuosa emergen los españoles como seudoanimales que todo lo destruyen. Aquella era parte de la perspectiva nacionalista sobre lo indígena y sobre el español como invasor codicioso. Sin embargo, todo



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A pesar de las fuertes criticas al régimen colonial, éste era apreciado como el período más importante en la conformación cultural y moral de la nación. La élite criolla vio, en su mayoría, más en la Colonia que en la Conquista el origen de su linaje letrado, científico y político. Durante la Colonia, la Madre Patria se asentó, con lo mejor de sus hombres, en el territorio americano, propiciando la creación de un pueblo nuevo con una fuerte tradición cultural y moral, asentada en las bases del catolicismo21. Es necesario aclarar que esta historia nacional se construyó en el marco de un geocuerpo particular, como una entidad-unidad territorial y poblacional a la vez, que es claramente diferenciable de otras (Thongchai 1994)22. La construcción del geocuerpo se relaciona con el deseo del dominio de la unidad administrativa y política; vista como la tierra patria, precisaba fijar y concentrar una población como fuerza militar y de trabajo y como pueblo político que obedeciera a la élite con la que compartía una delimitación fronteriza.

ese cuadro de una raza mítica y de fieras de cara pálida y cuatro patas no era sino un sueño borroso del que se había despertado el autor, un sueño que en la primera escena reflejaba el deseo de civilización proyectado sobre el indígena prehispánico. Pero ese sueño no era tan perverso, porque un nuevo sueño, uno liberal y republicano, que fue posible por la Conquista misma, se había hecho presente para redimir a los indígenas. Era el sueño de la incorporación por medio del mestizaje, la ciudadanía y el conocimiento. Ese sueño, también ilustrado, lo ejemplifica la imprenta, aquella máquina poderosa que transformará las costumbres de los indios, les hará cambiar sus dioses y el fanatismo religioso por el poder de la razón, y los integrará cultural y políticamente a la nación por medio de los textos que de allí nacen (Rivas 1899: 353-361). 21

La Historia de la literatura en Nueva Granada de Vergara y Vergara (1867a) fue una de las obras que tenían el propósito de trazar y delimitar una tradición cultural en la Nueva Granada con una profunda historia que, al provenir de Europa, posicionaba a los letrados neogranadinos como parte del orden cultural del mundo civilizado. Por ello, el libro se presenta como un “un inventario de la riqueza intelectual de nuestro país”. Así, este libro surge de la misma estrategia de las antigüedades neogranadinas, al apropiarse y denominar al pasado literario español en América como literatura neogranadina antigua. El libro de Vergara es importante también por trazar un patrimonio moral. Una historia de la literatura, una historia de la nación, es para este autor una historia de la presencia del catolicismo en América, introducido por los españoles. En torno al énfasis de la historia sobre la unidad moral, sin duda alguna la obra más significativa en el siglo XIX fue Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada de Groot (1869), donde se insiste en la trascendencia de una estrecha relación entre Iglesia y Estado para la conformación de la nacionalidad.

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Este geocuerpo se construye por medio de mapas, que si bien aparecen como fijos y estáticos, son alineados en conjunto, de forma que puedan brindar una narración temporal de la nación en tanto unidad corporal (Thongchai 1994: 140-163). Para el caso colombiano, Jagdman (2002) ilustra esta biografía visual de la nación tomando como ejemplo el Atlas de 1889, publicado en París bajo la dirección de Pérez y Paz, quienes lo adjudicaron a la memoria de Codazzi. La primera parte del atlas evidencia las formas en las cuales se construye una narración histórica de la nación en la que su geocuerpo existe durante siglos, antes de la Independencia misma. (Ver Codazzi, Pérez y Paz 1889; Cf. Jagdman 2002).

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La nación como proyecto de unidad y diferenciación

Así era constituido “el geocuerpo de la nación” en la Colombia del siglo XIX; mapas e ilustraciones cartográficas más simples se valieron de sus convenciones, colores, tonalidades de grises, líneas y cuadros explicativos, para fijar esa conciencia espacial tan abstracta de ser, estar y pertenecer a una nación particular, limitada y soberana (Cf. Cubides 2002; Sánchez 1999). Cumplieron este papel, de igual forma, los manuales y tratados de geografía para la enseñanza pública, las geografías generales y oficiales, los textos de descripciones geográficas y los relatos de viajes23. Así, por medio de la escritura, la mente de los nacionales fue poblada por la visión geográfica, a vuelo de pájaro o detallada, que con sus coordenadas, límites, montañas, accidentes geográficos y aspectos físicos ubicaba a los hombres en una ciudad, una región y un país que, a su vez, hacía parte de un continente. Allí, cada espacio constituía una unidad que se distinguía de las otras, a pesar de sus evidentes diferencias internas. Ésta es la tensión entre la homogeneidad y la diferenciación en la que la geografía se funda. Siguiendo esta tensión, en su esfuerzo por un conocimiento espacial interno, la geografía nacional propició con fuerza la construcción de la diferencia espacial y poblacional. Esfuerzo que abordará este texto más adelante con mayor amplitud.

1.2. Las herencias hispánicas Mas ya todo eso pasó, y nosotros debemos, sino veneración, por lo menos aprecio, a la sangre que calienta nuestras venas, a la religión que funda nuestras esperanzas y al idioma en que cantan nuestros poetas y nos juran amor nuestras mujeres. Felipe Pérez, citado en Acosta (2002: 37)

Efectivamente, la historia negativa de la Conquista y de la Colonia debía quedar en el pasado, en un tiempo que no debería regresar. Ello lo afirmaba Felipe Pérez, acérrimo crítico de la Conquista y la colonización españolas, pero quien, como todos los letrados decimonónicos, reforzaba su origen hispánico como miembro del linaje de la élite nacional. Como lo señalaba Joaquín Acosta, la pluma del letrado era sostenida por “una mano de origen español” (1848: xxii), y lo que de ella resultara no podía ir en contravía de dicho origen. Esta valoración de lo hispánico era recurrente en la segunda mitad del siglo XIX. 23

La geografía fue uno de los temas de mayor publicación en el siglo XIX colombiano. Los textos geográficos abundaban frente a cualquier otro género (Sánchez 1999: 620). Cubides (2002) hace cálculos de cerca de 100 textos geográficos publicados a lo largo del siglo. Respecto al papel de los manuales de geografía en la inscripción de una idea de unidad territorial, se recomienda revisar Arboleda (1872) y Pérez (1871).

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Durante el siglo XIX, sin distingo de partidos, la crítica a la herencia colonial española tuvo un sentido importante para la élite nacionalista24. En principio, el fulgor independista, el sentido de rechazo al invasor extranjero, el ánimo reformista de mediados de siglo y los perjuicios imputados a las políticas coloniales determinaron un afán de ruptura con lo español. Los cuestionamientos a España no fueron asunto de unas décadas. Éstos cobraban sentido en el proclamado siglo del progreso y las luces25. No obstante, el mantenimiento de la tradición hispánica era para la élite una estrategia primordial de diferenciación social, desde sus ciudades letradas e hidalgas, y se constituía en un referente, de los pocos existentes, para formar una unidad cultural. En su diario de viaje a Europa, el liberal José María Samper afirmó lo siguiente: Qué sensación tan profunda la que uno experimenta cuando, después de algún tiempo de ausencia, vuelve a pisar el suelo patrio! Y es acaso esta la impresión que siento al llegar al primer puerto de España? Es algo semejante, pero complicado […] Es que hay una patria de lo pasado, como la hay de lo futuro, y que cada hombre está ligado a las tradiciones y glorias de su raza, como el retoño del árbol que nace ligado al tronco! (José María Samper, citado en Martínez 2001: 460)

Para los letrados no había duda de que la patria de lo pasado era España, a pesar de lo que había significado el régimen colonial, particularmente para pensadores como Samper. Aquella patria marcaba un tronco de origen cultural significativo para el carácter letrado de la élite26. Desde mediados del siglo XIX, la élite letrada comenzó a popularizar dicha herencia como fundamento de nacionalidad, esto es, que el pueblo compartiera con ella la patria del pasado. Este hecho tuvo significativas implicaciones para la invención del pueblo y la construcción de las diferencias.

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Por la confrontación política de mediados de siglo, se ha considerado que el Partido Conservador se alineó en torno a un proyecto hispánico homogeneizador, mientras que el Liberal lo rechazó y se concentró en la búsqueda de la unidad por medio del postulado de la igualdad política. Es decir que los primeros abogaron por una unidad cultural y moral, y los segundos, por una política (Jaramillo 1956; Urueña 1994: 15). Si bien es cierto que en la propaganda política ello podría ser muy evidente, la valoración de la herencia española sobrepasaba los límites partidistas y el problema de definir la igualdad política no se reducía al liberalismo.

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España representaba, para detractores e hispanófilos, atraso frente al resto de Europa, rezagos en la ciencia, el conocimiento práctico y los avances técnicos, y un espíritu no conveniente para el trabajo y la producción y acumulación de riquezas (Jaramillo 1956: 41-60).

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Los letrados neogranadinos insistían permanentemente por medio de sus textos en su índole creadora e ingeniosa, en su genio inclinado a pensar, en un afán por ser reconocidos como tales ante sus supuestos iguales extranjeros y sus otros nacionales. Para ello, era necesario apropiarse de las tradiciones literarias hispánicas. Un ejemplo claro de lo anterior es el prólogo que Ancízar escribió al libro de Vergara (1867a).

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La nación como proyecto de unidad y diferenciación

La nación resultaba fundada así en una tensión entre lo propio y lo ajeno. Lo nuestro, como individualidad diferenciable que emerge de la critica y la distancia frente a lo otro, tenía como origen el otro español. Esta tensión se creía superada con la idea de que lo español era un pasado que nos nutre, pero al fin al cabo un pasado, a partir del cual nacía el carácter único nacional. El pasado constituía una herencia viviente, evidente en los estudios de las costumbres y lo popular, como era el caso de Vergara (1867b), Santander (1866a) y Caicedo (185?). El énfasis de la élite en la tradición hispánica como lo propio devenía de lo que ella ofrecía para la distinción social (Pedraza 1999: 42-46). La cortesanía, la gramática, la lengua, las bellas letras y las tradiciones culturales formaban un conjunto de dispositivos que, por su buen uso y grado de incorporación, era apropiado para el ejercicio diferenciador y legitimador de la élite, que pasaba velado o manifiesto en la invención de una unidad hispánica del pueblo nacional. En este escenario, el estudio de las costumbres y las tradiciones estuvo marcado por el esfuerzo de mantener el orden de la diferenciación social. La nostalgia por la pérdida de las tradiciones propias y la censura a las modas extranjeras, por parte de los escritores costumbristas (Cf. Gordillo 2003: 51-54), revelaba el miedo a perder un orden de las cosas en el que éstos aparecían como élite establecida-tradicional. La preocupación de los hispanodescendientes por las tradiciones expresaba un fuerte temor al ascenso social de otros grupos, en medio de un sistema de valores diferentes. En “Las tres tazas”, la tristeza y desolación de verse extranjero en la propia patria que siente Vergara y Vergara (1866: 587), ante la práctica afrancesada de tomar el té, demuestran la insistencia en una identidad de lo propio fundada en valores tradicionales, y el desasosiego ante la posibilidad de que ella fuera socavada. La visión fatalista de la pérdida de las tradiciones puede encontrarse también en Santander (1866a: 376-379). La insistencia paralela en el carácter hispánico del linaje de los líderes nacionales y de la herencia hispánica que debía tener el pueblo nacional demuestra, por un lado, cómo lo hispánico-blanco, en un país poblado por mestizos de ascendencia indígena y negra, diferenciaba a la élite de su pueblo, y, por otro lado, exponía patrones tan altos de lo normal-nacional que unía en medio de jerarquías sociales y raciales. De esta forma, lo hispánico marcaba una escala jerárquica e imponía grandes retos a la población y a sus costumbres para ser pueblo nacional. En este marco, la lengua, como herencia hispánica viviente, fue uno de los principales elementos de unidad cultural y, como tal, demuestra el efecto paralelo entre la creación de una nación y una estrategia de distinción y definición del buen letrado. La lengua brindaba una forma práctica y cotidiana, aunque mediada por su refinamiento, de reafirmar la pertenencia a un pasado y una tradición cultural, para las élites y para el sujeto-pueblo nacional (Cf. Deas 13

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1993: 47). Era una forma precisa de conectarse con el mundo y, desde la unidad interna, acceder a una unidad abstracta mayor. Como forma de unificación interna, la imposición del español permitió además la incorporación efectiva de distintas poblaciones bajo un mismo marco comunicativo, que al ser descrito como nacional se constituía en un deber ser. El pueblo no se podía formar por fuera de su vía de expresión particular: la lengua patria. Por tal razón, durante las primeras décadas de la República, se presentó una reiterada fundación de cursos de gramática española en todo el territorio nacional (Pineda 2000: 86102). Igualmente, la enseñanza del español fue fundamental para el establecimiento de la nación, en la medida en que éste era presentado como un vehículo civilizador de costumbres; esto bajo la idea de que la lengua representa y contiene en sí misma toda una forma de vida y una cultura, que en ese caso era la de la civilización hispánica y católica. Así se explica uno de los mayores esfuerzos homogeneizadores impulsado por el nacionalismo y encargado a las misiones católicas: el de instruir a los indígenas en la lengua patria como mecanismo de incorporación y reducción. Por todas estas razones, la unificación lingüística aparecía como una obligación para la nación: Que si la unidad de lenguaje ha sido siempre una bendición de Dios, un principio de fuerza incontestable, la multiplicación de dialectos ha sido, a su vez, desde la ruina de Babel, castigo providencial, anuncio de debilidad y presagio de destrucción de naciones enteras. (Miguel Antonio Caro, citado en Pineda 2000: 109)

Igualmente, el estudio del buen uso de la gramática fue tan extendido porque hablar y escribir bien en español era equiparado con el hecho de que el ciudadano pudiera pensar de forma correcta. El impulso gramático en el siglo XIX tenía como objetivo unificar una forma de hablar bien, para crear una manera única de pensar correctamente. El buen juicio y el sentido común pasaban así por un uso correcto y refinado del idioma (Gordillo 2000: 12-21). Unificar por medio del español sobrepasaba las dimensiones básicas de la comunicación, para adentrarse en el propósito de una unificación del pensamiento de los nacionales. Pero esta exigencia por lo correcto en el uso del lenguaje, que se deslizaba hacia lo bueno y lo bello (muy evidente en letrados como Sergio Arboleda, Rufino José Cuervo y Miguel Antonio Caro), hizo de un fuerte elemento de unificación un, aun más poderoso, dispositivo de diferenciación.

1.3. La unidad moral del catolicismo El catolicismo era valorado indistintamente como una de las principales herencias españolas al pueblo neogranadino e hispanoamericano. Para la visión conserva14

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dora, la comunidad nacional debía ser pensada como una comunidad religiosa27, algo que podía horrorizar a los progresistas, pero que al ser pensada como un conjunto cultural y definitorio del pueblo nacional era compartida por la élite nacional. Para los liberales, el problema no radicaba en el catolicismo como tal, sino en ciertas prácticas y en las instituciones eclesiásticas percibidas como fruto del oscurantismo. No obstante, los principios de la vida católica fueron apreciados como bases de una vida moral y civilizada, y como parte constitutiva del carácter del pueblo nacional. Ancízar lo expone claramente en un editorial del Neogranadino: el problema radicaba en la organización eclesiástica proveniente de una sociedad medieval pero ajena a los intereses del progreso y la civilización moderna; la solución no consistía para él, como para ningún otro, en erradicar el catolicismo, “porque esta religión es uno de los principales elementos de nuestra sociedad y un agente poderoso en ella, que impera sobre las costumbres y forma y sostiene la moral privada base de todas las virtudes publicas” (Ancízar 1848: 89). Por ello, Acosta (2002), refiriéndose a Felipe Pérez, afirma que las críticas de los liberales no eran anticatólicas sino anticlericales. En este sentido, resultan esclarecedoras las palabras póstumas de José María Samper sobre su cuñado Manuel Ancízar, publicadas en el prólogo a Peregrinación…: “No profesaba un dogma de iglesia positiva, pero creía necesaria una religión positiva, cristiana, para toda sociedad, como elemento indispensable de civilización, de orden y moralidad” (1882: 19). El triunfo de la Regeneración y su proyección en la historia demuestran el papel trascendental que se le adjudicó al catolicismo en la cohesión nacional y en el mantenimiento de un orden 28.

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“Al trabajar para mi patria, este querido pedazo de tierra que Dios me señaló por cuna, no quiero olvidarme que también soy ciudadano de la eternidad. […] Cristiano, trabajo para mi religión; ciudadano, trabajo para mi patria” (Vergara y Vergara 1867a, tomo I: 24). Además de Vergara y Vergara, Arboleda (1867) fue uno de los mayores expositores de esta visión durante la década del sesenta.

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La Regeneración fue un sueño recurrente en la visión de algunos letrados desde mediados de siglo, que deseaban la reconciliación de los distintos bandos políticos en torno a la cuestión religiosa. Casi al final de Manuela, Díaz, cercano a un socialismo católico (Mujica 1985: 24), pinta un cuadro esperado durante el transcurso de la lectura: la reconciliación del cura y el letrado respecto al papel del catolicismo. En la última de sus recurrentes conversaciones, el cura le insiste al letrado que su papel “tiende a plantear entre selvas habitadas por hombres semisalvajes lo que usted busca por otros caminos, que lo llevarán adonde usted quiere, esto es, a la república cristiana. Acuérdese usted cuando ataque al clero, de que los curas somos a los liberales de buena fe más útiles de lo que se figuran, y menos aborrecibles de lo que nos creen” (Díaz 1859a: 434); aunque se supondría que Demóstenes iba a replicarlo, en aquellos momentos del libro, cura y gólgota se funden en la unidad moral del catolicismo. Una moral que plantea modelos de vida para seguir, “porque yo igualmente adoro como Dios a ese modelo de los hombres, a ese Dios de mi madre, ese Dios de mi corazón, dijo don Demóstenes descubriéndose la cabeza y saludando elegantemente al crucifijo” (Díaz 1859a: 434). Este cuadro tiene aun mayor

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El catolicismo era apreciado no sólo como una religión oficial sino como una propiedad o parte del carácter del pueblo nacional. La descripción de un pueblo nacional eminentemente católico, como una esencia que no podía ser contravenida, era un acto a toda vista homogeneizador, basado en la caracterización de las tradiciones del pueblo del altiplano y de otras contadas regiones del país. Esta imagen homogénea, paralela a la recurrente afirmación de la necesidad de implantar y reforzar el catolicismo, evidenciaba un deseo y un ideal, imagen en la que se sustentaban los proyectos políticos de las élites nacionales. El proyecto unificador del catolicismo cobraba sentido para la nación, en medio del mantenimiento de las diferencias sociales, culturales y raciales. El catolicismo basaba su ejercicio evangelizador en el postulado de una unidad de origen de los grupos humanos. Las diferencias eran aceptadas con moderación si los grupos y personas se adscribían a los principios de una vida católica, a un mismo orden moral. Es también cierto que en el siglo XIX los proyectos unificadores en torno a la religión reiteraron la diferencia como una forma de insistir en las virtudes del catolicismo para la cohesión de un país que aparecía fragmentado. Pero ello no implicaba la neutralización de las diferencias; por el contrario, la importancia del catolicismo radicaba en que posibilitaba la contención de distintas poblaciones bajo unos mismos patrones, manteniendo e incluso consolidando un orden jerárquico en torno a lo diferente. Arboleda se refería así al caso de los esclavos negros: “Así pronto los negros se multiplicaron y se incorporaron en la nueva sociedad, sin que sirviera de obstáculo la diversidad de su color ni de su origen: eran cristianos, y el bautismo los había igualado con los demás miembros de la Iglesia” (Arboleda 1867: 60). Así ocurría con las diferencias sociales: a la élite, los valores cristianos le permitían validar la existencia de un pueblo bajo, al cual la religión le instruía en abnegación y sumisión. Igualmente, comenzó a afianzarse la idea de que los principios del catolicismo podían incidir en la formación de una vida de progreso y prosperidad material para el pueblo, impulsando en éste conjuntamente la laboriosidad, la vida familiar, la rectitud, la honestidad, la serenidad, el patriotismo y una actitud progresista (Ancízar 1853). De esta manera, se empezaría a conjurar un particular capitalismo católico relacionado con el progreso nacional, el cual brotaría con fuerza en la Regeneración (Palacios 2002a). En este escenario, los curas tenían un rol indiscutible para fundar un orden moral nacional, especialmente en las parroquias, como lo expresaban Ancízar relevancia si apreciamos que la reconciliación se dio entre las dos figuras guías de la nación y de la instrucción de los pueblos.

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(1853) y Díaz (1859a). Los curas aparecían en las regiones apartadas con la urgente labor de instruir y guiar al pueblo, como agentes civilizadores, moralizadores y progresistas: ¡El cura! He aquí el agente positivo, único quizás, de civilización para los pueblos distantes de las capitales y centros mercantiles. A la educación y mantenimiento de los curas debiera dirigirse la meditación del gobierno, persuadido de que hasta no reformarlos y levantarlos a la altura de su misión, el progreso moral, intelectual y material de la población jornalera y agricultora de las iglesias será lento. (Ancízar 1853, tomo I: 60)

****** La unidad en torno a lo nacional, desde el pasado común, las herencias hispánicas y los principios morales del catolicismo, trazó ejes diferenciadores de la población y así mismo permitió la emergencia de la figura del pueblo desde la distancia con la élite. Porque lo que estaba en juego era la definición de una élite nacional.

2. Definir la nación: definirse como élite La nación como construcción discursiva constituye a los sujetos y elementos a los que alude (Bhabha 1990a). Los sujetos que hacen suyo tal esfuerzo de definición y fundación de lo nacional son formados en y por medio de tal estrategia discursiva. En el siglo XIX colombiano, la invención de la nación se constituyó en una estrategia discursiva para definirse como élite en el nuevo orden nacional. Constituir la nación fue un proyecto por medio del cual los grupos dominantes intentaban instituirse como tales. En un país donde el capital económico no tenía la suficiente fuerza como garante de distinción social, y donde ésta estaba fundada en un orden aristocrático y cortesano que entraba en tensión con el ideal democrático de igualdad y con el lento ascenso de lo burgués, dar forma a un capital simbólico en torno a lo nacional permitía posicionarse como élite. Específicamente, ser élite nacional pasaba por delimitar un conjunto de valores, virtudes y capitales que permitieran identificarse y ser identificado como agente del ejercicio de gobierno sobre unos otros, que aparecían como sus similares y con quienes se compartía la pertenencia a una unidad cultural y territorial. Por ello, ya he afirmado atrás que los textos decimonónicos abordados aquí se refieren más a la élite nacional que los produce, que al pueblo y a las poblaciones que describe directamente. El ejercicio de construir las diferencias, de escribir sobre los múltiples otros internos, es así una estrategia para generar una identidad de élite, en oposición discursiva a lo otro (Bhabha 1990b). Este ejercicio de definición de una identidad de élite, en medio de la construcción de lo nacional, no estuvo exento de tensiones y desafíos. En la siguiente 17

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sección identifico cómo la definición de la élite transita en medio de las tensiones entre la distancia y la cercanía respecto a la figura del pueblo y en el contexto de pensarse entre lo que comienza a ser definido como lo propio y lo ajeno. Más adelante, preciso las estrategias de diferenciación social que fueron re-creadas en torno a la nación como-unidad y proyecto de igualdad política, las cuales dan forma a aquellos que ejercían el gobierno de lo nacional, alrededor de un conflicto que devenía particularmente del mismo poder escriturario en que se fundaban los letrados nacionales29.

2.1. La definición de una identidad de grupo Para la élite criolla, la conciencia de pertenecer a una tierra patria y al proyecto civilizado occidental se va deslizando hacia la idea de ser parte de una comunidad nacional, diferente de otras, que involucraba poblaciones de un origen racial y socialmente diverso. Ello implicó que aquello visto como semejante pasara a ser parte de lo otro, mientras que el otro inmediato, el pueblo bajo, resultó ser lo cercano, lo similar, desde el ambiguo discurso nacionalista. La élite que se declaraba nacional transitó entre la definición de lo que se es como parte de los grupos transnacionales dominantes y la delimitación de la particular concepción de lo propio, donde entra el pueblo nacional. La distancia antes evidente e incuestionable debía ser reforzada y recreada en el escenario del nacionalismo. El nacionalismo significó para la élite la necesidad de un doble reconocimiento: el de su pueblo y el de sus considerados semejantes transnacionales (Cf. Chatterjee 1986: 163). La definición de la élite nacional estaba circunscrita y articulada alrededor de diferentes esferas de referencia identitaria30. Antes que cualquier otra cosa, la élite

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Sobre el papel de la escritura y su relación con el poder en el siglo XIX latinoamericano, así como sus inherentes desafíos y conflictos, se recomienda revisar Rama (1984) y Ramos (1989).

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Las siguientes palabras de Santiago Pérez Triana, escritor e hijo del ex presidente liberal Santiago Pérez, en su viaje por el Orinoco hacia el exilio en Europa, revelan con fuerza las tensiones de una identidad de élite, en la cual la patria no podía constreñir la pertenencia a comunidades transnacionales, compartidas con otros semejantes: “En efecto, la patria es un accidente geográfico, merced al cual hemos de considerar como patriotas, es decir, como hermanos á todos los que con nosotros comparten ese accidente; empero, ante la justicia y ante la razón, debe buscarse la patria, y se la debe hallar, no solamente en la comunidad de origen, sino en la comunidad de aspiraciones, en la identidad de ideales. Son nuestros verdaderos compatriotas en el campo de la historia, los lidiadores, vencedores ó vencidos, por los ideales que forman la meta de nuestras aspiraciones; son nuestros compatriotas y nuestros hermanos en el campo de la vida actual, todos aquellos que luchan por los propios principios que nosotros profesamos. Ni el tiempo, ni la distancia, ni el suelo, ni el clima han de ser parte á romper esta cadena inquebrantable que ata las almas y que unifica la humanidad. Y no se crea que esto ha de disminuir nuestro amor al terruño que nos vio nacer, ni nuestro cariño por las glorias que á él ó á sus hijos pertenezcan. No es este modo

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se inscribía en el proyecto civilizador, al cual la nación se encontraba supeditada. Los grupos dominantes locales fueron, así, participes del eurocentrismo y del occidentalismo (Mignolo 2000a; Quijano 2000). Lo anterior fue determinante en el hecho de que las identidades hispanoamericanas no pudieran pensarse por fuera de los referentes trazados por la mirada europea. Una identidad dependiente de lo que señale el otro europeo fue el resultado de tal colonialidad. Estas tensiones fueron trascendentales para la construcción de las diferencias internas en medio de la unidad nacional, porque ellas determinaban justamente la constante precisión de qué nos une y qué nos distancia. Las identidades transnacionales resultaban fundamentales en el mantenimiento de la distancia con los otros propios, y propiciaban formas de unificación nacional o subcontinental.

La civilización occidental: la nación como propósito transnacional La civilización aparecía en el siglo XVIII como un concepto de carácter universal que englobaba a la humanidad –la europea– en un avance hacia un estado ideal. Este ideal humanista cobijaba particularmente a un conjunto de hombres letrados europeos, de los sectores medios en el orden aristocrático (Elias 1968), en el que desde principios del siglo XIX los criollos americanos aspiraban a situarse. Esta acepción del concepto de civilización permitió a los criollos hispanoamericanos pensarse como parte de un propósito mundial, en el que compartían una identidad con el conjunto de letrados y humanistas que abogaban por el avance de la civilización. Mariano Ospina, fundador del Partido Conservador, lo expresaba así cuando se refería a “un linaje humano” (1849: 74) en “el curso de la civilización” (1849: 76). Pero el avance y curso de la civilización fue el desarrollo del colonialismo europeo en ultramar, el cual modificaría esta concepción. Después de la conquista de América, y con el adelanto colonizador de las nuevas potencias noratlánticas, la civilización fue equiparada a una entidad geocultural que tomaba más claridad: Europa (Quijano 2000: 211). Este colonialismo generador de lo europeo, sumado a la emergencia de las naciones en el siglo XIX, hizo que el concepto de civilización se presentara con mayor fuerza como lo opuesto a la barbarie. Así se consolidó una escala jerárquica de pueblos y naciones en torno a la civilización y a la barbarie, en la cual la categoría de raza cumplía un rol determinante (Rojas 2001: 53). De allí que la civilización fuera al mismo tiempo un estadio por alcanzar y un estado calificativo en el que se autoproclamaban ciertos estados.

de ver las cosas sino una ampliación de la idea de la patria, [...] el cual nos toca ejercitar nuestras fuerzas, y que debemos fecundar con nuestro sudor ó nuestra sangre en defensa de ideales más grandes y más hermosos por pertenecer á toda la humanidad” (1897: 77, 78).

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Las naciones hispanoamericanas se constituyeron en proyectos localizados de la civilización, en proyectos cosmopolitas de ser parte del mundo moderno. La lucha de la civilización contra la barbarie fue una cruzada transnacional, nacionalizada por las élites locales, que validaban su posición por medio de esta lucha31. La identidad de la élite letrada quedó ligada a la idea de civilización, que, proyectada hacia Europa, imponía “el deseo mimético de ser europeo” (Rojas 2001: 51). Una cuestión que aparecía apenas natural para los letrados, quienes, por su condición criolla, durante buena parte del siglo XIX se autorrepresentaron como europeos de ultramar (Martínez 2001: 531). El deseo civilizador funcionó así como generador de jerarquías internas, permitiendo a la élite marcar y definir distancias frente al pueblo. En el siglo XIX, la identidad de la élite nacional se formó en medio de una obsesión por el reconocimiento como semejante civilizado por parte del europeo. Al validar el discurso civilizador occidental, la élite nacional corrió el riesgo de ser tachada de inferior, por lo que se mantuvo en un esfuerzo constante de presentarse, principalmente por medio de sus producciones intelectuales, como parte de la civilización y, por ende, como parte de Europa. De esta manera, reforzó el eurocentrismo, entendido como el conocimiento de sí mismo filtrado por la construcción de lo europeo como centro del mundo moderno (Quijano 2000)32. El colonialismo europeo sobre los hispanoamericanos fue viable porque, en últimas, éstos estaban colonizados por sí mismos. En el siglo XIX colombiano, la referencia a Europa, la construcción misma de esta entidad, fue una vía de la formación de identidad de distintos grupos sociales (Martínez 2001). Para las élites nacionales, dar forma a la civilización, proyectada en Europa, fue una estrategia de definición y validación de su ejercicio de gobierno sobre los otros, en tanto se representaban como civilizados, criollos y europeodescendientes.

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Aunque, como lo expone Martínez (2001), la lucha civilizadora contaba con diferentes elementos según el conservatismo o el liberalismo –para el primero, la civilización era equiparada con la consolidación del catolicismo, y la barbarie se evidenciaba desde el paganismo indígena hasta el anticlericalismo de los liberales; mientras que, para el segundo, la civilización era parte de los ideales de la modernidad democrática y la barbarie podía verse en el fanatismo y el oscurantismo de la Iglesia–, es aun más cierto que la civilización significó en general la difusión y formación, por medio del establecimiento de la nación, de un modelo de vida industrioso, de moral cristiana, patriótico y educado, un batallar constante contra la barbarie de ciertas poblaciones y naturalezas, y una forma de modelar y usar la diferencia para instaurar jerarquías raciales y sociales.

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Sin embargo, que los letrados se hayan comprendido desde los ojos de Europa no fue un simple acto de subyugación a esta entidad geocultural, sino un efecto de la misma invención de Europa, basada en la idea de civilización, desde Hispanoamérica y Colombia. Europa y, más adelante, el hemisferio occidental en general fueron creados como centros de poder, de conocimiento y de modernidad, por las dinámicas propias del mundo moderno/colonial, en el cual participaron activamente los grupos dominantes de las regiones que eran pensadas, a su vez, como periféricas.

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La nación como proyecto de unidad y diferenciación

Criollos e hispanoamericanos La conciencia criolla fue el primer sustento en la formación de una identidad de élite nacional; una conciencia fundada en el rechazo a la dominación española, pero marcada y plausible por su herencia. Por tal razón, la identidad criolla se debatió en sus fundamentos antes, durante y después de la Independencia. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, lo criollo emergió desde una diferencia colonial, en palabras de Mignolo (2000a, 2000b), impuesta por la arbitraria distinción del lugar de nacimiento, que negaba, entre otras cosas, la ocupación de cargos importantes en el régimen colonial. Como lo explicó Anderson (1991), esta fatalidad del lugar de nacimiento generó una conciencia de identidad básicamente territorial. “El patriotismo territorial” (Domínguez 2000) de los primeros criollos no puede prestarse a confusiones con la idea de nación; desde la posición del criollo, había una absoluta distancia respecto a las poblaciones que habitaban su mismo territorio (indios, negros y mestizos); esto se evidencia claramente en dos de los textos más reconocidos de Caldas en el Semanario (1808a, 1808b; Cf. II/1.1). Lo criollo resultaba ser así una “doble conciencia”, eminentemente geopolítica ante Europa y racial ante la diferencia interna con las poblaciones negras e indias (Mignolo 2000b: 68-69). Lo criollo formaba una comunidad en el conjunto de las colonias hispanas en América entre los grupos que pugnaban por el dominio de su tierra patria, aunque circunscritas a unidades administrativas y territoriales particulares (König 1994). Era una comunidad de élite que reclamaba su dominio y su posición frente a los españoles, por el hecho mismo de ser hispanodescendientes, herederos de los primeros conquistadores. Esta tensión determinaría persistentemente su posición. Constituirse más adelante en élite nacional fue la forma que tomó lo criollo en su lucha por la autodeterminación. Durante e inmediatamente después de la Independencia, la conciencia criolla se difuminó para dar paso a una americanidad, en la cual los criollos, mestizos e indios conformaban una comunidad de oprimidos frente al otro invasor. Lo americano fue reiterado en la propaganda independista como sustento y legitimidad de las luchas por la separación de España (König 1994). Empero, la identidad criolla nunca salió del escenario; después del fulgor independista, ésta fue reforzada como marcador de origen diferenciado respecto al pueblo bajo, los negros y los indios. La Madre Patria renació estando seguro el control de la tierra patria. En este marco, la identidad hispanoamericana fue una vía para la resolución de una tensión implícita en lo criollo: ser a la vez el agente de destrucción del pasado colonial-español y fruto viviente de ese orden pasado. Si bien lo hispano21

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americano hacía referencia a un subcontinente y englobaba a las poblaciones que allí habitaban, funcionó como una identidad de los grupos dominantes de esta parte del mundo, para ser reconocidos ante Europa, construyendo la imagen de una entidad geocultural particular y distinta al resto del globo. América e Hispanoamérica, en particular, fueron reinventadas desde la categoría del Nuevo Mundo. Letrados como Samper (1861) y Arboleda (1867) la utilizaron para recalcar en principio la infancia y la juventud del continente, excusando de alguna forma el estado caótico y revolucionario del subcontinente, y su camino intermedio hacia la civilización. De igual manera lo expuso Torres Caicedo (1865: 102) cuando se refería a “la anciana Europa”. No obstante, la imagen de un Nuevo Mundo fue aun más poderosa; ella remitía a la visión de una resurrección de todo el globo: a partir de América, el mundo entero sería nuevo. Este Nuevo Mundo, aunque se inició en la Conquista y colonización ibéricas, surgió con fuerza desde las guerras de independencia. Nuevos hombres, fruto de la mezcla progresiva de las tres grandes razas, emergerían de ella como garantía de la unidad de la humanidad y de la limpieza racial en torno a lo blanco, a los hijos de Jafet, al extremo y real occidente, que reviviría a Europa (Mignolo 2000a: 25). Esta nueva raza criolla en surgimiento estaba destinada a la regeneración del mundo desde los principios de una civilización occidental católica33: No en vano ha traído la Providencia a este fértil suelo de América […] las tres grandes razas de la humanidad, dándoles una misma lengua, una misma religión, unas mismas instituciones y una misma historia. Parece que sin temor podemos creer que el Nuevo Mundo va a ser el teatro espléndido en que se represente el último y más importante acto del portentoso drama de esta civilización, que nacida entre los hijos de Can, fecundada entre los de Sem por la verdad revelada, y desarrollada luego entre los de Jafet, bajo el benigno clima de Europa, viene ya a América con el vigor necesario para acometer y vencer a su gigantesca naturaleza, y presentarnos a todas las razas unidas, participando de los mismos bienes y cooperando juntas a la producción de los últimos y más sazonados frutos de la doctrina de amor y libertad. (Arboleda 1867: 49) Jafet, Sem y Chan se han dado el abrazo fraternal en el Nuevo Mundo, tendiendo á reconstruir la unidad de la especie humana; mas no la unidad estancadora de la uniformidad, sino esa unidad progresista y cristiana que se traduce en este fenómeno admirable y sublime: la armonía de la diversidad! (Samper 1861: 76)

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La visión de Arboleda y Samper fue esencialmente católica. América garantizaba la unidad de los hijos de Noé, es decir, volver a la unidad originaria. Por ello, Samper equiparó el Nuevo Mundo con el valle de Josafat, el lugar donde Dios reuniría a todas las naciones en el fin de los tiempos (1861: 81). Estas imágenes hacían parte de lo que Castro-Gómez (1998) llama el hispanoamericanismo, como las representaciones producidas sobre lo hispanoamericano desde los pensadores subcontinentales.

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En general, la élite nacional se identificó, durante la segunda mitad del siglo XIX, más como hispanoamericana que como americana. Esto se debía a que Estados Unidos ya comenzaba a apropiarse del rótulo de lo americano y, precisamente, la élite hispanoamericana se reconocía como una comunidad de origen compartido claramente diferenciado de la tradición anglosajona (Samper 1861; Torres 1865)34. Por esto mismo, el uso reiterativo de lo hispanoamericano evidenciaba la incapacidad de la élite nacional para pensarse como grupo dominante por fuera de la ascendencia española, tan latente todavía y tan efectiva como marcador de distinción social. Así, lo hispanoamericano podía funcionar paralelamente como una vía de ser en el mundo civilizado, al ser parte de una tradición europea, una forma de unificar a la población nacional en torno a lo hispánico, y una estrategia de diferenciación interna por medio del mantenimiento de una comunidad transnacional con sus “hermanos [los españoles] por la raza, las tradiciones y otros poderosos vínculos” (Samper 1861: 12)35. No obstante, la identificación de lo hispanoamericano significó una posición subordinada en “la intersubjetividad mundial” (Quijano 2000: 209), porque los letrados nacionales se leyeron y se representaron a sí mismos desde la óptica europea, desde la división internacional de la subjetividad que había conformado el eurocentrismo. En particular, en los textos de Vergara, Arboleda y Samper, el carácter hispanoamericano era descrito como parte de los pueblos meridionales y latinos, en los cuales se ubicaba España. Esta referencia geográfica, en clara diferencia con los pueblos noreuropeos, designa una forma de ser imaginativa, cálida, social y pasional. Lo imaginativo se resaltaba en la creación literaria, mas no en la creación de conocimiento científico y racional, que correspondía a los pueblos anglosajones. Esta facultad se expresaba particularmente en la lengua

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Esta conciencia cobraba fuerza en los viajes al exterior que realizaban las élites colombianas, donde la sensación de ser discriminados por los europeos o norteamericanos reforzó su sentido de pertenencia y origen (Martínez 2001). Estos encuentros conflictivos con lo otro norteamericano se evidencian en las confrontaciones por la apropiación del canal de Panamá a mediados de siglo XIX (McGuinness 2003). Sin embargo, la categoría que allí cobró fuerza, por el carácter de aquel conflicto, fue la de Latinoamérica. Ésta provino de los círculos intelectuales hispanoamericanos de París y, en especial, fue promovida por el neogranadino José Torres Caicedo (1865), quien insistía en ella como una forma de generar una federación fuerte, que incluyera a Brasil y a los pueblos colonizados por Francia, para interpelar a Norteamérica y a Europa (1865: 96-103). Lo latinoamericano tomaría mayor relevancia en el siglo XX, frente al avance estadounidense, y en parte no fue tan significativo en el siglo XIX porque implicaba que el punto de referencia directo no fuera España.

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Esta comunidad podía llamarse como el título del periódico en el que apareció publicado originalmente el libro de Samper (1861): Los españoles de ambos mundos. A esto mismo se refería Arboleda con la sentencia “Seamos lo que somos: no ingleses, no franceses, no americanos del norte sino españoles de América del Sur” (1867: 207).

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castellana, de origen romance, y de allí la insistencia en su cultivo, como desarrollo de los talentos propios de la raza; así lo expresaba Arboleda: Con tanta o más inteligencia que las razas del norte, pues supo producir la civilización, el hombre del mediodía las excede con mucho en facultades imaginativas. Nuestro lenguaje mismo es favorable a la imaginación y a las pasiones: variado, armonioso, poético. Abundante en sinónimos, se presta admirablemente a lo declamatorio y conmovedor. En tierra española, no hay escrito bueno si no encanta el oído, si no agita el corazón. (1867:203)

El genio y la inteligencia del pueblo hispano estaban centrados así en el desarrollo de un mundo sensible opuesto al de la razón. Por esta misma vía se afirmaba: “Nuestras razas latinas, al contrario, sustituyen la pasión al cálculo, la improvisación á la fría reflexión, la acción de la autoridad y de la masa entera, á la acción individual” (Samper, 1861: 34). Parte de la explicación de la violencia y de las revoluciones hispanoamericanas se encontraba en este desenfreno pasional. De esta manera, la herencia cultural de la raza latina, la doble ubicación meridional –del pasado mediterráneo y del trópico americano– y la acción climática ardiente moldearon la subjetividad de los pueblos hispanoamericanos, en franca oposición con los del norte, que eran el modelo de una subjetividad moderna: racional, reflexiva, individualista –no comunitaria– y autocontrolada. Una subjetividad que posicionó a Europa como productora de conocimiento, subordinando a Hispanoamérica a su examen calificador36. Frente a esta posición subordinada, la mayoría de pensadores nacionales, y con más fuerza en el proyecto regenerador, valoró lo hispánico y latino por sus principios morales fundados en el catolicismo romano. La religiosidad, la fe, la caridad, la sensibilidad y el espíritu comunitario caracterizaban a los católicos hispanos, en oposición a los fríos, racionales y ateos europeos.

2.2. Orden nacional y estrategias de diferenciación Nación, democracia y diferenciación social —Eso no me diga usted, porque yo venero el dogma de la igualdad entre todos los ciudadanos. —¿Luego hay igualdad?

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Ello reforzó la búsqueda del reconocimiento de Hispanoamérica y sus élites por parte de Europa. Al respecto, revisar el reclamo hecho por Samper a Europa por no percibir a América desde otros conocimientos distintos al naturalismo y la geografía (1861: 6). Igualmente, ver la discusión en este mismo libro y en el prólogo de Museo de cuadros de costumbres, publicado en 1866, sobre la importancia de la claridad del nombre del país, para no ser confundidos con otras naciones.

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—Sí, señor: la república no puede existir sin haber igualdad. —¡Ja, ja, ja! Me reigo de la igualdad. —¿Cómo no? La igualdad social. ¿Luego usted no cree que todos somos iguales en la Nueva Granada? —¡Ja, ja, ja! —¿Por qué se ríe usted? —Porque su mercé es tan igual a yo, como aquel botundo a esta mata de ají. —Está usted muy retrógrado, taita Dimas; el dogma de la igualdad es indispensable entre nosotros. —¿Y por qué no me saluda su persona primero en los caminos y se espera a que yo lo salude? ¿Y por qué le digo yo mi amo don Demóstenes y sumercé me dice taita Dimas? ¿Y por qué los dueños de tierras nos mandan como a sus criados? ¿Y por qué los de botas dominan a los descalzos? […] ¿Y por qué los que saben leer y escribir, y entienden de las leyendas han de tener más priminencias que los que no sabemos? […] ¿Y por qué los blancos le dicen a un novio que no iguala con la hija, cuando es indio o negro? (Díaz 1859a: 242) La implantación del Estado-nación sólo era posible para los criollos si lograban incorporar en la población un sentido de pertenencia a la unidad abstracta nacional. Las guerras por la independencia y el sentido de soberanía y delimitación de la nación se sustentaron en la proclama de una igualdad política de los miembros que conformaban la comunidad del nosotros. Esta retórica nacionalista y la propaganda política, fundadas en las leyes, la instrucción pública, los textos literarios y geográficos, imponían particularmente a las élites nacionales el desafío de ser con otros que eran representados como semejantes. La insistencia en la igualdad política, para sustentar una república democrática, y la imagen de un pueblo que a su vez la fundamentaba obligaban a los grupos que pretendían el dominio de lo nacional a validar estas ideas, al mismo tiempo que a garantizar su posición en el orden nacional. En los textos de la élite decimonónica se evidencia este desafío, como lo expresa Díaz en la particular conversación que abre esta sección; a fin de cuentas, la escritura debía ser el escenario de resolución de una contradicción que en parte había surgido en su seno. Este desafío se ampliaba, en la medida que los principios de la democracia entraban en contradicción con las rígidas formas de diferenciación pervivientes37.

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Entre la retórica nacionalista y las prácticas sociales existía una amplia brecha, la cual fue cuestionada por Díaz (1859a, 1859b, 1860) en sus obras, como un individuo en la frontera entre el

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Precisamente, el primer reto para la élite nacional consistía en re-crear estrategias de distinción social que venían siendo socavadas por la democracia, el principio de unidad nacional y la progresiva diferenciación del entramado social en una sociedad que se iba tornando capitalista. Este reto era particularmente importante para los grupos dominantes, que habían fundado su distancia frente al pueblo bajo en un orden aristocrático-cortesano proveniente de la tradición hispánica y de la sociedad estamental del régimen colonial38. La constitución de un orden nacional por parte de la élite permitió la modelación de un “espacio social” (Bourdieu 1989a) rígido, en torno a principios de diferenciación que determinaran quién ejercía el gobierno sobre los otros. A partir de lo nacional, fue re-creada una sociedad estamental jerárquica donde emergían sus dos entidades opuestas: la élite y el pueblo. La figura del pueblo, más que revelar una idea de unidad, se constituyó, entonces, en una forma de generar distancias, aunque bajo la pretendida cercanía posesiva de nuestro pueblo (Cf. I/3.1). No obstante, todo este esfuerzo de crear un orden rígido en torno al gobierno de lo nacional revela una obsesión, fruto del miedo de aquellos que se consideraban élite. La obsesión era definir y trazar reiteradamente los límites de quién debía componer “la nobleza de estado” (Bourdieu 1989b), como una posición de poder. Posición a la que aspiraban no pocos, en un país donde el capital económico no era tan poderoso, y donde el capital social se había desplegado desde la Colonia hacia la ocupación del gobierno del territorio y la población, ya fuera desde la burocracia o desde la mera actividad letrada39. Esta obsesión revela un gran temor y la fragilidad del “campo de poder” (Bourdieu 1989b), frente al surgimiento del pueblo como actor de la lucha política. El pueblo bajo se podía

letrado y el campesino, entre Demóstenes y Dimas. No falto de una fuerza dramática y de ironía, Díaz (1860), escribía en un novela corta sobre los indígenas pescadores de Funza que “María lloraba en el seno de la república más democrática del mundo, los ultrajes de un despoje en su familia, de un reclutamiento, de una prohibición sobre el uso libre de las aguas” (279), y más adelante, “La tumba fue el único atributo de igualdad para María; la fraternidad fue tal como se ejerce con los pobres de la Nueva Granada” (282). 38

Sergio Arboleda, desde Popayán, fue uno de los mayores representantes de este orden aristocrático en medio de lo nacional; refiriéndose a la igualdad, afirmaba: “Bien, pues, en lo político, cada ciudadano use con libertad de sus recursos físicos e intelectuales y se coloque en la esfera social que le corresponda por sus virtudes y talentos; y quedará reducido a sus verdaderas proporciones el famoso dogma de la igualdad” (Arboleda 1867: 177).

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Para Bourdieu, existen diferentes tipos de capital, de los cuales los más significativos son el capital económico –acumulación y posesión de dinero y bienes materiales–, el capital cultural –acumulación informacional– y el capital social –suma de los recursos y capitales que confieren poder a un individuo o a un grupo– (Bourdieu y Wacquant 1995: 82).

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rebelar frente al orden claro e instituido que alguien como Florentino González había ayudado a fundar: Queremos, pues, una democracia ilustrada. Una democracia en que la inteligencia y la propiedad dirijan los destinos del pueblo; no queremos una democracia bárbara en que el proletarismo y la ignorancia ahoguen los gérmenes de la felicidad y traigan a la sociedad en confusión y desorden. (Florentino González, citado en Rojas, 2001: 119)

A partir de allí, los conflictos entre los de levita y los de ruana marcaron el temor de una posible sublevación del componente bárbaro de la sociedad, guiado por caudillos ambiciosos, sobre la parte civilizada e instruida para el gobierno (Arboleda 1867 y Samper 1861). Esta representación de lo bárbaro y lo civilizado, del pueblo peligroso y de la élite gobernante, cobraba sentido, con toda su simpleza y ambigüedad, en un escenario complejo, en el que emergían nuevos grupos sociales en torno a la economía agroexportadora y a los conflictos con el artesanado.

Estrategias de diferenciación y signos de distinción He insistido en la categoría de élite nacional como aquella que agrupa al conjunto de hombres (claramente no mujeres) que intentaban constituirse como los agentes de ejercicio de gobierno sobre los otros comprendidos como semejantes en los relatos de lo nacional. En el siglo XIX, este ejercicio de poder era descrito en términos rígidos y aristocráticos de conducción, guía, modelación y normalización de la élite sobre el pueblo nacional. A continuación, preciso brevemente el conjunto de capitales y recursos que eran movilizados y expuestos para la consecución de un capital simbólico-nacional: un capital reconocido por tener el poder de ejercer el gobierno y la clasificación40. La élite nacional se definió a sí misma en torno a la idea del linaje. Una idea que era propia de la sociedad que ha sido llamada estamental, de los siglos XVII y XVIII, como determinante de estatus y honor en los miembros de las capas altas (Maravall 1979). En el siglo XIX, la idea del linaje era recurrente para señalar la pertenencia al grupo de dominio de lo nacional. Pero no en su sentido original como pertenencia a una nobleza cerrada y definida por mandato divino o a un grupo familiar del cual se heredaban naturalmente y por vía directa los abolengos y los títulos de nobleza. Más bien, el linaje de la élite nacional hacía alusión a la pertenencia a un grupo social de claro origen hispánico, asociado a marcadores racializados como la blancura y las facciones, y con una serie de rasgos y virtudes que hacía a

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El capital simbólico es definido por Bourdieu como la suma o la transmutación de los distintos capitales en uno que precisa la capacidad para producir y reproducir los esquemas de clasificación, el capital significativo en el juego de marcar la diferenciación (Bourdieu 1989a, 1989b).

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sus miembros propicios para el ejercicio del gobierno. El linaje señalaba también el origen de los individuos en una de las buenas y distinguidas familias que con sus crianzas y enseñanzas transmitían valores y virtudes a sus miembros. Aunque desde esta visión el linaje no transmitía directa e incuestionablemente unos valores, la insistencia en el origen racial y social fijaba y naturalizaba la pertenencia exclusiva de unos pocos al linaje de la élite nacional. Paralelo al de linaje, el término de castas seguía siendo ampliamente utilizado como su equivalente, para referirse al origen negro e indio, como ocurría en el siglo XVIII (Jaramillo 1965)41. Este énfasis en el linaje es evidente en la insistencia paralela en la sangre o pureza-limpieza de sangre; la cual, precisamente, era pensada como el vehículo transmisor del linaje, reforzando la idea de lo heredado, de un origen particular y de la pertenencia a un grupo social. La pureza de sangre garantizaba un origen claro a una distinguida cuna-familia y al tronco de ascendencia hispánica-blanca. Claro que no en el sentido de nobleza de sangre de la sociedad estamental (Jaramillo 1965: 177-181), ni en el sentido de la genética hereditaria del siglo XX. Esto ocurría en un escenario en el cual el mestizaje precisamente parecía borrar tales signos, y en el que grupos ascendentes con medianos capitales económicos podían ser un riesgo para la distinción. Respecto al mestizaje, es importante anotar que desde la idea del linaje del siglo XIX, éste no era negado o menospreciado, sino que era constituido como un atributo del variado pueblo, incluso positivo, pero en franca oposición a la caracterización que la élite hacía de sí misma. En este contexto, la fisonomía “blanca” era apreciada como un signo del linaje y la sangre. Una fisonomía racializada, es decir, convertida en atributo y valor racial (Wade 2000, 2003a). El linaje, la sangre y la fisonomía fueron así racializados, aunque expuestos en un orden casi estamental42. Ello hizo posible

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Desde una perspectiva crítica, Eugenio Díaz expuso claramente la idea del linaje en su sugestiva novela corta Federico y Cintia, o la verdadera cuestión de las razas (1859b). El padre de la protagonista, Cintia, es un político-literato que se opone radicalmente a la relación amorosa de su hija con Federico, quien además de mulato era artesano. El nombre ficticio de aquel letrado no podía ser más diciente: Vicente de Lugo y Quesada. Ésta es la percepción de Díaz: los gobernantes nacionales son descendientes de los primeros conquistadores ibéricos, que basan su linaje en la discriminación de los no puros de sangre.

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La fisonomía corporal y, especialmente, el color de la piel eran claramente relacionados con el linaje. Así le recordaba el letrado a Federico, en la mencionada novela de Díaz: “le mandé decir a usted que pusiera los ojos en una buena muchacha de su mismo linaje, que usted era un honrado artesano, pero de un colorcillo que no me gustaba” (1859b: 337). Sin embargo, nótese que, contrario a la idea del linaje en la sociedad estamental (Maravall 1979), éste no determinaba naturalmente el honor, aunque en este caso ello no importase, porque eran muchos más los valores asociados a la elaboración racial de la fisonomía.

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que los oficios y las actividades fueran también racializadas (Cf. II/2.2). El ejercicio letrado y de gobierno estaba prácticamente reducido a aquellos que se representaban como hombres blancos y de origen europeo43. No obstante, la diferenciación debía enriquecerse en una sociedad cada vez más abierta y compleja. La escenificación de un conjunto de elementos estéticos debía ser un marcador de la posición social. Aunque se insistiera en la división de la población entre los de levita y los de ruana, los calzados y los descalzos44, la apariencia corporal no se reducía a esta oposición básica45. El verdadero letrado y el hombre público se distinguían y se hacían notar por medio de sutiles rasgos que fueran a la vez sencillos y elegantes; es decir, lo notable del notable era no hacerse notar tanto (ver la ilustración 1). El traje, el porte y la compostura debían estar de acuerdo con este principio. Ello cobraba fuerza, en la medida que los grupos sociales emergentes podían apropiarse de bienes suntuosos para enfatizar en sus recientes riquezas. De allí que para los letrados el valor de la apariencia no se encontraba en la exhibición del capital económico sino en un capital simbólico y social fundado en juicios estéticos como el buen gusto46. La serenidad en el continente, el decoro y el recato en el vestido, el desenvolvimiento corporal adecuado y las buenas maneras entraban a complementar la apariencia corporal, además como un reflejo exterior de la condición moral (Cf. Pedraza 1999: 38-42, 66-77). Por ello se insistía en una correspondencia entre la forma moral y la física que componen al individuo distinguido (Samper 1882).

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La historia de esta división se remonta a la exclusión de los no limpios de sangre en las universidades coloniales, cuyo sistema educativo fundamentó el círculo letrado blanco en las ciudades, así como la segmentación de oficios nobles –la jurisprudencia y la filosofía, por ejemplo– e innobles –oficios artesanales y trabajos manuales– (Jaramillo 1965: 184-188).

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Para apreciar ampliamente la división estética –en la fisonomía y los atuendos– entre élite y pueblo, se recomienda revisar Manuela de Eugenio Díaz (1859a).

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Ésta fue un marcador de posición social muy reiterado a mediados de siglo, relacionada sobre todo con la división de oficios y actividades entre citadinos y campesinos agricultores, y entre letrados y artesanos. Por ello, un escritor como Díaz despertaba tanta curiosidad y, no menos aun, reticencia. En el relato que hizo Vergara y Vergara (1865: 561) de su primer encuentro con Díaz, no era una anécdota más la referencia al atuendo visiblemente campesino, de ruana y alpargatas, de este último, el cual entraba en claro contraste con la elegante levita negra o gris de los letrados comunes.

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Páez (1866), en un viaje a tierra caliente, elaboró un cuadro muy diciente sobre la distancia entre riqueza y capital social. Él visita a unos compadres suyos que se han venido enriqueciendo con el trabajo agrícola en sus propiedades. A pesar de la superioridad de riqueza de ellos frente al letrado, este último los califica como campesinos. Un término cargado de connotaciones estéticas en el lado opuesto del urbano letrado. En sus compadres no encuentra ni elegancia, ni buen gusto, ni progreso, ni educación. Allí sólo había opulencia y excesos en la comida, los atuendos, la reproducción y la corporalidad.

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“Era notable en aquel tiempo el distinguido escritor y profesor, por la elegancia de su porte, por la belleza aristocrática de su continente y por lo caballeresco de sus maneras y la pulcritud de toda su persona” (Samper 1882: 13). Como es evidente, la apariencia no se reducía al atuendo sino que se complementaba con el trato, las buenas maneras y los signos corporales racializados. Esta elaboración de la apariencia y el comportamiento corporal era necesaria por el carácter sociable del hombre de élite (ver las ilustraciones 2 y 3). La estetización de la vida social, originada desde la cortesanía y la urbanidad decimonónicas, instituyó formas de distinción social que debían ser reconocidas por todos (Pedraza 1999). El adecuado desenvolvimiento en la vida social, siguiendo una cuidadosa gramática corporal, distinguía a los notables y gentiles hombres sobre el resto de la población. En particular, a los miembros de la élite nacional los caracterizaba su activa sociabilidad en las tertulias literarias, las reuniones sociales y las actividades políticas (Cf. Gordillo 2003). El letrado sólo era posible en medio de lo público y lo social: la conversación, la discusión y la escritura y presentación de textos. La sociabilidad era comprendida como valor central de una vida civilizada. Con todo su conjunto de categorías y jerarquías, la civilización ofrecía a la élite una plataforma para definirse como tal. Por el momento, es necesario enfatizar en dos sentidos que cobra lo civilizado en la caracterización de la élite nacional, aparte de su ya evidente oposición a lo bárbaro y de su extensa riqueza semántica. En primer lugar, lo civilizado remitía al civismo y a la civilidad como atributos de los hombres públicos para la disposición al control y al comportamiento adecuado para la actividad política. El respeto, la contención, la serenidad, la participación y la discusión constituían sus valores más preciados; los cuales distinguían al notable del vulgo conflictivo –artesanos o campesinos–. En segundo lugar, al hombre civilizado lo definían su capital cultural y escolar. Era el hombre ilustrado, frente a una masa bárbara y sumida en la oscuridad de la ignorancia, quien debía guiar los destinos de la nación. Ello podría ser conflictivo para la élite, puesto que para fundar la nación ésta necesitó de la formación y educación del pueblo nacional. Eran necesarios más lectores para difundir la retórica nacionalista y más almas y cuerpos modelados bajo sus principios. El conflicto radicó en que la educación fisuraba la estructura rígida de una sociedad aristocrática-letrada, en la medida que brindaba la posibilidad de la movilidad y el ascenso a nuevos grupos sociales, y generaba más lectores y escritores que podrían socavar el restringido círculo letrado 47. En este esce-

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Esta tensión entre el poder de la escritura para la nación y la ciudad letrada, conformada desde la Colonia latinoamericana, es advertida por Rama (1984: 62-67).

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Ilustración 2 Carmelo Fernández (1850). Notables de la capital. En Codazzi (1851). Ilustraciones como ésta y la siguiente son recurrentes en los cuadros de la Comisión Corográfica, bajo la idea de demostrar la presencia de notables en las ciudades y pueblos como elementos centrales de su progreso (Ancízar 1853, Cf. II. 2.2). Los notables eran distinguidos en los cuadros por su cortesanía, buen trato y carácter sociable, en claro contraste con la representación que se hacia de otras poblaciones, en los mismos o en otros espacios (ver la ilustración 9) (Cf. Restrepo 1999: 51-52). En Tunja, seguramente acompañado de Fernández, Ancízar afirmaba: “Los artesanos y jornaleros no abandonan las pesadas ruanas que les embarazan los movimientos, ni han dejado aquel exterior abatido que en los tiempos coloniales revelaba el menosprecio en que eran tenidos. En compensación las gentes acomodadas demuestran gusto y aseo en el vestido y las habitaciones, particularmente las damas, que son bellas, agraciadas y de una elegancia señoril sin afectación ni quijotería, candorosas y en extremo sensibles para las afecciones domésticas” (1853, tomo II: 57).

Ilustración 1 Carmelo Fernández (1850). Notables de la capital. Tunja. En Codazzi (1851). El cuadro resalta como su eje al hombre notable, a pesar o, mejor aun, por la misma sencillez de su atuendo. Una sencillez que no deja de ser compleja; el conjunto de sombrero de copa alta, el chaquetón, los zapatos y la barba así lo evidencian.

Ilustración 3 Carmelo Fernández (1850). Tipos notables de la capital, Santander. En Codazzi (1851). Hombres y mujeres notables, cada uno por separado, despliegan en algún salón su sociabilidad; mientras los primeros conversan, tal vez prolíficamente, las segundas llevan su conversación discretamente como corresponde.

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nario, por un lado, el sistema educativo se consolidó como una estructura jerárquica de distinción, en el que la instrucción pública era el dispositivo educativo para la gran masa poblacional, y la educación superior, en conjunción con el capital social y cultural heredado, instituyó “títulos de nobleza” (Bourdieu 1979) desde los títulos académicos. Por otro lado, “la ciudad letrada y escrituraria” (Rama 1984) se reforzó ante el advenimiento de nuevos escritores. La gramática, la retórica y los estudios literarios fueron encumbrados en el esteticismo, donde el buen juicio era supeditado al buen gusto y donde lo correcto daba paso a lo bello y, por lo mismo, a lo bueno (Cf. Gordillo 2000). La distinción-distancia entre élite y pueblo fue remarcada por medio de las bellas letras. En palabras de Rufino J. Cuervo, en sus Apuntaciones críticas (1876): Es el bien hablar una de las más claras señales de la gente culta y bien nacida, y condición indispensable de cuantos aspiren a utilizar en pro de sus semejantes, por medio de la palabra o de la escritura, los talentos con que la naturaleza los ha favorecido: de ahí el empeño con que se recomienda el estudio de la gramática. (Citado en Pineda 2000: 107)

Estos estudios fueron, así, claramente constituidos en saberes para la distinción, en especial, de dirigentes y gobernantes, desde los cuales el saber decir era equiparado con el saber gobernar (Cf. Deas 1993; Ramos 1989). El círculo letrado se reforzó además, como lo venía haciendo desde la Colonia, en su carácter urbano, tanto por su ubicación y su forma eminentemente citadina, en contraposición con los valores, actitudes y paisajes adjudicados al campo y lo campesino, como por el cuidado riguroso y ordenado en su desenvolvimiento público y social48. Los letrados insistían en el carácter urbano, para imponer a ciudades como Bogotá como centros de dominio, civilización, conocimiento y producción cultural, en un escenario en el que estas ciudades eran pequeñas, parcialmente aisladas, pobres y rodeadas de extensos campos, bosques, selvas y conflictivas parroquias. La letra, la cultura, la civilidad y la sociabilidad intentaban suplir las carencias de dominio de las ciudades y sus élites, que poblaron, por medio de su escritura, de barbarie, desiertos, soledad, violencia e incultura a los otros territorios y poblaciones.

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De nuevo, la posición y los escritos de Eugenio Díaz son útiles para pensar en este punto. Pese a que, para alguien como Vergara, Díaz había escrito “la verdadera novela nacional”, con la cual se inauguraba El Mosaico (Vergara 1865), sus textos recibieron fuertes críticas de escritores como Carlos Martínez y José Manuel Marroquín. Éstos señalaban que su lenguaje no era el adecuado, su gramática no era la precisa y sus expresiones no eran las mejores, reiterando al mismo tiempo su condición campesina (Mujica 1985). La condición fronteriza de Díaz y los juicios estéticos a los que fue sometido son evidentes en la crítica directa que él hacia de lo letrado, por medio de personajes como Demóstenes (1859a) y De Lugo y Quesada (1859b). Por ello, en el prólogo que Camacho (1889: 217) hizo de Manuela cuestionó la caracterización que Díaz hizo de Demóstenes, no sin antes explicar el origen y la importancia de este tipo de personajes.

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Aunque el poder letrado se imponía en los saberes de distinción, su verdadera fuerza en el contexto nacional se deslizó hacia nuevos saberes desde los cuales la élite nacional se proclamaba como tal, en tanto portadora del conocimiento de la nación. Lo letrado se mantenía así como posición de poder, no tanto por su rigurosidad y estética, sino por el mismo poder de la escritura y de la palabra para dar un orden y un sentido a las cosas. Los textos naturalistas, jurídicos, políticos, sociológicos, etnográficos y geográficos se constituyeron en estrategias de poder49, por medio de las cuales sus escritores emergían como poseedores del conocimiento de la nación, y, por ende, como parte de la élite nacional. De allí que la figura del publicista fuera tan importante (Cf. Restrepo 1999: 34; Gordillo 2003: 27; ver Samper 1861: 8). En su labor de hacer público lo desconocido –en el caso del viajero–, de dar a conocer el mundo natural y social, éste se instituía como centro del orden que creaba (Cf. Rozo 2001). El ejercicio del publicista o el autor era reiterado en su misma práctica, desde la cual señalaba que el mundo era en tanto representado; así se posicionaba como agente que representaba, como el hombre que revelaba una realidad. En el siglo XIX, este papel era central, porque, a fin de cuentas, la nación era posible en la medida que fuera narrada y publicada. Así se definían los miembros de la nobleza de estado, aquellos agentes que, por su capacidad para producir y reproducir jerarquías y esquemas de clasificación, constituían un campo de poder. La producción de estas jerarquías y esquemas, que en el orden nacional toman formas racializadas y regionalizadas, es lo que veremos a continuación.

3. Orden nacional: el pueblo y los márgenes La nación ha sido constituida por medio de la invención del pueblo nacional, una categoría central de los discursos nacionales, aun por encima de la de ciudadanía, ya que resultaba más amplia que ésta para moldear y jerarquizar poblaciones dentro del marco de lo nacional. El pueblo surgía de la tensión entre un supuesto pueblo real-observado, caótico, desordenado, inasible, que revelaba los miedos de la élite, y un pueblo ideal que podía ser moldeado y ordenado, revelando los deseos nacionalizadores y civilizadores. La importancia de la definición del pueblo radicaba en su papel como otro de la élite, un otro semejante y distante a la vez,

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Palacios (2002a: 274) sintetiza este conjunto de saberes en la trinidad derecho, gramática y geografía, pero aun más importante, resalta cómo ella no puede pensarse desde la división partidista o desde las diferencias del proyecto radical y el regenerador.

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que era objeto de acción y posesión. A través de la figura del pueblo era constituida una linealidad jerárquica desde donde era pensada y dispuesta la diferencia poblacional en el siglo XIX. Los tipos humanos y regionales representaban una diferencia aceptable dentro de éste. Al mismo tiempo, a partir de la figura del pueblo era construida la diferencia más extrema dentro de la nación: indios errantes y negros libertos eran ubicados como poblaciones problemáticas por fuera del pueblo, en sus márgenes físicos y simbólicos.

3.1. “Nuestro pueblo” y sus costumbres Quédense allá los poderosos con sus virtudes y sus vicios, me alejaré de las clases elevadas, para acercarme con amor al pueblo... ¡Al pueblo¡, ese niño, ese león, ese ratoncillo con el cual juegan los gatos políticos, mientras pueden clavarles las aceradas uñas. (Páez 1866: 95)

La ciudadanía ha sido considerada una categoría central en la construcción de las naciones. Sin embargo, ésta termina siendo muy limitada en su aplicación para el estudio de la nación en el siglo XIX. Si bien en el mundo contemporáneo la ciudadanía remite a una supuesta igualdad política de carácter universal dentro de la nación, en la Colombia decimonónica ésta remitía a un campo privilegiado y exclusivo de unos pocos habitantes del territorio nacional: hombres, propietarios y alfabetos fueron algunos de los criterios restrictivos parta definir al ciudadano durante la mayor parte del siglo. Si la nación es mirada desde esta perspectiva de la ciudadanía, sólo quedan dos ámbitos de posibilidad: la exclusión y la inclusión. Es decir, la pregunta por la ciudadanía en el siglo XIX nos lleva inmediatamente a lo excluyente de la nación50. Entonces, la nación no era conformada por ciudadanos, sino constituida a partir del pueblo. La figura del pueblo emergió como fundamento de legitimidad de la independencia y la soberanía de las naciones. Durante y después de la Independencia, el vocablo pueblo fue recurrente en la retórica nacionalista como sustento político del gobierno nacional. La idea de que el pueblo es el soberano, de que éste es el gobierno, era una curiosa ficción que surgió en la época, y que como tal resultaba contradictoria51. En Manuela, dos campesinos se referían a ésta así,

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Novedosos estudios que van más allá de estas ideas básicas de ciudadanía se pueden encontrar en Sabato (1999). De allí, revisar en especial la síntesis de Sánchez (431-444).

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Para una exposición de las principales ideas y representaciones en torno al pueblo político en Hispanoamérica en el siglo XIX, revisar Guerra (1992).

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—Pero lo que no entiendo es cómo el presidente es yo, y como yo soy el presidente o el gobierno de la América de la Nueva Granada. —¡Compadre, no sea tan de una vez! ¿No es cierto que usted entiende que el Padre es Dios, y el Hijo es Dios, y el Espíritu Santo es Dios, y que no son tres Dioses sino un solo Dios verdadero? —Eso sí lo entiendo, porque es un misterio de nuestra religión. —Pues lo del gobierno del pueblo es lo mismo y debemos creerlo, porque los blancos así nos lo enseñan. (Díaz 1859a: 257)

No obstante, el postulado del pueblo como soberano implicó que al mismo tiempo éste fuera construido como problema político y objeto necesitado de transformación. Durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, en medio de la conformación de los partidos políticos, de la confrontación entre el artesanado y los gólgotas y del golpe de Estado del general Melo en 1854 (Palacios y Safford 2002: 407-411), el pueblo irrumpió como un actor central de la vida política: tanto el pueblo invocado para la confrontación y catequización como el pueblo peligroso y conflictivo que amenazaba el orden establecido. El pueblo aterraba porque en su nombre podía ser tomado el gobierno que estaba restringido a los miembros ilustres de la sociedad. La soberanía del pueblo no podía ser algo más allá que un recurso en la propaganda política, puesto que el pueblo era representado como una masa bárbara y caótica que podía ser aprovechada por peligrosos caudillos como Melo (Arboleda 1867). El miedo al pueblo dominó el escenario político de la segunda mitad del siglo XIX. Sin embargo, el objeto del gobierno de la élite no era extirpar al pueblo, sino moldearlo; por ello, a la vez que peligroso, aparecía como un elemento ignorante e infantil que era manoseado por gamonales, políticos, curas o militares malintencionados52. Frente al temor de la sublevación del pueblo bajo y a su representación como caótico, bárbaro, pobre e ignorante, éste debía ser guiado y moldeado por las élites nacionales. En suma, el pueblo nacional debía ser creado, y no sólo como sustento político sino como objeto cultural de la nación. Los estudios de costumbres y de lo popular emergieron a la par con el miedo al pueblo y su ascenso como actor político. En ellos se manifestaban las tensiones entre el pueblo-problema y el pueblo nacional, y entre el pueblo observado y el pueblo ideal. Esto porque el objeto

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En el fondo, el objeto de Manuela de Díaz (1859a) era mostrar cómo el pueblo –sintetizado en la figura de la protagonista– era objeto de manipulación de los letrados nacionales, los políticos locales y los hacendados. Específicamente, la novela puede ser interpretada como una representación-síntesis en la parroquia del golpe de Melo. Frente al gamonal local que movilizaba al pueblo bajo la retórica igualitaria y de soberanía, los hacendados, letrados, políticos y curas se unieron como agentes de gobierno del pueblo, así como en el nivel nacional se unieron las diferentes facciones de liberales y conservadores para derrocar a Melo.

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de la descripción del pueblo conllevaba la definición de la élite nacional. En los textos de costumbres, éste era definido como el otro de la élite urbana, aunque un otro muy cercano, con el que se tenía una relación de posesión y de cuidado. La referencia continua a “nuestro pueblo” (ver, en especial, Guarín 1859 y Caicedo 1866), demostraba ese tipo de relación, en la que éste era visto desde la distancia, con cierto extrañamiento y exoticidad, como una entidad que es lo propio, lo semejante pero no lo igual, y que como tal debía ser objeto de atención y cuidado53. De allí que el pueblo despertara a la vez contemplación, conmiseración, diversión, crítica y alabanza.

Vida de pueblo y de campo La idea del pueblo nacional remitía a una supuesta realidad que observaban los escritores de costumbres y los estudiosos de lo popular en las “clases bajas” neogranadinas. La categoría pueblo sirvió a los letrados para hablar de lo propio y lo tradicional con unos valores y costumbres determinados que eran intrínsecos del tipo neogranadino. En buena parte de la literatura costumbrista, la que se refería en general a los pobladores del altiplano, el pueblo era apreciado como tradicional, con unos valores específicos, que eran una herencia viva del pasado hispánico y colonial. En esta línea de valores, los letrados señalaban la vida familiar tradicional, la moralidad, las costumbres sanas, la sencillez y la abnegación, entre otros, como lo propio del pueblo bajo (Arboleda 1867; Díaz 1859a). Desde otras perspectivas, el pueblo observado aparecía no sólo como católico y tradicional, sino también como activo, trabajador, libre, independiente y dinámico (Ancízar 1853; Pombo 1852), ante todo, en una idealización de la vida campesina. El escenario privilegiado del pueblo observado era el campo. En primer lugar, porque reforzaba la distancia entre una élite eminentemente urbana y un pueblo campesino. Además, porque el campo nacional era uno de los objetos de descripción más importante de mediados de siglo; el país era en esencia rural y

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Díaz exponía ese extrañamiento-distancia, como base del estudio de las costumbres, en la forma en que Demóstenes abordaba al pueblo. Frente a un evento popular, el escritor de costumbres decía: “¡Mil gracias! Allá iré, no por bailar, sino por sacar algunos apuntamientos para mis artículos de costumbres; porque los artículos de costumbres son el suplemento de la historia de los pueblos” (Díaz 1859a: 314). Este postulado hizo del estudio del pueblo nacional, en sus inicios, algo muy similar al acto etnográfico, pero planteado como una etnografía cercana y moderada de lo propio. Un ejemplo de ello en los cuadros de costumbres neogranadinos se puede encontrar en “El boga del Magdalena” de Rufino Cuervo (1840). En su cuadro, Cuervo aboga entre líneas por generar nuevas formas de descripción del pueblo nacional, más moderadas que las que realizaban los extranjeros, sin que dejaran de ser críticas.

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hacia allí estaban dirigidos los esfuerzos de conocimiento e intervención de la élite. Mientras tanto, el pueblo de las ciudades no ameritaba grandes descripciones. Allí sólo eran resaltadas ciertas anécdotas o sucesos, donde eran reiterados los valores del pueblo tradicional, como en el caso de los cuadros de Díaz, y por otro lado, y más importante aun, era enfatizada la diferencia entre la élite y el pueblo bajo de artesanos, trabajadores y criadas (Caicedo 1866; Samper 1867; Santander 186?). La ciudad era el escenario natural de las élites, mientras que el campo era el del pueblo (Cf. II/3.2). Los escritores de costumbres y los viajeros insistían en la necesidad de auscultar el campo, en una visión entre romántica y crítica, con las condiciones del país. En el campo estaba la verdad de la República, tanto lo destacable como lo problemático (Ancízar 1853; Díaz 1859a; Samper 1861; Páez 1866). En Manuela nunca es señalado el motivo del viaje del letrado a la parroquia, porque se presupone como algo normal; éste está allí conociendo y describiendo el campo y sus gentes. La novela es un llamado de atención a las élites letradas para que visiten y estudien la vida del pueblo y del campo, con la presunción de que ésta contiene una realidad conflictiva o de valores tradicionales que no puede ser negada por la élite política. Samper (1861, 1866) y Díaz (1859a) insistían en la distancia entre la vida de pueblo, de las parroquias, y de las ciudades, respecto a la política nacional54. En la parroquia se encontraba la verdadera vida política de la República, guiada por fuera de las leyes y los designios de la democracia: “en la humilde esfera de la parroquia la Constitución es casi un mito, una triste superfetación” (Samper 1866: 460). En este sentido, la observación de las parroquias demostraba cómo la República resultaba todavía precaria y lenta en su desenvolvimiento. Asimismo, el campo era descrito continuamente como un escenario de violencia y de injusticias, por la misma distancia frente a las políticas nacionales (Páez 1866; Díaz 1859a). El campo era otro mundo para los letrados-viajeros. La insistencia en la corrupción del mundo rural y en la distancia política entre campo y ciudad era, también, una forma de reiterar la contraposición entre cada uno de estos espacios: “la República sólo existe, y eso a medias, en las ciudades […] en las parroquias nadie la conoce de vista, y casi ni de oídas, ni sabe qué color ni sabor tiene” (Samper 1866: 468), y de paso, de enfatizar en la necesidad de colonizar lo rural e instruir a sus habitantes en la democracia.

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La parroquia era la unidad administrativa mínima en el ordenamiento territorial. Al ser considerada como una unidad síntesis de la vida de la nación, era corriente que en los cuadros de costumbres o en una novela como Manuela no se señalara el nombre de la parroquia, porque se consideraba que con una que se describiese quedarían descritas todas. Sin embargo, las parroquias y la vida de pueblo que llamaban la atención eran aquellas que se podían encontrar en las zonas de mediana integración a los centros urbanos y, en particular, en la zona de vertiente entre Bogotá y el alto Magdalena.

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La vida de pueblo estaba caracterizada y se evidenciaba por y en las festividades populares. Éste fue un motivo significativo en la descripción de los escritores de costumbres, por cuanto para aquellos mostraba las costumbres populares con una carga de exoticidad, extrañamiento y diversión (Guarín 1859; Santander 1866b; Samper 1861). En principio, de las fiestas, en particular de la tierra caliente, eran destacadas la diversión y la alegría del pueblo, que más adelante y al calor de los bailes y los tragos se van transformando en pasión y excitación. El énfasis en la pasión aparece en tanto atributo contrario del carácter del letrado viajero. Aunque las fiestas idealmente serían espacios de integración y de diversión popular, justamente el desborde de las pasiones y el descontrol en que vivía el pueblo hacían de ellas un escenario de violencia. En las fiestas, mientras los pobladores bailaban danzas pecaminosas, se veían “la chicha y la sangre corriendo por todas partes en abundancia” (Páez 1866: 101). La oposición básica entre la ciudad y el campo, a favor del segundo, se desvanecía tan pronto el viajero pensaba en quedarse a vivir allí (Pombo 1852: 56). De nuevo, la vida de campo y de pueblo aparecía corrupta, violenta, desordenada, llena de rencillas, mojigatería e intrigas, y dominada por la tiranía del triunvirato parroquial de tinterillos, gamonales y curas (Páez 1866; Pombo 1852; Samper 1866), y era además en extremo provinciana para el sociable y cosmopolita letrado. El campo era también una noción paisajística, que durante la segunda mitad del siglo se refería a las tierras labradas por el hombre, integradas a un mercado y ordenadas por pueblos y ciudades. El campo objeto de disfrute era aquel que estuviese cultivado, en todo el sentido de la palabra, por el hombre. Los viajeros desplegaban sus descripciones alabadoras sobre el aroma, la panorámica, el aire sano y la belleza de los paisajes que encontraban en los campos labrados, en las tierras donde la naturaleza no se imponía sobre el hombre, donde imperaba la vida industriosa agrícola o pecuaria55. Allí, gracias al trabajo del hombre, la naturaleza no era vista como una enemiga de éste: “la naturaleza no es madrastra, sino madre amorosa, para el que la honra con trabajo y la riega con el fecundo sudor de su frente” (Pardo 1866: 40). El campo idealizado de la nación era aquel que también estuviese dominado por la presencia de una red de pueblos interconectados por caminos que garantizaran el movimiento comercial y humano, lo que era evidente en el mercado y en el sometimiento definitivo de la naturaleza a manos del hombre (An-

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Rozo (1999) explica cómo la experiencia del viajero estaba atravesada y formaba un “mapa emocional” que jerarquizaba los territorios explorados.

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cízar 1848, 1853; Pombo 1852; Rivas 1899)56. En tanto esta imagen determina las diferencias espaciales y poblacionales en la nación, esto será detallado en la segunda parte. Uno de los grandes deseos de las élites nacionales era ver transformado todo el territorio nacional en campo. Como es evidente, la gran mayoría de éste no entraba en la definición del campo57. En términos generales, esta imagen planteaba una división básica entre las zonas rurales integradas, así fueran medianamente, al comercio y el movimiento poblacional de las zonas centrales, y las zonas periféricas y marginales a este orden, calificadas de selvas, llanos, hoyas y costas bárbaras, desiertas, enfermas y ardientes. La imagen de un campo ideal marcaba una clasificación jerárquica de estos primeros territorios integrados al orden nacional (Cf. II/3). En conjunto, estas visiones sobre el campo observado e ideal y sobre el pueblo nacional invocado en la política, apreciado y despreciado en el campo y en las ciudades, reforzaban la distancia entre la élite nacional y su pueblo. La élite urbana, recatada, controlada, ilustrada, republicana, se contraponía a una vida de pueblo corrupta, violenta, descontrolada y ajena a la democracia, entre otros rasgos. Esto marcaba una primera gran diferenciación poblacional y espacial de la nación. La descripción de un pueblo observado y la proyección a futuro de un pueblo ideal contemplaba la imagen del pueblo nacional como una entidad en formación. Esta imagen reiteraba la idea de que el gobierno no era un asunto del pueblo, porque éste todavía no se había formado.

Hacia el folclore: música y bailes en la búsqueda de un orden de lo propio El estudio de las costumbres populares marcó el inicio de una forma particular de ordenar y explicar las diferencias manejables en medio de la figura del pueblo.

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El mercado era un motivo importante de descripción, porque en él el viajero veía la concreción de sus deseos nacionalizadores. Los mercados en los pueblos eran un punto de encuentro e integración entre diferentes poblaciones y tierras. En la visión de mediados de siglo, los mercados eran la prueba de la variedad, y por ende, de la riqueza poblacional y productiva, una diferencia que concurría bajo unos principios y unos propósitos comunes, como debía ocurrir en el conjunto de la nación. “La faz social de nuestros mercados semanales y su influjo en la unidad y nacionalidad granadinas, son temas que ciertamente merecen la estudiosa atención del patriota; y, en mi concepto, esa costumbre es una de las que debieran fomentarse cuidadosamente, como que ella producirá, andando el tiempo, la extinción de las necias rivalidades y antipatías que aún prevalecen entre varios pueblos pequeños” (Ancízar 1853: 123).

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En general, los campos nacionales podían ser encontrados con más precisión en las tierras templadas y altas de las montañas antioqueñas y caucanas, en el altiplano y en los Santanderes.

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Específicamente, implicó un punto importante en el surgimiento de lo popular, que pensado desde la diferencia dentro del pueblo nacional fue un antecedente del folclor como saber de lo propio. Tal y como aparece en las conclusiones de la Historia de la literatura de Vergara, el estudio de lo popular se refería a lo común-compartido del pueblo bajo. Desde otra orilla, el mulato Obeso (1877) también se refería a lo popular como las manifestaciones o expresiones vulgares de un pueblo particular. En este sentido, y aun más desde la visión de los letrados como Vergara, el estudio de lo popular se traducía en el estudio de lo propio nacional, de lo propio –también como propiedad– de la élite: en ese caso, de su pueblo. Justamente, el folclor emergió, como su etimología lo indica, distinto de la etnografía, como el estudio del pueblo propio. Sin embargo, los antecedentes decimonónicos del folclor estaban determinados por la concepción de lo popular como lo propio y lo otro de la élite. Por ello, lo popular era lo común, lo vulgar y lo corriente en el pueblo bajo. No obstante, lo común en el pueblo había que buscarlo por medio del trabajo de campo, recolectarlo, catalogarlo y preservarlo. Vergara señalaba la importancia de mostrar la poesía negra y los romances llaneros a los estudiosos, tomando estas manifestaciones como propias, aunque distantes y exóticas. El estudio de las costumbres, al apropiarse de, o más bien, al crear lo popular, lo limpiaba y lo ordenaba para generar lo propio compartido. Su estrategia era temporal. Por un lado, como lo expone Guarín respecto al bambuco, éste, al igual que otras manifestaciones, quedaría en el pasado con el ascenso de la civilización, como una parte del recuerdo y de las remembranzas nostálgicas. El trabajo del estudioso de las costumbres era, a fin de cuentas, recolectar y preservar lo popular pero para dejarlo precisamente en el pasado. Por otro lado, el emergente folclor permitía depurar el pasado y las otras posibles herencias culturales, como la indígena o la negra, en torno a las herencias españolas. Las costumbres, al igual que la historia, permitieron trazar un origen común con lo español, que inscribía al pueblo granadino y colombiano en su tradición cultural. Como lo señalaba Vergara: “debemos buscar por la literatura española el camino de la nuestra, hasta encontrar nuestra verdadera expresión nacional” (1867b: 219). Así, lo propio del pueblo nacional era lo español con todos sus valores asociados. Aunque Caicedo hablaba del torbellino y del tiple como degeneraciones de las manifestaciones populares españolas, en el transcurso de su descripción va alabando lo popular granadino desde la perspectiva nacional, precisamente como fruto del pasado español. Lo nacional y lo español eran “hermanos legítimos y descendientes de un común tronco” (Caicedo 185?: 73). Esta perspectiva de Caicedo se relacionaba con el hecho de que lo popular fuese apropiado como nacional por las élites. De allí que el bambuco, como una 40

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expresión de los pueblos de las tierras templadas y altas, precisamente integradas al orden nacional, se fuera nacionalizando. Caicedo lo describía como “La poesía verdaderamente nacional, bella por su sencillez, por sus conceptos finos a veces; y por el sentimiento que encierran muchas de estas cuartetas” (185?: 80). Así mismo, Vergara lo valoraba por haberse “convertido en música y danza nacionales, no solo de las clases bajas sino aun de las altas, que no lo bailan en sus salones, pero que lo consideran suyo. El único caso probable de nostalgia de un granadino en tierras apartadas sería oyendo un bambuco. Es de todas nuestras cosas lo único que encierra verdaderamente el alma y el aire de la patria” (1867b: 207). Descripciones como éstas se harían cada vez más corrientes hasta tener su punto máximo en el siglo XIX con el poema en el que Rafael Pombo rendía homenaje al baile nacional. Así, el estudio de lo popular tenía como propósito construir una unidad difundida y compartida, como el término lo indica, pero en su proyecto iba elaborando, al mismo tiempo, una diferencia jerárquica, señalando que no existía lo popular todavía y haciéndolo ver como una necesidad (Vergara 1867b). Durante la segunda mitad del siglo XIX, el estudio de las costumbres y de lo popular intervino en la construcción y determinación de las diferencias poblacionales, pero no con tanta fuerza bajo la diferencia de bailes y músicas, como con los modos de vestirse, los trajes, el acento y la comida (ver, en especial, la escenificación detallada de esta diferencia en Ancízar 1853)58. Todos ellos eran vistos como rasgos distintivos de la diferencia, tanto por su evidencia física como por su naturalización como expresiones propias y particulares de pueblos determinados. La diferencia era manejada y ordenada en torno a aquello que fuera fácilmente reconocible y escenificable, precisamente para marcar distancias dentro de un lenguaje nacional: compartido y conocido por todos. La diferencia que expresaban el costumbrismo y más adelante el folclor era aceptable, en tanto se movía entre las manifestaciones permitidas, sin que significara un cambio en la constitución moral y física. Ello cobraría aun más fuerza con el folclor y el culturalismo en el siglo XX, los cuales observaban las expresiones de pueblos diversos integrados bajo una unidad cultural. Lo importante a finales del XIX es que las diferencias

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La importancia del estudio de las costumbres en relación con los modos tradicionales o típicos de vestirse provenía de la insistencia en la descripción física como la forma más segura de determinar la diferencia (Cf. II/2.1). Ancízar continuamente hacía este tipo de relaciones entre poblaciones, tierras y vestidos determinados: “En este campesino vi personificado el pequeño agricultor granadino de las tierras altas. Su traje consiste en calzón de manta gruesa, camisa de lienzo fuerte y tupido, ruanilla parda de lana, sombrero raspón, impermeable y de amplias dimensiones, y alpargata doble, sujeta al pie por un simple cordón de fique” (Ancízar, 1853, tomo I: 115; cursivas del original).

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en las manifestaciones populares, producto del clima y de la variedad productiva, no se tradujeran en una subversión de la constitución moral del pueblo ideal. Precisamente, eran los negros, mulatos, zambos e indios quienes subvertían esta diferencia moderada, mientras que la población deseada campesina comenzaba a ser ordenada en una diferencia aceptable. Esto es lo que determina la imagen del pueblo ideal y sus márgenes.

3.2. El pueblo ideal y el mestizaje En los cuadros de costumbres, los relatos de viaje, las geografías y los ensayos políticos, el pueblo ideal surgía como fruto de la pretendida observación realista y de la explícita proyección de un pueblo a futuro. Esta imagen del pueblo ideal generaba a la vez patrones de unificación y diferenciación. El objetivo era generar un pueblo unificado bajo ciertos valores y principios, desde los cuales aparecía la diferencia aceptable y a partir de los cuales era posible la jerarquía interna poblacional. Es importante resaltar que los rasgos considerados particulares provenían en gran medida de valores universales, en el proceso de configuración de Occidente como centro de la civilización y del progreso, aunque signados por la civilización católica abanderada por el mundo hispánico. Pérez, en la Jeografía Jeneral de los Estados Unidos de Colombia, editada en París en 1865 y dirigida al público europeo (como muchos de los textos geográficos y políticos de la época), señala así, “delante de la civilización y del mundo” (Pérez 1865: iii), las características particulares –al mismo tiempo universales– del pueblo granadino: El jenial dulce de nuestros habitantes, el influjo tan directo en esto de la religión cristiana, la índole de las instituciones democráticas, cuya sanción invijila tan de cerca la vida doméstica de los ciudadanos, i el carácter honrado de estos; todo contribuye a hacer de los colombianos un modelo ejemplar. (160-161) Son además los colombianos sóbrios, industriosos, amantes del trabajo, hospitalarios, pundonorosos, sufridos i por lo jeneral frios i sesudos en sus deliberaciones. (180)

En este sentido, el primer gran valor esperado o adjudicado al pueblo nacional era su disposición para el trabajo físico; en especial, para el trabajo en las áreas rurales, en el campo o en las selvas, para la producción y extracción de materias primas (Arboleda 1867; Pérez 1865; Rivas 1899; Samper 1861), siguiendo la división internacional del trabajo y de la producción capitalista (ver las ilustraciones 4 y 5). El pueblo campesino debía, con sus esfuerzos, participar en la prosperidad material de la nación. Una prosperidad que no radicaba en la obtención de bienes para la subsistencia, sino en la consolidación de mercados amplios. La autosubsistencia era más bien un problema para la economía de mer42

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cado, consumo y trabajo, que se esperaba establecer. La autosubsistencia impedía la integración nacional, el comercio, el movimiento poblacional trabajador y la formación de trabajadores activos, imponiendo la pereza, la indolencia y una vida fácil sin esfuerzos (Ancízar 1853; Díaz Escobar 1879; Kastos 1858a; Restrepo 1870; Rivas 1899). Autosubsistencia, desintegración, pereza e inactividad eran rasgos en completa contraposición con el pueblo nacional deseado y, como tales, conducían a una vida de vicios; así, era relacionada directamente una vida de trabajo con una vida moral y sana: Cíñense los moradores a producir lo necesario para su propia subsistencia; y como ésta la fundan en el plátano, maíz y guarapo, no han menester mucho trabajo para asegurarla, de donde procede que sean perezosos, vivan en la ociosidad y se entreguen a vicios, hijos de la ignorancia, que los enervan y matan en número casi igual al de los nacimientos. (Ancízar 1853, tomo I: 61)

El trabajo garantizaba cuerpos sanos, así como éstos eran necesarios para aquél. La buena conformación corporal era un requerimiento que debía cumplir el pueblo nacional. Para ello, éste necesariamente debía llevar una vida laboriosa, industriosa y con principios morales, y debía ser reforzada la presencia de los adecuados componentes raciales por medio del mestizaje. Sin embargo, de por sí, el cuidado higiénico, la belleza y la composición corporal estaban relacionados directamente con el mantenimiento de una vida moral adecuada, a la cual las capacidades para el trabajo estaban supeditadas (Ancízar 1853). Así, pues, un trabajo físico fuerte y la generación de riquezas no garantizaban por sí solos la prosperidad de la nación, puesto que ésta debía ser al mismo tiempo moral y material. Ancízar (1853) y Díaz (1859a), entre otros, insistían en que la riqueza no podía desembocar en los vicios y en la corrupción, y para esto era necesaria la instrucción moral y educativa del pueblo. De esta forma, la moral se erigía como el cimiento principal en la conformación del pueblo nacional. Valga reiterar que esta moral era percibida propia o equivalente a los principios del catolicismo (Díaz 1859a; Arboleda 1867). Dentro de los valores que infundía el catolicismo y que eran necesarios para garantizar la vida moral y trabajadora del pueblo estaba la unidad familiar. El pueblo nacional deseado era aquel que estuviese ordenado en torno a familias trabajadoras, fecundas, decentes, patriotas, y que fuesen ámbitos de instrucción moral (Ancízar 1853; Kastos 1855, 1858a; Arboleda 1867). La unidad familiar era la base del control poblacional, bajo una organización fija territorialmente, contenida y automoralizadora. La unión libre, la dispersión poblacional y la pobreza moral y material eran consideradas fenómenos relacionados (Ancízar 1853; Rivas 1866, 1899). La moralidad, la laboriosidad, la vida familiar y la sobriedad o economía eran para la élite nacional elementos necesarios que conducirían al pueblo a una vida ordenada y controlada. En medio del temor al pueblo sublevado, caótico y 43

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violento, la labor de constituir el pueblo nacional pasaba por formar y representar uno obediente, sumiso, honrado, sin envidias, controlado y de fácil manejo para el ejercicio de gobierno. De alguna manera, la formación del pueblo debía contener las luchas de clases (Arboleda 1867): Obediente, laborioso y honrado, está seguro de satisfacer sus pocas necesidades con los productos ciertos de la industria doméstica, y ni codicia lo ajeno, porque no lo ha menester, ni envidia los goces del rico, porque estando exento del hambre y la desnudez, no mira con enojo la abundancia de bienes en otras manos. (Ancízar, 1853, tomo I: 115)

Para que ello fuese posible, el pueblo necesitaba de la guía y la conducción de la élite nacional; a fin de cuentas, su definición radicaba en aquella labor y su deber consistía en instruir al pueblo en la vida democrática y republicana. En lo local era necesario contar con buenos sacerdotes para inculcar la moral católica, y la élite local y regional, política, económica o cultural debía constituirse en modelos adecuados de trabajo y prosperidad. Una vida de pueblo y de campo ideal debía tener no sólo buenos campesinos sino buenos notables y curas (Cf. II/2.2).

Mestizaje, unidad y normalización de la diferencia Contrario al orden colonial rígido y estamental, el mestizo emergió durante el siglo XIX como una figura central de la nación. En principio, se podría argumentar que desde mediados del siglo XVIII la población mestiza se hizo tan numerosa que era imposible mantener un esquema radical de rechazo hacia lo mezclado. Sin embargo, este argumento no tiene validez, puesto que sigue la misma lógica colonial de lo puro y lo mezclado, considerándolos datos reales y empíricos. La cuestión es más bien ideológica y simbólica. Al fin y al cabo, ¿qué hizo que en 1808 Caldas señalara despectivamente a los mestizos en la última escala de la jerarquía poblacional (Cf. II/1.1), en un momento en el que la población mezclada era numerosa, y que décadas después lo mestizo se convirtiera en el símbolo de la nación? En primer lugar, habría que decir que la imagen sobre el mestizo ya había cambiado radicalmente hacia mediados del siglo XIX, por lo que el mestizaje comenzaba a significar dentro del deseo nacionalizador de la población. La cuestión central aquí es que, a pesar de las críticas negativas contra las poblaciones mezcladas en el siglo XIX, los proyectos nacionales han sido en esencia proyectos de mestizaje. Más que al mestizo, lo que importa es ver la figura del mestizaje como un tropo o metáfora significativa dentro de la retórica nacional59. El mestizaje era una necesidad básica en la constitución de la nación colombiana, por cuanto

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Wade (2003a) ha advertido sobre esta dimensión del mestizaje que permite su maleabilidad en diferentes proyectos nacionales.

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se refería a la mezcla, integración y fusión de poblaciones y tierras distintas60. La nación hizo de la integración y de la unión propósitos fundamentales de su existencia; lo contrario era un obstáculo para su constitución. La Colonia era contrapuesta a la nación por haber aislado a las razas en espacios y actividades diferentes. El mestizaje era también un recurso central en la crítica al régimen colonial, y para reafirmar lo nuevo de la nación frente a éste. Por tal razón, la valoración del mestizaje fue particularmente extendida a mediados de siglo, bajo el propósito de derrumbar la herencia colonial (Ancízar 1853; Samper 1861). En este escenario, el mestizaje también emergía como un ineludible factor democrático, que se contraponía a la monarquía española, en el que confluían las grandes razas del mundo, aunque evidentemente en un orden jerárquico de genios e índoles variadas: … esa obra maravillosa de la mezcla de las razas, que debía producir toda una sociedad democrática, una raza de republicanos, represente al mismo tiempo de la Europa, del África y de Colombia, y que le da su carácter particular al Nuevo Mundo. La Conquista, llevándole a Colombia la poderosa infusión de la sangre cáucaso-arábiga –es decir, el elemento espiritual–; el régimen colonial, vigorizando el organismo del europeo y del indio con la sangre generosa, fuerte y ardiente del negro –es decir, el elemento físico–; y el sistema orográfico, haciendo sin cesar, durante tres y medio siglos, el gran trabajo de fusión –tales han sido los agentes creadores de los fenómenos sociales más interesantes en la situación actual de casi todo el mundo colombiano. (Samper 1861: 299-300)

Asimismo, el mestizaje hablaba de la posibilidad de cambio y de transformación benéfica de la población, en un escenario de búsqueda de la prosperidad material y moral. Aunque podría conducir a la degeneración como ocurría con ciertas mezclas, como la de zambos, ésta era una poderosa herramienta para la regeneración de los pueblos61. La fusión y la mezcla tenían un lugar privilegiado en la concreción de la unidad nacional y resaltaban lo nuevo, lo diferente y lo propio del carácter nacional. Estas imágenes sobre el mestizaje se basaban en la concepción de éste como un proceso moral, civilizador y cultural de cruces de razas, tendiente a una re-

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El Ensayo sobre las revoluciones… de José María Samper (1861) plantea directamente esta relación indispensable entre nación y mestizaje. Sin embargo, esto no fue exclusivo de Samper; las consideraciones sobre el mestizaje que aquí se exponen estaban presentes, implícita o explícitamente, en los relatos de viajes, las geografías, las historias, los cuadros de costumbres y los ensayos políticos aquí analizados.

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En los relatos de viaje y las descripciones geográficas de la Comisión Corográfica, la descripción del aspecto físico y del estado de las poblaciones locales contenía recomendaciones específicas sobre la necesidad del mestizaje o de lo adecuado o impropio de éste (Codazzi 1851, 1855, 1858; Ancízar 1853; Pérez 1855).

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generación o degeneración de estos procesos. Hasta que el darwinismo evolucionista, la teoría mendeliana sobre la herencia y el neolamarckianismo no tomaron fuerza a principios del siglo XX en Colombia62, el mestizaje no era visto como un asunto de mezcla genética sino de cruce o fusión de razas, entendidas como conjuntos poblacionales de apariencia somática particular, pero por sobre todo con una historia moral y de civilización específicas. Por tal razón, los proyectos políticos de inmigración de la segunda mitad del siglo no se basaron en la introducción de una nueva sangre con un conjunto biológico particular, sino de razas y pueblos con valores particulares, en especial, para el trabajo agrícola, artesanal, y la colonización de territorios despoblados63. En este sentido, el mestizaje deseado tendía hacia el blanqueamiento, no sólo como un hecho físico sino moral y cultural. El blanqueamiento se refería a la generación de nuevas poblaciones en torno a los valores racializados como blancos: la laboriosidad, la ilustración, la civilización, el vigor y la moralidad64. No obstante, el blanqueamiento no dejaba de significar una transformación física tendiente a la constitución de una composición corporal-racial adecuada para una vida industriosa y laboriosa. Lo blanco fue racializado como una apariencia física relacionada con el vigor y, por sobre todo, con la actividad y el movimiento, contrario a la indolencia y la pereza del negro. Sin embargo, el componente negro e indígena relucía en ocasiones propicio para la fuerza física necesaria en el trabajo agrícola y para el cultivo de las tierras calientes. Refiriéndose a la mezcla de negros y blancos en el Chocó, Codazzi decía: “La rápida multiplicación de estos tipos, la mejor organización que debe perfeccionarse con las nuevas generaciones, hará descuajar grandes extensiones de tierra que modificarán mucho estas regiones” (Codazzi 1855: 406). De esta manera, el mestizaje adecuado consistía en un cruce preciso de determinados elementos físicos y de rasgos sociales-morales. Era necesario determinar en qué grado y de qué debía componerse el mestizaje. En el altiplano, Samper afirmaba: Lo que importaba, pues, era favorecer el cruzamiento de la raza europea con las indígenas, obteniendo así una sociedad mestiza de buen carácter: blanca, fuerte, benigna, inteligente

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Al respecto, ver Noguera (2003).

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En Sánchez (1999), Rausch (1999: 153) y Martínez (2001: 399-403) se pueden encontrar reseñados los debates y las propuestas de inmigración del siglo XIX, relacionados en especial con la colonización de las regiones de frontera, frente al problema conocido como la escasez de brazos. Estos autores reseñan cómo en aquellos debates fue recurrente la idea de atraer poblaciones africanas y asiáticas civilizadas que eran más adecuadas para la colonización de las tierras calientes, mientras que las razas europeas debían poblar las ciudades y participar más bien en el progreso de las ciencias y la industria.

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Ver, en especial, Ancízar 1853, para el caso específico del altiplano y Santander (Cf. II/3.2).

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–que aliase las cualidades heroicas del español con la índole dulce, paciente, candorosa y sumisa del indio colombiano. (Samper 1861: 64)

Allí era evidente una preocupación por la vida terrenal poblacional, qué debía ser promovido y qué no: “en cada comarca, importa conocer [las razas y tipos] á lo menos en sus grandes líneas, á fin de saber cuáles conviene robustecer, y cuáles compartir ó modificar, según el fin que se busque. Hallar esos caracteres fundamentales constituye el objeto de la etnografía” (Vergara y Velasco 1892: 952). Evidentemente, ciertos negros e indios debían ser absorbidos por el elemento blanco, en un sentido que empezaba a ser cada vez más biológico como requerimiento previo para lo moral; por ello, Codazzi decía: No debemos creer que los indios de Casanare y Meta se podrán reducir con discursos ni aprendiendo la doctrina cristiana; estas cosas se conseguirán más tarde, cuando una gran masa de población se haya mezclado con ellos y haya formado una raza distinta, como ha sucedido en las demás partes de la República. (Codazzi 1856: 89)

En el nivel nacional, el mestizaje era valorado como una vía de formación de la unidad. En estricto sentido, aunque principalmente blanqueada, la raza granadina o colombiana era narrada como mestiza (Pérez 1865; Samper 1861), con valores y rasgos particulares: Mas hoy que a la raza indígena se sustituye la granadina, diversa de la primera en índole, en inteligencia y necesidades morales, y, además, galvanizada por las instituciones democráticas y modificada en su manera de existir por la libertad de industria y de movimiento. (Ancízar 1853: 121 tomo 1)

Esta visión del mestizaje como posibilitador de unidad cobraba más fuerza bajo la teoría cristiana de la degeneración65. El mestizaje fue comprendido, en particular por Samper (1861) y Arboleda (1867), como una vía segura de recomponer la degeneración causada desde el origen primario y su ascendencia pecadora. El mestizaje permitiría la regeneración hacia un nuevo hombre fruto de la mezcla de los hijos de Jafet, Sem y Chan. De esta forma, a lo largo del tiempo, el mestizaje permitiría generar una unidad a partir de la heterogeneidad –la diversidad de origen–. En términos generales, el objetivo era generar una unidad moral, social y, en cierto sentido, somática, limpiando las otras herencias, negras e indias. Pero no suprimiéndolas o excluyéndolas, sino articulándolas diferenciadamente según los valores y característi-

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Trigo (2000) explica cómo en la idea de degeneración del siglo XIX, analizada por él en Samper e Isaacs, tuvo un papel central la explicación cristiana de la diferencia, la cual se centraba en la monogénesis y su progresiva degeneración-diferenciación a partir del pecado original.

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cas que fueran útiles para la nación66. Como se nota en las citas de todo este texto, lo indio podía aparecer como herencia de moralidad, sumisión y obediencia, y lo negro, como fuerza física, vigor e independencia67. Así, pues, el mestizaje no implicaba un blanqueamiento total, tanto por la presencia de los otros componentes raciales como por el hecho de que lo granadino o colombiano no podía ser en sí una entidad geopoblacional igual a lo blanco europeo. Así mismo, dentro de la nación, las posibilidades de mezcla eran múltiples y variadas. Habría que hablar de mestizajes, resaltando el plural. Mestizajes que resultaban necesarios de acuerdo con la diferenciación para el trabajo, que a su vez estaba relacionado con la concepción climática de una raza = un clima. Así, el mestizaje debía ser diferente en cada país o porción del territorio nacional. Por ejemplo, en la minera provincia de Chocó, el mestizaje debía ser adelantado con base en el elemento negro, como forma de garantizar una mano de obra que había sido naturalizada con la recolección de oro: Esta [raza africana] ha tenido necesariamente un contacto más frecuente, más prolongado y en mayor escala con la raza primitiva, de esa mezcla naturalmente se ha formado una raza tan numerosa y mixta que ha hecho desaparecer enteramente los tipos y fisonomías indígenas, resultando una raza particular, que mezclada también con la raza blanca ha diversificado los colores y dado una constitución más robusta y vigorosa y una natural energía, mayor que la de los individuos nacidos en el mismo clima, de padres de sangre europea o africana sin mezcla. (Codazzi 1855: 174)

Esta diferenciación del trabajo que negreaba al Chocó y aindiaba o blanqueaba al altiplano, dependiendo del tipo de población y su índole, estaba sustentada en la imagen racialista de que existen razas o tipos propicios para determinados climas, debido a la idea de una constitución física particular o a un acondicionamiento de siglos de historia. Los negros resultaban adecuados para el trabajo en regiones que eran malsanas para los blancos: “La raza blanca no puede soportar esta temperatura, y vegeta en ella sin salud ni energía; cruzada con la africana produce una casta de atletas que reciben con gusto sobre sus cuerpos semidesnudos los quemantes rayos del sol y los aguaceros repentinos” (Ancízar 1853, tomo II: 185), “la africana, que necesita de una temperatura ardiente como

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Desde esta visión, la colonización del territorio era apreciada como un ejercicio de mestizaje poblacional y territorial. Al igual que con las poblaciones, el altiplano blanco –aunque también indio– debía nutrir a las tierras bajas –indias y negras– e imponérseles como vector de su mestizaje paisajístico. Mestizaje, por cuanto significaba la formación de una tierra nueva, no de una simple réplica de la primera (Rivas 1899).

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Igualmente, estas visiones sobre el mestizaje eran posibles en un período en el cual las razas no eran vistas desde un racismo radical cientificista, como conjuntos biológicos que eran genéticamente problemáticos, tal como ocurriría a principios del siglo XX.

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Ilustración 4 Carmelo Fernández (1850). Tipo blanco e indio mestizo, Tunja. En Codazzi (1851).

Ilustración 5 Carmelo Fernández (1851). Cosecheros de anís. Indios mestizos. Ocaña En Ardila y Lleras (1985). Estos cuadros revelan la imagen del buen campesino. Hombres vigorosos, de buen aspecto y con disposición para la labranza aparecen allí; incluso en la 5 están inmersos en el anís que cultivan. La imagen tipificada del dócil y hasta bonachón indio mestizo es repetitiva como proveniente de un molde: “Los mismos indios de formas rechonchas, color cobrizo y fisonomía socarrona de suyo y humilde cuando saben que los miran, los mestizos atléticos y los blancos de tez despejada y facciones tan españolas que parecen recién trasplantados de Andalucía o Castilla” (Ancízar 1853, tomo II: 13). En general, los cuadros de Fernández son representaciones positivas e ideales de la población neogranadina. Recordemos, que, con más claridad, los primeros cuadros de la Comisión fueron proyectados para ser expuestos y reproducidos a un público extranjero (Sánchez 1999).

la del Chocó” (Pérez, 1865: 160). Esta idea confirma la necesidad de un mestizaje gradual, regionalizado y regulado a lo largo del territorio nacional, y no un simple blanqueamiento. En este mismo escenario, el mestizaje resultaba central en la construcción de una jerarquía poblacional regionalizada. Un mestizaje diferenciado por regiones sustentaba la diferenciación interna (Cf. II/3). Al mismo tiempo, el mestizaje permitía la normalización de la diferencia, haciéndola aceptable en medio de los principios de unidad. En suma, esto demuestra, como lo ha afirmado Wade (2003a, 2003b), que el mestizaje ha sido un elemento central en la constitución de las naciones latinoamericanas, por cuanto se desliza entre la búsqueda de la unidad y el mantenimiento de diferencias manejables y jerárquicas a la vez. El mestizaje, su necesidad o sus límites, determinaba la delimitación de los márgenes de la nación y no sólo de la diferencia aceptable.

3.3. En los márgenes de la nación. Temor, incorporación y otredad La barbarie fue uno de los motivos más importantes de la escritura decimonónica. En diversos discursos políticos, sin distinción de partido, los bárbaros poblaban todos los espacios posibles de la nación, acechaban dentro de las ciudades, en el 49

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campo, en las selvas y en los valles ardientes. Al fin y al cabo, la barbarie aparecía por doquier, por ser el otro de la civilización. Pero, además, he señalado cómo podemos encontrar la barbarie en los artesanos, en el pueblo ignorante y sucio, en los caudillos y hasta en los radicales, revelando, así, el miedo generalizado al pueblo como agente político de la nación y la revolución. Por medio de la escritura y las prácticas disciplinarias sobre el cuerpo, al final del siglo XIX, buena parte de lo bárbaro en el pueblo comenzaba a ser reducido; la Regeneración emergía entonces como un gran proyecto para frenar la degeneración moral, política y social de la República, condensando gran parte de los deseos del siglo XIX sobre el control y contención del pueblo colombiano en torno a claros y rígidos principios morales. Con todo, la verdadera y más temida barbarie continuaba rondando gran parte del país, aunque circunscrita, pero no fija, a territorios particulares (valga decir “especiales”, en los términos del ordenamiento territorial): indios errantes y salvajes, negros libertos y libertinos, zambos y mulatos vagabundos, todos los cuales constituían poblaciones que no solamente representaban la peor barbarie frente a la civilización, sino también los otros más distantes del progreso y la modernidad, que habitaban los márgenes físicos y simbólicos de la nación. Aunque estas poblaciones representaban el otro del pueblo nacional observado o proyectado, no eran precisamente objetos de exclusión o invisibilización. El mismo hecho de ser la imagen contraria del pueblo las hacía necesarias dentro de los discursos sobre la nación. El centro de la nación se ve en una lectura en reversa de sus márgenes. Indios y negros eran marginales y no invisibles en el discurso nacional. Marginales no en el sentido de insignificantes, sino de subordinados y contrarios al ideal. En este sentido, no estaban excluidos, por doquier aparecían como motivo de preocupación68. Aun más, indios y negros fueron reales poblaciones, en tanto objetos problemáticos, críticos y riesgosos para el ejercicio de gobierno moderno (Foucault 1976, 1978)69. La nación hizo más urgente la incorporación e intervención sobre ellos –en particular, sobre los indios–. Los indios errantes y los negros libertos eran constituidos en “sujetos de crisis”, en el sentido de Trigo (2000), desde las representaciones que las élites hacían de los cuerpos salvajes y obscenos y, por sobre todo, de las prácticas opuestas a los pro-

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Pensar en los procesos de marginalización, más que de invisibilización o exclusión, no es un simple eufemismo que niega el fuerte racismo discriminador sobre lo indio y lo negro. Por el contrario, enfocarse en estos procesos permite entender que el hacer parte crítica de los discursos sobre la nación propicia la generación de formas fuertes de discriminación y subordinación evidentes en prácticas cotidianas y tangibles.

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Mientras que, en términos generales, estas poblaciones requerían de un actuar directo sobre ellas, los tipos regionales, la diferencia moderada, eran principalmente objeto de la acción de la escritura.

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pósitos del Estado nacional. Esta posición absolutamente subordinada se evidencia en la imposibilidad de hacer de estas poblaciones tipos regionales o humanos neogranadinos, descritos a través de cuadros de costumbres, sino comprendidos y ordenados a través de dispositivos más distantes como la etnografía. Letrados y científicos naturalizaron la posición crítica de los indios errantes y los negros libertos en su relación con tierras y climas particulares. Ellos habitaban, o más bien, rondaban los grandes territorios de Casanare y Caquetá, las selvas del Chocó, las márgenes de los grandes ríos y determinados valles interandinos, el Urabá, la serranía del Tibú, la cuenca del Catatumbo, el Magdalena Medio y La Guajira, entre otros. Territorios que, en conjunto, se caracterizaban por ser zonas de frontera interna; considerados así por estar en los límites del orden económico, político, natural y simbólico de la nación70. En este sentido, a las tierras de frontera o marginales les era adjudicada una historia de expediciones, conquistas y colonizaciones fallidas por las condiciones climáticas, la belicosidad de los indios nativos y su violencia implícita (Codazzi 1856, 1857). La condición de tierras marginales era sustentada en distintos elementos y esquemas de diferenciación espacial. En primer lugar, la oposición civilizadora y colonizadora entre tierras altas y bajas. Las segundas eran consideras desiertas, a pesar de su exuberante naturaleza, por la ausencia de vida social civilizada. Lo despoblado y lo desierto eran nociones recurrentes para describir las tierras no integradas, con base en juicios sensibles sobre la soledad, la tristeza y la monotonía que experimentaba el viajero ante ellas: Al cabo resulta de una monotonía insoportable, agravada por la inmensidad del desierto, puesto que sólo unas cuantas tribus de indios salvajes vagan aquí y allá por los ríos. (Vergara y Velasco 1892: 211)

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El Estado nacional, en vías hacia una economía capitalista, planteaba como uno de sus requerimientos básicos de existencia la integración regional que había articulado bajo la presencia de una unidad territorial y administrativa mayor. Dicha integración, en una perspectiva económica, se basaba en la conexión efectiva de los lugares de producción o extracción de recursos con los núcleos urbanos importantes y con las vías para el transporte interno o externo, en especial con los puertos que permitieran exportar los productos. Además, el Estado requería de una integración política, simbólica y práctica, en la que los territorios y poblaciones incorporados estuviesen sometidos a la dominación política y cultural que implica una formación como el Estado. Las regiones de frontera eran caracterizadas precisamente por esta imposibilidad de integración a una unidad mayor, que en estricto sentido es abstracta y arbitraria. Así, por paradójico que parezca, el pensamiento nacional, al plantear la necesidad de la integración, crea y naturaliza lo contrario como problema en el territorio o la población. Es de allí que aparecen ideas como la desintegración, la fragmentación o el archipiélago regional. Igualmente, como una contradicción implícita en este orden nacional, el Estado-nación inició una marginalización progresiva de ciertas regiones, en la búsqueda de una centralización del poder y en el establecimiento de unas jerarquías espaciales y culturales.

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Se dilatan intrincadas y espesas selvas donde apenas cabe ya la vegetación, y por las cuales atraviesan hacia el río, en un curso desconocido sin nombre y sin historia […] las voces y los cantos desapacibles de las aves de la selva, el rumor de la corriente […] son el ruido constante y discorde que se percibe por horas seguidas en aquellos desiertos […]. (Pérez 185?: 161)

Frente a la ausencia de sociabilidad, lo bárbaro y lo salvaje eran las categorías más recurrentes para calificar a los territorios marginales. También, la violencia, el caos y lo aislado los calificaban. En especial, éstos eran vistos como espacios autocontenidos, absolutamente distantes y aislados de las tierras altas, con grandes barreras, que en los relatos de viaje eran simbolizadas por las cordilleras: Desde que se pasa la cumbre no muy elevada de los Andes orientales frente al pueblo de la Ceja de la Provincia de Neiva parece que uno se halla en un Nuevo Mundo; separado por decirlo así de todo comercio humano, rodeado de cerros cubiertos de un oscuro bosque que se rebajan en desorden hacia una inmensa masa de vegetación que forma horizonte sin percibir ningunos rastros de cultivo. (Codazzi 1857: 191)

En torno a las condiciones climáticas, la enfermedad y el deseo de un orden ecológico particular, articulaban éstas y otras categorías que determinaban la marginalización de las tierras habitadas por indios y negros71. El climismo fue explícito, con sus visiones radicales, sobre esta caracterización de las tierras de frontera72. Un climismo que, aunque tenía presente las consideraciones hipocráticas de principios de siglo, estaba más cercano a la climatología de finales del XIX, la cual planteaba una relación natural entre geografía y nosografía, de lo que resultaban una clasificación y una definición espacial y ambiental de las enfermedades poblacionales. La mayoría de los viajeros que recorrieron los territorios especiales durante el siglo XIX compartía la apreciación de que éstos se caracterizaban por ser indiscutiblemente malsanos, con condiciones climáticas inadecuadas para la vida civilizada. El hecho tenía que ver con la conjunción de la humedad, la alta presencia 71

Las políticas de ordenamiento territorial reforzaron la marginalización de ciertos territorios al calificarlos de especiales, y asignarlos o bien al Estado central o a determinadas provincias o estados federados, por cuanto eran considerados espacios conflictivos y de difícil manejo, por sobre todo, por ser despoblados o, lo que era lo mismo, habitados en su mayoría por indios salvajes. Durante el siglo XIX fueron territorios especiales La Guajira, San Martín, Casanare, Caquetá, San Andrés, Darién y Bocas del Toro en Panamá. Sobre esta política en el siglo XIX, ver Rausch (1999) y Sánchez (1999).

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En este texto se utilizan los términos climista y climismo para referirse al tipo de doctrinas o pensadores que enfatizaron, dentro del racialismo, en la explicación de la influencia o la determinación imperante del clima en la constitución física, moral y social de los hombres. Ya Cadelo (2002) había utilizado el término “pensamiento climista”, justamente para referirse a las ideas sobre el influjo del clima desarrolladas por los naturalistas criollos del Semanario del Nuevo Reino de Granada.

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de vida orgánica, los drásticos cambios climáticos, la composición de los pastos y bosques, lo cual producía miasmas y emanaciones deletéreas que afectaban el desenvolvimiento y la subsistencia de la vida humana y de algunos animales. Respecto al Casanare y al Caquetá, se afirmaba: Por los innumerables seres i cuerpos que anida i abriga esa zona en su recrudecimiento actual; por lo perjudicial de esa doble vida orgánica; por lo vírjen i remoto de su salvaje existencia; por su nociva influencia actual Climatérica; por lo mórbido de su humedad, sedimentos i despojos; por el miasma que enjendra i mantiene en sus pútridos cimientos; por su falta de armonía con debilidad i la constitución del hombre. (Díaz E. 1879: 21) Aquí esperaban al viajero nuevos peligros porque se encuentra un clima abrasador, en una atmósfera húmeda, cargada de miasmas pestilentes y llena de insectos ponzoñosos por todas partes. (Codazzi 1857: 192) […] En medio de una vegetación tan portentosa en que el hombre no ha tenido la menor parte, casi se acostumbra a considerarse como un ser imperceptible en medio de aquel vasto suelo en donde todo es gigantesco, cerros, llanuras, ríos y selvas. Al ver aquel inmenso desarrollo de las fuerzas orgánicas vegetales, aquella riqueza que agobia la tierra, comprende que se necesita una numerosa población para poder dominar tan exuberante vegetación. (Codazzi 1857: 197)

Esta imagen se concentraba en una supuesta relación desequilibrada entre las distintas fuerzas orgánicas presentes y la vida humana; es decir, allí los viajeros veían una ecología no armónica y perjudicial para los hombres. En esta visión, cuando se refieren a los hombres, lo hacen sobre los civilizados, puesto que los bárbaros, indios, o incluso negros, no se encuentran mermados por los miasmas y parecen gozar de buena salud en estas condiciones. Por ello, en la medida en que en los relatos de viajes e informes son enunciadas las posibles soluciones de esta situación de desequilibrio, se hace evidente que lo que se pretendía era también un tipo particular de ecología, en la cual el hombre fuera el centro y el dominador de las relaciones entre la vida orgánica; es decir, que la naturaleza fuera doblegada y vencida en beneficio de los elementos constituyentes del hombre civilizado: la cultura y la industria. El orden ecológico deseado, por medio de la ganadería o la agricultura, implicaba la dominación de animales, matorrales e indios: De la sabana no se puede sacar producto sino por medio de la cría de ganado mayor, pero para establecer las crías es preciso vencer dificultades que parecen superiores a las fuerzas del hombre, porque las sabanas están pobladas de tigres, culebras, caimanes en los caños que las atraviesan, una infinidad de zancudos y mosquitos de diferentes clases, y lo peor de todo, las frecuentes incursiones de los indios salvajes. (Codazzi 1856: 129)73

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Las regiones malsanas, peligrosas, infructuosas y despobladas de colonos eran consideradas necesitadas de la irrupción y la avanzada de economías extractivas, como la ganadería del siglo XIX, con lo cual se suponía que se abría paso a una sucesiva colonización y el establecimiento de la industria y el progreso. Dentro del pensamiento colonizador y nacional, tal economía resultaba afín con la necesidad de explotar y dominar los territorios de frontera por medio de la extracción de recursos naturales y el sometimiento de sus pobladores a duras jornadas de trabajo.

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“Aborígenes e indios errantes”. Los otros de la modernidad y estrategias para su reducción En el conjunto de los territorios marginales-especiales, en particular, Chocó, Caquetá y Casanare, operaba una división entre zonas “conocidas”-“reducidas” y zonas “salvajes”, “desiertas” y “desconocidas”. Esta diferenciación espacial se traducía asimismo en una diferenciación poblacional: las primeras eran habitadas por los indios reducidos y civilizados, mientras que las segundas eran consideradas “la mansión de las tribus salvajes” (Codazzi 1856: 102). Los indios reducidos era un término utilizado para referirse a las poblaciones que habían sido incorporadas a una vida considerada semicivilizada por medio de las misiones. Por tal razón, estos indios eran caracterizados como dóciles, fieles, agricultores y con residencia fija (Codazzi 1856, 1857), aunque no por ello menos perezosos, por su carácter indígena: “sus costumbres se reducen a cazar i pescar, i la pereza de ellos es tan dominante, que solo la necesidad los hace salir de sus habitaciones, en donde pasan el día acostados en sus hamacas” (Valderrama 1869: 56). Los viajeros, naturalistas y letrados argumentaban que los indios reducidos podían retroceder a este estado si no se encontraban bajo una tutela reduccionista permanente. Por otro lado, con el rótulo de “tribus salvajes” era reunido un gran número de grupos humanos nómadas, que basaban su subsistencia en la caza y recolección, y que habitaban en extensas zonas selváticas, distantes del control policial, eclesiástico y económico, en las cuales, en varios casos, se habían refugiado del régimen colonial de encomiendas y misiones74. Sin embargo, el siglo XIX, con la necesidad de ampliar tierras de cultivos y de ganadería, y con el avance de las economías extractivas –en particular, en los Llanos Orientales–, significó un aumento en la presión territorial sobre estos indígenas, así como la representación de éstos como objetos problemáticos para el avance colonizador y los proyectos modernos del Estado nacional. La vida del indio nómada fue barbarizada, por cuanto aparecía contraria al orden moderno económico y cultural que encarnaba el Estado-nación. En especial, la autosubsistencia y la ausencia de producción significaban un modo de vida totalmente opuesto al esperado progreso material y moral de la nación. La pereza y la indolencia no eran presentadas como rasgos o actitudes simples, sino como formas de vida que contravenían los principios básicos de la vida moderna,

Esta imposición de lo extractivo a los territorios especiales terminaría marginándolos aun más, simbólica y físicamente, e incentivaría o, mejor aun, terminaría produciendo la violencia y la belicosidad que les era imputada. 74

Así, esta división espacial y poblacional seguía el nivel del avance colonizador en su relación con el tipo de organización social, de residencia y de subsistencia de los grupos indígenas.

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basada en el ideal de progreso futuro: “Si son diestros y altivos, los vemos en la selva; los encontramos perezosos en extremo grado en sus chozas, sin que los mueva al trabajo el mayor interés, ni las promesas ni las pagas, porque no aspiran sino a comer malamente y no piensan en lo futuro” (Codazzi 1855: 409; ver la ilustración 6). Científicos, viajeros y colonizadores relacionaban esta vida inactiva, aunque suene paradójico, con el carácter errante de los indios salvajes. Nada aparecía más contrario a la vida moderna, más cercano al estado de naturaleza, que la ausencia de una residencia fija. Este hecho hacía imposible el control poblacional en todas sus dimensiones, en especial, en la sujeción de una fuerza física. El progreso de la nación y de cada uno de sus componentes resultaba imposible con la vida nómada: Si se inquiere un espíritu filosófico cuál es la causa de esa inmovilidad de los pueblos nómades en el camino del progreso, se encontrará que no es otra que la ausencia de la propiedad raíz individual entre ellos. La propiedad raíz fija el hombre a la tierra, y establece entre ésta y aquél vínculos que generan los primeros movimientos que lo ponen verdaderamente en el camino de la civilización. (Restrepo 1870: 175)

Asimismo, desde la visión del sistema de hatos en las sabanas, de las haciendas agrícolas o de los complejos mineros, la eliminación de la autosuficiencia era requerida para constituir una población de trabajadores dependientes de tales sistemas. Los indígenas no reducidos generaban fisuras a este sistema, y con su nomadismo y su no inserción plena al mercado-consumo fueron constituidos en la población crítica sujeta a intervención. Por tales razones, la lógica de la autosuficiencia indígena debía ser desestructurada, como lo indicaba el abogado Joaquín Díaz Escobar en su informe al Congreso sobre los Llanos: La razón por qué los indios queman muy poco de sus praderas allí, está, en que ven que así no les disminuye su haber o despensa, siendo en esto lógicos i consecuentes con su vida errante i cómoda i con su inacción, pero el día en que nosotros por cálculo económico e industrial, les contrariemos con el elemento del fuego, ese modo de ser por la razón y la fuerza de la necesidad, tornarán hacia un movimiento industrial i productivo, como el de cultivar la tierra, agotar los animales dañinos, o explotar mejor la vegetación. De otro modo la metamorfosis será tardía, porque la abundancia aleja el trabajo. (Díaz 1879: 43, 44)

De allí que se desencadenaran cruentos enfrentamientos entre indios y colonos, con saqueos, por un lado, y masacres, por el otro. El nomadismo era descrito como una vida propia de hordas de bárbaros belicosos. Los indios errantes eran como una plaga que acechaba a los colonos blancos e impedía sus proyectos colonizadores (Díaz E. 1879; Codazzi 1856). Sin duda alguna, esto justificaba su reducción e, incluso, exterminio75.

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Gómez (1991) demuestra que, desde mediados del siglo XIX, los colonos y los funcionarios estatales regionales y locales participaron activa y abiertamente en el exterminio físico de los

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No obstante, desde la perspectiva del Estado nacional, el exterminio físico no era la solución. Por el contrario, la preocupación de la nación era incorporar a los indígenas en una vida civilizada, lo cual pasaba por otro tipo de estrategias76. Así lo demuestran las sucesivas leyes tramitadas en el Congreso sobre la reducción o civilización de los indios salvajes77. En estas leyes se proponía la entrega de tierras, alimentos, herramientas y ropas por “unidades familiares” a los indios que dejaran el nomadismo y se dedicaran al pastoreo o a la siembra. Las leyes siempre estuvieron enfocadas en la necesidad de instaurar una fuerza física productiva en las despobladas tierras de frontera, ante la baja colonización que atraían: “los indios, así sometidos a algún régimen ó administración regular, prestarían incalculables servicios en la explotación de los frutos naturales que abundan de manera increíble en todos aquellos bosques” (Pérez T. 1897: 103, 104). Por otro lado, la incorporación de los indios resultaba trascendental como una forma de garantizar la defensa de las variantes fronteras nacionales; así lo expresaba Emiliano Restrepo, el abogado-colonizador de los Llanos: Es preciso ponernos en capacidad material de defender nuestro territorio y eso no conseguiremos jamás […] si no nos ocupamos seriamente de la reducción de las tribus salvajes, que en número de ochenta o cien mil almas pueblan nuestras llanuras orientales, incorporándolas por el afecto, por las instituciones, por el idioma y por las costumbres, en el gran cuerpo de la familia colombiana. (Restrepo 1870: 226)

En este contexto, el mestizaje aparecía recurrentemente en la obra de Codazzi como la forma privilegiada de incorporar a los indígenas. Un mestizaje que podía ser guiado por los habitantes del altiplano o de otros países (Codazzi 1856; Restrepo 1870). Aunque distintos proyectos de colonización y de inmigración fueron tramitados en el Congreso, ninguno tuvo un impacto importante directo en una incorporación proyectada de los indígenas. La más importante estrategia de reducción de éstos hasta bien entrado el siglo XX fueron las misiones. Si bien durante el siglo XIX se mantuvo una política dual y ambigua sobre las misiones, éstas siempre aparecían como el único medio posible de reducción e incorporación de los indios salvajes. Las misiones no sólo se concentraron en adoctrinar almas, sino en preparar poblaciones disciplinadas para el trabajo físico, más aun

indígenas nómadas de llano adentro. Esto continuaría en el siglo XX con las tristemente célebres guajibiadas. 76

En este sentido, se entiende la preocupación de los informes de la Comisión Corográfica (Codazzi 1856, 1857, 1858), elaborados o proyectados (Sánchez 1999: 408), de detallar etnográficamente cada una de las tribus indígenas de los territorios de Caquetá y Casanare y del estado de Cundinamarca, como no se hacía con otros tipos o razas. Esta descripción debía estar acompañada de un mapa con la ubicación de los indios, para facilitar las estrategias de reducción.

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Una reseña completa de estas leyes se encuentra en Rausch (1999: 168-170).

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las misiones modernas, que incluso se preocuparon por instruir a los indios en los principios de la ciudadanía (Rausch 1999).

“Negros y zambos”. De esclavos a libertinos y los límites del mestizaje Wade (1993, 2003b) ha resaltado cómo los negros y los indios han sido ubicados de distintas formas en las estructuras de alteridad del orden nacional. Durante el siglo XIX, lo negro fue, ante todo, además del otro extremo de lo blanco, una construcción racialista centrada en el problema de la fuerza física para el trabajo. Sobre la población negra salvaje no fueron dispuestas medidas estatales de incorporación tan explícitas como las aplicadas sobre los indígenas, aunque fue representada como una población altamente problemática. Los negros eran a la vez una población problemática cercana y lejana para la élite letrada urbana. Los negros trabajadores serviles de haciendas, minas y familias acomodadas eran considerados inferiores moral e intelectualmente, como una estrategia segura de validar esta condición de subordinación (Cf. II/1.2). Sin embargo, una visión más radical se desplegaba sobre los negros que vivían por fuera de este orden servil. Los negros salvajes aparecían particularmente en las selvas del Chocó, los valles intercordilleranos, las hoyas de los grandes ríos y la Costa Atlántica, distantes del control económico, cultural y político nacional. La representación de éstos era aun más barbarizada, por cuanto condensaban los temores y las limitaciones de la élite frente a lo negro, ya fuese subyugado o libre. Santiago Pérez, en su descripción del Chocó para la Comisión Corográfica, afirmaba enfáticamente que “lo que más contrista desde que se ve al primer habitante, desde que se palpa la primera calamidad, desde que se entra en la primera población es la salvaje estupidez de la raza negra, su insolencia bozal, su espantosa desidia, su escandaloso cinismo” (1855: 45). Los negros eran reiteradamente calificados por él y por Codazzi como libertinos, vagabundos, perezosos, obscenos, indolentes y estúpidos. A los viajeros les incomodaban sobremanera la desnudez, la tranquilidad en los ranchos y la vida ociosa de los negros. En suma, el negro salvaje era visto como un ser libertino, el cual estaba desposeído de cualquier rasgo de moralidad y dedicado a una vida perniciosa de embriaguez y obscenidad (ver la ilustración 7). Esta imagen cobró más fuerza en un contexto particularmente problemático para la élite: las décadas siguientes a la abolición de la esclavitud. De allí, precisamente, fue reforzada la visión del negro descontrolado. Según esta élite, con el fin de la esclavitud, los negros, una raza de por sí degenerada y desenfrenada, 57

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habían perdido la guía y el freno moral propiciado en el seno de la esclavitud. Por supuesto, esto contenía una valoración positiva de la esclavitud: “Bajo su influjo y el de la fraternidad práctica del catolicismo, el esclavo del español en América, no fue como el del inglés, una bestia de carga, sino, dice un economista, el compañero de los trabajos de su señor, y casi un miembro de su familia” (Arboleda 1867: 60). Esta representación de lo negro revelaba la inconformidad del antiguo patronoletrado con la pérdida de su poder subyugador, Razón tienen, pues, y de sobra, los antiguos dueños de esclavos para amostazarse, para enfurecerse, para desesperarse, cuando, después de su ejemplo, y a pesar de sus esfuerzos, ven y tienen que sufrir, en aquella provincia, a los negros recién libertados, es decir recién sustraídos de su paternal protección, tan estólidos, tan mañosos, tan insolentes y tan bárbaros […] Sin hábitos de libertad, sin costumbres de virtud, sin deseos de comodidades que no conocen ni imaginan, han pasado de siervos de hombres, a siervos de vicios. (Pérez 1855: 45)

Estos negros libertinos y descontrolados representaban además un problema al orden establecido. A mediados del siglo XIX existió un temor latente a la sublevación de los negros con el fin de la esclavitud (ver Samper 1861; Arboleda 1867; Cf. Rojas 2001). Ellos representaban un componente de barbarie extrema que podía ser movilizada por los odios y resentimientos contra la élite criolla nacional. Aunque esto demostraba el temor del antiguo patrono, el problema aparecía en los textos como algo natural de lo negro revoltoso, que justamente la esclavitud frenaba. Por otro lado, la representación del negro salvaje evidenciaba lo crítico de la vida de autosuficiencia, relacionada con la pereza y la vagancia, al igual que ocurría con los indios errantes. Los negros libertos representaban una población que antes estaba sometida como fuerza de trabajo y que después de su libertad se ubicaba por fuera del orden político y económico de la nación, sin ningún problema: […] él [negro] se cree más dichoso que nadie, porque no tiene los deberes del ciudadano ni las necesidades de la civilización. Su platanar eterno, su maizal y su yucal (que son casi un lujo), su hamaca, su red y su canoa, le bastan para vivir. Cuando necesita sal […] llena su piragua de plátanos, yucas y pescado seco, va á venderlos a la más cercana villa o parroquia, se provee de lo que necesita y vuelve a su vida de indolente reposo. (Samper 1861: 98)

En el fondo, todas estas visiones remitían a la brutalidad y casi animalidad imputada al negro en estado salvaje, sin limitaciones y vigilancia. Si bien lo negro era valorado por su fuerza y vigor físico, su constitución moral y social era inferior frente a lo blanco. Ello se traducía en el hecho de que lo negro fuera requerido como mano de obra para las tierras calientes, pero no por su carácter laborioso, sino por su corporalidad. Esta fuerza física implicaba otros temores hacia lo negro. La población debía ser vigilada en su crecimiento demográfico, ya que por su vigor y adecuación a 58

La nación como proyecto de unidad y diferenciación

Ilustración 6 Manuel María Paz (1857). Indios guaques. Caquetá. En Codazzi (1857) El cuadro representa la vida nómada de los indígenas. Una vida descrita como activa e indolente a la vez, puesto que evidentemente la caza-recolección era realmente activa, pero calificada de perezosa por lo que no aportaba a la vida económica moderna.

Ilustración 7 Manuel María Paz (1853). Venta de aguardiente en Lloro. En Codazzi (1855). Este cuadro podría se leído de forma paralela a las descripciones que Santiago Pérez hizo del Chocó. En éste la única referencia a lo negro es la bebida y la desnudez. Para Pérez, los negros se caracterizaban por su “obscenidad en el lenguaje, licencia en las costumbres, ociosidad en todos, desnudez y miseria” (1855: 85).

las tierras calientes podía terminar imponiéndose sobra las otras razas o tipos. Los negros, además de vigorosos, resultaban fecundos (Codazzi 1855: 87; Samper 1861), lo cual representaba un peligro, en la medida en que aparecían como una creciente plaga de animales, que terminarían negreando totalmente ciertas regiones de frontera (Samper 1861). El temor radicaba en la ausencia del control de las razas o los tipos adecuados y de las élites regionales o nacionales. Este argumento también servía para marginalizar zonas como el Chocó y la Costa Atlántica. Lo negro encarnaba así un límite al mestizaje, al absorber a los otros elementos, cuando no estaban dirigidos por los propósitos civilizadores y nacionalizadores. Para Samper, esta limitación la simbolizaba la figura del zambo, “una raza de animales en cuyas formas y facultades la humanidad tiene repugnancia en encontrar su imagen ó una parte de su gran sér” (Samper 1861: 95). Alguien como Samper temía que la nación se convirtiera, por medio de un mestizaje degenerativo, en el otro extremo de su visión idealizada del pueblo nacional. ***** En esta parte he mostrado cómo la élite nacional, en su ejercicio de definirse como agente de gobierno de sus otros semejantes, no sólo se preocupó por construir una unidad nacional sino también un orden jerárquico y diferenciador. Desde la mis59

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ma construcción de la unidad se hacía evidente el esfuerzo de constituir distintas posiciones jerarquizadas en torno a un ideal de la nación. La imagen del pueblo nacional no sólo funcionaba como patrón de normalización e incorporación alrededor de unos valores particulares y una herencia y un pasado común, sino como un eje diferenciador. Este hecho estaba atravesado por la definición de una identidad de élite nacional, cimentada en el deseo civilizador, la europeoascendencia y una conciencia criolla. De allí, se consolidaba una primera gran división en el orden nacional: la diferencia entre élite y pueblo, además de la oposición entre el pueblo y lo bárbaro marginal. Cuando los viajeros, naturalistas y políticos escribieron sobre los zambos, negros salvajes e indios errantes evidenciaron sus deseos y temores sobre la conformación de la nación, así como su distancia e incipiente reconocimiento de las tierras marginales y de frontera. La colonización, la reducción y el mestizaje fueron algunas de las medidas planteadas para incorporar tierras y razas distantes de los centros de poder y conocimiento de la nación. La mirada sobre lo salvaje e indomado del territorio nacional surgía desde el eje que constituían Bogotá, Antioquia y Popayán. Aquello que estaba por fuera de sus fronteras era apropiado a partir del esquema general de la civilización y la barbarie y de la clasificación racial de las tres grandes razas. Aunque este esquema era la base de la diferenciación poblacional de la nación, en las márgenes se hacía aun más radical. En las áreas objeto de una activa colonización e integradas al eje mencionado, las élites letradas representaban tipos neogranadinos y regionales, entremezclados con las grandes razas, que conformaban el grueso del considerado pueblo nacional, mientras éstas se definían por fuera o por dentro del esquema regional de la diferencia.

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II. Figuras y jerarquías

de la diferencia en el siglo xix.

Transformaciones del mapa nacional

Esta parte aborda la construcción y representación, desde la élite nacional, de una variedad de figuras humanas –razas, tipos o pueblos regionales–, a partir de las cuales fue expuesta la diferencia poblacional, dentro de los contornos de la unidad nacional colombiana en el siglo XIX. En conjunto, estas figuras constituyeron un mapa jerárquico de la población, desde el cual el ejercicio diferenciador de gobierno de los otros cobraba sentido para las élites. Por ello, en este documento se insistirá en que la diferencia poblacional, elaborada en las producciones visuales o escritas aquí analizadas, tuvo lugar en la medida que emergió una conciencia nacional y que fue planteada la imagen de una unidad de la nación; a fin de cuentas, tan sólo plantear lo heterogéneo implica la pretensión de una homogeneidad. No fue una la forma de clasificar la población durante el siglo XIX. A lo largo del siglo es posible identificar o plantear tres modelos taxonómicos; distinguibles, éstos, por las figuras a las cuales aludieron, los órdenes que plantearon y las condiciones de posibilidad epistemológica, económica y política desde las que surgieron. Cada una de las siguientes tres secciones explora una de estas taxonomías poblacionales, siguiendo el orden en el que emergieron. Si bien analíticamente podrían ser esbozados los contextos de origen de cada una de éstas, ello no significa que deban ser vistas como etapas definidas y sucesivas en un trazado lineal. A finales del siglo XIX, en los mapas jerárquicos de la diferencia poblacional se entremezclaban y conjugaban las distintas taxonomías. La clasificación racial de las tres razas no desaparecería a lo largo del siglo, por sus implicaciones en la establecimiento de jerarquías radicales, e igualmente el climismo siguió cumpliendo un papel central en este mismo propósito. No obstante, este capítulo evidencia cómo la regionalización va ocupando un lugar privilegiado en la construcción de la diferencia en torno a la elaboración de una unidad nacional. La conjunción de una serie de procesos incidió en esta variación en las formas de clasificar a la población nacional. En primer lugar, es evidente una progresiva transformación de la conciencia de una unidad nacional, en la que fueron requeridas taxonomías moderadas, donde las diferencias no fueran tan radicales e irreconciliables, y, por esta vía, permitieran plantear la idea de unidad. La categoría tipo, por ejemplo, es una manifestación de esta transformación. Por otro lado, la creciente valoración de lo mestizo abrió la posibilidad de pensar más allá de las tres grandes razas y sus derivaciones básicas e “impuras”. Los tipos humanos y regionales fueron viables en un escenario en el que la mezcla dejó de ser percibida como la desestabilización del orden, para ser el sendero del progreso y la depuración del pueblo. Estos procesos propiciarían, en tercer lugar, cambios en los saberes sobre la diferencia, de unos más radicales a unos moderados, y en la constitución de saberes del estudio de lo propio. Por último, las lentas pero continuas exploraciones, colonizaciones e integraciones del territorio

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nacional fueron enriqueciendo y complicando el escenario de la construcción de la diferencia. La variante imagen de la geografía nacional en el transcurso del siglo fue determinante al respecto. Esta historia de la transformación de los modelos taxonómicos revela la casi obsesiva preocupación por clasificar, ordenar y nombrar lo que aparecía variado, disperso e irregular ante los ojos de la élite letrada nacional. Este ejercicio clasificatorio estaba fundado y fue respaldado con fuerza por “el pensamiento racialista” (Todorov 1989; Urueña 1994). Como lo he señalado, éste no opera solamente al hablar de razas. Las taxonomías poblacionales del siglo XIX fueron elaboraciones racialistas, desde las cuales las diferencias eran planteadas en una jerarquía de valores y naturalizadas por medio de una relación incuestionable entre la constitución social-moral y la constitución física individual y del “medio físico”. El racialismo funcionó como sustento de un ejercicio diferenciador que era eminentemente político. Un ejercicio que permitió la definición de estructuras de poder alrededor de lo nacional, articulando las relaciones desiguales entre los pueblos y territorios incorporados, y de éstos con los centros de poder del Estado nacional. Igualmente, como parte del sistema mundo moderno, los estados nacionales eran ejercicios localizados de una colonialidad del poder, la cual organizaba las relaciones productivas y de control del trabajo a partir de taxonomías que eran fruto del racialismo (Quijano 2000). El racialismo y las diferencias que naturalizaba respondían a un colonialismo interno de las élites nacionales respecto a su pueblo y sus territorios. Ello cobrara gran importancia en el contexto de la segunda mitad del siglo XIX, en el que la colonización física y simbólica del territorio, el deseo civilizador, la búsqueda de la prosperidad y la inserción lenta a una economía mundo capitalista se conjugaron en la necesidad de un conocimiento y clasificación de las riquezas poblacionales y naturales (Rojas 2001; Restrepo 1993; Sánchez 1999). Así como los tres modelos que presento a continuación se traslapan y entrecruzan a lo largo del siglo, los elementos, esquemas y enunciados racialistas que los componían también se entretejieron en complejos mapas de clasificación. En los siguientes tres capítulos se intenta hacer este recorrido, que comenzaba con las razas, conjuntos morales, naturales y de grados de civilización, comprendido además desde el climismo y la perspectiva civilizadora de la orografía. A ello se sumaría la complejización de la descripción física, a mediados de siglo, el posicionamiento de la idea del medio físico, que se superponía a la idea del climismo hipocrático, la importancia de los saberes de las costumbres y el ascenso definitivo de la división entre lo urbano y lo campesino. Elementos, todos, que eran reforzados bajo la diferencia regional, que a su vez era cruzada con los tipos 64

Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

humanos y las razas. El indio chibcha habitaba al mismo tiempo los mapas de la diferencia poblacional con el antioqueño, el negro, el santafereño, el zambo y el calentano. Los esquemas, elementos y saberes se ampliaron desde la perspectiva regional. La región natural, las economías regionales, la climatología por regiones, aparecieron, entre otros, como elementos determinantes de la diferencia.

1. Civilización andina/barbaries ardientes El racialismo y las clasificaciones poblacionales en Colombia se concentraron inicialmente en las categorizaciones raciales básicas de las tres grandes razas, asociándolas a una diferenciación espacial entre tierras altas –civilizadas– y tierras bajas –bárbaras–. En este capítulo explico este modelo taxonómico, evidentemente con fuerza desde principios del siglo XIX, y vigente, aunque con cambios, durante todo el siglo como fundamento de la diferencia poblacional y espacial de la nación. Además, aquí introduzco de forma general la relación entre racialismo y colonialidad del poder en la Colombia del siglo XIX. Para ello, presto especial atención al racialismo proveniente de la conciencia criolla de principios de siglo, considerando que fue determinante en la forma en que se desenvolvió tal problema a lo largo del siglo.

1.1. Razas, colonialismo y diferencia La conquista-invención del Nuevo Mundo enfrentó al régimen colonial español al manejo y explicación de la diferencia humana. Antes de que doctrinas evidentemente racialistas –en el sentido de Todorov– fueran comúnmente aceptadas en América, las discusiones sobre la diferencia en la constitución moral de los grupos humanos, la cuestión del color de la piel y la naturalización de la división del trabajo cumplieron un papel determinante para el poder colonial (Quijano 2000). A finales del siglo XVIII, en las colonias hispanoamericanas ya había una historia larga de dominio colonial relacionado con el manejo y la comprensión de las diferencias poblacionales, que para esta época se reforzó con las discusiones naturalistas en torno a la llamada “Disputa del Nuevo Mundo” (Gerbi 1982), animada a su vez por la emergente imagen de la civilización humana ilustrada y sus valores jerarquizadores de sociabilidad y racionalidad. Desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, el pensamiento racialista fundamentó el orden jerárquico de la diferencia poblacional en el orden global. Esto permitió, particularmente, naturalizar y fijar la “índole” y el “genio” variado de la población, según las diferencias raciales. En general, las variadas 65

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relaciones entre distintos pueblos y territorios estuvieron, entonces, mediadas por una constante marcación de las diferencias, pensadas desde valores raciales; raciales porque habían sido fijadas en “la naturaleza” de los grupos humanos, tanto porque las esencializaba en un algo intrínseco, propio e invariable como porque las fijaba en los cuerpos y en la corporalidad de los hombres y mujeres. El punto central del racialismo es particularmente retórico, porque desde su lógica cientificista pasa en su argumentación de lo físico-natural a lo moral-social (Todorov 1989). Esta racialización de las diferencias fue un ejercicio político de carácter mundial, puesto que sustentaba las relaciones de poder y dominación. A este ejercicio se refiere Quijano (2000) cuando utiliza el término “colonialidad del poder”. En esta colonialidad surgieron categorías raciales que se constituían en unidades poblacionales fijas y vistas como evidentes. En América, las más corrientes fueron blancos-europeos, indios-americanos y negros-africanos, según la fisonomía-origen. A cada una de ellas fueron adjudicados valores morales, comportamientos, actitudes, costumbres, grados de civilización, y hasta grados de racionalidad o humanidad-animalidad. Con la construcción de las naciones en América, la colonialidad del poder se convirtió en una colonialidad interna. En las naciones hispanoamericanas el ejercicio de gobierno, la distinción social y las relaciones entre los componentes poblacionales y espaciales de la unidad nacional estuvieron mediados por las diferencias raciales. Allí, lo blanco, lo negro y lo indio siguieron funcionado como formas de diferenciación interna en estos distintos niveles. La historia del racialismo en lo que hoy es Colombia tuvo un momento definitivo a principios del siglo XIX. Los criollos del Nuevo Reino de Granada se encontraban en una situación liminal, en la cual el racialismo posibilitaba una forma de posicionamiento en el horizonte de la civilización y generaba mecanismos de diferenciación con los otros habitantes de su tierra patria. Subordinados ante el gobierno colonial por su origen de nacimiento y tachados de inferiores por los naturalistas europeos, los criollos debieron enfrentarse a la definición de su identidad racial entre los europeos, como semejantes, y los nativos americanos, como distintos. La reivindicación de los criollos como hombres civilizados, católicos, con altos grados de moral y con un aspecto físico bello, que los hacía conformar a su juicio la casta más importante del Reino, tuvo un lugar privilegiado en el Semanario creado por el payanés Francisco J. de Caldas, en especial, frente a las fuertes afirmaciones sobre la inferioridad de todos los pueblos del Nuevo Mundo que se divulgaron en Europa. Por ejemplo, para el reconocido naturalista 66

Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Buffon, todas las especies animales americanas eran inferiores y débiles, debido a las condiciones climáticas y naturales del continente. América era entonces un continente habitado por una naturaleza “salvaje, hostil y frígida” que la civilización humana, al no haberse desarrollado exitosamente, no había logrado domesticar (Gerbi 1982: 7-42). De Pauw fue incluso más lejos al enfocarse en los hombres, afirmando de entrada su incuestionable degeneración. Para él, el Nuevo Mundo, dominado por un clima malsano y húmedo, no habría podido generar aquellos buenos salvajes de los cuales hablaban ciertos europeos; más bien, los indios eran “bestiales”, “débiles” y “siervos por naturaleza” (Gerbi 1982: 81-96). Caldas (1808b), desde Santa Fe, y Unánue (1806), desde Lima, fueron sólo algunos de los naturalistas criollos que, utilizando los mismos argumentos climistas de Buffon, escribieron sobre las ventajas del clima en determinados “países” y los talentos e ingenios de ciertos hombres en el continente americano. De esta forma, los criollos esperaban ser vistos como iguales ante los europeos, como agentes de su propio gobierno ante el régimen colonial y como distintos ante las demás poblaciones del Reino. El esquema diferenciador de los criollos de principios de siglo, basado en las tres grandes razas y sus derivaciones impuras y problemáticas, fue particularmente radical y jerárquico porque su horizonte identitario era la civilización mundialeuropea y la posesión de su tierra patria, en la que los otros habitantes eran otras de las riquezas o problemas con los que se contaba. Entre los criollos, indios, negros y mestizos, en la visión de Caldas, por ejemplo (1808a, 1808b), no había planteada una unidad de identidad. La idea de patria no puede ser confundida con la de nación, puesto que la primera sólo hacía referencia a la ligazón con la tierra de nacimiento, que por cierto era reiterada como parte de los conflictos con el régimen colonial. Sin embargo, la visión de los criollos sobre los indios y negros no fue tan extrema como la de los naturalistas europeos, puesto que estos grupos se constituían en su fuerza de trabajo, en materia disponible y, por ende, en un problema poblacional interno que tratar. La diferencia entre las tres razas fue conjugada con una jerarquía espacial entre las tierras altas y las tierras bajas. Tres razas distintas en dos tierras completamente distintas que reiteraban al altiplano como centro de poder frío y civilizado, al igual que la Europa imaginada. En esta jerarquía fueron conjugadas la idea de un poderoso influjo del clima, la diferenciación entre civilizados y bárbaros, que señalaba la autodeterminación de ciertos hombres, y la concepción cristiana sobre el acceso a la gracia divina. La utilización diferenciada de estas concepciones sustentó una jerarquía radical que tuvo lugar en una geografía horizontal y principalmente vertical del cuerpo de la patria, una escala de valores atravesada por los pisos térmicos, es decir, una jerarquía climática. En esta visión, el racialis67

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mo era radical, y por tanto, las diferencias, no por una idea rígida, homogeneizadora y excluyente de nación, sino porque allí primaba una colonialidad del poder totalmente eurocéntrica y precisamente no filtrada por la idea de nación. Después de la Independencia y hasta mediados de siglo, la diferencia poblacional y espacial siguió concentrada en la oposición entre civilización y barbarie y tierras altas y tierras bajas, cruzada por la progresiva coexistencia espacial de las tres grandes razas. No sólo el deseo civilizador estaba en el fondo de la nación, oponiendo a la civilizada e ilustrada élite nacional al bárbaro e ignorante pueblo, sino que, desde su posición en el altiplano como centro de poder, la élite criolla mantuvo la diferenciación espacial de principios de siglo. Así, las categorizaciones raciales básicas, los valores asociados a lo negro, lo blanco y lo indio se mantuvieron, aunque bajo otras formas menos radicales. Todo esto será explicado más adelante. Por el momento, es importante aclarar que el racialismo, como definición de las diferencias poblacionales, se mantuvo con fuerza en el contexto nacional, por su papel adjudicado en la explicación de los conflictos y problemas nacionales, en una óptica absolutamente atravesada por el colonialismo eurocéntrico. Los letrados nacionales vieron en la composición racial poblacional y en los remanentes de la barbarie la explicación de la violencia, el atraso y las constantes revoluciones que sacudían al país (Samper 1861; Arboleda 1867). El estudio de las razas y del carácter de la población colombiana permitiría comprender, a juicio de la élite letrada, la condición particular de la República: “Es necesario ir más lejos. Forzoso es entrar en el examen de las razas que pueblan el continente considerándolas como elemento social, viendo cómo y en qué proporciones entran en juego en el desarrollo de los Estados” (López de Ayala 1867: 32). Estas explicaciones racialistas tenían como principal fuente de recepción y aceptación el público europeo. De esta manera, lo particular y lo propio eran comprendidos desde el racialismo, atendiendo a la mirada europea. Hasta las mismas visiones optimistas y positivas de la situación del país tenían como fundamento el racialismo (Ancízar 1853; Samper 1861). Ello era problemático. Aunque varios principios del racialismo sustentaban al nacionalismo, sobre todo en la idea de una raza nacional diferente de otras, la percepción de sí mismos atravesada por las doctrinas racialistas enfatizaba aun más en las jerarquías poblacionales.

1.2. Tres razas y dos tierras La visión jerárquica de las tres grandes razas, dispuestas en dos tierras distintas, fue evidente desde principios del siglo XIX, fruto de una conciencia criolla. La diferenciación poblacional y espacial propuesta por los criollos ilustrados del 68

Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Nuevo Reino debe ser apreciada como un esfuerzo de éstos por rechazar la innegable y extendida degeneración de los hombres americanos, de lo cuales ellos harían parte, al mismo tiempo que, utilizando un pensamiento climista, intentaron generar formas de diferenciación entre los pueblos del Reino, construyendo un orden jerárquico en el cual ellos ocuparían la posición privilegiada. Esta diferenciación también se constituyó en una estrategia para el posicionamiento de los criollos americanos, quienes con las reformas borbónicas se encontraban aún más subordinados frente a los naturales de Europa. La diferenciación poblacional que planteaban los criollos naturalistas se basaba en la afirmación del influjo del clima, sustentada en términos generales en dos principios básicos78. Primero, en especial para la geografía botánica y zoológica, los distintos especímenes tenían una ubicación geográfica particular, que hacía pensar que las diferencias se podían situar geográficamente. En segundo lugar, para alguien como Caldas (1808b), el hombre, al tener un cuerpo organizado, como cualquier animal, con una forma y un contenido complejo compuesto de sistemas y fluidos, era alterado en su constitución física por las condiciones climáticas. En este último argumento operaba la idea de unos cuerpos mecánicos e hidráulicos que eran afectados en sus propiedades por las condiciones de temperatura del medio físico, un cuerpo que se contrae, se dilata y se expande, como lo anunciaban las incipientes físicas y químicas de la época: “el cuerpo del hombre, como el de todos los animales, está sujeto a todas las leyes de la materia: pesa, se mueve y se divide; el calor lo dilata, el frío lo contrae” (Caldas 1808b: 139). Además, allí resultaba evidente el peso de la medicina hipocrática, en especial de la teoría humoral y la clasificación en temperamentos, aunque en contradicción con la anterior visión. Los humores, como fluidos provenientes de los elementos primarios de la naturaleza, eran los directamente afectados por el clima y los alimentos, siendo potenciados, disminuidos o renovados. El estado humoral de cada persona definía su temperamento y éste señalaba unas características somáticas,

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La idea del influjo del clima utilizada de forma positiva para los criollos y negativamente para los negros o los indios errantes estuvo sustentada por unas nociones particulares sobre el clima y la constitución física del hombre. Para Caldas, el clima no era sólo los grados de calor y frío, sino, además, las cargas eléctricas, la presión atmosférica y el oxígeno, los ríos, las montañas, las selvas, los vientos y las lluvias; el influjo del clima sería la fuerza de todos estos elementos de la naturaleza poderosa sobre los seres vivientes. Además, Caldas se preocupó por el influjo de los alimentos y las bebidas, según sus tipos, su grado de asimilación, los humores que produce y los efectos en el tamaño, aunque no se ocupa mucho de este punto, puesto que para él es evidente e incuestionable. Al hablar de la constitución física del hombre, este naturalista se refería a la robustez o debilidad de los órganos, el grado de irritabilidad del sistema muscular y de sensibilidad del sistema nervioso, el estado, abundancia y consistencia de sólidos y fluidos y el funcionamiento de la circulación (Caldas 1808b: 138).

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psíquicas y, en el siglo XIX, morales. En Caldas, esta visión hipocrática se concentraba en señalar que cada temperamento tenía unas potencias o cualidades; el clima, al definir los temperamentos, por la vía de los humores, actuaba sobre estas potencias definiendo las inclinaciones, las cuales, a su vez, llevaban al hombre bien sea a la virtud o al vicio. Aquí, la clasificación que en el fondo importaba a alguien como Caldas era de orden moral. El uso extensivo y radical de esta visión hipocrática, que se fundamentaba en la conexión microcosmos-macrocosmos, se presentaba en Caldas cuando se refería a aquellos que estaban más abajo en la escala de degeneración: indios errantes, zambos y negros, aquellos que eran por temperamento de determinada forma y a los cuales no era posible cambiar; la influencia del calor, de la humedad y de los climas malsanos aparecía inevitable para ellos. El influjo del clima era menor o mayor, dependiendo de la raza o el pueblo mezclado que afectara, bajo el supuesto de que el hombre civilizado era quien incidía, en últimas, por sus propias capacidades, en la elección de una vida social determinada; una vida que sería de virtud, por ser ilustrado, racional y sociable. Además, Caldas desarrolló su argumento para demostrar que, por ser tan distintos los pisos térmicos y la incidencia de un conjunto amplio de elementos climáticos sobre ellos, en algunos casos el clima influía positivamente sobre los hombres o por lo menos no afectaba de forma negativa sus características morales. Ello era reiterado para indicar el carácter civilizado de los criollos del altiplano y de otras tierras altas de la patria. Para alguien como Caldas, si las diferencias climáticas y físicas, que los viajeros y exploradores reportaban en el contexto colonial, eran evidentes, por qué no afirmar que éstas tienen que ver con las diferencias morales: “Esta asombrosa variedad de producciones, de temperaturas y de presión, en lugares tan poco distantes, es preciso que haya influido sobre el carácter y las costumbres de los pueblos que habitan la basa de la cordillera, o sobre ella” (Caldas 1808b: 21). El racialismo sustentó el proyecto colonialista de los europeos con otros pueblos o de los criollos con su misma patria, a partir de esta conexión entre lo físico y lo moral, que por medio de ciertos “datos de campo” aparecía como incuestionable en un ejercicio retórico para el convencimiento del lector. Además, la correspondencia entre diversidad de la naturaleza y diversidad moral se relacionaba con la idea de civilización, no sólo porque ésta era dispuesta en una naturaleza particular, sino porque la civilización era concebida en oposición al “estado de naturaleza”, y la degeneración, como pérdida de civilización, sería el descenso hacia el salvajismo. La distinción entre civilizados y bárbaros era naturalizada también al evidenciarla en los rasgos somáticos. El civilizado, desde las apreciaciones estéticas de los criollos, se caracterizaba por una belleza física, 70

Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

unas facciones y color de piel agradables, mientras que la degeneración hacia la barbarie y el estado de naturaleza de ciertos indígenas y negros, de los zambos, mulatos y “tribus errantes” se hacía evidente en el oscurecimiento de la piel y en las facciones toscas y salvajes. Así, la primera gran división que plantearon los naturalistas criollos provenía de la imagen de la civilización. Para ellos, en el Nuevo Reino habitaban pueblos civilizados y tribus salvajes o bárbaras, cuyas diferencias eran fácilmente distinguibles: los primeros daban muestra de las características de la civilización, de humanidad y de una vida social bajo ciertas leyes y costumbres, mientras que en oposición a éstos se encontraban las tribus errantes que, aunque humanas, se diferenciaban minimamente de los animales, por su escasa vida social. Los pueblos civilizados se dividían en las tres grandes razas: los criollos o europeos –por supuesto, para un criollo, ambos estaban en igualdad de condiciones, a pesar de la tierra en que hubieran nacido–, los indios y los africanos o negros. Cada una de estas razas, a su vez, se distinguía por su grado de civilización en el orden anterior de superiores a inferiores; cuando Caldas calificaba a los indios o a los negros de civilizados, era porque a su juicio éstos contaban con ciertas leyes o costumbres, lo cual no negaba que se pudiese afirmar que unas eran menos civilizadas e incluso bárbaras frente a las de los criollos. Aunque los negros e indígenas eran ubicados en una escala inferior, para Caldas el punto más bajo en la escala de los pueblos del Nuevo Reino lo ocupaban los mezclados, los no puros, aquellos que no podían ser clasificados fácilmente. Esta posición de lo mestizo, que contrastaba claramente con el lugar que se le asignaría en el orden nacional, obedecía a lo que el mestizo significaba para un orden tan rígido y estamental. El mestizo implicaba la fusión entre razas y la imposibilidad de determinar claramente las diferencias. Por ello, el mestizaje implicaría más adelante un refinamiento de las formas de diferenciar. La disposición de estas tres razas y sus distintas mezclas en los pisos térmicos conduciría a una clasificación jerárquica más detallada. Sin embargo, como he señalado, la oposición más importante era entre las tierras altas-frías (montañas y altiplanicies) y tierras bajas-ardientes (en cuyo menor nivel estaban las selvas). Sobre las montañas, Caldas no ahorró adjetivos positivos para calificarlas: allí se había asentado y desarrollado “felizmente” la civilización y desde sus alturas brotaban los manantiales de aguas puras que renovaban la constitución física de los hombres. De estas alturas, Caldas descendió hasta las selvas, el punto más bajo de la jerarquía climática, el lugar de las tribus errantes y la barbarie, donde a su juicio, por ejemplo, el agua no purificaba sino que al extenderse sobre todas las tierras las humedecía a un punto exagerado que no era propicio para los hombres. Esta oposición climática se refería en conjunto, cuando hablaba de lo 71

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alto y lo bajo, a la visión colonizadora y civilizadora, y de lo frío y lo ardiente, a la visión del clima influyendo en las pasiones, la imaginación, la violencia y el conocimiento de los hombres. Así, para Caldas (1808b), los “países andinos” constituían “la zona tórrida del corazón humano” (167), “el término superior donde ha llevado el hombre la cultura y los ganados” (158), donde vivían los criollos y los indios de los Andes con costumbres moderadas y ocupaciones tranquilas. En los “países ardientes”, por el contrario, habitaban los indios de las costas, los errantes, los mulatos, los zambos y negros, guiados por el salvajismo, las pasiones, la agresividad y los vicios. Esta división, sustentada en las distinciones y categorías de la civilización, se conjugó además con el escalonamiento de pueblos que Dios había dispuesto en la creación del orden natural. Entre las tierras altas y las bajas se presentaba una escala similar a la del ascenso y descenso del cielo al infierno. La topografía civilizada quedó así ligada a una topografía moral (Taussig 1987) de la cercanía a Dios. Después de la Independencia, esta visión de la diferencia poblacional y espacial continuó sin mayores cambios, aunque la perspectiva climista, sustentada en el hipocratismo, fue haciéndose menos viable frente a la oposición entre naturaleza y hombre, y, por ello, su invocación fue cada vez más retórica. La referencia a las tres grandes razas no desapareció del escenario nacional como una forma de taxonomizar las diferencias internas. Desde Caldas, la gran mayoría de los letrados compartía una visión similar sobre la raza. Ésta era una categoría que en el siglo XIX trazaba una historia natural, moral y civilizadora de diferentes troncos o linajes de lo humano, que representaban las razas. En la visión colombiana, ello era reiterado con el origen compartido, la monogénesis, que planteaba el cristianismo, y desde la cual se habían desprendido tales troncos. “Aunque todos los hombres, como lo demuestra la historia natural y la lingüística y lo enseña la revelación, tienen un origen común, los hallamos divididos en muchas familias y razas, que pueden ordenarse en cuatro clases: Caucásea o Blanca, Mongólica o Amarilla, Etíope o Negra, y Malaya” (Arboleda 1872: 18). Aquí se nota también la relación de esta categoría con el colonialismo y su geopolítica. A esta visión se sumaría cada vez más un mayor detalle de la composición física, que no se reducía al color de la piel, aunque no en el sentido biológico de principios del siglo XX. La oposición entre civilización y barbarie fue ampliamente resaltada por la élite letrada nacional en las décadas siguientes a la Independencia. Esta élite situaba las tres razas en una escala jerárquica muy similar a la planteada por Caldas, aunque progresivamente los indios reducidos comenzaron a ser incorporados más claramente como parte de lo nacional (Cf. Safford 1991; ver García del Río 1829; 72

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Lleras 1837; Zea 1822). La utilización de esta oposición civilización/barbarie cobraba sentido en una visión del gobierno democrático y a la vez aristocrático que nunca dejó de ser corriente en el siglo XIX. Esta visión determinaba abiertamente el poder del gobierno en unos pocos, por sus capacidades civilizadas, que eran además racializadas. Lo bárbaro estaba particularmente racializado hacia lo negro y sus derivaciones zambas y mulatas, concebidas como poblaciones revoltosas y conflictivas. En suma, sólo a los criollos de ascendencia europea, fisonomía blanca, carácter ilustrado, vida de virtudes, índole imaginativa y racional, moral ejemplificante y costumbres refinadas, era adjudicado el ejercicio del gobierno. Los descendientes de los europeos son los que predominan, los que dan el tono a la sociedad y han promovido y llevado a cabo la regeneración política. (García del Río 1829: 109) De raza europea somos los criollos que trabajamos por hacerle [a la civilización cristiana] progresar. Los africanos, cuando eran esclavos estaban en contacto con sus señores blancos, pero no adquirían sus cualidades. Libres, han vuelto a ser lo que eran en África. Si la libertad tiene algo que esperar en estos países, es de los criollos [comprendiendo los mestizos, en que predomina la sangra europea]. Los criollos son únicamente los que han manifestado instintos favorables a la libertad y a la civilización; los que poseen las calificaciones que indican aptitud para tener parte fructuosa de la cosa pública. (Florentino González, en Rojas, 2001: 123)

Esto, de nuevo, demuestra la incapacidad de gobierno de la élite nacional, al tener que insistir constantemente en quién tenía la posibilidad de gobernar y quién no. Por otro lado, la imagen de un componente bárbaro era reiterada por la élite letrada para explicar las revueltas constantes en que se veían inmersas las nacientes repúblicas. El carácter bárbaro era adjudicado así a negros, a indios, e incluso, al pueblo bajo, como el artesanado, y a mediados de siglo, a los liberales radicales. Sin embargo, a esa barbarie, particularmente a los primeros, había que incorporarla dentro de la perspectiva nacionalista: El cuadro que a grandes rasgos acabamos de trazar, se modificaría sin duda mucho con la exposición de los detalles; pero en el fondo quedaría siempre el mismo. De él resulta que en América luchan dos elementos: la civilización y la barbarie; y que la primera, ora por nobleza, ora por debilidad, ha abdicado el poder en la segunda. Cualquiera, empero, que sea la fuerza del elemento bárbaro, la civilización debe recobrar muy pronto su cetro y su prestigio; pues no hay fuerza ninguna que pueda dominar permanentemente sobre el poder irresistible de la inteligencia. Trabajemos y afanémonos porque esta restauración no se retarde; y una vez la civilización en el solio, seamos activos y eficaces en aniquilar la barbarie; mas no como en Buenos Aires con el sable y el cañón, sino con la doctrina y la enseñanza. Eduquemos a los bárbaros, acomodándolos a un régimen conforme a sus respectivas circunstancias. (Arboleda 1867: 98)

No obstante, como señalé atrás, a finales del siglo XIX, la barbarie era ubicada aun más en las poblaciones realmente marginales en el orden nacional. En términos generales, las otras poblaciones, tipos humanos, mestizos y regionales, 73

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aunque podían ser pensados desde la civilización y la barbarie, eran tipos civilizados, domesticados e incorporados. Aunque inicialmente la permanencia de lo blanco, lo negro y lo indio como categorizaciones raciales centrales demostraba cierta reticencia hacia lo mestizo y la insistencia en un orden rígido con lo blanco criollo como centro de poder (Zea 1822), su continuidad a lo largo del siglo XIX se debió a diferentes razones. Es posible identificar la preeminencia de esta taxonomía en textos publicados en especial para el público europeo e hispano (Zea 1822; Lleras 1837; Pérez 1865; Arboleda 1867), puesto que permitía generar una conexión mayor entre la élite nacional y sus considerados semejantes europeos. Pero también demuestra la centralidad de la clasificación racial básica en el mundo moderno y cómo ésta era adoptada indiscriminadamente por los letrados nacionales, siguiendo el lenguaje occidental-cientificista de lo negro, lo indio y lo blanco. Pero aun más, ello fue una forma de mantener una distancia radical interna entre las tres grandes razas. La visión de Arboleda (1867) es clara al respecto. Él continúa con la imagen del criollo-blanco imponiéndose sobre las otras razas. La preeminencia de lo indio y de lo negro fue también evidente en el manejo y la división interna de la fuerza de trabajo. La esclavitud y su desmonte y el problema de los resguardos de indios fueron determinantes en el manejo de la población considerada india y negra (Codazzi 1851; 1855; Samper 1861). Ambas eran la fuerza de trabajo más importante en determinadas provincias del país. Lo negro aparecía como población problemática, en tanto conflictiva y a la vez caracterizada como una fuerza física importante para los trabajos pesados en la tierra caliente y en las regiones de frontera (Codazzi 1855; Pérez F. 1865; Pérez S. 1855; Samper 1861). Aunque considerado bárbaro y en estado de naturaleza, en claro contraste con lo blanco (Pérez 1855; ver la ilustración 7), lo negro resultaba también asociado al trabajo servil doméstico, agrícola o minero (Arboleda 1867; ver la ilustración 8); claro que siempre visto como necesitado de dirección, por su carácter por fuera de la esclavitud: “El negro sufre las penalidades, pero es flojo para el trabajo, y, siempre desconfiado, no quiere conocer sus verdaderos intereses, ni los conocerá, hasta que otra raza trabajadora e inteligente le enseñe prácticamente el modo de enriquecerse exponiendo en otra actividad…” (Codazzi 1855: 85). Lo indio era valorado como la mano de obra más importante para la agricultura en las tierras altas, como el altiplano o las montañas caucanas, pero su vida en comunidad, su indolencia, su fanatismo y su falta de iniciativa también lo hacían objeto de críticas y de políticas de incorporación (Arboleda 1867; Codazzi 1851, 1855, 1858; Samper 1861). En suma, lo negro y lo indio eran representados en claro contraste con lo blanco, en el nivel local y nacional, dentro de las divisiones naturalizadas de la índole y genio de las poblaciones (ver las ilustraciones 8 y 9). 74

Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Ilustración 8 Carmelo Fernández (1851). Mujeres blancas. Ocaña. En Ardila y Lleras (1985). Este cuadro marca un contraste claro entre los valores asociados a una fisonomía blanca y a una negra. Como muchos de los cuadros de tipos poblacionales, expone la diferencia de forma contrastante. Sin embargo, a ello no se reduce la importancia de este cuadro. En él, la atención estaba centrada en la caracterización de las mujeres notables y distinguidas de la provincia. En ese sentido, la mujer negra no hacía parte del título, no porque fuera negada, sino porque su papel estaba subordinado a la definición de lo blanco. La mujer negra era parte fundamental en la representación de las mujeres blancas como sirvienta, como un capital o un signo más de distinción o reconocimiento. Por ello aparecía en el cuadro, por cierto mirando al lado opuesto de las mujeres blancas, en un lugar claramente inferior, por la construcción racializada de lo negro.

Ilustración 9 Manuel María Paz (1853). Aspectos de las casa de Nóvita. En Codazzi (1855). El cuadro representa en claro contraste a la población negra y blanca en una zona de profundas tensiones coloniales, como era la minera Nóvita (Pérez 1855: 43-44). Los negros en el centro del cuadro, siempre semidesnudos como reflejo de su barbarie, y los blancos ataviados desde la casa, como si no hiciesen parte de la imagen. Evidentemente, ellos estaban allí para la comparación y, a la vez, para mostrar la presencia de habitantes civilizados en estas tierras que, aunque salvajes, habían sido domesticadas por medio de una economía extractiva. En las imágenes de la Comisión, los negros bárbaros habitaban siempre las regiones de frontera, los valles ardientes y las selvas, y cuando hacían parte de pueblos y ciudades, lo hacían incorporados como sirvientes o fuerza de trabajo civilizada. (ver ilustraciones 7, 8, 10 y 12).

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Por otro lado, la insistencia en las tres razas se convirtió en una vía para señalar y clasificar a las distintas poblaciones, aun si fueran mestizas. Desde mediados de siglo, la oposición entre las tres razas no remitía a la división anterior entre élite criolla-nacional y los otros internos. En lo local primaba la diferenciación racial, como una forma segura, por el extendido racialismo de marcar jerarquías. En el escenario nacional, lo importante era ver si esta diferenciación era superada por identidades locales o regionales compartidas, para ser en la unidad de la nación. Lo negro, lo blanco y lo indio servían como estrategias descriptivas del pueblo en lo local, junto con otros marcadores, para resaltar la diferencia (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1855, 1858): La población se compone del 33 por 100 de blancos, en quienes residen la ilustración y cultura, el 27 por 100 de mestizos que forman escalón intermediario, y el 40 por 100 de africanos, cuyo lote es el trabajo físico, y su patrimonio la inalterable salud en medio de las ciénagas y ríos, sean cuales fueren las intemperies que sufran. El tipo masculino de los primeros es el joven voluble, vestido a la ligera con chupetín o chaqueta de lienzo y casaca los domingos, dedicado al comercio, atento, despejado, bailador y poco instruido, salvo en requiebros y galanteos; el femenino es la damita de proporciones delgadas, aspecto débil, modales pulcros, talle flexible y profusa cabellera, en el vestir muy aseada y elegante siguiendo las modas francesas, en el trato llena de amabilidad e ingenio, sobremanera sociable y cariñosa, pero siempre recatada. La música y el baile son su vocación, y rara es la casa donde al caer la noche no suene un piano con las marcadas cadencias del valse, o una harpa maracaibera, o por ventura dos voces de timbre juvenil unidas para cantar trovas de amor. En los mestizos se manifiesta el tipo local, completamente criollo desde el traje hasta el alma: los hombres de mediana estatura, sueltos y ágiles, vistiendo pantalón de dril y camisa blanca, sombrero de nacuma excesivamente pequeño y nada de ruana; zapateadores, tipleros y enamorados, un tanto afectos a la botella y al juego, pero trabajadores y de índole buena, sin modales ni lenguaje descompuestos, como los del boga que tripula los bongos en el Zulia; las mujeres pequeñas, sabiendo que son bonitas y procurando lucir y ejercitar este don de gentes, el cuerpo bien repartido, limpio y ondulante, alegres y listas para cualquier lance y respuesta. (Ancízar 1853, tomo II: 209-210)

En muchos casos, estas categorizaciones raciales superaban incluso la fisonomía básica de color de piel, pelo, composición corporal y facciones, para adentrarse en el detalle de lo mestizo, que podía ser visto como negro por su pereza, indolencia, fealdad, fuerza física, o como blanco por su ilustración, plena civilización, belleza física, vigor y disciplina para el trabajo. En este sentido, las regiones fueron también racializadas a partir de estas categorías raciales básicas (Cf. II. 3.2). Si bien el esquema entre civilización y barbarie permanecía como sustento de la diferencia poblacional, no ocurrió así con la oposición entre tierras altas y bajas en el conjunto de la unidad nacional. Esta división, relacionada con la civilización, fue utilizada ampliamente en las descripciones locales y regionales, pero perdió su exclusividad como esquema general en el conjunto nacional, sin llegar a desaparecer: “se puede decir sin exageración que las montañas de los Andes, que representan por su asombrosa grandeza y majestad sublime la 76

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bondad infinita de Dios, son en el mundo colombiano los mejores agentes de la civilización democrática” (Samper 1861: 340). Cada región, cada localidad, era jerarquizada internamente desde la oposición civilización y barbarie. Las descripciones de la Comisión Corográfica, los informes geográficos y los relatos de viaje partían de esta oposición (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1855, 1856, 1857, 1858; Pérez 1855): “[la región] se puede dividir en dos grandes secciones características: la una que comprende las comarcas sometidas ya al dominio de la civilización, y la otra que aún se mantiene en el estado de salvajismo de los tiempos primitivos” (Codazzi 1858: 167); “[el Estado] se compone de dos regiones separadas i completamente distintas entre sí: la poblada i la desierta. La primera es larga, angosta i montañosa; i la segunda plana, ancha i riquísima en bosques i en aguas” (Pérez F. 1871: 91). En dicha oposición eran conjugados distintos modelos de diferenciación. En primer lugar, el modelo civilizador, relacionado con un modelo colonizador orográfico del descenso y el ascenso. En éste, la incorporación a los centros de poder y su nivel de colonización y sometimiento eran determinados y naturalizados de las tierras altas a las bajas. Por otro lado, a partir de la diferenciación climática, tanto del climismo de corte hipocrático como de la climatología moderna, era generada una oposición entre tierras frías y tierras calientes y ardientes. Las primeras eran caracterizadas por una vida sana y organizada en torno al cultivo humano sobre la naturaleza. Allí los hombres tenían mayor disposición a la creación literaria, al gobierno y al control de las pasiones. Mientras que las segundas eran caracterizadas por su condición malsana y perjudicial para la vida humana, el ímpetu, y el poder de una naturaleza sin dominación, y unos hombres pasionales, violentos, perezosos e incapacitados para ciertas actividades. Éste era un esquema interno similar al que existía con fuerza en el conjunto de la nación entre las tierras integradas y los territorios de frontera, como lo expresó el economista Miguel Samper (1867), hermano de José María, en su estudio sobre Bogotá: Los que descubrieron y conquistaron esta parte de la América, encontraron la barbarie más completa sobre las costas y en las hoyas de los ríos, en tanto que las faldas y mesas de nuestra cordillera servían de morada a pueblos relativamente adelantados en civilización. Cerca de cuatro siglos van transcurridos desde que ocurrió aquel hecho, y las cosas no han cambiado sensiblemente. […] la población no baja de las faldas y mesas de la cordillera sino con lentitud y precaución, porque allí donde está la riqueza fácil, la muerte ha establecido también su imperio. Nuestras cordilleras son verdaderas islas de salud rodeadas por un océano de miasmas. (12 y 13)

No obstante, todos estos esquemas se traslaparían con otros más cercanos al deseo nacionalizador. Éste se sustenta en la necesidad, o mejor, en la obligación de la fusión, la mezcla, la integración y la colonización. Para la nación no es posible pensar en lo aislado, lo separado, lo distanciado, tanto espacial como poblacionalmente. Las dos grandes tierras debían ser interconectadas, con una 77

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colonización guiada desde las tierras altas. Las razas debían fusionarse, para dejar de ser troncos o linajes distinguibles y generar una unidad de origen, un linaje común de lo nacional. Ésta, sin duda, fue una de las visiones más importantes sobre la nación, aunque no la única.

2. Tipologías, economía de trabajo y construcción de nación A mediados del siglo XIX, la literatura, especialmente costumbrista y de viajes, y las representaciones pictóricas de la población estuvieron habitadas por figuras que intentaban mostrar al mismo tiempo la variedad y la unidad poblacional de la nación. Los tipos obedecían a una taxonomía confusa y elemental a la vez, cuyo mayor objetivo era clasificar las diferentes variaciones, muestras y ejemplos de lo nacional. El tronco común era la nación. La variedad indiscriminada era su siguiente nivel. Bogas, artesanos, cosecheros, criadas, indios, negros, mestizos, campesinos y notables fueron algunos de los tipos humanos que convergieron en el común denominador de lo neogranadino. Los libros, relatos, cuadros e imágenes, de los que eran protagonistas, fueron expresiones de constantes encuentros coloniales. Los distintos países y paisajes de la nación fueron objetos de exploración y examen continuo por parte de viajeros, letrados y naturalistas, a quienes se les requería para dar cuenta de las riquezas y posibilidades del territorio, las naturalezas y sus gentes (Cf. Rozo 2001; Restrepo 1999). La economía agroexportadora, las relaciones de trabajo, el problema de la escasez de manos y la prosperidad material y moral marcaron la definición de los tipos neogranadinos. En este contexto, los tipos, en lugar de ser representaciones ideales de la población, contuvieron los deseos, los temores, los límites y las ambigüedades de las élites y los patrones sobre la fuerza de trabajo existente y requerida en la Nueva Granada.

2.1. De las razas a los tipos humanos neogranadinos Con todo esto, no eran una excepción, sino las genuinas representantes de un género, o si se quiere tipo, harto esparcido en nuestro país, fácil de conocer y que bien merece fonógrafo e historiador especial. Manuel Ancízar (1853, tomo II: 96 énfasis del original)

Puede pasar como un asunto menor o inadvertido el cambio en el uso mayoritario de la categoría raza a la de tipo desde la década de los cuarenta en la Nueva Granada. No obstante, este cambio evidencia decisivas transformaciones en la forma de comprender a la población, en la cual la nominación es fundamental. 78

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La categoría raza podía aludir o no a una unidad de origen. Aunque en el siglo XIX colombiano el racialismo no fue particularmente radical y, por tanto, fue compartida la idea de una unidad de la especie humana, en la que las grandes razas eran sus derivaciones más significativas, la unidad entre razas resultaba ser algo tan abstracto que las distancias entre ellas eran rígidas e incuestionables. Como indiqué atrás, la división poblacional en tres grandes razas era concomitante con el colonialismo eurocentrista en el mundo moderno/colonial. En este escenario, la categoría tipo iba más allá, siendo reiteradamente usada en un colonialismo interno, en el que el problema era definir las diferencias dentro de lo nacional. Si bien el tipo, como categoría de la diferencia, reiteraba la distancia entre poblaciones, siempre remitía a la pertenencia a la unidad nacional y a las semejanzas entre las poblaciones que contenía; eran “los tipos enteramente nacionales”, decía Rivas (1866: 171). Como la misma palabra lo indica, el tipo es la muestra, el ejemplo o la manifestación de un algo; en este caso, la raza o el pueblo neogranadino. Incluso, la sola referencia a las grandes razas como tipos –negros, indios y blancos– evidenciaba una conciencia de lo nacional, en la que era resaltada la cercanía79. El tipo indio, no tanto así la raza, era una derivación de lo neogranadino. Los tipos eran lo particular dentro de lo general y, como en el caso de lo neogranadino a mediados de siglo, lo particular era lo variado; referían a diferentes poblaciones siempre conectadas o enmarcadas en un tronco de origen común. En ese caso, los tipos, desde la homogeneidad nacional, representaban la heterogeneidad. Una heterogeneidad que era especialmente fruto del mestizaje, de los cruces continuos de las razas madres. Los tipos eran, en general, figuras mixtas, productos de la mezcla, hombres y mujeres nuevos de un orden y un mundo nuevos; de un mundo con posibilidades, tendiente hacia su depuración y el progreso, en la visión optimista de mediados de siglo (Ancízar 1853; Samper 1861). Así como en el nivel nacional los tipos representaban la variedad, en el nivel local exponían la síntesis de la población de una parroquia o un cantón. Los tipos, en tanto modelos o ejemplares de un pueblo, se constituían así en figuras homogeneizadoras en medio de la diversidad. Sin embargo, como estos tipos emergieron de las exploraciones al territorio nacional, de los viajes de ascenso y descenso por las cordilleras, de la conquista de la tierra caliente y los valles profundos y del recorrido entre las parroquias, se hacían incontables. Con cada parroquia, con cada país y paisaje nuevo, un nuevo tipo surgía. Esta densidad era más evidente en las 79

En su mayoría, los títulos de los cuadros elaborados en la Comisión Corográfica no contenían la palabra raza; no ocurre así con tipo, la cual era recurrente para catalogar a las poblaciones locales (para ver una recopilación de los cuadros, Ardila y Lleras 1985).

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zonas más pobladas e integradas al poder central, como en general ocurría en la cordillera Oriental (Ancízar 1853; Samper 1861). Así, aunque en líneas generales pueda ser identificado un modelo taxonómico poblacional, entre otros, centrado en la oposición orográfica entre el altiplano, la tierra templada y la tierra caliente, los tipos eran variados, algunos no estaban necesariamente adscritos a territorios específicos y no compartían un criterio común de diferenciación o semejanza. Para los letrados, cualquier grupo poblacional “pintoresco” y con características comunes era merecedor de ser un tipo nacional. La clasificación de esta variedad, que, valga decir, emergía de la misma discursividad diferenciadora, constituía un reto para los letrados: “¡Cuántos y cuántos tipos diferentes! ¡Cuántas variedades y medias tintas, en cuya distribución y clasificación podría lucirse un talento analítico y nomenclaturista!” (Caicedo 1866: 119). De allí que una lista completa de estos tipos fuese interminable y que en el mismo plano de “la gran galería de caracteres nacionales” (Rivas 1866: 171) aparecieran cosecheros, socorreños, neivanos, indios, criadas, bogas y notables, entre otros. A ellos se sumarían progresivamente los tipos regionales, como homogeneidades que abarcaban lo observado en el detalle explorador. Como es evidente, los tipos constituían una taxonomía que, aunque pretendidamente clara y compartida por todos, no se basaba en criterios comunes, fijos y estables desde nuestra óptica clasificadora moderna. Éstos hacían parte de un primer ejercicio segmentador de lo nacional, en el que por medio de las palabras y del poderoso ejercicio de nombrar, se esperaba dar un orden y un sentido a lo que era percibido como diferente dentro de los límites de la unidad nacional80. Por medio de la representación pictórica y escrita de los tipos, los letrados pretendían acercarse a la supuesta diferencia poblacional dentro de la nación. La diferencia interna existía porque así era expuesta y clasificada desde la representación y la definición que de ella se hacía. El mundo de lo disperso, de lo variado, lo contingente, lo incluso inasible, que constituía la diferencia, era real y posible en los discursos de la élite letrada, por su misma presencia ordenada, naturalizada y fija en ellos. De esta manera, los tipos de mediados de siglo eran concordantes con el ideal taxonómico de la episteme clásica y con su centralidad en la representación, para la aprehensión del mundo (Foucault 1968). De allí surgió la primera historia natural, de donde provenía claramente la categoría de tipo81. Ésta fue una 80

Esa variedad es tan inmensa y tan lejana para nosotros, que nos resulta similar a aquella enciclopedia china descrita por Borges y que retoma Foucault (1968).

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En general, la historia natural que surgió en el siglo XVIII con personajes como Linneo partía del principio de la unidad de la especie humana, de acuerdo o no con la premisa del origen

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unidad taxonómica ampliamente utilizada desde el siglo XVIII en la botánica y en la clasificación animal, y, por ende, trabajada para el reino de lo humano, con la premisa de dar cuenta de un orden, estructura y jerarquía en la clasificación humana, como en el orden natural. La historia natural ofreció las técnicas y los recursos para la descripción física detallada de las poblaciones, bajo el supuesto de que allí es posible encontrar la base rígida y certera de la diferenciación. Con la descripción física se intentaba naturalizar y fijar las diferencias en un terreno que aparecía incuestionable y evidente. En este escenario, para los naturalistas, los dibujantes y los escritores de costumbres, los tipos requerían de una descripción rigurosa y fiel, porque, como unidades de una historia natural de continua diferenciación, eran elementos mixtos, complejos y con signos de variedad por doquier. Los tipos, a diferencia de las grandes razas, complicaban, así, la diferenciación y su descripción. El atuendo, los rasgos físicos, las actividades y las posturas debían ser detallados al máximo, porque, de lo contrario, no sería posible determinar la distancia entre los tipos y los linajes de origen de cada uno, los cuales eran elementos centrales de la clasificación82. Además, estos signos de diferenciación debían dar cuenta del lugar de origen y de la posición social de cada uno de los tipos humanos neogranadinos. Particularmente, los tipos debían exponer los productos relacionados con su medio

divino. Con el paso del tiempo y la expansión de las diferentes razas en climas diversos, así como la distancia que algunas de ellas tomaron de los principios morales, se fue produciendo la variedad humana. Toda esta variedad estaba dispuesta en un orden natural que era a la vez moral, en tanto la naturaleza era una creación divina. La revelación y exposición de tal orden era la labor de los naturalistas (Mutis 1764). Por ello, la historia natural era una historia moral, que explicaba la degeneración o regeneración de las razas y la diferencia escalonada entre pueblos respecto a la cercanía con la civilización y el grado de moralidad, en relación a su vez con la ubicación orográfica y climática (Caldas 1808a; Unánue 1806; Zea 1822; Samper 1861; Arboleda 1867). Con la historia natural, dotada de la visión geográfica, el colonialismo pudo fijardeterminar espacios con razas particulares. Así, la composición y distribución de las razas eran pensadas desde la historia natural, justamente, como un hecho natural y palpable por medio de la observación científica. En esta historia, el ensayo de La geografía de las plantas de Humboldt fue determinante, puesto que veía la relación entre el desarrollo de las especies, su ubicación en la altitud y el conjunto del medio exterior. Si la historia natural estudiaba el origen, los cruces y el desenvolvimiento de las razas, no es de extrañar este comentario común: “Es notable cómo se han cruzado las razas en estos pueblos. Ya no se veía sino uno que otro tipo de las tres razas madres, la blanca, la indígena y la africana. Había hijas de Llano-grande muy agraciadas, indias de San Luis y de Coyaima, y morenas de Ambalema y sus cercanías. Para que no faltase nada qué desear al estudioso de la historia natural, allí había dos o tres ingleses puros que paseaban por la sala en los intermedios o que observaban desde las puertas” (Díaz 1859a: 268-269). (Cf. Gerbi 1982; Todorov 1989; Deléage 1993). 82

Por tal razón, los escritores de costumbres advertían reiteradamente que su ejercicio era muy limitado frente a lo que podía capturar un pintor en sus lienzos (ver, en especial, Guarín 1859; Páez 1866; Rivas 1866).

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físico y sus actividades económicas. Las mantas, los sombreros, los pantalones, las herramientas, los productos agrícolas que cultivaban o transportaban, entre otros, no sólo diferenciaban espacialmente a los tipos, sino que además demostraban la variedad potencial para la producción económica y relacionaban posibles o existentes trabajadores con riquezas naturales (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1855, 1856, 1858; Pombo 1852; Pérez 1855). Esta variedad de elementos definía para pintores y escritores lo pintoresco de los tipos, lo que merecía ser pintado, lo que resaltaba a la vista. Aunque fuera reiterado que lo pintoresco estaba ahí para ser pintado, sin intervención y con objetividad, era evidente que ello era una cuidadosa elaboración que intentaba sintetizar y homogeneizar en una sola figura toda la variedad observada. Guarín afirmaba que “con un calentano que describiera quedaran todos” (1859: 365). La descripción de tipos era realizada bajo este supuesto, el de poder capturar y reducir en una imagen condensadora lo observado, como similarmente ocurría en el ejercicio botánico (Cf. Nieto 2000). De igual forma que en los cuadros de costumbres, las pinturas de la Comisión Corográfica reunían todos estos elementos de tipificación (ver las ilustraciones 10 y 11). De esta forma, los tipos humanos y regionales pueden ser analizados desde la categoría analítica de estereotipos, trabajada por Bhabha (1990b) como centro de los discursos coloniales. Los estereotipos, como imágenes de pueblos y culturas, se caracterizan por simplificar y tipificar, reducir a términos manejables para el observador las características culturales, y por naturalizar y esencializar los supuestos rasgos culturales fijándolos en el cuerpo, inscribiéndolos en “la naturaleza” de los grupos sociales. Así, el estereotipo delimita, ordena y hace escenificable un grupo poblacional.

2.2. Economía política, trabajadores y colonización Es imposible e inútil elaborar un análisis detallado de los variados tipos humanos neogranadinos que fueron representados en las producciones visuales y escritas a mediados del siglo XIX. No obstante, en este trabajo escogí un conjunto de tipos que por su caracterización revelaban problemas centrales respecto al manejo y a la definición de las poblaciones, para la formación del Estado-nación, en el marco del mundo moderno/colonial capitalista. La relación entre la economía política planteada a mediados de siglo, los sistemas productivos o extractivos existentes y el tipo de trabajadores requeridos definió uno de los principales criterios de clasificación poblacional. Los trabajadores, los oficios y los patrones fueron mo82

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Ilustración 10 Carmelo Fernández (1851). Tipo africano y mestizo. En Ardila y Lleras (1985).

Ilustración 11 Carmelo Fernández (1851). Estancieros de las cercanías de Vélez. Tipo blanco. En Ardila y Lleras (1985).

Estos dos cuadros, como gran parte de los de la Comisión, son elaboraciones-síntesis de tipos poblacionales. Éstos eran cuidadosamente elaborados en talleres con base en bocetos de trabajo in situ. Nada en ellos era fruto del azar o de una mirada desprevenida (Restrepo 1999; Sánchez 2003). Los atuendos, telas y sombreros eran signos del lugar de origen. El cacao de la primera y la amonita de la segunda, sutilmente expuestos, eran imágenes de riqueza y curiosidades. Hasta cierto punto, estos cuadros pueden ser comparados con los de especies de la expedición botánica dirigida por Mutis (Nieto 2000). Al igual que las especies, los tipos eran imágenes típicas e ideales, con todos sus detalles posibles en exposición. Se podría decir que ambas elaboraciones son fruto de la extracción de su cotidianidad. Tipos y especies están dispuestos de cuerpo entero para el cuadro, para ser transportados y después examinados. La ilustración 16 demuestra con claridad cómo la tejedora y el arriero, representativos del activo Santander, aunque parecen en su cotidianidad, fueron extraídos sutilmente de ella. La mujer teje en un camino como si nada, mientras su semejante posa desprevenidamente. No obstante, al contrario de las plantas, que eran fragmentos extraídos de su entorno, los tipos eran elementos vivos relacionados con su medio físico. Los tipos eran útiles en su espacio y por ser precisamente parte de uno. Los notables se desenvolvían en sus salones o en las calles, mientras que los posibles agricultores y campesinos debían estar inmersos en las riquezas naturales que debían cultivar. Por ejemplo, en las ilustraciones 5 y 10 los hombres, africanos, mestizos e indios, estaban dispuestos en torno a riquezas cultivables como el cacao y el anís. Así, los cuadros eran imágenes condensadoras de poblaciones, naturalezas y territorios, como un conjunto de variables y elementos que con su variedad componen una unidad. Para Sánchez (2003: 111), ilustraciones como la 10, presumiblemente guiadas por el botánico Triana, contienen el postulado de Humboldt de “la fisiognomía de la naturaleza”, el cual indica la variedad de formas contrastantes que se agrupan en zonas particulares. Presente o no tal postulado, en los cuadros o escritos la descripción paralela de tipos distintos reiteraba la diferenciación por medio del contraste. Un tipo, como una raza, siempre era definido en oposición a otro. Además, los pintores y escritores se preocuparon, la mayoría de las veces, por evidenciar la variedad poblacional de posibles trabajadores, apreciada como una riqueza de las provincias y cantones.

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tivos recurrentes en la definición de tipos humanos83. Por ejemplo, casi la tercera parte de los cuadros elaborados para la Comisión Corográfica representaban tipos trabajadores, de hombres y mujeres en sus oficios y en sus contextos productivos. Ello porque la Comisión leyó a la nación desde sus capacidades para la producción y extracción de riquezas naturales y la elaboración de determinados productos. A lo cual se sumaba su ánimo eminentemente etnográfico tanto en las descripciones paralelas como en los informes del propio Codazzi, en particular sobre los indios. Sin duda, allí la población aparecía como un problema estatal, particularmente por sus capacidades físicas y, sobre todo, morales para una vida de trabajo. Los tipos que analizo a continuación fueron representados en un contexto problemático de “escasez de mano de obra”, relacionado, además, con el aparente énfasis en el trabajo productivo, libre y voluntario, frente al fin de la esclavitud y el supuesto desmonte progresivo de las relaciones serviles de trabajo. Los tipos de trabajadores dan cuenta de dicho escenario, en el que las élites letradas manifestaban los deseos y temores sobre los trabajadores, así como la conveniencia de una “semiservidumbre” (Palacios 2002b)84. Ello constituía la economía política imperante en la mayoría del país: una búsqueda de la maximización de ganancias, sin incidir necesariamente en la mejora de la productividad y las condiciones de trabajo, determinados más bien por “el deseo civilizador” y el normalizador de lo nacional (Rojas 2001; Palacios 2002b; Kalmanovitz 2003). En este escenario, la “escasez de brazos” y la representación ideal del buen trabajador campesino (Cf. I/3.2) fueron también estrategias en los textos para juzgar a los pobladores rurales y validar las formas de dominación laboral existentes y el sometimiento cultural y moral a los patrones de normalización nacional. Todo lo anterior fue posible por el racialismo. El trabajo físico en general fue asociado a cuerpos racializados como no blancos, mientras que la producción intelectual era restringida a lo criollo. Así, la variedad poblacional aparecía como diferenciadora jerárquica de trabajos y oficios: Esta completa desigualdad que bajo todos aspectos se encuentra entre los hombres, mantiene el orden y la armonía en la sociedad: ella es la que proporciona la división del trabajo, y con la división del trabajo, el comercio y, en fin, ese tejido de intereses que traba todos los

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En la obra de Ramón Torres Méndez, el reconocido pintor de costumbres, también se puede encontrar un número considerable de cuadros de tipos poblacionales, la gran mayoría referentes al tema abordado en este capítulo: tipos de calentanos, de gentes del interior, de damas y caballeros santafereños, de campesinos de tierras altas y de oficios –aguadores, marraneros, cargueros, arrieros, carniceros y vendedores, entre otros– fueron retratados por Torres (ver láminas en Sánchez 1987: 129 a 171).

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Kalmanovitz (2003: 217) calcula que hacia 1870 cerca del 1% de la población controlaba aproximadamente al 50% de la población censada, por medio de prácticas como el arrendamiento.

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negocios humanos y mantiene ligados a los individuos y a las naciones para el progreso de la civilización: es así como se cumple la gran ley de la variedad en la unidad. (Arboleda 1867: 174)

La división interna del trabajo y el énfasis en constituir una economía agroexportadora provenían de la constitución de una economía mundo capitalista, en la que la Nueva Granada era ubicada como nación periférica extractora o productora de materias primas. Las élites nacionales aceptaron y validaron tal posición, en tanto situaban a Europa como centro del mundo industrial e ilustrado y reforzaban la imagen de una América tropical e inculta. Esta división internacional era proyectada dentro de la nación. Las élites nacionales se posicionaron como europeodescendientes, productoras de conocimiento y habitantes de tierras frías, mientras que la tierra caliente, en general, era el escenario de tipos humanos y naturalezas que debían ser domesticadas para la producción agrícola y minera. A mediados de siglo, tomaron fuerza proyectos colonizadores del territorio y las poblaciones, particularmente en las fronteras provisorias cercanas a Bogotá (Palacios 2002b). Las clasificaciones y categorizaciones poblacionales tenían lugar en la relación conflictiva que en este contexto se daba entre letrados, patronos –algunos también letrados reconocidos– y pobladores nativos. Los proyectos colonizadores marcaron la diferenciación espacial y poblacional85. Los tipos fueron ubicados jerárquicamente en la diferenciación del “anfiteatro” (Samper 1861), del ascenso y el descenso por las cordilleras, donde la variación climática y de las actividades productivas determinaba la diferencia poblacional. Desde la perspectiva geográfica, climática, naturalista y económica, “el medio físico” fue constituido en una categoría explicativa central de la diferencia, a mediados de siglo. Ésta se refería a un compuesto paisajístico-poblacional, en el que intervenían diversos elementos como el clima, la altura, los sistemas productivos, el trabajo, el nivel de vida industriosa, la prosperidad y la higiene. A diferencia de la concepción climática de principios de siglo (Caldas 1808b), en el medio físico es clara la separación entre los cuerpos individuales y el entorno, que por ello mismo aparecía como medio. Desde esta perspectiva, el hombre, su cuerpo y su alma no estaban inmersos fluidamente en el clima, sino que como seres en el espacio hacían parte de un medio particular que los iba moldeando al paso de las generaciones. Por ello, la incorporación del hombre en el medio físico era un hecho del saber histó-

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Allí, el poder colonial interno inventó sus otros desde estrategias propias de los discursos coloniales, los cuales crean la otredad como una entidad distante y desconocida, pero que a la vez es clara para la mirada colonizadora (Bhabha 1990b). Ello se evidenciaba ampliamente en los relatos de viaje o en los textos que seguían este tipo de narración, como producciones eminentemente colonialistas surgidas de zonas de contacto (Pratt 1992).

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rico y, en especial, de la historia natural86. La jerarquización y naturalización de las diferencias eran viables con la idea del medio físico, porque se insistía en su inmensa variedad, por la misma variedad de los elementos, paralela a la diferencia poblacional (ver, en especial, Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1855, 1858; Samper 1861; Vergara y Velasco 1892). La división que presento a continuación sigue esta diferenciación espacialpoblacional del medio físico del altiplano a las tierras calientes, explorando asimismo las representaciones tejidas sobre la colonización.

Los indios como tipos. Indios chibchas y campesinos del altiplano Durante la segunda mitad del siglo XIX, el altiplano continuaba siendo descrito como el centro simbólico y de poder de la nación colombiana. A diferencia de gran parte del territorio nacional, lo que comenzaba a ser visto como “la región andina” (Codazzi 1851, 1858; Vergara y Velasco 1892) y, particularmente, “el altiplano” o “el Reino” (Ancízar 1853) era apreciado como una tierra sana, bella y fértil. Esta visión la reiteraban los viajeros con sus juicios estéticos y sensibles. En el altiplano se respiraba un aire tranquilo y se regocijaban los sentidos, ante la presencia de un paisaje domesticado y cultivado de vieja data (Ancízar 1853; Caicedo 1883). Como era corriente, lo bello y lo sano daban cuenta de un paisaje civilizado y de una ecología ordenada en torno a la labor del hombre. Como detallé en la primera parte, dicho paisaje del altiplano estaba, además, dotado e imbuido de una historia civilizadora, que le adjudicaba un lugar privilegiado en los relatos de origen de lo nacional. Los viajeros y geógrafos encontraban rastros de una historia de gloria por doquier (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1858). Las impresiones agradables que causaba el paisaje del altiplano, y en especial el de la sabana de Bogotá, se debían también a la panorámica de una red de pueblos interconectados, que en su conjunto se tendían sobre el territorio, organizándolo y controlándolo. Una prominente vida moral, social y civilizada se desplegaba en estos pueblos. Estas tierras, a pesar de otras limitaciones, estaban destinadas a perpetuarse como centro de la nación: No tiene, es verdad, ríos navegables, ni llegan hasta ella los huracanes del mar; pero puede abrirse buenas vías mercantiles i tiene afianzada su prosperidad material en la agricultura, i asegurado su progreso moral e intelectual en el estrecho vecindario de sus habitantes, no

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Sin duda alguna, en esta conceptualización del medio físico de los pensadores de la segunda mitad del siglo XIX estaban presentes las ideas de Humboldt sobre el medio exterior, las cuales estaban marcadas por la imagen de la cordillera y el ascenso y el descenso por ella. Para Humboldt, los cuadros de la naturaleza o las unidades de paisaje se diferenciaban claramente con el cambio de altura; así lo sintetizó en su reconocida imagen de la montaña, inspirada en el Chimborazo (Castrillón 2000).

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divididos por serranías, ni diseminados en un área ingrata y solitaria, sino formando, como si dijéramos, una cadena continua de seres humanos, bien dispuesta para la transmisión i la propagación de las ideas. La planicie bogotana será, pues, siempre un foco de ilustración y un centro de nacionalidad. (Codazzi 1858: 252)

En las miradas homogeneizadoras del viaje o de la geografía circunscrita al ordenamiento territorial, esta visión se extendía en términos generales por la cordillera Oriental, por los estados de Cundinamarca y de Boyacá, y en menor medida, por el de Santander (Ancízar 1853; Codazzi 1851, 1858). Igualmente ocurría con los pobladores rurales y el pueblo bajo. En las descripciones del altiplano cundiboyacense había una tendencia marcada a presentar una imagen homogénea de sus habitantes subordinados, como indios o mestizos claramente descendientes de indios chibchas. El indio de ascendencia chibcha aparecía como tipo de la nación, como una muestra poblacional del pueblo neogranadino y del pueblo bajo del altiplano. Éste fue el indio valorado con más fuerza como tipo nacional: civilizado, adoctrinado y sometido por las instituciones eclesiásticas y políticas, coloniales y nacionales, y que podía pasar como parte del pueblo católico mestizo (Díaz 1859a, 1860). Allí era evidente que no surgió un tipo regional en el que se cobijaran élites criollas e indios (Cf. II/3.2). La misma catalogación de indios o mestizos de indios era reiterada por la élite letrada urbana, para generar una distancia naturalizada y evidente entre ellos y el pueblo bajo del altiplano. La fisonomía racializada como india, en el pueblo bajo, entraba en directa oposición con la blanca de las élites. El poblador rural o pobre, indio o mestizo, era claramente reconocido por “su color bronceado, su pelo liso y corto, sus ojos pequeños y tristes y por un rezago de la pronunciación nacional de los muiscas, que todavía se flota en los pueblos de la Sabana” (Díaz 1859b: 114; ver las ilustraciones 4 y 5). Sin embargo, esta insistencia en lo indio se convirtió en un valor poblacional que, aunque proveniente de la apariencia física, la sobrepasaba. Por tal razón, las descripciones de pobladores claramente mestizos se deslizaban entre lo blanco o lo indio, según el rasgo que iba a ser resaltado (Ancízar 1853; Díaz 1859b). Por esto mismo, descripciones positivas del altiplano, como la de Ancízar, blanqueaban de forma significativa a su población, en tanto lo blanco que componía a lo mestizo no sólo era signo de una mejor composición física sino de unos valores morales y sociales. Blanco, indio o mestizo, o, mejor aun, mestizo blanqueado de ascendencia india, el pueblo del altiplano se constituía en un modelo poblacional de trabajo, en especial agrícola, de sumisión, de una vida católica y de posible normalización: Las fisonomías llevan el sello indígena, o manifiestan los contornos regulares y el firme colorido de la raza blanca de los Andes; el acento, el ademán, el saludo respetuoso y el tratamiento de sumercé dado a las personas notables, manifiestan que se ha entrado en tierra del reino. (Ancízar 1853, tomo II: 226; cursivas del original) 87

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Mucho más bellas, robustas é inteligentes que las de las costas y los valles ardientes; razas laboriosas, fraternales hasta el socialismo, dulces y hospitalarias, susceptibles de todo progreso, de una regeneración ó modificación fácil y fecunda, con tal que el régimen de colonización no las contrariase nunca. (Samper, 1861: 29)

De esta forma, esta población laboriosa del altiplano estaba signada a colonizar las tierras calientes (Restrepo 1870; Samper 1861; Vergara y Velasco 1892). Pero más que la población, era toda la imagen del altiplano, de las tierras altas, como un conjunto territorial-paisajístico-poblacional, la que emergía como centro desde el cual la civilización y la nación debían ser irradiadas por medio de la colonización. Cuando los viajeros y los expedicionarios comenzaban a alejarse del altiplano y desde algún alto admiraban con asombro y algo de temor las tierras bajas y calientes –las cuales emergían en parte de esta perspectiva del viaje y de la panorámica–, aspiraban a que lo que dejaban atrás bajara y se replicara con profusión (Codazzi 1856; Pardo 1866; Restrepo 1870; Rivas 1899). No obstante, el encuentro con la tierra caliente, el ideal de la prosperidad material y económica, la necesidad del movimiento comercial y humano, hicieron del altiplano y sus tipos descendientes de indios chibchas entidades problemáticas. La forma en que estaban estructuradas la economía, la población y la vida social no parecía responder a los requerimientos de una civilización progresista y una economía agroexportadora y comercial, a los ojos de letrados impulsores de estos proyectos (Ancízar 1853; Samper, J. M. 1861; Samper, M. 1867). La imagen que se tejió del altiplano desde mediados de siglo fue la de una zona anclada en el pasado. Lo colonial era usado como metáfora para describir y pensar la zona. En ella se vivía todavía en un ambiente colonial de atraso, pobreza, opresión, oscurantismo, fanatismo y quietud. La población era descrita de igual forma. Los pobladores del altiplano, y en esto eran reiteradamente presentados como de tipo indio, eran indolentes, pobres, estacionarios, sucios, fanáticos y estúpidos, a la vez que sumisos y religiosos: La masa de la población andina (puramente indígena) es notable por su carácter paciente y laborioso, su sentimiento religioso llevado hasta la idolatría y la superstición más grosera, su carencia de todo instinto verdaderamente artístico, su amor a la vida sedentaria, á la inmovilidad y la rutina, su humildad llena de timidez, su malicia disimulada, que tempera un poco la estupidez relativa del Muisca […] dulzura en la impasibilidad, fuerza de inercia, aislamiento casi egoísta, desconfiado, espíritu conservador absoluto, inmovilidad moral, vida sedentaria, caracteres pasivos, superstición religiosa y aun fanatismo, poca inteligencia, fuerza física que soporta un peso, pero sin arranque, ni pasión, ni rapidez. (Samper 1861: 316, 326)

La pobreza y la ausencia de progreso son evidentes para los letrados en la suciedad y lo feo de poblados y pobladores, que contrastaban con la belleza y la sanidad de una vida industriosa y de prosperidad. La visión estética e higiénica calificaba la falta de productividad, movimiento y agilidad en el trabajo como algo evidente en la composición física y en la apariencia corporal de los habitantes de 88

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la altiplanicie (Samper 1861; Ancízar 1853). La ruana, pesada, sucia y encubridora (Caicedo 185?; Ancízar 1853), era por eso el traje peculiar del indio del altiplano. Estas descripciones del tipo indio eran una proyección de los cuestionados sistemas productivos y la vida económica y social de la Colonia sobre las poblaciones campesinas del altiplano. A juicio de los letrados-comerciantes, en el indio o mestizo de la región se veía reflejado el sistema colonial, en contraposición con el movimiento y la agilidad de nuevos tipos y territorios “republicanos y progresistas”, particularmente en las tierras templadas y calientes (Rivas 1899). Efectivamente, a mediados de siglo ya no eran necesarias almas dóciles, obtenidas por medio del trabajo físico, sino cuerpos ágiles para el trabajo y una vida moral. Frente a esta necesidad, lo estacionario como rasgo sintetizador del tipo indio del altiplano lo constituía en una población crítica87. El clima frío y las instituciones coloniales habían sido determinantes en la vida estática de este tipo (Ancízar 1853; Samper 1861). En este argumento, en el que el clima afecta la máquina humana y por generaciones va definiendo una vida social diferenciada según los grados de calor, el frío aparecía como determinante de actitudes y comportamientos marcados por la pasividad, el encogimiento y la quietud, mientras que el calor en grado adecuado dilataba, excitaba, vivificaba y movilizaba para la actividad productiva y comercial. El tipo indio del altiplano, además de ser una figura elaborada a partir de la crítica a lo colonial, revelaba en su representación el deseo de dominación del colonizador y una negación del sometimiento que habían sufrido los indígenas. La obediencia, la sumisión, la poca resistencia y la fácil incorporación eran explicadas como atributos de la población del altiplano que provenían del carácter de la raza de los chibchas, los cuales provocaron que se les tiranizara y doblegara (Samper 1861; Arboleda 1867). Los indios chibchas y sus descendientes estaban ahí dispuestos para la explotación y la dominación. Ésta era la imagen que proyectaban el patrono y el colonizador sobre su fuerza de trabajo, para distorsionar una historia de conquista, negar la resistencia y validar formas de trabajo cercanas al servilismo (Cf. Kalmanovitz 2003: 148-158). A pesar de esta sumisión, que aprobaba la relación hacendado-labriego, el tipo indio resultaba reservado, solapado, hipócrita (Samper 1861), “obtuso, terco, malicioso, desconfiado, sin entusiasmo,

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La insistencia en lo estacionario propició la negación de una imagen de colonizadores de los pobladores del altiplano, quienes, paradójicamente, impulsaron los más grandes movimientos de colonización en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX (Zambrano 1990). Las gestas colonizadoras de la tierra caliente no podían quedar en las manos de los inertes, pobres y pasivos cundíboyacenses, esto era un contrasentido. La colonización validada era la de las grandes compañías y los empresarios colonizadores (Rivas 1899).

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ni siquiera ímpetu” (Vergara y Velasco 1892: 966), en fin, un trabajador en el cual no se podía confiar, ni del cual se podían esperar grandes esfuerzos laborales. Esta imagen, que servía para criticar a la pesada herencia económica y social colonial, promulgaba la incorporación definitiva de los indios del altiplano, por medio de la instrucción y la educación (Rivas 1899, Cf. I/1.1), la desintegración definitiva de resguardos y tierras comunales (Samper 1861), y la integración a la vida económica laboral y comercial (Cf. Safford 1991).

Tierra caliente y calentanos Los tipos humanos y paisajes de las tierras templadas y calientes cobraron fuerza en medio de los proyectos colonizadores del siglo XIX. La valoración sobre los tipos y paisajes dependía de su integración e incorporación a las tierras altas. En la primera mitad del siglo XIX, la tierra caliente aparecía como una entidad paisajística-poblacional que describía las tierras bajas, no integradas, despobladas y, la mayoría de las veces, salvajes del territorio patrio (Caldas 1808a; Zea 1822; Lleras 1837). En este sentido, gran parte del país era tierra caliente y, como tal, juzgada negativamente. Este panorama cambiaría de forma significativa desde la década de los cuarenta. La necesidad de incorporar las tierras bajas a una economía agroexportadora de cultivos tropicales como la quina, el añil, el tabaco y el café, y la titulación de baldíos y los incentivos a la colonización como una forma de subsanar la crisis financiera postindependista (LeGrand 1988), propiciaron grandes oleadas colonizadoras, que poco a poco no sólo transformarían la organización productiva, sino los mapas de la diferenciación espacial y poblacional del país. Aunque gran parte del país era considerada tierra caliente, esta acepción, al igual que la del tipo calentano, operó especialmente sobre el alto Magdalena, los valles y llanos del Tolima Grande, el piedemonte metense y los llanos de San Martín. Grandes hacendados, comerciantes y empresarios colonizadores –autoproclamados “los titanes de la industria” (Kastos 1858d) o “los trabajadores de tierra caliente” (Rivas 1899)–, relacionados con el Estado, participaron en su colonización y sometimiento. En estos contextos y territorios, las representaciones sobre la tierra caliente y los calentanos desempeñaron un papel determinante. En el descenso colonizador, las tierras templadas, una construcción climático-paisajística a partir de la cual eran resaltados y naturalizados los niveles de integración económicos, morales y sociales con el centro, aparecían como unas zonas intermedias, entre el altiplano y las tierras bajas, en las que los hombres y paisajes se destacaban por su profusión, riqueza y vigor, a la vez que domesticación (Ancízar 1853; Camacho 1866; Rivas 1899; Samper 1861). 90

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La colonización inauguraba una nueva época para la República y se constituía en el mayor ejemplo del fin del régimen colonial. La colonización era valorada por ser un medio de integración económica, de implantación de poblados interconectados y de una vida industriosa. La privatización de la tierra era un requerimiento para cumplir tales propósitos, y ésta a su vez sólo se conseguía por medio de la colonización de grandes colonos del altiplano (Díaz Escobar 1879; Restrepo 1870). Si todo lo anterior aparecía tan significativo, si la colonización era vista como una lucha sin cuartel, una cruzada civilizadora realizada por titanes y guerreros (ver, en especial, Restrepo 1870 y Rivas 1899), era porque ésta no sólo variaba la vida económica de los territorios incorporados sino que se constituía en un medio de transformación de la naturaleza salvaje, los paisajes selváticos y desiertos, la ecología malsana y los habitantes nativos. Es decir, domesticaba y modelaba a los pobladores y sus territorios en torno a una vida civilizada, nacional y progresista. La colonización era presentada como una forma de curar territorios que por su naturaleza estaban enfermos y eran inapropiados para el establecimiento de la civilización. La colonización era justificada, por cuanto actuaba sobre territorios incultos, salvajes, inaprovechados y despoblados –de vida social civilizada, aunque evidentemente habitados por bárbaros–. Una ecología sana, regida por el ordenamiento del hombre, era el propósito de la penetración de los titanes de la industria, con sus cultivos, ganados, caminos, peones y mercancías. El titán era aquel que “se fue a las montañas, mansión antes de enfermedades y de fieras, abatió los bosques, los cubrió de praderas, dio trabajo a la multitud, y entregó a la civilización del mundo y a la riqueza nacional esas grandes haciendas que fundó en la tierra caliente” (Rivas 1899: 145). La ecología sana, y por lo mismo bella, debía manifestarse entonces en la transformación de las selvas en campos. Paisajes labrados y aromatizados por los cultivos debían surgir de la colonización sobre las enfermizas selvas (Kastos 1858a; Pardo 1866, Rivas 1899). Las descripciones sobre los habitantes de la tierra caliente también justificaban la imagen de la colonización. Ésta debía ser realizada por los pobladores del altiplano, porque se argumentaba que en la tierra caliente no había la fuerza de trabajo suficiente ni adecuada para las labores agrícolas. “La escasez de brazos” aludía a la imagen elaborada de los calentanos como una población perezosa, indolente e incapaz para la vida laboriosa. Los calentanos eran percibidos, además, como un conjunto poblacional contrario a la imagen del campesino dependiente del trabajo y partícipe de redes de producción, mercado y consumo (ver la ilustración 12). Esta imagen reflejaba el deseo de las élites y los patrones de replicar el sometimiento y la sumisión del altiplano en los cuerpos y almas de los calentanos, y su necesidad de establecer una economía de trabajo de semiservidumbre (Rivas 1866); a la vez que avalaba prácticas disciplinarias y 91

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normalizadoras sobre la población, por medio de la sujeción laboral y la regulación de la vida del peón, concertado o arrendatario (ver Díaz 1859a; Cf. Rojas 2001). La fogosidad, la pasión, el desenfreno, la violencia y el libertinaje eran otros rasgos imputados al calentano. Éstos aparecían propios de la vida que se desenvolvía en las condiciones climáticas calientes y ardientes de estos territorios. En las fiestas populares y bailes calentanos, la violencia siempre relucía al ritmo del aguardiente y el guarapo (Guarín 1859; Páez 1866; Pombo 1852). La materia y el alma se encontraban siempre excitadas y alteradas por la acción del clima. Aunque, a la vez, según el argumento que se estuviese exponiendo, el clima ardiente adormecía en un letargo extendido a los perezosos calentanos. Si bien a mediados de siglo, por el redescubrimiento de la tierra caliente, los calentanos no eran descritos en su totalidad como bárbaros, sí eran representados como una población que estaba en los márgenes del control social y moral. No eran los salvajes errantes que estaban completamente por fuera de la civilización, pero su belleza, moralidad, higiene y apego a la sociedad – rasgos interconectados– eran calificados como de índole regular. La ausencia de matrimonios católicos era un indicador de tal estado (Guarín 1859; Rivas 1866, 1899). El clima, la suciedad, la pobreza, la negativa al control social y moral, la ausencia de una economía de trabajo y mercado, y la falta de instrucción, en suma, habían hecho del calentano un tipo liminal entre la barbarie y la civilización (Páez 1866; Rivas 1866). Para los viajeros y escritores de costumbres, ello era evidente en la apariencia corporal y la fisonomía del calentano. En particular, las condiciones climáticas influían en la bárbara semidesnudez, el desaseo, la fealdad, la palidez –signo de modorra y desidia–, la figura larga y escuálida, por la dilatación de las fibras, los calzones o pantalones blancos y el sombrero de paja –convertidos en signos naturalizados de diferencia– de los calentanos (Ancízar 1853; Guarín 1859; Rivas 1866). Estas imágenes eran reiteradas como una forma de enfatizar en lo distinto de la tierra caliente frente al altiplano; los calentanos eran “en una palabra, una población enteramente distinta de la que ocupa las alti-planicies andinas” (Samper 1861: 326). Lo calentano era así una estrategia para definir, por oposición, los valores y virtudes de los habitantes de la altiplanicie. Como tal, el calentano era una figura colonial que surgía no del ideal objetivo de conocimiento sino de la apropiación y proyección de la identidad colonizadora (Bhabha 1990b); así, éste era constituido en una realidad fija, manejable y cognoscible, pero que a la vez era lo otro, lo desconocido, lo lejano y lo ambiguo frente al colonizador del altiplano. Por ello, el climismo emergía allí con fuerza como saber que naturalizaba y fijaba lo calentano en su físico, sus costumbres, desenvolvimiento y paisajes, desde sus visiones más radicales que retomaban al hipocratismo hasta la no menos fuerte 92

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climatología moderna (Caldas 1808b; Zea 1822; Samper 1861; Rivas 1899; Vergara y Velasco 1892). Sin embargo, el redescubrimiento de la tierra caliente y su mayor integración económica y poblacional con la sabana de Bogotá, a partir de las oleadas colonizadoras de mediados de siglo, incentivadas por los auges económicos en torno al cultivo del tabaco y la especulación con tierras, propiciaron un cambio en la imagen de la tierra caliente y los calentanos. La tierra caliente emergió como el escenario ejemplar de la vida republicana. Ésta era el nuevo espacio de lo nacional, de la esperanza y del futuro frente al colonial altiplano, y por tanto, era posible como paisaje de disfrute y descanso (Ancízar 1853; Camacho 1866; Codazzi 1858; Díaz 1859a; Páez 1866; Rivas 1866, 1899; Samper 1861). Los letrados-comerciantes la hacían ver como una tierra de libertades, en claro contraste con el yugo feudal que todavía imperaba en el antiguo Reino (Rivas 1866, 1899; Samper 1861). La economía agroexportadora la hacía ver también como una tierra de riquezas y oportunidades para el progreso económico. Era además nacional por ser un espacio de encuentro, síntesis y mezclas de las variadas razas y tipos (ver la ilustración 13). En la tierra caliente se encontraban en la búsqueda de la prosperidad las tres grandes razas, los mulatos, los zambos, los mestizos, los comerciantes antioqueños y los hacendados del altiplano, entre otros. De allí surgía un nuevo pueblo, que ya no se limitaba a los habitantes del altiplano, su fanatismo, quietud y oscurantismo. Sin embargo, todo estaba por hacer en la tierra caliente. Aunque ésta se constituía en la esperanza de la nación, este mismo planteamiento del futuro hacía obligatorio la civilización de pueblos y paisajes88: Cuando la luz penetre en esos cerebros, llegue la escuela al bosque y la ciencia a las chozas, cuando los gobiernos colombianos se convenzan de que es necesario mejorar la condición de nuestros campesinos y cuidar de su salud para disminuir su mortalidad; cuando […] se les eduque y moralice de un modo racional y cristiano, esa raza de imaginación brillante proveerá frutos exquisitos. (Páez 1866: 102)

En el contexto agroexportador, los calentanos eran un importante tipo nacional. Éste debía ser moldeado para potenciar su fuerza para el trabajo físico,

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No sobra indicar que para finales del siglo XIX, con el declive del sistema agroexportador del Alto Magdalena, y el progresivo auge de la economía cafetera y su colonización asociada, hacia los Santanderes, el Viejo Caldas y parte de Cundinamarca, la tierra caliente decaería como un escenario importante de lo nacional, mientras que las tierras templadas y de vertiente serían posicionadas como ejes promisorios de la nación. Además, en buena parte, a excepción del Eje Cafetero, las tierras templadas entre codilleras tenían una historia más larga de integración económica y simbólica a los poderes centrales, como ocurría con aquellas cercanas a la sabana de Bogotá. De allí se entienden estas palabras a finales del siglo, sustentadas en la perspectiva de la climatología sobre qué es lo normal, lo sano y lo enfermo respecto a las tierras: “El hombre normal es el de los climas templados, no sujetos a influencias extremas, y que a la vez puede plegarse á las dos; suya es, por esto la tierra entera” (Vergara y Velasco 1892: 411).

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proveniente en algunos casos de su sangre africana y desarrollada en los climas ardientes, así como de su adaptación a este medio, su imaginación, iniciativa, resistencia, cuerpo atlético, hospitalidad, pasión, libertad, agilidad y vigor. Como es evidente, en la medida en que era necesario enfatizar en las riquezas de la tierra caliente, entre ellas, sus pobladores, para justificar su colonización, los mismos rasgos que aparecían antes o en el mismo nivel como problemáticos podían ser la base de un tipo valioso. De allí se entiende la optimista descripción que Samper (1861: 89-91) hizo del tipo mulato de las tierras calientes. En él, Samper encontraba un mestizaje progresivamente exitoso, entre lo mejor de las dos razas madres: lo orgulloso, heroico, caballeroso y moral del español, y la resistencia, fuerza física, fidelidad y servidumbre del africano. El mulato era la base del trabajo físico para el sometimiento de la tierra caliente. No obstante, su turbulencia y fogosidad hacían evidente la necesidad de guiarlo y domesticarlo. La visión de Samper evidenciaba, en suma, un patrón, un deber ser de mestizaje y normalización de la población calentana. Su descripción justificaba la colonización y la acción del gobierno de las élites nacionales y el control laboral y moral de las élites de hacendados y comerciantes locales. Otros tipos, propiamente calentanos, permiten ver este deseo colonizador y normalizador nacional y, asimismo, lo particular de las relaciones de trabajo de mediados del siglo XIX. Tres de ellos son:

La mujer calentana Mientras que el hombre calentano podía ser a lo sumo objeto de admiración por su fuerza física, o más bien ser tachado de feo y grotesco (Guarín 1859), la mujer calentana era elaborada en los relatos de viaje y cuadros de costumbres como objeto de deseo sexual y colonizador del letrado viajero urbano. Éste se presentaba maravillado por la belleza de la mujer calentana, de una forma que sólo era medianamente similar a la belleza de la naturaleza, para el casi siempre recatado escritor. Si la calentana llamaba tanto la atención a distintos letrados y aparecía en sus escritos como parte de encuentros y propuestas cargadas de eroticidad (Díaz 1859a; Guarín 1859; Páez 1866; Rivas 1899), era porque ella funcionaba como una metáfora de la colonización sobre los otros pueblos y las otras naturalezas. Las ficciones románticas y eróticas decimonónicas en Hispanoamérica fueron escenarios narrativos para fundar las relaciones jerárquicas raciales y los proyectos de incorporación y sometimiento de lo otro (Sommer 1990; Appelbaum et al. 2003). El deseo de domar y poseer la naturaleza de tierra caliente era representado por 94

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medio de la elaboración de la belleza de la calentana. Naturaleza y mujer eran cuerpos femeninos, en el sentido de estar dispuestos al manejo del colonizadorletrado masculino. Al igual que la naturaleza de tierra caliente, la mujer calentana era como una rosa –y así era el nombre de dos mujeres deseadas en piezas literarias (Díaz 1859a; Guarín 1859)–, “bien lo era por su frescura, sus colores, su belleza y también por sus espinas” (Guarín 1859: 373), una flor hermosa, medianamente domesticada, que atraía, pero a quien costaba acercarse y tomar. La mujer campesina calentana, que para Páez tiene “una boca como dice el malvado de Isaacs, que si morder no provoca, yo no sé que es provocar” (1866: 100), era así de una belleza natural, virginal, agreste y provocadora como la naturaleza. Ella provoca que se le dome, que se le posea y que se le corrija –en ello estaba siempre el letrado Demóstenes con Manuela y con Rosa (Díaz 1859a)–. Poseer a la calentana era una vía para poseer a toda una población. Las escenas de los letrados con las calentanas evidenciaban el deseo de mestizaje de la altiplanicie blanca sobre la negra o india de la tierra caliente. Las mujeres fueron escenarios de dominio sobre lo otro; a fin de cuentas, controlar a la mujer significaba controlar la reproducción de los otros pueblos o razas. Por tal razón, en la literatura no sólo aparecían historias de los letrados pretendiendo a las calentanas sino, además, los relatos de zambos y mulatos forajidos –no podían ser indios– que robaban mujeres blancas, revelando el miedo a ser dominado por el otro, con la posesión de la mujer propia (ver Rivas 1899: 20-30).

Los bogas El primer cuadro de costumbres publicado en el país, escrito por Rufino Cuervo (1840), ex gobernador, escritor y padre del gramático R. J. Cuervo, tenía por objetivo describir a uno de los tipos más importantes que habitaban la nación: el boga del Magdalena. De allí en adelante, el boga despertaría la atención de diferentes escritores, puesto que salía a relucir como un tipo particular alrededor de uno de los oficios más importantes en la Nueva Granada: la circulación fluvial de bienes y personas. El territorio del boga era el extenso río Magdalena, y su definición, sin importar si era negro, mulato o zambo, se reducía a su fuerza física para la movilización de los champanes (Vergara 1867b). La elaboración textual del boga como tipo provenía de la experiencia del viaje de los letrados (Cuervo 1840; Samper 1861; Madiedo 1866)89.

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En el viaje, el deseo civilizador y cosmopolita identificaba y juzgaba lo calificado como propio. Es indicativo de este hecho que, cuando se iniciaron los primeros viajes cosmopolitas de las élites neogranadinas a Europa, se dio inicio a los cuadros de costumbres nacionales (Martínez 2001).

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El boga era admirado por su fuerza física, y su cuerpo no dejaba de despertar cierta fascinación, cierto deseo por su exacerbada corporalidad y su figura atlética, aunque velado por el recato del letrado (ver la ilustración 14). Un boga “tenía cada brazo como el de una ceiba, el pecho de ancho de una piedra de lavar ropa, cada mano como un oso y la voz como el ronquido de un toro”, decía el escritor y ex gobernador cartagenero Manuel Madiedo (1866: 14). El cuerpo del boga atraía con cierta distancia al letrado civilizado y cortés por su falta de maneras, de recato, y su exagerada animalidad (Samper 1861). Si bien el boga era apreciado por ser el motor del país (Cuervo 1840; Madiedo 1866), en términos generales era juzgado como reflejo de atraso, en medio de los ideales de progreso y prosperidad material y moral. A mediados de siglo, el boga y sus champanes comenzaban a ser vistos como rezagos del pasado frente a los poderosos y modernos buques de vapor (Cuervo 1840; Vergara 1867b). La animalidad y barbarie eran los rasgos principales del boga. Éste era descrito casi como un animal en extremo violento y salvaje (Madiedo 1866; Samper 1861). Las luchas entre bogas, recurrentes por las borracheras y su belicosidad natural, eran muestras de su brutalidad y fuerza animal (ver la ilustración 14). Ésta es la imagen que el viajero, en tanto observador excitado, aunque distante, tenía de los bogas: Semejantes a dos toros que desean el dominio del rebaño y sangrientos los ojos, las narices hinchadas por el fuego de los celos, se acometen cien veces, se traban al fin con encarnecimiento, se levantan encorvados sobre sus patas, pierden el equilibrio y vienen a tierra con sorda caída. (Madiedo 1866: 20)

La animalidad del boga era resaltada desde la perspectiva del viajero, quien no veía en él ninguna atadura social, autoridad, relaciones familiares, vida social adecuada y educación, hasta su lenguaje era enfáticamente expuesto como signo de barbarie (Cuervo 1840; Madiedo 1866). En definitiva, éste era para el letrado un hombre en estado de naturaleza, cuyo medio y forma era lo salvaje: “es el boga un hombre de color, alto, fornido, salvaje en sus costumbres, rival del caimán, cuyo lecho de arena le disputa a palancazos de la playa” (Vergara 1867b: 216)90. Si bien podía ser descrito como un forajido por fuera de la sociedad (Samper 1861), el boga era presentado, desde la optimista visión autoetnográfica de Cuervo, como un pequeño pilluelo que necesitaba de corrección y de la transformación de su medio salvaje.

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La poesía del mulato Candelario Obeso, nacido en Mompox en 1849, es una interesante respuesta a esta visión. Obeso dibuja en sus poemas a un boga completamente humanizado. Es el boga melancólico, triste y apesadumbrado desde su champán o las playas. Sin embargo, la visión de Obeso es justamente subalterna porque se reduce a los términos de la élite letrada. El boga en él vale en tanto poeta, compositor de coplas y currulaos, y leal y sumiso ante sus amos (Obeso 1877; De allí, ver, en especial, “Canción del boga ausente”).

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Ilustración 12 Ramón Torres Méndez (1850). Habitantes de las orillas del Magdalena En Sánchez (1987). Los calentanos, en especial mulatos y zambos, eran representados como una población problemática, puesto que “su vida muelle” (Díaz 1879) era contraria a los principios de la integración económica, la civilización y la normalización nacional. Como muchos, Kastos explicaba este problema en la autosubsistencia en un texto que podía acompañar el cuadro de Torres: “El habitante de las orillas del Magdalena, acostado en su hamaca, pasa largas horas del día perezoso y soñoliento […] con el guarapo, néctar para el calentano, y el plátano, ambrosía para todo el mundo, completa un festín que ni siquiera han soñado los proletarios de Europa. Pero esa vida fácil, abundante, perezosa, enerva sus facultades, lo embrutece y lo degrada. Nace, vegeta, muere y pasa por la vida sin dejar huella ninguna, como los cuadrúpedos en sus bosques” (1858a: 308).

Ilustración 13 Manuel María Paz (1857). Vista de la ciudad de Ambalema. Mariquita. En Codazzi (1858). A mediados de siglo, con el auge del tabaco, la dinámica y activa Ambalema era representada como un ejemplo de la vida republicana. Ella constituía una zona de encuentro comercial y poblacional. Aunque también representaba los riesgos de la industria en la deformación del pueblo nacional, como lo expresa Díaz (1859a) en uno de los capítulos de Manuela, titulado precisamente “Ambalema”.

Ilustración 14 Ramón Torres Méndez (1849) Lucha de bogas. En Sánchez (1987). La corporalidad y la fuerza del boga motivaron este cuadro, al igual que el texto de Madiedo (1866). En ambos se reflejaba la actitud ambigua ante el boga y su cuerpo: objeto de deseo y de fuerte repulsión a la vez. Otras láminas de bogas y champanes pueden ser observadas en Sánchez 1987: 143, 163.

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En suma, lo que revela la descripción que se hacía del boga es la relación conflictiva entre el letrado-viajero y su transportador por el río Magdalena. El boga era juzgado por su oficio, calificado de irregular, precario, incierto, lleno de imprevistos, agobiante, demorado y tortuoso. El viajero se sentía además amenazado por el boga, quien era tachado de ladrón de mujeres y licor (Cuervo 1840; Samper 1861). Allí también estaba en juego la definición de la masculinidad recatada del viajero, frente a la masculina fuerza física del boga. El letrado-viajero se representaba así sufriendo por el boga; y son justamente este sufrimiento, esta experiencia recreada como tortuosa, los que validaban desde los textos la normalización del boga y su oficio.

Los cosecheros La descalificación de los pobladores calentanos para el trabajo, paralela a su valoración como población moldeable, era una manera de legitimar el sometimiento y validar formas de trabajo represivas; ello era evidente en la representación del tipo cosechero de tabaco de Medardo Rivas (1866). La representación de Rivas tiene sentido si recordamos que, aparte de ser un reconocido letrado, dueño de una importante imprenta y miembro-fundador de la Universidad Nacional, fue hacendado y comerciante en la zona del alto Magdalena (Rivas 1899). Aunque Rivas defendía aparentemente una fuerza de trabajo libre y asalariada, sus textos demuestran la preeminencia de un control y una sujeción laboral basados en el ideal de la guía y la conducción del patrono sobre el trabajador. Este control resultaba más importante, si tenemos en cuenta que, en un gran porcentaje, los cosecheros pasaron de ser los directos beneficiarios del cultivo a ser peones y arrendatarios, con la colonización de grandes hacendados y comerciantes, a partir del desarrollo del mercado externo del tabaco y los cambios en las políticas sobre el estanco (De la Pedraja 1979). Para Rivas, el cosechero era un hombre que había salido del estado de indolencia y vagancia propio de la vida en naturaleza de muchos calentanos. Además, en su relato el cosechero era un tipo libre, democrático, fuerte, hospitalario y abnegado con su familia. Él reflejaba la vida republicana. Para alguien como Rivas, era importante resaltar estos rasgos, para dar cuenta de los avances políticos, económicos y sociales de la nación. No obstante, al igual que otros tipos de trabajadores, el cosechero habitaba el pasado y el futuro de la nación. Ello se debía a su doble caracterización de infantes y semibárbaros atrasados. El cosechero vivía todavía en un estado liminal entre el salvajismo y la civilización, “una mezcla indefinible del bárbaro que quiere 98

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volver a sus antiguos hábitos, del astuto esclavo que quiere engañar siempre a su señor y del horrible disipado que ama el dinero para gastarlo y que nunca estima su valor, ni sabe aprovecharse de él cuando lo consigue” (Rivas 1866: 172). Sus prácticas y costumbres, como el delirio por la bebida, la diversión desmedida y la ausencia de un matrimonio católico, demostraban su permanencia en el pasado. Taita Ponce, el cosechero de Rivas, era, según éste, un hombre falto de economía que de vez en cuando cultivaba y la mayor parte del tiempo se emborrachaba y chinchorreaba en su hamaca, no sabía manejar su dinero y lo perdía en vicios; por ello, cuando rendía cuentas al patrón, le mentía y se mostraba sumiso: “Pues mi dotor, yo vengo desahuciado, a echarme en brazos de busté, que después de Dios es nuestro padre y a más dueño de tierras” (Rivas 1866: 175); algo de lo cual Rivas no reniega y, por el contrario, utiliza para insistir en la necesidad de corregir a su sirviente y mantenerlo sujeto y dependiente como a un menor a su cuidado. Así, el cosechero podía y debía ser moldeado por las élites nacionales, por medio de su ejercicio de gobierno, la acción positiva de la Iglesia, y por las élites locales de hacendados; esto es, en últimas, por sus patronos. Este planteamiento era posible, en la medida en que el cosechero fuera presentado como un hombre con falencias y con necesidades: Sí, le falta una voz amiga que le enseñe el evangelio, que dulcifique sus costumbres semibárbaras, que lo haga sobrio y económico, que lo lleve poco a poco por la senda de la civilización; y que sin arrebatarle el trabajo de sus hijos, les enseñe la moral y les inspire el deseo de mejorar su condición, haciéndoles amar la virtud y mostrándole los encantos y los placeres de la vida civilizada. (Rivas 1866)

De esta forma, la representación que se hacía del tipo cosechero, como la de otros tipos, implicaba la necesidad de una élite guía, de tipos notables, a quienes se encargaba el gobierno de la República en lo nacional y en lo local.

Tipos notables, patronos y cachacos Los cuadros de costumbres, los relatos de viaje y las pinturas e informes de la Comisión Corográfica se preocuparon también por describir a los tipos notables de las ciudades, provincias y cantones. En estos textos, y en particular, en los relacionados con la Comisión (por ejemplo, Ancízar 1853), era fundamental dar cuenta de la presencia de familias de representación, miembros ilustres y distinguidos de las sociedades locales, como signos del progreso moral y material de la nación en lo local. En la imagen ideal que se tejió de la vida de pueblo era indispensable una tríada compuesta de notables, curas y campesinos, bajo la visión de que los dos primeros son esenciales en la guía y la conducción de estos últimos; de lo contrario, la República no sería posible en la parroquia y 99

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estaría, como mínimo, sumida en la corrupción, el despotismo y la pobreza (Ancízar 1853; Díaz 1859a; Samper 1866). Los notables debían ser la guía segura y positiva de la vida republicana en la parroquia. Aparte de esta condición de los notables, basada en una distancia jerárquica entre élite y pueblo, éstos eran caracterizados por su sociabilidad, cortesanía, vida civilizada, ilustración, apariencia corporal racializada como blanca y el origen claro de su linaje (Cf. I/2.2). Además de esto, en lo local, los notables debían ser distinguidos por ser guías de la prosperidad material, con una activa vida económica. En la élite estaba la labor de incentivar la consolidación de una economía de trabajo y de mercado (Rivas 1899). No obstante, este nuevo rasgo de la élite local debió ser también compartido por la élite nacional. La economía agroexportadora, la colonización de las tierras calientes, la necesidad de una nueva fuerza de trabajo y el ascenso de una élite de comerciantes y hacendados relacionados con el ejercicio de gobierno (Palacios 2002b) corrieron paralelos a una nueva definición de la élite nacional. En particular, la élite de comerciantes y hacendados letrados –como los hermanos Samper, los hermanos Pérez, la familia Ospina, Medardo Rivas y Salvador Camacho Roldán– defendió la idea de una élite trabajadora y activa, que se posicionaba contraria a la élite tradicional tachada de colonial, perezosa, feudal y retrógrada. La narración de la colonización abrió paso a esta nueva élite promotora de la prosperidad material, a la que empezaba a ser supeditada la llamada prosperidad moral. Esta visión debía permitir además el ascenso de determinada élite económica como élite de lo nacional. Así, comenzaba a ser fisurada la encumbrada figura del letrado: Sabemos que de las antiguas familias, imbuidas en el tonto orgullo de un nombre, y queriendo conservar una posición que ya no les corresponde, solo vástagos débiles y dañados se levantan en la sociedad; mientras que por el contrario del pueblo, de la masa común, es de donde se levantan esos hombres llenos de vigor y de energía, que no solamente forman una fortuna para sí, sino que ayudan eficazmente al engrandecimiento de la fortuna pública y al crecimiento moral y material del país en que nacen y de la sociedad a que pertenecen. (Rivas 1899: 349)

La importancia del trabajo, la tenacidad, la educación práctica, la disciplina, las virtudes y meritos conseguidos a lo largo de la vida, era reforzada por oposición a lo que habían conseguido élites tradicionales como la santafereña y la payanesa. Esta crítica, que comienza a ser reiterada desde mediados de siglo, se encuentra sintetizada en el tipo cachaco. Radicado en las ciudades importantes del antiguo Reino, en particular en Santa Fe, el cachaco era descrito como un tipo dedicado a la vida social, las tertulias y la actividad literaria. Galante con las mujeres, pulcro y elegante en su apariencia, refinado en sus maneras e ilustrado, el cachaco se paseaba por la ciudad sin hacer nada práctico y útil (Kastos 1858b; Gutiérrez 100

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1866). La definición del cachaco era eminentemente estética y urbana, más que regional o de oficio. Gutiérrez (1866) representó con burla a los diferentes tipos de cachacos, según su edad. Éstos eran vistos con cierta simpatía, en tanto se les empezaba a considerar como un género que debería estar en vías de extinción. El cachaco, sin embargo, continuó como una figura de distinción, aunque a la par y en disputa con otro tipo de élites nacionales.

3. La regionalización de la diferencia El siglo XIX colombiano no sólo estuvo marcado por la fundación y definición de la nación, sino, de forma paralela, por la emergencia de lo regional como un medio significativo para plantear y representar la diferencia poblacional y espacial. Hablo de emergencia, por cuanto en la Colombia decimonónica surgieron los primeros lineamientos para pensar el país en términos regionales, que tomarían su plena preponderancia sólo hasta el siglo XX. Esto, precisamente, porque la unidad nacional y la diferenciación regional emergieron como construcciones históricas interrelacionadas; esta última fue posible por la conjunción de una serie de elementos centrales en lo nacional: la integración, exploración y apropiación geográfica y poblacional, la constitución de lo propio, una progresiva conciencia de unidad, la valoración del mestizaje y la definición de estructuras y espacios políticos, simbólicos y económicos diferenciados como regionales. A pesar de la menor preponderancia de la diferenciación poblacional regional, para la perspectiva actual, desde mediados del siglo XIX emergieron tipos regionales significativos en un orden simbólico nacional, que no por contener una diferencia más aceptable dejaba de ser altamente jerárquico y atravesado, así, por el racialismo.

3.1. Regiones, racialismo y ordenamiento espacial Aunque las regiones han sido pensadas como entidades preexistentes a la nación, éstas sólo son posibles en la medida que se construya un sentido de unidad nacional. A fin de cuentas, aunque sea pasada por alto, la misma definición de lo regional alude a la porción de un algo, en particular, un territorio definido y delimitado. Así, cuando nos referimos a regiones en contextos nacionales, ya sean culturales, políticas o económicas, debe tenerse en cuenta que, como tales, éstas son elaboraciones propias de una unidad abstracta mayor. Las regiones son ante todo construcciones que surgen del acto de introducir un principio de heterogeneidad bajo la idea de una homogeneidad –territorial y 101

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poblacional– (Martínez 1992). Una clasificación regional segmenta y divide una unidad en porciones determinadas y delimitadas bajo un tipo de criterio o patrón similar. El ordenamiento territorial, la economía, la visión paisajística o geográfica son algunos de los criterios más recurrentes de clasificación desde el siglo XIX. Internamente, las regiones se sustentan en una visión amplia que supera la perspectiva de lugar, desde la óptica de ser parte de un algo mayor. Así, las regiones no introducen cualquier tipo de división: una clasificación regional teórica e ideal no plantea la existencia de un número infinito de espacios regionales que se sobreponen sin sentido. Las regiones implican internamente un acto similar al de definir la nación: introducir un principio de homogeneidad dentro de la diversidad; pero en la región, el principio de unidad de lo regional está supeditado al principio de unidad de lo nacional91. En este sentido, al abordar la diferenciación regional como parte de los proyectos nacionales del siglo XIX, los tipos regionales o las regiones son tratados aquí como construcciones discursivas e históricas, al igual que las razas o los tipos humanos92. Así, es necesario prestar atención al acercamiento propuesto por Bourdieu (1982) a los estudios regionales, en el sentido de preguntarse por los esfuerzos hegemónicos por crear regiones e identidades asociadas a éstas, y por quiénes, bajo qué principios, en qué luchas y con qué sentido son nombradas y clasificadas las regiones. Los tipos regionales, a diferencia de los tipos humanos, emergieron de una perspectiva más amplia que la del contexto de colonialismo interno. Además de superar el detalle, los tipos regionales partieron más claramente de la unidad y de la integración, puesto que aludían a regiones integradas simbólica, política o económicamente. En el siglo XIX, las diferencias regionales no eran pensadas por fuera del racialismo. Como tales, las regiones emergieron de un pensamiento racialista: éstas y los tipos regionales han sido ubicados en jerarquías naturalizadas, que se basan en el ejercicio de fijar una población a un territorio y a un medio físico

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Aunque desde una perspectiva regionalista fuerte se puede llegar a plantear la idea de una raza o un pueblo particular y diferente –mientras que la perspectiva nacionalista habla más de tipos–, esta raza o pueblo es pensada siempre en diálogo con la perspectiva nacional.

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En el caso colombiano, Wade (1993, 2000), Roldán (1998), Rojas (2001) y Appelbaum (2003) han insistido en consideraciones similares al respecto. Esta última es quien con más claridad ha interrogado a la región como una construcción histórica en el contexto de lo nacional. Por otro lado, Rojas (2001: 230-275) cuestiona lo regional, pero introduciendo un principio de clasificación propio, ajeno a la diferenciación regional del siglo XIX.

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determinado. Esta ligazón no es sólo climático-cientificista, sino además, y desde la perspectiva regionalista, romántica: los pueblos regionales se conciben y son representados como frutos de una tierra particular. En este planteamiento, el medio físico o la tierra regional eran homogeneizados como una unidad concreta que moldeaba a las poblaciones. También la ligazón entre tipo regional y medio físico se manifestaba en la consideración de que el primero ha moldeado al segundo. En Colombia, las razas han sido regionalizadas, no sólo por la distribución racial desigual en espacios diferenciados desde el siglo XVI, como lo ha explicado Wade (1993), sino por la valoración de las regiones a través de los rasgos asociados a las distintas composiciones raciales. La racialización de las regiones ha sido sustentada de otras formas no tan evidentes, como la fijación y naturalización de un tipo físico a un territorio y a un medio específico. Los saberes de lo propio han cumplido un papel importante en ello. La historia ha servido desde el siglo XIX para explicar el origen de las diferencias poblacionales y de su ubicación en el espacio, pero manteniendo a la vez la idea de la transformación con la naturalización de la diferencia. Cada región y sus tipos –su composición racial, su mestizaje, su medio, sus tradiciones y su economía– han sido definidos desde una historia que aparece como particular a éstos. Asimismo, el estudio de los costumbres y de lo popular ha sido constituido en un escenario de determinación y explicación de la diferencia regional. Los modos de actuar y de hablar, los vestidos, los adornos, los bailes, la música, entre otros, eran considerados manifestaciones propias e inherentes de pueblos determinados, que además marcan las diferencias con una supuesta precisión. Desde estos saberes, se afirmaba: “Los vestidos de bayeta y el hablar con los dientes apretados, sonando mucho la s, indicaban ser gente reinosa” (Ancízar, 1853, tomo I: 213, cursivas del original), [y] “El modo de expresión vulgar y las costumbres del pueblo de Bolívar, que no a las correspondientes de Panamá y Magdalena” (Obeso 1877: 11). Todas las descripciones detalladas eran necesarias en un escenario en el cual el mestizaje se posicionaba, con su consecuente complicación de la descripción física. Igualmente, la determinación de la diferenciación regional ha tenido que ver con un eje central en la formación del Estado y en la construcción de la nación: el ordenamiento espacial. Aquí tomo el concepto de ordenamiento espacial de Herrera (2002: 28), quien lo utiliza no sólo como la delimitación de un espacio considerado propio –a lo que remitiría la idea de territorio–, sino como el manejo del mismo basado en un modelo producido de cómo debe estar organizado el entorno. Es decir, el Estado-nación no simplemente busca expandirse sobre un espacio anterior a su existencia, sino que lo crea, le da unos sentidos, al organizarlo, conocerlo y dividirlo. 103

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La apropiación del espacio por parte del Estado-nación es un ejercicio eminentemente político, en el que aquel espacio es asumido como territorio propio. De allí surge la primera gran forma de clasificación territorial interna: la de las unidades administrativas territoriales, a partir de modelos legales de ordenamiento territorial (Herrera 2002: 29). La diferencia espacial de la nación ha estado muy determinada por la segmentación que producen estas unidades. Antes de que la perspectiva geográfica y el avance de la exploración propiciaran otras formas de diferenciación, ésta era una forma segura y general de ordenar el territorio. Las primeras geografías nacionales privilegiaron el ordenamiento territorial sobre la diferenciación geográfica (Zea 1822; Codazzi 1851, 1855, 1856, 1857, 1858; Pérez 1865, 1871), en contraste con lo que ocurriría a finales de siglo (Vergara y Velasco 1892). El caso de la Comisión Corográfica es ejemplar al respecto: la importante sección de descripción geográfica titulada el “aspecto físico” estaba supeditada a la división por provincias o estados. Es posible pensar que las regiones han sido confundidas con las unidades administrativas territoriales. Sin embargo, ello no resulta muy adecuado si pensamos que el ordenamiento territorial es una poderosa forma de segmentar y regionalizar el espacio bajo principios políticos; fija y determina poblaciones a territorios delimitados arbitrariamente por las fronteras políticas, constituyéndose en un ejercicio sin igual de introducir una discontinuidad en posibles continuos físicos. A partir del ordenamiento territorial han sido construidas identidades geopoblacionales, en medio de profundos intereses políticos regionales y nacionales, como si fuesen hechos naturales y evidentes:

[…] al carácter propio de los pueblos que forman el conjunto de la que es hoy República de Colombia. La política la ha dividido en nueve Estados de apellidos soberanos; y como es natural que la misma política sostenga por muchos años esta división, la adoptaremos para clasificar los caracteres. (Vergara 1867b: 215)

Como se desprende de esta cita, la relación entre regionalización y ordenamiento territorial cobró más fuerza durante los años comprendidos entre 1830 y 1886, por la adopción de dos modelos legales de ordenamiento territorial que daban cuenta de los conflictos e intereses políticos entre élites locales, regionales y nacionales (Jaramillo 1982): el Estado provincia, 1830-1850, y el federalismo del Estado región, 1855-1885 (Borja 2000). Aunque desde el Estado la perspectiva geográfica podía estar supeditada al ordenamiento territorial, ésta era un eje central que pasaba por otras vías en el ordenamiento y apropiación espacial. Desde la fundación de la nación, el acto de segmentar el espacio nacional ha estado atravesado por diferentes formas de apropiación espacial, las cuales, en general, han incidido en que las regiones espaciales emerjan, en varios casos, antes que los tipos regionales. En términos amplios, la primera diferenciación espacial de tierras altas y bajas podría ser considerada como una división de dos grandes regiones. Sin embargo, el detalle del 104

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viaje colonialista interno permeó la construcción de la diferencia poblacional a partir de la profusión de distintas tierras altas, calientes y bajas a lo largo del territorio nacional. A esta profusión se superpuso la diferenciación regional, sin negarla, por medio de una mirada totalizante y homogeneizadora del territorio, tanto regional como nacional. En general, la geografía como saber partió justamente del ejercicio de definir unidades geográficas concretas, distinguibles y delimitadas, en el marco de otras unidades mayores como el globo terráqueo, los continentes y las naciones. Antes de la noción de región natural, originada a finales del siglo XIX (ver Vergara y Velasco 1892) por la influencia de geógrafos como Hettner –quien se basó en sus recorridos por Colombia para plantear sus ideas–, las regiones eran fruto de una visión eminentemente paisajística, del viaje y el recorrido detallado, para luego elevar la mirada y determinar grandes principios homogeneizadores desde la distancia. Ello es evidente en el acápite “Aspecto del país” de la Comisión93, donde además está presente la idea de Von Humboldt sobre la unidad dentro de la multiplicidad en paisajes interrelacionados (Sánchez 1999: 464)94. La visión paisajística incidía en la elaboración de un medio físico amplio, con determinados elementos homogeneizadores del paisaje, como sabanas, montañas, costas, llanos, mesetas, y de las actividades y elementos productivos. Allí, también cumplió un papel importante la climatología, que pasaba de la perspectiva climista general a la definición de las condiciones climáticas regionales relacionadas con diversos elementos (Vergara y Velasco 1892). En la diferenciación regional ha tenido una importancia particular la perspectiva económica, a partir de la cual eran pensados y articulados los territorios y las poblaciones. En especial, en el contexto de impulso a una economía agroexportadora y de clasificación y conocimiento de las riquezas propias, los tipos regionales y humanos fueron concebidos en torno a su relación con las actividades productivas y los productos de explotación o elaboración. Desde mediados del siglo XIX, a la par de la variación climática, de la composición y distribución racial, de la diversidad de medios físicos, el país fue segmentado y pensado a

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En la geografía del siglo XIX, país era un término equiparable a región. Este uso del término no era azaroso; por el contrario, demuestra cómo en principio el país remitía a un paisaje y a un campo visual cercano –de allí su cercanía con country y con paysage–. Al ser luego equiparado el país al conjunto del territorio nacional, evidenciaba la progresiva concientización de pertenecer a una unidad mayor espacial, a la cual el campo cercano quedaría supeditado más claramente como una porción: la región. Habría que ahondar sobre estos planteamientos hipotéticos.

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El territorio de Colombia fue un espacio importante para los científicos y naturalistas en la definición de la idea de las regiones naturales. En la América equinoccial, Von Humboldt desarrolló sus ideas sobre regiones naturales, que claramente retomaría Codazzi en su consideración sobre las unidades de los distintos países, y que sintetizaría Hettner en su concreción del concepto de región natural (Cf. Castrillón 2000, Sánchez 1999).

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partir de la variedad y la posibilidad económica. La misma noción de medio físico contenía tanto el entorno natural y climático como el contexto productivo. Lo central aquí es que los tipos regionales fueron racializados y naturalizados a partir de sistemas productivos o extractivos específicos: un tipo para un contexto económico, fue una forma general de clasificación. Las actividades de producción económica moldeaban al tipo, así como éste era constituido en una población adecuada para determinada actividad, y ésta era posible por la intervención de esta población, como lo veremos adelante. Esta visión de la diferenciación regional es evidente en este mapa poblacional-espacial que presentó el reconocido político y economista Salvador Camacho Roldán para dar por sentada, como un hecho natural, la heterogeneidad del país. Allí eran conjugados el tipo de actividad económica, la historia racial y regional, y la preponderancia del medio físico en relación con la naturalización del ordenamiento territorial: El antioqueño, habitante de las montañas, minero, cambista de metales, inclinado a las operaciones bancarias, tiene que ser distinto del habitador de Bolívar y Magdalena, grandes llanuras en donde predomina la industria pecuaria. El pacífico cultivador boyacense, derivado de la raza indígena disciplinada bajo el yugo de hierro del encomendero español, que forma el principal grupo de esa sección, no puede tener muchos puntos de semejanza con el mestizo africano-español formado en el Valle del Cauca, bajo la protección semiafectuosa a veces de sus amos, en el pastoreo de ganados y en medio de una naturaleza que convida a la libertad. El agricultor santandereano, descendiente quizás del altivo catalán, en cuyas tierras no parece haber pesado el sistema feudal de mercedes y encomiendas, sino el de una más equitativa distribución de la propiedad territorial, tiene pocos puntos de semejanza con el cortesano cundinamarqués de la capital, y menos con el descendiente de los chibchas, más o menos matizado ya de sangre española, doblegado, en el trabajo de haciendas semifeudales, por el propietario altanero, casi siempre poco benévolo y demócrata sólo por excepción. El tolimense, en fin, habitador de un valle angosto y endurecido por las ardientes llanuras del Alto Magdalena, diferirá no poco del panameño familiarizado con las ideas del comercio internacional, por la privilegiada posesión de la angosta faja de tierra al través de la cual se espera el grandioso abrazo de las civilizaciones oriental y occidental. (Camacho 1889: 209-210)

Este mapa no resultaba azaroso, puesto que la diferenciación regional contiene y sustenta las relaciones económicas en torno a la nación. Colmenares (1991) plantea que la existencia de regiones se presenta aun más dentro del Estado nacional, que organiza el territorio en espacios de acuerdo con el mercado nacional y la economía agroexportadora, y no dentro del imperio, que organiza el espacio en torno a núcleos urbanos95. Asimismo, Fajardo (1993) explica que las regiones

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Sería interesante analizar cómo esta clasificación regional desde lo económico tuvo un antecedente importante en los finales del régimen colonial, con las reformas borbónicas, como lo enuncia el mismo Colmenares y como es evidente en las alusiones del criollo Caldas (1808a) a “las zonas del oro” y “las zonas pastoriles”, entre otras.

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son el espacio de producción y reproducción del Estado nacional, donde se materializan la formación del mercado y la expansión del capital. Estas perspectivas resaltan las jerarquías y relaciones desiguales que se generan entre las regiones, según sus posiciones en el mercado nacional y la división del trabajo. La diferenciación basada en la perspectiva económica reproducía y sustentaba estas relaciones desiguales.

3.2. Los tipos regionales: orden nacional e identidades geopoblacionales Los tipos regionales del siglo XIX, en mayor o menor medida, eran representaciones bajo la perspectiva del pueblo ideal nacional, y, como tales, conciliaban esta perspectiva con una diferencia aceptable. Sin embargo, los tipos regionales fueron dispuestos en una relación jerárquica que develaba los vínculos económicos, políticos y simbólicos desiguales entre las regiones, y el Estado central y las regiones. Como lo indica Jimeno, “las regiones sufren una adscripción al Estado nacional que las sitúa de manera desigual, no homogénea, les atribuye ciertos rasgos y les asigna roles específicos” (1994: 67). La diferencia poblacional y espacial resultaba central para asignar posiciones y papeles particulares a cada región dentro de la jerarquía nacional. No obstante, frente al problema de la construcción y representación de un mapa de la diferencia regional, me concentro más en los proyectos, esfuerzos y luchas por constituir un orden nacional, es decir, un orden simbólico de la tensión entre unidad y diferencia, que en las relaciones económicas y políticas desiguales en el marco de la formación del Estado-nación, sin olvidar este tema del todo. La diferencia regional permitió a las élites definir un orden nacional, en el que se posicionaban, por medio de la invención de una identidad geopoblacional y la ubicación y tipificación de los otros tipos regionales. Éstos eran construidos a partir de recursos generales, positivos o negativos, que luego eran particularizados. Por ello, los rasgos que eran representados como propios y auténticos en cada región hacían parte de un conjunto de valores nacionales y transnacionales del mundo moderno/colonial. Ello no fue solamente visible en las élites centrales, sino, sobre todo, en otras élites regionales, como la antioqueña, las cuales se definían y participaban en la nación desde lo regional, superando las perspectivas locales. La identificación regional es una forma privilegiada de ser en la nación y no una contradicción o negación de la misma (Appelbaum et al. 2003; Fajardo 1993; Giménez 2000; Jimeno 1994). A continuación, presento los tipos regionales más recurrentes en la literatura revisada. Allí se hace evidente cómo las élites centrales, desde su eje de poder, 107

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Bogotá, Antioquia y Popayán, constituyeron un orden jerárquico en el que los tipos regionales estaban dispuestos desigualmente. En primer lugar, es de resaltar cómo las élites nacionales se posicionaron por fuera o por dentro de este orden: los antioqueños, como una región en ascenso impulsada por una élite que había sido marginal, y los bogotanos-santafereños y payaneses, como tipos urbanos de élites establecidas. De allí que se presenten tan importantes confrontaciones en torno al dominio simbólico de la nación entre los santafereños y los antioqueños. Debajo de ellos estaba el pueblo nacional, representado en tipos regionales como los llaneros, los antioqueños, los tolimenses o santandereanos, lo cual daba cuenta de la cercanía, los intereses y la influencia de este eje de poder sobre estas regiones y pueblos. El caso contrario es visible en la mínima presencia de la representación sobre lo costeño.

Antioqueños, un orden nacional de prosperidad y moral El tipo antioqueño emergió en las representaciones de la élite letrada de la segunda mitad del siglo XIX como una proyección de los ideales sobre la nación colombiana. Para los letrados no antioqueños, esta representación se constituía en un escenario para exponer sus ideales de lo que debería ser un pueblo campesino, comerciante, próspero y moral, frente a un pueblo considerado mayoritariamente contrario a estas características. La fuerza de la descripción alabadora y positiva del tipo antioqueño obedeció, en gran medida, a la construcción de una imagen poderosa de la población y el paisaje antioqueño desde la misma región, al igual que a la posición económica privilegiada que comenzó a ocupar Antioquia en el siglo XIX. La atención en la descripción física del antioqueño fue central a la hora de detallar los valores y virtudes de aquel tipo regional. Más que con cualquier otro, la referencia a su belleza era un común denominador en su representación; se reiteraba que era “quizás el más bello tipo de la República” (Vergara y Velasco 1892: 964; ver también Pombo 1852; Samper 1861). La conexión entre belleza física y la constitución social y moral aparecía con toda su fuerza en la descripción de este tipo: “El antioqueño del bajo pueblo, el más bello tipo del Estado y de toda la República, es inteligente, gran trabajador y muy honrado” (Vergara 1867b: 216). La insistencia en la belleza física del antioqueño servía para particularizar e identificar al tipo, como era corriente desde la descripción corporal, y, aun más, remitía a otras características como la vitalidad y la agilidad para el trabajo y el movimiento: el antioqueño era bello porque era trabajador, y viceversa. Si el antioqueño era un tipo importante, debía ser bello. En este sentido, el tipo antioqueño era descrito especialmente como mestizo blanco. En este caso, su mestizaje era bastante especial. El pueblo antioqueño no era 108

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identificado como fruto de la mezcla equitativa de las tres grandes razas desde los inicios de la Conquista. Por el contrario, los antioqueños parecían provenir de una mezcla, desde el siglo XVIII, de españoles, criollos blancos propios y adecuados al suelo americano, como lo señalaba el médico y geógrafo antioqueño Manuel Uribe Ángel (1885), y la versión de Samper de “judíos católicos” (1861)96. Lo indio y, más aun, lo negro no eran nombrados como componentes del tipo antioqueño, aunque en algunos grados mínimos podían aparecer en el pueblo bajo (Uribe 1885: 464). Los indios ocupaban un espacio de barbarie en la historia antigua del estado de Antioquia y aparecían como rezagos en extinción, mientras que los negros y sus derivaciones –provenientes de la minería esclavista– habitaban los márgenes físicos y simbólicos de lo antioqueño. Allí, internamente, era aplicada la división jerárquica entre las montañas, lo propiamente antioqueño, y los valles ardientes y profundos habitados por negros, mulatos y zambos, en la construcción de un proyecto hegemónico regional de colonialismo interno (Uribe 1885)97. Este ejercicio diferenciador interno se reforzó con una fuerte imagen de homogeneidad frente a las otras regiones, tipos y razas de la nación (Kastos 1858a; Samper 1861; Vergara y Vergara 1867b; Vergara y Velasco 1892)98. Lo antioqueño se constituyó en el proyecto regional más fuerte de la segunda mitad del siglo XIX. El ordenamiento territorial por estados, del cual Antioquia fue abanderado con su proclamación como estado soberano en 1856 –el segundo después de Panamá en 1855–, propició la idea de unidad. A fin de cuentas, lo antioqueño provenía de la designación arbitraria de fronteras políticas administrativas, como provincias, estados y departamentos. Durante el federalismo y el auge del liberalismo, el estado de Antioquia se posicionó como un fortín conservador que

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En la réplica pública que presentó el ex presidente Mariano Ospina (1875), oriundo de Guasca, Cundinamarca, pero antioqueñizado (tanto así, que es percibido como padre fundador de lo antioqueño), sobre el origen judío de los antioqueños, se hacen evidentes las diferentes posiciones que suscitaba esta cuestión. Esta idea fue usada como una forma de descalificar a la élite comerciante de aquella región como avara, ambiciosa y codiciosa. Lo judío era un componente racial ampliamente menospreciado. Por ello, Ospina inicia su texto negando enfáticamente el origen judío de los antioqueños (1875: 208). Aunque Ospina no podía aceptar abiertamente este componente en un país católico e hispánico, enfatizó en las virtudes de una posible ascendencia israelita, al considerarla comerciante, inteligente e industriosa, sin caer en la amoralidad del utilitarismo (1875: 209). Lo judío brindaba una forma de ser capitalista, a la vez que moralmente bueno.

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Roldán aborda la construcción de este proyecto en su artículo (1998), que aunque trata sobre la Violencia a mediados del siglo XX en Antioquia, interpreta críticamente los planteamientos de pensadores regionales de finales del XIX.

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Particularmente, lo antioqueño se construyó en oposición a los negros internos y externos, al fragmentado Cauca y a los distintos tipos del altiplano cundiboyacense (Cf. Appelbaum 2003), y más adelante, a la Costa Atlántica (Cf. Wade 1993).

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lo hacía claramente diferente de los otros estados. El gobierno del conservador Pedro Justo Berrío incidió ampliamente en el encerramiento de Antioquia como un estado económicamente fuerte y con estabilidad política y militar, en un país asediado por las guerras civiles y las crisis económicas (Ortiz 1991). Bajo la gobernación de Berrío fue incentivada la idea de una unidad antioqueña como vía de legitimación del poder político regional; en este contexto, la moral católica y la concepción de lo antioqueño como una familia incidieron en la cohesión social y en el control político interno (Villegas 1995; Appelbaum 2003). La unidad en lo antioqueño fue eficiente, en tanto se basó en una imagen de un pueblo homogéneo en la que hacia afuera eran sobrepasadas las diferenciaciones sociales internas. En Antioquia, la regionalización fue posible en la medida que planteó una homogeneidad fuerte como parte importante de la heterogeneidad de lo nacional. Para los antioqueños, la insistencia en valores compartidos como la laboriosidad, el origen pobre, el ascenso por medio del trabajo, lo campesino, la frugalidad, la austeridad y la sencillez era una forma de contraponerse a la élite santafereña, como aparece en los textos costumbristas del reconocido Emiro Kastos, seudónimo del antioqueño Juan de Dios Restrepo. Para el santafereño Rafael E. Santander, ello reiteraba de forma peyorativa el carácter campesino de las élites antioqueñas (1866a). Por tal razón, la imagen de homogeneidad fue impulsada desde adentro y afuera de la región. El valor más resaltado en la construcción de una imagen homogénea de lo antioqueño fue la capacidad y disposición para el trabajo, particularmente agrícola y comercial (Kastos 1858a; Pombo 1852; Samper 1861; Uribe 1885; Vergara y Vergara 1867b; Vergara y Velasco 1892). A esta laboriosidad eran asociados la aspiración a la propiedad privada, la agilidad, el movimiento, un espíritu emprendedor y enérgico, el vigor y lo andariego. Estos rasgos aparecían en completa oposición a los imputados a los pobladores del altiplano. El antioqueño, moral, progresista, bello y saludable, contenía los valores de la vida capitalista y moderna que no tenían los fanáticos, estacionarios y sucios campesinos del altiplano –lo despierto y lo ágil eran asociados a la limpieza y belleza, mientras que lo quieto era asociado a la suciedad– (Pombo 1852). Esta caracterización se relacionaba con la mayor presencia de trabajadores libres en Antioquia, a diferencia de otras regiones (Rojas 2001). Asimismo, esta imagen de movilidad validaba la actividad comercial de los antioqueños en el territorio nacional, a la vez que era una proyección del deseo de las élites nacionales de un comercio activo del pueblo (ver la ilustración 15). En suma, la descripción de lo antioqueño obedecía a los valores de una vida moderna, a la vez que moral y civilizada: “el antioqueño es apasionado, trabajador infatigable, patriota, excelente padre de familia, valiente, emprendedor, hábil para los negocios, dócil y obediente; caritativo, hospitalario, propenso a viajar, y progresista” (Uribe 1885: 471). 110

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Si bien la imagen del antioqueño seguía muy ligada a la actividad minera, su posición privilegiada en el orden nacional provenía de su concentración en las actividades agrícolas y en la transformación de las selvas en paisajes cultivados (Kastos 1858a). El carácter laborioso del antioqueño se apreciaba en el cultivo de la naturaleza99. Justamente, el antioqueño era valorado en tanto campesino activo, bajo el ideal decimonónico de prosperidad moral y material por medio del trabajo en el campo. Desde la segunda mitad del siglo XIX se comenzó a tejer la imagen de los antioqueños como un pueblo colonizador y domesticador de otros paisajes por fuera de los suyos. Lo que más cautivaba de ellos era su alto crecimiento demográfico, en un país que lo necesitaba como medio para garantizar el poblamiento y la fuerza de trabajo. De allí que se les calificara de fecundos y precoces en el matrimonio (Samper 1861). De acuerdo con la apreciación de los valores del tipo antioqueño, su colonización era admirada como una forma de hacer bajar la civilización de las montañas hacia las tierras bajas, domesticando sus pueblos y sus naturalezas (Pombo 1852). La colonización antioqueña hacia los territorios al sur de su estado ha representado los ideales del Estado-nación, como una vía de mestizaje cultural, de limpieza moral y civilizadora sobre las poblaciones nativas, para imponer o formar pueblos aptos para una vida laboral y productiva100. No obstante, durante el siglo XIX, más que la visión de colonos, fue la de comerciantes andariegos la que primó en torno a lo antioqueño101. Después de la minería, y gracias al capital acumulado con ésta, fue el comercio una actividad privilegiada para las élites antioqueñas. El espíritu comerciante y capitalista adju-

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A diferencia de otros tipos regionales o humanos en donde el medio físico había constituido su carácter, en el antioqueño era el medio físico el que había sido transformado por medio del trabajo del tipo. Las montañas y valles antioqueños, como una unidad paisajística-poblacional ampliamente reconocida y valorada, aparecían como reflejos de la laboriosidad y tenacidad del antioqueño (Pombo 1852) –Kastos (1858a: 308) se enorgullecía de que en Antioquia se derribaran cuatro veces más fanegadas de bosques que en el resto de la República–. Las montañas antioqueñas –“un valle verde y risueño, labrado y dividido como un tablero de damas, salpicado de bosquecillos, caprichosamente recorrido por los sesgos amarillos de sus caminos y los hilos argentados de sus aguas” (Pombo 1852: 51)– eran admiradas a finales del siglo XIX como las más importantes de los Andes colombianos, por su densidad poblacional, el movimiento comercial y su compleja red de caminos y pueblos (Vergara 1892).

100 La insistencia en la movilidad del pueblo antioqueño, asociada a otros valores morales y sociales y a su consecuente racialización blanca, implicó que la colonización, de lo que hoy conocemos como el Eje Cafetero, en la segunda mitad del siglo XIX, fuera adjudicada exclusivamente a los antioqueños, sin que en estos relatos aparecieran los colonos caucanos o del altiplano cundíboyacense. 101

La narración de la colonización antioqueña como una epopeya y del espíritu colono del antioqueño cobraría más fuerza con la consolidación de la economía cafetera (Zambrano 1990).

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dicado a los antioqueños fue relacionado con “el espíritu de asociación, compañero del de especulación. Aquí todos se asocian, parientes o extraños, ricos o pobres, hombres o mujeres, para lo grande como para lo pequeño […] así multiplican sus medios de producción, puesto que a un tiempo hacen valer en diferentes empresas dinero, propiedad, industria y crédito” (Pombo 1852: 69). La visión de los antioqueños como comerciantes innatos –escenario también de críticas– y colonizadores aguerridos se relacionaba con la poderosa posición económica que comerciantes y empresarios de la región habían adquirido a partir de sus exportaciones de oro (Cf. Uribe y Álvarez 1998; Palacios y Safford 2002). El capital económico de los antioqueños era ampliamente reconocido en el siglo XIX; ellos controlaban el comercio y la navegación por el Magdalena, y en varias oportunidades otorgaron préstamos importantes al Estado central. Respecto a la colonización, adinerados comerciantes de la región participaron en proyectos colonizadores importantes en el Viejo Caldas, el alto Magdalena y los Llanos Orientales. Esta colonización, realizada por reconocidos empresarios como Montoya y Uribe, era la realmente valorada en los relatos colonizadores, por su fuerza económica y por los proyectos productivos y extractivos que involucraba (Kastos 1858a; Rivas 1899). Precisamente aquel que más ha viajado al continente europeo, llevando allá su oro i trayendo toda clase de mercancías […] el más dedicado a las especulaciones comerciales; porque es aquel que más se esmera en aumentar su fortuna; porque es aquel también que más prontamente forma nuevas familias, ama la decencia i bienestar de ellas; es trabajador, sobrio, fuerte, robusto, posee intelijencia i riqueza. (Agustín Codazzi, en Sánchez 1999: 307)

Este texto de Codazzi demuestra la conexión entre las actividades comerciales de los antioqueños con sus valores morales y sus costumbres, como si fueran dependientes entre sí. En las descripciones sobre los antioqueños se transitaba de los valores propicios para el progreso material a los principios de una vida moral y tradicional. El tipo antioqueño resultaba significativo, en tanto mediaba dos formas de vida que para algunos parecían contradecirse; en él, la búsqueda del progreso económico no negaba la permanencia de las costumbres y las tradiciones (Kastos 1855). Así, la unidad familiar católica era también un motivo de alabanza de lo antioqueño, como símbolo de moralidad, crecimiento y prosperidad (Pombo 1852; Kastos 1855; 1858a). La vida de la familia antioqueña consistía en “trabajar mucho de día y rezar mucho de noche” (Kastos 1855: 155). Éstos se narraban insistentemente a sí mismos como un pueblo de carácter frugal, sobrio y económico, que se evidenciaba en sus costumbres puras y campesinas (Kastos 1855; 1858a). Esta autorrepresentación de los antioqueños era una forma de legitimarse por medio de la diferenciación frente a las élites criollas, santafereñas y payanesas. A estas élites, Kastos (1858b, 1858c) las tachaba de perezosas, estacionarias, anticuadas y ociosas, dedicadas a la galantería, los lujos y la tertulia, 112

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menospreciando el trabajo. La diferencia regional ha sido un escenario de lucha y posicionamiento identitario en el marco de lo nacional. Ello se hizo evidente en la discusión que sostuvieron Kastos (1858c) y Santander (1866a). El primero descalificaba a los santafereños por su raizalismo, es decir, su apego y limitación a la tierra que los vio nacer, a las raíces y a los abolengos, un apego que les impedía movilizarse y trabajar. Santander (1866a) respondió con fuerza a Kastos tachándolo de antioqueño provinciano, de acuerdo con la conocida caracterización de los antioqueños como labriegos y campesinos. Lo provinciano entraba en oposición con el citadino santafereño de refinadas costumbres y de talentos ajenos al trabajo físico. Al igual que Santander, otros letrados describían a los antioqueños como conflictivos, agresivos y en extremo apasionados, rasgos que eran contrarios a su supuesta moralidad (Samper 1861; Rivas 1899: 239). Los antioqueños Kastos (1858a) y Uribe (1885) afirmaban que la pasión era justamente un rasgo importante, motor del dinamismo antioqueño. Esta disputa no puede pasar por anecdótica; en ella se revela el deseo de los antioqueños de posicionarse en un orden nacional en emergencia, en el que la prosperidad material y moral, el trabajo, la colonización, el comercio y el dinamismo eran centrales. Los valores adjudicados a los antioqueños quebraban el orden de los criollos puros –santafereños, tunjanos, payaneses, cartageneros–, en el cual esta región no ocupaba un lugar central. Lo antioqueño fue, en gran medida, una construcción para salir de los márgenes del poder y aparecer en el orden nacional como una unidad importante.

Santandereanos: artesanos, campesinos y liberalismo En la designación de Santander como una porción particularmente importante dentro de la nación colombiana cumplieron un papel importante el ordenamiento territorial, la visión geográfica y productiva y el examen etnográfico de la población respecto a su composición y distribución racial. Aunque en la visión climático-civilizadora de la primera mitad del siglo lo que compondría al estado de Santander hacía parte de las denominadas tierras altas y países andinos, éste comenzó a ser particularizado dentro de la exploración detallada de paisajes naturales, poblacionales y productivos. A mediados de siglo, las provincias de Vélez y Socorro eran consideradas, en términos generales, como una unidad paisajística y poblacional que era homogeneizada en su diferencia respecto al altiplano cundiboyacense. La proclamación del estado de Santander en 1857 reforzaría esta visión homogénea bajo el rótulo de una unidad administrativa territorial, que por cierto tendría una fuerza particular en el escenario radical de los sesenta y setenta. Más adelante, la perspectiva, espacialmente más amplia, de las regiones 113

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naturales circunscribiría a Santander de nuevo a la región andina (Vergara y Velasco 1892); no obstante, los Santanderes seguirían siendo particularizados como una región o una subregión importante dentro de esta visión amplia de las cinco regiones naturales. A mediados de siglo, las provincias del Nororiente (1849-1857) y el estado de Santander (1857-1885) fueron motivo de descripciones alabadoras que correspondían al lugar en el que fueron ubicados en el orden simbólico nacional (Ancízar 1853; Samper 1861). Lo que compondría al estado de Santander se había caracterizado por una activa vida comercial, agrícola y textil, que lo hacía parte importante del eje medular que ocupaba la cordillera Oriental y los Andes centrales desde el régimen colonial. En medio de los ideales democráticos y de prosperidad moral y material de mediados de siglo, esta zona era apreciada por ser un ejemplo de las ideas republicanas sobre el comercio, la propiedad y la democracia, así como la moralidad y la disposición para el trabajo de su pueblo. Santander contenía esta imagen, o mejor aun, este deseo proyectado en sus paisajes y sus pueblos, a diferencia del semifeudal y estacionario altiplano y de las salvajes y amorales tierras calientes de los valles intercordilleranos. Una estrategia importante en esta proyección de los ideales republicanos sobre Santander consistió en la racialización de su población con los valores asociados a una fisonomía blanca. En las descripciones de Ancízar (1853), los tipos poblacionales de estas provincias eran reiteradamente caracterizados como mestizos blanqueados y, por tanto –haciendo siempre esa conexión retórica–, inteligentes, vigorosos, activos, sanos, trabajadores y de buenas costumbres. Un blanqueamiento que se presentaba progresivo y exitoso en la incorporación de lo indígena y hacia la constitución de un nuevo tipo medianero relacionado con actividades productivas específicas (ver la ilustración 16): Los moradores de la provincia son todos blancos, de raza española pura, cruzada con la indígena, e indígena pura; la primera y la última forman el menor número, y cuando la absorción de la raza indígena por la europea se haya completado, lo que no dilatará mucho, quedará una población homogénea, vigorosa y bien conformada, cuyo carácter será medianero entre lo impetuoso del español y lo calmudo y paciente del indio chibcha, población felizmente adaptable a las tareas de la agricultura y minería, fuentes de gran riqueza para Vélez, y a la fabricación de tejidos y sombreros para el consumo propio. (Ancízar, 1853, tomo I: 120)

Este mestizaje-blanqueamiento contaba, además, con la presencia de importantes componentes en Santander: un blanco español, particularmente aragonés y catalán, y un indio distinto del tipo chibcha (Samper 1861; Vergara 1867b). La indicación de la historia de la distribución y composición era central en la racialización de las regiones como unidades poblacionales. Además de ello, el medio físico, como composición paisajística de naturalezas, climas y grado y tipo de 114

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industria, aparecía como determinante en la particularidad de los santandereanos. Un clima benigno, no tan frío ni ardiente, y la presencia de una densa red de pueblos, mercados, talleres artesanales y cultivos incidieron en el carácter activo, gallardo y laborioso y en la composición física robusta de los santandereanos. En suma, la imagen de Santander correspondía a la de un campo cultivado e interconectado por pueblos dinámicos, en el que sus pobladores blancos-mestizos tenían una activa vida de trabajo artesanal y comercial y de domesticación de la naturaleza, que tenía como consecuencia y correlato una vida moral y sana. Por ello, las unidades productivas familiares, convertidas en símbolo de trabajo, de contención moral y de orden social, llamaban la atención de los letrados (Ancízar 1853; Samper 1861). Ésta era la masa de campesinos requerida: contenida y disciplinada por el trabajo, pero en continuo movimiento, religiosa pero sin fanatismos, de vida familiar y símbolo de independencia, de libertad y de una democracia económica y política. El levantamiento comunero de finales del siglo XVIII se convirtió en la República en un referente central en la representación de los santandereanos. Para Samper (1861) y Vergara (1867b), los santandereanos eran un pueblo de luchadores y guerreros que seguían su libertad e independencia en contra de la opresión y las trabas contra la prosperidad material representadas en el Estado colonial –esto último, particularmente, para Samper–. En las descripciones de Ancízar y Samper llama la atención la preeminencia de un conjunto de pequeños propietarios libres en las tierras de Santander. Para estos letrados, ello sería el reflejo del establecimiento de la vida republicana, “el asiento de la verdadera democracia” (Ancízar 1853, tomo II: 252), en contraposición al caso del altiplano. La insistencia en la pequeña propiedad –no es mi interés comprobar su veracidad– pasaba por el señalamiento de la importancia de la propiedad privada como vía moralizadora y, en últimas, de control de la población, al fijarla con seguridad en un espacio determinado, a la vez que enfatizaba en la imagen de Santander como tierra modelo de los principios liberales dentro de la nación (Samper 1861: 333). Con esta representación del estado de Santander, se pretendía dejar por sentado que la República podía establecerse en la Nueva Granada. A mediados de siglo, las artesanías y, en particular, los textiles y la manufactura de sombreros ocupaban un lugar central en la imagen productiva de las provincias del nororiente (Ancízar 1853; ver las ilustraciones 16 y 17). Ancízar no dejaba de alabar la condición de las mujeres tejedoras de sombreros, quienes, a su juicio, eran un símbolo de trabajo y moralidad desde sus talleres-hogares. Las tejedoras eran a la vez buenas artesanas, madres, esposas y campesinas. Sin embargo, esta imagen de un Santander de artesanos, tierra de libertad y pequeños 115

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propietarios, que lo hacían una región central y ejemplar en el mapa simbólico nacional, decaería, en gran medida, por las crisis en los cultivos, primero del tabaco y luego del café, y por el descenso en la producción artesanal causada por las políticas librecambistas. Justamente, algunos ideales económicos y políticos de mediados de siglo entraban en contradicción con el ideal del laissez-faire, que en conjunto provenían de un mismo campo discursivo (Rojas 2001). Hacia finales de siglo, los santandereanos eran reconocidos casi exclusivamente como buenos agricultores y su centralidad en la nación ya no era evidente ni, menos aun, comparada con los antioqueños (Vergara y Velasco 1892). Los ideales que los habían posicionado en un lugar privilegiado en el orden nacional habían cambiado. Ya no importaba insistir en lo republicano y democrático, como si no fuesen dados por hecho, y su movilidad y actividad habían sido opacadas, así como su producción artesanal, en medio de la epopeya colonizadora de los antioqueños, asociada a la incipiente economía cafetera, que por cierto había trasladado los ejes de atención hacia la cordillera Central y sus vertientes. Es también cierto que los santandereanos no construyeron un proyecto de regionalismo fuerte, como sí ocurrió con los antioqueños y su supuesto aislamiento del resto de la nación, mientras que Santander estuvo supeditado a las tensiones políticas y económicas del altiplano cundiboyacense. No obstante, los santandereanos no ocupaban un lugar marginal en una nación que, a fin de cuentas, se deseaba con una población campesina y trabajadora y unos campos labrados.

Los llaneros: un tipo para la ganadería En contraste con los indios nómadas, que representaban una población bárbara y salvaje, un tipo poblacional particular fue representado como parte constitutiva del sistema de hatos de ganadería extensiva en los Llanos Orientales: los llaneros. Este tipo regional fue definido en torno a un oficio o a unas actividades particulares, como los bogas del Magdalena o los cosecheros, con la particularidad de ser relacionado-fijado a una región y a un paisaje específicos. La relación entre Llanos Orientales-sabanas-llaneros-caballos-ganado apareció así indiscutible y natural. La representación de lo llanero ha corrido paralela a la imagen que ha sido tejida de los Llanos. Ésta proviene de la visión panorámica y paisajística a distancia, como una región compuesta de sabanas y un paisaje plano, monótono y desierto, en el que el trabajo económico, colonizador y domesticador de la naturaleza debe ser la ganadería (Codazzi 1856; Restrepo 1870; Vergara y Velasco 1892). En la imagen de lo llanero se encuentra claramente la idea de un medio físico que determina y moldea progresivamente al tipo humano. El llanero aparece como parte de este medio físico particular de sabanas, ríos, soledad, desiertos naturales y sociales, y a la vez, natu116

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Ilustración 15 Ramón Torres Méndez (1849). Mulero antioqueño. En Sánchez (1987). El arriero o mulero antioqueño despertaba la atención de los escritores y dibujantes, por cuanto simbolizaba la anhelada actividad comercial y la integración de la república. Es de resaltar que en esta imagen, como en los textos escritos, los muleros y “los mazamorreros” eran racializados como blancos y valorados como tales, aun cuando se tiene conocimiento de una importante presencia de negros en estos oficios (Appelbaum 2003).

Ilustración 16 Carmelo Fernández (1850). Arriero y tejedora de Vélez. En Ardila y Lleras (1985). Este cuadro representa a dos tipos poblacionales que, aunque remitían a la clasificación por oficios, estaban relacionados con la clasificación regional; específicamente, con la descripción que se hacía de los pobladores de las provincias del Nororiente y del Estado de Santander. Estos oficios estaban asociados al activo, comercial y artesanalmente, Santander, empujado por una población campesina, representada como blanca y, por tanto, bella y vigorosa. En el cuadro son desatacados la mujer tejedora de sombreros de nacuma y el arriero, símbolo de comercio, junto con la recua que aparece al fondo y el camino en el cual son ubicados.

Ilustración 17 Carmelo Fernández (1851). Tejedora y mercaderes de sombreros de Nacuma en Bucaramanga. En Ardila y Lleras (1985). En el cuadro aparecen las distintas etapas relacionadas con la producción y comercialización –la tejedora, el comerciante, los mercaderes y todos consumidores– de un símbolo de la vida industriosa a mediados de siglo: el sombrero de nacuma. Pero a finales del XIX, esta imagen de la producción artesanal no tendría la trascendencia para ser una representación de lo nacional.

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ralezas salvajes que él había ido domesticando por medio de la ganadería (Samper 1861; Vergara y Vergara 1867b; Vergara y Velasco 1892). Esta conjunción, en torno a la imagen de lo llano y a la figura del llanero, ha reforzado, sin duda alguna, la visión de que el único trabajo posible sobre la región es lo ganadero. El llanero hacía alusión a un “tipo regional”, propio del llano, que como tal estaba centrado en los oficios de la vaquería y en sus actividades complementarias. Por lo tanto, la valoración sobre este tipo giraba en torno a su disposición y habilidades para el manejo extensivo y “tradicional” del ganado, que implican saber montar a caballo, enlazar, aquerenciar las reses, cazar, nadar, pelear y aguantar hambre y sol. El llanero era así valorado en tanto incansable trabajador del Llano (ver la ilustración 18), un trabajador que además no estaba fijo y se caracterizaba por la movilidad; valor que, aunque pasa desapercibido, ha sido afín al tipo de contratación y de actividades estacionales requeridas en el sistema de hatos: Un tipo clásico en nuestra historia nacional: es el llanero, acostumbrado desde su infancia á domar el potro salvaje, sin más auxilio que el rejo; a luchar con el toro bravío, caleándolo en plena pampa; a pasar a nado los ríos caudalosos, infestado de caimanes; a vencer en singular combate a las fieras. (Vergara y Velasco 1892: 746) El llanero no concibe la vida sedentaria y profesa por los hombres de las ciudades el más supremo desdén. Para él son lo mismo los soles quemadores que las lluvias de treinta o cuarenta horas consecutivas; y así cruza, impávido, a nado un río caudaloso o un caño crecido, como arremete al tigre con fría intrepidez. (Restrepo 1870: 159)

La movilidad también ha sido relacionada con el hecho reiterado de que los llaneros no cuentan con propiedad raíz fija, porque en principio no les interesa, por su amor a la libertad y a la vida errante y sin ataduras. Una imagen que desde el siglo XIX ha validado la estructura de la propiedad sobre la tierra en los Llanos Orientales, donde a partir de la colonización desde el altiplano ha primado la concentración de la misma en pocas manos (Gómez 1991). Así mismo, el llanero, al ser reducido a las labores ganaderas, ha sido presentado contrario y lejano del trabajo agrícola, lo cual en los hatos de sabana corresponde con la monoconcentración en la ganadería y con la progresiva eliminación del autoabastecimiento de los pobladores locales, con cultivos a pequeña escala, para hacerlos más dependientes de la vida de hato y sujetarlos a sus relaciones laborales (Cf. Rausch 1999). De esta manera, lo llanero se convirtió en un patrón que, aunque no ideal, era trazado para la incorporación de los indios, quienes en el siglo XIX conformaban una buena parte de la población regional. La representación de los llanos y los llaneros reflejaba también el deseo de llanerizar poblacional y paisajísticamente una porción del territorio nacional, un proceso que sería beneficioso para las élites nacionales y, sobre todo, para el control laboral de las élites locales sobre la población. 118

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Por otro lado, la participación de las milicias casanareñas en levantamientos contra el régimen colonial, desde finales del siglo XVIII y en la guerra de independencia, sustentó la imagen de los Llanos Orientales y de sus pobladores como conflictivos y tendientes a la guerra. El llanero era símbolo de la lucha libertadora, de las revueltas contra la Colonia y, como tal, era pensado como un jinete con habilidades naturales para la guerra (ver la ilustración 19). De allí surgió la descripción del centauro: una figura guerrera, guiada por la libertad y la independencia absoluta, pero que además era el símbolo de la unión entre la barbarie y la civilización. Eso era el llanero para el letrado, la mezcla de indio y blanco, o el indio reducido y civilizado por los misioneros, el cual era luchador, bueno para el trabajo, pero difícil de domar y fijar. Así lo describían Samper y el abogado-colonizador antioqueño Emiliano Restrepo: Nos pareció ser tipo del llanero en toda su pureza, y nos imaginamos que veíamos uno de aquellos centauros del desierto, cuyas homéricas proezas oímos relatar desde los primeros años de la vida, mezcladas a los grandes hechos y a las grandes glorias de nuestra historia nacional. (Restrepo 1870: 74) El llanero es el lazo de unión entre la civilización y la barbarie, entre el criollo y el indio feroz casi antropófago, entre la ley que sujeta y la libertad sin freno moral, entre la sociedad con todas sus trabas convencionales, más o menos artificiales, y la soledad imponente de los desiertos, donde sólo impera la naturaleza con su inmortal grandeza. (Samper 1861: 92)102

Sin embargo, como lo evidencian las citas anteriores, el llanero no era representado como un pueblo central en el orden nacional moderno. El llanero era elaborado ante todo como un ser liminal, que a pesar de ser valorado por sus virtudes para el trabajo ganadero, era marginado en tanto bárbaro, violento y descontrolado, rasgos fruto de su ascendencia de indígenas reducidos. Su movilidad y aparente libertad frente a la vida controlada que implican el trabajo y la residencia fija se constituyeron también en un problema para las formas de regulación poblacional. La imagen del llanero era similar a la representación que se hacía de la región oriental, como aquella que estaba en medio de la domesticación y del salvajismo, una tierra malsana pero llena de riquezas y prosperidad (Codazzi 1856; Díaz Escobar 1879; Restrepo 1870). Los Llanos emergieron como una región de frontera: marginal en las relaciones dentro del Estado-nación, pero que poco a poco fue objeto del deseo colonizador y domesticador, al igual que gran

102 Habría que estudiar cómo en esta visión del llanero pudieron haber influido caudillos regionales como Páez en Venezuela y Juan Nepomuceno Moreno en Casanare, quienes por medio de esta imagen cobraron simbólicamente la participación de los Llanos en la guerra de la independencia e intentaron posicionar a la región, a la cual ellos pertenecían, y a sus pobladores en el orden nacional de cada uno de sus países.

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parte de la tierra caliente, que la presentaba como una zona vacía de vida social pero con muchas riquezas naturales por explotar. Frente a esta tensión, emergieron de forma especial hacia este tipo el costumbrismo y el folclor (Vergara 1867b), como formas de regular, ordenar y definir en torno a rasgos claros, manejables y tipificados lo que era ser llanero. Para Vergara (1867b: 210), las coplas de los llaneros, “romances de hazañas”, reflejaban la pertenencia a la tradición hispánica, su papel en el sometimiento de los indios nativos, y cómo su carácter había sido fuertemente moldeado por su trabajo y su medio físico. Sin embargo, en el siglo XIX, estas “costumbres” siguieron siendo observadas como formas de exaltación de la corporalidad, la sensualidad y la barbarie. En las siguientes palabras se pueden observar estas tensiones y tipificaciones que confluyeron en la imagen de lo llanero: El llanero gusta mucho de lo muelle, i por esto le agrada estar sentado en su hamaca o silleta; pero en ambas, en ademán de a caballo, indicando con esto lo dominante de la costumbre. Gusta mucho también del baile, que ejecuta como con locura, a pesar de la narcótica i pesada atmósfera en que vive y de la demasiada transpiración a que tanto le huye por aseo i de su modo de ser perezoso. (Díaz Escobar 1879: 40) En las planicies orientales vive el llanero, también ya un tanto modificado, producto de una vida casi nómade y de constante lucha en pleno desierto, en una patria sin horizontes definidos: ama con delirio el baile, el canto y la música sui géneris, y á la par de las mujeres hermosas, los buenos caballos, la lidia del ganado bravío, la lucha con las fieras, de donde su desprecio por las gentes cortesanas incapaces de colear (echar á tierra) un toro como él. (Vergara y Velasco 1892: 967)

Tolimenses y neivanos: la normalización de la tierra caliente Este caso demuestra la centralidad del ordenamiento territorial en la invención de entidades geopoblacionales. Lo tolimense no apareció antes de que fuese proclamado el estado del Tolima en 1861, ni como entidad territorial-paisajística, ni como forma de homogeneizar un conjunto poblacional. A partir de la creación del estado del Tolima fue aglutinado en torno a éste lo que antes contenían las provincias de Mariquita y Neiva por aparte. En suma, el Tolima comenzó a contener gran parte de lo que había sido caracterizado como tierra caliente o calentanos (Vergara y Vergara 1867b). Esta imagen continuaría con la proclamación del Tolima como departamento, dentro del esquema territorial de la Constitución de 1886 (Vergara y Velasco 1892). No obstante, esto no implicó una simple réplica o contención de lo calentano en lo tolimense, sino que ciertos rasgos de lo calentano aparecían allí para subordinar o resaltar, en la medida que era elaborado lo tolimense como una entidad poblacional fija a un territorio e integrada política y económicamente al Estado-nación. Antes de lo tolimense, lo neivano había captado la atención de escritores como Samper (1861). Los neivanos, habitantes de la provincia de Neiva, eran 120

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valorados por este autor por su disposición para el trabajo y la alternación en el mismo. Es decir, los neivanos se caracterizaban por desempeñar indistintamente y con la misma habilidad labores de ganadería, agricultura, artesanía y comercio. Lo particular de esta descripción es que el valor homogéneo que se adjudicaba a una provincia era lo variado de las actividades productivas. Este ejercicio es resultado de las primeras tendencias por generar una imagen homogénea de una región y unos pobladores, que precisamente habían sido caracterizados a partir de la variedad productiva en el ejercicio colonizador. El neivano, aunque calentano, era así una imagen normalizadora de lo que deberían ser los hombres de una región activa productiva y comercialmente: un conjunto de hombres activos en el pastoreo, sin tener la rusticidad del llanero, y agricultores, sin ser estacionarios como los indios del altiplano, y en los cuales la conjunción de estas actividades había suavizado sus recias costumbres (Samper 1861: 335; ver también Codazzi 1858). En esta imagen, lo neivano o lo tolimense aludían a una unidad poblacional basada en un exitoso y progresivo mestizaje entre el componente blanco e indio. En este tipo mestizo, caracterizado como vigoroso, bien formado, valeroso y de un bello color blanco mate (Samper 1861; Vergara y Velasco 1892), lo negro, circunscrito a las riberas del Magdalena y a sus tierras ardientes y húmedas, no aparecía, aunque hiciera parte de las dos entidades administrativas y territoriales. La representación del tolimense o lo neivano se circunscribía a las zonas centrales de estas provincias y estado, que por medio de la ganadería y la agricultura, desde el siglo XVIII, y con los tejidos de los reconocidos sombreros jipijapa, entre otros productos, en el siglo XIX, estaban integrados al altiplano cundiboyacense y a un incipiente mercado y comercio interregional y nacional. De lo indígena de las sabanas y valles del Tolima, el tolimense contenía su fuerza y su vigor, así como cierta templanza para la lucha, muy distinto al indio chibcha del altiplano. Pero, en sí, el mismo tolimense era una depuración de este pasado pijao, que había sido problemático para la conquista española hasta finales del siglo XVIII (Vergara y Velasco 1892). El tipo tolimense reflejaba también el deseo de normalización de la conflictiva tierra caliente en torno a las labores agropecuarias. Si en principio lo neivano era descrito como un tipo fruto de la diversidad productiva, las descripciones sobre los habitantes del estado y del departamento del Tolima se concentraron en señalar un tipo dedicado a la agricultura y a la ganadería. La cría de ganados y caballos y el cultivo de cacao, de tabaco y, más adelante en forma masiva, de arroz habían determinado el carácter y el temperamento manejable del tolimense (Vergara y Velasco 1892). Vergara y Vergara lo describía así, sin hacer énfasis en sus costumbres populares: 121

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El Estado del Tolima tiene un tipo de agricultor y de hombre formal muy notable, que se ha mezclado con un tipo de guerrero, descubierto y explotado en los últimos años, que lo ha maleado. Es poco apto para las ciencias intelectuales y para las artes, a causa de su recio clima. (Vergara y Vergara 1867b: 217)

Este último señalamiento no negaba que el tipo tolimense fuera descrito, dentro de su carácter simpático y afable, como un pueblo alegre, distinguido por su interpretación en la bandola y sus cantos y bailes populares (Samper 1861; Vergara y Vergara 1892). A partir de las costumbres y del folclor, era también normalizada la tierra caliente, que aparecía así divertida y graciosa (Samper 1861), en tanto generadora de un pueblo que iba siendo aceptado, en la medida en que se integrara al orden nacional.

Santafereños, payaneses y la costa. Ciudades en el centro de la nación y los límites al regionalismo Aun a finales del siglo XIX, la diferencia poblacional en Colombia no era pensada en su totalidad en términos regionales. Como lo he mencionado, sobre los pobladores de los territorios de frontera –particularmente, del territorio del Caquetá y la provincia del Chocó– no fue construido un tipo regional, pues ellos eran ubicados en la clasificación básica de la civilización y la barbarie, cruzada por las razas negras e indias y sus derivaciones. Por otro lado, aquí me interesa explicar cómo en otros territorios integrados al orden nacional, incluso partes centrales del mismo, tampoco fueron representados con tanta fuerza tipos regionales, por cuanto en éstos primaban jerarquías diferenciadoras internas entre la élite, el pueblo y los marginales; jerarquías estructuradas desde el orden colonial, alrededor de la visión criolla de las tres grandes razas. Mientras que los tipos regionales más recurrentes lo eran, bien por ser representados como parte del pueblo nacional desde élites regionales o citadinas, o por ser autorrepresentaciones desde los espacios de poder emergentes en el contexto de la nación, contrarios a las viejas ciudades coloniales. Desde la perspectiva geográfica, del ordenamiento territorial y bajo ciertos contextos particulares, el altiplano, o los estados de Boyacá y Cundinamarca, el Cauca y la Costa Atlántica eran vistos como porciones particulares de la nación; no obstante, a partir de estas porciones no fueron constituidas imágenes de poblaciones regionales unitarias. Allí, como lo demuestran los textos revisados de letrados bogotanos o payaneses, las élites construyeron una identidad urbana sustentada en una conciencia criolla, que a su vez se fundamentaba en la distanciadistinción con sus otros cercanos. Esta conciencia y la identificación por ciudades provenían del orden colonial y eran recreadas en la nación como una forma de 122

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posicionarse como centro de la misma103. Esto constituía un límite al regionalismo, en tanto éste se basa en la representación de una homogeneidad como parte de la heterogeneidad nacional y dentro de su heterogeneidad interna. Como detallé en la sección anterior, el altiplano cundiboyacense fue visto como una unidad paisajística-poblacional con características naturales, históricas y raciales compartidas. El altiplano era representado como el centro físico, simbólico y de gobierno de la nación. Su clima, su pasado civilizador, su historia antigua y patria y sus ilustres pobladores eran continuamente resaltados. La imagen del altiplano no fue basada en la visión y segmentación del ordenamiento territorial por estados o por provincias; Vergara hablaba de una unidad moral entre los dos estados, Cundinamarca y Boyacá, que venía desde la Colonia (1867b: 218). No obstante, esta unidad contenía una división poblacional, desde la cual no era posible plantear un tipo regional, ya fuese desde la perspectiva geográfica o de las unidades administrativas territoriales. Mientras que los tipos antioqueños, santandereanos o llaneros aparecían en diferentes textos, no ocurría lo mismo con un tipo cundiboyacense, del altiplano, cundinamarqués o boyacense que no tuviese otro término, calificativo o nombre que el de indio, mestizo, artesano, criollo o criada. La población del altiplano aparecía segmentada básicamente por medio de la división entre indios y blancos, asociada a una diferenciación social y a una división por oficios, talentos e ingenios. Ésta era una división que, en términos generales, se concretaba en la oposición aristocrática entre élite criolla blanca y pueblo bajo de indios y mestizos (Codazzi 1851, 1858; Ancízar 1853; Samper 1861; Vergara 1867b). Aun en las geografías publicadas por Vergara y Velasco en 1892 y 1901 primaba la clasificación racial en Boyacá-Cundinamarca, sin que allí emergiera un tipo único, debido a que desde esta división entre blancos e indios las élites urbanas garantizaban una distancia entre ellas y el pueblo bajo. En esta división jerárquica primaba el tipo criollo, que como tal se representaba blanco y descendiente directo de españoles, en su mayoría andaluces y castellanos, casi sin la presencia de mezcla racial (Samper 1861: 83; Vergara 1867b; Vergara y Velasco 1892). En la cumbre de la clasificación racial continuaban prevaleciendo los puros de linaje y de sangre, aun cuando el mestizaje fuera valorado

103 Colmenares (1991) explica cómo las colonias hispanoamericanas estaban articuladas alrededor de ciudades y no de regiones, como ocurriría con la unidad nacional. De allí, la centralidad de identidades locales y de ciudades desde el régimen colonial, cuestión que en algunos casos primaría sobre la adscripción regional en el siglo XIX. Ello, en especial, en las ciudades que habían sido centros de poder de la Colonia, como Santa Fe, Tunja, Popayán y Cartagena. Los conflictos identitarios en el orden nacional se presentaron en torno a estas ciudades como Santa Fe, reflejos del orden colonial, y a las emergentes regiones, como Antioquia.

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en la perspectiva nacionalista. Aunque Samper señalaba que este tipo criollo englobaba a los santafereños, payaneses y tunjanos, y en efecto lo hacía, cada uno de éstos tenía una particularidad. El santafereño era caracterizado como una élite particularmente letrada, sociable y con un alto grado de civilización, lo que la hacía propicia para el ejercicio del gobierno. De las élites citadinas, la santafereña era la más destacada por su activa vida social de tertulias, bailes y reuniones sociales, al igual que por su índole literaria y creadora, y sus capacidades para las ciencias morales, jurídicas y políticas (Codazzi 1858; Samper 1861). La identificación del tipo criollo con Bogotá ofrecía una posición en el orden nacional que no requería de una adscripción regional. En este sentido, el valor simbólico de la ciudad como espacio privilegiado del poder letrado y civilizador era tomado por las élites urbanas como su escenario natural y exclusivo, mientras que otra parte de la ciudad, la mísera, pobre y sucia, era adjudicada al pueblo bajo, los artesanos y los pobres (Samper 1867). Justamente, el eje de lo santafereño estaba en la identificación con los valores propios de lo urbano y lo citadino, y en contraposición con lo campesino (ver la ilustración 20). A diferencia de la representación que se hacía del tipo antioqueño, la élite santafereña se relacionaba con el campo desde la distancia y no desde una ligazón emocional; precisamente para alguien como Santander (1866a), lo urbano del santafereño era un valor positivo mientras que lo campesino de lo antioqueño era negativo. Por otro lado, la representación de lo santafereño, en su misma nominación que remitía a la Santa Fe colonial y no a la Bogotá republicana, indicaba un apego a las tradiciones aristocráticas y coloniales (Vergara 1866). Incluso, los mismos letrados bogotanos, como Samper y Vergara, tenían una actitud ambigua frente al carácter del santafereño. Éste era calificado de aristócrata, perezoso, reflejo de la sociedad castellana colonial que no “ha entrado totalmente al siglo XIX”, inmóvil, incapaz de desempeñarse en labores prácticas y físicas, y apegado en extremo a tradiciones anticuadas y a fueros nobiliarios (Samper 1861; Vergara 1867b; Rivas 1899). El pasado colonial remitía al mismo tiempo a una posición de poder y a un lastre que era necesario extirpar. Estas críticas eran relacionadas con el calificativo peyorativo de raizalista, el cual indicaba un apego desmedido a la tierra de nacimiento y a las raíces tradicionales, que limitaba la acción y la movilidad. El santafereño Rafael Santander (1866a) cuestionó la forma negativa de este calificativo y la revirtió como un valor positivo propio del santafereño, el cual no negaba el amor a la patria grande ni impedía la movilidad. De la misma manera lo hacía Ortiz en su valoración de Bogotá, en comparación con las otras ciudades y regiones del país (Ortiz 18??). La cuestión criticable del raizalismo radicaba en la quietud y la inactividad. Los letrados bogotanos y antioqueños utilizaban el calificativo de santafereño asociado al raizalismo, como una forma de criticar a las élites establecidas y tradicionales de la ciudad capital, en el contexto de la 124

Figuras y jerarquías de la diferencia en el siglo xix

Ilustración 18 Manuel María Paz (1856). Llaneros herrando ganado. Casanare En Codazzi (1856) La representación sobre el llanero conjugaba la idea de una modelación del medio físico sobre los pobladores y la restricción a un oficio particular: el relacionado con la cría y levante de ganado. Como tal, el llanero fue un importante tipo de oficio en la segunda mitad del siglo XIX, pero circunscrito a una región particular, que además fue pensada particularmente desde la ganadería de corte extractivo.

Ilustración 19 Ramón Torres Méndez (1870). Llanero militar. En Sánchez (1987) Ésta es una parte fundamental de la representación del llanero en el siglo XIX: su disposición como fuerza militar del gobierno republicano, particularmente por sus características de jinete. Sin embargo, por sus mismas características, ello se convertía en una representación negativa del guerrero llanero: si no se le controlaba, podía ser un rebelde peligroso para el gobierno nacional, puesto que funcionaba más como un miliciano, ya que, por su carácter intempestivo y nómada, no estaba adscrito a fuerzas regulares (Samper 1861).

Ilustración 20 Manuel María Paz (1857). Entrada a Bogotá por San Victorino y vista lejana de los nevados. En Codazzi (1858). Aparte de su compleja escenificación de la posición de los nevados en medio de diversas discusiones científicas (Sánchez 2003: 108110), este cuadro es una particular representación de la vida bogotana. En un espacio de la ciudad de activo movimiento comercial y humano no son resaltados los trabajadores, el pueblo bajo o las actividades económicas, sino que, por el contrario, el cuadro es dominado por los tipos notables de la capital. Los caballeros y las damas santafereñas se pasean elegantemente, se encuentran y charlan, haciendo de la ciudad un escenario privilegiado de sociabilidad, civilización y urbanidad. Ésta era la representación que primaba de Bogotá como espacio de los tipos notables, por encima de cualquier otra consideración o perspectiva.

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emergencia de un nuevo tipo de élites relacionadas con ideales económicos y culturales, modernos y nacionales. Para los antioqueños era más importante resaltar esta crítica, en esta lucha simbólica entre élites establecidas y élites en ascenso. Estas críticas a lo santafereño se hacían extensivas y aun más radicales respecto a Tunja y a sus habitantes notables (Vergara 1867b: 218). Mientras que Bogotá se mantuvo como centro de la nación durante la República, Tunja continuó decayendo como una ciudad importante, perdiendo el estatus que había conseguido durante los primeros siglos de vida colonial. En las descripciones de Ancízar sobre Tunja, ésta era presentada como una muestra perviviente del pasado colonial que se intentaba sobrepasar. La permanencia del régimen colonial se reflejaba en su arquitectura, sus costumbres, su encerramiento y su quietud: Una especie de osario de las antiguas ideas de Castilla esculpidas y conmemoradas en las lápidas de complicados blasones puestas sobre las portadas de las casas, o viviendo todavía dentro de los conventos, es decir, fuera del siglo y extrañas a todo comercio humano con el cual han cesado de armonizar: mansión de hidalgos a quienes la revolución republicana cogió de improviso, y la aplaudieron sin echar de ver que les traía el final político de los privilegios y el término social de las ejecutorias. (Ancízar 1853, tomo II: 57)

Sin embargo, el mismo Ancízar resaltó el carácter de los tunjanos notables, pues, al fin al cabo, constituían una élite criolla autoproclamada como ilustrada y civilizada (1853: 55-59; ver la ilustración 2). En el relato de Ancízar, lo peor de la ciudad –el atraso, la suciedad y lo colonial– recaía en sus habitantes pobres. El tipo popayanejo o payanés también hacía parte de este tipo criollo puro compuesto de santafereños y tunjanos. De nuevo, el tipo de ciudad remitía al criollo blanco proveniente del orden colonial. El payanés era racializado como del más claro origen blanco hispano, específicamente castellano, lo que se evidenciaba en el uso de un “buen lenguaje” (Vergara 1867b: 217; Vergara y Velasco 1892: 964). Los rasgos del payanés remitían a una élite tradicional y aristocrática, con elevadas pretensiones nobiliarias. No obstante la similitud en la tipificación con el santafereño, el payanés fue reducido a una posición que no resultaba tan privilegiada en el orden nacional del progreso económico y social. El poder, particularmente económico, sobre el cual se había establecido la élite payanesa se fue desmoronando desde principios del siglo XIX. Las guerras de independencia, la disminución progresiva de la esclavitud y su abolición completa en 1851, base de la fuerza de trabajo minera y agrícola, la caída de la producción local del oro y la incapacidad para mantener productos de exportación hicieron que la economía que sostenía a las élites payanesas entrara en un estancamiento significativo (Palacios y Safford 2002: 348-351). Poco a poco, Cali se posicionaría sobre Popayán, y con más fuerza desde su conexión con Buenaventura, a principios del siglo XX. Empero, durante el XIX, los payaneses tuvieron un alto capital simbólico relacionado con el ejercicio de gobierno. Popayán mantuvo su importancia política en 126

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el orden nacional, siendo calificada de cuna de “grandes familias y de hombres notabilísimos” (Vergara 1867b: 217; Vergara y Velasco 1892: 964). En la obra de Sergio Arboleda (1867), miembro de una reconocida familia payanesa, que, como todas, contaba con grandes haciendas basadas en una importante mano de obra esclava, son evidentes una división racial rígida y la ausencia de un proyecto regional caucano. En su libro más importante, escrito años después de la abolición de la esclavitud, Arboleda (1867) evidencia cómo la distancia entre las identidades racializadas como blancas y negras e indias se hizo más problemática y radical, en la medida que se había perdido la sujeción segura de la población esclava. En esta visión, el padre blanco debía seguir cuidando a sus hijos incivilizados, negros e indios, sin nunca llegar a esbozar un atisbo de cercanía. Esta oposición racial a lo negro y a lo indio estaba fundada en la configuración de una sociedad aristocrática, fruto de las relaciones más rígidas del orden colonial, como ocurría en Santa Fe104. La oposición racial sustentaba en el área de influencia de Popayán una división casi estamental de la fuerza de trabajo y del genio de las razas. Allí la economía había sido estructurada con fuerza en el trabajo de esclavos negros, para grandes plantaciones y la minería, y de los indios bajo los resguardos, para la producción agrícola (Sanders 2004: 9-17). Las élites de las ciudades y villas importantes dominaban el acceso a la tierra y su control, y la sujeción laboral por medio de grandes haciendas. En la medida en que primó esta diferenciación racial en el sustento de una sociedad autocomprendida como aristócrata, no interesaba más la construcción de una imagen regional positiva que la constitución de una identidad de élite criolla y urbana. Sólo a finales del siglo XIX, dentro de la división por departamentos, se encuentra una referencia a lo caucano sin mayor trascendencia, del mismo nivel que los tipos nombrados a continuación y proyectada hacia el pueblo bajo mestizo. En ella, el caucano es calificado de perezoso, belicoso, ardiente, inteligente y apasionado por la política (Vergara y Velasco 1892: 964). Esto debido al papel activo que habían tenido el Cauca y las conocidas milicias caucanas en los conflictos militares y políticos del siglo XIX (Sanders 2004).

104 Aparentemente, el estado del Cauca contaba con el mayor número de negros en la segunda mitad del siglo XIX (Pérez 1871: 91). Para la élite payanesa –dispuesta también en Cali y en Buga (Vergara 1867b: 217)– era impensable formular una identidad compartida con sus antiguos esclavos, con su otro más significativo, en tanto fundamento, por oposición a su propia identidad blanca. Por otro lado, no sobra indicar que Appelbaum (2003: 36-47) explica que en los conflictos militares y en los encuentros colonizadores locales entre antioqueños y los habitantes del Cauca, los primeros tachaban a los segundos despectivamente de negros y conflictivos, subordinados ante la imagen blanca de lo antioqueño.

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Antes de esta unidad administrativa departamental, en el Cauca primó la variedad desde la perspectiva geográfica. En particular, el estado del Cauca contenía una variedad paisajística sin comparación con otros estados. ¿Cómo sintetizar en una misma visión el salvaje e indio territorio del Caquetá, anexo al Cauca por un buen tiempo, la negra provincia del Chocó, el valle del Cauca, el Patía, las tierras indias y fronterizas de Pasto y las montañas caucanas? (Ver Codazzi 1855). El estado incluía provincias que se salían de su control político: hacia el norte, las provincias participaban más de Antioquia, y hacia el sur estaban más conectadas con Ecuador. Específicamente, cada una de estas unidades paisajísticas o políticas podía representar un tipo poblacional, los cuales, sin embargo, o eran muy localizados y no tenían la suficiente fuerza para ser regionales, o entraban en otros registros, como las tierras salvajes y de frontera. De la visión paisajística o del ordenamiento territorial eran representados el tipo tuquerreño, un simple campesino; el patiano, descrito como pastor-jinete; y en el valle del Cauca, sin unidad y bajo la diferencia de mestizos, indios y negros, era resaltado un tipo payanéscriollo en Buga y en Cali (Vergara 1867b: 217; Vergara y Velasco 1892: 964). De esta variedad de tipos hay uno que llama la atención: el indio pastuso. En especial, en Samper (1861: 86-87) y Vergara (1867b: 216), la descripción del pastuso es, por decir lo menos, despectiva, casi al nivel de los zambos, negros e indios errantes. El pastuso fue un tipo marginalizado en las fronteras simbólicas y físicas de la nación. Tachado de guerrillero, violento, semisalvaje, primitivo, malicioso, fanático, estúpido, traidor e indolente, el indio pastuso fue una elaboración sintético-crítica de los pobladores del suroccidente colombiano que resistieron hasta bien entrada la República a los independentistas, en el bando realista, y que protagonizaron guerras civiles significativas durante el siglo XIX. En el pastuso era visto un pueblo de frontera que no estaba integrado a la nación, que no era enteramente colombiano: “El pastuso no se parece a ningún granadino en nada: acento, inclinaciones, comercio, vestido, costumbres, todo en él es ecuatoriano” (Vergara 1867b: 216). Esta marginalización cultural de lo colombiano no debe ser vista como un dato real sino como una estrategia para deslegitimar poblaciones que están por fuera del control político y económico de la nación. Codazzi (1855) y Samper (1861) cuestionaron a los pobladores de Pasto por no aportar al comercio nacional y por aislarse en sus montañas en una vida física y moralmente vegetativa. En la visión de las élites centrales sobre las fuertes ciudades coloniales de Cartagena y Santa Marta, en el otro extremo del país, no fueron representados tipos poblacionales con trascendencia nacional durante el siglo XIX. Ni siquiera a partir de Cartagena emergieron tipos poblacionales reconocidos, como sí ocurrió con los santafereños y los payaneses. Presento aquí la cuestión de la imagen 128

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regional de la Costa porque, a pesar de su unidad en ciertos niveles y perspectivas, durante el siglo XIX no fue representado de forma significativa un tipo costeño en el marco de lo nacional, en los textos de los letrados centrales revisados aquí. Esto sorprende a nuestra visión actual de la diferencia regional, en la cual lo costeño ocupa un lugar importante, entre otras, por ser el otro cultural del interior. Por ello mismo, tentativamente planteo que mientras la tierra caliente fue resaltada a mediados de siglo como el otro del altiplano y de Bogotá, la Costa parecía ser tan sólo parte de esta tierra, hasta que con el ascenso progresivo de la regionalización y el posicionamiento de esta última en el escenario nacional, la oposición costa caribe y mundo andino se consolidó. Desde la visión geográfica, la Costa Atlántica ha sido vista como una unidad particular desde los inicios de la República. A pesar de su variedad paisajística, ésta ha sido homogeneizada como una región esencialmente llana, de selvas, sabanas y litoral, en completa oposición a las zonas montañosas del interior (Zea 1822; Pérez 1863b, 1871; Arboleda 1872); así, “forma un solo todo con las partes bien enlazadas entre sí” (Vergara y Velasco 1892: 866). La oposición de esta región al altiplano no sólo estaba determinada por su topografía sino por sus condiciones climáticas y su grado de poblamiento y civilización. En general, la Costa era descrita como una zona desierta, aunque no al nivel de las selvas del Caquetá, estancada, con un mínimo crecimiento poblacional y en extremo enferma (Pérez 1863b; Vergara y Velasco 1892); por eso, Pérez se preguntaba: “¿Serán nuestras costas atlánticas de peores condiciones salutíferas que el resto del país?” (1863b: 2-3). A este respecto, para la visión colonizadora era necesario tumbar los bosques y selvas, poblar las tierras con cultivos, ganados y hombres trabajadores, y, en suma, integrar la Costa a la nación, para que fuesen curadas sus enfermedades. Todo lo contrario a lo que ocurría con la región andina, que justamente era representada física y moralmente por encima de la Costa. Esta oposición cobraría más fuerza con la extensión del uso de la división espacial de la nación en grandes regiones naturales, desde finales del siglo XIX (Vergara y Velasco 1892). Igualmente, la idea de una unidad regional en la Costa tuvo un escenario importante en el campo político durante el siglo XIX, sobre todo por el papel marginal y la actitud distante de los gobiernos centrales (Múnera 1996). Esta unidad era evidente en la obra de Juan José Nieto, quien como nadie reclamó por una posición y un estatus político adecuado para la Costa, así como la atención del gobierno central a través de proyectos económicos y comerciales (Nieto 1839). Nieto, quien fuera presidente de la República, muy seguramente determinado por su condición mulata, manifestó una fuerte perspectiva regional, aunque supeditada a la división por provincias o estados, y siempre resaltó su ligazón con 129

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su tierra natal (1839). En varias ocasiones, la perspectiva regional fue una manera de enfrentarse en la arena política a los estados integrados del interior. Además de Nieto, se destacó el regionalismo político de la Sociedad de Representantes de la Costa, creada en 1874, y de la Liga Costeña, de las primeras décadas del XX. Sin embargo, estos proyectos no lograron trascender los reclamos políticos o económicos (Posada 1999). La unidad política y geográfica no fue un sustento significativo para la representación de un tipo poblacional regional costeño. En los textos de viaje de los letrados hacia Europa podían aparecer referencias ocasionales a lo costeño, pero lo cierto es que, en el momento de representar la diferencia en el marco de lo nacional, éste no aparecía de forma tan recurrente como otros tipos. Esta ausencia indica que la Costa no fue un motivo importante en el orden nacional durante el siglo XIX. No lo fue porque, por un lado, el siglo XIX implicó un distanciamiento entre el centro y la Costa105. Para los autores consultados, la Costa resultaba lejana de sus intereses y su visión. Por otro lado, el descenso económico de las ciudades costeras limitó la presencia de una perspectiva regional jalonada por la élite letrada urbana costeña106. Además, al mismo tiempo que decaían las ciudades tradicionales de la Costa, su élite mantuvo una división racial entre negros, blancos e indios. Al igual que en el Cauca, la élite señorial costeña, sobre todo la cartagenera, generó un orden estamental basado en relaciones serviles de la fuerza de trabajo negra y, en menor medida, india. La clasificación poblacional interna de los estados de Bolívar y Magdalena seguía esta división racial básica entre negros perezosos e indolentes, indios bárbaros y blancos civilizados (Arboleda 1872; Pérez 1863b, 1871; Vergara 1867b). No obstante, a finales del siglo encontramos una primera referencia al tipo costeño, con varios de los elementos a partir de los cuales sería caracterizado a lo largo del siglo XX (Vergara Velasco 1892: 965). Amigo de las diversiones, alegre, fanfarrón, hablador, indolente y con un acento especial, el costeño era particularizado en tanto distinto a los recatados y controlados habitantes del interior. El desparpajo y la soltura eran vistos como el resultado de la acción conjunta del clima y de una vida que nunca había estado sujeta a un control político o eclesiástico

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Esto a diferencia del caso del llanero, el cual era un tipo recurrente por la relación cercana entre el altiplano y los Llanos Orientales. Mientras que la Costa era un otro muy distante y con pocas relaciones para el centro andino frente a la limitada visión desde el altiplano, las tierras altas y templadas.

106 En aquel siglo, las ciudades puerto de la Costa Atlántica disminuyeron su importancia económica, lo cual las relegó ostensiblemente en el orden nacional. Las ciudades de la Costa sucumbieron también en medio de enconadas rivalidades –entre Cartagena, Santa Marta, Mompox y, más adelante, Barranquilla–, que a la vez impidieron una proyección de carácter regional.

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lo suficientemente fuerte, para un pueblo que estaba completamente impregnado de la herencia negra. En la breve referencia de Vergara y Velasco aparecían otros tipos particulares a provincias, ciudades o ciertos paisajes. Para que lo costeño homogeneizara la población regional, se necesitaría de una oposición más clara entre la Costa o lo caribe y el mundo andino. Ello ocurriría a lo largo del siglo XX, durante el cual los costeños y la Costa serían tipificados como zonas y pueblos caribeños y tropicales de placer, creatividad, cultura y diversión, desde la música, el folclor y el turismo, y, asimismo, como un pueblo desordenado, libertino y ajeno al control. ***** En este texto he mostrado que en el siglo XIX apenas estaba emergiendo una clasificación poblacional centrada en lo regional. Esta clasificación, analizada desde un conjunto de pensadores particulares pertenecientes principalmente al eje Bogotá-Antioquia, daba cuenta de la construcción de una diferencia aceptable en torno a la figura del pueblo nacional. Por supuesto, esta clasificación era jerárquica y, como tal, escenario de las élites para hacerse a la dominación simbólica de la nación. El corpus de documentos revisados da cuenta también de una mirada limitada de los letrados respecto al conjunto del país, desde sus áreas de influencia e interés. Así, no sólo no aparecen ciertos tipos regionales, sino que además cobran fuerza otras figuras como los calentanos en los tipos humanos neogranadinos. Por ello mismo, las márgenes de la nación eran habitadas por razas a las cuales se temía por lo poca posibilidad de incorporación y por la distancia del centro con estos márgenes. En suma, la construcción de la diferencia fue un escenario en el que, al mismo tiempo que era definida la nación, era posible para las élites letradas, desde su pretendido poder escriturario, establecer relaciones de poder, subordinación, jerarquización y marginación entre sus otros propios, distantes o cercanos.

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Consideraciones finales En la actualidad, es bastante recurrente la afirmación de que Colombia es un país de regiones y contenedor de profundas diferencias culturales. Al parecer, en este país coexisten distintos grupos poblacionales que se distinguen claramente entre sí y se encuentran anclados en determinadas porciones del territorio nacional. En un sentido bastante general, este texto se concentró en el cuestionamiento de la caracterización de Colombia como una nación con marcadas diferencias poblacionales y exploró la manera como dichas diferencias fueron dotadas de sentido en contextos históricos particulares. Así, pues, la preocupación por el estudio de la nación colombiana desde una perspectiva de las diferencias internas no está planteando que tal hecho indique la imposibilidad de la nación. Por el contrario, se considera que las formas en que han sido pensadas tales diferencias han sido centrales en la narración de la nación colombiana. Desde esta perspectiva, aunque en un principio la investigación se concentraba exclusivamente en la representación de las diferencias poblacionales, fue haciéndose indispensable articular más claramente esta pregunta con el análisis de la construcción de la unidad nacional. Justamente, este texto partió de explicar cómo la misma construcción de la unidad estaba inmersa en esquemas diferenciadores. Para ello, fueron abordados los fundamentos decimonónicos de unidad, enfatizando en sus propias dimensiones y sentidos, que sobrepasan la dimensión culturalista de la comunidad y del nosotros, para adentrarse en la idea de los patrones de normalización y unificación, como linealidades jerárquicas de incorporación y diferenciación interna. Sin embargo, habría que ahondar en otros contextos, durante el mismo siglo XIX, en los cuales la unidad tomaba un sentido mayor de horizontalidad. No obstante, este texto también demostró cómo la diferencia poblacional interna era posible, en la medida en que emergiera la unidad nacional. La imagen del pueblo, además de definir lo otro de la élite, planteaba los contornos para ubicar las diferencias manejables y extremas de la nación. En un comienzo, esta investigación se preguntaba por la diferencia regional y cultural. Sin embargo, el trabajo con las fuentes evidenció otras formas de plantear y definir las diferencias internas que no apelaban a lo cultural o a lo regional, tal como ocurre en la actualidad con términos y significados propios de las ciencias sociales. La investigación se dirigió entonces a otras taxonomías

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poblacionales que se entrecruzaron a lo largo del siglo XIX. En el conjunto del texto fue abordada ampliamente la división civilización-barbarie desde principios del siglo XIX, la cual sustentaba las diferentes taxonomías poblacionales. Esta oposición, como lo han demostrado diversos autores para los casos colombiano y latinoamericano, ha sustentado el ejercicio de dominio de las élites, cruzada con presupuestos morales y raciales. Desde esta oposición han sido impulsadas políticas poblacionales específicas desde el siglo XIX, que, sin embargo, no fueron abordadas aquí. Un aporte central de este estudio consistió en demostrar cómo la diferencia regional emergió progresivamente a la par de la nación. En este sentido, aquí es historizada una de nuestras formas privilegiadas de comprender las diferencias internas de la nación. La región, como porción, sólo es posible dentro de la nación –aun cuando en otro nivel, al que no atiende esta investigación, las identidades regionales tienen una larga historia que articula otras formas de identificación, que antes de una conciencia nacional no eran pensadas en términos regionales–. Aun cuando la diferencia poblacional fue el objeto central de este texto, resultaría importante ahondar aún más en la diferenciación espacial del territorio nacional, la cual en principio no fue necesariamente paralela a la poblacional: una tierra y una raza o tipo no correspondían necesariamente. Sobre regiones espaciales tan importantes como la Costa Atlántica, en el siglo XIX no fueron elaborados con tanta fuerza tipos poblacionales. Por otro lado, sería interesante analizar la profusión de tipos humanos en otros territorios de colonización. Aunque ello implicaría otras fuentes y otros problemas que atenderían más bien a relaciones y conflictos locales o interregionales, que posiblemente no provendrían de una perspectiva nacional. Igualmente, en otra investigación se podría profundizar aún más en las luchas identitarias entre las regiones, indagando sobre la constitución de entidades geopoblacionales desde las mismas regiones, o de otros proyectos identitarios que tal vez podrían involucrar otros espacios, pero que se desplegaran en diálogo con lo nacional. Sin embargo, habría que ver si ello fue realmente importante en el siglo XIX respecto a los términos regionales, lo que implicaría poner a prueba el esquema interpretativo presentado aquí. Este trabajo puede ser visto como una construcción monológica que atendió y expuso exclusivamente la visión de una élite letrada. Efectivamente, es claro que el problema está concentrado, por sus planteamientos, en una élite nacional particular, pero ello no implica que la visión de ésta sea presentada como coherente, en absoluto poderosa, exclusiva y totalmente determinante sobre sus otros. Por el contrario, en este texto continuamente se muestran la debilidad, las limitaciones, los temores y las contradicciones del proyecto de dominación de la élite. Incluso, la misma insistencia obsesiva en la creación, en un ámbito discursivo, del pue134

Consideraciones finales

blo y las diferencias demuestra las limitaciones prácticas de su posicionamiento como élite y de su ejercicio de gobierno. Asimismo, esta investigación, aunque no atendió a otras construcciones identitarias en medio de la nación, en particular de los grupos subordinados, no niega su relevancia como objeto importante de otras investigaciones. Aunque en el siglo XIX la nación era una preocupación mucho más limitada a sectores particulares, estudios como el de Sanders (2004) demuestran el papel activo de los grupos subordinados, como los indígenas del Cauca, en la definición de una identidad que pasaba por la negociación con la cultura política dominante y por la invención de una imagen particular de la nación y la República. Desde la perspectiva expuesta, queda planteada una investigación: si bien se proyectaron ciertas reflexiones a las últimas décadas del siglo, es necesario ahondar con mayor precisión en lo que ocurre en estos años alrededor de las diferencias poblacionales. Por el momento, se puede plantear que, aunque se presentaron cambios importantes, éstos no se pueden ubicar en unas supuestas diferencias significativas entre el proyecto radical y el regenerador (Cf. Palacios 2002a). Sin duda alguna, el tema esbozado aquí no resulta un hecho ajeno a la historia del siglo XX y a la comprensión actual de la nación. El problema de la diferencia cobró una fuerza particular durante el último siglo, aunque, evidentemente, con transformaciones trascendentales que abren nuevos puntos de partida y rutas de investigación. El ascenso del culturalismo, paralelo al establecimiento de las ciencias sociales, ha sido un vector importante en la definición de las diferencias durante el siglo XX. Más recientemente, la nueva narración de la nación como pluriétnica y multicultural obliga a pensar de qué maneras la diferencia, pensada ahora en términos culturales, ha sido planteada en torno a la nación. Ello ha sido motivo reiterado de importantes estudios, aunque falta profundizar en las formas en las que este culturalismo está nutrido por una visión racialista, y en cómo produce fuertes, aunque posiblemente sutiles, órdenes jerárquicos y estrategias de subordinación. Por otro lado, el problema de la construcción de la diferencia regional pasaría cada vez más en el siglo XX por una lucha identitaria, para definirse en la nación por medio de la región. El análisis de la construcción de la diferencia regional en el siglo XX podría ser enriquecido con otras fuentes, otros ámbitos de investigación y otras relaciones identitarias entre regiones y nación, en un sentido distinto al de esta investigación. El problema de la construcción de la diferencia interna sigue cobrando sentido, e incluso con más fuerza, como un problema eminentemente político. La creación de las diferencias poblacionales en el marco de lo nacional, desde las perspectivas de las élites nacionales y regionales, y de los grupos subalternos, es un escenario fundamental de la definición y transformación de las relaciones 135

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de poder. Esta dimensión política también se puede captar en la actualidad con claridad y concreción en las políticas estatales, las cuales son dirigidas de formas diferenciadas, según las representaciones de las diversidades poblacionales y espaciales, reproduciéndolas y enfatizándolas de esta forma. El problema es también relevante para la misma academia colombiana, y no por ello menos político. Además de que deconstruir la nación y las diferencias poblacionales asociadas a ésta es una forma privilegiada de develar las relaciones de poder y desnaturalizar la subordinación a la que han sido sometidos ciertos territorios y grupos humanos, también permite repensar ciertas apreciaciones recurrentes en la academia sobre la particularidad de la nación colombiana. El racialismo y la insistencia en las diferencias han desempeñado un papel trascendental en Colombia desde el siglo XIX, por cuanto han sido constituidos en estrategias explicativas de las particularidades y dificultades de “nuestra nación”. En las últimas décadas ha sido reiterativo buscar en una supuesta imposibilidad de la nación, en parte por sus profundas diferencias internas y la negación de las mismas, la explicación de diversos problemas que atraviesa el país. Este hecho, que incluso ha sobrevalorado la preocupación por la identidad nacional, no resulta un problema meramente académico o teórico aislado de “la realidad”. En palabras de Urueña: Observamos sin embargo que esa forma causal identitaria de plantear problemas nacionales y de buscar sus soluciones, puede llegar a ser parte del problema mismo: en la medida en que logren constituirse en representaciones efectivas de lo político y en que alcancen a inspirar la acción política, esas representaciones del “mal” –del “disfuncionamiento” social– podrán llegar a ser parte integrante de la creación y recreación del problema mismo que pretenden resolver. A pesar de lo que parece imponerse como una evidencia, los problemas no desaparecerán el día en que sepamos “qué somos”, ni cuando descubramos la “esencia” profunda de la “colombianidad”, pues esa encuesta identitaria es un círculo vicioso que no tiene sentido; el único sentido que sí puede tener es el del impacto social y político de la contienda entre agitadores irreconciliables de la convicción de que esa idea sí tiene sentido. Mucho se avanzará en la comprensión de los problemas del país, el día en que se admita que las ideas son más que “paraguas” o superestructuras encubridoras de “contradicciones más profundas”, y en que se tome conciencia de que, en amplia manera, las interpretaciones identitarias de los problemas del país han sido parte del problema. (Urueña 1994: 24-25)

De esta forma, tal como lo exponen Urueña y también Chatterjee en la cita que abre este texto, aquí se pretendió avanzar en el conocimiento sobre la forma en que la élite colombiana ha pensado la nación, y desde allí, a sí misma y al pueblo nacional, como un ejercicio eminentemente político e inscrito en relaciones de poder. A pesar de que en este texto no fueron abordadas directamente las políticas estatales sobre la diferencia, el pensamiento decimonónico de las élites letradas colombianas sobre la nación –inmerso sin duda alguna dentro del contexto particular de América Latina– da cuenta del poderoso ejercicio político, marginali136

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zador, jerarquizador y subordinador de definir la unidad y crear las diferencias en medio de un deseo civilizador y nacionalizador sobre la población. Porque el pensamiento y las ideas pueden dominar y subyugar, pero, por eso mismo, son nuestro escenario de acción.

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Este libro se terminó de imprimir en noviembre de 2007, en la planta industrial de Legis S.A. Av. Calle 26 N. 82-70 Teléfono: 4 25 52 55 Apartado Aéreo 98888 Bogotá, D.C., Colombia