Murió Félix Luna, testigo de la historia

6 nov. 2009 - Luna con María Luisa Polledo, hija de un aragonés adinerado, Casimiro .... sía erótica oriental, “Japonesita Ven”, que canturreaba como nadie.
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CULTURA

I

Viernes 6 de noviembre de 2009

INTERPRETE DE LA ARGENTINAs EL AUTOR DE SOY ROCA Y EL 45

Murió Félix Luna, testigo de la historia El brillante escritor falleció a los 84 años; deja una obra fecunda, que transita con igual calidad temas políticos, ensayos y ficciones GRACIELA MELGAREJO LA NACION Figura sobresaliente en la historiografía argentina contemporánea y, sobre todo, escritor y ciudadano argentino comprometido profundamente con su tiempo y su país, Félix Luna falleció ayer, a los 84 años, tras varios meses de internación. Aunque muchos lo creían oriundo de La Rioja, de donde era su familia, había nacido en Buenos Aires el 30 de septiembre de 1925. Sin embargo, supo aunar como pocos todas las pasiones y muchas de las virtudes de un argentino cabal. Por ello, resultarán escasas estas líneas para tratar de resumir una vida larga y fecunda, caracterizada por el hacer y el pensar en muchos ámbitos de nuestra realidad cultural y política. En 1951 se graduó de abogado en la Universidad de Buenos Aires (UBA) y muy pronto comenzó a publicar los primeros títulos de una obra imprescindible, que transitó con igual calidad por temas de historia, ensayo, poesía, ficción y periodismo. Entre 1986 y 1989 fue secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires, gestión muy recordada por haber impulsado el Plan Cultural en Barrios, con conciertos al aire libre y gratuitos. Profesor e investigador en la UBA y en las universidades del Salvador y de Belgrano, su carrera docente propiamente dicha iba a desarrollarse de una manera novedosa y fuera de los ámbitos académicos. A partir de la publicación de sus libros sobre historia argentina, y de la creación de la revista Todo es Historia –aparecida en 1967 y de influencia decisiva en la construcción de la historiografía argentina– el nombre de Félix Luna estuvo indisolublemente ligado a una manera de contar, difundir e interpretar la historia y la vida de los argentinos, atractiva y caracterizada por la voluntad de objetividad y –sobre todo en sus últimas obras– búsqueda de un principio de entendimiento común. Esa visión lo llevó también a actuar en todos los ámbitos periodísticos de su época: fue editorialista de Clarín y colaborador de LA NACION, de Buenos Aires, y en revistas y otros diarios del interior. Junto al músico y compositor Ariel Ramírez escribió los versos para varias obras musicales, como la Misa criolla, Cantata sudamericana y Mujeres argentinas, obra esta última que incluye las hoy famosísimas canciones “Alfonsina y el mar” y “Juana Azurduy”, consagradas en la voz de Mercedes Sosa. Fue con la publicación de sus casi treinta libros con lo que creció su fama como historiador y escritor. Muy temprano, en 1954, dio a conocer Yrigoyen, su primera biografía de presidentes argentinos, y recibió el primer premio de la Dirección Nacional de Cultura, en 1957, al mejor cuento costumbrista por “La fusilación”. Después aparecieron Alvear, en 1958; Diálogos con Frondizi, en 1962; Los caudillos, en 1966, y, en 1968, una de sus obras capitales, destinada a convertirse en best-seller, El 45, donde escribe: “Pienso que daría diez años de la vida de Félix Luna a cambio de un solo día de Juan D. Perón. A cambio, por ejemplo, de aquella jornada de octubre, cuando se asomó a la Plaza de Mayo y recibió, en un bramido inolvidable, lo más limpio y hermoso que puede ambicionar un hombre con vocación política: el amor de su pueblo”. Tras publicar Argentina de Perón a Lanusse, en 1973; Conversaciones con José Luis Romero (ensayo histórico) y Ortiz, entre otros títulos, publicó los tres volúmenes de Perón y su tiempo, en 1984. Llegó luego otra de sus obras más conocidas: Soy Roca (1989). Otra vez, Luna buscó y logró con este libro una forma distinta de narración: a lo largo de 500 páginas es el presidente argentino el que, supuestamente poco tiempo antes de morir, cuenta su vida, tan ligada al destino de la República. La belleza de la prosa y la actualidad histórica del personaje hicieron de este libro otro gran best-seller, continuamente reeditado. En Sarmiento y sus fantasmas, de 1997, y en Martín Aldama. Un soldado de la independencia, de 2001, volvió a usar sabiamente la voz de sus personajes para lograr que la historia argentina, sin importar su lejanía en el tiempo, se reactualizara hasta hacerse más comprensible para todos. Y en los años 90 publicó, entre otros, Breve historia de los argentinos, Historia integral de los argentinos (10 tomos) y Diálogos con la historia y la política, en colaboración con Natalio Botana. Distinguido con gran cantidad de premios –en 1994, obtuvo el Konex en la categoría de biografías históricas–, miembro de las academias nacionales de la Historia, de Ciencias Morales y Políticas, y de Periodismo, recibió distinciones de los gobiernos de Francia, Perú y Brasil, y fue nombrado ciudadano ilustre de la ciudad de Buenos Aires en 1996, quizás uno de los galardones que más lo hayan emocionado. El último premio le llegó el martes último, cuando su hija Felicitas recibió en su nombre –pues ya estaba internado– el premio Trayectoria, otorgado por la Academia del Folklore, en la Legislatura porteña.

ARCHIVO

Una clásica estampa de Félix Luna, en una mesa del bar La Fusta, de Capilla del Señor

El recuerdo del vecino más ilustre Félix Luna conservaba hábitos y amigos entrañables en Capilla del Señor; le encantaba recibir, ser el anfitrión JOSE CLAUDIO ESCRIBANO LA NACION Primero murió, sin despedirse, “Cacho” Grimaldi. Trajinaba las empanadas y pastas que Falucho celebraba los sábados por la noche en Casanova’s, a una cuadra de la iglesia, donde en alguna ocasión supo hasta esperar la comida tocando el piano. Después (o tal vez antes, no recuerdo bien) murió el compinche eterno de cafés, cabalgatas y confidencias, Jorge Aguirre. “Coco”, le decía Falucho. Poco tiempo atrás, cuestión de meses, le llegó el turno a don Luis Curone, el de La Fusta, un radical de fierro. Otro radical, y acaso el amigo íntimo de Falucho de toda la vida, ha sido Horacio Guido, hijo de Mario, el candidato a vicegobernador en la proeza electoral de la UCR de Buenos Aires del 5 de abril de 1931, anulada por el gobierno del general Uriburu. También él había sentado reales en Capilla. Lo había hecho en una chacra de nombre desafiante en ese partido de Exaltación de la Cruz que fue por añares un feudo conservador. Se llamaba La Boina Blanca, y Guido la abandonó hace bastantes años. Quien nunca tomó café ni leyó el diario en La Fusta, en una mañana dominguera, tiene escaso crédito sobre lo que pueda saber de Capilla. El doctor Félix Luna, vecino ilustre de esa ciudad situada a 83 kilómetros de Buenos Aires, una de las tres más antiguas de la provincia, con Luján y Chascomús, tenía crédito suficiente: tomaba café y leía el diario en La Fusta. Capilla se fue configurando a partir del oratorio de un campo adjudicado por Juan de Garay a un tal Casco de Mendoza. Aquella imposición de “vecino ilustre”, resuelta por el Concejo Deliberante con aclamación popular, constituía, en su rastra de blasones, lo más preciado para el amigo que ayer se ha ido, después de mucho vacilar el cuerpo, no el espíritu, entre la vida y la muerte. Personaje singular, si los hubo, este Falucho. Unico varón entre los siete hijos del matrimonio de Carlos Luna con María Luisa Polledo, hija de un aragonés adinerado, Casimiro Polledo. Y único nieto varón de Félix Luna, abogado riojano que se prodigó hasta lograr una prole de quince hijos. Ese abuelo paterno había sido primo hermano de Pelagio Luna, fundador, allá por 1891, de la Unión Cívica Radical en La Rioja, y vicepresidente de la Nación, en el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, el del acceso de las clases medias al poder, en 1916. Pelagio Luna acompañó a Yrigoyen sólo en la primera mitad del gobierno. Falleció en 1919, tres años antes de completar el mandato. Aunque habían tenido diferencias, Yrigoyen sintió, con esa muerte, que el alma se le venía abajo. La ausencia de Pelagio Luna elevaba, en cambio, a Benito Villanueva, presidente provisional del Senado, al primer puesto en la línea de la sucesión presidencial. En las habituales monsergas ra-

dicales contra el conservadorismo, Villanueva figuraba como quintaesencia de lo que se había dejado atrás, el “régimen falaz y descreído”. Caprichos del destino: Villanueva era tan mendocino como lo es el ingeniero Julio Cobos. Falucho contaba con amigos de la más diversa ralea. Cómo olvidar a “Don Padilla”, que usaba a la espalda facón cruzado. Podía jurarse que Molina Campos lo había pintado. En los papeles regulares, “Don Padilla” no era en realidad Padilla, sino Celestino Morales, viejo criollo más joven de lo que aparentaba, como eran antes los viejos criollos. Siempre se dudó de si los Luna lo habían tenido largo tiempo al cuidado de Los Bichos, a fin de asegurarse de que todo estuviera más o menos en orden cuando llegaban de Buenos Aires. O si la perseverancia había respondido, según mentas pueblerinas, al placer de seguir disfrutando, entre asombro y asombro, con la agudeza con la cual “Don Padilla”, analfabeto contumaz, describía personajes y pleitos lugareños y hasta los de un poco más allá que caían en jurisdicción de su notable capacidad para observar. Un día “Don Padilla” empacó unas pocas cosas y fue a afincarse en Lincoln. Falucho recordaba como uno de los seres que más había querido y admirado a ese paisano que acometía, en violación de todos los cánones de la educación universal, la hazaña de recitar de pe a pa el Martín Fierro. Justo él, que no había aprendido a leer ni escribir.

había impresionado que en lo más remoto del conjeturado árbol genealógico figurara Pedro de Luna, o sea Benedicto XIII, el obstinado Antipapa, pero que el libro estaba perdido en algún lugar de la biblioteca. Pasó un tiempo y me entregó, con palabras intencionadas, una segunda copia: “Ya sabe. Ahí está todo…”. De eso me estoy ocupando ahora, mientras fatigo la memoria, como habría dicho Borges o anotaría a esta altura un cronista perezoso. Creo, sin embargo, que tiene razón Felicitas, la segunda de las hijas, especialista en fotografías históricas y numen, de un tiempo a esta parte, de Todo es Historia, cuando sostiene que lo que concierne “a papá está mejor en otro libro, en Encuentros a lo largo de mi vida”. Con los años, Los Bichos fue creciendo, no en hectáreas, pero sí en profusión de casas. La de Felicitas. La de Florencia, la hija mayor, investigadora y docente especializada en bioética. La de María, la benjamina, que ha estado aplicada a trabajos editoriales. En esa chacra familiar, con aire de gineceo, algo comenzaba a faltar cuando la tos consuetudinaria, que hacía doblar en dos a Falucho, se demoraba en rebotar en el eco recriminatorio de su mujer: “Dejá de fumar, Falucho, dejá de fumar”.

mes a mes, por más 40 años, Todo es Historia. En el inventario de la riqueza creativa de Félix Luna deben anotarse, igual que aquellas otras contribuciones, las que hizo a la música popular argentina o los trabajos de investigación y difusión histórica realizados para la radio, la televisión, el cine, como si no hubiera habido medio de comunicación que pudiera resistirse a su dominio y encantos. * * * Los Luna han estado en La Rioja desde comienzos del siglo XVII, pero Falucho había nacido en Buenos Aires, donde su padre ejercía la medicina con tono de profesional de barrio, mientras velaba por los compromisos políticos con el radicalismo de gran parte de la familia y los de él mismo con el unionismo radical. La militancia partidaria, expresada en el terreno de las luchas estudiantiles, arrastró a Falucho a la cárcel, en 1951, junto con Emilio Gibaja, entre otros muchachos. Los confinaron en una comisaría de Boulogne, lugar de comisión del supuesto delito cometido: una volanteada a favor de los obreros en la famosa huelga de los ferroviarios, de aquel año. Allí conocieron los efectos imborrables de la picana eléctrica,

Entre fines de los 60 y comienzos de los 70, Falucho comenzó a ser lo que fue más tarde: un porteño en las provincias y un provinciano en Buenos Aires

* * * Hay otras controversias. Una es si Los Bichos se llama así por el universo de alimañas que saltaba a la vista y, aun peor, al cuerpo cuando los Luna resolvieron comprar, empujados por Beto Feenny, Horacio Guido y Manolo y Carmen Lastra, el ruinoso caserón que se emplazaba sobre un predio de 14 hectáreas, a la vera del camino que une Capilla del Señor con Zárate. Es demasiada casualidad que Falucho y su mujer, la “Negra” Felisa Raquel de la Fuente de Luna, natural de Aimogasta, bisnieta del coronel montonero Severo Chumbita y mujer eximia en artesanías populares, hayan bautizado a ese lugar Los Bichos. Los Bichos es el nombre de una milonga del litoral que constituye la primera composición hecha por Ariel Ramírez y Félix Luna dentro de la serie de excepcionales éxitos musicales que ha dejado a ambos asociados para siempre en el imaginario popular: “Misa Criolla”, “Zamba de usted”, “Alfonsina y el mar”, “Los caudillos”, “Cantata Sudamericana” y cuántas más. Con diferencia de años, Falucho dejó por dos veces en las manos de quien esto escribe ejemplares de un libro de circulación restringida, sin identificación de casa editorial alguna: Los Luna. Apuntes para mis descendientes. Obra en todo sentido muy personal. Un día me preguntó si había leído Los Luna. Contesté que sí y que me

Para el anfitrión era una alegría invariable recibir en todo momento a los amigos más diversos. Allí Falucho se sentía radiante y animoso para abrirse a polémicas sobre la historia del país y de los argentinos. También para organizar asados, como el de los 80 años, o prenderse a la guitarra para atacar una milonguita o aquella fantasía erótica oriental, “Japonesita Ven”, que canturreaba como nadie. Al frecuentarlo así, en la intimidad, dicharachero y convincente, pero sin voluntad de imponer al visitante ninguna teoría en particular, ratifiqué que la mayor deuda de todos nosotros con Falucho iba más allá de la seriedad documental de una obra que lo llevó a integrar tres academias nacionales, la de Historia, la de Ciencias Morales y Políticas y la de Periodismo. Me afirmé en la idea de que su gran secreto ha sido haber dispuesto de una aptitud sobresaliente, de un verdadero don natural, casi único para el arte del relato histórico y, por consiguiente, para suscitar un inmenso interés del ciudadano común por el conocimiento de las cuestiones del pasado. Sería un error circunscribir esas habilidades al legado que ha dejado en libros, diarios o publicaciones especializadas, como la patriada que encaró en 1967, a instancias de Alberto Honegger, imprentero y editor de la revista Folklore, de sacar a la calle,

menester en que era ducha la policía del primero y del segundo gobierno de Perón. Falucho hacía una cuestión de honor en abstenerse de entrar en detalles sobre el asunto, como si la reserva en eso fuera congruente, como probablemente lo sea, con un carácter viril. No fue fácil su relación con LA NACION, en la que intercedí por afectos notorios con las partes. Y las partes, debo decirlo, terminaron por poner para el encuentro lo mejor de sí mismas. Cuando Falucho publicó, a comienzos de 1958, su Alvear, quiero decir, su primer Alvear, sobraban los elementos de juicio para los malentendidos. Aquella primera versión, corregida en unas cuantas adjetivaciones después de que pasaron quince años, había sido escrita entre los escarceos proselitistas que empinaron al doctor Arturo Frondizi en el poder. Falucho pertenecía al núcleo duro del frondicismo, al que el diario observaba con serias reservas, y el Alvear había estado, según reconoció con los años, impregnado por las pasiones de la época. El comentario al libro, publicado en el Suplemento Literario del 6 de abril de 1958, lo abrumó como un brulote de proporciones bíblicas. “El autor –decía la nota periodística– recuerda que alguna vez el ilustre repúblico (por Alvear) manifestó: «Gobernar no es payar».

Escribir historia tampoco”, retrucó el crítico anónimo. Con el ánimo divertido con el que solía hablar de las peripecias personales, Falucho escribió más tarde que al cabo de leer ese comentario vaciló por días sobre si debía atreverse a salir a la calle. Los desencuentros con LA NACION también involucraban la vocación de Falucho por encontrar nuevas explicaciones para la conducta de la paisanada que había seguido con devoción al “Chacho” Peñaloza y a Felipe Varela y no, según aseveraba en los últimos años, porque hubiera estado dispuesto a justificar las montoneras. Por eso Argentina de Perón a Lanusse, de 1973, ha sido un libro importante como punto de referencia en la trayectoria de quien se había convertido en historiador, e historiador exitoso, sin habérselo propuesto de joven de manera deliberada. Entre fines de los sesenta y comienzos de los setenta, Falucho comenzó a ser lo que definidamente fue más tarde: un porteño en las provincias, un provinciano en Buenos Aires. Dicho esto para objetivar, de un modo que nos comprende a casi todos, el giro, los matices con los que vamos confiriendo, a partir de algún momento de la vida, otra coloratura a nuestra mirada sobre el pasado o a nuestras expectativas sobre el porvenir. Argentina de Perón a Lanusse le produjo disgustos, como el estruendoso palazo que recibió, esta vez de Clarín, y lo decidió a cerrar un ciclo de nueve años de trabajo cotidiano en ese diario y a romper, ahora sí por completo, con aquel frigerismo con el cual nunca había realmente congeniado. Despuntaba así su mejor época, la que todos conocen mejor, incluidos en particular los lectores de este diario, y en la que figuran capítulos como el de haber sido, en el carácter de secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires, el primer funcionario –y único, hasta hoy– del que se sepa que terminó, a la hora de pronunciar un discurso, sorprendiendo a todos con una payada. Fue al abrir el primer congreso de payadores rioplatenses, una noche de 1988, en el Teatro Presidente Alvear: “En sílabas definidas/ en vez de echar un discurso/ quiero dar a este concurso/ la más cordial bienvenida…/Yo soy un buen funcionario/ y trabajo como un burro/ pero asimismo discurro/ que si no disfruto el cargo/ el humor se vuelve amargo/ trabajo mal y me aburro”. Así hasta el final, penetrante, lúcido. En una de las noches de dos meses largos de internación en que su mujer, la “Negra” Luna, lo acompañaba, al encender ella el televisor se encontró con imágenes de una ópera y se dijo a sí misma, en susurro: “¿Y esta ópera?”. Le contestó Falucho, medio dormido, ojos encapotados, con lo que quedaba del debilitado hilo de esa voz de inconfundible acento nasal: “Medea”. Era Medea, la del mito francés de la mujer heroica.