El jardín de la luna

vacaciones de Navidad no habían resultado precisamente repa- radoras: como era de esperar, la visita a casa de sus ..... cuento. –¡Perfecto! Cuídate mucho, ¿me oyes? Y no olvides man- darme un correo mañana. –Prometido. Da recuerdos a Dean y a las niñas de mi parte. –Así lo haré. Bye! Tras colgar, Lilly se quedó ...
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CORINA BOMANN

El jardín a la luz

de la luna Tras los pasos de una misteriosa partitura, de Berlín a la isla de Sumatra

Traducción: Valentín Ugarte

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PRÓLOGO Londres, 1920

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onsternada, Helen Carter observó su faz reflejada en el espejo. Una larga grieta atravesaba su lívido rostro partiéndolo en dos, y el maquillaje, corrido por el llanto, había formado en sus mejillas unas vetas como las del mármol. Rodeados por la densa capa de sombra negra, sus exóticos ojos color ámbar desprendían un brillo extraño que le confería el aspecto de una diva del cine mudo. A Helen nunca le había interesado el cine; su única pasión era la música. Sin embargo, en ese momento tenía la sensación de estar actuando en una película. Lo que acababa de suceder bien podría haber salido de la pluma de uno de esos escritor­ zuelos que, cargados con sus guiones, merodeaban a las puertas de los grandes estudios con la esperanza de toparse con algún productor. Helen se rio con amargura y al poco se le escapó un hipido. Los ojos volvieron a llenársele de lágrimas, que se tiñeron de negro cuando comenzaron a deslizarse por sus mejillas. Hasta hacía apenas unos minutos todo iba de perlas. Como la floreciente violinista que era tenía todas las puertas abiertas. En menos de media hora se subiría al escenario del London Hall para interpretar a Tchaikovski. Incluso el rey Jorge V y su esposa habían confirmado su asistencia, un honor al alcance de muy pocos músicos. Helen siempre había gozado de ese tipo de agasajos. A los diez años ya se la consideraba una niña prodigio, y ahora, frisando la veintena, era reconocida como una de las mejores intérpretes del mundo. La prensa italiana enseguida se hizo eco de la irrupción de la inglesita y la apodó «la nieta de Paganini». Cuando su 5

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representante le enseñó los titulares, no pudo evitar sonreír. ¡Que digan lo que les venga en gana! Ella sabía muy bien a quién agradecer su éxito. ¿Cómo olvidar la promesa que había hecho en su día? Entonces apareció esa mujer. Durante tres días había estado siguiéndola a todas partes como si fuera su sombra. No había momento que saliera a dar un paseo por las calles de Londres que no se la encontrara, y cuando miraba por la ventana durante los ensayos, la veía apostada en la acera de enfrente. El primer día, Helen lo tomó como una mera coincidencia, pero al ver que en los dos siguientes volvía a repetirse empezó a perder los nervios. No era la primera vez que sufría el acoso de los admiradores, entre los que también se contaban muchas mujeres, y sabía bien que, en su ofuscación, eran capaces de cualquier cosa por quedarse con ella a solas un instante. Trevor Black, su representante, se limitó a menear la cabeza cuando ella se lo contó. –Es solo una pobre vieja, una loca inofensiva. –¿Inofensiva? ¿Acaso hay algún loco inofensivo? ¿Quién me asegura que no oculta un cuchillo en el bolso? –repuso Helen. Pero Trevor parecía estar convencido de que la vieja era incapaz de hacerle nada. –Si después del concierto sigue molestándote, daremos parte a la Policía. –Y ¿por qué no ahora? –Porque se reirían de nosotros. ¡Haz el favor de mirarla bien! Trevor señaló la ventana, a través de la cual podía verse a la desconocida haciendo guardia en la otra acera. Estaba un poco encorvada, llevaba un vestido negro raído y sus rasgos eran ligeramente... ¡orientales! Helen no alcanzaba a ver el motivo por el que esa mujer la perseguía. Por un instante, algo le hizo remontarse a su infancia, pero enseguida descartó esos pensamientos. Sin embargo, no lograba quitarse de la cabeza que esa extraña la estaba vigilando y que aguardaba la menor 6

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oportunidad para intentar hablar a solas con ella. Y casi lo logró cuando se coló en su camerino justo después de que Rosie, a petición de la propia Helen, se asomara a ver lo concurrido que estaba el auditorio. Al verla, Helen quiso pedir socorro, pero esa mujer tenía algo hipnótico que le impidió gritar. Lo que la visitante le contó en esa breve conversación fue algo tan terrible y estremecedor que hizo saltar un resorte en su interior. Presa de la ira, Helen agarró lo primero que encontró y se lo lanzó, pero falló y lo estrelló contra el espejo. La anciana salió despavorida, pero el eco de sus palabras aún resonaba en la estancia. Por supuesto, cabía la posibilidad de que todo fuera una sarta de mentiras; sin embargo, algo le decía a Helen que no era el caso. Todo concordaba: imágenes olvidadas hacía mucho tiempo, retazos de conversaciones escuchadas, recuerdos difusos... Todo había cobrado sentido. Helen detuvo la mirada sobre el violín que había a su lado. Antes de que la desconocida hiciera acto de presencia tenía previsto repasar un fragmento especialmente difícil del concierto; ahora se sentía incapaz. Con las manos temblorosas, la joven alcanzó el instrumento y le dio la vuelta. Mientras deslizaba los dedos por la rosa grabada en la madera, imaginó un rostro: el de la mujer que le había regalado aquel violín. ¿De verdad sería posible...? Cuando la puerta se abrió de golpe detrás de ella, el violín emitió un extraño sonido metálico. La cuerda que acababa de romperse azotó su piel, provocándole un feo cardenal. Conmocionada, Helen vio cómo brotaban gotas de sangre de la herida. El recuerdo de su cruel profesora de música reavivó su cólera. De buena gana se habría levantado de un brinco y habría arrojado el violín a un rincón, pero justo entonces apareció el amable rostro de Rosie reflejado en el espejo. –Está lleno hasta la bandera –dijo justo antes de que la sonrisa se le borrara de golpe–. ¡Virgen santa! –Asustada, la doncella se llevó la mano a la boca–. ¿Se encuentra bien? 7

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–No es nada –repuso Helen conteniéndose. Apenas sentía dolor en la muñeca; la ira que bullía en su interior era lo bastante fuerte como para mitigar cualquier sensación corporal–. Ha saltado una cuerda y me ha pillado desprevenida. Habría querido recoger el violín y mandar repararlo, pero ni siquiera era capaz de levantarse del taburete; incluso dudó de poder llegar a hacerlo en algún momento. –¿Necesita alguna cosa, señorita Carter? –preguntó desconcertada la muchacha, pero Helen negó con la cabeza. –No, todo está bien, Rosie, no necesito nada. Las palabras salieron de sus labios demasiado a la ligera. –Pero, madame, la actuación es ahora mismo. Y el violín... Helen asintió, ausente. Cierto, la actuación. La inesperada visita no solo había removido algo en su interior, también le había arrebatado el temple necesario para tocar. Eso podía incluso suponer el final de su carrera, pero en ese momento lo único que quería era huir y perder de vista el maldito violín, que acababa de castigarla como en otros tiempos lo hiciera su profesora de música; ese violín que era el regalo de una muerta. Con él en la mano, se levantó, encaró la puerta con la cabeza bien erguida, la abrió y abandonó el camerino. No prestó atención a los gritos de la doncella ni a la cuerda rota que ahora colgaba golpeándole las pantorrillas. De la sala llegaba el estruendo de los músicos afinando sus instrumentos; vano esfuerzo, pues el concierto no tendría lugar; a ello se añadía el murmullo expectante de los asistentes. Con paso firme enfiló el camino de la puerta trasera e ignoró las miradas de asombro de los tramoyistas. Este no es mi sitio, se dijo. Renuncio a todo esto. Lo único que quiero es que me dejen en paz, lo único que quiero es... poner las cosas en claro. Cuando empujó la puerta, el violín emitió un sonido estridente que sonó casi a advertencia, y un aire frío y húmedo le golpeó en el rostro. En esa época del año, las noches londinenses eran especialmente inhóspitas, pero a ella le dio igual. El corte en la mano latía, y el violín de pronto le pesaba un 8

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quintal. Los ojos de la muerta no dejaban de acosarla, impulsándola a echar a correr por la calle que salía del London Hall. Al oír un bocinazo estremecedor, se quedó paralizada como una estatua de sal; unas potentes luces la iluminaban. Helen levantó los brazos.

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1 Berlín, enero de 2011

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uando faltaba poco para que las agujas del robusto reloj de pie marcaran las cinco, Lilly Kaiser se convenció de que ya nadie entraría en su tienda. Ocultos tras las solapas subidas de sus abrigos y con las gorras caladas hasta los ojos, los viandantes pasaban por delante del escaparate sin siquiera dignarse a echar un vistazo. Las primeras semanas del nuevo año la gente no mostraba el menor interés por las antigüedades. Las carteras y las cuentas corrientes estaban tiritando y nadie sentía la necesidad de buscar algo especial para sus seres queridos. Ya cambiarían las cosas en primavera y verano, cuando turistas provenientes de todo el mundo empezaran a dejarse ver. Hasta entonces no quedaba otra que sobrellevar esa calma imperturbable. Entre suspiros, Lilly se dejó caer en su pequeña butaca Luis XV y miró a través del escaparate hacia ese cielo del que desde hacía días no había cesado de caer nieve. De reojo, vio su rostro reflejado en la brillante pared lacada de un armarito que pertenecía a su pequeño contingente de trastos invendibles. Sus delicadas facciones casi de niña le resultaron desdibujadas y apagadas; solo sus ojos verdes y su pelo rojo parecían brillar. Las vacaciones de Navidad no habían resultado precisamente reparadoras: como era de esperar, la visita a casa de sus padres había terminado con la ridícula y consabida promesa de volver a buscar marido. Lilly los quería con locura, pero se había visto superada por la situación. Desquiciada, regresó a Berlín, donde celebró la Nochevieja en la soledad de su apartamento para luego concentrar sus energías en hacer el inventario de su negocio. Ahora que ya había terminado, solo le quedaba esperar 11

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a que la clientela entrase en la tienda. Lilly odiaba estar ociosa, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Quizá lo mejor sería cerrar por las buenas y tomarme ocho semanas libres, se le ocurrió. A la vuelta ya no nevará y la tienda volverá a llenarse. El sonido de la campanilla de la puerta –una pieza original de una casa de campo que siempre le evocaba el trasiego de la servidumbre– la sacó de sus pensamientos. Un anciano aguardaba en el umbral, como pidiendo permiso para entrar; sobre su abrigo brillaban copos de nieve, que empezaron a derretirse al entrar en contacto con el calor del local. Su rostro, curtido por las inclemencias del tiempo, le daba el aire de un marinero salido de un anuncio. Bajo el brazo llevaba un viejo estuche de violín con algunas rozaduras. ¿Querría venderlo? Lilly se puso de pie, estiró un poco su chaqueta de punto de color azul marino y se encaró al hombre. –Buenos días. ¿Qué se le ofrece? Él la observó por un instante y luego esbozó una tímida sonrisa. –Supongo que es usted la dueña. –Así es –respondió Lilly devolviéndole la sonrisa mientras intentaba hacerse una idea de qué tipo de cliente era. ¿Sería un viejo músico que volvía de un concierto?, ¿un profesor de música harto de lidiar con alumnos de escaso talento?–. ¿En qué puedo ayudarle? El hombre la observó con detenimiento, como buscando algo en su rostro. Acto seguido le enseñó el estuche. –Tengo algo para usted. ¿Me permite mostrárselo? En realidad, Lilly no quería comprar nada más ese mes, pero era tan raro que alguien le ofreciera un instrumento musical que no supo decir que no. –Acompáñeme, por favor. Lo condujo a una sencilla mesa que había junto al mostrador. Ahí era donde los clientes solían enseñarle los objetos que pretendían colocarle. La mayor parte de las veces no traían nada decente. La gente tiende a atribuir a lo que se encuentra 12

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en los des­vanes y trasteros de sus allegados fallecidos más valor del que realmente tiene. La de reproches que había tenido que aguantar cuando les decía que esas viejas figuritas de porcelana no eran más que baratijas... Sin embargo, cuando el anciano abrió el estuche, Lilly presintió que le aguardaba algo especial. Sobre el forro desgastado y apolillado, que en tiempos debió de haber sido rojo oscuro, yacía un violín. Un violín antiguo. Lilly no era experta en la materia, pero calculó que el instrumento tendría unos cien años, quizá más. –Sáquelo con cuidado –dijo el anciano sin quitarle ojo. Titubeante, siguió sus instrucciones. Lilly sentía un profundo respeto por los instrumentos musicales, y eso que no sabía tocar ninguno. Nada más asirlo por el mástil pensó en su amiga Ellen, cuyo oficio y pasión era precisamente restaurar preciosidades como aquella; seguro que sería capaz de calcular el valor de ese instrumento con solo echarle un vistazo. Mientras se recreaba observando el violín –el extraordinario barniz, la curiosa voluta–, descubrió una marca en el fondo: una rosa esquemática, pero muy estilizada, que daba la impresión de ser obra de un niño y que aun así era reconocible. ¿Qué maestro lutier decoraba sus instrumentos con ese ornamento? Lilly se apuntó mentalmente llamar esa misma noche a Ellen. Estaba claro que no podía permitirse el violín, pero aun así quería preguntarle a su amiga por el grabado, y si ese señor se lo permitía, le haría una foto... –Me temo que no tengo suficiente dinero como para comprarle este ejemplar –dijo mientras volvía a depositar con suma precaución el violín en su estuche–. Seguro que vale una fortuna. –Sin duda –repuso pensativo el anciano–. Noto cierto pesar en su voz. Quiere el violín, ¿no es cierto? –Sí. Es tan... especial. –Bien. ¿Y qué diría si le aseguro que no es mi intención vendérselo? 13

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Lilly arqueó las cejas. –¿Qué le ha traído entonces hasta aquí? El hombre se rio para sus adentros y dijo: –Es suyo. –¿Perdón? –Lilly miró al hombre sumida en el desconcierto. No podía hablar en serio...– ¿Va a regalarme el violín? –preguntó a sabiendas de lo absurdo de sus palabras. –No exactamente, ya que no puedo regalar algo que no me pertenece. Este violín es suyo. A no ser que el padrón no esté en lo cierto y usted no sea Lilly Kaiser. –Por supuesto que soy yo, pero... –Pues, entonces, este violín es suyo. Y hay algo más. La cálida sonrisa del hombre no disipó las dudas de Lilly. Su cabeza le decía que se trataba de un truco o quizá de una equivocación. ¿Por qué razón iba a regalarle ese señor un violín? Si no lo había visto en toda su vida... –Mire bajo el forro –insistió el hombre–. Puede que lo que hay le diga algo. Primero titubeante y luego con las manos temblorosas, Lilly extrajo un papel con manchas de humedad y lo desdobló. –¿Una partitura? –murmuró sorprendida. La tomó entre sus manos y observó que llevaba por título Moonshine Garden. «El jardín a la luz de la luna», tradujo ella mentalmente. El trazo era algo torpe, como si hubieran escrito las notas a todo correr, y el nombre del compositor brillaba por su ausencia. –¿De dónde ha sacado el violín? –preguntó confundida–. ¿Y cómo ha sabido que...? El sonido de la campanilla la interrumpió. El hombre había salido zumbando, como un ladrón que huye de la Policía. En un primer momento, Lilly se quedó pasmada, pero enseguida fue corriendo hasta la puerta y, tras abrirla y hacerla repiquetear violentamente, miró en todas direcciones. El anciano había desaparecido. En su lugar, se topó con un frío que le mordió las mejillas y las manos, atravesó sin esfuerzo su ropa y le hizo volver a meterse en la tienda. El violín seguía allí, en 14

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su estuche, y solo entonces reparó Lilly en que aún tenía la partitura en la mano. ¿Qué hacer? Volvió a mirar fuera: ni rastro del anciano. Y ni siquiera le había dicho su nombre. Sintió un escalofrío al contemplar el singular color del violín. Recorrió con la mirada sus tensas y plateadas cuerdas extendidas sobre el fino mástil y se detuvo en la afiligranada y retorcida voluta. ¡Qué maravilla de instrumento! No podía creerse que fuera realmente suyo. ¿Y la partitura?, ¿qué papel jugaba en todo aquello?, ¿por qué ese hombre le había llamado la atención sobre ella de manera tan explícita? Un estruendo le hizo dar un brinco. Asustada, se dio la vuelta y vio pasar una horda de niños bulliciosos por delante de la tienda. Una bola de nieve se había estrellado contra la A del rótulo «Antigüedades Kaiser». Tras soltar un resoplido de alivio, se concentró de nuevo en el violín. Tenía que enseñárselo a Ellen. Quizá ella supiera quién lo había fabricado y, con un poco de suerte, también quién era el compositor de esa pieza. Como estaba segura de que ningún cliente iba a hacer acto de presencia, y mucho menos otro anciano provisto de un instrumento encantado, fue a la puerta, colgó el cartel de «cerrado» y se puso el abrigo.

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illy subía las escaleras de su casa en la Berliner Strasse con el estuche del violín bajo el brazo. El edificio era bastante antiguo y estaba pegado a un viejo teatro que llevaba cerrado unos cuantos años a la espera de un nuevo dueño o arrendatario. Los peldaños crujían bajo sus pies mientras iba adentrándose en los característicos aromas de la finca. En la escalera anidaban distintos olores, uno por planta. Abajo olía a gato, en medio a lombarda y más arriba a humedad y ropa tendida, aunque nadie sacaba el tendedero al rellano. De vez en cuando, esos olores remitían y los límites se desdibujaban, pero volvían a aflorar en cuanto alguien se ponía a preparar la comida del domingo, dejaba salir al gato o hacía cualquier otra cosa que mantuviera vivo el olor de su planta. La planta de Lilly era la que olía a ropa tendida; tenía que dejar atrás cuatro tramos de escalera para poder cerrar por dentro la puerta de su casa y librarse de aquel hedor a humedad. A medida que subía, la vida iba volviendo a sus mejillas, ateridas por el frío; a pesar de llevar puestos los guantes, no sentía las manos. Lo único que le daba fuerzas para continuar eran sus tremendas ganas de tomarse un café y llamar a Ellen. A mitad de camino se encontró con Sunny Berger, una estudiante veinteañera plagada de tatuajes y con muy buen ojo para las antigüedades que a veces le echaba una mano en la tienda. Algunos clientes la miraban con sorpresa cuando reparaban en los numerosos dibujos que cubrían su piel, pero Sunny solía ganárselos rápidamente gracias a sus encantos. Lilly, por su 16

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parte, había sucumbido a ellos casi al instante; apenas una semana después de que la chica se mudara a su edificio, ya se habían hecho amigas. –Eh, Sunny, ¿qué tal? –dijo Lilly sin dejar de darle vueltas en la cabeza a la idea de tomarse unas breves vacaciones. La estudiante era la única persona a la que podía pedir que la sustituyera. –Bien, ¿y tú? –repuso tan contenta la joven, al tiempo que se subía la manga del jersey–. Mira, este es nuevo. El tatuaje mostraba una pin-up girl montada en una bola de billar negra con el número ocho. A pesar de que Lilly ni loca se dejaría taladrar la piel con fines decorativos, no pudo evitar expresar su admiración ante un trabajo tan limpio y delicado. –Es impresionante. ¿Dónde te lo has hecho? –En un local de la Torstrasse –respondió Sunny con una son­ risa casi de enamorada–. Creo que voy a volver, el tatuador es majísimo. –¿Le serás fiel para toda la vida? –le preguntó Lilly a sabiendas de que, al contrario que los tatuajes, sus relaciones eran todo menos duraderas. –Hasta el próximo tatuaje seguro. Aunque... Con pesar, Sunny levantó la mano izquierda y con la derecha señaló hacia el dedo anular, donde tenía tatuado con elegantes trazos la palabra «Love». –Casado, qué lástima –constató Lilly, a lo que Sunny asintió. –Sí, una pena. No habría estado mal pescar a un tatuador. La de dinero que me iba a ahorrar... –Y en apenas un año no tendrías ni un palmo de piel libre. –Bien visto. Entonces la cosa se pondría aburrida. De todos modos, Dennis es un cielo... –Hazte amiga de él, puede que te haga descuento. –Ya veremos. ¿Qué tal por la tienda?, ¿necesitas que te eche una mano? –preguntó Sunny tras bajarse la manga del jersey. Lilly se rio para sus adentros. Sunny siempre le formulaba la misma pregunta después de hacerse un nuevo tatuaje. Su afición 17

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por tatuarse dejaba a menudo tiritando su cuenta corriente, lo que no era impedimento para que en pocos días volviera a darse un capricho. Iba a decir que no, pero entonces recordó la idea de las vacaciones, escaparse de ese Berlín lluvioso y frío. –Puede ser –respondió, consciente además de que, si no mantenía vivo su vínculo con Sunny, quizá más adelante, en caso de necesidad, no podría contar con nadie–. Sería en una o dos semanas. ¿Tú podrías? –¡Pues claro! –exclamó la joven–. Para ti siempre estoy libre. Tú solo dime cuánto tiempo me necesitas. Ya casi están aquí las vacaciones del final del primer semestre. Tres meses de vacaciones... Lilly recordó sus tiempos de estudiante. Como Sunny, también ella iba entonces a la caza de un trabajillo que sanease sus cuentas. Las vacaciones de invierno eran la mejor época en la vida de un estudiante. –No quisiera chafártelas del todo, aunque quizá puedas reservarme tres o cuatro semanas. –¿Te vas de viaje? –Tal vez. Una sonrisa asomó en el rostro de Lilly; luego, con gesto ausente, acarició el estuche del violín que llevaba bajo el brazo. –¿Vas a aprovechar para empezar con el violín? –No, ha llegado hoy a mis manos y... –Lo que tenía en mente era ir a Inglaterra, pero a pesar de su vivo interés no quería contárselo a Sunny, aún no–. Ya veremos. –De acuerdo, pues entonces avísame cuando me necesites. Sabes que por tu tienda soy capaz de dejar colgada cualquier otra oferta. –Muchas gracias, te digo algo en los próximos días. –¡Perfecto! Sunny desapareció en la planta de tufo a gato. Lilly reemprendió la subida hasta verse envuelta por el olor a ropa tendida. –¡Qué tal, señora Kaiser! –exclamó Martin Gepard a punto de cerrar su puerta. 18

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Martin se había mudado hacía un mes al piso contiguo al de Lilly y trabajaba en un supermercado del barrio. Aunque eran más o menos de la misma edad y ambos sabían perfectamente que el otro no tenía pareja, aún no habían intimado. Como siempre, Lilly se limitó a devolver el saludo y cerró con rapidez la puerta para que el olor del rellano no se le colara en casa. Dentro olía a vainilla, ropa limpia, madera y libros. Aún no había caído en la tentación de decorar el piso con muebles antiguos de los que vendía en su tienda. Antes, en su vida anterior, tenía la casa llena de antigüedades, pero desde la muerte de su marido Lilly había decidido darle un toque de modernidad a su hogar. Todos los muebles eran nuevos, y no demasiado valiosos sino de la omnipresente marca sueca. Lo único que conservaba de su otra casa era el cuadro de una mujer que, asomada a una ventana, contemplaba un jardín envuelto en la oscuridad. Al comenzar su nueva vida, Lilly se había sentido especialmente identificada con el lienzo. La mujer del cuadro también era pelirroja y parecía algo desconcertada. Era imposible distinguir lo que el lóbrego jardín albergaba en su interior, pero en cualquier caso la mirada de la mujer no era muy halagüeña. Más bien parecía preguntarse qué hacer y si valía la pena seguir adelante y dejar atrás el jardín. Lilly también se hacía esa pregunta a menudo. Pero le encantaba su piso, y marcharse lejos era del todo imposible a causa de la tienda. Unos cuantos días o incluso algunas semanas no supondrían ningún problema, pues podía contar con Sunny, pero abandonar Berlín era algo impensable. ¿Para ir adónde? Nunca había tenido demasiados amigos, y el número de estos se había reducido aún más tras la muerte de su marido. Esa circunstancia no la apenaba, sino todo lo contrario, pues podía afirmar, sin temor a equivocarse, que esos pocos que conservaba nunca la dejarían en la estacada. Llevó el estuche del violín al escritorio y lo depositó allí con cuidado. Encendió el flexo y la luz dotó a la piel vieja y a los herrajes oxidados de un halo de misterio. 19

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–¿Tú qué opinas? –le preguntó al retrato de su marido, que le sonreía desde un portafotos de marco austero–. ¿Me embarco en una nueva aventura? Su marido siempre fue de la opinión de que las oportunidades estaban para aprovecharlas. Y también ahora parecía querer animarla con su sonrisa. Lilly apenas podía creer que ya hubieran pasado tres años desde su muerte. De vez en cuando, aún se sorprendía a sí misma esperando a que él entrara en la tienda para, dependiendo de la época del año, traerle café caliente o un helado y admirar las nuevas adquisiciones. Peter no era ningún experto en antigüedades, pero tenía buen gusto. Seguro que el violín le habría encantado. Lilly acarició con ternura el retrato, pero enseguida notó que empezaban a brotarle las lágrimas y se volvió hacia el teléfono. Hablar con Ellen le haría pensar en otra cosa. Mientras marcaba el número, le vino a la mente la imagen de una mujer alegre, al final de la treintena, de ojos azules brillantes, nariz chata y barbilla enérgica. Aunque eran de la misma edad, Ellen siempre había parecido más madura que la aniñada Lilly. Y de hecho lo era. Ellen era la fuerte, la segura, Lilly, la infantil e indecisa. Quizá el secreto de su amistad fuera precisamente ese contraste. –Hola, Ellen. Soy Lilly –dijo al escuchar una voz ronca de mujer al otro lado de la línea. –¡Lilly, qué sorpresa! –exclamó su amiga–. ¡Hace mucho que no hablamos! –Demasiado –repuso mientras echaba cuentas. Habían pasado tres meses desde la última llamada. Aunque se escribían correos electrónicos con regularidad, no dejaban de ser un pobre sustituto de las largas e íntimas conversaciones que solían mantener antes. –¡Eso mismo opino yo! –Ellen soltó su característica risa de gallina–. ¿Puede saberse a qué debo este inmenso honor? A juzgar por los ruidos que Lilly escuchaba de fondo, Ellen se encontraba en la cocina. En Londres estarían a punto de dar 20

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las siete, la hora idónea para preparar la cena. Aunque podía permitírselo, Ellen no tenía cocinera; si estaba en casa, prefería hacer ella misma la cena. –Hoy ha venido a verme a la tienda un personaje curioso –dijo Lilly mordiéndose la lengua para no soltar de golpe lo del violín; sabía que Ellen adoraba los misterios y que quedaría defraudada si se limitaba a describir los hechos escuetamente. Por otro lado, ella misma lo encontraba todo tan increíble que aún dudaba de que hubiera sucedido. Así que le contó con pelos y señales la aparición del anciano, sus palabras y su obsequio, sin reparar en el alto coste de la conferencia. –¿Te ha regalado un violín? –La voz de Ellen estaba cargada de incredulidad. –Como lo oyes. Y lo más raro es que insistió en que era mío; y eso a pesar de que no hay nada que lo demuestre. Lo único que he encontrado metido en el forro es una partitura titulada Moonshine Garden. –«El jardín a la luz de la luna», qué bonito. ¿Y no tienes la dirección de tu benefactor? –No, ni siquiera me dijo su nombre, y cuando quise darme cuenta ya se había esfumado. Ellen chasqueó la lengua. –Espero que hayas aprendido la lección. La próxima vez no te olvides de preguntar ese tipo de cosas: podría tratarse de mercancía robada. Lilly no solía perder un instante en esas cuestiones. Tenía por costumbre no preguntarles el nombre a los clientes, a no ser que necesitaran una factura de la venta. Ahora se arrepentía de esa absurda manía suya; ¿cómo podía ser tan inocentona? –¿Crees de verdad que podría ser robado? –dijo, y miró con desconfianza el estuche. –No, seguro que no –admitió Ellen–. De lo contario no te lo habría regalado ni habría insistido en que era tuyo. Si yo fuera una ladrona, habría intentado sacar un buen precio. Y, de no conseguirlo, preferiría tirarlo por la ventanilla del coche antes que dártelo. 21

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–Dudo mucho que hicieras algo así –repuso Lilly algo más tranquila. No, el violín no era robado. Algo en él olía a chamusquina, eso era cierto, pero no era robado. –Vale, quizá sea incapaz de arrojar un instrumento musical por la ventanilla, pero porque no soy una ladrona. Y dime, ¿qué aspecto tiene esa joya? Lilly describió el violín lo mejor que supo: la elegancia de la voluta, el largo del mástil, la disposición de sus oídos en forma de efe. También el tamaño y el color. La rosa grabada en el fondo fue lo último que mencionó. Cuando le dijo que parecía haber sido impresa en la madera con un hierro candente o con un soplete, Ellen soltó un bufido de espanto. Al instante, se oyó ruido de cacharros; probablemente algo llevaba demasiado tiempo al fuego. –Sorry –se disculpó antes de que el auricular del teléfono golpeara contra la encimera y Lilly fuera testigo de un juramento en arameo en medio de un gran estruendo. Un minuto después volvió a oír unos pasos ajetreados acercándose al auricular y, enseguida, la voz de Ellen. –Perdona, casi se me quema el estofado. Lilly sonrió para sus adentros. Ellen no era un ama de casa demasiado hacendosa; sus talentos iban por otro lado. Aun así, se esforzaba por dominar los fogones. –¿Qué opinas de la rosa? –Casi me da un patatús –contestó Ellen. Luego debió de sentarse, o al menos eso parecía delatar el sonido de la silla arrastrándose por el suelo–. ¿Han grabado esa marca sobre el barniz? ¿Qué tipo de cafre ha podido hacer algo así? –Cálmate –la apaciguó Lilly mirando de reojo el estuche–. La marca está por debajo del barniz. Da la impresión de que el fabricante lo hizo para decorar la madera antes de barnizarla, algo así como una firma. –Eso no sería nada habitual. Los lutieres nunca firman sus obras por fuera. Hoy en día solo se hace por encargo de alguno de esos músicos extravagantes que se cree Dios. 22

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–Pues parece que nuestro lutier quiso hacer algo especial con este violín. ¿No hay más violines con este tipo de grabados? –Sí, claro que hay violines decorados con marcas, pero no suelen ser obra de un gran maestro. Me gustaría haber visto la reacción de Guarneri o Stradivari si alguien les hubiera encargado un violín garabateado. –Seguro que lo harían... A cambio de un buen pellizco, claro. –Me temo que te equivocas, querida. Como es natural, admitían encargos, pero nunca uno que pusiera en peligro su prestigio. Si alguien hubiera osado encargar un violín para su hija decorado con una rosa, sin importarle si el adorno podía afectar al sonido del instrumento, ten por seguro que el maestro habría rechazado el encargo y lo habría remitido a un colega menos excelso. Del taller de Stradivari solo salían los instrumentos que contaban con la bendición del maestro. –Entonces, está claro que poseo un violín sin valor alguno. –Al decir esas palabras, Lilly no se sintió decepcionada, a nadie le regalan un violín excepcional por su cara bonita. –Para estar segura, tendría que ver a tu bebé. ¿Por qué no vienes a verme y le echo un vistazo? Y así también podría examinar la partitura. –¿Lo dices en serio? Seguro que tienes mucho trabajo. –¡Y tanto! –resopló Ellen–. Pero tú ven de todos modos. Para mí será un placer examinar el violín y la partitura, y si además consigo arrastrarte hasta Londres... ¡Salimos las dos ganando! Hace siglos que no nos vemos y, si he de serte sincera, llevo un par de semanas buscando un pretexto para que vengas. –¿No habrás sido tú la que me envió al bicho raro ese del violín? –No, te juro que no tengo nada que ver. Aunque no es mala idea para la próxima vez. ¿Cuándo vienes? –¿No te voy a dar mucha guerra? No quisiera ser una carga... –¡Bobadas! –la cortó Ellen–. No me vas a dar ninguna guerra, te lo prometo. Necesito romper un poco con la rutina, y 23

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además tengo muchas ganas de verte. ¡Te echo muchísimo de menos, Lilly! Y Dean, Jessi y Norma también se alegrarán de que vengas. Ya sabes que mis chicas están locas por ti. –Claro que lo sé. Y a mí también me apetece muchísimo veros a todos. –¿Significa eso que vienes? Lilly sintió un subidón de alegría. –Sí. Solo me falta confirmar que tengo quien se ocupe de la tienda. Y tú, si mi visita trunca tu viaje a Nueva York, haz el favor de decírmelo. –Tranquila, todo está controlado. Espero que tu violín esconda una historia fascinante. O un enigma que podamos resolver juntas. ¿Te acuerdas de nuestra búsqueda del tesoro en el desván de la casa de tus padres? Lilly se rio para sus adentros. –Claro que me acuerdo. La pena fue que no encontráramos nada realmente misterioso. –Más bien un montón de trastos viejos. Puede que ahí arriba naciera tu amor por las antigüedades. Sí, era más que probable. A Lilly siempre le habían llamado la atención las cosas viejas, y el desván de sus padres se convirtió en un verdadero parque de atracciones donde pasar largas horas con Ellen. Era un lugar lleno de cajas y muebles del año de la polca. Una enorme colección de objetos que habían sobrevivido a la guerra, pasado de moda o, simplemente, caído en el olvido. A Ellen le encantaba esconderse entre las cajas para asustarla. Lilly, en cambio, podía pasarse horas observando un viejo arcón con unos grabados cuyo significado una niña no podía alcanzar a comprender; más adelante, sabría que se trataba de una danza de la muerte. –Y también el tuyo por los instrumentos antiguos –repuso Lilly regresando de sus recuerdos. Ellen se echó a reír. –¡Desde luego! ¿Te acuerdas del viejo acordeón? –¡Cómo olvidarlo! La murga que diste con él... 24

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–Ya. Lo cierto es que desde entonces mi fascinación por los instrumentos no ha dejado de crecer... Cuanto más antiguos, mejor. Se hizo una breve pausa, como si ambas tuvieran que sacudirse los recuerdos para volver al presente. –Vale, pues entonces cuento contigo –dijo Ellen al fin. Lilly se la imaginó mirando de reojo el estofado. Llevaban media hora hablando y Dean debía de estar a punto de regresar del trabajo. Además, el coste de la llamada iba a hacer de todo me­ nos gracia... –Dalo por hecho. Déjame que arregle lo de la tienda y te cuento. –¡Perfecto! Cuídate mucho, ¿me oyes? Y no olvides mandarme un correo mañana. –Prometido. Da recuerdos a Dean y a las niñas de mi parte. –Así lo haré. Bye! Tras colgar, Lilly se quedó como abstraída durante unos minutos. Aquella llamada había abierto una ventana en su alma. Ellen y ella eran amigas desde niñas, prácticamente hermanas, lo cual despertaba no pocas envidias a su alrededor. Eran uña y carne, y si discutían, el enfado duraba poco, enseguida se reconciliaban. Cuando Ellen conoció a un chico durante unas vacaciones en Inglaterra, ella fue la primera en saber que estaba colada por él. Años después estaba plantada en una peque­ ­ña iglesia de Londres junto a Ellen en calidad de madrina, y acabó llorando más que la propia novia. Esos recuerdos siempre traían un poco de luz al corazón de Lilly. No es que lo iluminaran del todo, pero al menos arrojaban un par de rayitos de sol capaces de atravesar los grises nubarrones que se habían instalado en él tras la muerte de Peter. Finalmente se levantó, fue al escritorio y abrió el estuche. La luz del flexo se posó con suavidad sobre el barniz de la tapa armónica. ¿A quién demonios le importaba si el violín era valioso o no? Lo que ella quería saber era por qué ese anciano se había empeñado en afirmar que era suyo, y qué le había impulsado a huir de su tienda como alma que lleva el diablo. 25

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Con sumo cuidado extrajo la partitura y la observó detenidamente. El jardín a la luz de la luna. Sonaba tan romántico... ¿Qué jardín había querido inmortalizar el compositor? ¿Quién sería? ¿Era la partitura la clave para dar con la procedencia del violín? Y ¿qué pintaba ella en todo aquello? Eran tantos los interrogantes... La decisión estaba tomada.

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