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CAPÍTULO I

LA CIUDAD CAPITAL

En ella [la ciudad de México] se reconoce la Roma santa en sus templos y jubileos, la Génova soberbia en el garbo y brío de los que en ella nacen, Florencia hermosa por lo deleitable de sus florestas, Milán populosa por el concurso de tantas gentes, Venecia rica por las riquezas que produce y liberal reparte a todo el orbe, Bolonia pingüe por la abundancia del sustento, Salamanca por su florida universidad de ciencias y Lisboa por sus monasterios y conventos, música, olores y sagrado culto. AGUSTÍN DE VETANCURT

EN MEDIO DE UNA LAGUNA Durante siglos, el personaje más importante de la ciudad de México fue la laguna, enorme cuenca natural sin salida, que se extiende 120 kilómetros en dirección norte-sur y unos 65 de este a oeste. Cientos de arroyos y corrientes vertían sus aguas dentro de esta depresión elíptica rodeada de montañas nacidas de las erupciones volcánicas del periodo terciario. La enorme planicie acuática no era uniforme, formada por lagos con lechos de distintos niveles y de diversa salinidad, variaba su colorido de una zona a otra. Los azules grisáceos del agua salobre del lago de Zumpango, al norte, se transformaban, conforme

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1. Carlos de Sigüenza y Góngora. Plano de la cuenca de México, denominado “el hidrocamélido”, con la descripción de los ríos y lagos para prevenir los desastres causados por las inundaciones.

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se avanzaba hacia el sur, en los matices turquesa que las verdes algas y los tules daban a las aguas dulces del lago de Xochimilco. Bandadas de garzas y de patos cruzaban su superficie y enormes cantidades tanto de peces como de anfibios habitaban su lecho. En las orillas, pobladas de bosques y animales, la margen occidental se encrespaba con una cadena de barrancas labradas por numerosas corrientes de agua, mientras que la oriental se extendía en suaves laderas y planicies de gran fertilidad, las cuales tenían a los dos volcanes nevados como horizonte. Los recursos del lago y de sus alrededores atrajeron hacia sus márgenes a una numerosa población desde tiempos remotos: civilizaciones que tuvieron como centros a Cuicuilco, a Teotihuacán y a Tenochtitlan se beneficiaron con esta inagotable fuente de alimentos y convivieron en relativa armonía con su excepcional ecosistema. Después de la llegada de los españoles, el equilibrio entre recursos y población cambió abruptamente, los conquistadores talaron los bosques para hacer sus ciudades, y sus ovejas y vacas arrasaron la hierba. Molinos y obrajes aprovecharon las corrientes de agua y tanto haciendas como ranchos explotaron con nuevas técnicas agrícolas sus fértiles orillas. En menos de un siglo, entre 1521 y 1600, un profundo e irreversible cambio ecológico había tenido lugar. La consecuencia más alarmante fue, sin duda, la ruptura de los ciclos acuáticos. La ciudad de México había sido construida por los mexicas sobre un islote de la parte occidental del lago que, con las lluvias veraniegas, quedaba a veces cubierto por el agua. En la época de Netzahualcóyotl, el hombre prehispánico había solucionado el problema de las inundaciones con la construcción de un dique o “albarradón”. Los españoles conservaron ese dique, pero en el siglo XVII tal recurso era insuficiente. La inmoderada tala de los bosques había causado una erosión enorme y era tanta la tierra depositada en el

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fondo del lago que las inundaciones comenzaron a ser cada vez más graves. Los años de 1604 y 1607 fueron tan críticos que las autoridades decidieron consultar a un experto alemán: Heinrich Martin. Enrico Martínez, como se hizo llamar al hispanizar su nombre, se dio cuenta que, de seguir así, el lago pronto estaría en el mismo nivel de la ciudad, por lo que propuso lo que él consideraba la única solución viable: perforar un canal de doce kilómetros, mitad abierto y mitad cerrado, que llevando el agua por Nochistongo y Huehuetoca hacia el río Tula, desecaría el lago poco a poco. Durante diez meses, 60,000 indios de los pueblos aledaños trabajaron (forzados, aunque de manera remunerada) en las obras del desagüe; sin embargo, el desinterés de algunos y las críticas de otros detuvieron el proyecto, mientras derrumbes y escombros bloqueaban el túnel y parte de la zanja, con lo que se inutilizó el sistema por un tiempo. En 1629, una tormenta se abatió sobre la zona. El agua arrastró grandes cantidades de tierra hacia el lago y rompió el dique, dejando la ciudad casi sepultada bajo el agua durante cinco años. Enrico Martínez, encarcelado y acusado de ser el culpable de la desgracia, declaró haber cerrado el canal por temor de que una masa de agua tan grande destruyera una obra tan costosa. La gran inundación dañó la mayoría de los edificios y provocó la emigración de muchas familias hacia Puebla. En 1631, el virrey Cerralvo propuso cambiar la ciudad de lugar, a lo cual tanto el Ayuntamiento como los religiosos se opusieron, alegando que se perderían millones en construcciones y rentas. Por ello, en 1637, se retomaron las obras de tajo, pero se decidió que todo el canal se haría abierto. Durante cuatro décadas trabajaron como intendentes de las obras los franciscanos fray Luis Flores, fray Bernardino de la Concepción y fray Manuel Cabrera, quienes lograron grandes avances. Pero, hacia fines de 1674, el fiscal Martín de Solís, el oidor Gonzalo Xuárez de San Martín y el ingeniero Pozuelo

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2. Anónimo. Plano de los alrededores de la ciudad, donde se distinguen las zonas cenagosas de las tierras bien drenadas.

de Espinosa presentaron un nuevo proyecto de socavón cerrado que prometía, si se duplicaban los gastos y se aumentaban los operarios, tener la obra acabada en un año. El arzobispo virrey, fray Payo de Ribera retiró de la intendencia del desagüe al padre Cabrera y se la dio a Solís. Éste entregó la obra acabada antes de cumplido el plazo y el 3 de julio de l675 fray Payo hizo la inauguración solemne; sin embargo, la primera temporada de lluvias mostró el fraude del fiscal y sus compañeros, pues el desagüe no funcionaba.1 Fray Isidro de la Asunción, quien se encontraba en México en 1678, señaló una de las razones: “en partes tiene setenta y dos varas de hondo, y todo es tierra, y como no está apretilada, cada año se caen montones de tierra y es preciso estar siempre sacando”.2 A la llegada del virrey marqués de la Laguna en 1680, la ciudad estaba a la expectativa sobre el futuro de las obras del de-

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sagüe. Sor Juana, en el arco triunfal que puso la Catedral de México para recibirlo, comparó al marqués con el dios Neptuno en espera de que, a su semejanza, controlara las aguas que amenazaban la capital. Pero tales esperanzas fueron vanas y las obras estuvieron detenidas otros siete años, hasta que en 1687, en tiempos del virrey conde de Monclova, el padre Cabrera fue reinstalado en su cargo, aunque poco pudo hacer, pues murió cuatro años después. A raíz de las grandes inundaciones de 1691, el eminente Carlos de Sigüenza y Góngora se hizo cargo de varias obras hidráulicas en la ciudad, pero su actuación fue esporádica. Cuando Gemelli Careri visitó el desagüe en 1697, se dio cuenta de que los trabajos se hacían —más de mantenimiento que de avance— sobre todo en época de lluvias; “hincan —escribió— una viga grande en la orilla del río [...] amarran a ella muchas cuerdas a las que están atados por la cintura los indios quienes, a lo largo del canal sacan tierra y piedras para hacerlas caer en la corriente, en donde a veces se precipitan también ellos [...]”. El observador viajero concluía: “Hasta el día de hoy queda más por hacer que lo que se ha hecho”.3

3. Anónimo. Grabado de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) del siglo XIX que representa un retrato imaginario de este cosmógrafo, matemático, historiador y periodista criollo.

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Junto con el desagüe, otras obras, como el desvío de algunas corrientes y la construcción de diques, paliaron el problema de las inundaciones; el de San Cristóbal Ecatepec, que aún existe, impidió que el agua del lago de Zumpango entrara en el de Texcoco, lo que provocó que éste disminuyera su nivel y aumentaran los suelos pantanosos; asimismo, se suspendió el tránsito acuático en esa área durante los meses secos.4 Un siglo después, en la época borbónica, los avances de tales obras eran tan enormes como notorios resultaban sus efectos devastadores sobre el lago, reducido a cuatro grandes manchas acuosas en el valle. No obstante, sería hasta un siglo después, en tiempos de Porfirio Díaz, que se terminaron los trabajos que concluyeron la destrucción de un entorno excepcional. Pero, regresemos a la época que nos ocupa, cuando la ciudad de México seguía siendo una urbe en medio de una laguna, a la que muchos viajeros comparaban con Venecia, la más afamada ciudad europea fundada sobre el agua.

LA ROMA DEL NUEVO MUNDO Venecia fue sólo uno de los muchos paradigmas urbanos con los que se comparó a México Tenochtitlán; Roma, la “ciudad” por excelencia, fue otro. Ya fray Pedro de Gante y Hernán Cortés, al crear sus demarcaciones y barrios, habían tenido en mente a la Ciudad Eterna, pues las parroquias de indios recibieron el nombre de los santos protectores de cinco de sus grandes basílicas de peregrinaje: San Juan de Letrán, Santa María la Redonda, San Pablo, San Sebastián y Santa Cruz.5 Tiempo después, para los criollos, Roma, la capital de un gran imperio, era el único modelo comparable con lo que había sido la Tenochtitlan de los aztecas; ya que, además de su glorioso pasado indígena, la capital novohispana tenía otra razón para sentirse “imperial” y heredera, de alguna forma, del Imperio Romano;

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N

Huehuetoca Citlaltepec Zumpango

Lago Zumpango Xaltocan Tepozotlan

Tecama

Lago Xaltocan

Cuauhtitlan

Teotihuacan

Chiconauhtla

Tizayuca Tequicistlán

Ecatepec

Chiautla

Tenayuca Tlalnepantla

Texcoco

Lago de Texcoco

Azcapotzalco Los Remedios (Tototepec)

Tacuba Tlatelolco

Huexotla Coatlichan

Tenochtitlan

Chimalhuacan Atenco

Tacubaya Santa Fe

Acolman Tepexpan

Chicoloapa

Dique de Nezahualcóyotl

Coatepec

Ixtapalapa Mexicalzingo

Mixcoac Coyoacan

Culhuacan

Huitzilapochco

Ixtapaluca

Lago Xochimilco Cuitlahuac

Xochimilco

Lago de Chalco Chalco Atenco

Mixquic 0

5

10

15

20

Kilómetros

Nivel del Lago, siglo XVIII Nivel del Lago, 1520

4. La cuenca lacustre del Anáhuac con las principales poblaciones de sus alrededores. La parte más obscura señala lo que quedaba del lago en el siglo XVIII.

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haber sido fundada por el emperador Carlos V. Pero, sobre todo, México era como Roma una ciudad de templos y de conventos, se había convertido, como señaló fray Juan de Torquemada, en la capital de la cristiandad del Nuevo Mundo. Todos los autores del XVII, nativos y viajeros, insisten en las numerosas y bien decoradas iglesias que poseía la ciudad. Hacia fines deese siglo había en ella, además de la Catedral, nueve templos parroquiales —seis para indígenas y tres para españoles— y numerosas capillas donde se veneraban imágenes milagrosas. Las órdenes masculinas poseían más de veinte conventos y las femeninas dieciséis, todos con sus templos anexos. Funcionaban también once hospitales, seis colegios y una universidad, los cuales tenían sus propias capillas. Pero Roma o cualquiera de las ciudades europeas era muy distinta de esta hija mestiza nacida de la unión de dos concepciones urbanas: la prehispánica y la europea. Lo primero que hacía diferente a la ciudad de México del resto de las ciudades occidentales era su emplazamiento en una laguna rodeada por montañas; por ello, siete de sus calles, mucho menos que las de Venecia, eran acequias y canales atravesados por unos cincuenta puentes, algunos de piedra y otros de madera.6 Tres calzadas construidas sobre terraplenes comunicaban la isla con tierra firme desde la época de los mexicas: la del Tepeyac, hacia el norte,consus monolitos o“misterios”que comenzaron a hacerse en el periodo que tratamos, llegaba al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe; la de Tacuba, la más corta, comunicaba con las huertas de la orilla occidental; la de San Antonio, la más larga, que corría hacia el sur partiéndose en dos ramales por el rumbo de Mexicalzingo, llevaba a Coyoacán y a Iztapalapa, a la zona de las fértiles chinampas. Otras tres calzadas menores se hicieron en la época de los españoles para facilitar la comunicación con la orilla poniente: La Piedad, Chapultepec y Santiago. Otra diferencia entre México y las ciudades europeas era la dificultad para precisar las fronteras entre el casco urbano

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y el medio rural. A los viajeros, habituados a las ciudades amuralladas, ésta que no las tenía, causaba asombro. Parecía más una de esas urbes utópicas ideadas por los sabios del Renacimiento, con sus rectas y bien trazadas calles. El dominico inglés Thomas Gage escribía en 1634: “Las calles son muy anchas, en la más angosta pueden pasar tres coches, y en la más ancha seis, lo que hace que la ciudad parezca mayor de lo que es”.7 Una tercera divergencia con las ciudades europeas era la forma como estaban distribuidos los edificios del gobierno eclesiástico y civil en el espacio urbano. Mientras que en Europa cada sede se encontraba en áreas distintas, en México el palacio de gobierno y la Catedral se construyeron alrededor de la plaza mayor. Tal situación respondió, por un lado, a la ne-

5. Anónimo, Vista de la ciudad de México y conquista de México, siglo XVII, Museo Franz Mayer, México. Biombo que representa la ciudad de México en el siglo XVII.

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cesidad de poner en un mismo sitio los símbolos de la dominación; pero,porotro,alaexistenciadeunespacio previo indígena, que tenía hacia el norte de su plaza central los lugares sagrados, sustituidos por la Catedral, y hacia el sur los palacios de los emperadores, utilizados como sedes del nuevo gobierno virreinal.8 Llamar a la ciudad de México la Roma del Nuevo Mundo fue, por tanto, sólo un recurso retórico. La realidad era que esta urbe respondía a condiciones totalmente distintas de las europeas. Nacida sobre los escombros de la mayor metrópoli indígena de América y construida bajo los esquemas urbanos más modernos de su tiempo, México-Tenochtitlan era un producto mestizo, una ciudad que estaba a medio camino entre la utopía humanista y la brutal realidad social de una urbe conquistada.

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LOS PROBLEMAS URBANOS Las descripciones que se hicieron de la capital de la Nueva España en el siglo XVII fueron producidas con visiones muy optimistas: los escritores nativos, con sus elogios, daban a su nación un timbre más de gloria, mientras que los viajeros preferían ocuparse de las cosas sorprendentes y novedosas y no de los problemas o defectos, los cuales, por lo demás, no diferían mucho de los que tenían las ciudades europeas. Así, a través de estos testimonios, podemos descubrir algunos de los mayores problemas urbanos, que se filtran entre las alabanzas y los asombros. Existen además, los testimonios oficiales y las descripciones urbanas hechas en el siglo XVIII, época más susceptible a ese tipo de temas y más crítica ante los problemas sociales. El primer lugar en la atención de todos los escritores y autoridades lo ocupaba, sin duda, el problema del agua. Las inundaciones y el desagüe de la laguna fueron, como vimos, un tema central durante los tres siglos virreinales; además del peligro de quedar sepultada bajo el agua, la urbe vivía cotidianamente el flujo y reflujo de las acequias. Caminos básicos para el abastecimiento de alimentos, estos canales sufrían el descenso de los niveles de agua en invierno y la acumulación de basura, animales muertos y materiales en descomposición durante todo el año. Para evitar los malos olores, varias de ellas habían sido cegadas desde el siglo XVI, con lo cual el sistema de control de represas, compuertas y diques que tenían los prehispánicos se desequilibró, aumentando con ello el problema de las inundaciones.9 Así, una de las obras más urgentes y continuas que debió realizar el Ayuntamiento a lo largo del siglo XVII fue la limpieza de las acequias para facilitar el paso de canoas y reducir el peligro de las inundaciones. Aunque el desazolve debía hacerse por lo menos cada dos años, el Ayuntamiento, alegando falta de fondos, dejaba pa-

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sar largos periodos sin realizarlo y, cuando lo emprendía, era con trabajadores forzados(aunque remunerados) que venían de Texcoco, Xochimilco, Coyoacán y Tacuba. Para colmo, cuando se extraía el lodo y los sedimentos, se dejaban en la orilla de la acequia, por lo que, con las primeras lluvias, la suciedad regresaba al cauce. En 1696 el obispo Juan Ortega y Montañés, quien ocupaba el virreinato interinamente, trató de solucionar el problema obligando a los vecinos de las acequias a cubrir los gastos de su limpieza, ya que ellos eran los que con sus inmundicias las azolvaban. Este pago sería una solución y un escarmiento para que no arrojasen a las acequias basura y estiércol; pero, tan buena disposición no pudo ponerse en práctica, pues las comunidades monásticas, dueñas de manzanas enteras de construcciones conventuales y de muchas casas de vecindad, se opusieron a tales pagos.10 Algo semejante sucedió varias décadas después con el empedrado, el cual encontró a sus principales opositores también en las órdenes religiosas. Sin embargo, ya desde principios del siglo XVII algunas calles y plazas de la ciudad habían sido cubiertas por una capa de piedras globulares del río Tacubaya conocidas como tenayucas. El aumento del comercio y la disminución del tráfico lacustre por la baja del nivel del agua (consecuencia de la construcción del dique de San Cristóbal) incrementaron el tráfico terrestre y, con él, la necesidad de mejorar la condición de las calles. A lo largo de la centuria, fue un gran problema y un enorme gasto para el Ayuntamiento mantener el empedrado en buen estado. El padre Vetancurt aseguraba en 1697: “las calles están las más empedradas; con ser que en todo el año no cesan los empedradores de aderezarlas, es tanto el concurso de las carrozas que no acaban de componerlas”.11 Y, si mantener las calles empedradas era difícil, peor resultaba apisonar las de terracería. En la periferia de la ciudad, al interior de los barrios, los indios hacían agujeros para sacar tierra para macetas y jar-

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dines o para hacer adobes; así, esos hoyancos, llenos de agua y de animales muertos, hacían muy difícil el tránsito de carruajes por esas zonas.12 En la temporada de lluvias, la situación empeoraba pues, al no existir ningún tipo de alcantarillado, las calles se convertían en ríos que arrastraban lodo y suciedad. El clima era también, según los escritores del siglo XVII, la causa de otro de los problemas más serios que tenía la ciudad: las epidemias. El cronista Agustín de Vetancurt señalaba que: Por los meses de abril y mayo, si hace calor por la falta de aguas hay erisipelas, esquilencias, sarampión, viruelas, que en los naturales chiquitos son de muerte, y calenturas [...] y en lloviendo dos aguaceros grandes cesan los achaques, porque si el agua es poca levanta más vapores. A la mudanza de tiempo hay destilaciones catarrales, tabardillos, calenturas podridas y fiebres malignas que en otoño son difíciles de curar [...] La general enfermedad son disenterías, diarreas, que llaman seguidillas, que han muerto a muchos. La causa que dan es, unos que la humedad del suelo, otros, que el agua que viene por plomo, otros que el salitre, porque levantan los huracanes el salitre que abunda en sus contornos y lo echan en las aguas que corren, y bebidas causan enfermedad tan penosa.13

Desde el siglo XVI, la población indígena se vio afectada por la llegada de enfermedades europeas, para las que el sistema inmunológico de los naturales no estaba preparado. La mortandad fue brutal, sin embargo, la situación comenzó a cambiar a lo largo del XVII; aunque, las epidemias siguieron cerniéndose sobre la población sin respetar estado ni condición social, si bien no con la virulencia que presentaron durante la centuria anterior. De hecho, Sor Juana murió como consecuencia de una de esas epidemias en 1695. Para solucionar el problema, se construyeron desde el siglo XVI varios hospitales que daban a los pobres asilo y alimento mientras enfrentaban la muerte o superaban la enfermedad.

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La terapéutica occidental basada en sangrías y vomitivos, y la indígena, con sus hierbas y amuletos, a menudo podían hacer muy poco contra resistentes virus y bacterias. Por ello, la esperanza de sanar se ponía más en rogativas y en el traslado de las imágenes desde los santuarios, con la intención de calmar la ira divina provocada por el pecado, considerado la causa inicial de tan terrible castigo. Para protegerse de tales calamidades, la ciudad había jurado como patronos a las vírgenes de los Remedios y de Guadalupe, a San José, a San Bernardo y a San Nicolás. A fines del siglo XVII se comenzó a vislumbrar una posición más científica ante la enfermedad. La extrema caridad del arzobispo Aguiar y Seijas atrajo a la ciudad a un gran número de indios con sus mujeres e hijos cuya llegada en condiciones miserables y mal alimentados incrementó una epidemia, ante la cual el obispo virrey Juan Ortega y Montañés consultó al Protomedicato (organismo encargado de la salud pública) sobre lo que era conveniente hacer. La opinión de los médicos fue que debían aislarse los indios enfermos en los hospitales y que a los sanos debía obligárseles a salir de la ciudad para que regresaran a sus pueblos. La solución, aplicada por la autoridad, tuvo el éxito que se esperaba, pues se previno la expansión de la enfermedad.14 El hambre y la miseria eran ciertamente condiciones que favorecían las epidemias; aunque éstas eran fomentadas también por la proliferación de ratas, mosquitos y, en general, por las condiciones poco higiénicas en las que vivía toda la población. Desde el siglo XVI, la Corona intentó establecer una rudimentaria legislación con el fin de normar la recolección de basura y marginar las actividades contaminantes. De esta forma, los mataderos, pescaderías, curtidurías y otros establecimientos que producían suciedad y malos olores debían ubicarse en lugares donde no afectaran o incomodaran a los vecinos. No obstante, tales disposiciones sólo se cumplieron parcialmente, pues no era raro encontrar en el centro urbano corralones

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6. José de Ibarra y Baltasar Troncoso, Grabado que ilustra el libro de Cayetano Cabrera Quintero, Escudo de Armas de la Ciudad de México (México, 1743). A raíz de una de las epidemias más devastadoras que asolaron a la capital en 1737, la Virgen de Guadalupe fue proclamada patrona de la capital.

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y zahúrdas para engordar cerdos, que además de las moscas y de los piojos que atraían, llenaban el aire de aromas desagradables. A esto se agregaba que mucha gente hacía sus necesidades en la calle o arrojaba sus inmundicias desde las ventanas. El poco cuidado que se tenía en la limpieza de las fuentes de agua potable y los numerosos caballos, vacas, ovejas y cabras que transitaban por la vía pública aumentaban también los riesgos de infección. La abundancia de perros callejeros propiciaba enfermedades cutáneas y, sobre todo, la rabia. En 1692, una mujer fue destrozada por uno de esos canes rabiosos en el barrio del Carmen, según la noticia de un diario de la época.15 Finalmente, estaba el peligro de los incendios. Las crónicas hacen mención frecuente de rayos que caían sobre casas y personas, así como de iglesias incendiadas; sin embargo, esos hechos eran aislados e incontrolables y no tenemos noticia de la existencia de un cuerpo de bomberos, lo que nos hace pensar que los incendios no eran una constante. Cuando sucedían, los mismos vecinos acudían a apagarlos, aunque a veces los intentos eran inútiles. En 1676, la iglesia de San Agustín fue totalmente consumida por el fuego después de arder durante tres días.16 No obstante, en el mercado, los incendios sí eran muy comunes: la lumbre de los anafres en los puestos de fritangas hacía destrozos en los tendajones de madera y carrizo. A sofocar esos incendios acudían, junto con los vecinos, las imágenes de los santos de las principales iglesias de la ciudad; las figuras eran colocadas alrededor del fuego, al cual a veces se arrojaban algunas reliquias. Eran tan comunes estas catástrofes que en 1692 se emitió un bando para que en 24 horas fueran quitados los tejados de tejamanil del mercado, bajo pena de 25 pesos si no se hacía.17 Pero, al parecer, la medida no se cumplió. Ésta fue, entre otras, una de las razones que alegó el obispo virrey Juan Ortega y Montañés para desalojar el mercado el Baratillo en 1696.

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