Florinda
Libros y autores
POR HEBE UHART
Por Hebe Uhart Alfaguara 506 páginas $ 89
La reunión antológica en un solo volumen de muchos de los cuentos de la argentina Hebe Uhart permite adentrarse en una narrativa esquiva, cuya aparente simplicidad oculta una original forma de explorar el entramado social
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Miradas de una lengua atónita POR MARTÍN LOJO La Nacion
adn Uhart
personajes infantiles o personas de poca instrucción y experiencia ingresan en un mundo que excede sus capacidades de comprensión y aprenden a manejar las reglas de las relaciones humanas y sociales. Es el caso de los relatos que recuperan la experiencia de la escritora como docente en la provincia de Buenos Aires. En “Una se va quedando”, una maestra rural de primaria recibe la visita de la inspectora, cuyo desprecio pone en evidencia las limitaciones que, poco a poco, la fueron apresando en ese espacio precario, a pesar de que, según afirma, “me eduqué en María Auxiliadora, llevaba cuello, collarino, sobrecuello; y de todas esas chenches, ya ni me acuerdo”. La misma frustración padece la protagonista de “Impresiones de una directora de escuela”, una mujer que cae en la depresión por tener que asumir una responsabilidad para la que no se siente preparada: “Yo tengo que demostrar a cada momento que sé muchas cosas y sobre todo, que uso la lógica”. El tema paradigmático es, entonces, el ascenso de clase, del que se ocupan sus relatos más logrados, como las nouvelles Camilo asciende y Mudanzas, o los cuentos “Leonor” y
“Señorita”. Narraciones que trazan un recorrido entre Paso del Rey, Moreno y la ciudad de Buenos Aires, y que describen las experiencias de inmigrantes italianos y su descendencia a medida que mejoran su situación económica y acceden a espacios más urbanizados y modernos, lugares “de gran enseñanza”. Estos relatos sociales mantienen su brillo y superan los lugares comunes del realismo “comprometido” porque su lenguaje, en apariencia inocente, es la materia prima de una mirada que jamás cae en la ingenuidad. Lejos del miserabilismo que necesita romantizar la pobreza, negarle todo deseo de bienestar para mejor retratar sus padecimientos, Uhart describe cómo el deseo de posesión de los bienes y el acceso a modos de vida cada vez más complejos ponen en crisis y dan forma a la identidad. Así es como Leonor pasa de una vida en el Chaco, donde el matrimonio era casi una operación de compraventa, a abandonar a su marido e irse con sus hijos a Buenos Aires en busca de más comodidad y nuevas experiencias, impulsada por su muletilla: “¡La escuela es instrucción!”. Del mismo modo, en Camilo asciende, el protagonista se abre paso en la ciudad con un empleo en el telégrafo y adquiere un estatus que le hace imposible aceptar las condiciones en que sus padres crían a su hermana menor: “¿Y esa chica sin bombachas? ¿Qué futuro le están preparando?” También Florinda, en el cuento que lleva su nombre, agradece que su marido chaqueño haya decidido separase, porque de ese modo su hija menor le salió “tan porteña que es un gusto” y al Chaco no vuelve “ni lejos, ni nunca”. Uhart descubre en estos pequeños dramas de la movilidad social cómo se trama en la lengua una forma de pensar la realidad. Si, como lo expresa en “Guiando la hiedra”, la “malignidad” es el resultado del “reemplazo del asombro por el espíritu detectivesco”, su modo de combatirla es recuperar el asombro y el humor que sobrevive en la lengua popular, en busca de la sorpresa del que mira el mundo por primera vez y reconoce la condición de los hombres con justicia.
–Papá, por favor, no vengas acá a gritar. Y yo volví al Chaco porque vendía un montón de frazadas a los colonos, yo compraba acá en el Once. Los colonos me decían: –¡Doña Florinda, se sacó diez años de encima! Y está visto, con la minifalda y el pelo con los canutos, era otra. Qué me van a comparar con esa pollera larga que usaba allá, qué me habría dejado usar minifalda, si él mezquinaba todo. Y los abogados para hacer las partes me sacaron mucho, pero todo fue para el bien: era el destino. Yo entré a trabajar a tres casas, una de más enseñanza que la otra. Me daban ropa nueva y vieja, la vieja se la vendía a los colonos. También la señora Mirta me dio una alfombrita color canela y las cortinas porque decía que ella quería simplificar la vida, que vendría a ser digamos echar lastre y yo ligué por demás de esa casa. Ella miraba para afuera por el vidrio pelado y me decía: –Ahora veo con toda claridá. Y yo le decía: –La verdá. ¡Qué bien se ve! Y a embolsar. La segunda vez que vino él –como padre de los hijos– empezó a gritar porque Jorge tomaba el colectivo por quince cuadras; él se viene caminando desde la estación, ahí se pone zapatillas hasta la casa, así no gasta zapatos, Elisita le dijo: –Papá, si vas a gritar así mejor que no vengas. Y yo no sé de dónde saca ella las palabras justas que siempre tiene para todo. Ella en unos años quiere ser empleada, llevar papeles de un lado para otro, que los papeles son cosas limpias, que yo allá no me podía sacar el olor al horno de pan, que es olor a leña, olor a rancho. Ella a mí me dice “Flor” porque Florinda es muy largo y el loro también me dice “Flor”. El loro también suele decir “Me duele la cabeza”, y es de ver, todo lo que dice, pega con la oportunidá. Y él fue espaciando de venir, a veces avisa que viene y después quién sabe, pero da igual que venga o se quede, ya está perimido. Y Elisita se está preparando para ser empleada, que hace el curso en la propia gobernación. Los otros días vino un auto de la gobernación con chofer a buscarla, de tanto que le quieren. Y a mí la última vez que fui a vender frazadas, me dijeron en una casa: –Doña Florinda, ¿no vuelve por acá? Y les dije: –Ni lejos, ni nunca.
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CUENTOS REUNIDOS
o obstante ser considerada una de las mejores narradoras argentinas por escritores de la talla de Fogwill o Ricardo Piglia, Hebe Uhart fue leída casi en secreto, custodiada por un público módico pero fiel durante casi cincuenta años de producción literaria. Recién con la publicación de estos Relatos reunidos accede a una colección extensa de su obra, editada por un sello de amplia circulación. Esa lectura secreta no se debe sólo a que haya publicado casi todos sus cuentos en editoriales independientes, sino también a que su escritura es la de aquellos que, contra las tradiciones, las estéticas vigentes, los géneros y aun la gramática, crean una propia lengua dentro de la lengua. Como la escritura de Osvaldo Lamborghini o la de Alberto Laiseca, aunque con un tono muy distinto, la prosa de Uhart no responde a las modas ni a lo que se supone que es la “buena” escritura de su época; no es fácilmente ubicable en una tradición y divide públicos: o se goza con ella, o resulta desconcertante. Acaso la mayor resonancia que pueda encontrarse en su búsqueda personal sea la de Felisberto Hernández, con quien comparte la recreación de una lengua oral elemental en las frases pero compleja en sus observaciones sobre la realidad. Los personajes de ambos parecen enfrentarse al mundo como si acabasen de nacer, mientras los objetos y los seres cobran vida frente a ellos. Sin embargo, este tono no alcanza en Uhart el desborde imaginativo del escritor uruguayo y se ciñe al realismo de una mirada de clase. Las narraciones de este volumen editado por Alfaguara, escritos entre 1962 y 2004, retratan sobre todo la vida humilde de los asentamientos de inmigrantes que formaron la clase media argentina durante el siglo XX. La colección incluye relatos de los libros Dios, san Pedro y las almas (1962), Eli, eli, lamma sabacthani (1963), La gente de la casa rosa (1972), El budín esponjoso (1977), La luz de un nuevo día (1983), Camilo asciende (1987), Memorias de un pigmeo (1992), Mudanzas (1995), Guiando la hiedra (1997) y Mano a mano (2004). Quedan fuera los últimos, Del cielo a la casa (2003) y Turistas (2008), editados por Adriana Hidalgo, en los que su particular escritura explora el choque de distintas culturas. La lengua atónita de Uhart intenta atrapar las formas de hablar del pueblo para descubrir cómo se ve el mundo a través de sus ojos. Así, una sintaxis oral se encuentra con un léxico complejo o inadecuado. Los lugares comunes del habla cotidiana se desnudan hasta mostrar su vacío: “‘Mañana vamos a ver’, y no sabía qué iba a ver mañana” (“El tío y la sobrina”). En sus osadías más sorprendentes, la capacidad de escuchar la voz del otro llega hasta la creatividad lingüística. Es ése el momento en que una clase social sanciona sus normas cuando encuentra el modo de nombrarlas: “No, no se debe dar a los hijos más instrucción que la que uno recibió; después los hijos la pordelantean La literatura de Hebe Uhart a una” (“Leonor”). (Moreno, 1936) tiene una fuerte Fogwill solía decir que escribía sus cuentos sólo conexion con sus orígenes: cuando los escuchaba internamente, y que era la voz desciende de inmigrantes vascos de Hebe Uhart la que se los dictaba al oído. La relación e italianos que se establecieron es menos arbitraria de lo que parece. Así como en la en Paso del Rey y fue, al igual narrativa de Fogwill los relatos están atravesados por que su madre, maestra. Estudió las grandes estructuras de poder, los acontecimienfilosofía, disciplina que también tos históricos y los flujos económicos, los cuentos de enseña. Su producción literaria fue mayormente publicada Uhart, como un complemento de la misma tarea, deen pequeñas editoriales como tienen su mirada sobre los detalles más modestos de la Goyanarte o Torres Agüero. trama social. La mayoría de sus relatos cuentan cómo
FOTO: ANDREA KNIGHT
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¿Que cuánto hace que estoy en Buenos Aires? Seis, un suponer siete años. No llevo la cuenta, si todo lo de allá lo dejo por perimido. Y lo de acá, cada año una novedá, compramos la heladera, oso de peluche, puse el piso de cemento, ando pagando la televisión, si allá no había televisión. Él tenía la conexión, pero decía que era mucho gasto. Todo era mucho gasto para él y eso que tenía vehículo. Cuando yo me compraba un vestido –que le sacaba a él del bolsillo– él me miraba como si me fuera a ojear y me decía: –Te compraste un vestido nuevo. Y yo le inventaba, que me lo dio la Dora, que mi hermana, que tal y cual. Y había sido que se quedaba conforme con eso, nomás. Que cuando me casé yo llevaba taco alto y me dijo: –Sáquese esos zapatos de compadrear que acá no valen. Y me dio unos botines patrios para andar en el campo, y yo hacía también el pan de los peones y así me quedaron las manos como dos milanesas. Aunque en la ciudad se fueron achicando y volvieron bastante a su tamaño justo; ahora les meto crema, me parece que no hace nada pero tiene tan lindo olor. Los pies también se me fueron componiendo, que cuando llegué tenía que usar zapatillas cortadas por adelante. Él se quiso separar, y lo que es el destino, salió para bien porque a mí no se me habría ocurrido. ¡Quién me decía que yo iba a estar en Buenos Aires y que la hija menor me iba a salir tan porteña que es un gusto! Eso sí, él me dio un dinero y yo le dije: –Como padre de tus hijos siempre te espera un lugar en la casa que yo compre. Y compré raspando, raspando esta casita chota que era de un viejo así nomás. Pero con el mayor la pintamos y le pusimos muchos adelantos, camitas marineras, cada oveja en su cama, cocina de gas que enciende el fuego en un suspiro, que allá me venía negra del humo porque dale apantallar el fuego, cuantimás en verano, que me venían los mareos. Cuando él vino a la casa la primera vez, entró a gritar: vio a Palomo comer de la taza que yo había traído del campo, porque Elisa me dijo: –Mamá, esas tazas son de mierda. Y ahora se las dejamos al perro, que ahora come de la macrobiótica, porque Elisa hace la dieta y también karate. Cuando vio al perro, dijo gritando: –¡Perro cagonero, perro garronero que ataca al amo y no defiende! ¡Come y caga, nomás! Y Elisa le dijo: