Mercurita la aprendiz de hada

Mercurita la aprendiz de hada. Antonio Pedro Grande Rey. ISBN: 978-84-613-4142-9. Este es el primer libro de la serie “El hada Mercurita”, que comencé a ...
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Mercurita la aprendiz de hada

Antonio Pedro Grande Rey ISBN: 978-84-613-4142-9 Este es el primer libro de la serie “El hada Mercurita”, que comencé a escribir en febrero del año 2.009. Para conocer mis obras visita mi página web: http://siguealgato.weebly.com Agradezco a todos mis familiares y amigos, por soportarme, y de alguna manera, de influenciarme, así, como a los lectores que siguen mis obras. Un cordial saludo: El autor, Antonio Pedro Grande Rey.

Capítulo 1: Los delincuentes Es de noche. Tres hombres se hallan en plena naturaleza, en unos bosques cercanos a las fronteras entre Lamokia y Neuria. Pero a pesar del inspirador ruido ambiental, creado por el croar de las ranas y los sonidos de otros animales nocturnos, no están allí para disfrutar del atractivo entorno. Son ladrones. No muy lejos se encuentra su objetivo. —Uklo, Demarko ¿Estáis listos? —Desde luego, Helio. El aludido era el jefe de la pequeña banda. Estaba inquieto. Se disponían a asaltar una elegante casa de campo. Temía que se vieran obligados a usar la violencia. Apenas conocía a sus acompañantes, pero el hecho de que no protestaran o encontrasen alguna excusa para no actuar, le hizo darse cuenta de que estaban decididos a todo. Eso no era bueno. Podrían ser hombres sin escrúpulos, acostumbrados a la violencia. Los tres eran miembros de una banda disuelta, recientemente, por las autoridades. Ellos tuvieron la inmensa suerte de estar en otra parte cuando capturaron a sus compañeros ¿En cuántas bandas había estado ya? ¿Cuál sería su destino final? Helio suspiró, incómodo. —¿Te ocurre algo? —No es nada importante. Es que hace algo de calor. Dijo, tratando de ocultar sus inquietudes. —¡Menos mal! Pensé que te habías rajado ¿Llevas tu ballesta y las flechas? —Sí. Están debajo de mi capa. Son una incomodidad, pero podrían hacernos falta. Vosotros lleváis vuestros cuchillos ¿No es así? —Desde luego.

A Helio le habría encantado que en la vivienda no hubiera nadie. Pero el infante "Transo Waskal" no solía dejar dinero, ni nada de valor en esa casa cuando estaba vacía. Era tacaño y no contrataba a guardias para su seguridad. Solía pasar allí sus ratos libres con su amante, acompañado de un criado de delicado aspecto y servicial, de vestimenta impecable. Helio calculó que ellos tres bastarían para que no se resistieran. Al acercarse, quedó claro que estaban despiertos. En la ventana se reflejaba la luz interior. —¡Vaya! Esto nos impide la opción de robarles mientras duermen ¡Qué fastidio! —No seas ingenuo, jefe. Robar a oscuras es perder el tiempo, además de ponerte en peligro. Hay que ser directos e ir al grano, sin rodeos. Dijo Ukio. A pocos metros de la puerta de entrada, vieron entrar al infante. Una mujer iba con él. Detrás de ellos, vistiendo con una decorativa bata de color azafrán, el joven y silencioso criado llevaba un candelabro de cinco brazos. Antes de entrar, miró la puerta de las letrinas y movió el cerrojo, para asegurarse de que estaba cerrada. A continuación, se dirigió hacia la casa. —Ponedle un cuchillo al cuello. Lo usaremos como rehén. Ve a por él, Demarko ¡Aprisa, antes de que entre! El bandido cumplió la orden de su jefe sin problemas. —¡No hagas tonterías o te quedarás sin cuello, piltrafa! Dijo, mientras le tapaba los ojos con una mano, y lo intimidaba con su arma con la otra. —¿Qué quieres? ¿Por qué me tratas así? Exclamó el sorprendido lacayo. —No protestes y escucha ¡Queremos el dinero! Al escuchar los gritos, el noble notó que pasaba algo y se asomó al exterior. Parecía estar asustado. —¡Dejadlo en paz! ¿Quiénes sois?

—No te importa quiénes somos. Lo único que te interesa saber es que somos amigos del dinero. Si aprecias la vida de este gusano, entréganos todo lo que tengas. —Esperad un momento. Os lo daré todo, pero no nos hagáis ningún daño. —Eso depende de la actitud que tengáis con nosotros. Dijo Helio, fríamente. Justo en el momento en que el infante entraba, su amante salía. Estaba llena de temor, pero también de ira, al presenciar la lamentable escena. —¡Soltadlo, ahora mismo! ¿Por qué no os atrevéis con personas de vuestra talla, cobardes? —¡A mí, no me grites, perra! Entregadnos el dinero lo más pronto que podáis, y nos iremos. Helio temía que la situación se descontrolara. Sus hombres mantenían una actitud muy aguerrida. No estaba previsto que Demarko humillase de esa manera al criado. Tampoco le gustaba la forma de mirar de Ukio a la acompañante del noble personaje. Todo parecía indicar que estaba dispuesto a hacerle proposiciones deshonestas ¡Pobre de ella, si no las aceptaba! —No os pongáis así, compañeros. Pronto tendremos el botín y habremos acabado. Ese infante está muerto de miedo y colaborará. Exclamó el jefe en voz baja. —¿Acabado? ¿Aquí, en estos parajes tan tranquilos y solitarios, con unas personas, que apenas tienen protección? Es una auténtica lástima no sacar provecho de las cosas tan maravillosas que hay a nuestro alrededor ¡Je, je, je! Las duras palabras de Ukio confirmaban sus temores. Helio no era lo suficientemente autoritario como para impedir lo que su compinche pretendía. En esos momentos llegó el infante con un saco que contenía cosas de valor y monedas, lleno, solo hasta la mitad.

—¿Esto es todo lo que tienes de valor? Dijo el decepcionado Demarko, dando una patada al saco. Ukio echó un vistazo y sacó un viejo reloj despertador. —Esto y otras cosas más, son porquerías que tienen más valor sentimental que práctico, y son pesadas de transportar. Sigue buscando, y más vale que no intentes burlarte de nosotros. —Ten en cuenta que solo tenía previsto pasar un fin de semana en estos contornos. Lo siento. Asomaros al interior y veréis que no miento. Helio echó un vistazo, y pocos minutos después, salió, moviendo la cabeza, negativamente. —No hay nada más que valga la pena, excepto dos grandes cabezas de jabalíes, disecadas, y una mugrienta cacerola. No creo que os interesen. Ukio agarró por el brazo a la mujer. —A ver si no es lo que te acabo de decir, jefe. Hay que sacar provecho de todo. Al menos, ella tiene algo que me gusta. Creo que pronto seré padre ¡Je, je, je! —Déjala, por favor. Mirad el botín con atención, y os daréis cuenta de que vale mucho más de lo que estáis pensando. —Nos llevaremos el botín, por supuesto. A tu novia, también. Tú, quédate acompañando al cobardica de tu sirviente ¡Ja, ja, ja! El noble, Transo Waskal, perdió los nervios y se abalanzó sobre Ukio, al tiempo que intentaba arrebatarle el cuchillo. El criado intentó secundar a su señor, pero fue inmovilizado con rapidez. —Quieto, tontín. Si quieres irte al otro mundo, partirás enseguida. Dijo el villano, en tono amenazador. Demarko se puso a mirar a su jefe, como si aguardase a que lo autorizara a degollar a su prisionero. Helio optó por otra alternativa, y muy a su pesar, apuntó al noble con la ballesta. Este estaba poniendo en apuros a Ukio. Ambos peleaban, tirados en el

suelo. —Suelta a mi compañero, ya mismo, o lo pagarás con tu miserable vida…¿O Prefieres que sea ella la que muera? ¿O tu criado? ¡Decídete, de inmediato! El infante se puso de pie y levantó las manos. Ukio lo miró con odio y lo sujetó por el cuello, con intención de darle un puñetazo. En ese momento, una burlona voz infantil se oyó, procedente de lo alto de un árbol cercano. —Anda, Ukio, sé bueno, y déjalos en paz. Si el caballeroso Teriko te hubiese visto en esta situación, te habría dado cien latigazos. Pese a ser un bandido, como tú, no permitía que se tratara con brusquedad a las mujeres. Ukio alzó la vista, intrigado. La voz siguió hablando. —¡Eh, tú! Suelta la ballesta, que puedes hacer daño a alguien. Y tú, baja el cuchillo, y no te hagas el gallito con un hombre desarmado. —¿Quién eres? Dijo el enojado jefe, temiendo que fuera algún familiar menor, pariente de Transo. —Tú, no me conoces. Ukio, sí. O eso espero. Hace un par de años que no lo veía. Ahora, que por fin lo vuelvo a ver, veo que se ha vuelto una persona despreciable. Dijo la voz infantil, en tono de reproche. El aludido soltó a su presa, pero sin soltar el cuchillo, giró para ver si encontraba al menor que le hablaba. —¿Aún no me has visto? Mira hacia arriba. Tal vez, me haya subido muy alto. También es verdad que con esta luna en cuarto menguante, se ve muy poco. El jefe sí parecía haber visto a su interlocutor. Alzó la ballesta, pero un luminoso rayo azul, le obligó a soltarla. La saeta se disparó, pasando cerca de donde estaba situado su objetivo, que se echó a un lado, y la agarró con la mano. Helio cayó al suelo,

retorciéndose de dolor. —¿Yo, qué te he dicho? No me has hecho caso, pues ahora, te aguantas con el calambrazo, durante un ratito. La que hablaba así, era una niña que tal vez tuviera siete años. Era morena con la piel un poco oscura. Su pelo era largo con un mechón en la parte derecha de la cara, que parecía querer taparle el ojo derecho. Vestía de color celeste con un encaje blanco en la cintura. Llevaba unas alitas de color turquesa en la espalda. Ukio la miró con atención, y bajó la cabeza, como si se arrepintiera de haber hecho algo malo. —Ya te acuerdas de mí ¿Verdad? Jugué algunas veces a las cartas contigo y con tus compañeros. Una vez ganaste, haciendo trampas. Sin embargo, no te alegras de verme ¡Oye, no te guardo rencor por eso! Conmigo te portaste bien. Exclamó la hadita, sonriente. —Sí, lo recuerdo. Pero antes tenías el cabello más corto. Por eso he tardado en darme cuenta. Dijo, cabizbajo, y evidentemente, avergonzado. —Fueron otros tiempos. Mi madre quería que llevase el pelo de esa manera para que no cogiese enfermedades. A mí, no me gustaba. Pero como estoy aprendiendo la magia, lejos de mi casa, aprovecho para dejármelo crecer a mi gusto. La hadita ayudó a Helio a ponerse en pie, agarrándolo por el brazo izquierdo. Este movió la mano del otro brazo, con disimulo, para sacar un cuchillo de su cinto. Ella se dio cuenta y retrocedió, mientras le apuntaba con la varita. —¿No has tenido bastante con un calambrazo? Si te lanzo otro, podría ser fatal. Anda, piensa bien lo que vas a hacer. El hada estaba muy pendiente de los bandidos. Giraba la cabeza, continuamente. Comprendiendo que no iba a bajar la guardia, Helio decidió envainar el arma. —Sabia decisión. Ahora, levántate muy despacio, y sin hacer

tonterías. Ukio dijo, irónicamente: —Por lo que veo, la proximidad de mi antigua banda no te ha influenciado mucho ¿Verdad? —No. De lo contrario os habría apoyado ¡Tú, suelta a ese hombre, o te voy a dar un calambrazo parecido al que le di a tu imprudente jefe! —También podrías darle al criado, por error. Si haces una tontería, me lo cargo. Te aconsejo que te vayas. —No lo haré. Estoy dispuesta a asumir ese riesgo. Dijo la niña, al tiempo que giraba alrededor del ladrón, esperando cogerlo desprevenido y atacarlo. Helio temió que la niña hablara en serio y fuera tan atrevida como para cumplir con su amenaza. Tenía la moral muy alta y parecía estar dispuesta a todo. Si Demarko mataba al sirviente, condenaría a los tres miembros de la banda, a la horca, según la ley de Lamokia, en cuyo territorio se encontraban. Con Ukio no podía contar. Parecía no querer ponerse en contra de la recién llegada. —¡Basta! Ya hemos cometido demasiados errores. El próximo podría ser fatal ¡Suéltale! No vale la pena seguir con esto, por tan poco botín. Demarko se echó atrás y también optó por guardar su arma. El hada, compadeciéndose de los ladrones, hizo unas bolsas de tela con dinero, con su varita mágica. —Ahí tenéis un regalito. No es mucho, pero os permitirá sobrevivir durante un par de semanas, mientras encontráis un trabajo honrado. Os aconsejo ir a donde no os conozcan. Puede que en el norte tengáis más suerte. Lamento no poder regalaros más. Las normas mágicas lo prohíben. Hay que ayudar el que lo necesite, pero no, hacerlo rico. Los bandidos cogieron las bolsas, resignados y cabizbajos.

Ukio hizo un ligero gesto de agradecimiento, mientras se iba. El hada no los perdió de vista, hasta que quedó claro que se alejaban. —Muchas gracias, niña. Creo que nos hemos librado de pasar un mal rato, gracias a ti ¿Cómo te diste cuenta de que estábamos en peligro? Preguntó el infante. —Fácil. A las hadas nos gusta contemplar la naturaleza. Estos contornos son muy acogedores y me subí a un árbol con ese fin ¡Esta noche es encantadora! ¡El cielo está repleto de estrellas y de cometas! Al poco tiempo vi pasar a Ukio, andando de forma misteriosa con sus compinches. Imaginé que no tenía buenas intenciones. Entonces decidí seguirlo, desde lejos. El criado tenía la moral muy baja. Sentía vergüenza de sí mismo. También agradeció al hada su actuación, pero se quejó del trato recibido. —Debiste matarlos, lentamente, para hacerlos sufrir. Nunca antes me sentí insultado de esa manera. —No te lo tomes así, Munro, te lo ruego ¡Animo! Dijo la mujer, al tiempo que lo abrazaba, amistosamente. —¡Tranquilo, hombre! Todos hemos tenido que soportar humillaciones en la vida. Esto que te ha pasado es una experiencia más, que olvidarás en poco tiempo. Exclamó el infante. El criado, algo más tranquilo, miró a la niña. —Tu actuación fue soberbia ¡Qué lástima no tener unos poderes como los tuyos! De haber sido así, ahora habría en el suelo, tres cadáveres. La hadita, espantada por la opinión del criado, replicó. —¡No digas eso, por Yrena! Tampoco vayas a pensar que he tenido una vida fácil ¡Nada de eso! Hace un par de años, todo era muy distinto. Cinco de Junio del año 2.165. Dos años antes: Muy temprano, al amanecer, el jefe de unos bandidos, “Teriko de Hadria”, se apresura a montar su caballo. Tiene el

semblante serio. En su cinto lleva una decorada pistola de chispa que llama la atención de sus hombres. Si bien ese tipo de arma es frecuente verla en el norte, no lo es tanto en el sur, donde no confían mucho en las nuevas armas de fuego. —¡Hay que irse de aquí, enseguida! Las tropas del barón Amaxo están a punto de llegar. Una de las mujeres que trabajan para él, aún adormilada, pregunta si es verdad lo que está diciendo. —¿A ti, qué te parece? Dejamos a sesenta hombres de confianza y a ochenta del pueblo, poco de fiar, vigilando un pequeño fuerte fronterizo del este, por si venían el conde de Varana o el barón con tropas. Bueno, pues hace una semana, uno de mis subordinados de confianza quiso hacer unos cambios en la guardia nocturna. No se fiaba de los ciudadanos, obligados a servirnos. Esa noche les tocaba vigilar. —¿Y qué pasó? Teriko contestó con ironía. —Casi nada. Vio a los traidores abrir la puerta a las fuerzas de Amaxo, que aguardaban en la oscuridad. Todo ocurrió con mucha rapidez. Solo pudo escapar, por la puerta de atrás, ese hombre y los cuatro leales que debían relevar de la guardia a esos felones. A juzgar por la luz de las antorchas, calculó que el enemigo era muy numeroso. Tal vez, entre dos mil y tres mil. —¡Por la diosa Yrena! No me esperaba semejante número contra una guarnición tan escasa. La reacción de Amaxo ante la invasión loitina, hace poco más de cuatro años, fue mucho más lenta. El jefe miró, irritado, a la mujer ¿Estaba burlándose de él? En Neuria, al sur de Lamokia, los pobladores son muy bromistas. A pesar de todo, contestó a su pregunta. —Los loitinos eran más de dos mil jinetes a caballo, muy hábiles. Estuvieron poco menos de un año, y tras asegurarse de que resultaría peligroso permanecer más tiempo, se marcharon. Luego vinimos nosotros con tan solo cuatrocientos hombres, aproximadamente, y tomamos el lugar que ocuparon ellos. En cuanto a Amaxo, ha permanecido desde entonces en Varana. Si no ha venido a echarnos antes, fue porque necesitaba dinero para

pagar el ejército que había reclutado para luchar contra los loitinos, pero no le dio tiempo a mandarlo contra ellos. Al parecer, ante las dificultades económicas, el conde de Varana le ha cedido una pequeña parte de su ejército, con la condición de que le entregue a todos los prisioneros que pueda, para hacer trabajos forzados en las minas, durante diez años. Eso es lo que se rumorea. —Yo he oído que el ejército de Amaxo estaba compuesto por poco más de cuatro mil guerreros, y que vosotros sois más de ocho mil. —Pero la mayor parte son ciudadanos, reclutados a la fuerza, con escaso espíritu militar, u oportunistas que esperan ganar algo con nuestra alianza. Pronto desertarán, casi todos. Amaxo es implacable. No les va a perdonar que se hubiesen unido a nosotros. Si no nos damos prisa, pronto estaremos picando piedras en Varana. —¿Os vais a ir, ya mismo, sin siquiera luchar? No dejas de sorprenderme, Teriko. El enojado jefe de “La Banda de la Pradera”, respondió. —¡Ya lo hemos hecho, hace quince días, en las llanuras fronterizas de Imeka! Nuestra caballería ligera no fue rival para los jinetes acorazados cedidos por Varana. A continuación, nos rodearon y masacraron. Éramos siete mil contra cuatro mil. Pero las tropas de Amaxo, pese a su inferioridad numérica, eran más profesionales. Mis cuatrocientos jinetes eran penosos. Estaban mal entrenados, y su destreza con los arcos era para echarse a llorar. Pretendían imitar a los loitinos pero lo hicieron mal. Los loitinos entrenan durante toda la vida, y ellos lo hacían de forma irregular, desde hacía unos cuantos meses. Los cien caballeros del barón, mataron a unos y espantaron a otros. Sin protección en los flancos, la infantería fue rodeada. Muchos de ellos eran pobres infelices, armados con azadones y herramientas de labranza. El barón hizo una carnicería, como advertencia a sus desleales súbditos. Desde entonces, es imparable. —No sabía eso. Imagino que omitiste contarnos esa batalla para ocultar la derrota ¿Cómo lograste escapar? —Estaba en camino para hacerme cargo de la situación, pero

llegué tarde. Mi fiel Kastero tomó el mando. Murió en combate. —¿Llegaste tarde? ¡Ah, perdón! Olvidé que la batalla fue en el borde este de Neuria, y aquí estamos en el borde oeste. Al menos, estás vivo. Tómatelo con calma. Dijo la mujer en un tono que parecía reprochar a Teriko su cobardía. Este la miró con furia. Un apresurado mensajero a caballo llegó en ese momento. —Traigo la respuesta de Amaxo a tu petición de indulto. Te pide, en primer lugar, que le lleves, de inmediato, a todos aquellos ciudadanos que se pasaron a tu bando. Cuando lo hayas hecho, te dará más instrucciones, y quizás hable contigo sobre el indulto. —¡Ja! ¡Justo, lo que me esperaba! Ese viejo zorro quiere ganar tiempo y hacérmelo perder a mí ¿Alguna noticia de la cercana fortaleza de Aikori? —Se limitan a montar guardia, en silencio. Pero es evidente que cuando el ejército del barón aparezca en el horizonte, desertarán. La mitad son de los nuestros, y la otra mitad son ciudadanos auxiliares. —Diles, discretamente a nuestros partidarios, que mañana, en cuando sea mediodía, se retiren. —¿A dónde nos iremos? Dijo el mensajero, en evidente tono de desesperación. —¡Al oeste, a Lamokia, a Enebran! ¡A cualquier sitio donde estemos a salvo de la ira enemiga, idiota! El jinete no podía creer las palabras de su jefe. —¿Eso significa la disolución de nuestro grupo? ¿No volveremos a intentar recuperar lo que fue nuestro, durante cuatro años, que estamos perdiendo a pasos de gigante, en poco menos de un mes? —En verdad fuimos muy afortunados de durar cuatro años, con tan pocas fuerzas, y tomando el relevo de los loitinos en el momento en que se iban. Amaxo ha estado perdiendo el tiempo, tratando de reclutar un poderoso ejército. Cuando vio que no conseguiría más ayuda de la recibida, optó por probar suerte. En cuanto nos derrotó en Imeka, entendió su error, y ya ha dejado de intentar reclutar a más hombres. Con los que tiene, más los cobardes que se le unen, le basta y le sobra. —¡No puede ser! ¡Somos poderosos! ¿Cómo puedes ser tan

derrotista? Tus pronósticos están errados. —¡Interprétalos como te parezca! Pero te advierto que si permanecemos durante más de dos días, cruzados de brazos, nos capturarán ¡Deja de engañarte, a ti mismo, y espabila! —Entonces ¿Qué le digo al….? Teriko se alejó, al galope, dejándolo con la miel en los labios. —¡No te vayas, por favor! ¡Vuelve! Dijo la mujer, esta vez, en evidente tono burlón. Al escuchar sus palabras, varias mujeres más, salieron del interior de una casa. —Así que ese valiente caballero opta por retirarse ¡Qué lástima! Dijo una de ellas, imitando a su compañera. —Sí que lo es. Ese salvaje me debe doscientos kaliks por mis servicios. Aunque me temo que le he regalado una buena ración de sífilis ¡Ja, ja, ja! El indeciso mensajero las miró, enojado. Hizo el intento de desenvainar su espada, pero lo pensó mejor, y optó por ir hacia la fortaleza de Aikori para advertir a sus compañeros. —¿Tú también te marchas, guapetón? ¡Qué maleducado! Se retira, sin despedirse de nosotras, como su jefe. No muy lejos, una niña y su madre, observaban la escena desde la puerta de su casa de campo. —Por fin se van, Sania ¡Somos libres! ¡Ya era hora! —¿De verdad eran tan malos como se dice? A nosotras nos trataron bien. Dijo la niña, llena de extrañeza. —Nos han tratado bien, pero nos han robado una parte de nuestros bienes. Una mala persona no es solo la que te pega e insulta. Hay muchas maneras de maltratarte. —Pues con esos bandidos viviendo en nuestra casa de campo, yo me sentía como una reina en su castillo, mami. Los veía como a una escolta personal. Eran algo andrajosos y mal vestidos, pero educados. Linan miró con ternura a su hija. Se alegró de que se sintiera así, y no hubiese sufrido maltrato alguno. —Tampoco eran muy trabajadores que digamos. Solo se animaban a ayudarme a recoger la cosecha y a ayudarnos en los quehaceres, cuando la novia de Teriko se lo pedía. —Ella también fue muy buena y atenta con nosotras. Yo temo

que los soldados de Amaxo también nos roben. —No te preocupes por eso. Son pocos. A ellos se han unido los voluntarios que estuvieron a las órdenes de Teriko. Esos se conformarán con que el barón les perdone sus vidas o acorte su permanencia en las minas del conde. En ese momento, una de las prostitutas agitó el brazo. —¡Línan! Un pregonero acaba de llegar y nos ha dicho que mañana, al mediodía, desfilará el barón con sus tropas. Hay que ir a recibirlo a la entrada del pueblo. Es mejor acudir. Vístete lo más elegante que puedas. La madre de Sania se sorprendió con la noticia. Creyó que Amaxo estaba más lejos. La mujer le informó de que al saber de la huída de los pocos que resistían en la fortaleza del pueblo, el barón tenía el camino libre para llegar a los límites de su reino y apresuró la marcha de sus tropas para forzar la huida de los pocos miembros del grupo de Teriko que quedaban en la región de Neuria. —En cuanto el mensajero les dio las instrucciones de su jefe, hicieron el equipaje y se fueron. No fueron capaces de esperar hasta el mediodía de mañana, tal y como les ordenó el cobarde de Teriko ¡Je, je, je! El desfile, encabezado por elegantes tamborileros fue muy ruidoso. Los jinetes, guardias de la ciudad y nobles a pie, se habían colocados sus petos con los colores heráldicos característicos en ellos. En cabeza marchaba el barón, con la cabeza descubierta, y con cierto aire de frialdad, pese a las aclamaciones de la ciudadanía. Un sorprendido oficial varano que lo acompañaba para escoltarlo, le susurró en voz baja. —Mi señor…la gente os aclama y os recibe como a su libertador ¿No os debería de alegrar? —Hace cuatro años recibieron así a ese bandido de Teriko. Y hace cinco, también a Windalpa, el jefe loitino. Fue la seca respuesta a su subordinado. Línan contemplaba el desfile, junto a las prostitutas que vivían, cerca de su casa. Sania se puso junto a los hijos de algunas de ellas. Algunos ciudadanos entregaron flores al barón, que sonreía, levemente a las personas que se las daban.

—¡Mamá, qué mal huele! Dijo uno de los niños. —¡Ah, sí! Es el inconfundible olor de los mercenarios daranos. Sus elegantes armaduras de cuero, apestan. Hay quien dice que las curten con orina de dragón, y por eso huelen así. Donde quiera que haya un enfrentamiento en Tierra Yrena, no pueden faltar los mercenarios daranos, ya sea en un bando u otro, o en ambos. Esos siempre piensan en la guerra. —Porque su tierra es grande pero muy pobre. Sus reyes son unos corruptos que solo piensan en pasarlo bien. Si se tomaran las cosas en serio, serían los dueños indiscutibles de toda Tierra Yrena y no estarían lamiéndole el trasero al emperador. Dijo una prostituta. —Pero si fueron ellos los que con su ambición arruinaron al Imperio del Norte. —Eso se debe a que les concedieron demasiadas licencias. Se les permitió hacer lo que quisieran, excepto desertar y faltar el respeto a sus superiores. Pero se les fue la mano, saqueando a ciudades amigas. Estas se pasaron al bando enemigo y el emperador se quedó sin aliados fiables que le suministraran tropas y equipamiento. Inevitablemente, perdieron, y en consecuencia, quedaron arruinados. —¡Ojalá nunca vuelvan a levantar cabeza! —Pues tras inventar las armas de fuego están consiguiendo ciertos éxitos. Menos mal que al emperador le han salido unos hermanos bastardos que le exigen privilegios dignos de ellos y ciudades para gobernar. Como no se los ha dado, se han unido a los bandos rebeldes de la boscosa Orian. Ojalá se maten entre ellos y el imperio se disuelva. —No se disolverá. El ganador se hará cargo del trono y continuará con la labor del primer emperador, Teofan, hace más de mil años. Una de las prostitutas se puso a hablar con Línan. —¿Qué harás, ahora? —Buscar un trabajo. Esos desconfiados bandidos no me permitían ir muchas veces a la ciudad. Temían que informara al barón de que en mi casa tenía Teriko su cuartel general. —El párroco, Arselo, me ha hablado de una casa noble en la

ciudad, cuya dueña es muy quisquillosa. Debido a su mal carácter y lo poco que paga, le cuesta trabajo encontrar a una sirvienta, que además deberá de residir allí. La que tiene se irá en otoño a vivir a Martana con su familia, pero no encuentran a una sustituta. Yo prefiero seguir ejerciendo mi oficio. También me insultan los clientes, pero gano mucho más ¿Te interesa, Línan? —Creo que lo intentaré. Tendré la ventaja de que al residir y comer en esa casa, a lo mejor, me compensa el bajo sueldo. Gracias por informarme. —Se lo diré al párroco para que no busque a otra. Llévate a la niña. Esa mujer tiene una hija adolescente, y otra, pequeña, de la edad de Sania. Se llevarán bien. —Esa es una de las desventajas de la ausencia de Teriko. No le gustaba que mi casa se quedara sola. Siempre dejaba, al menos a tres hombres de confianza, vigilándola. Las pocas veces que pude visitar a mi madre, me sentía tranquila. Sabía que Sania estaba en buenas manos. La hija de Línan se había enterado de la conversación, pero no dijo nada. Al principio dudó, pues le gustaba vivir en el campo. Pero al saber que jugaría con otras niñas, se animó. Tal vez no fuera mala idea vivir en la ciudad. Un fuerte griterío interrumpió sus pensamientos. Las prostitutas aclamaron a las tropas de Darania, que desfilaban con marcialidad. Además de sus remachados chalecos de diversas tonalidades del color ocre, llevaban cascos en forma de plato invertido, de diversos modelos. —¡Callad, por favor! Esos hombres huelen muy mal, y si los aclamáis, no se irán nunca. Dijo la molesta Sania, provocando la carcajada general. Uno de los oficiales daranos sonrió. Le dio una palmadita amistosa, poniendo a la niña de buen humor. Las prostitutas les arrojaron flores. Sin embargo, al final del desfile fue el turno de los prisioneros, que iban encadenados, y vestían con harapos. La gente los abucheó. Una de las mujeres se puso a gritar en voz alta, que uno de aquellos hombres era su marido, y que era inocente. Se había unido a los bandidos porque estos lo obligaron. Pretendía llegar hasta el barón Amaxo y suplicarle su libertad.

Varios guardias de la ciudad la sujetaron. Al ver que la trataban con brusquedad, Sania no pudo contenerse. —¡Dejadla tranquila! Es posible que esté diciendo la verdad. De una manera u otra, todos se han visto obligados a colaborar con Teriko, por tal de salvar sus vidas. Dijo la niña. Uno de los guardias hizo un gesto brusco con el pie, como si amenazara con darle una patada a Sania, por no callarse. Ante esa actitud, el público guardó un incómodo silencio, como si se avergonzara de su hostilidad hacia los cautivos. Sania insistió. —Anda, déjala que vaya a ver al barón ¿Tanto te molesta? —¡Sí! ¡Está estropeando el desfile triunfal! ¡Cállate o serás castigada por entrometida! —A ese hombre y a muchos otros más, le estáis estropeando sus vidas, que es peor. Muchos de ellos morirán en las minas de Varana ¿Es eso lo que queréis? —Eso no es asunto nuestro. —Ya lo veo. A vosotros la justicia os importa un bledo. —¡No es eso! ¡Nosotros cumplimos órdenes de nuestros superiores! Dijo un enfurecido suboficial. —¿Y de dónde creéis que sacan vuestro sueldo? ¡De los impuestos que pagan los ciudadanos! Por lo tanto, os pido, una vez más, que permitáis a esta mujer que hable con el barón. Entonces, la multitud, enardecida por las palabras de la niña, gritó en voz alta “libertad”, una y otra vez, para luego cambiar y decir: “¡No, no, no! ¡A las minas, no!”. Parece que Amaxo tenía buen oído, porque a pesar de la lejanía, dio la vuelta, de inmediato. Se produjo un silencio, absoluto, solo interrumpido por el sonido de los cascos de los caballos de Amaxo y de su escolta. El gobernante se quedó mirando con atención a los prisioneros, como si meditara lo que debía de hacer con ellos. Uno de los guardias se acercó, seguramente para informarle de que Sania fue la que enardeció a la multitud. Pero Amaxo hizo un gesto con la mano, y le ordenó guardar silencio. Parecía no querer saber nada sobre esa noticia, que podría obligarle a castigar a Sania, y no parecía estar dispuesto a ello. Eso le enemistaría con la población. Pasados unos minutos, hizo un gesto con su mano enguantada

de blanco y ordenó a un oficial, que todos los prisioneros fueran desencadenados. Al verse libres se apresuraron a abrazar a la multitud. La gente aclamó al canoso y bigotudo barón, que por fin optó por sonreír y saludarlos. Amaxo había comprendido que si quería ganarse el cariño de su pueblo, tenía que ser más tolerante. Línan apenas había tenido tiempo de reaccionar. No esperaba que su hija se comportara de esa manera. La mujer que pretendía arrodillarse ante el barón y su recién liberado marido, no sabían cómo agradecer a Sania lo que había hecho por ellos. —Tu hija tiene mucho coraje, Línan. De no haber sido por ella, los presos estarían en camino hacia Varana. Dijo una prostituta. Capítulo 2: La hija no buscada Una fría mañana de otoño, Línan y su hija partieron para la casa de la familia “Harden”, situada en el pueblo de Grismot, a treinta y siete kilómetros de Aikori. Un mercader las llevó en uno de los carros, que de camino llevó también a un par de prostitutas de “La Casa de Mirenka”. Tras la marcha de Teriko, el negocio había dejado de ser rentable. Esos contornos eran muy solitarios y apenas tenían clientes. Poco a poco, las licenciosas mujeres se iban marchando hacia otros locales de la ciudad. De seguir así, Mirenka, la dueña, pondría en venta el local. Le preguntó a Línan si le interesaba, debido a la proximidad con su casa de campo. Pero ella dijo, que ojalá tuviera dinero suficiente para comprarlo. —¿No se lo puedes pedir a tu madre? Línan se estremeció, tan solo en pensarlo, pero se limitó a decir que no se lo daría. En el pasado habían tenido problemas. Su rencorosa progenitora estaba deseando que le pidiera cualquier favor para echárselo en cara, constantemente, y avergonzarla en público. Desconocía si tenía dinero suficiente como para comprar el local, pero evitaba pedirle favores. Las calles del pueblo eran estrechas y apestosas. Las viviendas no solían tener más de dos plantas. La mayoría necesitaban con urgencia ser revisadas por algún albañil o pintor,

e incluso ser derribadas, debido a su mal estado de conservación. Cuando la señora de la casa abrió la puerta y vio a Línan y a Sania, puso cara de disgusto, como si se hubiera llevado una mala impresión. De inmediato sonrió, cortésmente. —¿Vosotras sois las que me recomendó el párroco, Arselo? —Así es, señora. Mi nombre es Línan Yeriano y ella es mi hija, Sania Taimoin. —Vengan otro día, por favor. Hoy estoy muy ocupada. Dijo la señora, disponiéndose a cerrar la puerta. Una sonora voz del interior le hizo desistir de sus propósitos. Era su marido. —Por favor, no se queden fuera. Entren y hablemos. La conversación pareció ser del agrado del hombre, que procedió a decirles que estaban contratadas, y que trajeran sus pertenencias a la casa, lo antes posible, ya que residirían allí. —Ahora mismo las recogeremos. El párroco nos hizo el favor de guardarlas. Gracias por su confianza. Cuando se quedaron a solas, Gefia mostró su disconformidad a su marido. No le gustaba esa niña, fruto de la violación de un guerrero loitino hacia su madre. El hombre la corrigió. No fue una violación, sino una propuesta matrimonial fracasada. Línan desconocía que los loitinos tenían a varias esposas, además de ser nómadas. Si el guerrero hubiese accedido a tenerla solo a ella, además de quedarse a vivir en su pueblo, o en alguno otro cercano, habría accedido a casarse con él. Pero el padre de Sania se negó a ambas cosas. Un guerrero loitino jamás abandona a su tribu. Le dijo. Línan se negó a seguirlo a sus semidesérticas tierras. —Eso no cambia mi opinión sobre ellas. Acuérdate que la banda de Teriko tenía su cuartel general en la casa de campo de esa señora, a la que tanto le gusta codearse con bandidos y jinetes salvajes que visten coloridos ponchos y son expertos en el uso del arco mientras cabalgan. —¿Qué otra cosa podían hacer, querida? Aikori está poco poblada y se halla cerca de la frontera con Lamokia. Era el lugar perfecto para que ese astuto villano cobarde estableciera su base principal.

Gefia comprendió que su marido no iba a cambiar de idea. —Espero que no te equivoques en tu elección. Medro Harden tenía 49 años. Estaba casado con Gefia de 39, de la que tenía dos hijas; una con seis años, llamada “Melitta”, y otra con doce, cuyo nombre era Florenia. Medro vivía del dinero que le producía el alquiler de una casa de campo y otras tres casas en el centro urbano. Solía estar fuera de la suya por las mañanas. No era ningún secreto que hacía lo imposible por salir, a la más mínima excusa. Su esposa estaba siempre de mal humor. Justificaba su ausencia, unas veces con motivo de visitar a su padre, y otras para ayudar a su hermano en el campo. Medro era un hombre alto; delgado y rubio, con bigote alargado, casi calvo. Su esposa era morena, bajita, y de carácter inquieto. A ambos les estaban saliendo abundantes canas en el pelo. La casa era demasiado grande para las cuatro personas que la habitaban. El marido vivía allí desde su infancia con sus seis hermanos, que junto con sus padres, residieron en ella. Era una vivienda amueblada con muebles rústicos y algunos que otros adornos caballerescos, tales como espadas y blasones, que intuían el origen noble de la familia. También tenía un patio interior en el que correteaba con frecuencia la pequeña Melitta. Esta, nada más ver a Sania entrar por la puerta, se quedó mirándola. Sin darle tiempo a presentarse, la cogió de la mano y le dijo: —¡Ven, vamos a jugar! Ambas niñas se pusieron a correr a toda velocidad por el pequeño patio. Florenia jugaba poco con ellas; la mayoría de las veces, cuando su irascible madre cogía una de sus habituales rabietas. Melitta tenía el pelo castaño, al contrario que su hermana, que era rubia. Sania era morena con el pelo corto, al igual que su madre. Sus ojos marrones tenían cierto aire oriental, tal vez, heredado de su padre. Los trabajos de la casa no eran más duros que las de cualquier otra de la época. A Línan le tocaba planchar, tender la ropa, ir a por agua al pozo, ordenar las habitaciones, etc. Curiosamente, hacer la comida no entraba en sus tareas. De eso se encargaba Gefia, tal vez para controlar los gastos o porque

debido a su manía persecutoria temía ser envenenada. Lo más deleznable era que habiendo habitaciones y camas de sobra, Línan y Sania tenían que dormir encima de un viejo colchón, tapadas con mantas en un oscuro y húmedo cuarto vacío. Medro se conmovió y protestó a su mujer. Lo mismo hizo Melitta, que aseguraba que en su dormitorio había sitio para Sania. Pero la alocada dueña de la casa hizo valer su decisión, gritando con brusquedad. Melitta se puso a llorar pero el marido no protestó demasiado; lo cual era lógico, ya que dormía en la misma cama que su esposa y para no llevarse mal con ella, cedió cobardemente. La mayor preocupación de Gefia era su hija, Florenia, a la que aparentemente, todo le daba igual. Esta había tenido la oportunidad de estudiar en un colegio para personas acaudaladas, pero su falta de voluntad hizo que dejara los estudios cuando apenas tenía diez años. —¡Ay, hija mía! ¿Qué hacemos contigo? Búscate un marido con dinero para que solucione tu futuro. Le solía decir su madre, frecuentemente. Cuando la veía sentada, mirando las musarañas, solía decirle en tono de enfado: —Ya que no haces nada, haz algo útil y enseña a tu hermana a leer, para que el año que viene tenga eso de adelanto. La apática Florenia, algunas veces obedecía, provocando la irritación de Gefia con su pasividad. Pero en esas escasas ocasiones, Sania se acercaba también para aprender. A la señora de la casa no le gustaba eso, y con frecuencia trataba de alejarla. Pero en cuanto la señora de la casa se daba la vuelta, la niña regresaba. Gefia dio las quejas a Línan. —Dile a tu hija que te ayude en tus tareas. No me gusta que se acerque a Melitta cuando su hermana la está enseñando a leer. —Disculpe, señora. Pero mi hija ya sabe leer. La banda de Teriko la enseñó. Entre ella y Florenia, su hija aprenderá más pronto. Dos profesoras son mejor que una sola. Gefia no dijo nada, pero se le hizo insoportable ver a Sania enseñando animadamente a leer a Melitta, mientras Florenia asentía en silencio, delegando sus funciones en ella. Un día llamó en privado a su hija mayor y le dijo:

—¿No te da vergüenza que esa pequeña salvaje campesina sea más eficaz que tú? ¡Espabila y no te dejes avasallar! De camino, contrólala. No permitas que toque mucho nuestros costosos libros. Los podría ensuciar o romper. Con no poca desgana, la hermana de Melitta cumplía el mandato de su madre. Pero Sania, indefectiblemente, tomaba la iniciativa, y volvía a sustituir a la resignada Florenia en sus funciones de enseñanza. Irritada, Gefia se lo dijo a su marido, que se limitó a guardar unos cuantos libros a los que tenía mucho aprecio, y ponerlos fuera del alcance de la cada vez más carismática Sania. Gefia acabó por ceder, pero eso no evito que cuando la viera tocar algún libro que no fueran los destinados a enseñar a leer a Melitta, ordenara a Sania, con brusquedad, que lo guardara de nuevo en su sitio. Poco le gustaba ver a ambas niñas charlando, animadamente, mientras Florenia, cruzada de brazos, se quedaba mirándolas, sentada en un rincón. A la hora de pagar por sus servicios a Línan, unas veces lo hacía el marido, y otras, la esposa. Al soltar el dinero, Gefia la miraba con cara de asco, como si le diera una limosna. La asistenta no se tomaba a mal la actitud de Gefia. Era de carácter discreto y paciente, salvo cuando alguien hablaba mal, acerca del origen de su hija Sania. Había un doloroso asunto que la ponía triste. Su madre, Amara, no quería saber nada de su nieta. La consideraba el fruto de un desliz por parte de un salvaje bárbaro. Pero ella tenía mucha maldad y decía a sus vecinas, que su hija fue violada. Línan tampoco se llevaba bien con su orgullosa y déspota madre. De hecho, años atrás se escapó de la casa con su hermano porque no podían soportarla. Pero tras la muerte de éste, en combate contra la poderosa secta de “los Dragones Rojos”, la relación entre madre e hija fue algo más suave, e iban a verse, de vez en cuando. Pero Amara le daba la espalda a Sania y no le dirigía la palabra. Tampoco permitía que la llamara “abuela”. Si de ella hubiera dependido, habría obligado a su hija a abortar. Amara vivía cerca de donde trabajaba Línan.

Capítulo 3: Un día de mercado El jueves era el día que Gefia solía ir a comprar al mercado. En tales ocasiones se hacía acompañar de todas las manos posibles para ayudarla a cargar con las compras. Ese día no se salvo siquiera su madrugador esposo. Al parecer, la noche anterior habían discutido, y debió de amenazarlo con privarle de alguna cosa de interés para que acudiera, resignadamente, y sin protestar. Tampoco las dos pequeñas se libraron de ir, aunque a ellas les encantaba salir a la calle, y no les daban cosas de mucho peso para cargar. Era increíble el bullicio en la plaza mayor del pueblo. Por todas partes se escuchaba el vocerío de los vendedores, que llamaban a la gente, y gritaban en voz alta sus ofertas. —Línan, acompáñame. Tú, Florenia, ven también. Medro, quédate con las niñas y cuando os llamemos, venid a ayudarnos. Este se sentó en uno de los bancos, mientras contemplaba el corretear de las chiquillas a su alrededor. Una voz educada le interrumpió sus pensamientos. —Disculpe, señor ¿No le echa un vistazo a mis mercancías? Medro se levantó de golpe y miró hacia atrás. Un hombre, de unos cincuenta años, tenía expuestos unos artículos desconocidos para él. En una mesa había trastos de vivos colores. —Oiga…¿Qué es todo esto que hay aquí? —Ahora se lo explico, señor. Este tarro de aquí es agua milagrosa del manantial de Farmos, en el norte. Esto, velas aromáticas para traer la felicidad a su casa. Esto otro, varitas mágicas para viajeros. El asombrado Medro preguntó. —¿Qué es eso de varitas mágicas para viajeros? Es la primera vez que oigo hablar de ellas. Si son unas vulgares ramas. —Verá, señor; son unas varitas que han sido cargadas de energía por un mago, para que las utilicen las personas que no entienden el uso de la magia. Se usan, sobre todo, para defenderse de los bandidos, lanzándoles una descarga eléctrica o para hacer brotar agua cuando nos encontremos sedientos. Se pueden utilizar entre cinco y diez veces, eso depende de los hechizos y las

habilidades mágicas de su poseedor ¿No le interesan? En el precio va incluido un papiro para aprender a manejarla con los nombres de los hechizos más adecuados para su uso. Medro miró a su lado. Las niñas habían dejado de jugar y miraban, sonrientes, los extraños objetos del vendedor. —No, gracias. No necesito varitas en este momento. Además, lo más seguro es que acaben en manos de estas dos diablillas, y sabe Dios lo que podría suceder luego. El vendedor se echó a reír. —Cierto, caballero, cierto. Y es una pena. Las niñas tienen más habilidades mágicas que las personas adultas. Una varita de viajero en manos infantiles puede ser usada entre veinte y treinta veces, más o menos. Una severa voz de mujer se escuchó detrás de Medro. —Te dije que estuvieras atento. Estoy harta de llamarte. —Perdona…es que estaba hablando con este señor, y no me pareció educado interrumpirle. Dijo Medro a su esposa. —Buenos días, señoras. Pasen y vean las cosas que tengo. Gefia parecía muy interesada. Se llevó un buen rato hablando con el vendedor. Este se llamaba, “Gradán Mefil”. Mientras Medro, sus hijas y Sania regresaban a la casa, cargados con las bolsas de la compra, Gefia y Línan se quedaron hablando con Gradán. Tardaron más de dos horas en regresar. Cuando volvieron, traían velas perfumadas de colores, vasos decorados con imágenes mágicas, además de varitas de incienso, entre muchas cosas más, relacionadas con las artes mágicas. —¡Vaya! Veo que el tal Gradán ha hecho el negocio de su vida. Dijo Medro, algo enojado. En cambio, su esposa estaba radiante de alegría. —¡Calla, calla, calla! Ese vendedor me ha dado la solución para nuestra hija. Me dijo que en las capitales es muy común entre las mujeres importantes estudiar la magia ¿Te imaginas a nuestra amada Florenia con una varita mágica como las hadas? Dijo Gefia, sonriente. El marido se echó las manos a la cabeza. —¡Madre mía! Yo, siguiéndole la corriente al tipo ese, y aguantando sus tonterías para no comprarle nada, y tú, no solo le

compras medio puesto, sino que además me vienes con extrañas historias de hadas y brujas. —Anda, calla, que no entiendes. Bueno, pues también me ha dado la dirección de un mago al que podremos escribirle para evaluar si nuestra hija tiene dotes suficientes para ser un hada, y recomendarla en caso de ser así. —¡Uf! Vaya tontería. Ese tipo, seguramente, será un farsante que nos sacará el dinero a base de bien, si se nos ocurriera contar con sus servicios. —Debemos darnos prisa en llamarlo. Dentro de un par de meses partirá hacia el norte. —¿Y si Florenia no tuviera dotes mágicas? —No tengas tan poca fe, querido. Además, por ingresar en una escuela de magia, le darán un certificado de asistencia. Y según Gradán, a los hombres de las grandes ciudades, les impresionan las mujeres que son hadas o han estudiado la magia. —¡Ja, ja, ja, ja! Menudas cosas raras se te ocurren para encontrarle un novio adinerado a nuestra hija. —Será mejor que no digas más tonterías y le escribas una carta para que venga a vernos, cuanto antes. Dijo su esposa con seriedad. El resignado marido no tuvo más remedio que escribirla. A su término, Gefia le preguntó por curiosidad a su hija Florenia, qué le parecía la idea. —Mala. Creo que será una pérdida de tiempo y unos estudios muy complicados para mí. La enfurecida madre miró llena de rabia a su hija, y a continuación cogió la carta con ira. Estuvo a punto de romperla. —¡Harás lo que yo te ordene! Ni se te ocurra decirle al mago que no quieres ser un hada. Al menos, intenta estudiar durante un año. Cuando tengas el título, decides si quieres seguir estudiando o no. —Debemos cuidar nuestras costumbres. Los magos piensan que las hijas de las familias acomodadas son unas ineptas. Dijo Medro. —Tienes razón, querido. Yo me encargo de eso. Respondió su esposa.

Ya fuera porque cogieron más confianza o porque querían que su visitante tuviera una buena impresión de ellos, lo cierto es que Gefia, por fin accedió a que Sania y su madre se alojaran en una de las habitaciones vacías de la casa. En cuanto al mago, cuyo nombre era “Fausto Sanwatt”, escribió respondiendo a la carta de Medro, diciéndole que si le pagaba el viaje y sus honorarios, accedería a visitarlos. Gefia estuvo de acuerdo. Al leer la respuesta, Fausto se puso en marcha. Al parecer, tardaría cinco días. Capítulo 4: La visita del mago No fueron cinco días, sino seis, los que el mago Fausto tardó en llegar. Con él iba su ayudante, “Rexiles”. Ambos vestían amplias túnicas con filos adornados en color oro. La de Fausto era azul, y la de su ayudante, del mismo color, pero de un tono más claro. Fausto tenía un aspecto afable. Llevaba barba de un mes, casi blanca. Aparentaba tener poco más de cincuenta años. —Muy buenas tardes. Es la casa de la familia Harden ¿Verdad? Soy Fausto, el mago. —Buenas tardes. Pasen, por favor, y sean bienvenidos a nuestro humilde hogar. Exclamó Gefia, mostrando simpatía al abrir. Una vez dentro, Sania se apresuró a saludar a los dos hombres. Al verla, dijo el mago: —¡Hola, morenita! ¿Eres tú, la futura hada de la que me hablaron en la carta? —No. Es esa rubita ¡Pero a mí, también me gustaría ser un hada! ¿Eh? Por cierto, me llamo Sania. Ella es Florenia. Dijo, señalándola. Al verla, el mago exclamó con aire de decepción: —¡Ah, muy bien, Sania! ¡Gracias por informarme! De inmediato, todos fueron a recibir a Fausto y a su ayudante. Este preguntó a los padres, si podían hablar en privado. Gefia los condujo al patio. De allí salió su hija, Melitta, que dijo “hola” a los recién llegados. Pese a tener la misma edad que Sania, no tenía tanta soltura como ella.

—No quiero ser demasiado pesimista, pero adelanto que Florenia no me ha causado buena impresión. La veo demasiado tranquila. Para ser un hada, hay que tener una actitud mucho más enérgica. De lo contrario no será capaz de defender a los oprimidos cuando estén en aprietos. —Por favor, no adelantemos acontecimientos. Hágale las pruebas, y cuando termine, me dice lo que opina. —Desde luego. Tal vez sea una impresión mía. Si usted supiera la cantidad de chicas que quieren ser hadas, pero no logran llegar a final de curso...Se diría que se apuntaron, solamente para tener la estrella azul que les regalan al acabar el primer grado. Esa estrella es una preciosidad, de un intenso azul añil, que muchas llevan colgando del cuello para lucirlo por la calle. La gente se queda sorprendida y piensa: “Por ahí, va un hada”. Y el 75 por ciento, ni siquiera tiene la categoría de “Aprendiz de primer grado”. Pero a ellas, les da lo mismo. Los padres guardaron un respetuoso silencio. Parecía que Fausto había adivinado las intenciones de estos, y les daba a entender que no contarían con su aprobación para recomendar a una aspirante que no tuviera realmente vocación de hada. Durante unos diez minutos, la madre defendió a su hija. Ella siempre tuvo ilusión por ser un hada ¿Cómo podía dudarlo? Pero Fausto era muy reacio a creerla. La experiencia le había enseñado a juzgar a las personas de un simple vistazo. A modo de consolación, exclamó: —¿No sería mejor examinar a la pequeña? Es aún una niña, y con un aprendizaje correcto podría ser una buena hada. Pero Gefia insistió, una y otra vez, que debía ser su hija mayor. La pequeña apenas sabía leer y no iba al colegio. Tal vez, más adelante. —De acuerdo, no se hable más. Examinemos a Florenia. Esta tuvo que soportar unas curiosas pruebas. —Ve a tu habitación y ponte el vestido más elegante que poseas. Tienes quince minutos. La hija mayor cumplió con el tiempo acordado. Fausto le pidió que caminara hacia adelante, girara de lado, etc. Todo ello a la vista de los moradores de la casa. De pronto, le dijo algo en el

oído a la hija menor, aprovechando un momento que su alumna les estaba dando la espalda. El mago le pidió que caminara de puntillas, con los brazos en alto. Melitta se echó a reír. —¿Te hace gracia, mocosa? Dijo la aspirante a hada, con malos modales y mirada asesina. —Rexiles apunta en el cuaderno: “No tiene paciencia suficiente como para aguantar una broma o comentario”. Te digo una cosa, Florenia. Tu hermana se ha reído, porque yo se lo pedí. Esta bajó la cabeza, avergonzada, por no haber superado la prueba a la que la sometió el mago. —Mamá ¿Estas cosas que hace Florenia son para hadas o para modelos de sastrería? Dijo Sania a su madre, en voz baja. El mago, que se había enterado de la conversación, le respondió con una alegre sonrisa: —Es para comprobar su disciplina exterior. Ahora viene lo más difícil; la disciplina interior. Fausto pidió a su alumna que se sentara en el suelo, encima de sus piernas, y se relajara. —Ahora, todos debéis guardar silencio. Si alguien considera que no puede estar con la boca cerrada o sin hacer ruido, le ruego que salga de esta habitación. Florenia estuvo en esa postura durante más de quince minutos. Pasados los cuales, exclamó: —¿Debo permanecer mucho más tiempo así? —No. Ni un minuto más. Al abrir la boca, ha finalizado la prueba. He aquí, una cosa buena. No esperaba que estuvieras callada más de cinco minutos. Eso me ha gustado. Fausto puso un vaso de bronce, lleno de agua, encima de la mesa. A continuación, cogió su bastón mágico. Eso provocó un comentario de la curiosa Sania. —Pensé que los magos y las hadas usaban varitas. —¡Je, je, je! Eso es una creencia popular, mi querida niña. Cada mago usa lo que le da la gana. Aunque eso, sí, a las alumnas y alumnos, les suelen dar una pequeña varita para que tengan más soltura en sus primeras prácticas. —Pues parece la pata de una mesa grande.

—¿Verdad que sí? Las hay de muchas formas y tamaños. Muchos magos las pintan de sus colores favoritos. Eso no les está permitido a las hadas novatas. Cuando un mago derrota a otro, es frecuente que se quede con su varita, palo o bastón. Les suelen pedir mucho dinero a sus rivales derrotados, si estos quieren recuperarlos. A continuación, dijo a Florenia: —Observa lo que voy a hacer, porque luego tendrás que hacerlo, tú, sola. Fausto apuntó su bastón mágico hacia el vaso, lleno de agua, y lo levantó de la mesa, dejándolo caer a continuación, sin derramar una sola gota. —¿Ves? Ahora, hazlo tú. No te preocupes si derramas el líquido. Ninguna alumna ha conseguido levantar el vaso la primera vez, sin mojar el suelo. Pero la prueba fue un rotundo fracaso. Después de varios intentos fallidos, Fausto decidió dejarla por imposible. —Lo siento mucho. Esta prueba era la más importante de todas, y su hija ha fallado. —¿No puede darle otra oportunidad, por favor? Exclamó la apenada Gefia. —Lo siento, es inútil. El vaso ni siquiera pestañeó. En apariencia, su hija Florenia no tiene habilidades mágicas. Entonces, la pequeña Sania exclamó con su dicharachera e inocente vocecita: —Pero si ella no ha intentado nunca una cosa así ¿Por qué habría de salirle bien? Ande, déjela que practique un ratito, antes de examinarla de nuevo. —Lo siento, pequeña. Pero no puede ser. —Que sí, que sí puede ser. De ti, depende. No seas malo. Algo enfadado por los modales de la niña, Fausto exclamó: —A ver, Sania ¿Es qué pretendes enseñarme lo que debo hacer, y lo que no? —Pues….sí. Claro que sí. Tú dijiste antes, que hay que ser enérgicos ante las injusticias ¿No? Exclamó, ingenuamente. Esa respuesta dejó mudo de asombro al mago. Línan se dirigió a su hija para regañarla, pero Gefia la sujetó por la mano,

al tiempo que le decía en voz baja: —No, por favor, déjala. Tal vez ella consiga convencerlo de que le dé otra oportunidad a Florenia. Fausto, tras acariciar el pelo a Sania, dijo a Gefia: —Con su permiso, estimada señora, me gustaría ir a alguna habitación en la que mi ayudante y yo podamos estar a solas y consultar. —Por supuesto. Por favor, síganme. Sania, al ver a la callada Florenia, sentada e inmóvil como una estatua, exclamó: —¿Qué haces así? Deberías estar practicando para convencer a Fausto de que tienes facultades mágicas ¿A qué esperas? Esta rompió a llorar. —Es inútil, Sania. He fallado. No me saldrá, jamás ¡No sirvo para nada! —¿Qué forma tan derrotista de hablar es esa? Venga, te voy a ayudar. Igual, con un poco de suerte, sale bien. En ese momento entró Melitta. Al ver a las dos niñas levantar el pesado bastón, dijo: —¿Estáis jugando a ser hadas? ¡Yo también quiero jugar! Rexiles también intentaba convencer a su maestro de que le diera una segunda oportunidad a la hija mayor de Gefia. Fausto estuvo pensativo durante al menos quince minutos, antes de responderle. —Sabes que no puede ser. Lo intentó varias veces sin ningún resultado positivo. A juzgar por la actitud de Florenia, solo un milagro puede ayudarla. Si al menos hubiera alguna esperanza concreta…Lo siento. Veo muy poca voluntad por su parte. —Te entiendo, maestro. —Anda, hazme un favor; trae un poco de agua, que tengo la boca seca. Ve a por el vaso que dejé encima de la mesa del salón, y llénalo de agua limpia. A ver si se me aclaran las ideas, y se me ocurre alguna cosa. Al cruzar por el patio de la casa, Rexiles vio desde la ventana interior a las tres niñas sosteniendo el bastón del mago. —Maestro, asómate. No te lo pierdas. —¡Vaya, vaya! Así que esas tres granujillas están jugando

con mi bastón. Viendo que el vaso no se movía, Sania dijo a sus amigas: —Creo que lo estamos haciendo mal. A lo mejor es que la cosa no consiste en apuntar al objeto, sino en concentrarnos y decirle que se mueva, dirigiendo con el bastón nuestras órdenes mentales. —Puede ser. Exclamó Florenia. —Vamos a pedirle al vaso que se levante. Dijo su hermana. Las niñas, al unísono, exclamaron: —¡Vaso, levanta! ¡Vaso, levanta! ¡Vaso, levanta! —¡Qué gracia tienen esas tres diablillas! Dime, Rexiles ¿Crees que conseguirán moverlo? Entonces, para asombro de los mirones, el recipiente se elevó unos diez centímetros en el aire. Estuvo inmóvil durante cuatro segundos, y descendió con brusquedad, tirando un poco de agua. Las tres niñas gritaron con alegría: —¡Biennn! —Ahora, yo sola. Exclamó Melitta. Los padres y Línan, al ver a Fausto y su ayudante curiosear por la ventana, les preguntaron qué estaba sucediendo. —No hagan ruido, por favor. Esto se pone interesante. Dijo el maestro, en voz baja. Melitta no consiguió que el vaso se moviera, ni un solo centímetro. —¿Ahora no sale? Si antes se movió. —A ver si es que el bastón pesa mucho para ti, déjamelo. —No, Sania. El bastón es mío. Vosotras buscad otra cosa. Viendo que no estaba dispuesta a soltarlo, Sania cogió un lápiz. El vaso se levantó, de inmediato y sin dificultad, en la dirección que señalaba este. No se derramó ni una gota de agua. —A ver, ahora déjame a mí el lápiz. Exclamó Melitta, soltando el bastón. El asombrado Fausto, dijo en voz baja: —Es ella. La pequeña Sania es un hada. —No…no puede ser. Exclamó Línan con asombro. —Claro que no. Dijo Gefia, con claros síntomas de envidia. Florenia se animó, y cogió otro lápiz.

—Voy a intentarlo yo, pero con otra cosa. En esta ocasión intentó levantar un pequeño libro que había en una estantería cercana. Este se movió unos centímetros. —Parece que Florenia va mejorando. Tal vez valga la pena que le demos una segunda oportunidad. Exclamó Fausto. Melitta consiguió levantar el vaso, durante unos segundos. Luego soltó el lápiz y exclamó, alegremente: —¡Lo conseguí! Tras realizar su prodigio, se fue al patio a seguir jugando. Viendo las dificultades para levantar el libro, Sania decidió ayudar a su amiga. —Tuerce a la izquierda, Florenia. A la izquierda, no a la derecha. Eso es. El libro se elevó a varios metros del suelo y aterrizó con cierta brusquedad, encima de la mesa. —Gracias, Sania. Ahora, llévate el libro para que no se moje, y déjame con el vaso de agua, que le tengo ganas. —Espera, que te voy a ayudar. En ese momento, Fausto alzó la voz. —¡No, Sania. Déjala a ella, sola! Florenia es tu oportunidad. Levanta ese vaso, pero hazlo, tranquilamente, como si no te estuviéramos observando ¡Concéntrate! Este se elevó, casi en línea recta, sorprendiendo a Fausto. Entonces se fijó que la niña estaba ayudando con disimulo a su amiga, apuntando con el lápiz al recipiente. —¡Sania, no la ayudes, por favor! Dijo el mago, irritado. —Vamos, Florenia ¡Tú puedes! Dijo su madre. La pequeña miró a los ojos a su amiga y le dijo: —Venga, hazlo. Yo también confío en ti. Ahora, sí. El vaso se elevó, magistralmente, aunque su caída fue brusca. Pero no importaba. Fausto se dio por satisfecho. —¡Sorprendente! Es increíble lo que puede hacer el apoyo de unos amigos y parientes cercanos. Puedes contar conmigo, para conseguir el ingreso en la escuela de hadas de Tarat. —¡Tarat!…Eso está muy lejos. Dijo Florenia. —A unos doscientos kilómetros de aquí, más o menos. Pero hay que sacrificarse un poco ¿No te parece?

—No te preocupes por eso, hija mía. Te acostumbrarás a estar lejos. Supongo que durante el verano, le darán vacaciones ¿No es así? —Desde luego. Ahora, si no les importa, quisiera volver con mi ayudante a la habitación. Hay que escribir una carta muy larga, para recomendar a su hija. La asombrada Línan preguntó a Sania, cómo había logrado mover los objetos. Esta, asustada, y temiendo ser el blanco de la envidia de los dueños de la casa, dijo que ella no había hecho ningún prodigio, y que todo lo que vieron fue obra de Florenia. —¡Exactamente! Siempre dije que mi hija tenía facultades mágicas, desde que nació. Pero hoy, por fin se me hace caso. Dijo la orgullosa Gefia. —Sania, antes dijiste que te gustaría ser un hada ¿Verdad? Dijo el sonriente Fausto. —Pues…me gustaría, ya lo creo. Pero por lo que estoy viendo, tendría que pasar por unas pruebas como las que pasó Florenia, y no me siento capaz de superarlas. Además, tendría que separarme de mi madre para poder ir a estudiar. —Así es, hija mía. Te permito que juegues a hadas y brujas, pero no permitiré que te tengas que alejar de mí, para poder serlo. Dijo Línan, abrazándola con ternura. Florenia, sentada en el sofá de madera, escuchaba en silencio lo que hablaban de ella. Miraba con asombro a la inquieta Sania y se preguntaba por qué no defendía abiertamente sus poderes y facultades mágicas ¡Demasiado bien sabía, que de no haber sido por su gran apoyo, no lo habría conseguido! Sentía lástima por ella. Ahora la apreciaba mucho más que antes. Dentro de un par de meses, partiría a estudiar a la escuela de hadas. Ella seguiría allí, ayudando a su madre y perdiendo la niñez. Pasado un buen rato, Rexiles llamó a Línan y a su hija. —Mi maestro quiere que vayan a verle. Necesita que le ayuden a hacer el equipaje. Dijo, guiñando un ojo. Esa era una excusa para no despertar sospechas en la envidiosa Gefia. Fausto dijo a Sania: —Estoy muy asombrado. Veo que estas hecha toda un hada. No negarás que la mayor parte de las cosas que vimos, las hiciste

tú ¿No es cierto? La ruborizada niña no dijo nada, pero movió su cabecita, con un gesto afirmativo. —Señora, aquí tiene una recomendación mía, por si se decidiera alguna vez a mandar a su hija a estudiar la carrera de hada. Disculpe que no se la entregue en el salón, delante de todos. Ya he podido observar que algunas personas podrían sentirse ofendidas. Dijo, mientras le entregaba un par de papiros. —Eh…muchas gracias, pero creo que no la voy a mandar. Doscientos kilómetros son muchos. Además, no tengo dinero para costear sus estudios, ni creo que pueda pagarle a usted tampoco por el favor que nos está haciendo. —No me debe nada. Así que, no se preocupe por eso. La escuela a la que he recomendado a Florenia, es muy distinta a la que voy a recomendar a su hija. Está, casi a quinientos kilómetros, en la ciudad de Keilan, en la región de “Lamokia”. Se llama “Escuela del Roble Dorado”. Ah, pero eso sí; al ser una niña prodigio, los gastos los paga la reina de allí. No le oculto que existe el inconveniente de que si estallara una guerra, es muy probable que a las hadas con talento, les toque ser las primeras en ir a defender ese reino. —¡Más lejos, aún! Lo siento, pero no estoy dispuesta a perder de vista a mi pequeña. Tal vez, dentro de unos años… —Dentro de unos años, quizás no sirvan de nada mis recomendaciones. Es incluso probable que ella haya perdido muchas de sus facultades mágicas. De todas formas, guarde estos pergaminos como si fueran un tesoro, y úselos lo más pronto que pueda. —Lo pensaré. Pero de momento, no. Capítulo 5: Malas noticias Grismot, 8 de enero del año 2.167. El día anterior, Florenia regresó a la escuela de hadas, tras pasar la Navidad en familia. Ninguno de sus parientes esperaba las noticias que les contó. Al parecer, en esa escuela abundaban

los alumnos de muy baja categoría. La directora ni siquiera se molestó en leer la recomendación de Fausto cuando Florenia se apuntó al curso, en septiembre del año anterior. Más que una escuela de hadas y hados, parecía un centro disciplinario. Las edades de los alumnos variaban desde los seis años, hasta los sesenta y cinco. Muchos eran conflictivos y los profesores tenían muy escasa paciencia con ellos. No dudaban en agredirles o incluso expulsarles. Se calculaba que a final de curso, casi la mitad del alumnado estaría dado de baja por diversos motivos; muchos de ellos, expulsados por causa de su mala conducta. Florenia quiso morirse al ver ese nefasto ambiente. A los dos meses se acostumbró, aunque no estaba segura de que pudiera llegar hasta los cinco años que duraban los cursos normales. Ese centro era llamado “El Barrizal” porque inicialmente estuvo situado cerca de un pequeño y fangoso río. Debido al gran número de alumnos que enfermó, lo ubicaron en otro sitio, pero la gente siguió llamándolo igual. —La cuestión es que mi hija sea capaz de aguantar hasta el final. Lo que más me duele, es que ese Fausto nos cobrara por sus servicios. En ese centro sus recomendaciones no sirven para nada. Él lo sabía. Dijo Gefia de mal humor —¿No le ha escrito, protestándole por eso? Dijo Línan. —Por supuesto. Ha respondido, casi burlándose de nosotros. Nos dijo que en esa escuela no hace falta tener muchas recomendaciones para poder entrar; y que ya nos avisó de que Florenia no tiene mucho talento de hada ¡Qué hombre tan testarudo! ¿Acaso no la vio levantar el vaso, lleno de agua, tal y como le pidió? Si lo llego a saber, no lo llamo. Sania permanecía la mayor parte del tiempo, aburrida en la casa. Su compañera de juegos, Melitta, ya iba al colegio. Ese era su primer año. Cuando le preguntó a su madre por qué no podía ir, le respondió que no tenía dinero. —Entonces, déjame ir a la escuela de hadas de Lamokia. Allí es gratis para mí. —Ya hemos hablado de eso, y la respuesta es que no. Aunque no quise que nacieras, ahora que te tengo, no quiero

perderte. —¿Cuál es mi futuro? ¿Ser una sirvienta como tú? Nada dijo Línan a eso. En su interior, se reprochaba su egoísmo. Ella era la que había dado sentido a su existencia, y no estaba dispuesta a quedarse sola, nunca más. Días más tarde, Línan fue con Gefia al mercado a comprar ropa. Estaban de suerte, ya que había mucha de rebaja. Ambas mujeres toqueteaban, maravilladas, las prendas, sin saber por cuáles decidirse. —¡Increíble! Simplemente, increíble. No me puedo creer que estos trajes tan bonitos cuesten tan baratos. —Hay que tener en cuenta, que pronto será primavera. —Sí, mi querida Línan, pero así y todo, no dejan de sorprenderme estos precios tan bajos. Entonces, la sirvienta miró con detenimiento una de las muchas prendas. —Esta mancha…Supongo que saldrá al lavarla ¿No? Parece sangre seca. —¿Sangre seca? ¡Qué imaginación tienes, querida! De pronto, unos soldados con casco metálico en forma de plato invertido y peto de color ocre, entraron en la plaza. Uno de ellos, gritó a viva voz: —¡Apartaos de ahí! ¡Inmediatamente! Entonces, se formó un tumulto. La gente no sabía qué estaba pasando. El soldado habló con más claridad: —¡Desgraciados! ¡No os acerquéis a los puestos del rincón si apreciáis vuestras vidas! ¡Estos vendedores son unos ladrones y muchas de las prendas de vestir han sido robadas del hospital de “Las Dunas Blancas”! Al oír aquello, la gente comenzó a gritar y a correr. Pese a la distancia, muchos sabían que los enfermos de la asediada ciudad de “Erán” habían sido alojados en ese hospital. Algunos murieron por una epidemia que se desató. Los vendedores quisieron escapar, aprovechando la confusión. Pero fue inútil. Dos días después, Línan se sintió mal. Cuando el médico fue a verla, se echó las manos a la cabeza. Todo parecía indicar que tenía la “Peste verde”. De inmediato, la alojaron en un hospital de

caridad. Su hija no quiso separarse de ella. Los médicos no eran muy optimistas. —Bueno, hija mía. Parece que con un poco de suerte te librarás de mí, y podrás estudiar tu carrera de hada. —No digas eso, mamá. Yo no quiero ser un hada ¡Quiero que te cures! ¡Te curarás! ¡Dime que sí! —Yo también deseo curarme y estar siempre contigo. Pero eso no depende de nosotros, sino de Dios. Si tal cosa pasara, no se te ocurra ir al mismo colegio que Florenia. Vete al del Roble Dorado, que es el que viene en la recomendación. —Mamá, no digas eso. Te curarás —Claro, hija mía. Yo solo te hablo por hablar, para estar entretenida. En este oscuro cuarto me aburro mucho. Y si no fuera por ti, me aburriría, aún más ¿Te importaría leer en voz alta la recomendación que nos dio Fausto? Sania leyó con dificultad. La vela no iluminaba mucho, y leía pocas veces desde que estaban en la casa de los Harden, por culpa de la severa Gefia. —”Esta prometedora niña es testaruda como una piedra; ágil y escurridiza como el mercurio, con una voluntad de oro y un tesón inquebrantable. Es carismática y tiene un excepcional don de gentes. Es muy activa e incansable, capaz de animar a los desesperados y consolar a los afligidos”. —¡Muy bien! Qué de cosas buenas ha escrito Fausto de ti. Según nos contó Florenia, las hadas pueden escoger un seudónimo o usar su nombre ¿Qué harías tú? —Creo que me gustaría usar un seudónimo, basándome en la descripción que hizo ese mago de mí. —Ajá. Eso está muy bien ¿Entonces, cuál usarías? ¿Pies de oro? ¿Testarudita? ¿Piedrecita? —No. Me gusta más “Mercuria”. —Entonces, por tu edad te llamarán “Mercurita”. —¡Eso es! Mercurita me gusta más. Y si me llaman siempre así, aunque crezca, no me ofenderé. —¡Estupendo! Anda, tápame, que quiero dormir un rato, mi pequeña Mercurita.

Fin de los primeros capítulos